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EL OBISPO PEDRO SUÁREZ DE DEZA.

POLÍTICA Y TEOLOGÍA A FINALES DEL SIGLO XII 1

CARLOS DE AYALA MARTÍNEZ


Universidad Autónoma de Madrid

Aunque la dilatada y sólida trayectoria investigadora del profesor Cabrera no es


por su ámbito cronológico de dedicación muy cercana a los temas en los que he venido
trabajando, para cualquier medievalista su obra constituye un auténtico arsenal de
información y de sugerentes intuiciones. Esta modesta contribución es, ante todo, una
muestra de respeto a su obra y una expresión de afecto a su persona, de cuya humanidad
todos los que lo tratamos tenemos sobradas evidencias. Si a todo ello se une su positivo
interés por temas de carácter eclesiástico y doctrinal, parece justificado que sean estas
próximas líneas las que le dedique con profundo agradecimiento.

I. Justificación

La más que trillada colección documental de Demetrio Mansilla que publica una
parte de la documentación de Inocencio III dirigida a los reinos hispánicos, contiene un
documento, el 237, que no es fácil encontrar citado y mucho menos comentado en la
extensa bibliografía de los especialistas en la historia eclesiástica del período. Se trata
de una carta del papa, probablemente de diciembre de 1200, en que da respuesta a una
serie de cuestiones planteadas por el arzobispo compostelano Pedro (III) Suárez de
Deza a propósito del significado de las personas de la Trinidad, sus facultades y relacio-
nes, así como los problemas cristológicos que se derivan de la doble naturaleza del Hijo
y su engarce en el sistema trinitario.2 La complejidad del texto latino se corresponde
con la oscuridad temática de los problemas doctrinales que plantea; ciertamente no es
un documento de fácil manejo. Por ello, hemos pensado que podría ser útil ofrecer una
traducción del mismo, debidamente revisada por algún filólogo especialista.3 Este es el
motivo de este breve trabajo que consta de dos partes bien diferenciadas. En la primera
presento los datos que conocemos acerca de la trayectoria del eminente eclesiástico
que tantas inquietudes teológicas tenía. Ciertamente esta presentación dista de cubrir
la necesaria monografía que demanda un personaje de la talla política e intelectual de

1 Este estudio forma parte del proyecto de investigación Génesis y desarrollo de la guerra santa cristiana en la
Edad Media del occidente peninsular (ss. X-XIV), financiado por la Subdirección General de Proyectos de Inves-
tigación del Ministerio de Economía y Competitividad (referencia: HAR2012-32790).
2 MANSILLA, D., La documentación pontificia hasta Inocencio III (965-1216), «Monumenta Hispaniae Vaticana»,
Roma, 1955, doc. 237, pp. 263-268.
3 En este sentido, agradezco la ayuda prestada por el profesor José Miguel García Ruiz.

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Pedro Suárez de Deza; en este caso, no es más que una aproximación biográfica de
carácter meramente introductorio. En segundo lugar, hacemos una brevísima presen-
tación, casi telegráfica, del contenido del texto aludido –la que, sin pretensión alguna,
es posible para quien está muy lejos de ser especialista en historia de la Teología–,
para pasar finalmente a ofrecer la traducción del texto pontificio, razón de ser de estas
páginas.

II. Trayectoria biográfica4

Pedro Suárez, oriundo de Galicia, con toda probabilidad de la comarca ponteve-


dresa de Deza,5 supuestamente estudió en París obteniendo el título de magister antes
de ingresar como canónigo en la Iglesia de Compostela con anterioridad a agosto de
1162.6 La estancia en París no es posible demostrarla, más bien es algo que se ha dado
por sentado, y ciertamente no cabe duda de que el futuro prelado tenía conocimientos
e inquietudes teológicas, como más adelante evidenciaría la carta pontificia que es el
objetivo de atención de estas páginas.7
Fue canciller real en 11658 y arcediano de Compostela,9 debiendo intervenir en
el complejo proceso de renuncia del arzobispo Martín, que se prolongó desde 1161
a 1167.10 En los últimos días de 1165 fue promovido a la sede de Salamanca, donde
su antecesor el obispo Ordoño había fallecido hacía más de un año,11 y sin duda fue

4 Antonio López Ferreiro sigue siendo principal fuente bibliográfica para el conocimiento de la trayectoria del pre-
lado: LÓPEZ FERREIRO, A., Historia de la Santa A.M. Iglesia de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela,
IV (1901) [ed. facs. 2004], pp. 311-349, y V (1902), pp. 7-44. Véase asimismo FLETCHER, R.A., The Episcopate in
the Kingdom of León in the Twelfth Century, Oxford University Press, 1978, pp. 41 y 59-60; BARREIRO SOMOZA,
J., El señorío de la Iglesia de Santiago de Compostela (siglos IX-XIII), La Coruña, 1987, pp. 385-393. GARCÍA ORO,
J., «La diócesis de Compostela en el régimen de Cristiandad (1100-1550). De Gelmírez a Fonseca», en Historia de
las Diócesis Españolas, 14. Iglesias de Santiago de Compostela y Tuy-Vigo, «Biblioteca de Autores Cristianos»,
Madrid, 2002 [en adelante HDE 14], pp. 59-64.
5 García Oro vincula el apellido no tanto con la terra a la que hace referencia como a la casa nobiliaria de Deza,
de la que Pedro sería vástago, y que en estos momentos se hallaba establecida en diversos lugares, entre ellos la
terra de Limia (HDE 14, p. 59, n. 9).
6 En esa fecha aparece el magister Petrus Suarii como confirmante en una venta efectuada por el cabildo compos-
telano a favor del priorato de Sar: LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de Santiago, IV, apéndice 33, pp. 84-86.
7 En un momento de su larga exposición el papa se dirige al arzobispo corroborando sus conocimientos teológicos
con las siguientes palabras: ... sicut tua fraternitas non ignorat; que non solum est in his sufficienter instructa,
verum etiam alios sufficienter instruxit... (p. 264). Cf. FLETCHER, The Episcopate, p. 41, n. 4.
8 Ocupó este cargo entre el 13 de julio de 1165 y el 31 de diciembre de 1165, siendo en este momento ya obispo
electo de Salamanca (GONZÁLEZ, J., Regesta de Fernando II, Madrid, 1943, p. 168).
9 Cabría identificarlo también con el canciller del arzobispo, magister Petrus diaconus, que confirma una dona-
ción del arzobispo Martín al monasterio de Sobrado en diciembre de 1164 (LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia
de Santiago, IV, apéndice 34, pp. 87-88).
10 FLETCHER, A., «Regalian Rigth in Twelfth-Century Spain: the Case of Archbishop Martín of Santiago de Com-
postela», Journal of Ecclesiastical History, 28 (1977), pp. 337-360. En efecto, en 1166, nada más ser nombrado
electo de Salamanca, marchó a Roma, donde se ventilaría el intrincado asunto del arzobispo compostelano. Dice
Fletcher que no es fácil saber dónde se hallaba la parcialidad del nuevo obispo en el caso del arzobispo Martín,
si del lado del rey o del prelado (Ibidem. p. 356), aunque es probable que estuviera más cerca de las tesis del
monarca. El documento que alude a su intervención en todo este complejo asunto, en RIVERA RECIO, J. F., La
Iglesia de Toledo en el siglo XII (1086-1208), I, Roma, 1966, pp. 374-375, n.º 54. García Oro se inclina por definir
la postura de Pedro Suárez en esta cuestión como ambigua, ya que actuaría respaldado tanto por los seguidores del
prelado como por los consejeros del rey Fernando (HDE 14, p. 60).
11 Había fallecido ya el 4 de octubre de 1164 en que un documento de la catedral salmantina nos dice que ecclesia
beate Marie vacante episcopo, tempore illo quo dompnus Ordonius decessit (MARTÍN, J.L. et alii, eds., Documentos

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promovido con el beneplácito real.12 Pedro Suárez aparece como electo en diciembre de
1165,13 y probablemente coincidiendo con su desplazamiento a la curia papal en 1166
con motivo del pleito por la renuncia del arzobispo Martín, fue consagrado obispo por
el papa Alejandro III, después de ser allí mismo ordenado sacerdote.14
El gobierno de Pedro Suárez de Deza sobre la diócesis de Salamanca se extendería
hasta septiembre de 1173, y desde luego se caracterizaría por ser el de un activo admi-
nistrador, reformador y defensor de los derechos de su sede. Con todo, no siempre sus
gestiones se vieron coronadas por el éxito. No lo tuvo frente a la orden del Hospital a
propósito de la propiedad de la iglesia de San Nicolás de Ledesma que el obispo Pedro
intentó inútilmente recuperar después de que el conde Ponce de Cabrera la arrebatara a la
diócesis en 1163 para entregarla a los freires, quienes, a su vez, no dudaron en negociar
con ella una permuta patrimonial. Aunque Alejandro III respaldó en todo momento la
acción restauradora del obispo, sabemos que en la primera mitad del siglo XIII la iglesia se
hallaba todavía fuera del control de la diócesis.15 En cualquier caso, el ánimo del obispo
no decayó en ningún momento, y ello le llevó a enfrentarse con otras instituciones que, en
su opinión, atentaban contra los bienes y derechos de la diócesis. En este sentido, pleiteó
con el obispado de Zamora16 y con el mismísimo monasterio de San Isidoro de León.17
Lo que desde luego en ningún momento le faltó al prelado salmantino es el apoyo
del rey Fernando II, expresión de la lealtad con que el obispo obró hacia él.18 Un
proyecto de la importancia política de la creación de la orden militar de Santiago fue
posible, en buena medida, gracias a la diligencia del prelado y a la credibilidad que
despertaba en medios pontificios. En su día Julio González apuntó que en sus primeros
pasos los nuevos freires contaron con el obispo Pedro Suárez de Deza como «consejero
y animador principal»,19 y ciertamente nada tiene de particular que este prelado ejerciera
dicho papel.20 Sabemos, de hecho, que era un hombre muy cercano al cardenal Jacinto

de los Archivos Catedralicio y Diocesano de Salamanca (siglos XII-XIII), Universidad de Salamanca, 1977, doc. 30,
pp. 118-119).
12 Además de tratarse del canciller del rey, todo indica que el monarca estuvo muy atento a su nombramiento (véase
infra n. 14).
13 Véase supra n. 8.
14 Sobre el particular nos informa un conjunto de bulas papales enviadas al clero y pueblo de Salamanca y Alba,
así como al rey de Castilla. La cronología de las bulas no resulta muy precisa. Su editor más reciente las sitúa
entre 1167 y 1176, en los meses de junio y julio (MARTÍN, Documentos de Salamanca, docs. 34, 44, 47 y 48). La
sorprendente comunicación a Alfonso VIII puede tratarse de un error de la cancillería pontificia, que se dirigiría
a él en vez de al rey de León, y es que en dicha comunicación se alude a la satisfacción de deseos del rey y
se le anima a que colabore con el nuevo prelado en la defensa de sus derechos. Sobre la fecha concreta de la
consagración conviene advertir que en marzo de 1166 el obispo figura aún como magister Petrus salamantinus
electus (GONZÁLEZ, J., Regesta de Fernando II, Madrid, 1943, doc. 13, pp. 257-258), pero ya en noviembre del
mismo año confirma un documento real como Petrus salamantinus (CAVERO DOMÍNGUEZ, G. y MARTÍN LÓPEZ, E.,
Colección documental de la catedral de Astorga, II (1126-1299), León, 2000, doc. 802, pp. 151-152).
15 MARTÍN, Documentos de Salamanca, docs. 38, 45, 46, 50, 52 y 53; FLETCHER, The Episcopate, p. 171; BARQUERO
GOÑI, C., «Los hospitalarios en el reino de León (siglos XII-XIII)», en El reino de León en la alta Edad Media, IX,
León, 1997, pp. 297-298.
16 MARTÍN, Documentos de Salamanca, docs. 35, 37, 42 y 49.
17 Ibidem, doc. 43, p. 131.
18 El rey premió esa lealtad con, al menos, dos importantes privilegios: uno fechado en octubre de 1167 por el que
confirmaba al obispo y su Iglesia las concesiones de sus antecesores desde la época del conde Raimundo, y otro
de diciembre de 1169 mediante el que se les hacía entrega de la aldea de Vitigudino con expresión de coto –como
en el resto de las aldeas salmantinas de la Iglesia– e inmunidad fiscal (Ibidem. docs. 33 y 55).
19 GONZÁLEZ, Fernando II, p. 93.
20 FLETCHER, The Episcopate, p. 41.

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Bobone, el legado papal y futuro papa Celestino III, que visitaba España en 1172 y
oficializaba la nueva orden gracias precisamente a su entusiástica mediación.21
En junio de 1173 el obispo Pedro Suárez de Deza figura ya como electo de Com-
postela.22 Sucedía al arzobispo Pedro II Gudestéiz que por razones no bien conocidas
había abandonado su dignidad.23 En cualquier caso, no es aventurado asociar este
cambio en la cúpula de la Iglesia leonesa con la estancia del cardenal legado Jacinto
en España prolongada hasta 1173, un hombre del papa que, como acabamos de indicar,
tenía muy estrecha relación con el nuevo arzobispo.
Fletcher ha puesto de relieve cómo con Pedro Suárez de Deza terminaba una larga
etapa compostelana de pontificados cortos y agitados por la crisis que desde 1140
hasta 1173 sin duda tuvo efectos morales y financieros para la archidiócesis. El autor
británico resume con trazos sombríos esos efectos: Fernando II y la nobleza local, en
especial algunos miembros de la familia de los Traba, pudieron apoderarse de una parte
de los bienes de la sede; las divisiones del cabildo se hicieron endémicas, y las relacio-
nes de la Iglesia con la de Braga y Toledo se vieron condicionadas por la inferioridad
compostelana; y mientras, los papas, ante las dificultades de la sede, no se mostraron
especialmente proclives a sus arzobispos.24
En cierto modo, y frente a este sombrío panorama, el largo pontificado de Pedro
Suárez, de más de treinta años, constituyó un claro período de rehabilitación. Desde el
momento de su consagración como arzobispo, avanzado ya el año 1173,25 el prelado
comenzó a desplegar una intensa labor político-pastoral, para la que, por razones de

21 A la suya y a la de los obispos Juan de Osma y Pedro de Coria, junto a la de los reyes de León, Castilla y
Aragón, como afirma el cardenal Alberto de Morra, futuro papa Gregorio VIII, en el prólogo que antecede a la
bula fundacional de la orden de Santiago de 1175; en ella el cardenal afirma que el obispo salmantino –ahora ya
arzobispo compostelano– era el hombre en quien más fiaba el legado Jacinto: ... dictus cardinalis magis quam
alicui personae de terra illa credere videbatur... ORTEGA Y COTES, I.J. DE, ÁLVAREZ DE BAQUEDANO, J.F. y ORTEGA
ZÚÑIGA Y ARANDA, P. DE, Bullarium Ordinis Militiae de Calatrava, Madrid, 1761 (ed. facs. Barcelona, 1981), p. 2.
A. FERRARI, «Alberto de Morra, postulador de la orden de Santiago y su primer cronista», BRAH, 146 (1960), pp.
63-139. LOMAX, D.W., La Orden de Santiago (1170-1275), Madrid, 1965, p. 6. E. SASTRE SANTOS, La Orden de
Santiago y su regla, Universidad Complutense de Madrid, 1982, II, p. 23. Sobre la legación del cardenal Jacinto
de 1172-1173, véase SMITH, D.J., «The Iberian Legations of Cardinal Hyacinth Bobone», en J. Doran y D.J. Smith
(eds.), Pope Celestine III (1191-1198). Diplomat and Pastor, Ashgate, 2008, pp. 81-111.
22 Los dos documentos de Fernando II fechados en junio de 1173 y que muestran relación de confirmantes, aluden
a Pedro como obispo de Salamanca y ya electo de Compostela: GONZÁLEZ, Fernando II, p. 429. De todas formas,
puede que fuera ya electo algunos meses antes, concretamente desde el 12 de abril: FLOREZ, E., España Sagrada,
XVII. Iglesia de Orense, Madrid, 1763 [reed. Revista Agustiniana, Madrid, 2005], p. 101; cit. LÓPEZ FERREIRO,
Historia de la Iglesia de Santiago, IV, p. 315.
23 Cabría la posibilidad de que hubiera perdido el favor regio como consecuencia del acuerdo firmado por el
arzobispo con la naciente orden de Santiago en 1171. En efecto, en febrero de aquel año, antes incluso de que
el rey Fernando II pudiera establecer unos objetivos adecuados para ella, el prelado quiso imponer los suyos
propios convirtiendo la cofradía de Cáceres en militia Sancti Iacobi (MARTÍN MARTÍN, J.L., Orígenes de la Orden
Militar de Santiago (1170-1195), Barcelona, 1974, doc. 42, pp. 212-215). Al rey no le debió gustar nada la idea
de una orden por él promovida y realmente convertida en mera guardia de corps de la Sede Compostelana.
Aunque Fletcher no pone su renuncia en relación con el tema del acuerdo con la orden de Santiago, sí alude
a la posibilidad de que el arzobispo, en otro tiempo íntimo colaborador del rey, perdiera al final su confianza:
FLETCHER, The Episcopate in the Kingdom of León, p. 59.
24 FLETCHER, The Episcopate, p. 59.
25 Aunque una lápida situada en la iglesia de San Claudio de León con motivo del traslado de reliquias, alude a
Pedro Suárez ya como arzobispo de Compostela el 22 de abril de 1173 (cit. LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia
de Santiago, IV, p. 315, n. 1), la documentación real todavía en agosto de aquel año lo calificaba de electo, y no se
constata en ella su consagración hasta el mes de noviembre: RECUERO ASTRAY, M, ROMERO PORTILLA, P. y RODRÍ-
GUEZ PRIETO, MªA., Documentos Medievales del Reino de Galicia: Fernando II (1155-1188), Xunta de Galicia,
2000, doc. 133, pp. 165-167, y doc. 138, pp. 172-173.

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comodidad expositiva, cabría distinguir entre cinco grandes apartados, sin duda estre-
chamente relacionados entre sí.
El primero de ellos corresponde a la reorganización acometida por el arzobispo en
la diócesis y a las iniciativas reformistas de sus instituciones. Es de sobra conocido que
fue durante su pontificado cuando la diócesis adoptó la estructura arcedianal que man-
tendría, sobre la base de cinco distritos, hasta bien entrado el siglo XIX; el arzobispo se
reservaba en todos ellos el nombramiento y destitución de los párrocos correspondien-
tes.26 Igualmente es conocida la nueva conformación estatutaria del cabildo, confirmada
por el papa Alejandro III en 1178 y llamada también a perdurar.27 Y dentro de este afán
reformista, conviene, finalmente, destacar la ofensiva desencadenada contra las viejas
estructuras monásticas de carácter familiar y su tendencia a favorecer su regularización
mediante las distintas modalidades del benedictinismo.28
El segundo y fundamental apartado de actuación del arzobispo hace referencia a
la consolidación y, en su caso, recuperación de la integridad patrimonial de la Iglesia
compostelana, así como a la defensa de sus derechos, tan cuestionados en la larga y
crítica etapa precedente. Esta fundamental preocupación de Pedro Suárez por la defensa
y acrecentamiento del señorío episcopal se manifiesta, en primer lugar, a través de las
cinco generosas bulas papales que entre 1174 y 1199 confirman los bienes y derechos
de la Iglesia compostelana,29 pero sin duda son las donaciones y privilegios obtenidos
desde la cancillería real los que ayudan de manera especial en este período a satisfacer
las expectativas patrimoniales del arzobispo. Es ahora, en efecto, cuando la sede compos-
telana, sobre la firme base de un importante conjunto de fortalezas –Lobeira, Cedofeita,
Darbo...–, se hace con el control costero de las Rías Bajas, incluyendo el dominio sobre
el burgo de Pontevedra; estamos ante un importantísimo señorío forjado en la decisiva
década de 1175-1184, al que hay que añadir el control sobre la tierra de Sobrado, antiguo
feudo de los Traba, y sobre no pocos enclaves esparcidos por todo el reino de León, desde
el Bierzo a la Transierra cauriense.30
El arzobispo, coincidiendo con la festividad del Apóstol de 1180, alcanzó de la
monarquía el blindaje de tan importante complejo señorial a través de un privilegio sin
precedentes en el que, además de confirmar propiedades y derechos como el de chancille-
ría, capellanía y sepultura del propio rey y sus sucesores, se incluye el monopolio secular
de jurisdicción sobre todo el señorío de la Iglesia.31 Solo dos años después, en 1182, el
arzobispo, después de muchas vicisitudes que remontaban a la época de Gelmírez, recibía
la confirmación del derecho de acuñación concedido apenas diez años antes.32

26 LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de Santiago, IV, pp. 317-318 (el documento que contiene la nueva distribución
territorial data de 1177: Ibidem. Apéndices, doc. L, pp. 122-124); HDE 14, p. 63.
27 LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de Santiago, IV, pp. 319-320. El documento papal Ibidem. Apéndices, doc.
LIII, pp. 135-138, y GONZÁLEZ BALASCH, M. T., Tumbo B de la Catedral de Santiago, Santiago, 2004, doc. 283, pp.
539-541.
28 LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de Santiago, IV, pp. 320-321; HDE 14, p. 63.
29 GONZÁLEZ BALASCH, Tumbo B de la Catedral de Santiago, docs. 281, 284, 285, 287 y 322.
30 LUCAS ÁLVAREZ, M., Tumbo A de la Catedral de Santiago. Estudio y edición, Santiago, 1998, docs. 123-139, pp.
252-280. Véase BARREIRO, El señorío de la Iglesia de Santiago, pp. 386-388, y HDE 14, pp. 60-61.
31 LUCAS ÁLVAREZ, Tumbo A de la Catedral de Santiago, doc. 130, pp. 263-266. Véase BARREIRO, El señorío de la
Iglesia de Santiago, p. 388.
32 LUCAS ÁLVAREZ, Tumbo A de la Catedral de Santiago, doc. 140, pp. 280-281. Véase SÁNCHEZ ALBORNOZ, C.,
«La primitiva organización monetaria en León y Castilla», en Viejos y nuevos estudios sobre las instituciones

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Aunque este conjunto de privilegios convertía a la ciudad que albergaba los restos
del Apóstol en regni nostri caput,33 era preciso apuntalar este rentable referente jacobeo
mediante la consolidación de los Votos de Santiago, un recurso fiscal al que el arzobispo
Pedro Suárez prestó no poca atención. Ya la bula papal confirmatoria de 1174 aludía
a la necesidad de que fuera respetado el pago que Hyspanorum catholici reges debían
satisfacer anualmente por cada yugada de tierra desde el Pisuerga al «mar occidental»,
incluyendo Toledo y la Transierra. El propio Alejandro III lo volvía a recordar apenas un
año después, y el arzobispo pleiteará con decisión frente a los frecuentes desacatos en esta
materia, como muestra con generosidad la documentación papal durante los pontificados
de Celestino III y el propio Inocencio III. La monarquía, en los días de Alfonso IX, se
vio también movilizada por la Iglesia compostelana para garantizar tan lucrativo cobro.34
Todo ello redundaba en honor y gloria de la sede jacobea, y es este precisamente el
tercer aspecto que conviene destacar en la compleja acción desarrollada por el arzobispo
Pedro Suárez, el del reforzamiento de la imagen y el prestigio de su Iglesia. Ciertamente
este objetivo pasaba, en primer lugar, por redefinir en clave expansiva la realidad del
mapa provincial de la sede metropolitana de Santiago, y en este punto los éxitos del
arzobispo son incuestionables: aunque hubo de renunciar a Coimbra y Viseo a favor de
Braga, sin embargo las sedes de Lisboa, Évora, Lamego e Idanha (Guarda) quedaron
definitivamente incorporadas a la provincia compostelana en 1199, y no tardaría en
hacerlo Zamora.35 Todo ello comportaba una notable activación de las comunicaciones
directas del prelado con Roma, y es éste otro de los argumentos digno de mencionarse a la
hora de fomentar el prestigio exterior de la sede. Por supuesto que Pedro Suárez acudió al
importantísimo III concilio de Letrán de 1179, ocasión en la que recibió el palio de manos
de Alejandro III,36 pero no fue la única vez que, como arzobispo, se desplazó a la curia
papal. Las negociaciones sobre la provincia a las que acabamos de aludir, coincidieron
con un nuevo viaje a Roma del que no faltan varios testimonios documentales.37
Pero si de gestos hablamos, no hubo quizá mejor y mayor propaganda que el impulso
dado durante el pontificado de Pedro Suárez a la obra de edificación de la catedral
románica, incluida la factura del imponente Pórtico de la Gloria, un incentivo más para
el fomento del peregrinaje que tanto preocupó al arzobispo; lo suficiente como para
establecer hospitales de peregrinos incluso en territorios ajenos al reino de León, y para
acordar con los correspondientes comerciantes medidas de control fiscalizador sobre la
venta de las conchas o vieras del peregrino.38
Por otra parte, de un hombre de la preparación intelectual de Pedro Suárez no cabe
esperar indiferencia ante el fenómeno del patrocinio cultural. Estamos efectivamente ante
el cuarto aspecto más relevante de su intensa actividad, pese a la limitada información de

medievales españolas, II, Madrid, 1976, pp. 907-919, e ID., «La potestad real y los señoríos en Asturias, León y
Castilla (siglos VIII al XIII)», Ibidem. pp. 1.305-1.306.
33 Aparece la expresión en el interesante preámbulo introductorio al documento real de concesión de Atalaya de
Pelayo Velídiz y de Ranconada, en la diócesis fronteriza de Coria, en 1183: LUCAS ÁLVAREZ, Tumbo A de la
Catedral de Santiago, doc. 133, pp. 269-271.
34 GONZÁLEZ BALASCH, Tumbo B de la Catedral de Santiago, docs. 144, 233, 292, 295, 301, 308 y 318.
35 FLETCHER, The Episcopate, p. 60. GONZÁLEZ BALASCH, Tumbo B de la Catedral de Santiago, docs. 282, 286 y 320.
36 GONZÁLEZ BALASCH, Tumbo B de la Catedral de Santiago, doc. 326, pp. 616-618.
37 LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de Santiago, V, pp. 33-34.
38 HDE 14, p. 62; el acuerdo con los comerciantes data de los primeros meses del 1200 (LÓPEZ FERREIRO, Historia de
la Iglesia de Santiago, V, apéndices, doc. V, pp. 15-17).

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que disponemos. En cualquier caso, la promoción que procuró a canonistas de la talla de


Bernardo Compostelano Antiquus, activo colaborador de Inocencio III, y muy probable-
mente a Martín Arias de Zamora, ya justificarían su relevancia al respecto.39
Un último pero desde luego no menos importante aspecto de la personalidad del
arzobispo Pedro es el de su protagonismo en el escenario político, tanto en el reinado
de Fernando II como en el de su hijo Alfonso IX. Fue, como sabemos, un hombre de la
entera confianza del rey Fernando al que sirvió militarmente en varias de sus iniciativas
bélicas. Así, en la ofensivas anti-almohades de 1176 y 1177, sabemos que la Iglesia
compostelana y su arzobispo colaboraron de manera activa tanto económicamente como
en el propio campo de batalla.40 Más adelante, en abril de 1183, Fernando II solicitaba
del poderoso arzobispo de Compostela que contribuyera a la defensa de Coria, diócesis
sufragánea quasi in faucibus sarracenorum constituta, mediante la colonización de dos
enclaves, Atalaya de Pelayo Velidiz y Ranconada, que ponía entonces en sus manos.41
Pero será un año después, 1184, cuando el protagonismo militar del arzobispo llegue
a su mayor expresión. Su activa colaboración en el largo asedio de Cáceres acometido
por Fernando II en la primera parte de aquel año, endeudó considerablemente las arcas
de la sede compostelana,42 y contribuirá a hacerlo aún más la memorable intervención
leonesa en la contraofensiva al cerco almohade de Santarem, en junio de 1184, con que el
rey Fernando pretendía evitar un ataque directo a su reino, y en la que la acción concreta
del arzobispo fue inmortalizada, con tintes de notable exageración, por el cronista y deán
londinense Raúl de Diceto.43
Pero no fueron acciones militares las únicas iniciativas desplegadas por el arzobispo
en relación al gobierno de Fernando II. Su intervención en los procesos de negociación,
firma y garantía de los acuerdos entre León y Castilla por cuestiones fronterizas –Medina
de Rioseco (1181), Paradinas y Fresno-Lavandera (1183)– es bien conocida.44 Y fueron
también actuaciones más político-diplomáticas que propiamente bélicas las que hubo de
desempeñar el arzobispo durante el reinado de Alfonso IX. Las relaciones con el nuevo
monarca fueron tan buenas como las mantenidas con su padre, y puede que su papel fuese
decisivo en la consolidación del nuevo rey en el trono.45 Lo cierto es que los generosos
privilegios que Alfonso IX concede al arzobispo y a su Iglesia al comienzo del reinado,
así parecen avalarlo.46 Pero Pedro Suárez hubo de enfrentarse, y lo hizo con notable tacto
político, a dos delicados acontecimientos que sin duda constituyeron auténticos com-
promisos de actuación para el prelado. El primero de ellos es el de la cruzada decretada
por Celestino III contra el rey de León en 1196 con motivo de la alianza establecida

39 FLETCHER, The Episcopate, p. 60. López Ferreiro amplia notablemente la nómina de canónigos compostelanos
de Pedro Suárez que se hicieron acreedores de títulos de «maestro» o «doctor» (LÓPEZ FERREIRO, Historia de la
Iglesia de Santiago, V, pp. 40-42).
40 AYALA MARTÍNEZ, C. DE, «Los obispos leoneses y las guerras santas de Fernando II», en Homenaje al profesor Benito
Ruano, Sociedad Española de Estudios Medievales, Madrid, 2010, I, pp. 98-99.
41 LUCAS ÁLVAREZ, Tumbo A de la Catedral de Santiago, doc. 133, pp. 269-271.
42 Así lo pone de manifiesto la concesión real del castillo de Darbo que el arzobispo recibía en junio: LUCAS
ÁLVAREZ, Tumbo A de la Catedral de Santiago, doc. 137, pp. 275-277.
43 AYALA, «Los obispos leoneses y las guerras santas de Fernando II», pp. 103-104.
44 GONZÁLEZ BALASCH, Tumbo B de la Catedral de Santiago, docs. 38 y 263. LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de
Santiago, IV, pp. 339-341.
45 LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de Santiago, V, p. 16.
46 LUCAS ÁLVAREZ, Tumbo A de la Catedral de Santiago, docs. 141-144, pp. 282-291.

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CARLOS DE AYALA MARTÍNEZ

con los almohades contra Castilla, y el segundo el de la condena papal del matrimonio
entre Alfonso y la infanta castellana Berenguela precisamente para poner fin al conflicto
previo, un matrimonio anticanónico por razón de parentesco y contra el que Inocencio III
clamó desplegando todo tipo de recursos. ¿Qué actitud adoptó el arzobispo, preso en
ambos casos, de dos obediencias, la del papa y la del rey?
Todo apunta a una actitud prudente en relación a ambos temas. Obviamente no
se opuso al rey en su «sacrílego» enfrentamiento con Castilla, un enfrentamiento que
comenzó con un solemne acto de invocación jacobea celebrado en enero de 1197,47 y
desde luego, después, no hizo de la separación de los reyes cruzada personal, pero lo
cierto es que se mantuvo al margen de la ira papal, que sí cayó –al menos en lo que se
refiere al segundo asunto– sobre algunos contestatarios prelados leoneses. No tenemos
muchos datos al respecto, pero es bastante probable que Suárez de Deza encabezase el
grupo de obispos del reino más flexible y posibilista procurando evitar a toda costa los
peores efectos del enfrentamiento entre trono y curia.48 En cualquier caso, el arzobispo,
siguiendo instrucciones del papa, participó activamente en el deseado restablecimiento de
la paz entre León y Castilla, rubricado en Cabreros en marzo de 1206.49 Fue posiblemente
el último acto en que intervino Pedro Suárez de Deza, que ya en mayo de ese mismo año
había fallecido.50

III. Presentación y traducción del texto

Las inquietudes teológicas de Pedro Suárez de Deza quedan más que patentes
a través del documento de contestación papal a la formulación de sus dudas. Pero
con independencia de su probable formación parisina, no es el de la carta el único
testimonio que permite constatar en el prelado una solidez intelectual muy por encima
de la media. Así, en diciembre de 1193, en una donación efectuada por el abad de San
Salvador de Bergondo al monasterio de Sobrado, se alude al arzobispo compostelano
como a alguien dotado de todo conocimiento, mayor que el que podía haber acumulado
cualquier otro de sus antecesores en el arzobispado.51 Pues bien, ese más que notable
conocimiento parece heredero del riquísimo contexto de confrontación dialéctica que
décadas atrás había enfrentado la teología monástica de corte tradicional e inspiración
bernardiana, en todo deudora de la patrística, con la renovada visión escolástica apegada
a las formulaciones lógicas del aristotelismo. Víctima de esa confrontación había sido el
conocido Girberto de la Porrée, obispo de Poitiers, amonestado en el concilio de Reims
de 1148 por la ambigüedad con que se percibía el esfuerzo por aplicar metodologías
racionales a la explicación de la realidad divina. Cuando Pedro Suárez de Deza se dirige
al papa, la lógica escolástica era ya una realidad bien fundamentada en la doctrina ofi-

47 AYALA MARTÍNEZ, C. DE, «Obispos, guerra y cruzada en los reinos de León y Castilla (s. XII)», en Cristianos y
musulmanes en la Península Ibérica: la guerra, la frontera y la convivencia. XI Congreso de Estudios Medievales,
Fundación Sánchez Albornoz, León, 2009, p. 254.
48 Ibidem, pp. 252-256.
49 GONZÁLEZ, J., El reino de Castilla en la época de Alfonso VIII, Madrid, 1960, I, pp. 737-738.
50 LÓPEZ FERREIRO, Historia de la Iglesia de Santiago, V, p. 43.
51 … Archiepiscopus in sede beati Iacobi, Petrus Suarii, plenus omni scientia, plus quam omnes qui in eadem sede
archiepiscopi ante eum fuerunt… LOSCERTALES DE G. DE VALDEAVELLANO, P., Tumbos del Monasterio de Sobrado
de los Monjes, Madrid, 1976, I, doc. 175, p. 222.

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EL OBISPO PEDRO SUÁREZ DE DEZA

cial de la Iglesia, pero las dudas del arzobispo no dejan de ser un eco de las dificultades
de adaptación del modelo racionalista por el que había apostado Girberto de la Porrée,
un modelo que hacía de la conceptualización terminológica el armazón esencial del
discurso teológico.52
La contestación pontificia al arzobispo comienza por dejar sentado el principio de
la individualidad de personas en el seno de la esencia divina, una individualidad per-
sonal que se expresa a través de nociones, es decir, razones que sirven para diferenciar
unas personas de otras.53 A partir de aquí, una primera duda planteada por Suárez de
Deza se refiere a la pertinencia o no de considerar los nombres de las personas divinas
como propios o relativos, o lo que es lo mismo, como correspondientes a contenidos
diferenciados o, por el contrario, esencialmente idénticos. La contestación pontificia
pretende aclarar el dilema dejando siempre a salvo la inexcusable especificidad de unas
hipóstasis que no sólo se distinguen por sus relaciones. Aunque no se alude directa-
mente a ello, el debate que deja traslucir el papa parece responder a la vieja polémica
sobre la «cuaternidad» de la escuela porretana, la de una esencia distinta a las tres
realidades subsistentes.
El discurso papal se centra a continuación en la persona del Padre y sus nociones
específicas: innascibilidad, paternidad e inspiración. Pero todo apunta a que las dudas
del arzobispo se refieren fundamentalmente a la persona del Hijo y su atribución nomi-
nal. La clave de la intrincada y más que confusa explicación papal da vueltas una y otra
vez sobre el misterio de una eternidad preexistente que correspondiendo al Hijo, no es
aplicable a la naturaleza humana que designa el nombre de Jesús, el cual, siendo Dios
desde la eternidad, no existió desde siempre.
A continuación el papa deriva su razonamiento hacia la naturaleza misma de Dios y
la imposibilidad de acceder al conocimiento de ella, sin poderse, no obstante, poner en
duda su realidad existente. La consecuencia, en los términos del formalismo nominalista
en el que se mueve el discurso, podría ser en cierto modo que no conviene a Dios la
existencia de un nombre propio. La afirmación, no obstante, se blinda con los corres-
pondientes matices escolásticos, para finalmente concluir que la futura contemplación
de Dios no requerirá del significado de los nombres. Todo un juego dialéctico al que el
papa Inocencio pone broche final con el deseo de que el arzobispo le tenga presente en
sus oraciones.54

52 Una breve pero clarificadora exposición del pensamiento de Gilberto de la Porrée, así como del contexto
teológico en que se produce, puede verse en VILANOVA, E., Historia de la Teología Cristiana, I. De los Orígenes
al siglo XV, Barcelona: Editorial Herder, 1987, p. 590ss.
53 La sistematización de la doctrina trinitaria y la clarificación conceptual de su compleja terminología –esencia,
personas, procesiones, relaciones, propiedades, nociones...– tendrá su punto culminante en la Summa Theologica
de Santo Tomás (I, q. 27-43), pero es obvio que la fundamentación del discurso parte de la clarificación escolástica
de la segunda mitad del siglo XII, sin olvidar en ningún caso, y entre otros, los precedentes agustinianos. Una
visión sintética e historicista de la cuestión, en PEÑAMARÍA DE LLANO, A., El Dios de los cristianos. Estructura
introductoria a la Teología de la Trinidad (Tratado de Dios uno y trino), Madrid: Sociedad de Educación Atenas,
1990.
54 El deseo se expresa en los términos de la conocida metáfora veterotestamentaria «chupar miel de una piedra y
aceite de una roca durísima» (Dt 32, 13), al que san Bernardo le da el sentido con que se utiliza en los siglos
centrales de la Edad Media, el de «ser capaces de sacar provecho de algo». Véase Obras completas de San
Bernardo. Edición bilingüe, ed. preparada por los monjes cistercienses de España, II, Tratados (2º), Madrid,
1994, «En Alabanza de la Virgen Madre. Homilía I», pp. 602-603.

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1200, diciembre. Letrán

El papa Inocencio III se dirige al arzobispo compostelano Pedro Suárez de Deza


en respuesta a varias cuestiones teológicas planteadas por el prelado.

Publ. MANSILLA, D., La documentación pontificia hasta Inocencio III (965-1216),


«Monumenta Hispaniae Vaticana», Roma, 1955, doc. 237, pp. 263-268.

El deber del servicio apostólico, del que somos deudores tanto a sabios como a
ignorantes, abruma nuestra mente con diversas ocupaciones, aturde el ingenio y abate
el intelecto, hasta el punto de que a duras penas nos ha permitido responder a tus con-
sultas, sobre todo en un asunto tan sutil y elevado. Pero ya que la sinceridad de aquella
caridad con la que te apreciamos con especial gracia entre nuestros hermanos y coepís-
copos no permite que neguemos a tu fraternidad ningún favor que nos sea solicitado,
casi sustrayendo algunos ratos a las propias ocupaciones, que recaen sobre nosotros más
de lo acostumbrado y, persiguiendo a toda costa un descanso, para que no parezca que
nos hemos desentendido de tu carta, conforme a la palabra del Apóstol Santiago que
aconseja que «cuando alguien carece de sabiduría, se la pida a Dios, que da a todos los
hombres en abundancia, y se la dará»,55 deberíamos recurrir más al juicio de la oración
que al ingenio de la razón; de este modo, el Señor nos inspiró y respondemos a tus
consultas.
Pues bien, creemos que estos tres nombres –Padre, Hijo y Espíritu Santo– no son
propios sino comunes, como si fueran nombres relativos que ciertamente designan
personas, pero que expresan nociones, y ello pese a que a una pregunta como « ¿Quién
engendró al Hijo?», se responda «el Padre»; porque, según la disciplina teológica,
mediante esta pregunta no se inquiere por la cualidad propia sino sobre una propiedad
de la persona.
Por eso cuando se pregunta «quién engendró al Hijo», la respuesta correcta es el
Padre, porque ciertamente el nombre de las personas designa al Padre, pero significa
una noción que distingue la persona del Padre. Así pues, cada una de las facultades tiene
razones propias y en ellas nombres y palabras no siempre significan lo mismo, tal y
como tu fraternidad no desconoce, ya que no sólo eres suficientemente versado en estas
cuestiones, sino que has instruido a otros sobre ellas.
Has preguntado si cada persona divina puede tener un nombre propio. Pues bien,
ya que en la persona divina no hay sino relación o esencia, si la persona divina tuviera
un nombre propio, designaría esa relación o esencia. Si hiciera referencia a la relación,
sería en consecuencia relativo; luego no sería propio, porque relativo y propio no son
concebibles al mismo tiempo. Por el contrario, si hiciera referencia a la esencia, sería
[un nombre] esencial. Por este motivo, lo propio no existiría, puesto que lo esencial
es común a los tres. Así pues, parece que ni persona ni naturaleza divina pueden tener
nombre propio. Ahora bien, ya que es propio del pronombre ser colocado en lugar del
nombre, y ya que tanto persona como naturaleza divina son designadas mediante un
pronombre, la persona cuando se dice: «Yo te he engendrado hoy»,56 [y] naturaleza

55 St 1,5.
56 Ps 2,7; Hb 1,5.

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cuando se dice: «Yo soy el que soy»,57 ciertamente parece que pudiera tener nombre
propio, dado que también el contenido es diferente.
Yo, en verdad, cuando me dedicaba a los estudios escolásticos, admitía que tanto la
persona como la naturaleza divina podían tener nombre propio. Porque tratándose de la
misma realidad, llamémosle noción o naturaleza, se muestra de modos diversos en Dios,
ya sea de modo absoluto o relacional. Pues así como la naturaleza divina relacional
se corresponde con el nombre de «Señor», así la noción relativa podría expresarse de
manera absoluta como nombre propio, no en cuanto relación personal sino en cuanto
propiedad singular. Así pues, el nombre propio mostraría un tipo de relación, pero
no existiría un nombre relativo, ya que expresaría esa relación, no comparativa sino
absolutamente. No obstante, si se dijera que no hay ninguna propiedad en la persona
divina que no sea noción relativa, eso no es la opinión mayoritaria; [ésta] responde más
fácilmente acerca de esto cuando sostiene que existen otras nociones en las personas
divinas además de las relaciones. Del nombre de «persona» podría desprenderse una
cuestión semejante en cuanto que se fundamenta en la hipóstasis y no en la esencia
[ousía]. Pero a cuestión similar, respuesta similar.
Por otra parte, cuando se dice que existen tres nociones en el Padre, a saber,
innascibilidad, paternidad e inspiración, se podría indagar, no sin razón, cuál de ellas
podría servir para definir el nombre propio del Padre. Pues bien, si el nombre «Padre»
expresara una sola de esas nociones y no otra, habría que determinar cuál es esa noción,
y además, por qué una expresa más que otra, y si designa cualquiera de ellas. Ahora
bien, la solución a este problema depende de aquella vieja cuestión en la que se plantea
si las propiedades de las personas son las personas en sí mismas, o si sólo existen tres
propiedades en las tres personas, o si hay incluso más; y según la diversidad de opinio-
nes, esta cuestión puede resolverse de distintas maneras. Del mismo modo, el nombre
propio de la esencia sería común a los tres nombres propios de las personas, unos
nombres que las separan unas de otras, porque la naturaleza del nombre acompañaría a
la naturaleza de la cosa, una cosa que, siendo de por sí singular, es sin embargo común
a las tres personas.
Preguntaste, además, si el nombre propio del Hijo convenía al hombre que es
Cristo, y si puede encontrarse el nombre propio de aquel hombre, como derivado de su
propia cualidad, que en Cristo parece tener el lugar de accidente, puesto que [Cristo]
existió alguna vez tanto sin ella como con ella, aunque no hay en verdad accidente
cuando se suele responder a la pregunta quid. También [preguntaste] si [el nombre pro-
pio del Hijo] podía tener un nombre propio según una naturaleza, un segundo nombre
según una segunda naturaleza, y acaso un tercero según una y otra naturaleza. Pero la
solución de esta cuestión depende principalmente de aquella difícil cuestión en la que
se declara qué predica este nombre, «hombre», acerca de Cristo. Pues según aquellos
que afirman que predica el estado mismo de aquél, no podría tener un nombre propio
como si fuera dado por su propia cualidad, ya que, de acuerdo con el parecer de aqué-
llos, ninguna sustancia o persona está compuesta por el alma y la sangre de Cristo ni,
con mayor razón, podría hallarse un nombre propio de aquél [Cristo], que equivaliera
a este tercero: «ese hombre» como «este humanado» equivale a ese tercero, porque

57 Ex 3,14.

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según ellos una cosa tiene el mismo significado que la otra. Más aún, según aquellos
que dicen que este nombre, «hombre» predica la forma (species) de Cristo, y de este
modo, que Cristo son dos, uno eterno según su naturaleza divina y otro temporal según
su naturaleza humana, fácilmente puede hallarse el nombre de aquel hombre, y acerca
de esto no sería difícil responder. Por lo demás, aquellos que afirman que este nombre,
«hombre», se predica verdaderamente de Cristo según su forma (species), pero que
Cristo mismo es uno solo porque el Verbo, para ser hombre asumió no al hombre sino
la humanidad, responden con más dificultad a esta cuestión. Por ello, establecido el
hecho de que este nombre, «Jesús», sea un nombre propio de aquel hombre, que le ha
sido impuesto en virtud de su propia cualidad, de suerte que equivalga a este tercero:
«ese hombre», se ven forzados a admitir que Jesús fue Dios desde la eternidad, pero
Jesús no existió desde siempre.
Y aunque este nombre, «Jesús», no sea accidental, se dice sin embargo que es
similar a un accidente, porque la naturaleza del nombre reproduce la naturaleza de la
cosa, como antes dijimos. Por lo cual, aunque Cristo tenga aquella cualidad sustancial
que le es propia, sin embargo, y dado que Cristo estuvo alguna vez con ella y alguna
vez sin ella, conviene que en muchos casos se dé una respuesta en torno a ella como si
fuera accidental. Establecido, por lo tanto, para abrir debate, el hecho de que nosotros
existíamos antes del tiempo de la Encarnación, nos vemos obligados ciertamente a
admitir que Jesús será y es, pero no que Jesús es y será, ni que Jesús es o no es, sino
que Jesús no es. Pues este nombre, «Jesús», supone la persona del Hijo, que siempre
existe, en cuanto eterna, y además de ella significa la cualidad propia del hombre, que
no siempre existe, en cuanto cosa temporal. Y por ello, en razón de la persona supuesta,
la cual existe siempre, esta proposición: «Jesús no es», no es verdadera. Pero además,
en razón de la cualidad significada, la cual aún no existe, esta proposición: «Jesús es»,
no es, de igual modo, verdadera. Aceptamos en cambio esta: «no existe Jesús», porque
la negación que precede extingue, la interpuesta detrás separa. Y por eso admitimos la
negación destinada a borrar, pero negamos la que separa. Tampoco esta proposición:
«Jesús es o no es» es, por así decir, o afirmativa de lo falso, vana o incongruente, como
tampoco ésta: «Anticristo es o no es», ya que la propiedad del nombre propio no lo
permite. Acerca del Anticristo, en cambio, aceptamos: «Anticristo no es». Pero acerca
de Jesús negamos absolutamente, porque la persona que se funda en ese nombre existe,
aunque no exista la propiedad que se significa bajo aquel nombre. Pero esta cuestión
es muy difícil y entre las cuestiones teológicas es de las más discutidas, pudiéndose
aducir de un sitio y otro múltiples y válidas razones; por ello, no vamos a seguir por este
camino, ya que no es ésta la cuestión principal.
Es lícito, por otra parte, que este nombre, «Jesús», según interpretación del nom-
bre mismo, sea contemplado como impuesto a partir de su efecto; dicho nombre lo
anuncia el ángel cuando dice: «Pues Él salvará a su pueblo de sus pecados»;58 también
el evangelista atestigua que «a los ocho días, mientras era circuncidado el niño, se le
puso por nombre Jesús»;59 puesto que se solía imponer un nombre propio, no se debe
negar que este mismo sea el nombre propio de aquel, dado no obstante a partir de su

58 Mt 1,21.
59 Lc 2,21.

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propia cualidad, lo cual puede hallarse en muchos ejemplos también en el ámbito de las
facultades liberales.
Por otra parte, según la naturaleza divina el Hijo no tiene un nombre propio, a
no ser que tal vez tenga el nombre propio de la naturaleza, el cual no sería nombre
propio de una persona, porque el nombre en sí convendría por homonimia a las tres
personas. Pero en la naturaleza divina podría haber un nombre propio de persona que
no expresara naturaleza, sino, como se ha dicho antes, una noción a modo de cualidad
propia. Y por esto sabrás que ha sido resuelta aquella cuestión, es decir, si puede haber
un nombre de acuerdo con una naturaleza, un segundo nombre de acuerdo con una
segunda naturaleza, y un tercero según una y otra, no hay inconveniente en que este
nombre, «Emmanuel», que se interpreta «Dios con nosotros», parezca que le compete
según una y otra naturaleza.
Pero nombres de este tipo parecen decirse no tanto en relación con la imposición
de un nombre propio como en relación con la denominación o interpretación, la cual
a ningún otro convendría. Por otra parte, a muchos les parece que las cosas extra-
predicamentales no tienen cualidades propias y sin embargo muchas veces se les impo-
nen nombres propios; [así lo piensan] sobre todo aquellos que niegan que las formas
se encuentran presentes en las formas, así acaso también a las personas divinas se les
imponen nombres propios, sobre todo aquellos que niegan que las formas se encuentran
presentes en las formas, así acaso también las personas divinas podrían tener nombres
propios que ciertamente denominarían a las personas en sí mismas de un modo claro y
diferenciado, pero no expresarían las cualidades propias que hay en ellas. Esto es, por
lo tanto, lo que te respondemos al modo escolástico.
Pero si es preciso que nosotros respondamos al modo apostólico, respondemos
más simplemente sí, pero con más precaución, [diciendo] que la condición mortal del
hombre no puede imponer a Dios, ya como persona, ya como naturaleza divina, un
nombre propio en consonancia con el carácter particular del mismo, [un nombre] que, a
decir verdad, expresaría entonces un discernimiento cierto y determinado, porque Dios,
en tanto que incomprensible e inmenso no puede en esta vida mortal ser comprendido
con una determinación cierta o con una certeza determinada, porque es posible entender
qué no es, pero no es posible reconocer qué es; como él mismo dice de sí: «No me verá
el hombre y seguirá vivo».60 Y Juan dice de él: «A Dios nadie lo ha visto nunca»,61 lo
cual debe entenderse de una visión no corporal sino intelectual, porque ni en esta vida
mortal ni en aquella vida perenne Dios es visto corporalmente, ya que no es cuerpo sino
espíritu. «Habita, en efecto, en una luz inaccesible».62 Y por ello el investigador se ve
abrumado por la gloria de su majestad en cuanto accede a un pensamiento elevado, y
Dios será exaltado. Esto está bien expresado en Moisés, quien de pie en una roca vio la
parte posterior del Señor que pasaba. Porque, así como un hombre visto de espalda se
sabe, en todo caso, que es un hombre pero no se sabe qué hombre es, así ciertamente
sólo sabemos que Dios es, pero desconocemos qué es Dios. Por ello, habiendo sido
preguntado por Moisés cuál es su nombre, respondió: «Yo soy el que soy. Así dirás a

60 Ex 33,20.
61 Jn 1,18.
62 [1 Tm 6,16].

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los hijos de Israel: El que es me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre»,63
aludiendo en su respuesta a una denominación no propia sino común, que sin embargo
le cuadra a él solo en consonancia con un intelecto que le es propio o, más bien, apro-
piado, el cual es esencialmente único, para quien no existe un ser distinto de lo que él
mismo es.
No recordamos nosotros, en efecto, haber leído en la divina escritura el nombre
propio de Dios, a no ser que tal vez se diga propio porque no conviene a otro, regla
según la cual Dios tiene un nombre propio, que evidentemente le conviene a él solo,
como este nombre: «Adonay», que él mismo dice no habérselo revelado a Abraham,
Isaac y Jacob.64 Ahora bien, los llamados a entender, que contemplan a Dios cara a cara,
no tienen necesidad del significado de los nombres, porque perciben por sí mismos, con
pleno discernimiento la cosa en sí misma, conociendo como también son conocidos,
no instruidos por palabra humana, sino adoctrinados mediante palabra divina, y no
estimulados por una voz, sino confirmados por un resplandor (species), a saber, por
aquel resplandor intelectivo de una visión, de la que el Hijo dijo al Padre: «Esta es la
vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a quien enviaste, Jesucristo».65
Así pues, los nombres propios no fueron impuestos a la divina majestad porque
ello no fue necesario, y a nosotros no nos habría sido provechoso; pero cuando de ella
se dicen pronombres, se dicen ciertamente más para discernimiento de una cosa distinta
que para determinación de la cosa en sí misma, puesto que, conforme a la sabiduría de
cierto sabio, es más cierta una negación sobre el cielo que una afirmación. En definitiva,
podrías chupar miel de una piedra y aceite de una roca durísima,66 si siempre haces
memoria de nosotros en tus oraciones ante Dios.

63 Ex 3,14-15.
64 [Ex 6,3].
65 Jn 17,3.
66 [Dt 32,13].

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