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La gran estafa de la Filología Clásica (Carlos Martínez)

Como la mayoría de los que nos dedicamos a la enseñanza de lenguas clásicas, estudié los cursos de
latín y griego del bachillerato y, posteriormente, los cinco años de la facultad. No fui mal estudiante, creo que
muy pocos estudiantes de clásicas lo son: casi todos elegimos esta carrera por vocación y dedicamos
muchísimo esfuerzo a la misma, y en mi caso tales esfuerzos se vieron recompensados con un buen
expediente, con bastantes matrículas de honor tanto en lengua latina como griega, y en general pienso que
mis profesores estaban satisfechos conmigo.

No es que trate aquí de presumir. Todo lo contrario. Porque lo cierto es que al terminar la carrera yo
era incapaz de traducir sin diccionario el texto griego o latino más simple, e incluso provisto de diccionario aún
me llevaba un tiempo considerable y el resultado no era siempre el más deseable. Creo que esto es algo común
a la gran mayoría de los licenciados de clásicas, aunque muy pocos se atrevan a confesarlo (como en el cuento
de El traje nuevo del emperador, el que diga la verdad será acusado de ignorante).

Es lo que yo denomino, parafraseando el título de un famoso documental sobre los Sex Pistols: La gran
estafa de la Filología Clásica.

Me refiero a que al empezar a estudiar Clásicas yo pensaba que cuando terminase la carrera dominaría
el latín o el griego con la misma facilidad con que un licenciado de filología inglesa -por ejemplo- domina el
inglés. Es decir: pensaba que al terminar mis estudios sería capaz de poder charlar y escribir en latín, o de
sentarme tranquilamente con mi pipa junto a la chimenea a leer a Platón o a Séneca... y lo cierto es que mi
dominio del latín era menor que el que tiene de inglés cualquier licenciado... ¡de bachillerato!

La verdad es que eso era algo de lo que ya me fui dando cuenta durante la carrera. Creo que fue en
tercero cuando le pregunté a una profesora: "¿Pero algún día llegaremos a poder leer el griego sin tener que
“traducir”?” y ella me contestó: -bueno, eso se consigue después, cuando lleves unos años dando clases?

He hablado de este tema con muchos amigos licenciados como yo y todos comparten la misma
frustración. Y os aseguro que algunos de estos amigos con los que he hablado de ello son estudiantes
brillantísimos, pero todos estamos de acuerdo en sentir una profunda insatisfacción con la competencia
adquirida en la Universidad. La mayoría de ellos -como me pasaba a mí antes- simplemente lo aceptan como
algo fatal: es como si las lenguas clásicas fueran solo accesibles a unos pocos hiperbóreos, grandes gurús de
la filología, mientras que el resto de los mortales nos tenemos con conformar con revolotear alrededor la
morfología y la sintaxis, pero sin poder llegar nunca a dominar las lenguas totalmente.

Lo curioso es que varios de estos compañeros míos, a lo largo de estos años han llegado a dominar
otras lenguas extranjeras -inglés, francés, alemán- con una competencia mucho mayor que la de su supuesta
especialidad y, curiosamente, dedicándoles mucho menos esfuerzo. La respuesta al misterio parece otra vez
relacionada con el mito de los hiperbóreos: está claro que no se puede comparar la complejidad y sutileza de
las lenguas clásicas con la de las modernas, y es por ello que estas son mucho más fáciles de aprender.

Con estas peregrinas ideas, dignas de la élite filológica que pretendemos representar, terminé yo la
carrera y, por casualidades de la vida, al año siguiente fui a parar a Atenas, donde me dediqué a trabajar como
profesor de español lengua extranjera (ELE) y a aprender griego moderno. Mi experiencia en Atenas fue crucial
para mí pues me ayudó a resolver de una forma absolutamente inesperada muchas de las dudas de las que
acabo de hablar respecto a esa sensación de "frustración" que tuve al terminar la carrera.
Tanto mi experiencia como profesor de ELE como la de alumno de griego moderno fueron importantes
en este aspecto. Cuando me contrataron como profesor de español en el Instituto Cervantes, la verdad es que
yo estaba bastante preocupado debido a mi total falta de experiencia y, sobre todo, a cómo sería yo capaz de
dar clase dado que mi conocimiento del griego moderno en aquel entonces era absolutamente nulo. Para mí
enseñar una lengua consistía, fundamentalmente, en enseñar su gramática, y hacer esto sin utilizar la lengua
del alumnado, me parecía imposible. Así se lo hice saber a mi jefe de estudios (con cierto temor, la verdad, de
que eso me costase el recién adquirido puesto), y la respuesta me dejó totalmente perplejo:

- ¿Que no sabes griego moderno? ¡Ni yo tampoco! ¿No pensarás que vas a enseñar español hablando
otra lengua?

Me parecía increíble. Yo insistí con mis dudas: entonces cómo iba a explicar la gramática, el
vocabulario...

- No te preocupes, me dijo. Tu sigue el manual y háblales todo el rato en español; verás como te
entienden.

Parecía como cosa de magia, pero ante mi sorpresa vi que aquello funcionaba. Y lo mismo me sucedía
como alumno en mis clases de griego moderno: en el grupo donde estudiaba la profesora sólo nos hablaba
griego moderno ¡y la entendía perfectamente desde el principio! -y que nadie piense que el haber estudiado
griego clásico me ayudó mucho... como me iba a ayudar, si los estudiantes de clásicas casi no aprendemos
vocabulario-. Lo cierto es que en seis meses de estudiar griego moderno había aprendido más -y con
muchísimo menos esfuerzo- que en siete años de griego clásico.

Alguien podría pensar que esto es normal debido a que, además de las cuatro horas de clase que
recibía cada día, vivía en el país en contacto con griegos. Reconozco que esto es cierto -aunque sigue sin
justificar qué diablos había yo aprendido en mis siete años de griego clásico-, pero hay otro detalle que me
gustaría destacar: mis alumnos de español (que obviamente no estaban todo el día en contacto con españoles)
también avanzaban a una velocidad inmensamente superior a la de cualquier estudiante de clásicas de primer
curso. Lo que, es más: los alumnos de segundo curso habían adquirido una competencia mucho mayor que la
de nuestros licenciados de clásicas. Yo ya había sacado mis propias conclusiones: el problema no estaba en las
lenguas, sino en el método empleado para aprenderlas. Desde aquel momento tuve la absoluta certeza de
que, si durante la carrera me hubiesen enseñado latín o griego con el mismo método con el que yo aprendía
griego moderno o enseñaba español a mis alumnos, al acabar la carrera sí que hubiese podido leer
tranquilamente a Ovidio o Heródoto sin tener que echar mano del diccionario cada cuatro palabras.

Todas estas reflexiones me llevaron a entusiasmarme con la didáctica de las lenguas modernas. Tuve
la ocasión de leer bastante al respecto -la bibliografía científica sobre didáctica de las lenguas modernas es
espectacular- e incluso realicé un máster del Instituto Cervantes sobre el particular.

Según fui profundizando en la materia mis ideas acerca de la necesidad de aplicar los métodos de la
didáctica de lenguas modernas a las clásicas se fue haciendo más firme. Recuerdo que en cierta ocasión asistí
a una conferencia en la que una profesora de ELE hacía un resumen de los distintos métodos de enseñanza de
las lenguas en donde -sin citarnos- describía el que empleamos en clásicas (conocido generalmente como
método de gramática-traducción) y lo ponía como ejemplo claro de cómo no se debe enseñar una lengua.
(Años después descubrí este interesantísimo artículo 'Como NO se enseña latín', donde a cada línea reconocía
mis mismas ideas y experiencias).
Cuando regresé de Grecia la verdad es que no estaba muy seguro de a qué me iba a dedicar. Me
interesaba muchísimo el mundo de la enseñanza del español lengua extranjera, y anduve tanteando las
posibilidades de seguir en él en España o en algún otro país, y en esto estaba cuando me enteré de que salían
oposiciones de griego.

Llevaba tres años sin dedicarme al griego clásico y, sin embargo, era consciente de que entendía los
textos clásicos mucho mejor que cuando terminé la carrera. ¿Por qué? Sencillamente porque ahora dominaba
bastante bien el griego moderno y eso me beneficiaba enormemente en el vocabulario. Al acabar la carrera
no era capaz de entender casi nada de un texto sin diccionario que no hubiese preparado previamente;
después de aprender griego moderno mi caudal léxico era muchísimo mayor, así que me presenté a las
oposiciones y las saqué. Estoy seguro de que la clave estuvo en la traducción sin diccionario.

Mi primera idea al verme profesor de griego -y latín debido a que en la mayoría de centros basta con
un profesor para impartir ambas materias- fue el buscar métodos para poder impartir las lenguas clásicas
como si fuesen modernas. Para mi desesperación no había nada; ni siquiera existía una bibliografía mínima
sobre el tema. La filología clásica se había quedado obsoleta, y así no era de extrañar que nuestras disciplinas
cada vez estuviesen más arrinconadas y casi al borde de la desaparición: todos los estudios de los filólogos
más importantes desde Chomsky que tienen como fruto la renovación de los métodos didácticos de lenguas
extranjeras, son ignorados por los filólogos clásicos. La filología clásica parece vivir de espaldas a los principales
avances de la lingüística general.

La lingüística general actual ha apostado de forma científica e indudable por el enfoque comunicativo
como el mejor y más productivo método de la enseñanza de las lenguas y, sin embargo, en el mundo de la
filología clásica esto es absolutamente ignorado. Cuando en filología clásica se habla de "métodos modernos"
en lo que se piensa es en aplicaciones informáticas con paradigmas que hay que rellenar en el ordenador o
análisis sintácticos realizados con ayuda de un retroproyector. En mi opinión todo esto solo demuestra lo atrás
que nos hemos quedado respecto a los avances reales y científicos de la filología. Una pena que los que
presumíamos de ser la vanguardia y la élite de los estudios filológicos nos hayamos quedado casi un siglo atrás
de nuestros colegas de las filologías modernas.

Finalmente, y tras mucho buscar, encontré algunos materiales interesantes y que realmente
proponían metodologías distintas de la tradicional (y me refiero a metodologías didácticas basadas en
fundamentos científicos, porque insisto en que cambiar el libro y la cuartilla por un ordenador o un video para
seguir enseñando listas de paradigmas no es proponer una metodología distinta). Todo ello me valió para
hacerme un cuadro de los distintos métodos -incluyendo el tradicional- con los que se enseñan las lenguas
clásicas en la actualidad.

En los últimos tres cursos he trabajado en clase con el método del profesor H.H. Ørberg y estoy
enormemente satisfecho de los resultados obtenidos: lo único que lamento es no tener un año más de
bachillerato para poder trabajar con este método, pues creo que, si lo tuviésemos, podríamos presumir, como
el profesor Luigi Miraglia, de tener alumnos de bachillerato capaces de "leer páginas enteras de Livio o de
Cicerón sin esfuerzo, comprender el significado de ellos palabra por palabra, saber repetir su contenido en un
buen latín y superar incluso a licenciados en Clásicas en traducir a simple vista".

La situación del griego, sin embargo, es bastante distinta: no hay ningún manual que aplique el método
inductivo-contextual (y mucho menos el comunicativo). Cuando descubrí y me enamoré del método de
Ørberg, vi que en la web de la misma academia italiana donde lo conocí (Vivarium novum, dirigida por el citado
profesor Luigi Miraglia), recomendaban un método similar para griego llamado Athénaze.
Conseguí la edición inglesa del mismo y con gran entusiasmo me dediqué a estudiarlo, pero en seguida
me llevé una gran decepción al ver que el texto de Athénaze incumplía lo que, en mi opinión, es la clave del
éxito del método de Ørberg: el enfoque inductivo-contextual. En el método Orberg, como ya se ha explicado,
cada palabra nueva, cada elemento gramatical nuevo, puede ser deducido por el alumno en el mismo texto
(regla de i+1), mientras que el método Athénaze presenta continuamente vocabulario y elementos
gramaticales nuevos que el alumno no es capaz de deducir si no se los explican previamente (es decir: para
entender el texto tiene que memorizar o consultar un vocabulario adjunto; para entender la gramática el
profesor tiene que explicarle los conceptos nuevos que van a aparecer).

He tenido ocasión de ver la edición que Miraglia ha hecho del Athénaze y aunque no lo he podido leer
a fondo, algunos colegas me aseguran que los resultados merecen la pena. Desde el punto de vista tipográfico
y de presentación se parece mucho al método de Ørberg, desde luego, aunque el que el texto griego sea el de
Balme (autor de la edición inglesa original) que no tiene un enfoque inductivo-contextual, me hace dudar un
poco de la eficacia del manual.

Sin embargo, Miraglia trata de suplir las carencias del texto mediante una enorme cantidad de
ejercicios que ayudan a la asimilación del texto y la gramática de forma más inductiva. En cualquier caso, todos
esperamos con impaciencia que los profesores de culturaclasica.com, que tanto han contribuido a la difusión
del Ørberg en España, consigan también publicar la traducción de la edición italiana del Athénaze, y lo
podamos probar en las aulas.
Cómo (no) se enseña el latín (Luigi Miraglia)
PARS DESTRVENS

“El método adoptado en los centros italianos para enseñar las lenguas clásicas es el más dificultoso y
el menos productivo; es poco útil para llegar a conocer la lengua, y es menos útil aún para conocer el espíritu
literario; en la base de este fracaso se encuentran dos errores de fondo: el primero, más grave y más frecuente,
y por tanto del que se escuchan más lamentaciones, consiste en empezar inmediatamente con la enseñanza
sistemática de la gramática para iniciarse en el conocimiento de la lengua, y en continuar luego insistiendo en
ello como si en el aprendizaje de sus reglas y en el ejercicio repetitivo para aplicarlas consistiera toda la razón
de ser del estudio de la lengua, o incluso la esencia misma de la lengua. El otro error, también frecuente, pero
menos generalizado, consiste en ampliar, más allá de los conocimientos y necesidades propios de la enseñanza
secundaria, la erudición filológica y el análisis gramatical, morfológico y sintáctico, de la palabra, de la frase,
del período, de manera que la palabra per se se convierta en el objetivo principal de la instrucción lingüística”.

Parecería la declaración subversiva de un rerum novarum studiosus, y en respuesta a ello ya se reúne


el compacto coro de los laudatores temporis acti, prontos a jurar que en su época todos los estudiantes
conocían a la perfección el latín y el griego, que el problema está únicamente en haber eliminado el estudio
de la lengua de Roma en la Escuela Media, que luego, por otra parte, ya se sabe, estos muchachos de hoy no
quieren hacer nada, que la gramática y la sintaxis son cosas serias, el gimnasio de la mente, la disciplina del
análisis y de la síntesis, que sólo se llegan a dominar tras el duro ejercicio de aquel que se dedica ello horas y
horas cada día. Pero por desgracia para ellos, no se trata de la declaración hecha antes de ayer por uno de los
secuaces del idolum fori de la renovación. Son, bien al contrario, los resultados de la encuesta realizada por la
Comisión Real para la ordenación de los estudios secundarios de Italia en el ya lejano 1909. Nada,
absolutamente nada, ha cambiado desde entonces, excepto que, precisamente, la situación ha empeorado
aún más, porque los ocho años de estudio del latín (¡ocho años! Cuando para aprender el japonés o el finlandés
basta con cuatro, y cualquier muchacho de inteligencia media que asista al Goethe Institut aprende
perfectamente el alemán en dos o tres años) se han reducido a cinco, y los chicos de hoy, como sostiene Peter
Wülfing, ya no son –y no por culpa suya– “aspirantes hambrientos de cultura” que vengan “por propia
voluntad a la ventanilla de la distribución del material”, sino que “nuestros bienes de información, para
continuar con la metáfora económica, tienen que ser anunciados, ofrecidos, llevados a casa por publicistas y
representantes externos”. Asimismo, al final del más reciente congreso sobre la didáctica de las lenguas
clásicas en los países de la CEE, celebrado en 1963 –¡hace nada menos que 33 años! – se llegó a la conclusión
unánime de que “el joven estudiante de latín se enfrenta a análisis y abstracciones superiores a los de su
propia lengua materna. En estos estudios se desarrolla todo, como si la psicología moderna y la pedagogía
experimental no existieran todavía”.

Hace algunos años tuve la gran suerte de asistir a una conferencia pronunciada en el Instituto Italiano
para los Estudios Filosóficos de Nápoles por el nunca suficientemente llorado Luigi Firpo. Cuando nos
disponemos a verificar las competencias de nuestros alumnos de instituto, decía más o menos Firpo, nos
encontramos en la misma situación que un directivo de una empresa que, necesitando una secretaria que
sepa inglés, publica un anuncio en el periódico. Al día siguiente se le presenta una señorita, que sostiene –
avalando con documentos su declaración– haber estudiado el inglés durante cinco años, haber asistido a clases
de inglés unas cinco horas a la semana, y haber estudiado esa lengua en casa una hora durante todos esos
años. El industrial, contentísimo, está seguro de haber encontrado una experta, que domina realmente el
londinense como su propia lengua materna. Así que, sólo por el gusto de escuchar la pronunciación británica,
que imagina perfecta, le pide a la simpática señorita que hable un poco en inglés. Aquella, por toda respuesta,
indignada, lo mira como a un bicho raro, y con cierto aire de irritación sostiene resueltamente que ella no ha
oído jamás decir, en sus cinco años de estudio, que se pueda llegar al nivel de poder hablar un buen inglés, si
uno no ha nacido en Inglaterra. “Perdóneme, señorita –replica el potencial patrono– ¿pero si estuviese aquí
un inglés para hablar con nosotros, usted podría hacerme de intérprete y traducirme sus palabras?” “¡Ni lo
sueñe! ¿Pero no se da cuenta que sus exigencias son inverosímiles?” “¿Sabe escribir cartas en inglés?” “¡En
absoluto! Sería una operación incorrecta, que daría lugar a una lengua artificial, tachada de extraña por los
hablantes nativos.” “¿Pero sabrá por lo menos leerme un texto en inglés?” “¡No, no y no! La traducción es un
trabajo exigente, difícil, que requiere ponderación, análisis de cada palabra, atención detallada y una revisión
minuciosa...” “Bueno, en fin, señorita, ¿me quiere decir que es lo que sabe hacer usted?” “Lo que me han
enseñado: si usted me da un texto de una decena –una docena como máximo– de líneas y no excesivamente
difícil, me concede al menos un par de horas, me proporciona un buen diccionario en el que haya un
considerable número de ejemplos, entre los cuales yo pueda encontrar al menos un par de frases para traducir
directamente, y tiene la suficiente tolerancia para aceptar tres o cuatro errorcetes, estaré en disposición de
traducirle el texto. ¡En nuestra escuela eso era lo que se entendía por ‘saber inglés’!”.

Esta anécdota, narrada con la incisiva lucidez que caracterizaba la lengua de Firpo, se me ha quedado
grabada en la mente de manera indeleble. La señorita habría quizás podido añadir que era capaz de indicar
cada uno de los complementos y de las proposiciones contenidas en texto que se le proponía. Porque, como
sostiene Mandruzzato, “el estudiante se comportará en el mundo clásico como el extranjero que supiera
muchas reglas que los italianos ignoran y prácticamente ninguna palabra de italiano, y no pidiera pane, sino
un sustantivo terminado en –e con el plural en –i3”.

Y que no parezca una exageración: el fango de una gramática imbécil, como la llamaba Giambattista
Pighi, uno de los más grandes latinistas de este siglo, el análisis lógico grosero y torpe que lamentaba Pasquali
se extiende todavía, como en los tiempos de Pascoli, “como una sombra sobre las flores del pensamiento
antiguo y las pone mustias”.

¿Cómo se sigue estudiando todavía el latín? Se parte de la morfología, tras haber perdido un par de
semanas explicando (?) el alfabeto, la pronunciación (generalmente sin ninguna alusión a la clásica, che,
volentibus nolentibus nobis, ha sido adoptada por la casi totalidad de los europeos), y las reglas del acento
(que se basan fundamentalmente en la cantidad de la penúltima sílaba: pero como docentes y discentes
corrientemente no saben si esta es larga o breve, los errores en la lectura, perpetrados en todos los niveles,
desde el instituto a la universidad, siguen horrorizando a quien tenga un mínimo de oído entrenado en la
escucha de la lengua pronunciada correctamente); se comienza a estudiar así, ex abrupto, el sistema de los
casos, como si se tratase de la cosa más fácil del mundo, y se estudian todos a la vez; es más, a decir verdad
se estudian incluso los casos inexistentes, como el vocativo, que podría muy bien ser considerado una
excepción de la segunda declinación. Tras aprender de memoria la primera declinación –esa cosa extraña, de
la que el muchacho no había escuchado jamás hablar antes, y que le resulta completamente ajena– se le dan
seis, siete, diez como máximo de gran interés por su contenido, como por ejemplo “Las esclavas llevan rosas
y violetas a los altares de Diana y de Atenea”, o bien “La sabiduría y la laboriosidad de los habitantes son la
gloria de Gracia”, sin relación de ninguna clase entre ellas, luego se pasa a estudiar las “excepciones”, y vamos
con la segunda declinación; mismo procedimiento; tercer capítulo: “De los adjetivos de la primera clase, o
cómo aprender a confundirse declinando en horizontal lo que se ha aprendido hasta ahora en vertical”; cuarto
capítulo: “La tercera declinación, o cómo hacer difícil lo fácil”. En este punto el muchacho se ha rendido ya, y
se ha convencido de que el latín no ha sido nunca una lengua: se trata de un mero ejercicio sin sentido,
desesperante y frustrante, en el que uno pasa horas y horas aprendiendo de memoria esquemas y cuadros
gramaticales, para jugar después a un rompecabezas propio de la revista Settimana Enigmistica*, con la leve
diferencia de que, si no se llega a resolver la charada, te plantan un insuficiente y la patente de torpe en cuya
distribución el enseñante no da muestras de tacañería. Se considera inteligentes y agudos a aquellos alumnos
bien preparados que aprenden de memoria que ravis, ravis significa “ronquera” y termina en -im en acusativo
y en -i en ablativo, o buris, buris “la mancera (del arado)”, y así una retahíla de nombres que no volverá a
encontrarse jamás más que en su librito de ejercicios; y son tildados de profundos aquellos que se fascinan
con una lengua que se les presenta mediante la traducción de frases como aquella que nos comunica la
interesantísima información de que “los yernos ararán las tierras de los suegros”, y cosas por el estilo.

Cuando se pasa a la sintaxis –como si, por otro lado, existiera realmente la posibilidad de escindir la
morfología de la sintaxis– la situación empeora irremediablemente. El muchacho aprende, una tras otra,
construcciones, listas de verbos, estructuras, maneras de formar las proposiciones, que va olvidando con la
misma regularidad, en el mejor de los casos a la semana siguiente, porque, excepto en las pocas frases (de
seis a diez) que se le asignen para casa en esta ocasión, ya no tendrá la oportunidad de encontrar ningún otro
ejemplo de lo mismo, si no es por pura casualidad y transcurrido demasiado tiempo. Aprende un montón de
cosas inútiles para la comprensión del texto, y que sólo le servirían para las ya –menos mal– desaparecidas
traducciones del italiano al latín (“cómo se traduce el verbo fare seguido de infinitivo”; “verbos fraseológicos
que se suprimen en latín”, “cómo se pasa a latín la idea del futuro perfecto en una proposición subordinada”,
etc.), comienza a infectarse de aquella coniunctiitis professoria que, como decía Pasquali, hace estragos entre
los docentes italianos “más que si se tratara del tracoma en las más sucias aldeas árabes” y tiene como
consecuencia “que Cicerón en Italia no sería capaz quizás de aprobar la maturità classica”. El resultado de todo
este proceso didáctico re reduce a que al chico no le queda nada de la enseñanza del latín –y mucho menos
del griego, donde los desastres son aún peores– excepto un odio feroz y vatiniano contra una disciplina que
lo ha atormentado durante años sin haber podido jamás disfrutar del placer de leer correctamente una página
no ya de Cicerón, sino ni siquiera del banalísimo Eutropio. Imaginemos qué sucedería en un conservatorio
cualquiera, si durante años y años se estudiara sólo solfeo y teoría musical, y no se tuviera nunca la ocasión
de escuchar un fragmento de Bach, de Beethoven, de Mozart, de Vivaldi: piénsese en qué amor se podría
infundir en los jóvenes aspirantes a músicos, si se les prohibiese sin más ni más reproducir, tocándolas, las
obras clásicas, o si se eliminase completamente la cátedra de Composición Musical. No hay duda de que
obtendríamos el mismo resultado que se alcanza cada día en nuestras clases de latín: repugnancia, odio,
aversión por la materia ante la puerta de acceso al santuario de la cual, como decía Bally, se ha desparramado
una impresionante cantidad de trampas, de fosos, de barreras, y cada línea de cuyo estudio “ocultaba una
trampa gramatical y costó un esfuerzo y provocó un bostezo”.

Paradójicamente sucede que aquellos que no han tenido jamás las desgracias de estudiar latín en
nuestros institutos gozan de una gran ventaja respecto a quienes han padecido durante cinco años el tormento
gramatical de la escuela. Este dato desconcertante y desmoralizante, que he tenido ocasión de verificar yo
mismo muchas veces, me ha sido confirmado ampliamente por varias experiencias efectuadas por otros en el
ámbito extraescolar o en el universitario. Resulta ejemplar entre todas ellas la experimentación didáctica
llevada a cabo por la Universidad de Pau, en la Francia meridional –donde la situación se diferencia poco de la
italiana– dirigida por el Prof. Claude Fievet: transcurridos unos pocos meses de curso los alumnos que no
habían estudiado latín en el instituto demostraban unas competencias lingüísticas y una capacidad de
comprensión de los textos netamente superior a la de aquellos que habían estudiado la lengua de Roma con
métodos tradicionales8. Muchas son las causas que pueden explicar este fenómeno, que a nuestro entender
demuestra la absoluta inadecuación de las estrategias didácticas usadas actualmente en nuestros liceos por
una grandísima mayoría de los enseñantes. La primera de ellas es un mayor interés –que se traduce pronto en
amor– hacia una lengua a la que se considera portadora de valores universales, paladina de contenidos
culturales, llave de acceso a tesoros sin fin, comenzando por los códices antiguos y terminando en las
enigmáticas estelas que cubren nuestras ciudades casi por todas partes, y a las que se imagina como
reveladoras de arcana sabiduría. En el imaginario colectivo, en efecto, no ha perdido todavía su embeleso de
lengua de la sabiduría y de la ciencia europea: papel que ha desempeñado efectivamente en los siglos que van
desde el final del Imperio Romano hasta la afirmación de los espíritus nacionalistas con el Romanticismo. En
segundo lugar, quien no ha sufrido el alud pútrido de preceptos morfológicos y sintácticos que sumerge y
sofoca a nuestros estudiantes de instituto tiene una mayor facilidad para aprender latín como lengua, al tratar
sin más de comprender el significado de los textos que se le ponen ante la vista, sin atormentarse demasiado
preguntándose constantemente por las “reglas” y por las “excepciones” correspondientes en cuyo bosque hay
que desenvolverse: quien ha seguido normalmente los estudios del instituto, ante un pasaje como His rebus
constitutis, Caesar maturat ab Vrbe proficisci, no sabe decir más que en el primer miembro se trata de un
“ablativo absoluto” que con el participio pasado se puede construir sólo con los verbos deponentes
intransitivos y con los transitivos activos, y, quizás, que proficisci es un verbo deponente usado aquí en
infinitivo. Por el contrario, el que no ha sufrido jamás esta deformación mental, según la cual todo es regla
gramatical y nada más, tratará de comprender el sentido de la oración en su conjunto, y captará que César se
marcha con una cierta prisa de Roma, tras haber tomado ciertas decisiones. Un último factor que influye no
poco en éxito en el aprendizaje de la lengua de quien no la ha estudiado nunca en el instituto es por supuesto
un miedo menor a equivocarse, a cometer el “error” al que la cultura escolar confiere el valor sacro y
sobrenatural del tremendum. “Se podría decir que en Italia solamente se es calvinista en lo que se refiere a las
lenguas clásicas –escribe también Madruzzato–. No se valora al estudiante por lo que sabe, sino que se lo
desprecia por lo que no sabe; y, a pesar del método con que ha estudiado, sabe a menudo mucho9”.

Ante esta dolorosa situación, las actitudes adoptadas por los que se ocupan de la didáctica, incluso a
nivel directivo, son a menudo desconcertantes. En efecto, de una parte, se continúa insistiendo en la necesidad
de formar a los alumnos para que dominen de la mejor manera posible el arte de la traducción. Es más, hay
quienes sostienen que es precisamente en la consecución de esta téchne donde radicaría toda la utilidad de
la enseñanza del latín, que asume de este modo el mero valor instrumental de un ejercicio encaminado a
profundizar en los conocimientos y a mejorar las competencias de la propia lengua materna, porque “el
traductor pone a prueba la que debe ser su mejor destreza: el conocimiento del vocabulario y de la sintaxis de
la lengua de destino”. Ahora bien, si por un lado se nos pregunta por qué esforzarse precisamente en una
traducción del latín y no de una cualquiera de las lenguas modernas, tal vez más útiles con fines pragmáticos
–no considerando nosotros suficiente la justificación según la cual “en el caso del latín el mundo de los otros
es aquel en el que se hunden muchas raíces del propio” y por tanto se tendría solamente “un factor de utilidad
cognoscitiva más” respecto a las otras lenguas– por el otro, nos quedamos pasmados al descubrir que se suele
sostener bastante a las claras que la finalidad de la enseñanza del latín no es en absoluto aprender a leer y
comprender la lengua de Roma y de la cultura europea, sino casi exclusivamente la de perfeccionar el propio
conocimiento del italiano: y ello no a través de una profundización histórica del núcleo semántico de las
palabras y de la estructura sintáctica del discurso, sino mediante la buena traslación del pensamiento desde
la lengua de partida a la de llegada, que cualquier traducción comporta necesariamente.

Por otro lado, hay no obstante que considerar que lo que los muchachos hacen en nuestros centros
hasta hoy no es en absoluto un ejercicio de traducción. Se parece más bien a una operación fatigosa y
probabilística de desciframiento, semejante a la de Champollion cuando trataba de leer los jeroglíficos de la
Piedra de Rossetta. “El estudiante, el único desdichado para el que el latín es una obligación, tiene su gran
prueba en la traducción en clase. Es el día del diccionario (...) Durante toda la prueba se ve compelido
frenéticamente. Gran parte del tiempo no la dedica a la docena de líneas del texto propuesto, sino a la
malversación del diccionario, ya hojeándolo febrilmente, ya examinando las densísimas columnitas de vanas
sugerencias. ¿Qué busca sobre todo en éste el estudiante? Busca la “frase”. Y a veces la encuentra, exultante,
pero por lo general debe contentarse con sucedáneos traidores. Los ejemplos, traducidos de antemano y
confusamente, lo dejan perplejo. No piensa que la verdadera frase, el ejemplo más en consonancia con el
contexto, es precisamente aquel que tiene delante de los ojos, en el texto que está traduciendo”.En realidad,
si es verdad, como lo es, que, según la definición de Martinet, la traducción es siempre un acto de reflexión
de las frases de la proposición entera, que de una lengua A es vehiculada y trasvasada, una vez reformulada,
a la lengua B, nuestros alumnos realizan una operación absurda, que en una buena mayoría de los casos no
tiene ningún derecho a que se la llame “traducción”. En efecto éstos deberían comprender antes de traducir:
inverosímilmente, por el contrario, casi todos, y casi siempre, traducen para comprender, y no comprenden
para traducir. ¿Cuál es el motivo de esta deformación? La absoluta ignorancia del léxico, debido a la cual el
chico no sabe colocar las palabras en el contexto, porque, no conociendo en la práctica ningún vocablo y presa
del sacro terror de los “falsos amigos” infundido sin parar por sus profesores, no tiene absolutamente idea
alguna del mosaico dentro del cual colocar su tesela. De las monstruosidades que se derivan de semejante
absurdo y estúpido ejercicio parecen jactarse los profesores, sacando a colación en las conversaciones entre
amigos el muestrario personal de las frases sin sentido y de los errores cometidos por los propios alumnos.

La situación, por la que estamos emitiendo estos lamentos sólo para poder proponer una posible
solución, ha golpeado ya en un círculo vicioso a muchas generaciones, hasta el punto de tener nosotros hoy
que constatar con dolor que la ignorancia del latín se ha extendido, como una balsa de aceite, por todos los
niveles, y que en nuestros libros de texto están presentes gravísimas faltas; errores –y ahora sí auténticamente
errores– cometidos imperdonablemente por quienes deberían enseñar el latín. Entre el infinito número del
que se podrían sacar ejemplos, me quedo sólo con estos dos: el primero tomado de un texto para el bienio,
en el que se proponen versiones plagadas de frases de este tipo: qui sine peccato est, primam lapidem in illam
mittebit, corrección poco afortunada del evangélico primus in illam lapidem mittat, propuesta a los muchachos
que no han “estudiado” aún el subjuntivo. El segundo ejemplo lo tomo de una antología de clásicos muy
difundida, que recrea la frase de la carta XXVIII de Séneca, en la que el filósofo romano, exhortando a Lucilio
al cosmopolitismo, dice: quod –esto es, el hecho de no haber nacido para quedarse en un solo rinconcillo, sino
para considerar a todo el mundo como la propia patria– si liqueret tibi, non admirareris nihil adiuvari te
regionum varietatibus, in quas subinde priorum taedio migras; prima enim quaeque placuisset, si omnem tuam
crederes”. Tal expresión, que quiere decir simplemente que al joven Lucilio, una vez comprendido el valor de
ser ciudadano del mundo, le agradaría la primera tierra que hubiera encontrado, si hubiera pensado que cada
región podía ser considerada como suya, es traducida escandalosamente por los autores del texto en una
nota, y propuesta a los alumnos en estos términos: “la primera (visitada) en efecto te agradaría, si tú la
consideraras tu patria” (omnem tuam = liter. toda tuya). Escandalosa, lo repetimos, nos parece esta
traducción, no solo por motivos gramaticales –incluso los pequeños de “quarto ginnasio” saben que, no
obstante el cesariano Gallia omnis y de sus imitaciones, en el noventa por ciento de los casos omnis se
distingue de totus y universus precisamente por el hecho de que el primero indica un todo fraccionado,
mientras los segundos significan un todo completo: omnis vir = ‘todo hombre’, cada hombre; totus vir = ‘el
hombre todo/completo’– pero también y sobre todo por el equívoco del pensamiento, que parece casi atribuir
a Séneca un deseo hegemónico sobre el territorio de residencia, y no refleja ya el espléndido concepto según
el cual para el verdadero filósofo cualquier lugar es su patria.
De cualquier modo, en la mayor parte de los casos, incluso a nivel programático, parece que se nos está
orientando a dare manus victas, respecto al problema lingüístico –en el sentido de que son también pocos,
rarae aves in terris, los que creen que los alumnos puedan aprender a leer y a comprender con soltura los
textos clásicos, al menos en prosa– para lanzarse todos al estudio de la “civilización”, dando de lado al
aprendizaje del latín a favor de aquellas disciplinas que los anglosajones llaman Classics, en las que se
considera a la lengua un instrumento subsidiario de no excesiva importancia, bastando para conseguir este
objetivo el uso de las mejores traducciones, como mucho con el texto original al lado. Ésta parece ser, leyendo
entre líneas, la orientación de las formulaciones más recientes de los programas Brocca.

¿PARA QUÉ SIRVE EL LATÍN?

Se puede comenzar a formular un proyecto didáctico, en el caso en que se tenga bien clara delante de
uno la meta a la que se quiere llegar al término del proceso. Esta meta está condicionada naturalmente por la
cuestión fundamental relativa a la utilidad de la disciplina cuyo estudio se emprende, o, mejor aún, a por qué
se debe estudiar una determinada materia. En el caso del latín se ha abierto una vexata quaestio que ha visto
poner sobre la mesa las justificaciones más inverosímiles. Ya antes hemos analizado algunas; otras tritae
opiniones son aquellas que quieren que el latín sea un ejercicio de lógica, una gimnasia mental, que mejora la
comprensión del propio idioma, de la gramática, facilita el aprendizaje de las lenguas romances, surte de
conocimientos históricos, contribuye a la adquisición de métodos y principios, es imprescindible para leer los
tesoros de la literatura latina clásica, que es la base de nuestra civilización. Todos, unos más, otros menos,
resultan motivos más bien válidos, aunque ninguno por sí solo puede constituir la razón de la persistencia de
una enseñanza que en los institutos italianos ocupa unas 4 o 5 horas semanales de clase. El argumento más
débil es aquel que consideraría al latín un instrumento único para el refuerzo de las capacidades lógicas,
cuando no sólo otras lenguas modernas –el alemán, por ejemplo– podría surtir el mismo efecto, sino que, en
el caso de que fuera ésta la finalidad de su enseñanza, se podrían sustituir las horas de latín con horas de lógica
formal o de lógica matemática. Más convincente nos parece la argumentación de quienes sostienen que, no
teniendo ninguna finalidad práctica, el latín enseña a los muchachos el valor del otium entendido a la manera
clásica como scholé, o sea como estudio que posee en sí mismo los motivos de su pervivencia, sin estar
subordinado a una ulterior finalidad pragmático-utilitarista. Pero incluso en este caso, si alguien dijera con
elegancia que el latín “no sirve para nada: como Mozart”, se le podría preguntar para qué estudiar la lengua
“muerta” de Roma, en lugar de modulaciones sinfónicas llenas de armonía.

Raramente, y jamás desde las sedes institucionales, se escucha formular la que resulta la explicación
más obvia: al latín se le ha reservado un puesto de honor entre las materias estudiadas en nuestros institutos,
no sólo por la prestancia de su literatura clásica: subrayaba Mandruzzato oportunamente cómo “hay que
envidiar a los griegos modernos e incluso, en otro sentido, a los judíos y a los indios, cuyas lenguas madre son
más generosas en dones. Séneca no es Platón, Horacio no es Píndaro, Virgilio no es Homero (...). Pero el latín
va más allá; su imperio político ha creado también un imperio cultural muy superior al griego; durante un
milenio y medio el latín ha sido, de las dos, la primera de las lenguas de la cultura y por suerte se pueden leer
pensadores y científicos de los siglos más recientes en un latín universal que resulta para nosotros sin
comparación más accesible que para un finlandés o un alemán”. Este es el verdadero motivo: quien no conoce
el latín queda excluido de casi toda la transmisión cultural europea en el curso de los siglos en todos los
campos, desde el derecho a la filosofía, de la medicina a la física, de las ciencias naturales a la teología. De la
mayor parte de las obras escritas en un latín vivo en cuanto a léxico y fraseología, “muerto”, es decir fijado
para siempre en las formas gramaticales de la tradición clásica, en cuanto a morfosintaxis, no existe traducción
alguna; y quien ignora la lengua universal que, precisamente en sus estructuras inmutables, daba garantía de
eternidad y permitía la institución de una respublica litteraria en la que se podía dialogar al menos por escrito
sincrónica y diacrónicamente rompiendo los estrechos diques del propio tiempo y los apretados confines de
la propia nación; quien ignora esa lengua, decíamos, está condenado a no conocer jamás las raíces profundas
de cualquier campo de que se ocupe.

Por otro lado, en el caso de que existieran incluso versiones en lenguas modernas de la inmensa
producción medio y neolatina, quien se acercara a ella a través de las traducciones, me parecería semejante
a aquel que, no disponiendo de la llave de un cofre que encerrase tesoros valiosos, se conformara con ver su
contenido en fotografía; así como los partidarios, incluso a nivel ministerial, del estudio de la literatura latina
y griega en traducciones no consiguen que no me acuerde del personaje de una famosa cancioncilla napolitana
de Libero Bovio, el cual, no teniendo dinero suficiente, sostenía que iba todos los días al famoso restaurante
Giuseppone a Mare, no para comer, sino para respirar sus aromas.

EL MÉTODO “NATURAL”

Ya S. Agustín alababa el método “natural”, con el que había aprendido el latín sine ullo metu atque
cruciatu, inter etiam blandimenta nutricum et ioca arridentium et laetitias alludentium: casi como en un juego,
en fin, entre quien lo halagaba y quien bromeaba con él en medio de risas. Lamentaba, por otro lado, el modo
odioso y coercitivo con el que se le había enseñado la lengua griega, por la que –no de un modo diferente al
de nuestros alumnos de instituto– sentía una feroz aversión. Analizando de nuevo esta doble experiencia
infantil suya, Agustín no sentía la menor duda al afirmar que en cuestiones de aprendizaje tiene mayor valor
la libera curiositas de cuanto pueda tener la meticulosa necessitas.

Pero, en realidad, el problema del método en cuanto tal comienza a plantearse con urgente insistencia
en el clima cultural y espiritual del Renacimiento. Precisamente los humanistas, que de una parte habían
favorecido una restricción del uso del latín a un ámbito estrictamente elitista con su insistencia en los modelos
clásicos, consideraron urgente la exigencia de salir de los modelos puramente gramaticales de Donato y
Prisciano, para seguir el precepto horaciano de respicere exemplar vitae y vivas hinc deducere voces. Erasmo
escribió los Colloquia familiaria, que publicó en 1518, en los que conducía a los jóvenes estudiantes desde
unos muy simples dialoguillos infantiles relativos al mundo cotidiano hasta discusiones más profundas y
difíciles por su contenido y por su forma sintáctico-léxica. No fue ni el primero ni el último en emprender este
camino: entre muchísimos otros vale la pena recordar a Poliziano, que enseñaba sus latinajos al jovencísimo
Piero de’ Medici, con frases breves, croniquillas del día, narraciones pequeñas y muy sencillas; a Vives, autor
de enorme éxito con las Exercitationes linguae Latinae, serie de diálogos sobre todas las situaciones de la vida
cotidiana, usado en los seminarios hasta los años cuarenta de este siglo; a Corderio que, invitado por Calvino
a dirigir el Collegium Rivense de Ginebra, escribió cuatro libros Colloquiorum scholasticorum ad pueros in
Latino sermone exercendos; a Melanchton, el “preceptor de Alemania”, brazo derecho de Lutero, que no se
cansaba de inculcar el uso del método vivo en las escuelas; a los jesuitas; y más que ninguno a Comenio, genial
glotodidacta, que anticipó en varios siglos los que hoy son considerados los puntos fuertes de la
psicopedagogía de las lenguas: el “realismo” y la fusión de “palabras y cosas”, la necesidad de ir más allá de la
pedantería asfixiante, el método cíclico, la vivacidad, el uso de imágenes unidas al texto: suyo es el Orbis
sensualium pictus, en el que el vocabulario latino se enseña mediante una serie de ilustraciones, que para su
época resultaban una absoluta novedad de extraordinaria eficacia. También Locke recomendaba, en sus
Reflexiones en torno a la educación, enseñar el latín not by rules or art, no con reglas, sino sin otra regla que
la de su memorización y la de acostumbrarse a hablarlo (no other rule... but his memory, and the habit of
speaking). A este coro sobre el que hemos pasado a vuelo de pájaro no faltaron en los siglos siguientes las
voces de Goffredo Herder, de Rosmini, de Pascoli. Todos insistiendo de la necesidad de partir de las cosas, del
significado de las palabras, del discurso, para llegar luego a la “gramática”: a pesar de todo, el árido
abstractismo filológico del siglo XIX se impuso a propuestas tan razonables.

LA EXPERIENCIA DEL LICEO “CALAMANDREI” DE NÁPOLES

Confortado por todas las consideraciones expuestas más arriba, por mi propia experiencia personal y
por la posición teórica y práctica de un muy nutrido grupo de pedagogos de primer orden en el curso de los
siglos, me hallaba firmemente convencido de que, cambiando el método de enseñanza, se habría podido
conseguir en pocos años que los chicos, sin un esfuerzo excesivo, pero con un poco de empeño que podía
convertirse en placentero, estarían en condiciones de comprender con soltura y sin –o con una mínima–
ayuda del diccionario textos de prosa latina clásica. Sabía por la enseñanza de las lenguas modernas que el
uso del diccionario hay que reservarlo para los estadios más altos de la comprensión lingüística, de la
profundización y de la especialización; y por otra parte conocía los estudios sobre el vocabulario de frecuencia
latino, que me confortaban demostrando que 2000 palabras son cerca del 90 % de todo el vocabulario que un
estudiante se encontrará a lo largo de todo su camino académico en el instituto. Sabía también que las lenguas
se aprenden por los oídos, y no por los ojos; tanto es así que los que tienen la desgracia de nacer sordos
terminan siendo también mudos; me daban fuerzas las experiencias, que consideraba muy válidas, de Peckett
y Munday, y, sobre todo, el acercamiento estructural a la lengua dirigido por Waldo Sweet. Nótese bien que
no se trata de “método global”, que pretende eliminar la reflexión gramatical y reducir todo el aprendizaje
lingüístico a pura repetición mecánica: se trata solamente de aplazar el estudio de la gramática y colocarlo
como reflexión sobre la lengua, y no como normativa abstracta y rígida. Hice algunos experimentos, partiendo
de textos clásicos fáciles, de los Evangelios, o de autores medievales: los resultados fueron discretos, pero no
tal como yo los deseaba. La dificultad principal era la misma que ya apuntaba Comenio: las palabras y las
construcciones nuevas salían de tarde en tarde, y las repeticiones eran poco frecuentes, por lo cual, a menos
de obligar a aprender de memoria trozos significativos, vocablos y gramática no lograban quedarse grabados
en la mente de los alumnos de manera duradera. La situación en la que me encontraba yo frente a aquella en
la que se hallaban los humanistas era fundamentalmente la siguiente: los jóvenes de entonces aprendían
muchísimo de memoria, mientras que los míos no aceptaban de buen grado ningún trabajo de memorización.

Descubrí por casualidad el Curso de Latín de Cambridge, del que había oído decir, incluso a algunos de
los mejores estudiosos de didáctica de las lenguas clásicas, que se trataba del “único programa de enseñanza
del latín elaborado de manera coherente, y adecuado para alumnos de 13 a 16 años”. Me pareció de verdad
un curso excepcionalmente válido: solicité entonces a mi Directora –que se mostró extraordinariamente
clarividente y abierta al experimento– y al Consejo de Clase poder adoptar la metodología, sin modificar por
ello los objetivos previstos por los programas ministeriales.

El Curso de Latín de Cambridge se basa en algunos puntos fundamentales: lo primero de todo en la


motivación de los alumnos al estudio de la lengua. Se puede despertar un cierto interés con la manera de
presentar el funcionamiento de los sistemas lingüísticos y del estudio sistemático del vocabulario, que
conduce, al final del curso, al conocimiento de casi 3000 palabras, las más frecuentes en los textos de autor.
Pero la atención de los alumnos se gana sobre todo mediante el argumento: no más frases ni frasecillas sueltas,
o como mucho trozos de algunas líneas desligados de un contexto, sino una única historia de la familia
pompeyana del personaje histórico Lucio Cecilio Jocundo (Lucius Caecilius Iucundus), a lo largo de sus
circunstancias cotidianas y sus pequeñas aventuras, hasta la erupción del Vesubio del 79 d.C., con la cual se
concluye la Unidad I, que consta de 12 capítulos (escenas o stages); el escenario se traslada luego a Britania,
donde conocemos las condiciones de vida de los dominados y de los dominadores en una provincia romana;
e, inesperadamente, reaparece un personaje que creíamos muerto en la catástrofe de Pompeya, pero sobre
cuya suerte en realidad había quedado pendiente una interrogación: Quinto, el joven hijo de Cecilio, que había
sido salvado por un esclavo fiel, y había andado peregrinando por el mundo, tras la destrucción de su casa, en
busca de una vida nueva. De manera que Quinto es hospedado por Salvio (iuridicus romano en Britania,
también histórico, Gayo Salvio Liberal [Gaius Salvius Liberalis Nonius Bassus]) y por su mujer, y conoce a
Cogidubno, el rex Britannorum del que habla incluso Tácito, y de cuyo palacio quedan restos en Fishbourne;
es precisamente a quien Quinto le cuenta los avatares de su paso por Egipto, donde se había refugiado, tras
la muerte de sus padres, en casa de un amigo. Finalmente, el escenario pasa a Roma, entre intrigas palaciegas
y emocionantes aventuras privadas: una historia no auténtica, pero sin duda verosímil, de acuerdo con la gran
tradición de la novela histórica. La última Unidad está dedicada a textos originales (Tácito, Plinio, Virgilio,
Ovidio, Catulo, Marcial), algunos adaptados, otros, –en particular los de poesía– en versión original. El paso de
textos adaptados a textos originales se produce imperceptiblemente, de manera que el alumno no sufre
ningún trauma. Otro motivo que hace que el Curso de Latín de Cambridge les guste mucho a los chicos es el
éxito que consiguen con su estudio: la dificultad de cada uno de los diferentes textos –páginas y páginas de
latín– está tan sabiamente calibrada, que llega a estar siempre perfectamente equilibrada con las
competencias léxicas, morfológicas y sintácticas que el alumno poco a poco va adquiriendo de la lengua. El
chico no padece nunca frustraciones, ni mortificaciones: sabe qué esfuerzo y resultados van parejos. El curso
está estructurado sobre la base de una lectura intensiva continúa hecha en alta voz por el profesor y los
alumnos; éstos luego comprenden directa e inmediatamente el texto leído –el profesor pide leer y traducir
sobre la marcha– aprenden una notable cantidad de vocablos que se repiten deliberadamente a intervalos
regulares en los textos propuestos, con una iteración dirigida al repetita iuvant; profundizan en la comprensión
de las características culturales del mundo romano. La notas lingüísticas se afrontan sistemáticamente cuando
el docente advierte que los alumnos están preparados para ello: el curso, en efecto, usa ejemplos que los
alumnos han encontrado ya, y cuyo significado ha sido ya desentrañado en el contexto; anima a suscitar los
comentarios por parte de los estudiantes y no presenta preceptos sic et simpliciter como dogmas; avanza
sensim sine sensu, escalón por escalón, para evitar confusiones y comprensiones a medias –a menos que los
alumnos mismos susciten las preguntas; y, lo que es a mi parecer el dato más importante, una vez que se ha
encontrado una forma lingüística, se ha discutido, se ha teorizado, se ha aprendido, normalmente ésta
continúa desempeñando un papel regular en la experiencia de los alumnos, que se la siguen encontrando con
llamativa frecuencia. Los ejercicios son de lo más variado: van de los de rellenar huecos a los de elección
múltiple. Una vasta iconografía, dibujos cuadros, fotografías (especialmente en la edición americana)
completan la obra. En los Manuales del Profesor, detalladamente pormenorizados y precisos, el enseñante se
puede dejar guiar y ayudar capítulo por capítulo, es más, me atrevería a decir, línea a línea: se les proponen
ampliaciones y bibliografía sobre cada uno de los temas tratados; se ofrecen controles o pruebas para
proponerlos a los alumnos con una frecuencia regular. Cassettes, filminas y disquettes de ordenador
completan la obra.

Los resultados de esta experiencia fueron asombrosos incluso para mí que había creído en ello
ciegamente. En primer lugar, y era una alegría verlos, los chicos no sentían ninguna aversión por el latín:
muchos, por el contrario, se habían apasionado de él hasta el punto de bromear con frases en latín, de escribir
en latín, leer los textos aún no estudiados para averiguar cómo terminaba la historia. En segundo lugar, sólo
un año y medio después, conseguían leer con la misma soltura con la que podrían leer a un Boccaccio, por
ejemplo, pasajes de Plinio el Joven o la famosa Laudatio Turiae del Corpus Inscriptionum Latinarum, bien que
con una cierta adaptación. Además, habían asimilado un patrimonio histórico y cultural de grandísima
relevancia respecto de la vida y las costumbres de los romanos.
Era un comienzo buenísimo. Pero había que seguir adelante. El Curso de Latín de Cambridge llevaba
paradójicamente más a los muchachos a la comprensión de un Tácito que de un Cicerón; para los ingleses, en
efecto, la incondita ac rudis vox del historiador de los Annales, su concisión, sus oraciones cortas, resultan
mucho más fácil que la concinnitas y el numerus del de Arpino. La estructura de la frase compleja, la serie de
subordinadas situadas de la manera más variada en relación con la principal creo que constituye un obstáculo
dificilísimo de superar para los adolescentes británicos. Sin embargo, no debería ser así, me decía yo, para los
italianos, quienes una estructura así la encuentran en su lengua literaria.

Me dediqué por tanto a la búsqueda de otros textos que fueran más allá del límite al que llegaban los
alumnos con el Cambridge. La búsqueda no fue larga, porque cayó en seguida en mis manos un texto, al que
considero uno de los mejores del mercado. En Italia existía Ostia, un libro alemán adaptado a los institutos de
nuestra península por E. Coccia, pero me parecía un poco confuso y difícil de seguir en su recorrido, y además
presentaba el mismo defecto del Cambridge, con la adición de un Cursus grammaticus de consulta a mi
entender pesado y aburrido. El Cambridge por otro lado había hecho escuela, y eran infinitas las imitaciones,
pero ninguna superior a la original. Existía el Latin for Americans, pero no me parecía que resolviera mis
problemas. Me hice con el Ad Fontes, un texto muy bueno, sin duda; la única pega que tenía era que estaba
escrito en finlandés. Pero enseguida, decía, me encontré analizando un curso en mi opinión extraordinario,
escrito en 1965, precursor de los métodos naturales, editado por los Nature Method Language Institutes. En
la redacción y revisión de los volúmenes colaboraron con el autor, Hans H. Ørberg, los más grandes filólogos
y lingüistas de entonces: G. Devoto, K. Jax, S. Mariotti, R. Schilling, E. Springhetti, L. Hjelmslev, A.D. Leeman,
D. Norberg, W. Schmid, H. Zilliacus, J.F. Latimer. El método presentaba una ventaja: estaba escrito en latín, y
no requería ninguna traducción. Recientemente se ha publicado una nueva edición4040. En seguida me puse
manos a la obra con renovado fervor: las líneas fundamentales del Cambridge estaban ya presentes aquí: una
historia continua, lectura intensiva, comprensión directa, adquisición del vocabulario (¡3500 vocablos!),
asimilación lenta y continua de la morfología y la sintaxis. La diferencia estaba, primero, en el hecho de que
en este método no había ni una sola palabra en ninguna lengua moderna, sino que todo venía explicado en
latín, incluida la gramática; en segundo lugar, a los alumnos no sólo se les pedía que tradujeran, sino que
resumieran en latín, que explicaran, que respondieran en esa lengua a preguntas de comprensión. Los
ejercicios de cada capítulo son de tres tipos: el primero se orienta al refuerzo de las estructuras gramaticales;
el segundo a la fijación del vocabulario; el tercero a la comprensión del texto y al uso activo de la lengua. La
última ventaja y la mayor respecto a los otros métodos radica en que el texto de Ørberg, tras dos volúmenes
–reducidos a uno solo más grueso en la edición nueva– de preparación y encarrilamiento, se pasa en seguida
a los textos clásicos: y a continuación a textos no adaptados de Eutropio, Livio; Salustio; Nepote; Cicerón; de
este último, con el que se cierra el curso, se reproduce una buena parte del discurso De imperio Cn. Pompei y
completo el Somnium Scipionis. Toda la primera parte contribuye a proporcionar un notable bagaje de
conocimientos no sólo lingüísticos, sino también culturales sobre la vida romana y sobre el trasfondo social de
la antigüedad clásica.

Hoy mi felicidad consiste en ver a mis cariñosísimos y queridísimos alumnos, quos ego plus quam oculos
meos diligo, leer páginas enteras de Livio o de Cicerón sin esfuerzo, comprender el significado de ellos palabra
por palabra, saber repetir su contenido en un buen latín, superar incluso a licenciados en Clásicas en traducir
a simple vista; y, lo más importante de todo, estoy seguro de que, cuando salgan del instituto, no se les ocurrirá
ir a arrojar en la Cloaca Máxima sus libros de latín, sino que guardarán un recuerdo agradable, refrescado
quizás por hermosas lecturas del patrimonio clásico, al que en adelante la ianua reserata patet.
* Revista semanal italiana muy conocida de rompecabezas, pasatiempos, crucigramas, ... [Nota del trad].

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