Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
Nadie negará la importancia que posee la sexualidad en los sistemas de Schopenhauer y Freud.
Thomas Mann llega a catalogar al primero de ellos como el padre de la psicología moderna: la
conducta sexual emana hacia la superficie consciente desde las profundidades de nuestra
naturaleza. Incluso el amor más sublime es esencialmente sexual. Lucrecio, en los capítulos
que dedica al amor físico, explica en los versos 1115 a 1120 de La naturaleza de las cosas en
relación al coito: “Al fin, cuando se ha precipitado fuera de los nervios la pasión acumulada [se
refiere estrictamente al semen], se produce una pequeña pausa del violento ardor por poco
tiempo. Luego vuelve la misma locura y retorna aquel furor, cuando ellos mismos se preguntan
qué desean alcanzar, y no pueden encontrar el medio que venza este mal: hasta tal punto
inseguros se consumen en su herida oculta”. Podríamos decir que el análisis de la sexualidad
por parte de Schopenhauer arranca de la intención de dilucidar tal “herida oculta” en la que
los amantes se ven inmersos una vez han consumado su pasión: ¿existe la posibilidad de una
verdadera y definitiva satisfacción del deseo sexual?
Por otra parte, el sexo se sitúa como el instrumento por antonomasia de la especie para
postergar su vida a través de los individuos -vida potencialmente infinita a causa de tal
maquinaria-. El placer no es más que el mecanismo del que la naturaleza se sirve para
conseguir sus objetivos: la naturaleza se ha cuidado de procurar placer al coito para asegurar la
descendencia, esto es, la vida. En las intrigas amorosas de todo tipo se está jugando el futuro
de la siguiente generación. En Senilia, algunos papeles de los que Schopenhauer se sirvió en los
últimos diez años de su existencia para diseñar la definitiva edición de sus obras, escribía el
autor:
El engaño que nos deparan los placeres eróticos debe compararse con ciertas estatuas que,
a consecuencia del lugar en el que están emplazadas, están calculadas para ser vistas desde el
frente y, en ese caso, tienen un aspecto bello, mientras que, desde detrás, ofrecen una vista
desagradable. Analogía con esto guarda lo que nos aparenta el enamoramiento mientras lo
tenemos delante y lo vemos venir hacia nosotros, un paraíso de delicias; pero, cuando ha
pasado y se lo ve después desde atrás, se muestra como algo fútil e insignificante, cuando no
hasta repugnante.
Pero ¿somos algo más que la ilusión producida por el instinto? ¿A qué nos remite en última
instancia el sexo? ¿Constituye el deseo del acto de copular una mera llamada de la naturaleza
a mantener viva la especie? ¿Cuál es el papel del sentimiento (entendido como todo aquello
que no puede ser designado ni explicado por la razón) en la sexualidad? ¿Cuál es el sentido
último del coito?
Uno de los más fuertes acicates que empujaron al propio Charles Darwin a realizar sus
investigaciones sobre la selección natural fue la intriga que le producía la tan desconcertante
manera en que los animales habían desarrollado características que parecían afectar a su
supervivencia (excelsos plumajes, gran cornamenta, etc.). La respuesta del biólogo inglés fue
categórica: estos aparentes impedimentos se conservan porque conducen al éxito reproductor
y conducen a la obtención de una más adecuada pareja de reproducción. Un descubrimiento
que Darwin denominó mecanismo de selección sexual.
La mitología hindú representa a Siva, dios que personifica la destrucción y la muerte (en
contraste con Brahma, símbolo de la creación, y Visnú, de la conservación), como portador del
denominado “linga” (que equivale al falo o miembro viril, exaltando con ello las fuerzas
generadoras y reproductivas de la naturaleza) y de un collar de calaveras, que remite al traer al
mundo a un ser que se desarrollará más o menos penosamente y que finalmente morirá,
cumpliendo así el ciclo natural. No son pocos los autores que reconocen en el acto de
procreación, observado desde cualquier perspectiva (ya sea desde el sentimiento o
“psicología”, o desde criterios más biologicistas), un momento vergonzoso de nuestra
biografía, en el que somos guiados por un ciego deseo a materializar los designios de los genes
o incluso de cierta providencia naturalizada. ¿Hasta dónde podemos -y queremos- reconocer
estas hipótesis? ¿Encierra lo que muchos denominan “el acto del amor” una guía oculta? Y si
es así, ¿cuál es su trono (biología, psicología, física, etc.)? A este respecto podemos acudir a la
maravillosa reflexión de Shakespeare en su Soneto CXXIX:
Un asunto, el de la sexualidad, que nos conduce a otra pregunta fundamental: ¿qué relación
mantenemos con nuestro cuerpo? En un apunte de 1886, Nietzsche escribía que “el fenómeno
del cuerpo es el más rico, más claro, más comprensible: para ser puesto metódicamente en
primer lugar, sin elaborar algo sobre su significado último”. Sin embargo, ¿es este nexo tan
inescindible, tan inseparable de nuestra experiencia?, ¿no supone tan misteriosa unión -como
dejaría dicho Heidegger en sus seminarios de Zollikon– más un problema que una posible
solución? Como asegura Ángel Xolocotzi en uno de sus textos,
… a través de toda vida del espíritu pasa la “ciega” eficacia de asociaciones, impulsos,
sentimientos en cuanto estímulos y fundamentos de determinación de los impulsos,
tendencias que surgen de la oscuridad, etc. y que determinan conforme a reglas “ciegas” el
curso ulterior de la conciencia.
Waterhouse círculo mágicoNuestra conciencia es ya, por el hecho de poseer un cuerpo, una
“conciencia encarnada”; “mi cuerpo -escribe Illescas Nájera-, en cuanto cuerpo vivido como
propio, no es ni puede ser considerado un verdadero objeto, una parte o un mero momento
más del mundo. Pues, para interpretarlo como tal, deberé, ante todo, dejarlo de considerar
desde la vivencia original que, efectivamente, tengo de él; y echar mano de una serie de
idealizaciones que, con todo, supone siempre la base previa que ofrece dicha experiencia del
todo peculiar”.
En el interesante artículo “¿Qué puede un cuerpo? Spinoza en Michel Henry” (de Claudia Tame
Rodríguez), nos topamos con el cuerpo como lugar del deseo, de cuya satisfacción depende
nuestra felicidad: “el deseo pone en la conciencia algo así como un vacío que demanda
imperiosamente ser llenado”, escribe Michel Henry; y apuntala Tame Rodríguez: “cuando ese
vacío se llena, el individuo parece encontrar una plenitud que lo pone en presencia de un
cuerto tipo de ser y lo aleja de la nada”.
Esta es la tristeza que se adhiere a toda vida finita… […] De ahí el velo de la pesadumbre que
se extiende sobre la naturaleza entera, la profunda e indestructible melancolía de toda la vida.
¡Naturaleza!, estamos rodeados y abrazados por ella, incapaces de abandonar sus dominios,
incapaces de penetrar más profundamente en ella. Ella nos toma consigo en los ciclos de su
danza, sin preguntar ni avisar con antelación y nos arrastra consigo hasta que, cansados,
caemos en sus brazos. Los hombres están todos en ella y ella está en todos. Incluso lo más
antinatural es naturaleza. Ella lo es todo. Se recompensa a sí misma, se alegra y se tortura a sí
misma…
Por otro lado, nuestra conducta de emparejamiento y reproducción no sólo puede albergar
consecuencias genéticamente funestas, sino que a la vez nos divierte e incluso deleita de
alguna manera: la sexualidad (la propia y la ajena) es objeto continuo de nuestra curiosidad. En
paralelo, esconde un carácter muy inquietante; no es difícil encontrar en la conducta sexual
acciones y patrones que desafían a los más eminentes intentos de comprensión.
Muchos de nosotros hemos crecido creyendo en el concepto idealizado del amor, y más aún,
del “único” amor. Pero lo cierto es que en la naturaleza la traición, la pérdida, la lucha
constante, el dolor y el sufrimiento suponen características habituales del emparejamiento
sexual, lo que contrasta de modo muy curioso con la imagen del amor romántico. El autor de
El origen de la atracción sexual humana ya nos previene de que “la evolución no es como una
película de Walt Disney, donde todo es justo y con final feliz. Es una historia de lucha, feroz
competencia, extinciones copiosas, tiránicas relaciones entre organismos…”.
Pero el fondo no es sólo desalentador en el mundo animal, sino también en el humano. La vida
no se nos presenta en la mayoría de ocasiones como un goce, sino como un deber a cumplir.
Un deber porque la satisfacción del deseo proviene precisamente de intentar dar respuesta a
una carencia, a una necesidad. Además, ponemos en marcha la maquinaria de la reproducción,
de la voluntad (recuerdo ahora el comienzo de la “Crisi Quinta” de El Criticón de Gracián:
“presagio común es de miserias el llorar al nacer”). Si es contemplada desde fuera, la
humanidad parece un juego de marionetas movidas por hilos invisibles: existe una
desproporción considerable entre la continua aspiración a la felicidad (y las acciones
destinadas a ello) y lo que finalmente se consigue (miserias, preocupaciones, desesperanza,
etc.). El panorama del ser humano es el de una tragicomedia: estamos dispuestos a todo con
tal de prolongar una existencia infeliz. Cualquiera de los esfuerzos y deseos humanos simula
ser siempre el fin último del querer; pero en cuanto se han conseguido dejan espacio a un
nuevo deseo, que vuelve a pugnar ferozmente por hacerse realidad…
Nuestras abuelas evolutivas inventaron algo que nos aísla del resto de las especies: la
sexualidad humana. Con ella, se aseguraron que los machos adecuados para la concepción de
las crías y el cuidado de las mismas. De ahí que el resto de este libro se dedique a ver cómo
surgió nuestra sexualidad, qué significado histórico tiene y cómo ha evolucionado hasta la
actualidad. Hay algo importante que debo subrayar: dicha sexualidad no existiría si hombres y
mujeres hubiesen evolucionado del mismo modo. (M. Domínguez-Rodrigo, El origen de la
atracción sexual humana)
La sexualidad humana dio lugar a un cambio radical en el modo de interacción social y, con él,
las estrategias subsistenciales que regulan la relaciones grupales. Nos resulta llamativo, y en
ocasiones problemático, pensar de qué manera y hasta qué punto el emparejamiento humano,
el sexo, el amor y, en definitiva, cualquier idilio, llegan a ser intrínsecamente estratégicos:
nunca elegimos pareja al azar. Las estrategias se diseñan para superar problemas, y en este
caso, la sexualidad humana aparece como una respuesta a la necesidad de emparejarse para
sobrevivir.
Pues todo enamoramiento, por muy etéreo que guste de aparecer, únicamente arraiga en el
instinto sexual y es tan sólo un instinto sexual determinado, especializado e individualizado en
el sentido más estricto. Si ateniéndose a esto uno considera el importante papel que el amor
sexual juega con todos sus grados y matices, no sólo en el teatro y las novelas, sino también en
el mundo real, donde junto al amor a la vida se evidencia como el más vigoroso y dinámico de
todos los impusos, absorbe continuamente la mitad de las fuerzas y los pensamientos de la
parte más joven de la humanidad, es la última meta de casi todo empeño humano… (Arthur
Schopenhauer, MVR II, Cap. 44)
Si Freud hubiera conocido al marqués de Sade habrían formado sin duda parte del mismo
equipo de trabajo. Mucho de lo que leemos en las obras sadianas puede catalogarse, desde
luego, como “desviaciones sexuales”. Unas desviaciones que sin embargo surgen del individuo,
de su apartado más puramente físico, derivando a la vez de la sociedad, contra la que el
hombre y la mujer de Sade se rebelan para intentar acabar con los frenos que aquélla pone a
sus deseos. Tales deseos, a juicio de Sade, poseen un origen del todo natural: Sade defiende un
materialismo en el que encontramos al hombre como una parte minúscula de la especie a la
que pertenece; a su vez, la especie se engloba en un todo aún más amplio de otras que han
existido en el transcurso del devenir histórico. Nuestra vida no tiene importancia para la
naturaleza; utilizando una expresión latina, natura non constritatur, la naturaleza no se
entristece por lo que nos ocurra.
Voluptuosos de todas las edades y de todos los sexos, a vosotros solos ofrezco esta obra:
nutríos de sus principios, que favorecen vuestras pasiones; esas pasiones, de las que fríos e
insulsos moralistas os hacen asustaros, no son sino los medios que la naturaleza emplea para
hacer alcanzar al hombre los designios que sobre él tiene; escuchad sólo esas pasiones
deliciosas; su órgano es el único que debe conduciros a la felicidad.
Podemos poner la atención, para terminar, en una de las más importantes obras de Sade:
Justine o Los infortunios de la virtud. Como es sabido, Sade perteneció por su origen a la
aristocracia del régimen con el que la Revolución francesa quería acabar; durante la mayor
parte de su vida se sintió estrechamente vinculado a las ideas de libertad y de disolución de los
poderes religiosos y políticos: fue un personaje a caballo entre dos mundos, y víctima de
ambos.
Quizá uno pueda sentirse orgulloso de ser caritativo, pero esa satisfacción que da el orgullo
es tan quimérica y se disipa tan pronto, que se necesitan placeres más concretos.
Sade, Justine
Justine
No sólo en filosofía o ciencia, sino también en literatura, el siglo XVIII se halla casi totalmente
preñado de una fe desmedida en la razón, lo que facilitó el desarrollo de una violenta crítica a
los dogmas cristianos que tenía como cometido hacer desaparecer las supersticiones
religiosas, surgiendo el materialismo mecanicista como una suerte de credo en el que se
negaba la existencia de todo aquello que no fuera tangible, ahuyentando así las creencias en
presuntas realidades espirituales. Sade pone en juego su liberación sexual a partir de ambas
bases ateas y materialistas, rechazando toda forma de autoridad y de despotismo.
El argumento de esta novela que Sade redactó en quince días (1787) es sencillo: dos jóvenes
hermanas, Justine y Juliette, quedan sin familia ni recursos suficientes para subsistir por sí
mismas, por lo que se ven obligadas a conocer mundo y buscar trabajo. Juliette, más mayor
(de la que aparentemente perdemos la pista en las primeras páginas del relato, y protagonista
de otra novela sadiana que lleva su mismo nombre), decide entregarse a toda clase de
trapicheos y escarceos con el vicio y el pecado para salir adelante, mientras Justine (más
adelante Sofía) pretende conservar una actitud casi santa en todo momento, haciéndose
paladina de la virtud –e incluso mártir– en nombre de Dios.
Es en vano que las leyes quieran restablecer el orden y reconducir a los hombres por el
camino de la virtud; contienen demasiados vicios como para acometer esta empresa. […] Los
remordimientos no prueban el crimen, sino sólo la existencia de un alma que se deja subyugar
con facilidad.
Sade, Justine
Justine 2
Más allá de las cuitas que cada uno de los personajes, en especial Justine, habrá de afrontar a
lo largo de la novela, Sade constata mediante este relato que a pesar de que en virtud de la
revolución puedan llegar a eliminarse exteriormente las jerarquías sociales e imponer así un
estado jurídico de igualdad de los ciudadanos, la dicotomía formada por las relaciones de
dominio y sumisión seguirá primando en el ámbito sexual, terreno de los placeres, de modo
que la palabra “perversión” ha de extenderse a la vida humana en su conjunto, y no sólo a la
que se da en sociedad. Precisamente el problema moral que suscitaron –y suscitan– las obras
de Sade es que las circunstancias que refleja en sus relatos no eran –ni son– tan singulares o
monstruosas como se querían pintar. Jean Paulham calificó en 1946 a tal constatación como el
“secreto terrible” de los escritos de Sade, un secreto que la prudencia no permitía airear.
[E]sa poderosa fuerza del egoísmo que lleva al hombre de un modo natural e irremediable a
desembarazarse de todo aquello que le perjudica, sin que haga otra cosa, al actuar así, que
obedecer al más sagrado de sus impulsos.
Sade, Justine
Justine
La naturaleza, de modo similar a como Nietzsche lo planteará muchos años más tarde, se
encuentra “más allá” del bien y del mal. Desde la perspectiva de la naturaleza, el mal
constituye uno de sus elementos inherentes, entendido como la destrucción de unos en
beneficio de otros. Por otra parte, asegura Sade, el mal nos llena de fascinación, nos asombra:
de no ser así, ¿qué sentido cobraría la expresión “ser tentado”? Para nuestro autor es
llamativo hasta el extremo que el hombre, aun conociendo el bien, se decida por hacer el mal.
Éste no ha de causar remordimientos porque tiene su razón de ser en una convención que
toma la forma de prohibición.
En ello consiste la inversión que Sade lleva a cabo con respecto a otros pensadores y literatos
de su época, la inversión de los ideales de la Razón, cuya función no será la de conocer al Dios
todopoderoso del cristianismo, ni llegar a culminar toda ciencia que se proponga el hombre,
sino la de destruir tan pronto como sea posible todo remordimiento, aniquilando lo que Sade
denomina un “movimiento tenebroso” fruto de la ignorancia, de la cobardía y de la educación,
consistente en pensar como “malo” aquello que la religión y las convenciones así estipulan.
Creo que si hubiese un dios, no habría tantos males en la tierra. Creo que si el mal existe
sobre la tierra y estos desórdenes son permitidos por aquel dios, es porque está por encima de
su voluntad el impedirlo o porque es un dios débil o despreciable; le desafío sin miedo y me río
de su cólera.
Sade, Justine
Y es que, como asegurará algunos años después Baudelaire, el ingenuo hombre de bien no
podrá nunca captar el poder irresistible del mal, a pesar de que la voluptuosidad única del
amor radica en la certidumbre de poder hacer el mal (donde se encuentra toda
voluptuosidad). Tal es la antítesis o inversión del racionalismo moral del siglo XVIII,
tradicionalmente personificado en la figura de Kant, y que consiste en vincular la virtud con la
felicidad y el vicio con el dolor. Sade da la vuelta a este vínculo “racional” (que ya viene de
lejos, desde la historia de Job en el Antiguo Testamento): Justine sólo será vapuleada por la
persistencia en actuar conforme a la virtud, mientras que el vicio no dejará de reportar
prosperidad a su hermana Juliette. ¿Qué planes tiene guardados la Providencia para cada uno
de ambos “bandos”?
Sade, Justine