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Según el Concilio de Éfeso (cf. la carta de San Cirilo, dirigida a Nestorio), el Hijo se apropió los
dolores infligidos a su naturaleza humana (oikeiosis); los intentos de reducir esta proposición
(y otras existentes en la Tradición, semejantes a ella) a mera «comunicación de idiomas» sólo
pueden reflejar su sentido íntimo, de modo insuficiente y sin agotarlo. Pero la Cristología de la
Iglesia no acepta que se hable formalmente de pasibilidad de Jesucristo según la divinidad.
Al definir de este modo la divinidad de Cristo, la Iglesia se apoyó también sobre la experiencia
de la salvación y sobre la divinización del hombre en Cristo. Por otra parte, la definición
dogmática determinó y subrayó la experiencia de la salvación. Se puede, pues, reconocer una
interacción profunda entre la experiencia vital y el proceso de clarificación teológica.
Durante el curso de las controversias entre la escuela de Antioquía y la de Alejandría, no se veía
cómo conciliar la trascendencia, es decir, la distinción entre las naturalezas, con la inmanencia,
es decir, la unión hipostática. El concilio de Calcedonia, celebrado el año 451[2], quiso mostrar
que una síntesis de ambos puntos de vista era posible, recurriendo al mismo tiempo a dos
expresiones: «sin confusión» (άσυγχύτως), «sin división» (άδιαιρέτως); se puede ver en ellas
el equivalente apofático de la fórmula que afirma «las dos naturalezas y la única hipóstasis» de
Cristo.