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COLECCION HAGADOT

RELATOS
DE PALESTINA
JULIO EUGUI

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RELATOS
de Palestina
JULIO EUGUI

RELATOS
DB PALESTINA

EDICIONES EGA
Bilbao1995
INTRODUCCION

Los autores de los textos evangélicos no han


pretendido escribir primariamente una biografía
del Maestro, y menos todavía según el estilo ac-
tual de redactar obras de este género.
Por tal razón, a nadie sorprende la concisión,
la parquedad de detalles, el esquematismo, en de-
finitiva, la sobriedad literaria de los Evangelios;
lo cual no impide que cautive su lectura: la figu-
ra de Jesucristo, sus palabras y sus obras, atraen,
llegan a producir emoción, conmueven, entusias-
man, y hacen que se vuelva con gusto, una y otra
vez, sobre las mismas páginas para saborearlas'

Nada tiene de particular, por otro lado, que


la frugalidad literaria de los evangelistas induzca
al lebtor a querer aportar, con la imaginación, un
conjunto de elementos que por lo general no apa-
recen en las narraciones: colores, olores, ruidos
familiares, ambientación, paisajes, reacciones de
las personas, rostros de sorpresa, protestas aira-
das, exclamaciones, gozos íntimos...

7
Así las cosas, se comprende que nos haya-
mos planteado algunas cuestiones y nos haya-
mos animado a narrarlas a nuestra manera' como
Dios nos Io ha dado a entender. Por ejemplo:
quién indicó a María y José la gruta en que se
cobijarían al llegar a Belén; cómo vivió Natanael
Iajornada de las bodas de Caná, su pueblo natal;
qué decidió a la mujer hemorroísa a acudir a Je-
sús y qué recuerdo guardó del milagro; o bien:
por dónde anduvo Judas cuando abandonó el Ce-
náculo; incluso por qué no <(recrear)> alguna pa-
rábola y contarla con detalles de propia cosecha"'

Ejercicio de imaginación. Quizás alguien


pensará que determinado hecho no aconteció
como aquí se describe; pero, ¿no pudo haber sido
así? En todo caso, concédase un margen de con-
fianza a la noble capacidad humana de imaginar'

8
RELATO DE VIAJE
Lo recostó en un pesebre' porque
no había lugar para
ellos en la posada (Lc 2,7)

Comenzaba a anochecer. El hombre guiaba


por el ronzal al asnillo sobre el que se asentaba Ia
joven esposa. Avistaron, al fin, Ia venta donde
podrían pernoctar; Ies quedaban por delante to-
davía otras cuatro noches pata alcanzat su desti-
no. Se aproximaron y llamaron a la puerta. Esta-
ban ante una edificación deleznable, mísera, como
cualquier otro refugio de viajero, a la orilla del
camino, en Palestina.
Bastantes siglos después, Azorín nos recor-
dará el estado lamentable de las ventas que salpi-
caban otrora la geografía de la meseta castella-
na: «siempre de aspecto siniestro; colocadas, por
lo general -cita al duque de Rivas-, en hondas
cañadas, revueltas y bosques». Pues si de esta
condición eran nuestros ventolros, ya podemos
imaginar la calidad y las comodidades de las an-
tiguas posadas palestinenses.

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Dentro, bajo un techado precario, se cobija-
ban seres humanos y animales. Un arriero mal-
decía y renegaba Por lo del censo:
-Si es que nos quieren llevar cuenta hasta de
la respiración. Cada día más tributos, exacciones
y gabelas. Nos chupan la sangre esos granujas:
el Mesías!
¡ay, el día en que se manifieste
Nada dijo el matrimonio recién llegado' La
mirada dulce y modesta de la esposa acabó por
apaciguar un tanto al acemilero. Al fin, todos se
durmieron. Silencio.
Con la alborada ya estaban de nuevo en ca-
mino. Durante esta jornada y las sucesivas con-
versaron algunos ratos sobré los acontecimien-
tos históricos que evocaban los lugares por don-
de transitaban. Dejada atrás la llanura de
Esdrelón, habían tomado la dirección sur' Sulam
recordaba a Eliseo y sus prodigios; Izreel, a la
pérf,rda reina Jezabel; a la entrada de Gilboé, pen-
,*on Saúl y Jonatán, caídos en combate' Pero'
"n
por encima de todo, soñaban con la criatura que
ibu u nu."., y soñaban en voz alta, y con mira-
das...

L,egua a legua, se distanciaban del dulce pai-


saje de Galilea e iban adentrándose en el terreno

t0
agrio y quebrado de Judea. Divisaron un día las
cumbres del Ebal y del Garizín, en tierras de
Samaría, y en una hondonada, al borde de la sen-
da, se toparon con el pozo del patriarca Jacob'
Se detuvieron para reposar un poco sobre el bro-
cal mismo del Pozo. Era mediodía.
Al poco hizo acto de presencia una mucha-
chita -¿nueve, diez años?-, con un cántaro en la
cabezay,en la mano, la soga y el pozal de cuero'
Venía, sin duda, de la aldehuela vecina de Sicar'
Lanzó el recipiente sin mediar palabra, con mira-
da furtiva y recelosa hacia aquellos forasteros'
Pgro el hombre había roto a hablar:

-Danos de beber -pidió con una sonrisa.


-¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber
a mí que soy mujer samaritana? -respondió la
rapaza,que reflejaba ya en el semblante la madu-
rezprecoz.de quien soporta una vida miserable.
Sin embargo, tras contemplar el dulce ros-
tro de la esposa, ofreció, sumisa, el recipiente:
¡nunca supo que al cabo de los años volvería a
encontrar esos bellos rasgos en el rostro varonil
de otro viajero, y en ese mismo lugar precisa-
mente!

1r
Alcanzaron, por fin, a ver la ciudad santa de
Jerusalén, pero bordearon la muralla sin entrar'
dejaron atrás el caserío y enfilaron hacia Belén'
distante el camino de dos horas. Pronto apareció
Ia cuna de David ante sus ojos, abrigada de los
vientos, recogida, con su fértil llanada de labran-
tío: campos paniegos, tierra «de pan llevar» -de-
cíamos antaño-, que le ha conferido el nombre
(Beth-lehem, «casa de pan»). La vista era delei-
tosa. Ya atardecía. Cornenzaban a brillar en lon-
fananzalas hogueras de los pastores, preparados
para pasar la noche al raso, una vez reunidos sus
rebaños en los rediles.

Nada más arribar a Belén, qué contrariedad:


descartaron cobijarse en la posada -destartalado
chamizo- porque estaba a rebosar y no era lugar
decoroso para el alumbramiento' Alguien indicó
a José que había problemas en todas las casas;
quién sabe si no les darían hospedaje en la de"';
la habitaba un matrimonio sin hijos y era espa-
ciosa, aunque la consorte del propietario era per-
sona de armas tomar y con un humor un tanto
avinagrado.
Llamaron a la puerta. Conversó José con el
dueño. Del interior llegó una voz mujeril des-
templada, desagradable como un graznido:

t2
-De sobra sabes, Abiatar' que no hay sitio'
y
Que se larguen con viento fresco, cierra de
una
vez.

hombre se sonrojó, bajó la cabeza e in-


El
formó a los forasteros de una gruta cercana dis-
cretamente acomodada para guarecerse. Cuan-
do hubo atrancado la puerta promrmpió en un
Iamento:
-Muje¡ ella está encinta, a punto de dar a
luz...
-Quita, alma de cántaro. Si por ti fuera, ven-
drían aquí a refugiarse hasta los leprosos.
EI replicó:

-Si hubieras visto qué linda es la esposita:


una rosa de Jericó. Tiene una dulzura en los ojos"'

En plena madrugada unos pastores llamaron


a la puerta. Asomó la cabeza el dueño por un
ventanuco y les dió razón de dónde encontrarían
al joven matrimonio que por allí había pasado
horas antes. En el interior, desde un mugriento
catre, la mujer de Abiatar -rolliza, mazorral, des-
greñada- volvió a gruñir con mal humor:
-¿A qué viene tanto alboroto a esta§ horas?
¡Ni que hubiera nacido el mismo Mesías!

t3
A PROPOSITO DE INOCENTES
Mandó matar a todos los niños de Ia
comarca, de dos años para abajo (Mt 2' l6)

El grupo avattzaba sin especiales prisas'


y de qué condición eran?
¿Quiénes lo integraban
Tres señores de porte distinguido' caballeros en
recias cabalgaduras, y un discreto séquito de pa-
jes, palafreneros y guías con sus correspondien-
tes bestias de carga. Si el viandante se topaba
con los viajeros, sin dificultad averiguaría que se
hallaba ante gentes venidas de tierras lejanas: la
lengua en que se expresaban' las vestiduras de
señores y siervos, el enjaezamiento de los caba-
llos y los arreos de las acémilas, todo tendría para
él la fuerza de atracción de lo pintoresco y exóti-
co. «¿Vendrán de Persia?», podría aventurar el
ojo algo experto en extranjerías. Sobre el nivel
social de los señores no haría falta mayor capaci-
dad de adivinanza.

Tras sortear un alcor, el camino iniciaba un


ligero descenso hacia la planicie surcada por un
riachuelo: un brillo de frescor entre roquedales'
La ciudad de Jerusalén hacía varios minutos que

l5
estaba bien a la vista. Se detendrían a reposar el
breve espacio necesario para que personas y ani-
males saciaran la sed en el regatillo.

Surgió entonces de un recodo un campesino


de edad madura, con la piel acartonada y more-
na, quebrada porhondos pliegues. Una orden de
los señores y el recién aparecido ya era
cortesmente invitado a comparecer en su presen-
cia, para intercambiar unas palabras a través de
intérprete.
-¿Rey de losjudíos? Verán sus señorías: no-
sotros rey, lo que se dice rey, no tenemos, no
señor. Trataré de explicarme lo mejor que sepa
si tienen paciencia conmigo, que soy hombre de
lengua suelta pero limitado en los conocimien-
tos y poco ducho en la expresión. En realidad -
prosiguió-, nuestro rey siempre ha sido nuestro
Dios,, el único Dios verdadero, y así hemos pasa-
do muchos años sin meternos en monarquías.
Pero hubo un tiempo en que nos empeñamos en
ser gobernados por reyes, como nuestros veci-
nos, y lo solicitamos con tanta insistencia que
Dios acabó por otorgárnoslos. ¿Que si nos ha
ido bien? Pues, verán, según y cómo. Sin monar-
cas difícilmente habríamos dejado de ser un con-
junto de tribus -doce, para ser exactos-, y no

16
habríamos alcanzado la convicción de formar
parte de un pueblo, ¿me explico? Aunque tam-
poco es que hayamos avanzado mucho en este
terreno...
El rústico se expresaba con bastante propie-
dad y los forasteros escuchaban complacidos'
-¿Que si hubo buenos reyes? Pues habrán de
saber sus señorías que de todo un poco, abun-
dando más la cizaña que el trigo limpio. Al prin-
cipio, no crean, bien. El primero fue Saúl' Des-
pués vino David: un cachorro de león' No ha
habido otro como é1, aunque tuvo sus cosillas"'
Le siguió Salomón, el sabio, habrán oído hablar"'
Aquí vino el mayor esplendor de nuestra nación,
pero era hombre que gustaba del brillo. ¿Saben
lo del harén? Pues yo se lo cuento si tienen pa-
ciencia para atender.
Era evidente que disfrutaban con la chácha-
ra del campesino, reforzada con dichos, refranes
e imágenes muY del gusto del País.

-... Y se dejó embaucar por aquellas extran-


jeras, qué sé yo, fenicias, hititas, moabitas,
idumeas; de todos los petajes. Acabó por dar culto
a Moloc y a Astarté. ¿Qué les Patece?

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Todavía prosiguió un buen rato Ia narración
del lugareño. Dio un buen vistazo a la historia de
Israel, pasando por la división del reino, la cauti-
vidad de Babilonia y el regreso. Se entusiamó
con los Macabeos:
-¡Qué raza de hombres! De ésos ya no que-
dan, no señor. Y ahora, ¿saben ustedes?, tene-
mos a Herodes. ¿,Pero creen sus señorías que
«eSO)) eS Un rey?

Le tocaba el turno al viejo y tairnado


Herodes, que debía el trono a los apaños con los
romanos y a su natural sanguinario.
-¿Rey de lsrael? Rey, lo que se dice rey, ése
será el Mesías, y nadie más.

Pusieron una moneda de oro en su mano' El


cuño era extranjero pero el oro es oro en todas
partes, y el campesino marchó feliz tanto por los
servicios prestados como por la recompensa ge-
nerosa e inesperada.

Pocas horas después, en el palacio de Jeru-


salén despedía Herodes al grupo de pontífices y
escribas llamados a consulta. La respuesta había
sido clara y unánime: Pero tú, Belén, Efratá,
aunque eres pequeña...

18
A los dos días, el rey Herodes conversaba
con un consejero de plena confianza:
-De acuerdo, es una salvajada, lo sé. Pero,
escucha: en Roma, lo sabes perfectamente, se
matan las criaturas antes de nacer; basta una pó-
cima, un brebaje. Sí, en la civilizada Roma, en la
nobilísima Roma, en la excelsa Roma; allí las le-
yes permiten esas bellaquerías. ¿Sabes lo que te
digo? No espero pasar a la historia por haber
degollado docena y media de inocentes.

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A LOS DOCE ANOS
El niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin
que lo advirtieran sus padres (Lc 2,43)

No son más que las once de la mañana. Es-


tamos en el 27 del mes de Nls¿ín. Dos hombres
de noble aspecto -cualquiera reconocería en ellos
a dos rabinos- pasean por el interior del Templo.
Inician su andadura al lado mismo de la Torre
Antonia, pasan junto a la puerta de Tadi y la de
Susa, se aproximan al pórtico de Salomón, con
sus restos conservados de las primitivas edifica-
ciones. Por doquier reina la animación, aunque
bien es cierto que ha disminuido notablemente el
bullicio de las fechas anteriores: a partir del l7
han comenzado a abandonar la ciudad los prime-
ros peregrinos y, al cumplirse la octava de la Pas-
cua, la desbandada ha sido ya general.

La plática de nuestros dos hombres es ani-


mada. Se adivina que existe entre ambos una
mezcla de amistad y de respeto que da al colo-
quio cierto tono de sencillez y de amable corte-
sía.

2t
-Como te vengo diciendo, querido Gamaliel'
la aparición del muchacho casi me ha trastorna-
do; ha sido algo prodigioso; no acabo de serenar
la mente. Tendría unos doce años' Debería ser
ésta su primera peregrinación ya como
«hijo de
la ley». Te asombrarían la agudeza de su inteli-
g"náu puru formular preguntas y la sensatez de
sus respuestas. ¡A esa edad!

No ignora el lector que la enseñanza rabínica


tenía su propio sistema, bien diverso de lo
que

conocemos ahora en nuestros centros educati-


vos. En los atrios porticados del Templo -los
peristilos- se sentaban los doctores en banqui-
tos, mientras que el alumnado se ponía alrede-
preci-
dor de sus pies sobre el duro suelo' Con
sión dirá Saulo de Tarso que él se había educado
en aquella ciudad, a los pies de Gamaliel.(Hech
22.3). Los maestros interrogaban a los discípu-
o
los, o bien les animaban a proponer objeciones
contrapreguntas, de modo que al hilo del diálo-
go vivo se avanzaba en la instrucción'

-Fíjate -prosigue el que lleva la voz cantan-


te-, lo Áás giande de todo esto es que eljovenci-
de pa-
to procede de la denostada Galilea -tierra
tanes, según nosotros-' de un villorrio llamado
Nazaret:lTe suena el nombre? ¿Quién le habrá

22
enseñado tanta discreción y tan buen conocimien-
to de la Torah y de los Profetas? A veces lo
sabes tan bien como yo- suceden algunos fenó-
menos sorprendentes, pero de este calibre no he
conocido ninguno. Donde menos te lo esperas...
Para mí que son los padres la última explicación;
unos padres de excepcional calidad.

Ahora pasan junto a la puerta que da al atrio


de los Gentiles. Intercambian una mirada de dis-
gusto al contemplar el espectáculo de los cam-
bistas y vendedores; aquella mercadería en lugar
sagrado les desagrada. En su interior piensan al
unísono: «¿quién tendrá valor para plantar cara
algún día a esta situación?»
-El muchacho se interesabaenparticularporcuanto
en nuestos santos libros se relaciona con el Mesías.
Sobre todo cenfaba sus preguntas en las palabras de
Daniel: de pmnto vi qug con las nubes del cielo,
venía como un hijo de hombre... Siempre me ha im-
presionado, ¿sabes?,lañgura de este sercelestial, que,
al mismo tiempo, es un hijo dehombrc como tú y como
yo. ¿Que cuiántos días lo tuve a mi lado? Tres, pero
también conversó con otros doctores. Al final apare-
cieron los padres y se lo llevaron. Claro, yo no sabía
que se había quedado sin contar con ellos. Se Ie veía
por el Templo..., como si estuüera en su propia casa;

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no encuenúo exprq§ión más adecuada para dar a en-
tender la realidad.

Avanzan unos pasitos y vuelven a detenerse.


-¿Qué dijo el muchacho? Pues, sorpréndete, Io
primero de todo: ¿por qué me buscabais? Así,
como suena. Es lo mismo que estuve a punto de
manifestar yo mismo: ¿por qué Ie buscan? Déjenlo
conmigo, que yo me encargaré de su instrucción y
mantenimiento sin que nada le falte; ¿para qué lle-
varlo a Galilea, donde no haní carrera? (no era todo
generosidad; me había encariñado con él' lo reco-
nozco, y luego, ya sabes que a veces con algunos
discípulos aprendemos más de lo que enseñamos),
Marchó con ellos como un corderillo, como quien
esuí hecho a la obediencia.

Unos metros más, y de nuevo otra parada'


-¿Sabes lo que pienso? Este muchacho va a
dar que hablar algún día. Hay que dar tiempo al
tiempo, aunque yo -añade con un deje de pesa-
dumbre- ya no lo veré en la tierra'.'
La mirada de Gamaliel hacia el amigo es miís
afectuosa que nunca. [,e estrecha la mano con
calor y continúan su paseo, procurando no salir-
se de la línea de la sombra, porque el sol ya co-
mienza a causarles molestias.

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LO MEJOR PARA EL FINAL
Dijo su Madre a los sirvientes: Haced lo
que El os diga (Jn 2'5)

Si algún hombre es feliz hoy, ése se llama


Natanael, vecino del pueblecillo galileo de Caná'
Veamos alguno'
¿Motivos? Varios y diversos.
Por ejemplo, que ha contraído matrimonio
un primo -tantas veces compañero de juegos en
la infancia y de diversiones en Ia adolescencia- a
quien estima de veras, y lo ha hecho además con
unajoven, pariente lejana, que es encantadora;
componen una excelente parej a. Por ejemplo, que
Jesús, su Maestro, se halla en Caná, junto con
otros recién reclutados discípulos. Cuánto ha
cambiado su concepto de Nazaret desde que ha
sabido que de esa aldea ha surgido el Mesías pro-
metido. Se avergüenza un poco al recordar cier-
ta frase despectiva pronunciada unos días antes'
Jesús, por otra parte, no es como el Bautista, un
hombre de Dios, eso sí, pero tan austero y tan
rígido, todo ascetismo, como un pedernal talla-
do por la penitencia; un profeta que habla con
voz de trueno. Jesús, en cambio, compaÍe las

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alegrías de todos, es uno más en la fiesta, se nota
que se encuentra a gusto en la celebración. ¿Más
ejemplos? La presencia de la Madre de Jesús, a
quien acaba de conocer: le cautiva esa mujer lle-
na de sencillez, hermosa en la frontera de la ma-
durez, que trasciende distinción y señorío, con
unos ojos de mirar dulce que enamoran. Jesús es
su vivo retrato.

También le produce satisfacción comprobar


-sobre todo ante amigos venidos de fuera:
Cafarnaún, Betsaida...- lo rumbosa que está re-
sultando la boda. Dirán lo que quieran, pero en
Caná no son roñosos, qué va. Podrán tener otros
defectos, pero si hay que echar la casa por la
ventana, pues se echa, y ya está. ¿Cuándo han
escatimado las viandas en una fiesta de matrimo-
nio? Nunca. ¿Ha faltado alguna vez el vino, ese
elemento que contribuye a alegrar los corazo-
nes? Eso, jamás; ni por pienso.

La ceremonia ha tenido lugar ayer miércoles


al atardecer, como de costumbre. Los festejos
dura¡án hasta el inicio del sábado, fecha que im-
pide cualquier actividad.

La novia -la desposada, diíamos, porque los


esponsales fueron un año antes- se encontraba

26
en la casa de sus padres muy bellamente atavia-
da. De los viejos arcones habían salido los mejo-
res vestidos, aderezos y alhajas. Por supuesto,
también se había recurido al préstamo de diver-
sos adornos entre las familias vecinas. Perfuma-
da: myrra et aloe et cassia fragrant vestimen-
ta tua, «mirra y áloe y casia exhalan tus vesti-
dos» (Sal 45,9). Coronada con corona de mirto,
enjoyada con collares, brazaletes, zarcillos y toda
suerte de pulseras, ajorcas y dijes, donde lucían
el oro, la plata y el cobre, amén del coral,, el aza-
bache y las piedras de variado colorido: Ia ama-
tista, eljade, la sardónica y la turquesa. Brillaban
los ojos por la magia del colirio, repeinada -el
pelo trigueño recogido en dos trenzas-, acicala-
do el rostro. Virgenes post eam, sociae eius,
«detrás de ella, las vírgenes, sus compañeras» (Sal
45,15): la rodeaban, en efecto, con candelas de
aceite encendidas, las amigas doncellas, entre las
que había que contar a dos hermanas del ufano
Natanael.

Llegó el esposo, acompañado de los amigos


y parientes jóvenes -ahí estaba Natanael-, a re-
coger a la novia para conducirla a la propia casa
-en medio de cantares, vivas y algazara generali-
zada-, donde tendrían lugar los juramentos de

27
rigor, bajo el velo nupcial' y la rotura del vaso
ritual, siempre según la costumbre.
Todo esto ocurría ayer. Hoy la casa del es-
poso es un continuo ir y venir de gentes' La fa-
milia es acomodada: basta considerar que han
alquilado maestresala, o maestro de festín, y dos
sirvientes; pero entendamos bien lo que quere-
r¡os decir: son personas pudientes dentro de los
límites del nivel económico de un pueblecillo' La
contratación de esta ayuda ha sido a costa de
sacrificios, y durante meses la familia ha tenido
que apretarse el cinturón para ir poniendo apar-
te, día a día, los alimentos que se consumirían en
la boda. El vino, elemento nada secundario del
festejo, también lo han ido reservando cuidado-
samente, litro a litro' hasta el momento presente;
odres y tinajas intocables: «el vino de la boda»'

Ahora se come y se conversa en corros' un


poco por aquí y por allá. Algunos en el interior;
otros en laazoteaiun grupillo fuera, bajo el em-
parrado. La temperatura es suave' Abundan los
platos de carnero cocido en leche, Ios pichones
Ln salsa, la caza en adobo, los pescados de
Genesaret rellenos de carne con cebolla, los fru-
tos secos: pasas, nueces, higos y almendras'

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Las gentes van y vienen. Vuelven algunos
del campo, o llegan de alguna aldea vecina, y se
suman al banquete. No pasa inadvertido a la mi-
rada atenta de Natanael que María, Ia Madre del
Maestro, se ha acercado a Jesús y le habla confi-
dencialmente. Después va a conversar con los
servidores. Por el movimiento de cabeza, entien-
de que les habla de su Hijo. Un rato después nota
que Jesús se levanta y se acerca a los criados, les
da unas instrucciones y éstos comienzan a mo-
verlas tinajas de las abluciones. Natanael no con-
cede por el momento mayor importancia a tales
pormenores; sólo piensa en que María está en
los detalles de la boda, con un continuo trajinar
para que todo se encuentre en su punto y a nadie
falte nada.

Pasados los años, Natanael cambiará impre-


siones con Juan, el de Zebedeo, sobre lo aconte-
cido en esas nupcias de Caná. ¿Qué se dicen?
Escuchemos:

-Jesús me había pronosticado que vería co-


sas mucho más grandes que la simple adivina-
ción de mis pensamientos bajo una higuera, cuan-
do le conocí, pero no pensé que sería tan pronto

29
y algo tan portentoso. Qué abundancia de vino y
de qué calidad. Fue un regalo de bodas espléndi-
do para mis primos.

Juan sonríe. También él recuerda con viveza


aquellos días de Caná.
-Fíjate, Natanael, yo muchas veces he valo-
rado el regalo que nos hizo la Madre de Jesús.
¿Te acuerdas cuándo de verdad comenzamos
a
creer en El? Ella pidió el milagro; pensaría que
unos zoquetes como tú y como yo necesitába-
mos contemplar un Prodigio.

Hace una pausa Y continúa:

-El mejor vino para el final, dijo el maes-


tresala. En ocasiones considero también que el
Señor nos ha obsequiado con extrema generosi-
dad en esta vida: qué de cosas nos ha dado a
conocer y cuánto amor nos ha manifestado; ¿pues
qué será el Cielo? Allá seremos semejantes a
El, a nuestro Dios, porque Ie veremos tal cual
es. No te quepa duda, Natanel -concluye Juan-,
de que el mejor vino nos lo tiene reservado para
el final.
Ambos amigos intercambian una mirada que
expresa el mutuo y total acuerdo, y sonríen.

30
LOS MARRANOS DE GERASA
Les respondió: Id. Y ellos salieron y
entraron en los cerdos (Mt 8,33)

Calmada la fempestad, alcanzaron la otra


orilla del lago. Sobre el punto exacto de arribada
ha habido opiniones diversas; disputant
auctores, suele decirse. San Mateo habla de tie-
rra de gadarenos (8,28), mientras que San Mar-
cos (5,1) y San Lucas (8,26) transcriben
gerasenos (todavía complica más el asunto el
nombre de gergesenos, legible en algunos ma-
nuscritos griegos de San Lucas, probable correc-
ción debida a Orígenes y adoptado por la
Neovulgata). La explicación más admitida es
que, sencillamente, nos encontramos en las cer-
canías de dos ciudades de la Decápolis, Gadara
y Gerasa, territorio habitado principalmente por
gentiles de origen griego y sirio. No es que am-
bas poblaciones estuvieran pegadas al lago, sino
a unos cuantos kilómetros; no obstante, el distri-
to respectivo podía llegar hasta el borde mismo
de las aguas. Tampoco es problema que el gana-
do gadareno o el geraseno se moviera por am-

31
plios espacios: nada le extraña a quien -ponga-
mos por caso- recuerda cómo descendían en oto-
ño los pastores roncaleses con el rebaño lanar
desde los valles pirenaicos, por vericuetos y ca-
ñadas, hacia el mejor clima y Ios pastizales de la
Bardena, en la linde sur de Navarra con Aragón.
Entonces ocurrió el encuentro de Jesús con
el endemoniado, un sujeto con las carnes mace-
radas por el roce con breñas, aristas de roca y
malezas ; embravecido, furioso, capaz de asaltar
al caminante que se aventurara a transitar por
aquellos andurriales donde moraba (en la ribera
oriental hay una empinada pendiente que acaba
junto al lago, y cerca unas cavernas que bien
podían servir de tumbas: el refugio del poseído).

Cristo plantó cara al demonio, que, más que


demonio, era multitud de esa especie, legión (re-
ferencia a la legión romana, que agrupaba a unos
seis mil soldados; pero la cuadrilla de diablos
tenía poco de la marcialidad y disciplina castren-
ses y mucho de horda vandálica, anárquica y
montaraz). Los diablos se achantaron, al modo
de la raposa, que sabe hacerse la mosquita muer-
ta cuando le conviene, y le rogaban: si.nos ex-
pulsas, envíanos a la piara de cerdos (Mt 8'31);
así, con una vocecilla que era toda ella mansa
resignación.
Debió ser espectáculo notable presenciar
cómo se arrancaba y aceleraba la hermosa piara
de marranos. San Marcos habla de unos dos mil
(Mc 5,13). Lo cierto es que los marranos co-
menzaron por adoptar un trotecillo propio de su
origen y estirpe: plas, plas, plas; después, el tro-
te, facilitado por la pendiente, se fue aligerando
hasta convertirse en franco galope, para acabar
en carera a tumba abierta en dirección al talud.

Pocas veces se habrá contemplado sobre la


faz dela tierra fenómeno tan singular: dos mil
bicharracos embalados, frenéticos, levantando
polvo con las pezuñas, resoplando, gruñendo,
jadeando, todos juntos hacia un precipicio' Pa-
rece que hasta oímos el restallar de las abomba-
das panzas contra el agua: diez, veinte, cien"', y
ya hemos perdido la cuenta; los cuerpos se su-
mergen, desaparecen de la vista, y en la superfi-
cie del lago tan sólo quedan unas burbujas. Lue-
go, ni eso siquiera.

Los porqueros, qué iban a hacer, salieron


coniendo en dirección opuesta, a dar aviso a los
dueños de la infortunada piara de la catástrofe
acaecida.

33
Es cosa sabida que el demonio hace su labor
y se multiplica aquí y allá. San Pedro asegura
que el adversario, como Ieón rugienter ronda
buscando a quién devorar (l Pdr 5'8). Está
como el púgil a la espera de que el contrincante
descuide un poco la guardia, y deje un resquicio
por donde conectar el sopapo a la mandíbula'
Los hombres, cuando le dan facilidades (que ésa
es otra: San Agustín cotnpara al demonio con un
perro mordedor, pero atado), comienzan a ad-
quirir un trotecillo corto: plas, plas, plas; des-
pués, imponen a su paso mayor ritmo; al tinal,
enloquecetr en una carrera vertiginosa, y enfilan
el precipicio.
El demonio, que es legión, no abandona tá-
cilrlente sus presas. Va aumentando su compa-
ñía; triste compañía, Por cierto.

14
NOTICIAS DE POSIBLE
INTERES

Si pudiera tocar, aunque solo fuera su


manto, quedaré sana (Mc 5,28)

Madre e hija se encuentran atareadas en la


labor de hilar a la rueca, para convertir después
el lino en lienzo por obra y magia de sus expertas
manos. Es la madre una mujer de noble porte,
pero encanecida prematuramente y como mar-
chita, consumida por alguna dolencia. Lajoven,
por el contrario, sin faltarle ese mismo aire de
excelente cunay crianza, goza de óptima salud y
de energía y vivacidad en cada uno de sus movi-
mientos.

La casa que habitan, enjalbegada por fuera y


relimpia por dentro hasta el punto de parecer
bruñida, es anchurosa y de buena fábrica, pero
no logra disimular cierta atmósfera de mansión
venida a menos por los avatares de la vida. Se
advierten algunas ausencias en el menaje, que
proclaman a las claras unas ventas llevadas a cabo
para salir al paso de necesidades perentorias e

35
inexcusables. En efecto, la enferr¡edad de la se-
ñora ha ido mermando día a día, durante doce
largos años, los caudales que constituían el pa-
trimonio familiar y, por tanto, el bienestar pre-
sente y futuro: hubo que vender una aceña que
reportaba pingües beneficios; luego le ha tocado
el turno a una viña, con sus higueras plantadas
entre las vides; después le ha llegado la hora de
despedirse a un terrenito de secano muy apto para
el cereal...

La hija contempla el rostro de la madre, que


refleja resignación y un punto de melancolía' Cesa
por un instante la ocupación y le exhorta:
-Madre, deberías acudir al Rabbí de Nazaret'
Así no podemos continuar.
La interpelada inclina la cabeza, abatida:
-Déjalo ya. Sabes que he probado en estos
años todo lo que puede experimentarse, y siem-
pre peor, peor, peor.'. He tomado por prescrip-
ción médica todas las inmundicias de la tierra:
cebollas de Persia, alumbre, azaftán y goma
arábiga. ¿Qué más quieres que haga?
Conociendo el Talmud, estamos en grado
de saber sobre los remedios y triacas que le han
recomendado médicos, curanderos y charlatanes

36
en su continuo peregrinar de unos a otros: hasta
colocarse con una copa de vino en el cruce de
dos caminos, para recibir el susto producido por
un hombre llegado de improviso; o tomar duran-
te tres días seguidos un grano de cebada en el
establo de una mula blanca; incluso, llevar en el
pecho un saquito de ceniza de huevo de aves-
truz: desanimante, ¿verdad?
Pero Ia joven no se rinde tan fácilmente. La
vemos con recursos:

-Madre, póstrate ante Jesús de Nazaret,


suplícale; es todo lo que tienes que hacer. ¿Has
olvidado la historia de Eliseo y Naamán?
Claro que no ha olvidado el relato sagrado
del general sirio. Se lo sabe de memoria, aunque
no le importa volverlo a escuchar de labios de su
hrja.

En tiempos del profeta Eliseo, un general del


rey de Aram, Naamán de nombre, padecía de le-
pra. Tuvo la fortuna de saber, a través de una
jovencita hebrea capturada en una guerra y des-
tinada al servicio de su esposa, que en Samaría
había un profeta capaz de devolverle la salud.
Partió Naamán para Israel con una fuerte suma
de dinero -diez talentos de plata y seis mil siclos

37
de oro-, además de abundantes y costosos vestl-
dos, para comprar el favor del hombre de Dios'
Su primera sorpresa fue enterarse de que no se
trataba del rey de Israel, sino de un humilde ha-
bitante de aquel reino. Segundo chasco: al llegar
reci-
a la casa del profeta, éste no se dignó salir a
birle, antes al contrario le mandó un criado con
la siguiente indicación: ve y lávate siete veces
en el Jordán. Naamán se ofendió ante tal desai-
re y ya marchaba renegando -¿no tenía acaso n"le-
jores ríos en Dat¡asco'J-, cuando sus siervos, que
le querían, hablaron con cordura: Padre, si el
profeta te hubiera mandado algo difícil, ¿no
lo habrías hecho? ¡Cuánto más si te ha dicho:
lávate y quedarás limpio! (2 Re 5' l- 13)'
Ahora la madre sonríe suavemente, con dul-
zura. Notamos que se le ha iluminado el rostro'

-Hija, no es menester que extraigas la mora-


leja. Iré a Cafarnaún, pero no me postraré ni su-
plicaré nada: estoy convencida de que bastará que
toque la orla de su manto y me curaré al instante'
Lo sé. Partiremos hoY mismo.
Al punto abandonan ambas Ia labor y comien-
zan muy ilusionadas los preparativos del viaje'

38
de la
Quizá más de uno quiera saber qué fue
hemorroísa después de su curación' Bien, leyen-
das no faltan. Hay quien la identifica con aquella
Berenice (Verónica) que, según una piadosa tra-
dición, limpió el rostro del Señor en el camino
det Gólgota de la sangre, el sudor y los salivazos'
Curiosa historia también la que nos refiere que
se trataba de una mujer pagana, natural de
Cesarea de Filipo, en la Galilea septentrional; ella
habría hecho levantar una estatua en el
jardín de
su casa en la que aparecería ella postrada a los
pies de Cristo (de este particular dan testimonio
historiadores antiguos, tales como Eusebio,
Sozomeno y Teofilacto). Si el lector nos guarda
un secreto, le sabremos dar noticias mucho más
fiables que las anteriores sobre la ex-enferma,
aunque no le descubriremos la tuente de nues-
tras informaciones.

Pues bien, la querida hemorroísa, después de


que Cristo ascendió al Cielo, solía de vez en cuan-
do subir a Jerusalén -con envidiable salud- en
coincidencia con las grandes festividades' Allí
tenía oportunidad de asistir a la «fracción del pan»
-nombre con que por aquel entonces los cristia-
nos designaban a la Eucaristía- oficiada por al-
guno de los Apóstoles. En los ratos de charla

39
que la precedían, era terna obligado relatar re-
cuerdos del Maestro, que era lo que con gran
diferencia interesaba a todos. Si le llegaba el tur-
no a ella, no se hacía de rogar; antes bien, con
amabilidad refería cuanto Jesús había obrado en
su beneficio. Pero gustaba hacer una aclaración
previa, con sencillez que encantaba a los presen-
tes:

-Veréis, desde que tengo la fortuna de reci-


bir al Señor como alimento en estas celebracio-
nes, el haber tocado el borde de su manto ya ape-
nas me impresiona...

40
LAMENTOS
Y se reían de EI (Mc 5,49)

En el hogar de Jairo todo es congoja. La


pequeña, ta hija única, la que alegraba la vida
familiar -con su risa contagiosa, su continuo re-
bullicio y su picardía sin malicia-, se consume
lenta e inexorablemente, sin remedio. Apenas se
escucha una voz: sólo susurros y un andar de
puntillas, muy discreto, leve, por pasillos y es-
tancias. La madre acaricia de vez en cuando la
frente de la enferma, mientras que el padre se
mantiene callado, con un nudo en la garganta'
anclado a la puerta de la habitación.

Por los aledaños de la casa ya rondan -


«moscardonean», habría que escribir- las plañi-
deras y los flautistas, conocedores de la cercanía
del fin y a la espera de ganarse un jornal y Ia
comida -las lentejas de funeral- del día.
Singular oficio el de las lloronas. AI parecer,
se introdujeron tales usos por influencia pagana.
No abundan, es cierto, las menciones en la Sa-
grada Escritura. El profeta Jeremías, en sus la-
mentaciones por la impenitencia del pueblo de

4l
Israel, pone en boca de Yahvé lo que sigue:
¡Atención! Llamad a Ias plañideras, que ven-
gan: mandad a buscarlas: que vengan las más
expertas, que vengan enseguida y entonen una
lamentación por nosotros; que nuestros ojos
viertan lágrimas y nuestros párpados chorreen
agua (Jer 9,16-17).
Aquellas mujeres lo mismo lanzaban gritos
de dolor, con sus cabelleras en desorden y los
vestidos desgarrados. que cantaban, acompaña-
das por los tañedores de flautas, las loas del fina-
do. Y el familiar, el amigo, sentían conmocionarse
su alma y se lanzaban al llanto sin recato; <<a moco
tendido», suele decirse. Constituían una presen-
cia casi obligada en cualquier duelo. Tanto es así
que, según el Talmud, aun el israelita más indi-
gente estaba obligado a alquilar dos tañedores
de flauta y una plañidera para celebrar las exe-
quias de la esposa (nos sorprende un poco esa
costumbre, pero no olvidemos que hasta en épo-
ca relativamente reciente se ejerció similar oficio
plañideril en algunas regiones de España. A prin-
cipios de este siglo, por poner un ejemplo, en
Villarramiel, localidad afamada en el campo
palentino por sus tenerías, contrataban «lloronas,

42
para el acompañamiento del muerto hasta el ce-
menterio).
De improviso, observamos que han pasado
un recado a Jairo: el Rabbí de Nazaret está a
punto de regresar, puede llegar en cualquier
momento. Y Jairo corre hacia la playita donde
atracan las embarcaciones.

En efecto, el Maestro viene de la Decápolis.


El Evangelio puntualiza que cruzó el lago hasta
la otra orilla (Mc 5,21). Por tanto, estamos en la
occidental: seguramente nos hallamos a las afue-
ras de Cafarnaún, aunque no se mencione nom-
bre alguno. Podría tratarse de otra población
ribereña de los alrededores, pero el modo de na-
rrar el traslado parece indicar una vuelta a casa,
el regreso a la ciudad de residencia habitual por
aquel entonces. Se reunió una gran muchedum-
bre, refiere San Marcos (5.,21). Todos estaban
esperándole, aporta San Lucas (8,40).
En cuanto Jesús pone los pies en la orilla, ya
está el jefe de la sinagoga suplicante, postrado:
que corra, que vuele, que su hija única, una mu-
chachita de doce primaveras, se halla en las últi-
mas, y añade confiado: impón tus manos sobre
ella para que se salve y viva (Mc 5,23).

43
Cuando avistan la casa ya saben que Ia niña
ha muerto, pero el Rabbí de Nazaret ha dicho
a

Jairo que confíe' En las inmediaciones todo es


silencio respetuoso con el dolor ajeno: se han
apagado los golpes de la herrería, no
gritan los
uoiltot, ni sá percibe el sonido de los cascos de
las caballerías, ni vocean los vendedores' Pero
las
en el interior del edificio reina la algarabía:
plañideras lanzan sus ayes y gemidos' mientras
ios flautistas tocan unos sones agrios y destem-
plados.

Jesús advierte a los circunstantes


que la niña

no ha muerto, que tan sólo duerme' Simón Pe-


dro, autorizado junto con los dos Zebedeos
a
joven'
acompañar al Maestro y a los padres de la
plañi-
observa las risas, muecas y codázos de las
deras; hasta le llega alguna frase suelta:

-Dice que la doncellita no ha muefo' Ya' Que


nada más ie ha adormecido' Ya' Como
si no la
hubiéramos visto, color de cera, sin alentar"'
Antes de penetrar en la cámara mortuoria'
a aquellas
Jesús ruega a iairo que mande afuera
gentes.

M
verdad es que
iFlautistas y plañideras! La
hayan re-
nuniu r" ha sabido que los lamentos
proble-
t""ii" "rg. ni arreglado, por sí mismos'vamos a
áu utguio, «qué barbaridad' adónde
pr"r", V ¿"fe, y dale, con el «qué barbaridad'
adónde vamos a parar»,
y venga; total' para el
las épocas y
laro, nautittu, y pluRid"tut en todas
lugares.
al exterior Jesús
Pasan unos minutos' Salen
las
f.- u"o*ruñantes' Jairo no cesa de besarle
" tu nom-
iunot, lloiando de alegría' Jairo' Ja'ir:
(su ro:lro)»r
ür" tigrift"" "que (Dios) hagabrillar
t"tpr"ndece ahora como nunca' Simón
"iirr?
Pedá mira a Ia concurrencia' Sus
ojos parecen
hubiera depen-
¿ssi¡; «si de vosotros y vosotras
dido...».

45
VISITA INESPERADA
Entonces vienen trayéndole un paralítico'
que era transportado por cuatro (Mc 2'3)

El dueño de la casa advierte algo que le pro-


cluce sorpresa, y exclama en su interior: «¡Diantre,
juraría que alguien anda por el tejadol». Pero a
los dos segundos ya se ha olvidado de esa cir-
cunstancia y procura mantener el oído atento a
otros sonidos que le interesan más, para no per-
derse ni ripio de lo que allí se está tratando eu
ese instante.

El dueño de la casa -digámoslo de una vez-


se halla muy satisfecho de que su morada rebose
de público. Las gentes -oyentes interesados o sim-
ples curiosos- ocupan la estancia, faponan Ia puer-
ta, y todavía pueden observarse las cabezas de
quienes, puestos de puntillas, tratan de ver y de
oír desde el patizuelo exterior. El dueño de la
casa cavila a la vista de lo que se ofrece a sus
ojos: «Hay que ir pensando en grandes espacios
abiertos; ya no nos sirven las sinagogas ni los
domicilios particulares».

47
En primera fila, sentados en banquitos de
madera, encontramos a un grupo de escribas lle-
gados de diversos lugares de Palestina, atraídos
por la fama del Maestro de Nazaret. Son indivi-
duos acostumbrados a ocupar los primeros pues-
tos allá donde estén, y en Cafarnaún cualquiera
se siente honrado de cederles en esta ocasión
posiciones de privilegio, comenzando por el due-
ño de la casa. Estos doctores de la Ley -casi to-
dos pertenecientes al partido fariseo- desean exa-
minar con sus propios ojos y ciencia la autoridad
del recién surgido Rabbí: «¿En qué escuela
rabínica se ha formado? ¿Quién le ha conferido
Ia titulación para enseñar? Dicen que ha efectua-
do curaciones -¡se ha atrevidol- en sábado, sin
tener en cuenta el sagrado precepto del descan-
so: ¡tiene la semana siete días' y ha de llevarlas a
cabo precisamente en sábado! Inaudito»' Están
al acecho, atienden con desconfianza: «¿Qué será
capaz de decir? ¡Ojo, como interprete, encima'
Ia Ley a su manera!»

Menudean los ruidos en el tejado, cada vez


más intensos. Se percibe algo así como un ir y
venir, un dar vueltas y más vueltas' Ahora el due-
ño de la casa, Simón Barjonás, intercambia una
mirada de estupor con su hermano Andrés' Ni

48
uno ni otro entiendcn qué puede estar pa§ando
allá arriba, sobre el techo, pero no hacen el más
mínimo ademán de moverse para averiguarlo.
Bien, ya va siendo hora de que el lector sepa qué
es lo que realmente acontece, y se lo vamos a
referir con la mayor parquedad posible de pala-
bras.

Dos horas antes han partido en dirección a


Cafarnaún, desde una alquería distante cosa de
tres o cuatro kilómetros, unos lugareños que
transportan a un pobre paralítico tendido sobre
eljergón donde yace habitualmente. Han arriba-
do a la población, se han dirigido a casa de Simón'
el pescador -a cuatro pasos de la orilla del lago-
pero se han visto impedidos por completo para
acceder al interior de la vivienda. Estos hombres,
sólidos amigos del lisiado, se han tomado cierto
tiempo para convencerle de la conveniencia de
emprender el viaje. El pobrecillo no paraba de
repetir que un miserable pecador como él no
obtendría favor alguno del profeta de Nazaret:
-¿No son mis múltiples pecados los culpa-
bles de que esté aquí postrado? -insistía el infe-
liz y aiadía-: Tendría que empezar por librarme
de ellos para presentarme ante El.

49
El que rnanda en el grupo ha tomado una
determinación, tras probar con resultado nulo
diversos expedientes, para abrirse paso entre las
gentes arracimadas como enjambre de abejas:

-Lo introduciremos por el tejado. Simón lo


comprenderá, y, una vez que hayamos concluido
con este asunto, le dejaremos el techo como nue-
vo.

¿Subirán por la escalera exterior? No,


mejor
por una casa contigua, pegada a la suave ladera,
y pasarán del tejado de una al de la otra. La te-
chumbre -cotno sabemos- está formada por unas
sencillas vigas de madera, apoyadas en las pare-
des de la casa, y sobre ellas han dispuesto, en
sentido trasversal, cañas, algo de carrizo y una
capa de barro cocido y bien prensado (una espe-
cie de adobe); cubierta idónea para resguardar el
local de los rigores del invierno y para conservar
el frescor durante los meses del estío. Pues ma-
nos a la obra...

Cuando empiezan a caer en el interior los


primeros cascotes y a divisarse, por añadidura,
algo del añil del cielo, los circunstantes eslán ató-
nitos. Consideran los escribas: ¿Algún golpe de
efecto preparado por Jesús de Nazaret en com-

50
binación con el propietario de la casa? Este, el
dueño, es el más sorprendido de todos: «Dios
mío, me están destrozando el tejado; me las pa-
garán esos gamberros».

En dos minutos los de arriba han practicado


una amplia abertura y empiezan a descender, con
ayuda de cuerdas, la camilla del tullido, hasta
ponerlo a los pies de Jesús.

Simón cambia de actitud en cuanto compren-


de el sentido de la espectacular maniobra, y son-
ríe; él siempre ha admirado a los audaces, por-
que el mundo -qué caramba- es de los valientes.
En su idioma nativo, el arameo de Galilea, musita
algo que podría traducirse con alguna libertad
por: «sois unos jabatos, sí señor; ya arreglare-
mos los desperfectillos; total cosa de nada». Pero
no va más allá en sus consideraciones. Una espe-
cie de escalofrío le recorre la columna vertebral
de aniba abajo. Nota que los ojos de los escribas
se abren desmesuradamente, como si quisieran
abandonar las órbitas y precipitarse al exterior;
palpa el escándalo; y es que Jesús acaba de diri-
girse al paralítico con estas palabras:

-Ten confianza, hijo, tus pecados te son


perdonados.

5l
ASI DE SENCILLO
Pero di una palabra (Lc 1,1)

Todo comenzó con una desgracia. Aunque,


bien mirado, aquel contratiempo trágico acabó
por convertirse en una fuente de venturas. Pare-
ce -no somos los únicos en sospecharlo- que en
esta vida somos algo así como espectadores de
un mundo al revés: nos falta la visión del lado
derecho, el correcto, que es donde los aconteci-
mientos muchas veces encuentran el debido aco-
modo y las penalidades su verdadero sentido'
Hablábamos de que todo comenzó con una
desgracia. Pues sí, nos lo contaba un liberto, a
quien daremos a partir de ahora, sabiendo que el
detalle provocará una sonrisa en Saulo de Tarso,
el nombre convencional de Onésimo, ya que pre-
fiere permanecer en el anonimato; sus razones
tendrá, que en eso no entramos ni salimos.
-Ya veis -nos decía-, de la manera más tonta
me clavé en el pie derecho un largo espino, cuan-
do trabajaba en el huerto, que me produjo una
herida honda. No le di mayor importancia' Son
cosͧ que pasan, ¿no?

53
-¡A ver! -asentíanros nosotros.
Caminábamos por las cercanías del lago. Nos
deleitaba el paisaje. Gozábamos a pleno pulmón
con todos los hechizos de la primavera galilea.
La tierra se hallaba cubierta por un tapiz de las
flores más variadas en tamaño y color, con pre-
dominio de las menudas. De algunas no sabía-
rnos ni los nombres; otras las distinguíamos sin
dificultad: narcisos, jacintos, anémonas, adormi-
deras, azulejos, ranúnculos, amarantos, iris; de
todo. Luego vendrían los calores y, ya se sabía,
en aquella hondonada se agostaría la vegetación,
los verdes se tornarían en grises y los aromas
palidecerían hasta esf'umarse por completo.
-Al cabo de una semana -proseguía el relato
del antiguo esclavo-, empecé a tener dificultad
para abrir la boca. Todavía no me preocupé. Lue-
go, enseguida, vinieron los dolores de cabeza y
las contracciones de los músculos. Ay, sólo yo sé
lo que pasé. Me iba quedando rígido. Después
crecieron las convulsiones y los dolores resulta-
ron insoportables. Se me arqueaba el cuerpo,
palabra, y me veía a Ias puertas de la muerte sin
remedio.

54
Nos hablaba Onésimo, mientras continuába-
mos el paseo, de la solicitud de su amo. Este era
nada menos que centurión, responsable de una
compañía de soldados de Herodes, cuya misién
consistía en vigilar un emplazamiento comercial
de la importancia de Cafarnaún, lugar de tránsi-
to de multitud de caravanas. Herodes Antipas
tenía -dicho sea de paso- un pequeño ejército
organizado al modo romano.
-Parece mentira, pero para mí era un padre:
me quería como a un hijo. Durante la enferme-
dad no vivía. Creo que por un hijo de verdad no
habría hecho más de lo que hizo por este desgra-
ciado.

No es fácil, desde luego, encontrar una per-


sona de ese rango que proceda de manera bon-
dadosa con un siervo, ni aquí ni en otra parte
cualquiera. Sabemos de sobra que un hombre tan
cultivado como Aristóteles habló de los esclavos
en términos que los situaban al nivel de los ani-
males y de las simples cosas. El labrador -según
el Estagirita- tenía tres clases de instrumentos:
inanimados (por ejemplo, el arado), semianimados
(los bueyes, las mulas) y animados (los esclavos).
Cuánta crueldad no habremos ya visto en el tra-
to que se da a estos miserables.

55
Onésimo continuaba la narración. Su mirada
era de hombrejoven, aunque ya se adentraba en
la madurez. Tenía los ojos garzos, del color mis-
mo de zafiro que toma en ocasiones la superficie
del lago al reflejar el sol de la tarde, y, si no fuera
considerado cursilería, casi nos atreveríamos a
decir que le venía esa tonalidad de tanto haberlo
contemplado a lo largo de los años.
-No sabiendo qué más hacer, acabó por pe-
dir a algunos notables de la ciudad que acudie-
ran a Jesús. Era gente obligada a complacerle,
pues le debían bastantes favores, entre ellos, el
haber costeado a sus espensas Ia edificación de
Ia nueva sinagoga. Por aquel entonces, casi no
se separaba de mi lado, ni de día ni de noche.

Llegábamos así a la parte de la historia que


más nos ilusionaba escuchar, porque, naturalmen-
te, deseábamos que nos hablara del Señor:
-¿Que si acudió a la llamada? Inmediatamen-
te. Y cuando ya se acercaba a la casa, mi buen
amo salió presuroso a su encuentro. Rodilla en
tierra se disculpaba ante Jesús: no soy digno' no
soy digno, repetía.

56
Notábamos que se le empañaban los ojos'
Se le había formado un nudo en la garganta. Al
fin, logró aclarar un poco lavoz, y prosiguió:
-Nunca me pareció tan grande como en aque-
lla ocasión en que se transformó en un niñito. Y
no creáis, que era hombre recio' acostumbrado a
mandar y a hacerse respetar de cualquiera' No
soy digno de que entres en.mi casa. Pero di
una palabra y mi siervo quedará sano; así ha-
blaba.

Nosotros, por nuestra parte, inquiríamos' al


ver que se había detenido y no progresaba con el
relato:
-Ya, ¿y qué?

-Pues eso.

-Pues eso, ¿qué?

-Pues eso, dijo una palabra' Como Dios al


crear el mundo: hágase. Le bastaba y sobraba al
Señór con pronuncia¡la. Incluso con una de aque-
Ilas miradas suyas, y ya estaba- Por eso estoy aquí,
por esa única Y bendita Palabra.

57
UN FULANO QUE
BANQUETEABA
OPIPARAMENTE
Yacía sentado a su puerta, cubierto de
llagas (Lc 26,20)

Eliud había hecho dos jornadas completas,


con el can ito y el borrico, pam acalrear una buena
provisión de nieve desde Ias laderas del Herrnón.
Aquella blancura, bien apisonada, estaba aislada
de la temperatura exterior por una capa de paja.
El encargo provenía de casa de Epulón, donde
había que refrescar en su momento los caldos
que de la bodega salían a la mesa del millonario.
No eran vinos vulgares, no señor, que, aunque
algo llegaba de las viñas de Engaddi -un líquido
bermejo y espeso-, lo mejor y más abundante
procedía -y sólo Dios sabe a qué precio-de unas
parras doradas por el sol de Sicilia.

Al introducir la carga en la casona, no pudo


evitar el tener que pasar una y otra vezjunto al
miserable que, a la puerta, constituía casi un obli-
gado motivo ornamental. No podía faltar en man-

s9
sión distinguida el correspondiente pobre, a la
espera de algún desperdicio del yantar diario'
Apenaba a Eliud -hombre con entrañas- ver cómo
penos llenos de sarna y de otros parásitos se arri-
maban al desgraciado para lamerle las llagas' No
se acostumbraba a aquel dolor humano, pero ¿qué
podía hacer para aliviarlo?.

Dentro era digna de verse la despensa por la


excelencia del avituallamiento: carnes en salazón
pendiendo de la techumbre y carnes en adobo en
,rr.oo"tpondientes tinajones, sacos de tela a
rebosar de límpida harina, hortalizas, banastas de
frutas selectas, támaras de dátiles de Jericó -dul-
zura de miel en el paladar-, odres de transparen-
te aceite, tarritos de especias en las alacenas"'

En la cocina todo era afanarse' Quien ex-


traía un espléndido solomillo de una orza, con-
servado fresco y jugoso en manteca; quien
almendraba los bizcochos recién sacados del hor-
no; quien batía claras o elaboraba almíbares; quien
trabajaba finuras de masa y confitura; nada se
escapaba a la doctoral mirada del maestresala'
qr" ,i pot casualidad habría permitido error ni
áescuido en el condimento o en la presentación
del conjunto de gollerías.

60
En su ir y venir a la bodega, Eliud contem-
pló, por un resquicio de la puerta que daba al
comedor, el festín de Epulón y sus convidados'
Porque era Epulón un rico sibarita, que, al decir
del Evangelio, banqueteaba opíparamente
cada día (Lc 16,19). Vestía como un príncipe' a
base de blanco lino de Egipto y con la suntuosi-
dad de la púrpura de Tiro, ropa propia de reyes,
o de quien Ia fortuna situaba a nivel casi regio'
(Hoy en día le cortarían los trajes en París -
Valmain o Dior, pongamos por caso-, mientras
que Ias camisas de seda vendrían de un artesano
camisero de vía Condotti).
Puesto que de parábola se trata, poco im-
porta que nos imáginemos su amena y elevada
conversación en términos de nuestros tiempos:
«Qué bien le va a este roast beef el Magnum de
Vega Sicilia, cosecha del 65. No, mira, este «Ri-
bera de Duero» se codea con los mejores
Burdeos. Luego probaremos un gran Cavernet
Sauvignon con el solomillo. El solomillo, pala-
bra, es pura mantequilla: se te deshace en laboca,
y si no, al tiemPorr.
Una vez depositada la carga y cobrado el
jornal, Eliud volvió a pasarjunto al pobre Eleazar
(nuestro Lázaro). Meneó de nuevo la cabeza con

6t
piedad. Aquel desgraciado percibía del interior
la música, las danzas y las risas; pero de comer,
sólo algún que otro hueso, con escasa carne ad-
herida, y mondas, porque ya se encargaba Ia ser-
vidumbre de no arrojar nada aprovechable. Ahu-
yentó Eliud por un instante a los canes, Iuego
puso una monedita en el regazo del mendigo, y,
finalmente, emprendió viaje de regreso rumbo a
las estribaciones violáceas del Hermón.

Murió Epulón, que es propio de la condi-


ción humana decir adiós a este mundo, y «disfru-
tó» de un funeral por todo lo alto, con generoso
acompañamiento de plañideras y músicos fúne-
bres. Tenía dispuesto desde años antes un sun-
tuoso mausoleo, a base de mármoles, recubierto
por dentro con maderas nobles -cedro del Líba-
no, enebro y sándalo-, labradas primorosamente
por expertos artesanos con labor de taraceas de
nácar, que causó la admiración de propios y ex-
traños. Le estaban aguardando una nutrida por-
ción de gusanos, determinados a dar buena cuenta
del cuerpo en un santiamén, objetivo que cum-
plieron a las mil maravillas, hasta dejar los hue-
sos mondos y lirondos: manjar suculento, ban-
quete inolvidable.

62
De su alma no se tuvo noticia en el seno de
Abraham, allá donde los justos esperaban el mo-
mento de ir con CrisLo al Cielo. Sí se comentó
por aquel entonces que Yahvé habría hecho una
excepción, permitiendo que Abraham tuviera una
conversación con el ex-rico. Pero fueron rumo-
res sin confirmar.

63
SE DISCUTE EN LA ERA
Llegó a Nazaret, donde se había criado
(Lc 4,16)

Jesús acaba de regresar al hogar, al terruño,


a la patria chica de la infancia y juventud, al hu-
milde Nazaret, balconada sobre la llanura de
Jezrae!. Ha encontrado una buena oportunidad
de acompañar unos días a su Madre, tras haber
enviado al grupo de Apóstoles a misionar por
los campos de Palestina. ¡Cómo le palpitaba el
corazón al divisar en lontananza la querida al-
dea, y, más aún, al recorrer, una vez arribado, las
callejas, al aspirar los olores familiares que im-
pregnan cada rincón por donde pasaba, al perci-
bir los ruidos de siempre -los mismos-: el golpe
en el yunque, los chillidos de los rapaces, el gor-
jeo de las mujeres en torno a la fuente, el chocar
de las pezuñas del ganado contra los guijos...!; el
Nazaret invariable, idéntico, por el que parece
no pasar nunca el tiempo.
La llegada de Jesús ha levantado, como siem-
pre, expectación. ¿Como siempre? ¿Es la pri-
meravezque se deja ver entre los paisanos des-

65
de que tomó su vida nuevo ru¡nbo, abandonando
et taller de artesano para zambullirse en el quc-
haccr de predicador? La pregunta no es ociosa y
req u iere una explicación.

De acuerdo con el relato evangélico de San


Mateo ( I3,53-58) y de San Marcos (6,I-6), Je-
sús ha regresado a Nazaret después de haber
transcurrido una buena parte de su ministerio
público, y el resultado de la visita se podría resu-
rrrir en pocas palabras: escándalo, envidia, des-
corrfianza; al menos en un sector del paisanaje.
San Lucas (4, l6-30), por el contrario, apunta un
nrayor número de detalles: la predicación en Ia
sinagoga, el sábado, con lavorable acogida en el
prinrer rnomento: todos estaban admirados de su
sabiduría y se hacían lenguas de las palabras de
gracia que salían de su boca; luego viene la críti-
ca y el escándalo; al tinal, podemos observar una
reacción de condena y abierta hostilidad, hasta
desbordar en rabiosa violencia e intención de
apedreamiento. Cabe pensar que San Lucas nos
ha legado un relato rnás amplio y rico en detalles
de la misma y única visita a Nazaret referida por
los otros evangelistas; o bien, de acuerdo con
algunos sesudos autores, que nos ha informado,
de modo condensado -en forma de bloque unita-

66
rio-, de dos o tres visitas sucesivas, durante las
cuales se ha ido produciendo una evolución en el
ánimo de los coterráneos; es decir, han derivado
desde la simpatía y admiración hasta la ira más
desatada, pasando por una etapa intermedia de
recelo y envidia.

Sea lo que fuere, Jesús está en Nazaret, y es


la víspera del sábado en que tomará la palabra en
la sinagoga para comentar unos versículos del
profeta Isaías. En una de las eras, a las afueras
del caserío, un grupo de campesinos sentados en
cuclillas sobre el mismo suelo, formando corro,
charlotean en animada conversación.

El que ahora está hablando es un individuo


con cara de ave depredadora -falconiforme, para
mayor detalle-, de pico robusto, uncinado, cur-
vado hacia abajo. Si se nos permitiera concretar
más, añadiríamos que da la impresión de perte-
necer a la subfamilia -dentro de los falconiformes-
de los aegipinos, y más en concreto, al tipo de
alimoche común o abanto:
-Mucho Cafarnaún, Cafarnaún, ¿y su pue-
blo? Dicen -yo no Io digo- que ha curado a mul-
titud de ciegos, mudos, sordos, cojos, paralíti-
cos y leprosos por toda la Galilea, y que ha ali-

67
ntentado a muchedumbres, ¿y nosotros, qué?' ¿no
tenemos, acaso, nuestros enfermos y nuestros
pobres? Pero, no, a nosotros ni caso, como si
fuéramos basura: es un desagradecido y un des-
anaigado.
Toma la palabra otro individuo. Este se ca-
racferiza por llevar repitiendo desde hace dos
días, como disco rayado, la misma frase, hasta
contagiarla a un buen número de conciudadanos,
cosa que le produce cierto orgullo (no desea que
nadie olvide quién es el ingenioso autor de la
máxima, por otra parte, bastante vulgar), y no
pierde la oportunidad de reincidir:
-Lo que yo digo: médico, cúrate a ti mis-
mo; que haga aquí cuanto hemos oído que ha
hecho en Cáfarnaún; eso es.

Al «alimoche» le falta tiempo para apostro-


far:
-¿Y bodas? ¿No hay bodas entre nosotros,
en Nazaret? Pero tenía que ir a convertir el agua
en vino -si es verdad, que yo, ni afirmo, ni niego-
a ese villorrio de Caná.
La conversación ha subido de tono por mo-
mentos. Los rencores de algunos van aflorando

68
a la superficie, desde las entretelas del alma has-
ta los labios.

-Y ha dejado sola a su madre. ¿Qué os pare-


ce? Claro, quería hacerse famoso, tenía que dar
que hablar, se le quedaba pequeña Ia aldea, como
si nosotros no fuéramos nada ni nadie.

El que acaba de elevar la voz es un viejo


desdentado, de rostro acecinado y mirar malru-
llero. De vez en cuando, el personaje se lleva la
mano a la cabellera, grasienta y desordenada -
una auténtica guarida de piojos-, y se rasca con
fruición nada disimulada.
El «disco rayado» no pierde la oportunidad
de colocar la frase que todavía considera inge-
niosa y resumidora del entero conflicto:

-Lo que yo digo, y no hay quien me apee de


ello: médico, cúrate a ti mismo; que haga aquí
lo que ha hecho en Cafarnaún; eso es.
-Si es verdad -subraya el «alimoche»-' que
Io haga aquí y le creeremos.

Por fin interviene en Ia conversación alguien


que simpatiza con la causa del Profeta de Nazaret'
aunque el «apoyo» es algo tímido:

69
-Jesús es. al menos, un excelente artes¿lno.
Si algo puede decirse de El es que todo lo ha
hecho siempre bien, muy bien. Ha superado en
pericia, y ya es decir, al propio José, que fue in-
mejorable. Conservo un yugo que es una autén-
tica obra de arte. Vosotros sabéis, como yo, que
cuando unces a los bueyes con uno defectuoso,
la madera acaba lastimando a los animales y les
produce un continuo tormento, amén de las lla-
gas, fruto de la permamente rozadura, que aca-
ban por infectarse. El yugo de Jesús, en cambio,
es suave, suave; perfecto en su género.

Pero ya tercia el «alimoche» para impedir que


esa favorable impresión atempere, en parte, el
duro juicio que viene alimentando sobre el Rabbí:

-¿Y qué estudios tiene? Ninguno. ¿De dón-


de le viene la ciencia? Me gustaría saberlo. Es
como todos los de aquí, como su parentela, gen-
te humilde, sin letras. Y si es el Mesías -yo no
afirmo que lo sea-, que lo demuestre; con mila-
gros; aquí, no en Cafarnaún...

Buena oportunidad de intervenir, que no des-


perdicia el «disco raYado»:
-Es lo que yo digo: médico, cúrate a ti mis-
mo, y ya está; no haY más que hablar.

10
De repenLe se produce un silencio embara-
zoso, porque Jesús pasajunto a la era. Algunos,
los envidiosos, le miran con rencor. Otros, como
el del yugo, con simpatía. En cuanto se haya ale-
jado unos pasos, el «alimoche», el «disco raya-
do» y el viejo sin dentadura volverán a la carga
con nuevos bríos.

1t
ENTRE LOS DOS
Aquí hay un muchacho que tiene cinco
panes de cebada Y dos Peces (Jn 6,9)

La madre, inquieta, no apart'a los ojos de


Efraín, el hijo mayor, un muchachito de apenas
diez años: «¿pero que le pasa, Dios mío?»'
se

pregunta. En algún momento ha llegado incluso'


Ia mano en la
it"no desconcierto, a ponerle
"n
frente para asegurarse de si no será un
proceso
tan
febril lt que ha llevado a contar una historia
fantásticá como la que le acaban de escuchar'
Además, a esa edad la imaginación puede des-
bordarse; mentir, no; Efraín es incapaz de
una

mentira: lo sabe Por exPeriencia'


Hace unos instantes, el jefe de la familia
ha
procedido a bendecir la mesa: «Alabado seas'
que nos
Yahvé, nuestro Dios, Rey del Mundo'
has santificado con tus preceptos y sacas
el pan
y los
de Ia tierra>>. Seguidamente, el matrimonio
de la
cuatro hijos han comenzado a dar cuenta
frugal cena. Es ya noche avarvada' La estancia
est;iluminada por la indecisa luz de una candelilla
de aceite.

13
Se cena en silencio. Cosa extraña' porque
esa refacción siempre transcurre entre risas'
bu-
llicio infantil y leves peleas de la gente menuda'
Hoy, no. Los sucesos de lajornada -los vividos'
y hásta cierto punto protagonizados, por Efraín-
il"run u los miembros de la familia a adoptar un
aire entre pensativo y cariacontecido' Los peque-
ños intuyen que en esta ocasión «no está el hor-
no para bollos», ni, como diría el castizo' «la
Magdalena para tafetanes». Notan el semblante
preócupado de los padres' En fin, ya va siendo el
iro*"nto de pasar a las explicaciones'
Cada tres días -comencetnos por aquí-' la
madre amasa y cuece unos panecillos en forma
de torta. como de unos veinticinco centímetros
de diámetro y uno y medio de espesor' Unas
ve-
ha-
ces son de trigo, pero las más suele emplear
rina de cebada: el «pan de los pobres>>' en este
segundo caso. Así lo designan el historiadorju-
dío Flavio Josefo, allá por el siglo I, y un con-
temporáneo suyo romano, Plinio' quien conside-
.u qr" sus días ya casi no se consume' habién-
"n
dose convertido en «alimento de animales»'

La verdad es que ya 1o sospechábamos antes


de acudir a tan probadas autoridades' Por estas

74
tierras nuestras, prácticamente identificamos pan
con el muy blanco, procedente de la harina de
trigo bien cernida (muchos ciudadanos ni siquie-
ra hemos probado el de maí2, la borona, y el de
centeno nos resulta todavía más ignoto).

Hemos acudido al experto, y nos ha asegu-


rado -sin pestañear, apodíctico- que la cebada
no es panificable, a la par que nos ofrecía tres
razones: es pobre en gluten, es rica en Srasa en
comparación con el trigo, no es fermentable'
Naturalmente, sirve de materia prima para la
obtención de determinadas bebidas, como la cer-
veza, y para la extracción de otros productos,
como alcoholes, maltosas y azúcares. Pero, por
encima de todo, ha subrayado el entendido, es
un espléndido forraje de invierno para las caba-
llerías («fizo rnío Cid posar é cebada dar,, etc.).

Séannos disculpadas estas digresiones por el


terreno de la alimentación, aunque a primera vis-
ta parezcan no venir a cuento, pero es que ese
«pan de los pobres» es el que ha elaborado la
mujer campesina ayer tarde; y ése, no otro, es ei
que ha sido enaltecido hoy como pocas veces lo
habrá sido el mundo material, la humilde
cotidianidad, y ello por obra y gracia de Jesús de
Nazaret. Sigamos, entonces, con los hechos.

75
A media mañana ha enviado a Efraín, con
cinco panecillos y dos peces atrapados en el lago
por el padre del muchacho al amanecer, camino
de una alquería distante cosa de tres kilómetros'
La venta habitual de esos alimentos supone para
la modesta economía familiar -basada en la agri-
cultura y en algunos trabajos temporeros del pro-
genitor- un refuerzo nada despreciable'
Cuando Efraín ha regresado del encargo' ya
había anochecido. Comprendemos la preocupa-
ción de los padres. De los labios del chiquillo ha
ido saliendo el relato de una sorprendente aven-
tura. Se desvió del camino habitual, movido por
la curiosidad, yéndose tras las gentes que busca-
ban al Maestro de Nazaret; las horas trascurrie-
ron veloces escuchando a Jesús; nadie se movía;
parece ser que hubo un momento de inquietud
en los discípulos del Rabbí, al ver a aquella
mu-
chedumbre alejada de población y sin bastimentos
con que nutrirse.'.
La madre insta al chiquillo a volver a narrar
lo que ya ha contado con pelos y señales'
-Entonces -le intem.rmpe por enésimavez-'
fue cuando ese Felipe te preguntó si te despren-
derías de los panes y de los peces"'

76
-No -replica el chiquillo-, ése I'ue Andrés.
Como ya os he dicho, Felipe es quien comentó
que con doscientos denarios no alcanzaba ni para
dar un bocado a cada uno. Andrés, en cambio,
me condujo hastaJesús, y Jesús me abrazó- Des-
pués me aceptó lo que le ofrecía.

Prosigue el pequeño su relato, siempre bajo


la mirada intranquila de la madre. EI semblante
del padre es grave. Los hermanillos atienden con
los ojos abiertos como Platos.
-Jesús, que había mandado acomodarse a Ia
gente en grandes grupos sobre la hierba, hizo la
acción de gracias, tal como si estuviera a punto
de iniciar un banquete; lo que nadie sabía era de
dónde iba a llegar el alimento: ¿comprendéis Ia
expectación?
-¿Tú estabas a su lado?

-Muje¡ no Ie atosigues, déjale hablar.


Efraín responde a la madre y retoma el hilo
de Ia narración:

-Sí, yo estaba cerquita, cerquita. El se había


sentado y había colocado los panes y los peces
en su regazo. Entonces comenzó a pasarlos a los
discípulos para que los distribuyesen. Ellos to-
maban, marchaban, repartían y volvían a por más,

77
mientras que en el regazo de Jesús nunca faltaba
alimento para seguir dando. Los pobres discípu-
los acabaron molidos, porque fue una hora de ir
y venir y no parar un instante; pero felices, entu-
siasmados.

Se abre un periodo de silencio. ¿Será posi-


ble? ¿Estará contando algo real o serán tan sólo
fantasías de niño?

Ahora interviene el padre:


-¿Pero tú qué pensabas en ese momento? ¿No
estabas sobrecogido? ¿Es que no temblabas de
emoción?
-Yo, la verdad sea dicha -responde sereno el
muchacho-, al principio no daba crédito a lo que
veían mis ojos. Luego comencé a emocionarme;
me corría una cosa por aquí -y señala la espalda-;
..a veces me decía a mí mismo: «¡Dios mío, la
que estamos armando entre Jesús y yo!»

Nos hace sonreír la ingenuidad del rapaz, al


mismo tiempo que nos deja pensativos unos ins-
tantes...

78
UN HECHO ESCANDALOSO
Es sábado y no te es lícito llevar la
camilla (Jn 5,l0)

Ismael no da crédito al denigrante espectá-


culo que le ofrecen sus ojos en esa apacible ma-
ñana, cuando se dirige a su domicilio, próximo a
la puerta Probática, en una jornada que ha co-
menzado esplendorosa y henchida de satisfaccio-
nes espirituales:

-¡Dios mío, seráposible! ¡Seráposible, Dios


m lo

Ismael, digámoslo cuanto antes, viene de


rezar. Hace una hora que ha ascendido la pen-
diente del Moria, donde se halla la gran explana-
da del Templo. Tras atravesar el atrio de los Gen-
tiles, ha recorrido el de la Mujeres, para atacar
las gradas de la escalinata de miírmol conducen-
te al de los Israelitas. Todavía se ha animado a
subir algunos peldaños más en dirección al atrio
de los Sacerdotes, donde se encuentra el altar de
los holocaustos, y allí -en posición elevada- se
ha dedicado, brazos en alto, a la plegaria matuti-

79
na. Detrás -más abajo, por supuesto-, ha adver-
tido la presencia de un miserable publicano a
quien conoce perfectamente y con el que procu-
rará no rozarse siquiera.

Ismael es un fariseo. ¿Y cómo lo sabe usted?


ser muy perspicazpara
¿Le conoce? No hace falta
descubrirlo. Nos basta y nos sobra con verle ca-
minar con andar altivo, grave el gesto, anchas
las franjas de color jacinto del manto y dilatadas
las filacterias o tephiltin, es decir, las tirillas de
pergamino con palabras de la Ley, cuidadosamen-
te plegadas en cajitas del mismo material y ata-
das a la frente: ¿quién no admirará todo ese de-
noche de honda religiosidad, virtud probada y
superioridad sobre el resto de Ios mortales?
Con qué gusto ha desplegado ante la majes-
tad divina el conjunto de sus múltiples méritos,
mirando hacia el Cielo con ojos de gallina mori-
bunda. lsmael no es, qué va' como los demás
hombres: injustos, adúlteros, trapaceros' rapa-
ces, felones, bellacos, perjuros, rufianes, y mil
cosas más que no es preciso enumerar, que la
cosa está suficientemente clara y para qué vas
a

criar mala sangre:


-Ni como ese Publicano'

80
Aquí, el bisbiseo -menos bisbiseo que en otras
ocasiones, porque conviene que el publicano se
entere bien- se ha transformado en emisión de
vozclara y nítida:
-¡Ni como ese Publicano!
Ese villano nos esquilma a los hijos de
Abrahám para beneficio de los impuros paganos
de Roma. Es una sanguijuela. Yo, en cambio,
pago el diezmo de cuanto poseo, faltaría más; y
no sólo de fincas y ganados; también de las plan-
tas que cultivo en macetas para el condimento,
con fin medicinal, o para dar gusto al olfato: el
anís, la menta, el perejil, la hierbabuena y el
cantueso. Eso sin omitir los dos ayunos semana-
les, que me permiten estar ligero como un galgo,
ágil y saludable; bastante mejor que ese grasien-
to publicano, todo pliegues de sebo rancio bajo
1a túnica.
Todavía se ha extendido en otros detalles de
los que conviene que Yahvé tome buena nota (y
si el publicano se entera, mejor para é1, que no
hay nada como el ejemplo): la escrupulosidad
observada en las abluciones previas a la oración
y a las comidas, las múltiples virtudes que prac-

8l
tica, y el hecho de saberse de memoria, al dedi-
llo, los seiscientos trece preceptos de la Torah.

Y ahora, de repente, según se acerca al ba-


rrio de Betzata, ¡qué horrible espectáculo acaba
de estropear una mañana feliz!:

-¿Es posible? ¿Es Posible?

Un individuo camina tan tranquilo y orondo,


en pleno sábado, con una camilla a la espalda.
Eso es; tú sacrifícate; tú, mátate; rezael el Tem-
plo, cuídate de purificar vasos, jarras y lechosl
paga el diezmo hasta del comino.'., para esto;
para encontrarte con un israelita que desprecia
el descanso sabático, tan campante y en plena
calle.

En cuestión de descanso sabático, los fari-


seos no se andan con chiquitas. No se pueden
arancar unos higos maduros del árbol ni cortar
una espiga de un trigal para desmenuzarla en la
mano, porque equivale a cosechar o segar' El ama
de casa no empleará en la cocina un huevo pues-
to por una gallina durante el reposo religioso del
sábado (al menos discuten sobre el asunto las
escuelas de Hillel y de Shammafl. Y en cuanto a
llevar cargas, prohibido transportar la leche que
se toma de un sorbo, o el aceite necesario
para

82
ungir una herida, o un trozo de pergamino, o una
aguja. Tampoco se permite el trabajo de... ¡apa-
gar de'un soplo una candela encendida! Y ahora
un hombre lleva una camilla sobre sus espaldas.

A Ismael se han unido otros dos de la misma


secta farisea, e interpelan al de la camilla: ¿quién
lc ha autorizado? No le es lícito transportarla. El
hombre les refiere su reciente curación al borde
de la piscina deBeizata, pero no sabe darles ra-
zón de quién le ha devuelto la salud. Sólo logra
informarles de que el acento sonaba a galileo; el
porte se diría que era el de un rabino; su mirada,
profunda y serena; la voz poseía tal imperio que
no había é1 dudado un instante en obedecerle, y
eso que llevaba impedido treinta y ocho años (que
se dice pronto). Había bastado que el desconoci-
do Ie mandara: levántate' coge tu camilla y
anda, para ponerse en pie casi de un brinco:
-Si me lo hubiera dicho, por ejemplo, uno de
vosotros, seguro que me habría echado a reír.
Los fariseos no parecen haber captado la
impertinencia, o al menos han preferido hacer
oídos sordos y no darse por enterados:
-La culpa no es suya -comentan entre sí-. La
culpa es del que le ha dado Ia orden. Y se enzar-

83
zan en una discusión repleta de distingos
y

casuística.
Al de la camilla poco, o nada, le importan
y
las peroratas de los circunstantes, sus consejos
seÁoncillos. Se despide, sin que le presten la
menor atención, deseoso de llegar cuanto antes
a dar gracias a
a su casa. Luego subirá al Templo
Dios, y allí se encontrará con quien le ha curado'
.on de Nazaret. Descubrirá la diferen-
"iR"bbí
cia entre Alguien que es muy exigente
-porque a
Jesús nadie le gana a la hora de pedir
sacrificios'
un
renuncias y generosidades-, pero que ofrece
yrgo ,rurl áe llevar, alegre, en vez de una reli-
iiÁi¿ua hecha de formalismos, tiquismiquis e
boca-
ñipocresía. Va a sentir algo así como una
un ambiente
naaa ae tímpiOo oxígeno en medio de
enrarecido Y agobiante.

84
ESPBRANZA
Levantándose, se puso en camino hacia la
casa de su Padre (Lc 15,20)

Ese hombre maduro, frisando ya los años de


la ancianidad, es buen conocedor de males aje-
nos y de la clase de congojas que atenazan al
alma y la van matando poco a poco de muerte
lenta. Sabe, por experiencia, que las penas son
más suaves -punzan menos- cuando se compar-
ten; que las llagas abiertas y oreadas restañan
antes; en fin, que un consejo o una palabra de
ánimo pueden obrar maravillas en un corazón
atribulado, si llegan a tiempo. Tampoco ignora
que las horas de la noche son propicias para pro-
vocar la confidencia.
-Tú tienes tu historia, lo sé. Hay un mal que
te roe por dentro y te consume. Claro que no
quiero entrometerme donde no me llaman; es
asunto tuyo, no mío.
El interpelado es un muchacho. Ambos vis-
ten andrajos. Se han acumrcado, en Ia noche
desapacible y húmeda -el relente comenzó a mojar
la tiena desde el atardecer-, bajo unos mantos

85
mugrientos, de una suciedad tal que los vuelvc
como lona alquitranada; milagro será si no se
mantienen de pie caso de depositarlos vertical-
mente en el suelo.

Comparten el oficio nada aristocrático de


porqueros. Sí, en efecto, su vida, su actividad
diaria consisten en apacentar marranos' en velar
porque su nutrición sea copiosa y cuidar de su
salud hasta que lleguen los días de la matanza'
allá por noviembre.
El muchacho se ha decidido a hablar:
-Tengo una historia, como bien dices, y no
me importa que la conozcas. Al contrario, ahora
lo necesito más que nunca.
Según fluye a borbotones, intermitentemen-
te, como bombeada al ritmo de un corazón que
se acelera, pronto echamos de ver que estamos
ante una historia de menguada originalidad: se
ha repetido hasta la saciedad a Io largo de los
siglos, de modo que tenemos la impresión de
haberla ya escuchado en otras ocasiones, siem-
pre la misma, aunque ofrezca leves matices y to-
nos que la diferencian en cada caso.

El relato nos transpofa a una hacienda es-


paciosa, habitada por un padre y sus dos hijos'

86
Abundan allí el ganado lanar y los pastos. Hay
terreno de cultivo, planteles de vides y de oliva¡
almendral e higueras, además de otros árboles
frutales; lagar donde pisar la uva, así como ace-
ña y almazara donde molturar el cereal y expri-
mir la ace ituna de las cosechas propias. Esa hol-
gura se manifiesta también en el número de jor-
naleros que, con sus familias, disfrutan de un ré-
gimen de vida patriarcal, sin padecer jamás pe-
nuria, al abrigo de cualquier contratiempo de
orden económico.
Pero, así las cosas, el hijo menor -el mucha-
cho metido ahora a porquero- decidió reclamar
al padre la parte de la hacienda que le correspon-
día, para convertirla en dinero contante y sonan-
te. Y se marchó con los caudales a lejanas tie-
rras.

-A mí me perdió la imaginación, te lo juro.


El joven oía relatar a los mercaderes, que
por aquellos pagos transitaban, los mil y un en-
cantos de la vida regalada en países exóticos, y
es que la fantasía oriental era capaz de transfor-
mar en maravillosos y suculentos circunstancias,
hechos y parajes de valor muy relativo. A lo que
debemos añadir la imaginación desbordada del

81
oyente, embobado, que ya se contemplaba pro-
tagonista de tantas aventuras..., con tal de dis-
poner de los medios de fortuna imprescindibles
para disfrutarlas.

A partir de ahí la narración nos traslada a


cierta ciudad, conmovida por la llegada de un
auténtico príncipe, amante del lujo, antojadizo'
generoso, estrafalario. ¿Para qué dar repaso a Ios
festines, al acompañamiento de múltiples servi-
dores, a la vanidad de los regalos, a los recorri-
dos por garitos y burdeles? No merece la pena'
-Te repito que me perdió la imaginación'
Después de permitirme toda suerte de caprichos
y voluptuosidades, siempre me quedaba un va-
cío interior y un hastío de la existencia que lleva-
ba...

La hacienda se esfumó sin avisar' Hubo unas


semanas de trampeo, de retrasos en los pagos
-

todavía gozabade crédito-, hasta que se vio for-


zado a malvender ropas, alhajas, tapices, y cuan-
tos enseres había adquirido. Aún dejó deudas sin
saldar. Despidió al fiel criado que, por encargo
paterno, le había acompañado hasta el dem¡mbe
total.

88
-Por él deben estar informados mi padre y
hermano. Lo de los cerdos no Io saben; me mori-
ría de vergüenza antes que confesar dónde he
caído.
El compañero advierte, sin verlo a causa de
la oscuridad reinante, que el muchacho llora'
-¿Sabes? A veces envidio a los mismos ani-
males, que se hartan de algarrobas, mientras que
yo, un ser humano, paso un hambre canina' Has-
ia he llegado a disputarles esas algarrobas a los
puercos, tan insípidas y ásperas como son' pero
qu" no aguanto más. ¡Cuántos jornaleros en
"t
las propiedades de mi padre tienen pan en abun-
dancia, mientras que yo aquí me muerol

El hombre maduro aguarda un poco' tiene


tacto; sabe tratar a un semejante'
-¿Podrías volver, no? ¿Quién te obliga a se-
guir metido en este albañal?
-¿Quién? Mi orgullo. Hasta cierto punto'
Sobre todo, pienso: ¿Cómo me va a perdonar, si
le he abandonado y he dilapidado cuanto me dio?
«padre, perdóna-
¿Qué cara tengo para decirle:
me y acéptame de nuevo en casa»?

89
Ahora el compañero va a pronunciar las pa-
labras que domeñan cualquier resistencia -pocas,
pero suficientcs, certeras-, y pueden abrir una
brecha a través de la cual penetra un rayo de es-
peranzai

-Oye, díme una cosa: ¿es o no es tu padre?

90
TENACIDAD
No me molestes, ya esúá cerrada la puer-
ta; yo y los míos estamos acostados (Lc I 1,7)

No suele ser Benjamín hombre de pesadillas


nocturnas; antes bien, Dios le ha regalado, en su
amorosa Providencia, con una serie de deleito-
sos sueños, que aparecen y desaparecen casi
cíclicamente en sus horas de descanso a lo largo
del año. Entre los preferidos se encuentran aqué-
llos en los que protagoniza gloriosas gestas gue-
rreras al lado del idolatrado rey David; con el
gran monarca pelea contra filisteos, amonitas,
arameos, idumeos y demás pueblos colindantes.
A veces se identifica con Abisay, hijo de Seruyá,
el que veló por la vida del rey combatiendo al
filisteo de la lanza de trescientos siclos.
Esta noche disfruta de uno de sus sueños
mejores; nos atreveríamos a asegurar que es el
favorito. David y sus valientes han acampado en
Ias cercanías de Belén, ocupado en ese momento
por tropas filisteas. El rey siente una sed ago-
biante, nota Ia garganta reseca por la polvareda
que el viento levanta, y se acuerda entonces del

9t
pozo que se halla a las puertas de su pueblo nati-
vo: «¡Quién me diera de beber de esa agua!» Al
instante, tres héroes -Benjamín es uno de ellos-
se ponen en marcha, se infiltran a través de las
líneas enemigas, llenan de agua un cantarillo en
el pozo de Belén y retornan felices ante su jefe'
David está emocionado, pero no prueba el tenta-
dor líquido, sino Io arroja al suelo como ofrenda
a Dios: ¡Lejos de mí, Yaveh, hacer tal cosa! Bs
la sangre de mis hombres que han arriesgado
sus vidas! (2 Sam 23,17). Al terminar Ia campa-
ña militar, el rey quiere recompensar al fiel vasa-
1lo, y envía un emisario a casa de Benjamín; ese
mensajero está llamando a la puerta ahora mis-
mo...
<<¡Por todos los demonios, están llamando a
la puerta!», exclama Benjamín, que acaba de des-
pertar sobresaludo y consternado por tan inopor-
iuna intemrpción. Sí, alguien golpea' ¿Será po-
sible? Pues es posible. Hay gente que no tiene
piedad con un pobre padre de familia, que se ha
acostado deslomado después de una dura
jorna-
da de trabajo. Pues quien sea, ya puede golpear;
se va a desollar los nudillos; como si quiere
de-
rribar la casa a patadas, porque Benjamín no se
Ievanta; dale, dale, hasta que te canses'

92
Pasan los minutos, pero el de la puerta no es
de los que cejan pronto en el empeño. Es de ésos
que diría Santa Teresa que poseen «una muy de-
terminada determinación». ¡Pero cómo taladran
los oídos unos porrazos estentóreos en la quie-
tud de la noche! Benjamín se hace fuerte bajo el
cobertor con que se abriga. Tapa bien lacabeza,
pero nada. El estrépito no disminuye; por el con-
trario, las llamadas suenan cada vez más apre-
miantes, obsesivas, como si el de afuera se estu-
viese impacientando un poco. Incluso, acompa-
ña las llamadas con la voz:

-Benjamín, abre. Sé que que me oyes' no te


hagas el sordo. Abreme, Por favor.

También la mujer de Benjamín se ha desper-


tado. El «agredido» reconoce al instante la voz
de su «agresor»:
-Es Jacob -cuchichea a la fiel esposa-, es el
amigo Jacob quien llama. Maldita sea, me las
pagará. Como despierte al pequeño, ya tenemos
otra noche entera en vela.
Cuando ya no aguanta más, opta por aso-
marse al exterior Por un ventanuco:

93
-¡Chssst! Por [avor, Jacob, no sigas arman-
do ruido, marcha. Vas a despertar a mis hijos. Si
se desvela el pequeño, estamos perdidos. Vete,
déjanos dormir.

El interpelado aguanta firme, impasible,


berroqueño:
-Por favor, Benjarnín, yo no te haría una fae-
na como ésta si no me encontrara en un verdade-
ro apuro. Mira, han venido unos parientes de
improviso, y tengo que darles cena y alojamien-
to. Préstame tres panes, y me marcho. Mañana
te los devolveré sin falta.

Al final, Benjamín, aconsejado por su mujer,


que es el sentido común andante, se inclina por
lo más práctico. Busca a tientas en la oscuridad
los panecillos. Debe moverse con mil precaucio-
nes para no provocar un estruendo. La casa,como
es habitual en Palestina, es pequeña, mínima' No
sólo es vivienda, sino almacén de aperos de la-
branza,granero, y depósito de los odres de vino
y de las tinas de aceite, amén de un conjunto de
cachivaches.

Una vez los panes en su poder, descorre con


el mayor sigilo posible el cerrojo de la puerta;
ese cenojo del que viene afirmando desde hace

94
un año: «hoy mismo lo engraso». Se diría que
esta noche chirría a mala idea, amostazado, como
queriendo expresar una Protesta.
-Gracias, Benjamín, ya perdonarás. He acu-
dido a ti porque eres un amigo, con otro no me
habría atrevido...

No logra terminar la frase, porque el padre


de familia ya ha cerrado. No quiere oír más.
Mañana le cantará las cuarenta a ese desalmado
de Jacob..., aunque sabe muy bien que al día si-
guiente se le habrá pasado el enfado, y tan ami-
gos como siempre.

Y ya tenemos a Benjamín acostado, quien


con un suspiro de alivio va a tratar de recuperar
el sueño perdido. Lástima que no haya modo de
volver a pelear esa noche, codo con codo, con el
rey David; nunca vienen -por qué será- los sue-
ños cuando uno los desea; tienen que presentar-
se ellos por propia iniciativa, o no hay nada que
hacer.

Se decide a charlar un rato con su consorte:

-No podía más, mujer. Ha llegado ese Jacob


a un punto tal que le habría dado, si insiste, hasta
un hijo.

95
A la fiel esposa de Benjamín, por asociación
de ideas, se le escaPa un comen(ario:

-Por cierto, el otro día estuve escuchando a


Jesús de Nazaret, que hablaba de oración...

96
PARABOLA DEL BUEN JUDIO
(Lc 10'29)
¿Y quién es mi Prójimo?

No se le han pegado las sábanas' El


buen
el
juaiá na partido dL Jerusalén cuando clarea
'Jru y t u iomado enseguida la vía que lleva de
adonde
ioáo in"quiuoco en dirección a Jericó'
contando siem-
a"r"u ff"gut untes del anochecer'
,r" a", ¿"""erse en las horas en que el sol calci-
'nu,
in^ir"¡.orde, al caminante' Monta un robusto
compañero inseparable de sus habitua-
,"rn""4,
Ies correrías Por la Judea'
a emprender el viaje?
¿Qué le ha impelido
es su ocupa-
, Es irn mercader? Sí, el comercio
-aprove-
liOn f,u¡ituut y su medio de sustento
ur¿ lu en Jericó para solventar algún
"t """róia noticia' tan ventu-
asunto del oficio-, pero cierta
a ponerse
rosa como inesperada, le ha animado
un cono-
pronto en marcha hacia esa población:
la
IiJo pouri"*o de la localidad le ha anunciado
por algunas
r.ttitu"iOn de unos dineros debidos
iuru, abusivamente en épocas pasadas;
"ou.u¿us
veredes'..'
<<cosas

97
El camino, en los prirneros tralnos, es tran-
quilo, llanea. Luego se torna en rápida bajada a
través de una región desolada, árida -rocas
calcáreas, sin agua ni apenas vegetación-, con
continuas revueltas y vericuetos, por donde con-
ducirá al asno con el debido tiento. Le consuela
el pensamiento de que al final de tanta aspereza
encontrará el vergel de Jericó: tierras de sembra-
dío, viñedos, olivares, áloes, higueras, naranja-
les, limoneros...,y la cobranza de una suma que
nunca viene mal.

EI buen judío avanza calmoso, sin presura'


Le llama la atención, como tantas otras veces a
lo largo de los años, el color rojizo de algunas
rocas -tinte de sangre reseca-, clara señal de su
composición ferruginosa. A ratos canta bajito -
como entre dientes- alguna coplilla popular, has-
ta que, de improviso, a la salida de un recodo, se
topa con el cuerpo de un ser humano tirado por
el suelo, con la vestidura desgarrada -hechajiro-
nes-, cubierto de llagas y magulladuras desde los
pies hasta lacabeza: no cabe duda alguna de que
se trata de una víctima de los salteadores que
merodean por la comarca.

Descabalga, se acerca al herido. El pobrecillo


exhala unos ayes que astillan el alma. Por las

98
pocas palabras que alcanza a pronunciar, ense-
guida se echa de ver que es samaritano. EI buen
judío siente una profunda compasión por el po-
bre individuo. Hombre práctico y resolutivo, acu-
de a las alforjas, de donde extrae su provisión de
vino y aceite, e improvisa un remedio casero: el
vino es modesto desinfectante, pero detersivo al
fin y al cabo, mientras que el óleo posee la virtud
de suavizar escoceduras y raspones, aliviando
algo de los dolores. De un paño limpio logra fa-
bricar unas vendas bastante aceptables.
Finalizada la cura de urgencia, tiende al mal-
trecho samaritano, boca abajo, sobre la cabalga-
dura, y tira del jumento despaciosamente, con
sumo cuidado, para no quebrantar más aún al
desgraciado (ay, Cervantes bien podría haberse
inspirado en esta escena para describirnos al Ca-
ballero de la Triste Figura de regreso de algún
lance, molido a palos y cantazos, sobre el rucio
de Sancho).

Al cabo de una hora divisa una posada, la


única del recorrido. Introduce en ella al herido,
ayudado por el solícito ventero, y lo recuesta en
un colchón pajizo. El samaritano ya se ha recu-
perado un poco y, entre quejidos, desea dar las
gracias a su socorredor:

99
-¿Por qué has obrado así, sabiendo desde el
primer momento que soY de Samaría?
El buen judío replica, tras meditar unos ins-
tantes la respuesta:

-¿Has oído hablar de Jesús de Nazaret? Se-


guro estoy de que sí.
-¿Que si he oído? En mi aldea de Sicar lo
tenemos por el Mesías prometido. Pasó entre
nosotros unas jornadas hace más de un año.
-Pues verás. Al Rabbí de Nazaret le escu-
ché un día cierta parábola, con la que quería ilus-
trar quién es en realidad nuestro prójimo... Bue-
no, a mi vuelta te la referiré; ahora descansa tran-
quilo y no te esfuerces por conversar.
El buen judío abandona el aposento. Antes
de reemprender su viaje llama al posadero para
darle unas instrucciones, a la par que dos denarios
de plata cambian de manos:

-Cuida bien de él hasta mi regreso. Si te oca-


siona gastos superiores, tú ya me conoces; sé que
tengo crédito en esta casa: te lo abonaré de mi
bolsillo en su momento.

100
El buen judío monta en el borrico, que ha
tenido tiempo para descansar y sorber el agua dc
una fuentecilla, además de haber recibido unos
puñados de forraje por parte del dueño. El buen
judío marcha alegre y considera cuánto ha signi-
ficado Jesús de Nazaret en su vida. Lo que no
sospecha -¿cómo lo iba a hacer?-es que en Jericó
va encontrar aI publicano Zaqueo tan feliz y trans-
formado como él mismo: también Jesús ha pasa-
do por su camino para hacerse el encontradizo...

t0l
MAS OPORTUNIDADES
Vete y desde ahora no peques más
(Jn 8,11)

Había ya anochecido. Fuera, en ei exterio¡


todo era quietud, silencio apenas estremecido por
el rumor de una fuentecilla que manaba un hilo
de agua. En la estancia, contigua a un taller de
alfarería, penetrada de olor de arcilla fresca, co-
chura y leña de horno, la parla de los presentes
era animada y gustosa. Los discípulos se engo-
losinaban, como siempre, con la escucha de los
relatos del Discípulo. Algunos se los sabían casi
-y sin casi- de memoria, pero poco les importaba
volverlos a oír, con el gusto que se pone en lo
relativo a asuntos queridos. Por ejemplo, cuán-
tas veces se habían interesado por el día en que
dio comienzo su intimidad con el Maestro, a las
cuatro de la tarde, junto a la desembocadura del
Jordán, en un paisaje que era todo un gozo de
terebintos, adelfas, mimosas, herbazal y
helechales, en contraste con la tierra reseca y
abrasada del cercano desierto. Tampoco les can-
saba el relato, denso de emoción, de la noche en

103
que el Maestro había lavado los pies de los que
estaban celebrando el banquete pascual.

En esta coyuntura la conversación había re-


calado en recuerdos de instantes dichosos: la fies-
ta de las Tiendas transcurrida en compañía del
Señor.

-¿Sabéis cómo se disfrutaban esas jornadas?


No, claro, eso no lo habéis conocido.
Lo sabían, pero no estorbaban la narración.
A los cinco días de la Expiación -del Kippur-,
Jerusalén y sus alrededores estallaban en un fes-
tejo henchido de colorido y regocijo popular.
Daba comienzo el quince del mes de tishri (oc-
tubre) y se prolongaba por espacio de una sema-
na. Era recuerdo de los cuarenta años de éxodo
por el desierto, bajo la protección de Yahvé, ca-
mino de la Tiena Prometida, además de acción
de gracias por las cosechas y de rogativa para
obtener Ia lluvias otoñales; es decir, la prosperi-
dad.

-Queríamos volver a la vida del desierto.


Fabricábamos tiendas por todas partes: en pla-
zas, azoteas y huertos; en las viñas y en las lade-
ras del monte del Olivar.

104
Las tiendas o tabernáculos eran de sencilla
manufactura. Bastaban unas estacas horquilladas,
unos palos trasversales y algo de carrizo y rama-
je.
-La nuestra estaba en la finca de Getsemaní'
junto a la fo-
Qué anocheceres más agradables,
gata, de charla con el Señor. Acudían de las tien-
das cercanas a sumarse a nuestra conversación'

EI Discípulo llegaba, al fin, al objeto central


de su narración.

-Una mañana, bastante temprano, el Señor


había subido al Templo. Se había formado un buen
corro en torno a El, allá donde la puerta que lla-
mábamos de Nicanor, para escuchar sus ense-
ñanzas. De pronto, se abrieron las líneas que for-
maban varios anillos humanos, y un grupo de
escribas y fariseos empujaron a una pobre mujer,
hasta tirarla por el suelo a los pies de Jesús' Pena
daba contemplarla, con los cabellos y la ropa en
completo desorden, con una mirada de terror y
de vergüenza en los ojos... ¿Qué era aquello?
¿Qué podía significar esa intemrpción tan inopor-
tuna como violenta?

105
Los presentes estaban atentos a los labios del
Discípulo, como embobados; eso, ¿a qué se de-
bería aquel alboroto?
-Pedían al Señor quejuzgase. Se trataba de
una mujer sorprendida el día anterior en flagran-
te delito de adulterio. En vez de presentarla ante
el Sanedrín, habían tenido la miserable ocurren-
cia de guardarla para que decidiera de su suerte
el Señor. ¿La apedrerían o no? Según la Ley, sí.
El, ¿qué decía? Ya comprendéis la clase de tram-
pa que habían urdido.

El Discípulo pasaba a explicar los pormeno-


res de la cornprometida situación.

-Pero Jesús callaba. Ni les miraba. Se puso a


escribir con el dedo en el suelo. Pienso que no
era algo preciso: tan sólo garabatos, dibujos,
nada. Simplemente, se desentendía de lo que le
planteaban. No les prestaba atención. Pero ellos,
dale y dale con sus insistencia: ¿qué hacemos?
¿hay que lapidarla? Me parece que consideraron
que lo tenían acorralado y trataba de ganar tiem-
po; que buscaba una respuesta y no la hallaba.
No había que darle tregua, sino urgirle a contes-
tar cuanto antes.

r06
Entonces intervino uno de los oyentes, quc
esperaba impaciente el desenlace de aquel com-
promiso:
-Yu,¿y qué hizo?
-Pues, al final, dejó de escribit se incorporó,
miró a los acusadores, con ojos que taladraban,
y solamente dijo esto: EI que de vosotros esté
sin pecado que tire Ia piedra el primero. Se
inclinó, acto seguido, y continuó escribiendo en
la tierra. Hubo un minuto eterno de silencio em-
barazoso por parte de unos y de expectación por
parte del resto. Nadie respiraba; al menos, eso
parecía. Hasta que, uno a uno, disimuladamente,
los acusadores fueron desapareciendo de la es-
cena. Quedaron solos en medio del corro Jesús y
la mujer. ¿Y sabéis qué sucedió entonces? pues
Jesús habló a la adúltera con mucha misericor-
dia. Preguntó por los denunciantes, que se aca-
baban de esfumar. ¿Ninguno te ha condenado?,
preguntó. Y añadió: Tampoco yo te condeno;
vete y desde ahora no peques más.
El Discípulo pensaba que antes de poner
punto final al relato convenía añadir algún co_
mentario:

r07
la ¡nu-
-No es que aprobara la conducta de
ier, porque bien le había
indicado que no pecara
'rná, Sucedía que le concedía una
«Tendrás
nr*u"n'u¿"tunte.
opo.runidad' Venía a decirle:
otras oportunidades»' Eso es
lo importante; no
fá pasado cuanto lo por venir' ¿ayi
t"tí:
"*"
de nosotros sin esas nuevas oportunidades?
¿Comprendéis, verdad?

108
LLANTO
Se enterneció en su interior,
se conmovió
(Jn I I,33)

como son
Los usos sociales arraigados son
y tenemos por lo general que amoldarnos a
ellos'
como st pre-
iunto si nos convencen plenamente
i"rirfu*ot que fueran distintos' Por tierras
cuanto
oalestinenses el difunto recibe sepultura
'onte, ser po-
-"1 mismo día del fallecimiento' de
con aromas
sible-, una vez lavado, embadurnado
pero el duelo se
liuju¿o con vendas y lienzos' le vamos
proiongu durante varias jornadas' Qué
'u
i,u."i así están las cosas' hay que aceptarlo'
el deber in-
iui., qu", cuando te toca, tendrásgentes que' en
eludiblá de atender a multitud de
presencta en
continuo peregrinar, harán acto de
tu casa.
finado'
Ahí tenemos a las dos hermanas del
en el interior de la vivienda familiar'
sentadas
recibiendo
roUtl uffo.nU.as, veladas las cabezas'
per-
palabras de condolencia' Llegan bastantes
desde Jerusalén, porque el bueno
de
;;;"j;t
;;;"era varón principal, conocido y estimado
109
en todo el contorno. Entrc la caterva de arriba-
dos distinguimos los simples conocidos, los de
mero compromiso y las auténticas amistades. Nos
consta que las hermanas echan en falta la presen-
cia de Alguien a quien consideran el mejor ami-
go de la familia, el que les traería el mayor con-
suelo. A veces se han acercado hasta los límites
de la aldea para otear desde allí su posible veni-
da, porque en el fondo del corazón presienten
que ya es inminente; tienen, incluso, encargados
de darles aviso en cuanto se sepa algo del regre-
so del Amigo.
Ahora, aparece en la estancia un renombra-
do hombre de negocios jerosolimitano, con quien
Lázaro tuvo frecuentes tratos sobre ganado la-
nar. Saluda ceremonioso a las hermanas y pro-
rrumpe compungido:
-Parece mentira. Un hombre tan joven y tan
saludable. Quién me lo iba a decir. Casi tengo la
impresión de estarle viendo, lleno de vitalidad y
con ese señorío que le caracterizaba. En fin -
mueve la cabeza con gesto de desolación-, se van
los mejores y quedamos nosotros.
Después le toca el turno a un sacerdote que
sirve en el Templo. Este se siente obligado a pro-

110
nunciar un largo panegírico en torno a las virtu-
des y méritos del fallecido, con la suficiente emo-
ción como para lograr humedecer, una vez más,
los ojos de las dosjóvenes.

Comparece enseguida un tercero, y de nue-


vo tenemos que volver a escuchar la cantinela
de: «parece mentira», «si no hace ni cuatro días
que estuve con él», «no me acabo de hacer a la
idea de que nos ha dejado para siempre»... En
nuestro fuero interno admitimos que no nos asiste
ningún derecho a criticar este conjunto de frases
hechas, de tópicos y de retórica funeraria, por-
que nosotros mismos, sin ir más lejos, hemos
pronunciado esas palabras -idénticas, sin pizca
de originalidad-, y también nos hemos quedado
un rato contemplando el suelo con mirada estú-
pida y sensación de estar allí de más, pero sin
atrevernos a desaparecer.

Optamos por salir un rato al exterior. Al res-


guardo de los rayos solares, pegados a un tapial
Iindero con la casa, reconocemos a dos escribas.
Ambos mordisquean unas tortas pringadas de
miel y sostienen en la mano derecha sendas co-
pas de vino. La hospitalidad oriental obliga a ofre-
cer en estas ocasiones un refrigerio a cuantos se
presenten. Algo nos llega de su conversación,

lll
aunque nada hacemos por estar pendientes dc
las palabras.

-Si tanto le amaba, digo yo que debería ha-


ber venido inmediatamente' Y si es capaz
de ha-

cer milagros, ¿por qué no evitó que falleciera?


EI compañero contempla la torta a,medio
engullir, se úeva la copa a los labios y trasiega
utr

buchecito de vino'
-Por Io que contó el mensajero que enviaron
Ias hermanai hasta el otro lado del
Jordán' se le
ocurrió decir algo así como: esta enfermedad
como
no es de muerte. Como lo oyes'Zacarías'
lo oyes. Para que luego venga por ahí dándose
airei de profeta: ¡valiente profeta!
dis-
Decidimos regresar al interior de la casa'
tropeza-
gustados por esa cháchara, y casi nos
Áo, la hermana mayor' Alguien -lo sabre-
"on que el
mos después- ha comunicado a Marta
Maestro esuí a las puertas de Betania'
Al poco
Marta reaparece y cuchichea algo
al oído de
M;i;. La menor se levanta de inmediato' Nos
distanciai
á""i¿itno. a seguirla a unos metros de
convenli!1s
irri" "". a relo de circunstantes'
t" qut se dirige al sepulcro a llorar por su querl-
col-
palabras de
¿o iAaro. Quizás necesite unas
de Jesús de
suelo' Pero no; va al encuentro
t12
discípulos habi-
Nazaret, a quien vemos con sus
tuales a la entrada de la población'
y ex-
María se postra a los pies del Maestro
clama entre sollozos:
no habría
-Señor, si hubieras estado aquí'
muerto mi hermano'
puesto el
El hondo dolor de María nos ha
que tampoco nos
corazónen un puño, de modo
de aguantar
sentimos capaces -ni 1o deseamos-
Al mismo
im i¿gti*"t que nos nublan la vista'
tiempo observamos que . Jesús. está
interior
conmocionado, con un estremecimiento
profundo de su ser' Ensegui-
ár" ii"v" ¿" ro más han puesto a
áu pr"lrntu el Maestro dónde
El hacia eI lugar
Lázaro.,y nos encarrunamos con
que
J" fu rápuf,ura. En el trayecto advertimos le
sus o¡os se han arrasado en
lágrimas: cÓmo
amaba, comentamos entre nosotros'
Podríamos seguir el relato de lo
acontecido
¿iu Betanii, dando fe del hecho grandio-
"r," "n nunca.hemos
.á qo" u.u"." al llegar al sepulcro:
la vuel-
nada tan espectacular como
"ont"*ptuOo ¡mundo de los vivientes' obediente
ál"tá*,
lluuorde Jesús. Pero hay algo que todavía

113
nos ha impresionado más -somos así, qué le
vamos a hacer-, y es la emoción del Señor.

Ya posteriormente nos ponemos a analizar


los sucesos. ¿Le ha hecho sufrir el dolor de Mar-
ta y María? Sin duda. ¿Le ha conmovido la cer-
canía del amigo, convertido en cadáver hedion-
do, aun a sabiendas de que pronto recobraría la
vida? Cierto. ¿Se une a estos sentimientos una
impresionante vivencia de la propia muerte. ya
cercana? También cabe. En definitiva, al margen
ya de explicaciones, lo que más nos ha llamado
la atención es el llanto del Hijo del Hombre, que
es el Hijo de Dios. ¿Cómo olvidarlo nunca?

tt4
UN AROMA INDELEBLE
La casa se llenó de la fragancia del perfu-
me (Jn 12,3)

En la minúscula cocina, una joven mujer va


distribuyendo con destreza los objetos que aca-
ba de limpiar; copas,jarras, fuentes y tarros vuel-
ven a reposar en vasares y anaqueles. Luego pone
a buen recaudo, en un arcón, los trozos de pan
candeal sobrantes -envueltos en tela de blanco
lino para su mejor conservación- y algunos pe-
dazos de queso de oveja. Finalmente, recoge con
sentido del aprovechamiento las migajas que han
quedado esparcidas por aquí y por allá; mañana
serán alimento de gallinas y polluelos. Suena un
bronco pertazo, se escuchan pasos precipitados
de alguien que abandona la vivienda. A través
del ventanuco llega a reconocer aJudas. Advier-
te turbación en su semblante e, incluso, capta al-
gunas palabras murmuradas entre dientes, que
saben a despecho y a rencor.

En el mismo momento en que vuelve Ia mu-


jer a la intemrmpida tarea, se abre la puerta y
penetra su hermana, algo excitada, arrebolado el

u5
ella hace
rostro, resplandeciente la mirada' Y con
de per-
también acto de presencia una vaharada
fume de nardo.
de ver a
-¿Qué está pasando, Maía? Acabo
este
ludas dejar la casa como un demonio' ¿Y
olor? ¿Qué ocurre aquí?
-Luego te lo contaré' Ten un poco de
pa-

crencla.
vastla con
Toma María, la recién llegada, una
a la sala del
agua y regresa como una exhalación
convlte.
Una hora después -Jesús y los suyos
hace

rato que han partido para la


quinta de Getsemaní'
., ie los Olivos, donde pernoctarán-'
"t'*ont"
reina el silencio en el hogar deLázaro'
Las her-
sobre-es-
,nunu, a" han acostado en su aposento
ha
i"rar, bi"n abrigadas, pues el día primaveral
fresca' Fuera'
JuJo'puto a uná noche un tantico
todo está también sosegado
y en
"n "t "*t"tior,
pie.f¿" quietud: recogido el ganado en establos
i conalirus, atrancadas las puertas de las casas:
;;;r" un alma por las callejas de Betania'

-María, lo sétodo, me lo ha contadoLázaro'


Pero me gustaría que me lo
refirieras tú misma'
sin omitir detalle.

116
María no se hace de rogar, y va narrando
«de pe a pa» lo acontecido ese atardecer en casa
de Simón el leproso, donde ambas muchachas
han aportado su pericia mujeril al éxito de un
improvisado banquete en honor de Jesús' recién
venido de Jericó para celebrar la Pascua'
-¿Que de dónde me vino la idea? Muy senci-
llo.lie acordé de lo que hizo aquella mujer pú-
blica en Galilea, cuando ungió al Maestro con
perfume y regó sus pies con lágrimas de ane-
pentimiento... Entonces tomé el pomo de bálsa-
mo de nardo -el que me trajo de Jerusalén
Lázaro
el mes pasado- y lo derramé sobre el Maestro'
como un presentimiento
¿Sabesi, tenía y tengo
á" qu" algo malo le va a suceder, de que nos lo
van a maliratar de un momento a otro' EI
mismo
que
ha pronunciado unas palabras misteriosas'
para
nada bueno auguran: dejadle que lo emplee
anun-
el día de mi sepultura; como si estuviera
ciando la proximidad de su muerte"'
-¿Lo has derramado entero?
-Sí, rompiendo el cuello de alabastro de un
gotpe, y ha salido el perfume al instante' Me hace
me había
ir*iu-uf,otu recordar lo que Lázaro
áicho et día en que 1o compró: que bien adminis-

rt7
trado, gota a gota, duraría años. Ya ves lo que ha
dado de sí, pero estoy feliz.

-Entonces ha sido cuando has provocado la


cólera de Judas.
-Sí. Se puso a despotricar como si el bálsa-
mo fuera suyo, o como si le hubiésemos robado
su dinero. Parecía sufrir más que si le estuvieran
desollando vivo. Y decía que el perfume se po-
dría haber vendido por trescientos denarios. No
valía tanto, pero él tenía que dar la sensación de
que el despilfarro había sido de ese calibre.

-Y el Maestro ha salido en tu defensa.


-Pidió que me dejaran enpaz. Judas se calló,
pero me miró con un odio...
Marta contempla desde su posición en la es-
tancia, por la ventana, la luna casi llena, luna de
Nisán. Permanece callada un instante y, al fin,
comenta:

-No es la primera vez que te defiende. Ya en


otra ocasión dijo que tú habías escogido lo me-
jor. Oye, mira, no me gusta nada ese Iscariote. A
ti tampoco te ha caído nunca bien. Digo yo que
no es como los otros. Por ejemplo, Simón
Barjonás es rudo, acostumbrado a dar órdenes,

ll8
impetuoso; Tomás es todo lo cabezota que pue-
de ser un galileo, pero es valeroso y noble;
Natanael, un pedazo de pan, un bendito de Dios;
Juan, el deZebedeo, tiene su geniecillo, pero es
cariñoso con todos, y es el más querido del Maes-
tro; me consta que la Madre de Jesús lo adora...
Hace una pausa y continúacomo quien pien-
sa en voz alta:

-Todos tienen sus defectos y sus ambicio-


nes. Pero el Iscariote es de otra pasta. Diría que
tiene madera de traidor. Pienso -y que Dios me
perdone si soy injusta- que sería capaz de vender
a cualquiera por dinero o por rencor. ¿Has visto
cómo le brillan los ojos cuando acaricia las mo-
nedas?

Ahora interviene Marta, algo agitada:


-¿Crees que seía capaz de traiciona¡ al Maes-
tro?
-No sé. Me vienen a la mente las palabras de
nuestro rey David: si me hubiera ultrajado mi
enemigo..., mas fuiste tú, mi compañero, mi
familiar, mi amigo, con quien me uniera dul-
ce trato... Bueno, vamos a dejarlo, que estos
pensamientos me ponen triste.

n9
-¿Sabes, hermana, qué dijo el Maestro
cuan-
¿o saiió en mi defensa? Que de lo sucedido
hoy
se hablará en todas partes del mundo
dondequie-
ra que se predique su Evangelio
-y María ríe con
ta üg"nriaud de una niña, entusiasmada-' ¿Te
imaginas que dentro de cien años
todavía se cuen-
te tJque úa ocurrido esta tarde en
Betania?

-Ya. ¿Y Por qué no dentro de dos mil?


años!
Anda, soñadora' vamos a dormir' ¡Cien
¡Pues no dice nada
la niña!

(Al concluir estas líneas, queremos imaginar


que üa.ía y Marta intercambian una
mirada en
basta-
Ci"lo. ¡Dos mil años, Dios mío! No han
"t
do veinte siglos para extinguir el
delicioso aro-
ma esparciáo en Betania: tanto vale
lo que se
de Cristo)'
derrama generosamente en honor

120
BL TRONO DEL REY
tiene necesidad
Responded que el Señor
de él (Mc 1l'3)

al bueno de Jonatán' el
Quién le iba a decir en el
a la luz de un candil
día en que lo vio nacer
¿e Betfagé' que ese
animalejo le re-
,t" "J"0"
portaría tantas alegrías'
un diminuto ser
Cuando viene a este mundo
que los padres-tejan -si 1o-11
h;;;,';; ", '*oanticipación- todo un conjunto
ffi;;;il;^con heroicas' román$cas'
;';;;;il maravillosas'
izará la criatura' en
iriurfut"r..., que protagon
ti"mPo dJmost'ar sl vatil
s-o§
:#;;';;;; t":]:ii:l-
;';;iiñ -Po'qu" borrico *" "t
gasto rmagr-
á;- ;" hubo' naturalmente' mayor
la satisfacción de
nativo. El dueño experimentó

ür*T:"1':-t1$,::11',..1f
incrementarse con un
I ;::n:::;
animaltrabaja-
*" O* todo' El jumento es-Puede salir ade-
",
;;;;;; la alimLntación
de forrajes selectos'
días, a falta
iuni"'*o.r,ot tenaz' man-
onot hierbajos y unos cardos-'
"on ti t"
;;,'r-1" g.n"tul dócil' aunque no ryT,:"it"
hay quien Ie
-si se pone <<burro», diríamos-'

tzl
supere en cabezonería. No enferma casi nunca y.
si lo cuidas, se te planta en los cincuenta abriles.
que ya es dar de sí.

El borrico de nuestra historia se llamaba


«Lucero>>. Era nombre que le sentaba que ni pin-
tiparado. Cuando oía ese apelativo en boca del
amo, alzaba enseguida las orejas y ponía cara dc
reconocimiento para quien le cuidaba.

¿Que cómo era «Lucero»? El día en que en-


tró en la historia por la puerta grande era todavía
muy jovencillo. Las orejas de buen tamaño. El
pelaje pardo negruzco, pero tirando a grisáceo
en el vientre, parte interior de las extremidades y
hocico. La línea del dorso casi recta, como co-
rresponde a los de su condición. La grupa corta
y recogida. Gordezuelo de panza y robusto dc
remos (para su edad). La mirada bastante espa-
bilada.

El día en que entró en la historia por la puer-


ta grande las cosas ocurrieron como ahora se
referirá. Alguien fue a dar aviso a Jonatán de que
dos desconocidos andaban desatando la cuerda
que unía a <<Lucero» y la madre a la argolla de su
casa. Hubo un breve diálogo entre los recién lle-
gados y el propietario de los animales- En cuan-

t22
to fue noticioso Jonatán del fin para el que pre-
tendían emplear al jumento, se Ie dibujó una am-
plia y cordial sonrisa en el rostro.
-Los amigos de Lázaro de Betania son mis
amigos. Y tratándose además del Maestro de
Nazaret, ya me diréis, ¿no?

Jonatán hizo valer sus amplios conocimien-


tos en materia de «burrología» con el siguiente
consejo:

-Llevaos, por supuesto, a la madre, porque


a <<Lucero» no lo ha montado nadie hasta la fe-
cha; no está hecho a la carga, e irá más confiado
si nota que le acompaña la madre. Con que me lo
devolváis al atardecer, basta y sobra, y nos os
preocupéis de más.

Uno de los enviados dio una recia palmada


en la espalda a Jonatán, con la rudeza caracterís-
tica de un galileo, pero con simpatía, y aseguró:
-Descuida. Antes de que anochezca estarán
aquí.

Al cabo de unos minutos Jesús fue a sentar-


Simón Barjonás había tenido
se sobre <<Lucero>>.
el buen detalle de colocar su manto a modo de
gualdrapa por encima de la cabalgadura. Los dos

123
Zebedeos, Juan y Santiago, insistierou -cosas
suyas- en caminar uno a la derecha y otro a la
izquierda del Maestro. Se formó de inmediato
un pequeño cortejo con los que le habían acom-
pañado desde Jericó, a los que se sumaron unos
cuantos de Betania, y posteriormente vinieron a
añadirse grupos de peregrinos de Galilea y de
Perea. Y enseguida explotó el entusiasmo de
aquellas gentes, porque comprendieron el gesto
de Jesús. ¡A ver quién no Io iba a entender! ¿Quién
no había escuchado al profeta Zacarías: No te-
mas, hija de Sión. Mira a tu Rey, que llega
montado en un pollino de asna(Zac 9,9)? Bastó
que uno captara el sentido de la acción para quc
corriera de boca en boca.
Cuántos hosannas, cuántos vivas, qué emo-
ción en los rostros, cómo enronquecían las gar-
gantas. Siglos de espera de este día. EI camino
por el que transitaba <<Lucero» estaba tapizado
por los mantos que el paisanaje depositaba en el
suelo. Unos arrancaban ramos de olivo, otros
palmas, los de más allá se aprovisionaban de
terebintos y arrayanes; el caso era tener algo en
Ia mano con que poder acompañ¿r rítmicamente
los gritos y manifestar el regocijo.

t24
Nos ha gustado la observación de un autor
sobre la prontitud con que se formó el cortejo
triunfal hacia Jerusalén. Es hombre que ha
pateado el terreno, ha convivido con los lugare-
ñot, t" ha familiarizado con la mentalidad, los
usos y costumbres de los orientales' Nos explica
la capacidad de entusiasmo y de improvisación
de festejos por aquellas tierras, en contraste con
la mentalidad europea (sobre todo la suya, pues
procede del área germánica): aquí, haría falta
Lonro.ut a los asistentes a través de la prensa y
de la radio, constituir comités, proceder a la or-
ganización del acto... En Jerusalén corrió la voz
áe Ia llegada de Jesús como reguero de pólvora
al
e, inmediatamente, salieron grupos a sumarse
que se acercaba, para entrar todos juntos en la
ciudad con cánticos y gritos dejúbilo'
Al anochecer, <<Lucero>> ya estaba de vuelta
en el arrabal de Betfagé. Derrengado, eso sí'
porque Ia falta de práctica y la aspereza de algu-
nos tramos del camino le habían dejado muy
molido. Jonatán no cabía de orgullo dentro de su
túnica, parecía ir a explotar de un momento a
otro. Récibió un abrazo del discípulo de Jesús
que se ocupó de la devolución del borriquillo y
unas palabras de gratitud del Maestro'

125
-Dale -insistió el discípulo- una buena ración
de avena. Se la ha ganado. Y agua bien limpia
del pozo.
No se descuidó el dueño. Si fuéramos poe-
tas, casi nos atreveríamos a insinuarque esa no-
che vino un ángel del Cielo, de parte del Todo-
poderoso, a dar a <<Lucero>> unos puñados de
avena y unas palmadas en el lomo. No; se encar-
gó de ello Jonatán. Pero -al margen ya de poe-
sías-, más de un «borrico» humano habrá recibi-
do la caricia del ángel por los servicios prestados
al Maestro. De eso sí estamos seguros.

1?-6
DE NOCHE

Después de tomar el bocado, salió ense-


guida. Era de noche (Jn 13,30)

Nos llama enseguida la atención el individuo


que sigue al grupo a prudente distancia, y se de-
tiene en cada esquina de las complicadas y an-
gostas vías para otear desde allí a quienes le pre-
ceden, avanzando cuando los otros progresan, a
fin de confundir sus propias pisadas con las de
ellos, o acolchando sus pasos con el sigilo carac-
terístico de los felinos. La noche de plenilunio
permite moverse con soltura en medio de una
relativa oscuridad. Reina el silencio por doquier;
cada familia se ha recogido en el hogar para la
celebración religiosa. Pero el espía siente en su
interior el latir brusco del corazón, a veces a la
altura de la boca, como un ruido capaz de dela-
tarle.
Llegan hasta el espía palabras y frases suel-
tas procedentes de los seguidos. Por ejemplo,
percibe que alguien se refiere al canto del gallo,
mientras que una vozsealzacon acento de pro-
testa y pronuncia el verbo morir, y a ésta se unen

121
otras aseveraciones' no lrenos vehementes' del
resto.
Descienden desde la zona alta de la ciudad
en dirección a la muralla y recorren la complica-
da red de callejuelas de los barrios altos, retorci-
das y apeldañadas. Atraviesan el de Siloé, aban-
donan el recinto fortificado por la puerta de la
Fuente. Ahora el camino es en bajada abrupta
conducente hasta el torrente Cedrón -el de la
aguas turbias-, después asciende por la ladera
del
monte de los Olivos. En ese tramo del reconido'
el espía acecha con mayor cautela todavía: ora
se guarece tras este o aquel roquedal, ora se
cu-
bre de la vista de los otros al abrigo de zarzas'
matojos y arbustos canijos.
La comitiva se ha detenido en el lugar que cl
espía ya había supuesto. Se trata de una finca
dc
oliuar, con una almazara para la producción del
pega-
aceite. Posee la propiedad un nombre tan
do al terreno y sin concesiones a la imaginación'
de
como es el de «Getsem¿¡i», es decir,«lagar
aceite». Se escuchan unas breves instrucciones
la au-
del personaje que indudablemente detenta
toriáad, y el grupo se divide' Cuatro se adentran
en la foiesta plateada bañada de una luna
fría'
permane-
mientras que la porción más numerosa

t28
ce a la puerta con la clara intención de pasar
ahí
mismo la noche, durmiendo a pierna suelta sobre
el santo suelo. El espía se retira satisfecho; no es
que le preocupe gran cosa hacer frente' con las
fu"rrai de que dispone, a una docena de hom-
que todo
bres; lo que le tranquiliza es comprobar
uu u r"rritur rás fácil con esta fracción' Cuando
llegue el momento de actuar, habrá disminuido
el riesgo de confundir a las personas'

Ahora el espía ha llegado a las inmediacio-


de mira-
nes de la ciudad. En un lugar protegido
hueste
das inoportunas, le aguarda una pequeña
de gente pertrechada con tan desigual
armamen-
to io*o espadas, navajas y simples garrotes'
Mezclados andan por ahí los legionarios
contra-
que quiere
tados para el caso (entiéndase bien lo
decir «legionarios» en Palestina: tropa mercena-
ria, compuesta por sirios, idumeos y beduinos;
no la flor y nata del ejército romano)'
Al espía casi le da por echa¡se a reír' Mira
con desdén a aquella heterogénea y poco
aguerrida mesnada, numerosa, pero compuesta
pár hombres temerosos, invadidos por el recelo
ie ir al encuentro de un taumaturgo, quién sabe
si capaz de aniquilarlos con sus fuerzas
misterio-
sas. Él espía piensa: «Valiente gentuza'
Bastaría

r29
una mirada majestuosa del Rabbí, una voz de
imperio, y caeríais por tierra o huiríais como ra-
tas». Se acuerda de cierta escena en el templo de
Jerusalén...; pero en su fuero interno está con-
vencido de que Jesús no hará nada por defender-
se; no echará mano de poderes sobrenaturales,
sino que se dejará prender y conducir como un
corderillo: como cordero llevado al matadero
(Is 53,7). Y ya parten hacia Getsemaní'

¿Por qué habría dicho Juan,


cuando narró la
salida del traidor del Cenáculo: era de noche?
(Jn 13,30). Parece claro que, en el instante en
que Judas abandonaba la estancia, el Apóstol vio
a través de la puerta que daba a la terraza, medio
segundo, la oscuridad. A primera, vista el detalle
no tiene nada de particular: la cena pascual co-
menzaba al atardecer; sólo podía ser de noche a
esas horas. Pero él nunca ha olvidado que era de
noche. Juan ha debido asociar siempre la partida
de Judas con las tinieblas, con la tenebrosidad'
Judas es un hombre que, en un momento deter-
minado de su vida, ha preferido las tinieblas a la
luz, abismándose voluntariamente en la lobreguez
más absoluta.

En la espesura del olivar, Jesús, que es la


Luz del mundo (Jn 8,12), envía, junto con un

130
bcso, un rayo luminoso a las tinieblas, a la no-
che: ¡Amigo! (Mt 26,50); pero no consigue alum-
brar esa densa negrura, y el traidor ya no volverá
a ver nunca ese rostro; al menos, aquí en la tie-
rra; ¿lo habrá contemplado en el Cielo?; ¿habrá
sido anojado a las tinieblas exteriores, tal como
Cristo llama a la condenación? (Mt 22,13); ¿ha-
brá entrado en esa ciudad que no tiene necesi-
dad de que la alumbren el sol ni Ia luna, por-
que Ia ilumina Ia gloria de Dios y su lámpara
es el Cordero? (Apoc 2l,33).

Cristo dirá del traidor que más le valdría


no haber nacido (Mt 26,24), y le llamará hijo
de la perdición (Jn 17,12). Con estas palabras
queda subrayada la enormidad de su pecado, pero
el destino eterno de Judas sólo Dios lo conoce.
Ahora bien, ¡qué difícil es para nosotros no aso-
ciar ya noche y traición, tinieblas y pecado... !

l3r
NOMBRE DE'DULZURA

corazón
¿No es verdad que ardía el
dentro de nosotros, mientras nos hablaba
por el camino? (Lc 24'32)

La breve historia de la traición al Amigo -


ges-
suceso corto en el tiempo, pero denso en la
tación y violento en el desenlace- nos ha dejado
en Ia boca un sabor entre salobre y amargo'
No-
que
che oscura, tinieblas cenadas, remordimiento
por
araña las vísceras y, finalmente, las esparce
la tierra árida y las mezcla con el polvo'
Pero sabemos -los siglos se encargan de ates-
tiguarlo- que la vida triunfa sobre la muerte' la
la
tu-, disipa ias tinieblas, el día releva a la noche'
esperanza se impone al desaliento' y el perdón
se

derrama en el pecado para purificarlo'


Ya hace unas horas que ha amanecido el día
las
más espléndido que recordamos' Por una de
pu".tui de los muros de la Ciudad Santa salen
áos hombres, como tantos que lo han hecho an-
tes y como otros que to harán a continuación'
p"ró éttot nos interesan de manera particular'

133
Los scguimos con la mirada. ¿Quiéncs son y
adónde se dirigen? Ahora veremos.

Uno es escurrido de carnes, la figura cence-


ña, el rostro atezado y el mirar inquieto y vivara-
cho. Su acompañante es como el reverso de la
moneda: corpulento, bien cuajado, parsimonio-
so en el porte. Cualquiera los situaría pronto den-
tro de la clase campesina acomodada, ésa que se
defiende en la vida con cierto desahogo, pero sin
llegar a amarrar los perros con longaniza, ni
muchos menos, sino con soga vulgar o con ca-
denilla. Ambos coinciden también en el semblan-
te preocupado, en una especie de agobio en la
frente, en los ojos teñidos de desaliento. Y sc
dirigen a Emaús.
Recorridos no más de un par de cientos dc
metros, se les une el Desconocido, compañero
de viaje que el oriental nunca rechaza, antes bien,
acoge con cortesía y con las debidas ceremonias
que la costumbre prescribe para la ocasión.

Comprobamos que el recién llegado entra


enseguida en la conversación de la pareja. Más
aún, que ya se ha hecho con el peso de la plática,
porque los apenados caminantes escuchan con

134
embeleso, formulan preguntas, ansían respues-
tas, menean la cabeza con signos de aprobación.

El ritmo de [a andadura se torna cada vez


más lento y sosegado. Avanza el pequeño grupo
unos pasos. Se detiene. Caminan dos breves pa-
sos, y nueva parada. Junto a un villorrio hay un
pozo. Allí -como no tienen prisa- van a sentarse
los tres unos minutos, bajo la protección de una
higuera añosa. Se escucha un revuelo de palo-
mos en seguimiento de su querencia, quedando
en el aire un murmullo de plumas, y el rumor
suave de las hojas nlecidas sobre la cabeza por la
brisa, y algún ladrido suelto de un perro comar-
cano que ladra sin la menor convicción, como
por pura nrtina, pero tenaz. Prosigue la conver-
sación. Al cabo de un rato, reemprenden la mar-
cha.

Cuando declina el sol, ya están a las puertas


de Emaús. Una mirada de inteligencia ha cruza-
do Cleofás -que así se llama el de las carnes ma-
gras- con su compañero. Este toma al Descono-
cido por la manga de la túnica, a la altura del
codo, y le aconseja:
-Mira, quédate con nosotros, que ya va de
atardecida. ¿Por qué dejar la charla a medias?

135
Aquí descansarás, y mairana, con el nuevo dí4,
seguiriís tu camino, ¿eh? Te dispondremos un alo-
jamiento cómodo y una cena sustanciosa, verás
cómo no te anepientes del retraso, ya verás'
El Desconocido no se hace de rogar' Parece
como si hubiera esperado la invitación, a pesar
del ademán de inicia¡ la despedida' Le reconoce-
rán pronto a través de un gesto familiar' en cuan-
to se haya sentado a la mesa y haya comenzado a
partir el pan.
Emaús. Varias localidades se han disputado
el privilegio de levantarse sobre el mismo solar
de tu antiguo caserío, aunque sólo dos
gozan de
mayor credibilidad: El-Qubeibe, que tiene a su
favor hallarse a sesenta estadios de Jerusalén

Ílh1}:IffJ,""?f"::3,1[:Tt*ffi:",::
be-
aldea de Amwas, a ciento sesenta estadios'
neficiaria de una tradición que se remonta hasta
en
el siglo III, aunque tiene apoyo esa distancia
un número muY limitado de códices'
es pala-
Sea lo que fuere, Emaús, tu nombre
bra que poni dulrrtu en los labios del
cristiano'
Sabe a punto de destino, a meta,
y a camrno re-
cono-
corrido a la vera del Desconocido -ya bien
cido-, Y a esPeranza' Y a alegtía'

136
INDICI'

Introducción 7
Relato de viaje............... 9
A propósito de inocentes... 15
A los doce años................ 2l
Lo mejor para el ñnaI.... 25
Los marranos de Gerasa....... 3l
Noticias de posible interés............ 35
Lamentos....... 4t
Visita inesperada................... 47
Así de sencillo 53
Un fulano que banqueteaba opíparamente.. 59
Se discute en la era......... 65
Entre los dos................. t3
Un hecho escandaloso.... 79
Esperanza. 85
Tenacidad. 91
Parábola del buénjudío 97
Más oportunidades................ 103
Llanto............. 109
Un aroma indeleble........ 115
El trono del rey............ t2t
De noche........ 127
Nombre de dulzura...... 133
ITEI,ATOS DIl PALESTINA

Lr¡s ¿ttt(otcs de los texttls evangélicos no lran pretendi-


rlo c'scribir pIinraria tne llte una biografía del Maestro. y
nlertos todavíit según el estilo actual de redactar obras de
este género.

La Íiuguliclad literaria de los Evangelios, invita al lec-


tol' a apoflar. con la imaginación. un conjunto de elementos
que. por lo general. no ¿Ipalecen en las narraciones'

En esta obrl cl auttlr nos presenta' desde su propitr


punto de vista. situaciones apuntadas en los relatos evangéli-
c()s \ que. en detinitiva. nos hacen sentir que JESUS DE
NAZARET es un ho¡nbre histórico' que conoció. ayudó'
ctrrri r salvti a muchos ho¡nbres de su éptlca y hoy lo ltace
con cada tltlo de llosotfos.

Julio Eugui. Panlplona 1944. es sacerdote desde


l9(r9. Doctor ert pedagogía y en Derecho Carrtínico' Ha
publilcado: La Participación de la conlunidad cristiarra en la
eleccion de los obispos. siglos I-V (I976)l Anécdotas )' \/it-
tucles t1987)l Dios. desconocido y cercano (1991): Nuet'as
anécdotas y virtudes (1995). También es autor de algunos
títulos de la colección de Folletos Mundo Cristiano.

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