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“Well, I will marry one day, but to try”

Shakespeare. The comedy of errors.

(El Padre. La Maestra)

PADRE.- Señorita, me parece verdaderamente increíble el verme obligado a


presentar una queja, pero mi situación es vergonzosa.

MAESTRA.- Señor, no sé qué decirle. Cuando usted inscribió en esta escuela a


su hijo Fernando ya sabía que era una institución moderna en la que
no se le habla a los niños con eufemismos.

PADRE.- Yo la elegí entre otras porque pensé que se respetaba a los niños.

MAESTRA.- Se respeta la verdad y se enseña a respetarla. Aquí nadie ha


mentido.

PADRE.- Yo tampoco he mentido. Creo que lo malo estuvo en que tanto


ustedes como yo, dijimos la verdad. Hasta ahora Fernando había
sido un niño feliz.

MAESTRA.- Pero ya tiene doce años y tarde o temprano tenía que enterarse.

PADRE. —Seguramente habría maneras más sutiles.

MAESTRA.- Para ser sincera, le diré que Fernando siempre se las arreglaba
para no comprender sutilezas. Desde que tenía seis años hablamos
de fecundaciones de flores, de gatos, de perros y de vacas. . . y él no
se daba por aludido. La prueba es que ningún otro niño tuvo esa
reacción.

PADRE.- ¿Era necesario exhibir esa película? Eso es lo que me pregunto.

MAESTRA.- No era una película con figuras humanas, sino un corto metraje
con dibujos, autorizado por la Secretaría de Educación.

PADRE.- Pues a él le cayo muy mal; llegó a la casa llorando y nos preguntó a su
madre y a mí si también nosotros hacíamos esas cosas.

MAESTRA.- ¿Y usted le dijo que no?

PADRE.- Le dije que sí. ¿No estoy diciéndole que la culpa de todo la tiene la
verdad?

MAESTRA.- Hizo usted bien, de cualquier modo.


PADRE.- Entonces fue cuando el niño me dijo que él nunca se rebajaría a hacer
tales cosas. Estaba enojadísimo.

MAESTRA.- ¿Nunca?

PADRE.- Nunca, señorita. Prefería morir, me dijo, antes que cometer una acción
tan asquerosa.

MAESTRA.- ¡Qué extraño! Con razón se defendía mentalmente cuando


hablábamos de las mariposas y las vacas.

PADRE.- Me dijo también que las mariposas y las vacas hacían esas cosas
porque eran animales y que los seres humanos tenían el deber de
portarse de manera más decente.

MAESTRA.- ¡Ay, qué gracioso! ¿Y qué hizo usted luego?

PADRE.- Lo peor, lo más humillante para mí.

MAESTRA.- ¿Se desdijo usted y le ofreció una versión más adecuada?

PADRE.- No, señorita, eso hubiera sido peor. En realidad me he pasado quince
días convenciéndolo de que debe tener relaciones sexuales. . . a su
tiempo, naturalmente.

MAESTRA.- ¿No se convenció?

PADRE.- No, señorita, no se convenció. Me dijo además que su madre y yo nos


comportábamos como cerdos.

MAESTRA.- ¡Qué raro! Nosotros nunca hemos hablado de cerdos en ese


contexto.

PADRE.- ¡Y la humillación! ¿Se imagina usted lo que he sufrido tratando de


convencer a mi hijo de doce años de que se vaya a la cama y no a
dormir?

MAESTRA.- Pues. . . pero el problema no es inmediato.

PADRE.- Sí, es inmediato.

MAESTRA.- ¿Cómo dice?

PADRE.- Digo que es inmediato porque Fernando exige que su madre y yo no


volvamos a tener relaciones, para dignificarnos. Ya estaba a punto de
darle una paliza cuando su madre le dio la razón. Hasta confesó que
a ella se le había metido en la cabeza que un ser humano se envilecía
haciendo esas cosas.
MAESTRA.- No es posible.

PADRE.- Muy posible. Ahora los dos están en contra mía. A ver ¿Qué me
aconseja? Usted es psicóloga, tiene que saberlo.

MAESTRA.- ¿Yo?

PADRE.- Usted, y nadie más que usted.

MAESTRA.- Es difícil. Debo empezar por educar a su mujer pues mientras ella
no esté educada sexualmente, es inútil trabajar con el niño. En
principio voy a darle la dirección y el teléfono de un Centro de
Educación Sexual, para que vaya la señora. En cuanto al niño,
podemos enviarlo con un psicoanalista y en uno o dos años. . .

PADRE.- ¿Qué se supone que yo haga mientras tanto?

MAESTRA.- Pues. . . no estaría mal que usted acompañara a su esposa a ese


centro, pues es de suponerse que si su mujer y su hijo tienen esos
problemas, usted está mal relacionado con ellos. Puedo darle una
recomendación especial para que le hagan una prueba de
personalidad.

PADRE.- Ya no me diga nada, señorita. En cuanto a ellos se refiere, voy a seguir


sus instrucciones. Pero yo voy a solucionar el problema a mi manera.

MAESTRA.- ¿Cuál es su manera?

PADRE.- La única cuerda y decente: voy a buscarme otra mujer y otro hijo. Con
permiso y perdone la molestia.

“In nature’s infinite book of secrecy a little


I can read”.
Shakespeare. Anthony and Cleopatra.

(La Señora. La Sirvienta)

SEÑORA.- Estoy contenta contigo: eres limpia y tienes buen sazón. Claro, me
gustaría mucho que te quedaras a dormir, pero tú dices que. . .

SIRVIENTA.- Soy casada, tengo que cumplir con mis obligaciones. Ya sabe
usted que son muchas.

SEÑORA.- Ya no me acuerdo, hace años que vivo sola. Pero sí. . . tenía
obligaciones.

SIRVIENTA.- Qué lástima que murió su esposo.

SEÑORA.- No murió, se fue.

SIRVIENTA.- Ay, eso pasa muy seguido.

SEÑORA.- ¿Cuáles consideras tú que son tus obligaciones?

SIRVIENTA.- En primer lugar, servirle el desayuno y calentar el agua para su


baño. Le gusta tomar el desayuno en la cama.

SEÑORA.- ¿En la cama? Qué raro. ¿En dónde me dijiste que trabaja?

SIRVIENTA.- Es zapatero.

SEÑORA.- Hum. . . y toma el desayuno en la cama. ¿Qué más?

SIRVIENTA.- Se baña con agua bien caliente.

SEÑORA.- ¿Tienes calentador de gas?

SIRVIENTA.- No. Caliento el agua en la estufa y luego la pongo en una cubeta.

SEÑORA.- Eso no es cómodo. Se ha de morir de frío mientras se enjabona.

SIRVIENTA.- No le pasa nada. Yo lo envuelvo en una toalla grande y voy


jabonándolo, enjuagándolo y secándolo poco a poco.

SEÑORA.- Como en el hospital.

SIRVIENTA.- No sé. Nosotros nunca hemos estado en el hospital.


SEÑORA. Ah. Nunca pensé que a la gente se le ocurrieran esas cosas sin
haberlas visto antes.
SIRVIENTA.- Son naturales. Bueno, para entonces ya tengo su ropa limpia y
bien planchada.

SEÑORA.- ¿Tú lo vistes?

SIRVIENTA.- Nada más lo ayudo un poquito.

SEÑORA.- Y entre tanto, ¿le das conversación?

SIRVIENTA.- Le pongo el radio. En la mañana, los hombres no sienten ganas de


platicar.

SEÑORA.- Así es. Se me había olvidado.

SIRVIENTA.- Mi esposo platica muy bien en las noches, antes de dormirse.

SEÑORA.- Es verdad, así son.

SIRVIENTA.- Y cuando ya está bañado, lo peino. Tiene tanto pelo y tan largo,
que es un verdadero gusto.

SEÑORA.- ¿Largo? ¿Hasta dónde?

SIRVIENTA. Hasta los hombros, como se usa ahora. A él le encanta la moda.


Tuve que mandar componer sus pantalones de campana porque
ahora se usan de tubo y comprarle camisas, ya tampoco se usan las
de antes.

SEÑORA.- No me había fijado. ¿No lo rasuras?

SIRVIENTA.- Usa barba. Nada más se la peino. También la tiene muy


abundante.

SEÑORA.- ¿No te parece que tu marido tiene demasiado pelo?

SIRVIENTA.- No señora, lo tiene muy bonito y bien cuidado. Le reluce de


limpio y como le pongo loción, huele muy bien.

SEÑORA.- Ah. ¿Y qué más?

SIRIVIENTA.- Todos los días le doy sus cincuenta pesos para que no quede en
vergüenza si algo se ofrece.

SEÑORA.- ¿Y te trae el cambio?

SIRVIENTA.- No, ni yo se lo pido.

SEÑORA.- ¿No te parece que tienes demasiadas obligaciones?


SIRVIENTA.- No. Si apenas le cumplo.

SEÑORA.- Las cosas no son así. Los hombres también tienen obligaciones y yo
no veo las de tu marido.

SIRVIENTA.- Ni las podrá ver nunca, porque esas pasan de noche, antes de
conversar y un poco antes de dormir. Esas sí son largas, difíciles y
con mucho mérito. Lo que yo hago no es nada. Cualquier mujer
puede mimar a un hombre, pero muy pocos hombres son capaces de
complacer a una mujer. Yo tuve esa suerte. Ah, y claro, por todo eso,
no puedo quedarme a dormir.

SEÑORA.- Lo comprendo muy bien. Ahora, limpia bien el suelo de la cocina,


lava mis dos blusas y abre l ventana del comedor.

SIRVIENTA.- ¿Va usted a salir?

SEÑORA.- Voy a mi cuarto un rato. Quiero hacer un examen de conciencia.

“Take pains, be perfect, adieu”.

Shakespeare. A summer night’s dream.


(Eva. Antonio)

EVA.- Bueno.

ANTONIO.- ¿Me hace favor de comunicarme con la señorita Eva?

EVA.- Yo soy.

ANTONIO.- A poco. ¡Qué delgada se te oye la voz!

EVA.- Sí.

ANTONIO.- ¿Qué te están oyendo?

EVA.- Sí.

ANTONIO.- ¿Estás hablando en el cuarto de la señora?

EVA.- No.

ANTONIO.- En el de la señorita.

EVA.- Pues sí.

ANTONIO.- ¿Y allí están las dos?

EVA.- Sí.

ANTONIO.- ¿Y ya vas a tener que colgar?

EVA.- Pues sí.

ANTONIO.- Pues no. No antes de que te diga una cosa. Quiero pasar contigo
una tarde completa.

EVA.- ¿En el parque?

ANTONIO.- No ¿Dónde crees?

EVA.- No sé.

ANTONIO.- Una tarde enterita sin que nadie nos interrumpa. Solitos uno para
el otro. Para que yo te diga cuánto te quiero.

EVA.- ¿Dónde?
ANTONIO.- A ver, adivina.

EVA.- En la feria.

ANTONIO.- No. Te digo que solitos. Claro, siempre podemos subirnos a la


rueda de la fortuna. Pero no, no se trata de eso.

EVA.- ¿Ni de la montaña rusa?

ANTONIO.- Hijo. No. Es una palabra de cuadro letras.

EVA.- Cuadro letras. A ver. . . déjame pensar. Rosa. De visita en cas de Rosa.

ANTONIO.- No, hombre. ¡Cómo que en casa de Rosa! Si allí vive mucha gente,
entre sus hijos, su marido y sus padres. Son como doce.

EVA.- ¿En una casa donde no viva nadie? Casa tiene cuatro letras.

ANTONIO.- Caliente, caliente. Pero no es eso. A ver, piensa. Una tarde


padrísima. Los dos solitos; yo contigo y tú conmigo. Para que tú seas
mi dueña y yo tu dueño.

EVA.- No digas esas cosas.

ANTONIO.- Pues adivina, ¿no? ¿A poco no te imaginas de qué se trata?

EVA.- No. ¿Es un lugar oscuro?

ANTONIO.- ¿Oscuro? No. Bueno, depende de la cortina.

EVA.- ¡El cine!

ANTONIO.- Pues. . . no. Es un lugar que queda frente al cine. Ya te vas


acercando.

EVA.- ¿Frente a cuál cine?

ANTONIO.- Frente al Gloria. ¿A poco no te has fijado?

EVA.- ¿Frente al Gloria? ¿de cuatro letras? No sé. Apúrate a decírmelo porque
quieren usar el teléfono. Además ya se fueron al otro cuarto donde
está la extensión y a lo mejor nos oyen.

ANTONIO.- No la amueles. Pues al hotel, Eva. Qué tonta eres, mi vida.

EVA.- No puede ser.


ANTONIO.- ¿Por qué no? Si no te iba a pasar nada. Y no se puede ir a
Chapultepec porque está lloviendo.

EVA.- Voy a colgar.

ANTONIO.- Pero ¿por qué?

EVA.- Porque no pienso perder el tiempo con un hombre que ha ido tan pocas
veces al hotel que no sabe que se escribe con hache. Adiós.

ANTONIO.- Chin.

Felice sono nella tua cortesia

Miguel Ángel Buonarroti. Sonetos

(Florinda. Don Gonzalo.)


FLORINDA.- Me llamo Florinda y soy modista.

DON GONZALO.- Mucho gusto, señorita. ¿En qué puedo servirla?

FLORINDA.- Ah, en nada. Señora, soy viuda. Sabe usted que vivo aquí enfrente
desde hace más de un año, en esa casa azul. Tuve un momento de
descanso y decidí atravesar a visitarlo.

DON GONZALO.- ¿Quiere usted. . . sentarse?

FLORINDA.- No, no hace falta. Es que me dije: “Don Gonzalo se pasa todas las
tardes sentado en la puerta leyendo, puede ser que le venga bien un
poco de conversación”.

DON GONZALO.- Se lo agradezco.

FLORINDA.- No. Me moría de ganas de hablar con usted, porque yo también


me siento sola.

DON GONZALO.- ¿No tiene usted a nadie?

FLORINDA.- Dos mujeres que me ayudan: una en la casa y otra que es


costurera, pero en la tarde, cuando acaban de trabajar, se van con sus
familias. Familia sí no tengo.

DON GONZALO.- Yo tengo a mi hermano y a su esposa, pero tienen


demasiadas ocupaciones para sentarse a hablar conmigo. Yo lo
comprendo. . . más bien soy un estorbo.

FLORINDA.- ¡No diga usted eso!

DON GONZALO.- No me quejo. Es inútil quejarse de las cosas que no tienen


remedio. Trato de molestar lo menos posible. Toda la mañana me la
paso en mi cuarto y ya a estas horas me acerco a la puerta. Eso
siempre es divertido: se ven los coches, las personas. . .

FLORINDA.- ¡Pero si usted no ve nada! Desde que vivo enfrente nunca he


notado que levante los ojos de su libro.

DON GONZALO.- Puede ser. A veces, no siento curiosidad.

FLORINDA.- Mal hecho. La curiosidad es la causa de muchos descubrimientos.

DON GONZALO.- ¿Como cuáles, por ejemplo?

FLORINDA.- De todos los inventos, como la máquina de coser. ¿Qué haría yo


sin ella?
DON GONZALO.- ¿Trabaja usted mucho?

FLORINDA.- Varias horas al día. Cuando se acerca alguna fiesta trabajo más,
hasta de noche. Pero no importa, gano más de lo que necesito para
vivir.

DON GONZALO.- Esa sensación debe ser muy satisfactoria; yo nunca he


ganado ni un centavo.

FLORINDA.- Pero trae la soledad.

DON GONZALO.- ¿Por qué no se casa de nuevo?

FLORINDA.- He tenido dos pretendientes, pero no me gustaron. Las viudas


somos más difíciles de complacer. Sabemos mucho de la vida.

DON GONZALO.- Me lo imagino. Yo estuve una vez enamorado, cuado era


muy joven. Una amiga de la casa que venía todos los días. . .
hablábamos de muchas cosas, pero sucedió lo más natural.

FLORINDA.- ¿Qué?

DON GONZALO.- Sus padres se enteraron y le aconsejaron que se casara con


otro. Ella se resistió por un tiempo, pero terminó por aceptar y yo
estuve de acuerdo. ¿Qué vida le hubiera esperado al lado mío?

FLORINDA.- Si los dos se querían, una vida de amor.

DON GONZALO.- Es usted muy romántica. . . Florinda.

FLORINDA.- Para ser viuda, sí.

DON GONZALO.- Las muchachas quieren divertirse, salir a la calle, al cine,


tener amigas. Yo estoy acostumbrado a ser una carga, pero jamás
hubiera soportado serlo para mi propia mujer.

FLORINDA.- Es usted muy orgulloso y para ser feliz hay que tener humildad.

DON GONZALO.- Todo se aprende demasiado tarde. Siempre hay tiempo para
reflexionar. Para actuar hay un solo momento que puede ser el único.

FLORINDA.- No sea pesimista, don Gonzalo. La vida es larga.

DON GONZALO.- Eso no es un consuelo para mí.

FLORINDA.- ¡Es usted tan hermoso, don Gonzalo!

DON GONZALO.- . . .
FLORINDA.- Perdóneme si le he molestado. No era esa mi intención. No
quisiera que lo diera todo por perdido y que hablara sin esperanza.
La vida. . . la vida es milagrosa.

DON GONZALO.- ¿Cree usted eso?

FLORINDA.- Sí. Claro que una tiene que poner algo de su parte. Don Gonzalo. .
. me decidí a venir a verlo después de meditarlo muchos meses. La
primera vez que se me ocurrió pensé que jamás me atrevería. Luego,
al pasar el tiempo, fui acostumbrándome a la idea, tanto, que hoy en
la mañana, ya lo veía como la cosa más natural del mundo.

DON GONZALO.- Entre vecinos, una visita no merece tantas vacilaciones.

FLORINDA.- Una visita sencilla, no. Pero se trata de algo poco común.

DON GONZALO.- ¿Qué podría ser?

FLORINDA.- Una proposición. Quería preguntarle si le agradaría venir a vivir


conmigo. Cuidaría de usted y usted por su parte me acompañaría y
tendríamos conversaciones cuando usted tuviera deseos de hablar y
cuando no, yo me conformaría con su hermosa presencia.

DON GONZALO.- Entonces es. . . ¿una proposición matrimonial?

FLORINDA.- Sólo en el caso de que usted así quiera verlo. Yo me conformo con
que venga a mi casa.

DON GONZALO.- Es usted. . . muy conmovedora. Recuerde que yo no puedo


ayudarle en nada y que en cambio le daría muchas molestias.

FLORINDA.- Ya le he dicho que gano más dinero del que gasto y que me sobra
tiempo. ¿Acepta usted, don Gonzalo?

DON GONZALO.- Dígame, cómo se le ocurrió.

FLORINDA.- De tanto mirarlo. Lo veía detrás de las persianas y luego empecé a


soñar con usted y a sentirlo tan claramente que casi sé lo que
pensaba cuado se distraía del libro o al suspirar. Luego abrí la
ventana y me senté allí a coser, pero usted parecía no verme y me
llené de impaciencia.

DON GONZALO.- Si la veía.

FLORINDA.- ¡Ah!

DON GONZALO.- Sólo que. . . ¿cómo atreverme?


FLORINDA.- También eso se me había ocurrido. Pensaba: “Si me ha visto,
razón de más para que vaya a hablarle”.

DON GONZALO.- ¿No se arrepentirá?

FLORINDA.- Yo, don Gonzalo, estoy muy decidida.

DON GONZALO.- Quisiera pedirle una cosa.

FLORINDA.- La que usted quiera.

DON GONZALO.- Que se case conmigo.

FLORINDA.- Muchas gracias, don Gonzalo. Seré muy feliz de casarme con
usted.

DON GONZALO.- Y, ¿cuándo. . .? ¿cuándo viene usted a buscarme?

FLORINDA.- Pues ya. La verdad es que ya venía a buscarlo y pensaba


regresarme a casa con usted.

DON GONZALO.- ¿Ahora? ¿En este momento?

FLORINDA.- Como se trata sólo de atravesar la calle y eso es tan fácil. . .

DON GONZALO.- Y, ¿el matrimonio?

FLORINDA.- Allá lo arreglaremos.

DON GONZALO.- Y, ¿mi familia?

FLORINDA.- Después les avisamos. . . como es nada más allá enfrente.

DON GONZALO.- En todo es usted mujer de entendimiento. Vamos.

FLORINDA.- Vamos.

DON GONZALO.- Tenga usted cuidado al bajar la acerca porque esta silla de
ruedas está cada vez más destartalada.

FLORINDA.- No se preocupe, don Gonzalo. Cierre los ojos y piense que la calle
es un río; ya le diré cuando alcancemos la otra orilla.
“Yo con hambre miraba los pasteles. . .”

Sófocles. Fragmento.

(Hilda. Laura.)

HILDA.- Cuéntamelo rápido porque tengo que llegar con las verduras. Si no, no
da tiempo a que se cocinen.

LAURA.- Bueno. . . Pues fue muy complicado.

HILDA.- No te hagas la interesante. Está bien que el hijo de tus padrinos tenga
coche y que te haya invitado a cenar a la fonda. . . Pero no es
complicado.

LAURA.- Pues. . .

HILDA.- ¿Te hizo el amor?


LAURA.- El idiota. No, no me hizo nada.

HILDA.- ¿Entonces?

LAURA.- ¿Te acuerdas con qué entusiasmo esperaba que llegara de la capital? y
¿cómo mi madrina se hacía la remolona y no quería darme noticias
suyas ni enseñarme sus cartas?

HILDA.- Y ¿qué?

LAURA.- Aunque voy a comer con ellos una vez por semana, el viernes pasado
me mandaron avisar que no fuera, porque llegaba él. . .

HILDA.- No sé que tiene que ver una cosa con la otra.

LAURA.- ¿No sabes? ¡Pues de todo tiene la culpa la pobreza!

HILDA.- ¿Cómo va a ser así! Si tu madrina le dice a todo el mundo que te


quiere como a una hija y te regala vestidos y para Navidad te regala
veinte pesos y para tu cumpleaños. . .

LAURA.- Me regala vestidos usados y los veinte pesos los necesitan en mi casa;
desde el primero de diciembre ya están muertos de miedo de que se
le vayan a olvidar. Y el hambre. . . En casa de mi madrina piensan
que ir a la fonda es vulgar y van por divertirse. Pero para mí y mis
hermanos significa una sola cosa: ¡comida!

HILDA.- Ya sé todo eso. Cuéntame lo que pasó anoche.

LAURA.- Pues eso fue lo malo, que me invitó a cenar.

HILDA.- ¡Dios mío! Eso ya lo sabía. ¿Te fue a buscar en su coche?

LAURA.- Sí. Todas las vecinas se asomaron a verme salir y me decían adiós
como si fueran muy amigas mías.

HILDA.- ¿Es muy guapo? Yo nada más lo he visto de lejos.

LAURA.- No tanto, pero como anta tan bien vestido. . .

HILDA.- Bueno. ¿Y qué? ¡Se me está haciendo tarde!

LAURA.- Pues me subí al coche y él lo echó a andar. . .

HILDA.- Eso ya se sabe. Y llegaron a la fonda y ¿luego?

LAURA.- No. . . es que. . . no llegamos a la fonda.


HILDA.- ¡No me digas que te llevó al restaurante que acaban de estrenar! Dicen
que dan muy bien de comer.

LAURA.- No. Nada de eso.

HILDA.- ¿Entonces?

LAURA.- Pues. . . echó a andar el coche y ¿sabes? Yo quería portarme como una
muchacha de la ciudad, de esas que conversan en forma muy
animada… pero como me costaba tanto trabajo hablar no me fijé por
dónde íbamos. . .

HILDA.- ¡Ya sé! ¡Te llevó a la carretera y te besó!

LAURA.- No. Pero me llevó cerca de la carretera. A esa zona donde nunca
vamos y donde alquilan casas para. . . ¡quién sabe qué! Y ¿sabes?
¡Tenía una preparada! Ya estaba el zaguán abierto. Metió el coche
antes de que me diera cuenta y un hombre cerró el zaguán y se
fue. . .

HILDA.- ¡Ay Laura! Yo creo que tú ya no eres buena muchacha. Y ¿qué pasó?

LAURA.- Pues le di una entrada de arañazos y de patadas y como es un


enclenque…

HILDA.- ¿Qué, eh?

LAURA.- Pues empezó a pedir auxilio y no vino nadie. Y luego me pidió


perdón casi a gritos y me dijo que me iba a llevar a mi casa. . .
Entonces dejé de pegarle, él fue a abrir la puerta y nos fuimos.

HILDA.- ¡Qué infamia! ¿Se lo contaste a tu mamá?

LAURA.- No se lo puedo contar porque ya faltan diez días para Navidad y los
veinte pesos. . .

HILDA.- Oye y ¿qué te decía en el camino? Ha de ser de esos que luego se


quedan como si no hubiera pasado nada. ¡Puercos! Seguro que te
hablaba del tiempo.

LAURA.- Estaba callado y luego se secaba la sangre de los arañazos con un


pañuelo muy bien doblado.

HILDA.- ¡Qué asco! Y te llevó a tu casa sin decir una palabra más. Claro. ¿Qué
podía decir?

LAURA.- Pues sí dijo una cosa.


HILDA.- ¿Qué cosa? No te quedes así. Tienes que contármelo todo. O ¿es que
pasó algo peor?

LAURA.- Me dijo que si quería ir a cenar a la fonda.

HILDA.- ¡Qué fresco! Estos ricos de pueblo se creen que todo lo pueden. Quería
aprovecharse de ti y como no te dejaste, te invita a cenar. Que eso le
sirva de lección. A él y a su padre y a su madre que se sienten muy
generosos y en realidad nunca te dan nada. . . ¿Qué cara puso
cuando le dijiste que no aceptabas?

LAURA.- Es que. . .

HILDA.- ¿No habrás. . .?

LAURA.- ¡Claro que acepté! Después de todo, ¿por qué iba a quedarme sin
cenar después de aquel disgusto? ¡Y comí como loca! ¿Qué me ves?
Comí ensalada de camarones y pollo frito y fresas con crema y pastel
con helado. . . hasta que se me quitó bien el hambre.

HILDA.- Y él, ¿qué hacía?

LAURA.- Nada. No pudo comer nada.

HILDA.- Igual que en mi cas, que se van a quedar sin verduras. Adios.
“Daemoni, etiam vera dicendi, non
est credendum”

Santo Tomás de Aquino. Libro XXII, Cuestión 9. Art. 22.

(El Juez. Don José.)

JUEZ.- A pesar de los años que llevamos de conocernos, no puedo pasar esto
por alto, es una irregularidad que. . .

DON JOSE.- Usted me pidió el acta y yo se la traje.

JUEZ.- Y a le he explicado que esta acta no sirve.

DON JOSE.- No pierda usted la paciencia, señor Juez y tenga en cuenta que
nuestra situación es desesperada.

JUEZ.- Usted no coopera conmigo debidamente.

DON JOSE.- ¿Cómo? Usted me pidió un acta de matrimonio y yo se la traje en


seguida.

JUEZ.- Esta acta es falsa.


DON JOSE.- ¿Cómo puede usted pensar eso? La saqué directamente del
Registro Civil y como tenía prisa tuve que pagar veinte pesos. De
haber sabido que iba usted a ponerle objeciones hubiera pagado sólo
cinco y la hubiera traído mañana.

JUEZ.- No me entiende usted.

DON JOSE.- Yo lo único que entiendo es que no puedo vivir ni un días más con
doña Cándida y que ella no me quiere dejar en paz hasta que
estemos legítimamente divorciados.

JUEZ.- Eso quedó claro desde el principio. Tráigame usted el acta, sin ella no
puedo divorciarlos.

DON JOSE.- Ya se la traje.

JUEZ.- ¿Cómo se llama usted?

DON JOSE.- ¡Ah qué señor Juez! José Ramírez, para servirle desde hace muchos
años.

JUEZ.- ¿Y su esposa?

DON JOSE.- Doña Cándida López de Ramírez.

JUEZ.- Muy bien. Entonces, ¿por qué me trae usted el acta de matrimonio de un
tal Rodrigo Ramos y de una señora Juliana Pérez?

DON JOSE.- Porque usted me la pidió.

JUEZ.- Le pedí la suya. Su acta de matrimonio, no la de dos personas que tal


vez ya no existen.

DON JOSE.- Sí existen. Son nuestros vecinos.

JUEZ.- Don José, ¿por qué no me trae un acta de matrimonio con los nombres
de usted y de su mujer?

DON JOSE.- Porque nunca la hemos tenido.

JUEZ.- ¡¡Cómo!!

DON JOSE.- Nunca registramos nuestro matrimonio.

JUEZ.- ¿Qué quiere decir con eso?


DON JOSE.- Que fue un acuerdo privado entre los dos y no fuimos al Registro
Civil.

JUEZ.- Mire, don José, váyase a su casa y no me quite más tiempo.

DON JOSE.- No entiendo su enojo. Doña Cándida y yo éramos muy libres de


ponernos de acuerdo en cualquier asunto y no ofendíamos a nadie.

JUEZ.- ¡Váyase al diablo!

DON JOSE.- ¿Qué quiere usted decir con eso?

JUEZ.- Que doña Cándida y usted son amates y por lo tanto no necesitan
ningún divorcio.

DON JOSE.- ¡Lo que diría doña Cándida si pudiera oírlo! Está usted
equivocado, señor Juez.

JUEZ.- Son amantes todos los que viven unidos sin haber pasado por el
Registro.

DON JOSE.- Usted perdone, pero no es verdad. Doña Cándida y yo llevamos


una vida enteramente matrimonial.

JUEZ.- Don José, no tengo tiempo. . . bueno, explíqueme usted quiénes son
amantes.

DON JOSE.- Son amantes esas personas de vida airada que se reúnen por
casualidad y para satisfacer sus bajas pasiones. Gente sin temor a
Dios y sin consideración para sus semejantes.

JUEZ.- Muy bien. Ahora dígame usted quiénes no son amantes pero viven
juntos y no han registrado su. . . matrimonio.

DON JOSE.- Doña Cándida y yo.

JUEZ.- ¿Quiénes más?

DON JOSE.- Todos los que se hayan conducido tan solemnemente como ella y
yo.

JUEZ.- ¿En qué consistió esa conducta?

DON JOSE.- En primer lugar yo pedí la mano de doña Cándida y me fue


concedida por ella misma porque era huérfana. En segundo lugar
fijamos un día determinado para que ella viniera a vivir conmigo y
llevamos todos sus objetos personales a mi casa a la luz del día, sin
disimulos de ninguna clase. En tercer lugar hicimos un viaje de luna
de miel. En cuarto lugar siempre hemos llevado la vida honesta y
seria de cualquier matrimonio. ¿En qué piensa usted, señor Juez?

JUEZ.- No sé. Pero se me ocurre una cosa. ¿Por qué quiere usted registrar su
separación si no consideró conveniente registrar su unión? Sepárese
usted solemnemente de doña Cándida y asunto terminado.

DON JOSE.- Eso es imposible, señor Juez.

JUEZ.- ¿Por qué?

DON JOSE.- Porque doña Cándida se resiste a vivir en una situación que pueda
dar lugar a confusiones. Es una de esas mujeres definitivas por
naturaleza. Dice que una mujer no puede ser más que soltera, casada
o divorciada y que ella debe tener un sitio en la sociedad. Doña
Cándida es de moral muy estricta y jamás consentiría en ser objeto
de habladurías.

JUEZ.- Me parece muy extraño que después de lo que me cuenta de su. . .


matrimonio. ¿Será sincera?

DON JOSE.- Es tan cierto lo que le cuento que ese es el motivo de nuestro
divorcio. Me resulta desagradable vivir con una mujer tan seria.

JUEZ.- Veo que su problema es tan difícil de solucionar que tal vez el mejor
camino para usted sea acostumbrarse a vivir con doña Cándida.

DON JOSE.- Eso también es imposible. Doña Cándida es insoportable. Es


quisquillosa y está llena de remilgos, todo, según ella, debe hacerse
con rectitud y seriedad, tiene una moral muy estrecha con la que me
atormente continuamente y hasta ha acabado con la mayor parte de
mis viejas amistades por juzgar su conducta con mucha severidad y
sin ocultarlos. Doña Cándida se porta como si siempre fuera el día
del juicio y ella ya tuviera asegurado el cielo.

JUEZ.- Me temo que sólo hasta que ese día haya llegado podrá usted aclarar
este asunto satisfactoriamente.

DON JOSE.- Y ¿mientras, señor?

JUEZ.- Mientras, póngase en manos de otro juez y no omita ningún detalle de


los que me ha dado.

DON JOSE.- Muchas gracias, señor Juez, así lo haré.


“O, would her name were Grace!”

Shakespeare. The winter´s tale.

(Reina. Filiberta.)

REINA.- ¡Cuánto gusto en verte!

BERTA.- El gusto es mío. ¿Qué andas haciendo por aquí?

REINA.- Mee cambié de casa, ahora vivo en un condominio por Insurgentes.

BERTA.- Muy buena zona. ¿Cómo se te ocurrió cambiarte después de vivir


tantos años en el mismo lugar?

REINA.- Agarré miedo de mi vecina.

BERTA.- ¿Cómo?

REINA.- ¿No saber lo que me pasó? Tuve un pleito con mi vecina, doña Mary.

BERTA.- ¡Qué raro! Que yo sepa, esa señora es muy pacífica.

REINA.- Perdóname, pero no es muy pacífica. Bueno, hubo un mal entendido


por cuestión de nombres. Mira, te voy a contar, vamos a sentarnos en
esta banquita. ¿Te acuerdas cómo me llamo?
BERTA.- Reina. Reina Borrega de León.

REINA.- Exacto. Mi nombre no se le olvida a nadie. Bueno, pues cometí un


error, el primero. Me regalaron un loro y se me hizo de lo más
normal ponerle Lorenzo. Sin mala intención. Yo había visto una
película donde el loro se llamaba así. Una película de piratas, ¿te
acuerdas?

BERTA.- Sí, me parece que sí.

REINA.- Y esta señora se lo tomó muy a mal porque su hijo se llama Lorenzo y
yo platicaba mucho con el loro. Como en su casa se oye todo lo que
se dice en la mía. . .

BERTA.- ¿Te reclamó?

REINA.- No. Sólo me dejó de saludar. Y yo tenía razón, porque más mal hizo
ella poniéndole a su hijo nombre de loro que yo al loro el nombre de
su hijo. ¿No te parece?

BERTA.- Pues. . . San Lorenzo es un santo muy prestigiado, protomártir;


además. Ponerle al loro Lorenzo es cosa de protestantes.

REINA.- Los piratas eran protestantes. Cuando bauticé al loro yo pensaba en los
piratas y no en el calendario. Pero eso no fue más que el principio.
Como a las tres semanas me regalaron una perrita que traía el
nombre escrito en su collar y se llamaba Ursula.

BERTA.- Igual que la hija de la señora Mary y que Santa Ursula, de las once mil
vírgenes.

REINA.- Claro, pero yo no me acordaba porque le dicen Chula. Allí fue donde
perdió la cabeza la señora Mary. Me habló por telé fono. Me echó un
párrafo que tenía escrito o muy bien ensayado, de esos que se dicen
sin respirar porque si te callas un momento le das oportunidad de
contestar a la otra persona. Algo así: “Oiga, Reina Borrega, ¿qué está
usted loca? ¿Está usted tan trastocada por su nombres de fiera que ha
decidido ponerle a sus animales nombres de persona? ¿Qué le da
envidia? Ha de ser envidia porque mis hijos se apellidan Robles del
Solar, nombre poético. Y tengo dos antepasados ilustres. Mientras
que su apellido ha de ser traducción de alguna palabra indígena,
porque en las carabelas de Colón y en las naves de Hernán Cortés
puedo jurar que no venía ni un borrego de nombre, ni siquiera de
verdad. ¿Cree usted que voy a soportar que una mujer de apellido
tan incierto caiga en el pecado de llamar a sus animales con el
nombre de los mártires? Reina Borrega, borreguísima, y aunque sea
de León y exista Fray Luis de León a su marido el nombre no le
queda porque es un verdadero chivo, con cuernos y todo. . . “

BERTA.- No es posible.

REINA.- Yo perdí la cabeza y fui a buscar el cuchillo de la cocina pero no lo


encontré.

BERTA.- Afortunadamente. Estarías en la cárcel.

REINA.- Pero encontré las tijeras y las dos fuimos a dar a la delegación. Corrí
con las tijeras en la mano y entré a su casa sin tocar, ¿crees que
todavía estaba prendida en el teléfono? Lo primero que hice fue
cortar el hilo del teléfono. Ella empezó a golpearme con el pedazo
que le quedó en la mano y como yo me defendí gritó y su sirvienta
llamó a la patrulla. Cuado vi a los policías me desmayé y hasta la
delegación no caí en la cuenta de que se me habían perdido las
tijeras. . .

BERTA.- Hubieran podido matarse.

REINA.- ¡Qué va! Esas tijeras no tenían filo, eran de punta redonda, pero
alemanas. Total, que su hijo Lorenzo la fue a sacar y me sacó también
a mí para que no anduviera haciéndome la víctima con las otras
vecinas.

BERTA.- Menos mal.

REINA.- Nos subió a su coche y las dos nos hicimos las dormidas. Luego nos
insultó.

BERTA.- ¿Su hijo?

REINA.- Estaba furioso. Más conmigo que con ella, claro, porque yo no soy su
mamá y no lleva mi sangre. Nos dijo: “Bájense pirañonas”, eso nos
dijo. Después de eso no es posible quedarse viviendo tan cerca. Mi
marido dijo que él no tenía tiempo de pelear con pendejos, ni de
estar sacando madres de la cárcel. A las dos semanas nos cambiamos.

BERTA.- Hicieron bien. Entre vecinos un pleito puede ser gravísimo. Supongo
que allí acabó todo.

REINA.- Sí y no. Me contaron que la famosa Mary tiene ahora una perra que se
llama Reina y yo. . .

BERTA.- ¿Tú qué?


REINA.- Yo tengo una iguana amaestrada que se llama Mary, además del loro y
de la perra, quienes naturalmente siguen llamándose igual. . . No
quise cambiarles el nombre porque si los pobres no entienden, está
de más.

BERTA.- En lo de mudarse estoy de acuerdo, en lo demás. . .

REINA.- Ni modo, no todo el mundo tiene la suerte de llamarse Filiberta, como


tú, Bertita. Mucho gusto, eh. Hasta luego.

“No creas nunca feliz a nadie que


esté pendiente de la felicidad”.

Lucio Aneo Séneca. Cartas a Lucilio.

(Dolores. Alberto Suárez.)

DOLORES.- Aunque usted no me contesta cuando lo saludo, ni habla nunca,


ni parece mirar nada ni a nadie, estoy resuelta a conversar con usted.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- En primer lugar, aunque en vez de estar en la cárcel está usted en


este hospital, no creo que esté loco.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- En segundo lugar, yo sé que me ha mirado y para su vergüenza,


fue desde le día que llegó. Cuando lo trajeron en la camilla
desangrándose, yo estaba presente y sentí que me miraba. No me
horroricé. Ni le tuve lástima.

ALBERTO SUAREZ.- . . .
DOLORES.- No era para tenerle lástima, después de lo que había hecho. Matar
de un tiro a su mujer que era tan bonita y tan buena y que con toda
inocencia cortaba flores en el jardín, sólo porque estaba borracho.
Muy linda historia y excelente recomendación. Claro que luego
intentó suicidarse. . . y no lo logró. Por poco.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- Otras personas sí dan lástima, usted no. A veces, cuando llegan
los heridos las lágrimas se me agolpan, o me asusto. Pero usted es
como aquel faquir que vino a dar una exhibición y puso su tienda en
la plaza principal. Dijo que iba a estar tendido treinta días con la
mano atravesada por un clavo. Muy guapo era ese faquir, pero se
murió del corazón a los veintiocho días. . . Y se murió en serio,
cuando ya todo el pueblo había pagado por verlo. Le hicieron un
monumento muy elegante.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- Usted, como el faquir, también ha tenido su publicidad. No me


diga que no se dio cuenta que le hicieron un corrido que decía:

“Alberto Suárez mató


en el jardín de su casa
a su esposa Mariquita
que nunca le había hecho nada,
que nunca. . . “

No ponga esa cara.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- En un tiempo, la gente nos ofrecía dinero para verlo; ahora ya


pasó usted de moda. Entonces fue cuando se me ocurrió que era una
gran ventaja vivir aquí y poder verlo gratis, señor Suárez. . .

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- .Ahora, que a causa del accidente de verlo más de cerca y le hablo
porque ya estoy en vías de curación y no podré acercarme a usted sin
despertar sospechas. Ya mi madre me previno que es usted loco
furioso. Pero yo no le tengo miedo, señor Suárez. Desde que me cayó
el rayo en el pie comprendí que estaba como blindada y que no
podía hacerme daño nada en el mundo ni siquiera la locura de usted.
Si se le ha ocurrido darme el balazo a mí, en vez de matarme, me
hubiera quemado un mechón de pelo; ya ve que el rayo ni coja me
dejó. Además, hay algo que los dos sabemos por experiencia: morirse
no es tan fácil.
ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- Usted vive para su desgracia, según usted. Yo, por suerte, y he
decidido que para algo muy especial. Desde mi experiencia con el
rayo, todo ha cambiado. Iba a casarme con el hijo del notario, ese
muchacho que venía a verme todas las tardes, pero ya terminé con él.
Ya se murió esa Dolores que pudo haberlo hecho feliz, la mató el
rayo porque era como todo el mundo. Ahora queda la otra, y esa otra
está tan puesta a prueba, tan por encima de la felicidad común y
corriente, que puede aspirar a casarse con usted.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- ¡Se ha puesto usted la mano sobre el corazón! Cuidado, no le vaya


a pasar lo que al faquir, que éste no es el momento.

ALBERDO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- Y tiene usted una lágrima, allí en la orillita. Ya se le corrió: No


llore, señor Suárez, que no me deja pensar con calma.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- Tres años lleva usted aquí metido y según el Juez, aquí se queda
usted otros cuatro. Y eso, porque creen que no está usted bien de la
cabeza. Pero yo no he hecho nada, estoy muy cuerda y casi nunca
salgo de aquí porque ésta es mi casa. Por eso sé que el hospital no es
un lugar tan malo para vivir. Sobre todo si se tienen las cosas que
uno sale a buscar por la calle. Usted podría ayudar a mi padre en la
administración; ya está viejo y usted es contador. Podría ser útil de
muchos modos. Volvería usted a hablar y luego puede que hasta se
riera de vez en cuando.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- También podría casarse conmigo, si se le ofreciera.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- ¿Qué manera es esa de demostrar que está de acuerdo? Nos están
viendo, señor Suárez. Le digo que nos están viendo.

ALBERTO SUAREZ.- . . .

DOLORES.- Así es mejor. De lejos, por ahora. Y de hoy en adelante vivamos


hasta que alguien nos fulmine de un balazo o nos dispare un rayo.
“Flor de dolor que los dolores quita,
¿de dónde la saqué?”

Sófocles. Fragmento.

(Eulalia. Pepita.)

EULALIA.- Me asustó usted, Pepita.

PEPITA.- No veo por qué. . . llevo dos horas esperando que se asome usted al a
ventana a regar sus plantas.

EULALIA.- ¿Qué me quiere?

PEPITA.- Animarla, ahora ya se sabe la noticia.

EULALIA.- ¿Qué noticia?

PEPITA.- Pues que Pedro. . . usted me entiende. No me haga decirlo.

EULALIA.- ¿Por qué no? Si quiere, lo digo yo. Ya se sabe que Pedro me
abandonó para ir a vivir con otra mujer.

PEPITA.- ¡Ay! Y lo dice usted así. . .

EULALIA.- ¿Cómo quiere que lo diga? Lo sabe ya todo el mundo y como es


natural, yo también. . .

PEPITA.- Lo siento tanto. Dígame Eulalia ¿le dio muy mala vida?
EULALIA.- No.

PEPITA.- ¿No? Entonces, ¿cómo le hace esta infamia?

EULALIA.- Pedro es un hombre bueno, cumplido y . . . .muy hermoso.

PEPITA.- Eso último se le nota a las primeras de cambio, ¿pero?. . .

EULALIA.- No me hizo más que vienes. Me dio dinero, buenos tratos y todas
las noches, fervientemente. . .

PEPITA.- Me lo imagino, pero. . . ¿por qué la dejó?

EULALIA.- No me dejó. Yo le dije que se fuera cuando. . . tuve una sospecha.

PEPITA.- ¿Cómo es posible? Usted debía haberlo retenido con trampas, con
mañas, con magia negra.

EULALIA.- No. Nunca.

PEPITA.- ¿Por qué? A un marido pueden hacérsele todas esas cosas.

EULALIA.- ¿Me ve usted bien desde allá abajo, Pepita?

PEPITA.- Sí.

EULALIA.- ¿Cómo soy?

PEPITA.- Pues todavía está usted guapa, aunque hoy está muy pálida, tiene la
piel bonita y sus ojos negros. . .

EULALIA.- Y, ¿sabe cómo me hacía sentir Pedro? Vieja, con arrugas, gorda,
con canas.

PEPITA.- ¿Qué está diciendo usted?

EULALIA.- Yo sentía que siempre había en mí tonos de súplica, aunque nada


le pidiera. . .

PEPITA.- Imaginaciones suyas.

EULALIA.- Y yo lo veía así porque lo amaba. Para mí él era joven siempre.


Vivimos juntos diez años y él siempre tenía veinte, él era cada vez
más desesperadamente hermoso. Por las tardes me sentaba a su lado
y sin quererlo me sorprendía pensando en lo largas que eran sus
pestañas y en lo graciosa que era la forma de sus labios.
PEPITA.- Y lo dejó usted ir.

EULALIA.- Está usted llorando.

PEPITA.- Y usted se está riendo.

EULALIA.- ¿Me estoy riendo?

PEPITA.- Las grandes pérdidas a veces afectan de ese modo.

EULALIA.- No lo sabía. Pero yo soy joven y a veces, me miro desnuda en el


espejo.

PEPITA.- Jesús Santísimo. Y, ¿cierra usted bien la ventana? No la vayan a ver


desde la calle.

EULALIA.- Y me encuentro bella. Como cualquier otra mujer que. . . Y me


miro de cerca la cara y me suelto el cabello. ¡No tengo ni una cana!

PEPITA.- Claro. Por eso es un desastre tan grande que él se haya ido a vivir
con una mujer tan fea y mayor que usted.

EULALIA.- El la quiere. Lo supe un día en que sin saber que yo lo sospechaba


se quejó de sí mismo. Dijo que querría tener más años y ser de
facciones toscas y tener las manos callosas. ¡Todo eso quería para
gustarle a ella!

PEPTIA.- El amor tiene un ojo muy enloquecido.

EULALIA.- Ahora nos vamos entendiendo. Empezó a vestirse mal, no quería


rasurarse, para verse más viejo; a descuidarse. Qué bueno que se fue.

PEPITA.- Ya me imagino que usted no estaría contenta. . . ¡que un hombre tan


guapo se vuelva sucio y descuidado para gustarle a una mujer fea!
Entonces usted lo dejó de querer.

EULALIA. No, Pepita, yo siempre lo quise, sólo que pensaba. . . ¿Qué seré yo
en el mundo para tener que soportar esta situación? En esa cadena de
fealdad y belleza, yo era la última, la que peor se sentía.

PEPITA.- En cambio, la mujer esa. . .

EULALIA.- Ah, ella era la primera.

PEPITA.- Eso debe de ser muy desesperante.

EULALIA.- No, Pepita. Lo peor hubiera sido que él se fuera a vivir con una
mujer hermosa y se dejara querer. ¡Entonces sí lo hubiera defendido!
Porque aquella mujer hermosa y yo hubiéramos sido la misma y mis
dolores no acabarían jamás. . . Alégrese, Pepita. Alégrese por mí y
felicíteme para que tenga éxito en lo que me propongo.

PEPITA.- Lo que yo estoy viendo es que usted es una señora muy complicada
y que no merece que los demás nos impongamos privaciones para
consolarla. . .

EULALIA.- ¿Cuáles privaciones?

PEPITA.- Ya le dije que llevo tres horas de pie junto a su ventana.

EULALIA.- Pues pase usted a sentarse. . .

PEPITA.- No, gracias. ¿Cómo voy a consolarla si lo que usted quiere es que la
feliciten?

EULALIA.- En ese caso. . .

PEPITA.- Pero dígame una cosa. ¿Qué es lo que se propone usted?


EULALIA.- ¡Una gran aventura!

PEPITA.- ¿Qué? ¿Qué va usted a hacer? No será nada que. . .

EULALIA.- Escandaloso, ¿dice usted? No. Nadie se dará cuenta.

PEPITA.- Recompénseme, Eulalia. Dígame qué va usted a hacer. . .

EULALIA.- Voy a reconquistar mi belleza.

PEPITA.- ¿Cómo?

EULALIA.- Voy a reconquistar mis pestañas y el arco grandioso de mi boca, y


la blancura de mi piel y la pequeñez de mi cintura. ¿Qué me dice
usted?

PEPITA.- Que. . . que tenga usted suerte.


“Thou is that dancests, Lord, and thou
that singest the song”.

The gospel of Sri Ramakrishna.

(David. Betsabé.)

BETSABE.- Todavía, señor mío, hallo difícil definir la forma en que me amas,
quizá porque la música es muda en la palabra y muy intensa de
significado.

DAVID.- No hay luna como la de octubre.

BETSABE.- Los grandes mundos de planetas y esferas son silenciosos, pero


durante siglos se les ha atribuido la música. También las flores, aún
las más entregadas y sensibles, son silenciosas, por lo tanto
musicales.

DAVID.- El grillo todo se merece porque canta y más todavía la cigarra, que es
vibración pura; si no fueran pequeñas, quizá no hubieran merecido
distinciones. No brillan como las luciérnagas, por eso tiene voz.

BETSABE.- Mi señor, tú también tienes voz y tu reino perdurará en el tiempo y


de tu brillo nadie podría hablarte con exageraciones.

DAVID.- En cuestión de palabras, prefiero tu silencio a tus excesos.

BETSABE.- Pero yo a veces, sola o acompañada, me lanzo por los aires en busca
de palabras, para decir, nombrar, dejar mí huella en el tiempo que
pasa. Dejar escrito, dicho y repetido lo que hay entre tú y yo.

DAVID.- Yo tengo el harpa.


BETSABE.- Y más que eso, señor. Tienes el don de convertir todo aquello que
tocas en sonido y en canto. En cambio yo. . .

DAVID.- Tú acaricias y besas.

BETSABE.- Igual que todo el mundo.

DAVID.- Es gran fortuna despertar vibraciones.

BETSABE.- No suenan, no cantan. Y a ti no te interesa la palabra.

DAVID.- Se me ha dicho que en el Libro de los Libros ningún rey, ningún


profeta, dejará tanta palabra como yo. Y ni una sola nota. Como ves,
yo viviré en el texto y tú, mujer mía, en la vibración muda.

BETSABE.- Menos que una cigarra. Como una estrella y sin textos, aunque haya
hablado tanto. Yo ya sé cómo me amas, al fin y al cabo, aunque te
eludas, aunque desaproveches mis preguntas y mis respuestas.

DAVID.- Hay sonidos nocturnos y otros que sólo se dan bajo la luz.

BETSABE.- Tú me amos como si fuera le harpa, como si tuviera cuerdas y


resonara. Me afinas, me pules como amorosamente hacen todos los
músicos con las guitarras, las flautas, y el saltero. No dejas en mi
cuerpo una sola partícula de polvo y cuando brill0o y deslumbro, te
deshaces en rituales hasta quedas desnudo; entonces me tocas y
cuando tus dos manos se centran en mi cuerpo, yo casi tengo cuerdas
y registros. Cuando ya te das todo, yo dejo de ser harpa y me
convierto en todo lo que suena: en el agua y el viento, en la
tempestad y en la cigarra.

DAVID.- ¿Sabes lo que es una rapsodia? Tiene tiempos y ritmos diferentes.

BETSABE.- Luego me sueltas y sin salir de tus brazos me lanzas por el aire
como una cometa. Entonces ríes y juegas como niño. Yo floto, recibo
tus miradas, las devuelvo, nos devanamos en un mundo de hilos.
Cuando duermes yo descanso en tu pecho y no me rompes y no me
enredas y no me dejas porque me sueñas. Hablo mucho, David.

DAVID.- Así son los instrumentos de cuerda.

BETSABE.- ¿Y así todos los músicos?

DAVID.- Sin faltar uno. Es una raza extraña, una calaña de resonadores donde
se juntan el oído y el tacto a una sensualidad profunda que les viene
de adentro desde la fuente de su armonía individual y propia. Viene
una frase musical que es luz y movimiento, sale al aire, entra por el
oído, sale de nuevo. Todo es cuerpo, sentidos, emociones, sin que por
ello deje de ser la forma más oculta y más hermosa del puro
pensamiento.

BETSABE.- ¿Y el instrumento, David?

DAVID.- Nada se hace sin él.

BETSABE.- Al instrumento no le pertenecen sus sonidos, son de quien lo tañe,


lo vibra y trastoca.

DAVID.- Betsabé, amada mía, hermana de mi alma pecadora, no digas más y


déjate amar con todo lo que soy y lo que tengo.

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