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Raúl Fradkin (2008)

¡FUSILARON A DORREGO!
Introducción
Cuando Gregorio Aráoz de Lamadrid regresó a Buenos Aires en marzo de 1828 no
encontró sencillo tener una vida normal. Pocos, muy pocos en esa época deben haberla
tenido. El itinerario de Lamadrid estuvo signado por la revolución. Desde 1811 se
incorporó al ejército y, desde entonces, no dejo de vivir en continua agitación. La carrera
militar le prometía nuevos e impensados horizontes, pero estaba llena de azares e
imprevistos. Así, Lamadrid vio que su futuro se tornaba incierto cuando después de 1820
fue pasado a retiro. Igual que otros oficiales, intentó rehacer su vida y se puso al frente de
una estancia en Buenos Aires, pero al poco tiempo ya estaba entremezclado en nuevas
luchas, esta vez contra los indios. Tiempo después se reintegró a las filas y fue enviado al
norte. Sin embargo, terminó haciéndose elegir gobernador de su Tucumán natal en 1825 y
se convirtió en uno de los principales apoyos en el interior del presidente unitario
Bernardino Rivadavia. Tras tres años Lamadrid regresaba a una Buenos Aires en la cual la
situación política había cambiado por completo. Ahora gobernaba la provincia su más
férreo adversario, el líder de los federales porteños, Manuel Dorrego. No sólo era un
conocido de Lamadrid, con quien había compartido los avatares del Ejército del Norte, sino
que, además, era su compadre. Sin embargo, la entrevista que mantuvieron lo desilusionó.
Pese a todo, las relaciones que tenía le permitieron sortear este frio recibimiento y terminó
por ser reincorporado al ejército y agregado al estado mayor aunque sin mando de tropa.
El 1º de diciembre de 1828 las tropas que al mando de Juan Lavalle regresaban de la recién
finalizada guerra con el Imperio del Brasil acababan de sublevarse y habían depuesto al
gobernador. Por suerte para Lamadrid, su suegro era uno de los ministros y terminó por
sumarse a los sublevados. Dorrego escapó de a ciudad y logró reunir a las fuerzas que se
mantenían leales para enfrentar al ejército unitario. Ambos bandos se enfrentaron en
Navarro el 9 de diciembre y el saldo fue un triunfo completo de los sublevados. Pocos días
después Dorrego fue traicionado y entregado al jefe insurrecto, quien, sin juicio ni sumario
previo, dispuso su inmediato fusilamiento. Lamadrid fue uno de los testigos de este
dramático episodio. Y sus lazos personales lo pusieron en una situación bien problemática
dado que era yerno de un ministro clave del gobierno de Lavalle y a la vez Dorrego era su
compadre. No sólo de él: otro de sus compadres era Juan Manuel de Rosas, el comandante
general de Milicias del gobierno de Dorrego y su principal apoyo para enfrentar a los
sublevados. La situación de Lamadrid no era nada sencilla e intentó evitar la batalla, que
habría de librarse en Navarro a través de una fallida negociación con Rosas. Más dramático
aún fue su último encuentro con Dorrego. El prisionero le pidió que convenciera a Lavalle
para que lo recibiera, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. El dramatismo de la situación
no puede ser obviado e ilustra con claridad la profundidad de las rupturas que los

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enfrentamientos políticos estaban generando en la trama más íntima de las relaciones tanto
sociales como personales. Unitarios contra federales. Federales contra unitarios. Hemos
escuchado y leído tantas veces ese violento enfrentamiento que es imposible no pensar en
que se trataba de dos bandos claramente diferenciados y opuestos. Con lo visto hasta aquí,
se puede advertir que las cosas fueron bastante más complejas. En este sentido, conviene
recordar que las vidas de Dorrego y Lavalle tenían varios puntos en común.
La muerte de Dorrego impactó profundamente en la sociedad de la época, aun entre quienes
simpatizaban en ese momento con Lavalle. Y, mucho más, entre quienes habían sido sus
seguidores. Así, en poco tiempo se multiplicaron las coplas y los cielitos populares
narrando su drama y clamando venganza. Después de matar a Dorrego los sublevados
deben haber pensado que su triunfo era completo. En definitiva, se habían apoderado de la
ciudad y del gobierno sin demasiada dificultad. Sin embargo, lo que parecía un triunfo total
se transformó en muy poco tiempo en una violenta confrontación política, social e
interétnica cuando toda la campaña de Buenos Aires fue sacudida por un masivo
alzamiento protagonizado por fuerzas heterogéneas. Buenos Aires vivía una situación
inédita: la guerra civil había estallado en el mismo territorio bonaerense y emanaba de sus
entrañas. De este modo, lo que parecía ser el triunfo completo de los unitarios, comenzó a
revertirse. Y no faltó mucho tiempo para que los sublevados quedaran confinados al recinto
de la ciudad adquiriendo plena conciencia de su aislamiento social. Así, a mediados de
1829 Lavalle debió iniciar negociaciones de paz con Rosas. Largas y complicadas fueron
estas negociaciones pero a fin de año daban un resultado palmario: la legislatura era
reinstalada y ahora elegía a Rosas convertido en el jefe indiscutido de la facción federal
porteña.
La deposición y el fusilamiento de Dorrego fueron un punto de inflexión en el desarrollo
de las luchas política posrevolucionarias y así quedo grabado en la memoria colectiva Pero
ese suceso será sólo un prisma a través del cual considerar las razones que llevaron a tal
exacerbación de la lucha política, a la irrupción de formas novedosas de movilización, a
las tensiones sociales que se expresaron a través de la lucha de facciones y a las condiciones
históricas que hicieron posible la construcción de un liderazgo caudillista y su misma
naturaleza

1. El fusilamiento del “padre de los pobres”.

A fines de noviembre de 1828, las tropas que llegaban a Buenos Aires de la Banda Oriental
tras la guerra con el Imperio del Brasil fueron recibidas con enorme entusiasmo. Esta guerra
había comenzado en 1825 y supuso una enorme movilización de tropas. En un principio,
la guerra concitó un enorme apoyo popular y exaltó los sentimientos patrióticos y de
rechazo a portugueses y brasileros. En esas condiciones se formó una autoridad de alcance
nacional. El Congreso dispuso la formación de un ejército, y en febrero de 1826 eligió a
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Bernardino Rivadavia como Presidente de la República. De ese modo, los unitarios se
transformaban en la facción política gobernante y contaban con un gran ejército en
operaciones cuya oficialidad adhería por completo a ellos. Sin embargo, la guerra se hizo
larga y su desenlace, incierto. A mediados de 1827 Rivadavia, acosado por los
requerimientos de la guerra oriental y la creciente oposición interna, envió una misión
negociadora a Río de Janeiro a cargo de su ministro Manuel José García, quien acordó un
tratado de paz preliminar que aceptaba la anexión de la Banda Oriental al Imperio del
Brasil. El rechazo fue generalizado y Rivadavia se vio forzado a renunciar. El gobierno
unitario y la autoridad nacional habían sucumbido.
En tal situación, la provincia de Buenos Aires recuperó su autonomía y sus instituciones y
Manuel Dorrego fue electo gobernador. De esta manera, la oposición federal llegaba por
primera vez al gobierno provincial. Aunque las tratativas de paz suscitaron intensos
desacuerdos y generaron múltiples acusaciones, lo cierto es que la inmensa mayoría de la
sociedad recibió de buen grado la noticia: por fin había terminado la contienda. Con el fin
de la guerra llegaba también a su fin el bloqueo de la armada brasilera al puerto de Buenos
Aires y las actividades comerciales recobraban su antiguo vigor.
Aunque lejos estaba de haber obtenido un triunfo, el ejército que regresaba portaba sus
laureles y sus oficiales podían presentarse con orgullo. Por ello, en los últimos días de
noviembre, cuando las tropas comenzaron a arribar a la ciudad, las calles del centro estaban
embanderadas e iluminadas con esmero, y la recepción popular fue entusiasta. Sin
embargo, en el gobierno de Dorrego, imperaba la prevención. En definitiva, ese ejército
tenía una oficialidad completamente partidaria del bando unitario.

“La república es una merienda de negros”

Así habría descrito Lavalle, el jefe del ejército que volvía de la Banda Oriental, la situación
durante el gobierno de Manuel Dorrego. Cierta o no, la expresión sintetizaba los
sentimientos de la oposición unitaria y de la oficialidad del ejército que inspiraron a los
amotinados del 1º de diciembre. Para ellos el gobierno de Dorrego era inadmisible e
intolerable. Para el golpe de diciembre los unitarios encontraron en Lavalle a su nuevo
líder. Sus bases sociales eran reducidas y sí tenían un apoyo firme éste residía en ese
ejército “nacional” que el gobierno unitario había organizado. De cualquier modo, los
sublevados se hicieron fácilmente con el control de la ciudad sin tener que enfrentar en ella
una oposición demasiado abierta. Y el triunfo del 9 de diciembre en Navarro parecía indicar
que nada podría detenerlos.

“Cartas como éstas se rompen”

A las diez de la noche del 12 de diciembre Juan Cruz Varela terminaba así su carta a
Lavalle. Varela era un típico exponente de los letrados que conformaban la facción unitaria.
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Ahora era uno de los intelectuales decididos a darle orientación a la fuerza militar que
habían logrado movilizar contra Dorrego y los federales. Otro influyente unitario era
Salvador María del Carril, un abogado sanjuanino que pertenecía a una de las típicas
familias “decentes” de la provincia y que había llegado a gobernador en 1825 y era por
entonces uno de los más fervientes aliados del grupo rivadaviano. Mientras tanto, las cartas
también circulaban entre individuos afines al gobierno derrocado. Por lo pronto, Juan J.
Anchorena, primo de Rosas y uno de los más importantes comerciantes y propietarios de
tierras y ganados de la provincia, se apuró a comunicarle a uno de los mayordomos de sus
estancias que Rosas no debía volver a la provincia. La confianza de los grupos altos que
habían apoyado a Dorrego era prácticamente nula. El propio Rosas, después de la derrota
de Navarro, ordenó a sus milicianos que se dispersaran y buscaran reagruparse al sur del
río Salado mientras él marchaba hacia Santa Fe.

“La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o


no morir”

Así decía Lavalle en la carta que comunicaba a su gobierno el fusilamiento de Dorrego. La


decisión del fusilamiento estaba destinada a marcar un antes y un después en el desarrollo
de la conflictividad política. Tamaña decisión venía a quebrar lazos personales que
anudaban la trama de una elite que, pese a sus diferencias, había compartido la aventura de
la revolución y ahora aparecía desgarrada por los enfrentamientos interiores. Algo resulta
claro de las cartas que se enviaron en esos días Lavalle y Del Carril: ambos aparecen muy
preocupados por encontrar un modo de legitimar la decisión que tomaron pero también
muy atentos a encontrar formas de atraer apoyos sociales al gobierno que habían instaurado
tanto en la ciudad como en la campaña.

“¡Que suerte! Vivir y morir indignamente y siempre con la canalla”

Así concluía otra de sus cartas Salvador María del Carril el 20 de diciembre. En ella no
dejaba de hacer algunos pronósticos, por demás sugestivos, sobre la figura de Dorrego.
Estaba advirtiendo así un escenario clave en el que habría de desarrollarse la contienda: era
lo que se llamaba la “guerra de opinión”, una disputa que por múltiples medios buscaba
ganar los corazones y las conciencias. El mecanismo principal de circulación de la
información para la mayor parte de la población eran los rumores de los cafés, salones y
billares donde solía reunirse la “gente decente” de la ciudad y algunos pueblos, como en
las plazas, los mercados, las pulperías y las parroquias que constituían los ámbitos
primordiales de la sociabilidad popular. Pero a la prensa periódica y a los rumores había
que sumar los panfletos y los pasquines. Y, sobre todo, las payadas, esa forma de cantar
diciendo que tanto predicamento tenía entre los paisanos. La carta de Del Carril pone de

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manifiesto la desazón de los líderes unitarios al advertir la conmoción que había provocado
en la misma ciudad la noticia de la muerte de Dorrego y sus funerales.
¿Cuáles eran las razones que habían llevado a los unitarios a tomar tamaña decisión? ¿Por
qué la lucha de facciones que dividía a la elite porteña llegaba ahora, en 1828, a tales
extremos? Imposible entenderlo sin intentar una comprensión del lugar que ocupaba
Dorrego en la política porteña de entonces y la popularidad que había conseguido.

“¡Mueran los de casaca y levita y viva el bajo pueblo!”


Durante las elecciones del 4 de mayo de 1828, los unitarios no se resignaron a aceptar el
triunfo del bando federal e intentaron disputar el control de las mesas electorales de la
ciudad, que eran la clave del resultado que habría de tener la compulsa. Pero el gobierno
no estaba dispuesto a resignar posiciones y apeló a todos los recursos que habían sido por
demás habituales desde la instauración del nuevo régimen electoral a fines de 1821 y,
especialmente, a la movilización de soldados, milicianos, marineros y otros grupos
plebeyos para imponer el triunfo de sus listas. Gabriel Di Meglio ha recuperado algunos
de los gritos que hicieron escuchar los seguidores de Dorrego durante esas convulsionadas
elecciones: ¡Viva el gobernador Dorrego! ¡Mueran los de casaca y levita y viva el bajo
pueblo! ¡Viva nuestro padre Dorrego! Esos gritos nos acercan a algunas mutaciones
sustanciales que se habían producido en la cultura política popular así como a algunas de
sus permanencias. La fórmula de atronar con gritos de ¡viva! y ¡muera! Durante una
convulsión popular estaba lejos de ser una invención reciente sino que se trataba de un
componente típico de las movilizaciones plebeyas a lo largo del imperio español. Aquí, el
lugar del rey había sido reemplazado por el del gobernador. Esta encarnación en una figura
que se transformaba en emblemática era, entonces, también un modo construir una
identidad colectiva. No era la única continuidad que se evidenciaba. Dorrego, en tanto
gobernador, era vivado y exaltado como un padre y, por ende, un protector. Sin embargo,
los gritos escuchados ese día contenían una novedad fundamental, algo que era
completamente nuevo y distinto y no tenía precedentes: en esos gritos los plebeyos
aparecían vivando no sólo a su líder sino vivándose a sí mismos. De este modo, la
confrontación política estaba expresando también un conflicto social profundo que tendía
a oponer dos campos claramente delimitados: de un lado, los de “casaca y levita”; del otro
“el bajo pueblo”; es decir, los de “poncho y chiripá”.
“¡No os azoréis, aristócratas, por esta aparición!”
Así de desafiante empezaba el primer número del nuevo períodico que Dorrego comenzaba
a publicar el 11 de octubre de 1826 y que, no por casualidad, llevaba el nombre de El
Tribuno. No por casualidad, pues tenía una connotación muy precisa: el termino “tribuno”

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evocaba una figura clásica, la del tribuno de la plebe, aquel portavoz de los plebeyos frente
a la aristocracia senatorial en la Roma antigua. A través de su banca y de la prensa Dorrego
fue tomando posiciones que lo diferenciaban claramente del oficialismo gobernante y que
ayudan a comprender la simpatía que estaba ganando entre los sectores populares. Otro
tema característico de sus discursos era el antiespañolismo, el que había desarrollado con
intensidad durante la década revolucionaria y con el que había ganado por completo la
simpatía de los sectores populares. Sus intervenciones contra el proyecto de constitución
que propiciaba el gobierno de Rivadavia lo acercaban a las posturas de los jefes federales
de las provincias, especialmente al denunciar su acusado centralismo. Pero tenía ribetes
propios, pues se opuso a los intentos unitarios de establecer un régimen electoral que
pretendía excluir a los analfabetos, los artesanos, los labradores y los jornaleros. De esta
manera, el discurso político dorreguista era claramente distinguible en un aspecto; su
recurrente rechazo a lo que llamaba la “aristocracia” y a los “logio-oligarquistas”. Más allá
de los alcances y los límites que el mismo Dorrego quisiera ponerle a su discurso político
algo resulta indudable: recuperaba una percepción que pareced haber sido predominante
entre los sectores populares de la época, una suerte de promesa incumplida de la revolución
por la que habían luchado.
Fue otro proyecto gubernamental el que terminó por ampliar las bases sociales de
sustentación de Dorrego: el plan de capitalizar la ciudad de Buenos Aires y una vasta área
de la campaña cercana, primero, y el proyecto posterior de dividir el resto de la provincia
en dos nuevas entidades políticas. Estas iniciativas terminaron por enfrentar a las
instituciones del gobierno provincial con las nacionales y llevaron a la disolución de las
primeras. Pero, sobre todo, volcaron a importantes e influyentes sectores sociales
bonaerenses a una abierta oposición a la presidencia. En estas condiciones, la crisis final
del experimento unitario llegó de la mano de una conjunción de múltiples oposiciones. La
renuncia de Rivadavia derivó en la disolución del poder nacional y en la recuperación de
la autonomía y las instituciones de Buenos Aires. Fue la nueva Legislatura la que eligió a
Dorrego como gobernador.
2. Una crónica del alzamiento rural

“Es preciosa la sangre de los hombres pero no la de las bestias”


Esta cita muestra el tono que primaba en el periódico unitario El Pampero a fines de enero
de 1829. Se trataba de un auténtico llamado al exterminio y expresaba la violencia extrema
que había cobrado en dos meses el enfrentamiento generalizado por la campaña
bonaerense. ¿Qué había pasado? Es que, si a mediados de diciembre el triunfo de los
sublevados parecía completo, muy rápidamente se vio que no era así. En distintos puntos

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de la campaña comenzaron a surgir focos de resistencia que en poco tiempo se convirtieron
en un masivo y multifacético alzamiento general. Tanta belicosidad discursiva estaba a
tono con las noticias que llegaban de la campaña, donde las fuerzas unitarias apenas podían
controlar algunos pueblos y donde los enfrentamientos se multiplicaban por doquier.
Las Palmitas y Las Vizcacheras
El 7 de febrero las fuerzas unitarias derrotaban en Las Palmitas a gruesas partidas federales.
Envalentonados los jefes unitarios profundizaron su estrategia de castigos ejemplares, y a
los castigos públicos a los desertores se sumó la detención de conspicuas personalidades
de la ciudad como Juan J. Anchorena, Victorio García Zuñiga, entre otros. En estas
condiciones, Lavalle tomó una decisión crucial: comenzó la invasión del territorio
santafesino. Sin embargo, la partida de sus fuerzas permitió que se propagara el alzamiento
por toda la campaña bonaerense. De este modo, los ataques de las partidas federales eran
cada vez más consistentes, y diversos pueblos fueron ocupados por ellas. En gran parte, la
disputa estaba para entonces concentrada en torno a la Guardia de Monte. El 28 de marzo
las fuerzas federales derrotaban a Rauch en Las Vizcacheras, y el famoso oficial unitario
moría en el enfrentamiento.
“Aquí está señora, la cabeza del que iba a azotarla a usted y quemarla en la plaza con su
familia”
Con estas palabras los vencedores de Rauch “ofrendaron” su cabeza a la madre de
Prudencio Arnold, uno de los oficiales de milicias de Monte que se había destacado en las
fuerzas federales. El macabro espectáculo ilustra bien la intensidad de los odios desatados
y, particularmente, los que concitaba Rauch. Su muerte, además, modificó los planes de
los jefes unitarios que se hallaban invadiendo Santa Fe. Tal era su temor a que las tropas
se dispersaran, que los oficiales hicieron ímprobos esfuerzos para no divulgar la noticia y,
al parecer, lo lograron por un tiempo. Lavalle tuvo que regresar con sus tropas desde Santa
Fe para defender la ciudad. El resto de sus fuerzas, al mando de Paz, iniciaron la marcha
sobre Córdoba. Mientras tanto, la mayor parte de las partidas federales que habían
derrotado a Rauch marcharon hacia Las Conchas con el objetivo de atacar la ciudad, pero
finalmente sus jefes decidieron no hacerlo y esperar que llegara Rosas desde Santa Fe.
“El” viva Rosas”, fue un trueno que salió del corazón”
Así describió Prudencio Arnold el momento en que Rosas volvió a encontrarse con los
milicianos, indios y paisanos en Navarro a comienzos de 1829. Rosas, el comandante
general de Milicias de la campaña, venía investido por la legitimidad que le daba el apoyo
de la Convención reunida en Santa Fe y fortalecido por el que le brindaban las tropas del
gobernador López. Pero era, también, esperado por los paisanos como aquel que iba a
vengar la muerte de Dorrego. El grito y el nombre empezaban a ser signos de una identidad

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colectiva que se estaba forjando en la acción. Dicha identidad no podía ser única y
homogénea, dada la misma heterogeneidad social y étnica de las fuerzas que convergían
en el alzamiento.
Puente de Márquez
Desde abril, la guerra que libraban los unitarios se había tornado completamente defensiva.
Lo que quedaba del ejército de Lavalle estaba acantonado en Morón después de que el 26
de abril Rosas lo derrotara en Puente de Márquez. Mientras tanto las fuerzas de Rosas y
López se establecían en Las Conchas. Comenzaba así el cerco sobre la ciudad, el primer
bastión de los sublevados de diciembre y, a la postre, el último. Las negociaciones fueron
dificultosas y terminaron permitiendo la constitución de un gobierno provisorio
encabezado por Juan J. Viamonte y luego la reinstalación de la Legislatura que había
disuelto Lavalle. El 5 de diciembre esa Legislatura elegía a Rosas como gobernador.
3- Anatomía del alzamiento rural
Desde aquellos días, dos tipos de narraciones no han dejado de repetirse sobre el alzamiento
rural en la historiografía. Para unos había sido el resultado de un plan maquiavélicamente
orquestado por Rosas. Para otros, en cambio, el alzamiento de la campaña fue una
movilización en bloque de toda la sociedad rural, completamente espontánea y sustentada
en la reacción iracunda de los sectores rurales que se lanzaron decididamente a luchar por
el líder con quien se identificaban. Aunque radicalmente opuestas en sus valoraciones estas
versiones tienen algo importante en común: tienden a explicar la masiva movilización rural
sólo por las ideas y por los planes de los líderes de las facciones políticas enfrentadas y en
particular por los de Rosas. Pero, ¿Cuáles fueron las motivaciones de los grupos sociales
que se movilizaron? ¿Cuáles eran las razones de su alineamiento a favor del bando federal?
¿Mediante qué mecanismos se movilizaron? Ante la variedad de versiones algo resulta
claro: los relatos sobre este crucial enfrentamiento sugieren que había sido mucho más que
una lucha entre dos facciones políticas y que esa lucha condensaba otros conflictos y los
canalizaba.
“La asoladora guerra de la ciudad de Buenos Aires con su campaña”
Así interpretó Beruti la confrontación a la que estaba asistiendo. No era, por cierto, el único
y tal parece haber sido la percepción dominante que imperó entre las elites y que con tanta
fuerza fue retomada en las interpretaciones históricas posteriores. Sin duda había elementos
que hacían que esta percepción no fuera del todo equívoca. Por lo pronto, la sublevación
militar, pese a todas las reticencias y temores que suscitó en la ciudad, encontró allí sus
más firmes adhesiones. Desde entonces una violenta y generalizada disputa se desató por
toda la campaña pero no dentro de la ciudad. Dese fines de abril, los sublevados quedaron
encerrados en ella y su población cercada, hostigada y pasando hambre. Para entonces sí

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la lucha había adquirido la forma de un cerco del campo sobre la ciudad. Fue en ese clima
de asedio que se forjó esa imagen que habría de recorrer nuestra historia.
Aunque las fuerzas de Lavalle tenían el control de la ciudad, las adhesiones que en ella
obtuvieron fueron menos firmes de lo que esperaban, aún entre los sectores sociales más
altos y letrados. Lavalle debe haber percibido este clima y decidió legitimar de algún modo
su acción. Para ello apeló a los mismos recursos que suministraba la experiencia política
previa: convocó una reunión del “pueblo” en una iglesia para elegir un gobernador interino
hasta tanto se convocase a elecciones para formar nueva junta de representantes. Esa
asamblea eligió a Lavalle como gobernador. Aun en ese sector social que había sido el más
favorable a los unitarios, el motín fue visto con extrema inquietud. En los meses siguientes,
Lavalle tuvo que recurrir a otros mecanismos para tratar de mantener cierto consenso entre
la elite urbana. Sin embargo, ninguna de estas soluciones fueron suficientes para asegurar
su apoyo completo y, menos aún, cuando los enfrentamientos tomaron un curso
francamente desfavorable.
Si está era la situación entre los grupos altos, la oposición debe de haber sido mucho más
amplia e intensa entre la plebe urbana, el capital político por excelencia del fusilado
Dorrego. La oposición de los sectores sociales bajos de la ciudad adoptó una forma
característica: la multiplicación de las deserciones entre los soldados que se pasaban a la
campaña y se unían a las fuerzas federales.

“A la cabeza de sus coraceros se llevaría por delante un mundo”

Así describió Lamadrid la actitud predominante entre Lavalle y sus oficiales. Y no le


faltaba razón. Estos hombres provenían de esa elite revolucionaria que había hallado un
lugar encumbrado en la sociedad a través de la carrera militar y se habían ido convirtiendo
en un grupo que se consideraba a sí mismo como el único capaz de dirigir a la sociedad.
Eran individuos fogueados en las guerras de independencia y en la guerra contra el Imperio
del Brasil y sólo confiaban en esos regimientos que habían forjado a su imagen y dotado
de una férrea disciplina y de un sentimiento de superioridad. Los soldados de Lavalle,
Rauch y Brown eran el núcleo básico de ese ejército que pretendía aplastar un alzamiento
rural que eludía un combate decisivo y frontal. Comparados con los milicianos y las
partidas sueltas que se sublevaron a favor de Dorrego, los amotinados del 1º de diciembre
eran la expresión de un ejército regular. En realidad, su fuerza principal provenía de los
pocos regimientos de caballería de línea con que contaba la provincia: el de Coraceros, que
había formado Lavalle, el de Húsares, que había comandado Rauch, y los Blandengues de
la Frontera, sobre los cuales Martín Rodríguez tenía predicamento.
Para defender la ciudad sitiada, los jefes unitarios debieron apelar a otras formas de
reclutamiento y las medidas de excepción no dejaron de repetirse, mucho más cuando los
federales triunfaron en Puente de Márquez. No iba a ser suficiente y es evidente que no

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alcanzaba con la prédica propagandística para superar la creciente reticencia entre la misma
“gente decente”. Así, a principios de mayo el gobierno recibía una avalancha de solicitudes
de pasaporte de vecinos de la ciudad que, aun estando enrolados en los batallones de milicia
urbana, querían abandonar Buenos Aires. Las tensiones que recorrían a las fuerzas unitarias
se manifestaron, entonces, de varias maneras. Ante todo por las deserciones que desde un
primer momento ocurrían entre los soldados enrolados. También había otras formas de
resistencia como era la escasa disposición a prestar servicios en los batallones de milicias
urbanas y que, al parecer, era un rasgo contundente entre las castas de pardos y morenos.
Es que la reticencia a sumarse a las filas se había tornado pública, notoria y extendida entre
la “plebe” de la ciudad.

La “reunión” de los paisanos

Las tropas de Dorrego estaban compuestas principlamente por los milicianos de la campaña
que pueden haber rondado los dos mil efectivos. Bastantes más que los que contaba
Lavalle, pero mucho peor armados y adiestrados. El grueso de las fuerzas no provenía de
peones sometidos al poder del gran estanciero sino de vecinos de la campaña, labradores y
criadores de ganado autónomos que integraban las milicias. Después de la derrota de
Navarro estas fuerzas se dispersaron, pero en diferentes puntos de la campaña comenzaron
a surgir focos de resistencia. Eran las “reuniones” de milicianos.
Las milicias eran una de las estructuras más antiguas que articulaban y sostenían el orden
social. Servir en las milicias era desde la época colonial una obligación inherente a la
condición de vecino, un servicio no sólo al Rey sino a la comunidad de la que se formaba
parte. Los milicianos debían ser hombres mayores de edad y su convocatoria estaba
regulada tanto por las reglamentaciones vigentes como por la costumbre social. El
miliciano solía seguir viviendo en su hogar y acudir a la convocatoria con sus propias armas
y caballos. Y mientras estaban en servicio activo, estos milicianos debían recibir una
remuneración y gozar del fuero militar, es decir, que quedaban fuera de la jurisdicción de
la justicia ordinaria y sólo podían ser juzgados por sus oficiales. Desde las invasiones
inglesas las fuerzas milicianas de la ciudad y del campo no habían dejado de acrecentarse
y los milicianos se acostumbraron a resistir porfiadamente que las autoridades los
transformaran en fuerzas veteranas. Hay, también, algo que poner de relieve: entre los
paisanos y el ejército se venía desarrollando durante varios años una intensa disputa
anterior a la sublevación de 1828. No sorprende, por tanto, ni el apoyo que Dorrego tuvo
entre los milicianos ni el repudio que obtuvo del ejército.
Los milicianos parecen haber sido un componente fundamental del alzamiento rural y,
sobre todo, de las partidas que por todos lados hostigaban a las fuerzas unitarias. Eran
grupos de paisanos y vecinos armados, reclutados en cada localidad y con jefes
provenientes de sus mismas comunidades. No eran, sin duda, un ejército, per sí eran una

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fuerza social y política decisiva. Con todo, tampoco fueron los únicos protagonistas del
alzamiento.

Los “indios amigos”

Ya en el enfrentamiento de Navarro combatieron por Dorrego unos doscientos “indios


amigos” al mando del cacique Venancio. ¿Quiénes eran? Se trataba sólo de una parte de
unos dos mil que integraban las tribus que para ese entonces estaban situados dentro de la
jurisdicción provincial gracias a los acuerdos que Rosas había forjado con sus caciques.
En 1827, Rivadavia archivaba la política negociadora de Rosas, dado que durante el año
anterior la conflictividad en la frontera había sido extrema. El presidente encomendó
entonces a Rauch llevar adelante tres expediciones punitivas que no sólo resultaron
exitosas sino que se caracterizaron por su extrema violencia y ferocidad. Estas experiencias
ayudan a entender la intervención de las tribus en el conflicto de 1829 y su alineamiento a
favor de Rosas.
Con todo a fines de octubre la alarma era extrema pues las estancias del norte de la
provincia situadas cerca del Arroyo del Medio y San Nicolás habían sido saqueadas y el
pueblo de Pergamino atacado por “los indios y foragidos que los acompañan”. Era claro
que no todos los caciques y las tribus estaban incluidos en los acuerdos. ¿Qué estaba
sucediendo? ¿Por qué la paz reinaba en al frontera sur y la situación era extremadamente
tensa en el norte? ¿Por qué los acuerdos y el sistema de “indios amigos” funcionaban bien
en una zona pero no en la otra?

Los “indios del Rey”: los Pincheira, ni amigos ni aliados

Al menos desde junio de 1826 la alarma comenzó a recorrer la frontera cuando se


sucedieron ataques indígenas tanto en Arrecifes como en Dolores. Sin embargo, los más
graves ocurrieron en Salto. No era un ataque más. Se trataba de una acción coordinada en
gran escala que se desplegaba en un amplio espacio y en la que aparecían actuando
conjuntamente contingentes indígenas y grupos de cristianos de origen chileno. Algo era
claro: desde 1826 los últimos coletazos de las guerras de independencia se estaban
desplegando en las pampas donde reaparecía una fuerza realista aliada con tribus indígenas.
La migración temporaria o definitiva de grupos indígenas desde el otro lado de la cordillera
de los Andes hacia las pampas no era nueva pero se había multiplicado decididamente
durante las décadas de 1810 y 1820. La llegada de estos nuevos contingentes habría de
trastornar las relaciones tanto entre las diversas agrupaciones indígenas como entre ellas y
la sociedad criolla. Esta situación se agravó aún más porque los contingentes indígenas no
venían solos sino que solían incluir grupos de “cristianos” que se habían sumado a ellos y
establecido alianza con algunos caciques. También había grupos de cristianos que se
movían activamente entre la Araucanía y las pampas. Eran los restos de las fuerzas realistas
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que comenzaron a desplegar una auténtica guerra de guerrillas a favor de la causa del Rey
desde el territorio indígena y en alianza con algunas tribus araucanas. A comienzos de la
década de 1820 entre ellos se destacaron los cuatro hermanos Pincheira, Juan Antonio,
Santos, Pablo y José Antonio. Hacia 1825, las autoridades del sur chileno lograron
establecer acuerdos de paz con la mayor parte de los jefes araucanos y estuvieron en
condiciones de realizar expediciones para acabar con los Pincheira. De este modo el
accionar de los Pincheira y sus “bandidos” y “montoneros” tendió a concentrarse cada vez
más sobre los territorios situados al este de la cordillera junto a las tribus ranqueles y
boroganas, que eran sus aliados. El accionar de los Pincheira y las agrupaciones indígenas
obedecía a objetivos diferentes: mientras que para aquéllos se trataba de obtener recursos
y reclutar fuerzas para enfrentar el gobierno independentista chileno, para éstas se trataba
de conseguir un aliado que les permitiera controlar los puntos estratégicos de las pampas.
De esta forma, los nuevos factores de conflicto forzaban a los caciques a buscar alianzas
con los distintos bandos criollos. De esta forma, hacia 1828 los ataques que dirigían los
Pincheira en la frontera bonaerense se extendían desde el sur de Santa Fe hasta Bahía
Blanca, y a principios de 1829, tenían prácticamente cercado el pueblo de Carmen de
Patagones.

Entre dos mundos

El mundo indígena era diverso e inestable. No sólo los Pincheira y sus aliados estaban
llegando a estas tierras. Otros grupos indígenas también habían llegado y entre ellos se
comenzaba a destacar otro cacique, Venancio Coñuepan. Venancio y su gente no venían
solos sino que contaban también con oficiales y soldados criollos que ya vivían en esas
tribus y entre quienes se destacaba un oficial, Juan de Dios Montero. Opuestos a los
Pincheira, el cacique Venancio y Montero buscaron establecer alianzas con las autoridades
de Buenos Aires.
Las intervenciones de los caciques y las tribus indígenas durante el alzamiento no fueron
unívocas ni uniformes y respondieron a las opciones políticas que eligieron como más
adecuadas para defender sus propios intereses y para saldar las disputas que tenían con
otras tribus y caciques.
La intervención de los “indios amigos” junto a las fuerzas federales se transformó en uno
de los ejes centrales de la propaganda unitaria, que hasta justificó con ella el fusilamiento
de Dorrego. Las relaciones de Rosas con los “indios amigos” aunque tenían un fuerte
contenido personal no siempre eran directas y requerían de algunos sujetos que las hicieran
posibles. Entre ellos, uno se destacó inmediatamente: el “gaucho Molina”, quien ya a
mediados de diciembre encabezaba la principal oposición a los unitarios en la campaña.
Molina no era el único hombre de confianza que Rosas tenía para tratar con los indios.
Entre ellos también estaba Francisco Sosa, alias Pancho el Ñato. En estas condiciones, no
tiene nada de sorprendente que Sosa y Molina fueran dos de los más destacados jefes
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iniciales del alzamiento rural en la frontera sur, ni es extraño que, junto a otros sujetos
como Arbolito o Zelarrayán, formaran esas partidas irregulares que hicieron la vida
imposible a las tropas del ejército unitario y mantuvieron en vilo a los pueblos del sur. Las
partidas que lideraban no sólo ofrecían una resistencia tenaz y dispersa que eludía este
combate abierto que tanto deseaban los jefes unitarios, sino que además estos hombres
parecen haber sido también muy eficaces para socavar la lealtad y obediencia de las tropas
enemigas.

“La guerra no se ha vuelto sino piratería”

Así describía Beruti las formas que había adoptado la guerra civil y con ello nos indica uno
de los rasgos más intrincados del alzamiento rural: sus relaciones con el bandolerismo. Al
atenerse exclusivamente a la propaganda unitaria, no cabe duda alguna: las partidas
federales son meras “bandas de salteadores”. Sin embargo, el problema es más complejo.
Algunas evidencias surgen de la misma prensa unitaria. Las acciones que en los primeros
meses fueron catalogadas de bandolerismo aluden sistemáticamente al asalto de estancias
de propietarios adictos al régimen unitario en la campaña. Es decir, que respondían a
precisos objetivos políticos. En segundo lugar se ve claramente que, a medida que el
alzamiento tomaba mayor fuerza, esas acciones tendieron a concentrarse sobre los pueblos
que como Baradero, San Pedro, San Antonio de Areco, Monte, Dolores o Cháscomus,
contaban con grupos de adherentes a los unitarios. En tercer término, hay otra evidencia
bastante precisa. A medida que las acciones de los “anarquistas” tendían a concentrarse
más cerca de la ciudad las denuncias muestran que entre sus blancos privilegiados se
encontraban no sólo importantes vecinos sino particularmente los extranjeros, los ingleses,
escoceses y alemanes que habían venido a participar de los proyectos de colonización
desarrollados durante el gobierno de Rivadavia. Estas evidencias sugieren que muchas de
las acciones calificadas de bandolerismo tenían objetivos políticos bastante precisos y eran
parte inseparable de la llamada “guerra de recursos”.
Pero la dramática expresión de Beruti tenía otro sentido: apuntaba a denunciar no sólo las
formas que adoptaban los asaltos de los “montoneros”, sino también los saqueos
producidos por las tropas de Lavalle, especialmente una vez que quedaron estacionadas y
sin movilidad.
4. Buenos Aires en 1828
El alzamiento resultó de la convergencia de una multiplicidad de actores: milicianos,
desertores de los cuerpos de línea, hacendados, paisanos comunes convertidos en miembros
de partidas irregulares conducidas por hacendados, capataces o peones, indios amigos,
cristianos renegados, bandas de salteadores, etc. ¿Cómo fue posible esta convergencia?
Para responder resulta preciso echar una mirada a la sociedad porteña de entonces y a las
circunstancias por las que estaba pasando hacia 1828.
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“Se pretende hacer de ella no sólo la Atenas, sino la Londres del hemisferio del sur”
Así se refería a Buenos Aires y al progreso de su comercio el periódico de habla inglesa
The British Packet poco antes de que la provincia fuera desgarrada por la guerra civil.
Puede parecer una imagen exagerada, pero ilustra bien la imagen de la ciudad y de su futuro
que se había forjado la elite urbana. Buenos Aires tenía sus laureles y los exhibía con
orgullo. No sólo había sido la capital del virreinato sino que era una de las capitales
coloniales que había crecido con mayor ímpetu en las últimas décadas. La población de la
ciudad, aunque crecía más lentamente que la del campo, se estaba transformando. Si
siempre había conformado un mundo social heterogéneo y diverso dado su condición de
puerto y frontera imperial, desde la revolución se había hecho mucho más cosmopolita. Sin
embargo, al mismo tiempo, la ciudad se hacía cada vez más criolla y mestiza.
Buenos Aires tenía una peculiaridad que la distinguía, que era que hasta comienzos de la
década de 1820, su población había sido siempre mayor que la que poblaba la campaña.
Tras la revolución, sin embargo, esta situación estaba cambiando con rapidez. Por lo
pronto, los metales altoperuanos dejaron de ser el componente principal de las
exportaciones, que ahora se basaban en los cueros y en la carne salada, el tasajo. En este
contexto un cambio muy profundo estaba ocurriendo en la sociedad. La importancia de la
campaña, tanto en términos demográficos como económicos, estaba cambiando
sustancialmente. Por lo tanto, a esa ciudad se le hacía cada vez más imperioso, pero también
más difícil, asegurar el gobierno de un campo que había estado muy escasamente
controlado durante la colonia y que ahora se transformaba en la base de sustentación de la
economía provincial. De esta manera, en términos políticos también estaba cambiando la
importancia de la campaña. Si los límites físicos entre la ciudad y el campo eran borrosos
también lo eran los que separaban a la elite de los otros sectores sociales. Y sin embargo,
esos límites existían. Pero la revolución había convocado a la lucha al populacho y
producido su intensa movilización mientras diseminaba un nuevo principio, la “igualdad
ante la ley”. Estas tensiones también tuvieron un lugar decisivo en los enfrentamientos de
1829.

“El país de la abundancia”

Hacia 1821, las quejas tenían un motivo claro, preciso y totalmente novedoso para los
porteños de entonces: la carestía de la carne. Lo que estaba pasando con los precios de la
carne expresaba un proceso más vasto y más complejo: era la valorización de los recursos
agrarios, primero del ganado y luego también de la tierra. Con esta valorización se abría
una creciente disputa social por la propiedad y control efectivo de los recursos agrarios. De
esta manera, y en forma súbita, prácticas sociales ancestrales estaban pasando a ser
consideradas como delictivas. En los años veinte las nuevas ideas que habían ganado las
mentes de elites y autoridades tenían una orientación cada vez más precisa y definida:

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afirmar, de una vez por todas, el ejercicio pleno y sin limitaciones del derecho de propiedad.
Era mucho más fácil proclamarlo que hacerlo realidad, por dos motivos: porque estas
nuevas concepciones chocaban con otras hasta entonces admitidas y muy extendidas, y
porque requería de una estructura estatal en condiciones de hacer cumplir las nuevas
disposiciones. De allí, muchas de las normas que se dictaron para reordenar la vida social.
Las más famosas, sin duda, fueron las que se dirigían a perseguir la “vagancia”. No era una
persecución nueva, pero se estaba tornando cada vez más draconiana. Las levas, hacían aún
más inestable la vida de las familias campesinas y muy tenue la línea que separaba
legalidad de ilegalidad. La campaña de Buenos Aires era un territorio en expansión
productiva y territorial que estaba poco poblado y por lo tanto atraía contingentes de
migrantes de diversos espacios del antiguo virreinato dadas las oportunidades que ofrecía
de trabajo, salarios más altos, relaciones sociales más flexibles y posibilidades de acceso a
la tierra. Lo que hacía “insolente” a esta población eran las posibilidades que tenía de
convertirse en campesinos autónomos y lo que hacía tan difícil que los peones se
subordinaran a sus patrones eran las oportunidades laborales que encontraban en otros
establecimientos o las de establecerse por cuenta propia. Los estancieros y chacareros se
veían obligados a pagar salarios más altos para atraer trabajadores. Por otra parte, la mayor
parte de estos peones y jornaleros, solían dedicarse también a la labranza y cría de un
pequeño rodeo para la subsistencia de sus familias y para ellos empleaban tierras con o sin
permiso de sus propietarios. La campaña, entonces, no estaba dominada por un puñado de
grandes propietarios que sometían a su voluntad a unos pocos gauchos ni era simplemente
un vasto territorio dedicado exclusivamente a la ganadería. Por el contrario, estaba poblada
por infinidad de familias de campesinos labradores y/o criadores de ganado que apelaban
básicamente al trabajo familiar y que tenían muy diversas formas de acceder a la tierra.
Además había otro rasgo importante de la vida social rural que hacía que la campaña no
fuera simplemente un puñado de grandes estancias. En las cercanías de la ciudad
prosperaban algunos pueblos como Quilmes, Flores, Morón o San Isidro, etc., etc. Junto a
ellos existía todo un rosario de poblados establecidos en torno a las parroquias y a los
fortines de frontera, que estaban adquiriendo creciente importancia económica y política.
Este cuadro de situación, por lo tanto, presentaba un escenario de múltiples actores y varios
ejes de conflicto. Por un lado, estaban los conflictos entre la sociedad porteña y las tribus
indígenas de la pampa. Por otra parte, los cambios económicos e institucionales producían
otras tensiones y conflictos como los que estaban transformando el acceso a las tierras
públicas y los recursos agrarios.

Los “puebleros” y los “hijos del país”

Quienes debían encargarse de hacer cumplir efectivamente las disposiciones del gobierno
eran las autoridades locales que residían en los pueblos de la campaña. Desde 1821 cada

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partido quedó a cargo de un juez de paz. Éste era el encargado de administrar los pleitos
civiles de menor cuantía y preparar los sumarios en las causas criminales. Tenían también
una función clave: debían hacer que los vecinos fueran a votar y presidían las mesas
escrutadoras de las elecciones. Sin embargo, estos jueces no eran electos sino designados
por el gobierno provincial, que los seleccionaba entre los vecinos destacados del partido.
De esta manera, durante la década de 1829 se desplegó en la campaña una intensa lucha
política que asumía formas diferentes. A través de las elecciones se resolvía sólo quienes
integraban la Legislatura o Sala de Representantes y cada juez de paz debía extremar sus
recursos y relaciones sociales para lograr que votara la mayor parte de los vecinos y lo
hiciera por la lista oficial. Sin embargo, había otras formas de lucha política decisivas para
definir quién ejercía el poder local. La designación de un juez de paz significaba la primacía
de una facción y el desplazamiento de otra rival. Por ello, estas facciones vecinales
desplegaban un amplio repertorio de recursos para obtener el favor del gobierno y
predominar en el partido: representaciones colectivas con peticiones al gobierno, demandas
judiciales contra los abusos del juez de turno y no pocas veces verdaderos tumultos.
Al mismo tiempo se estaba desarrollando otro eje de conflictos. El sistema político
imperante en la campaña descansaba en la colaboración activa de los grupos de vecinos
con prestigio, poder e influencia en cada partido. Los paisanos solían denominar a estos
vecinos con el nombre de “puebleros” y más despectivamente aún “cajetillas”,
contraponiéndolos a los que vivían en el campo y que gustaban de llamarse a sí mismos
“los hijos del país”. En esta oposición no sólo incidía el lugar de residencia sino también
el rango social y el modo de vida y de vestir.
El entrelazamiento de estos conflictos se iba a mostrar con toda intensidad durante el
alzamiento de 1829. No estaban generados por el enfrentamiento entre unitarios y federales
pero tampoco pudieron quedar al margen de esta otra confrontación.

“Empezaron a dar voces, Montoneros, Montoneros”

En la madrugada del 13 de diciembre de 1826 un numeroso grupo se apoderó del pueblo


de Navarro y lo mantuvo ocupado durante todo el día. Siguiendo órdenes de su jefe
apresaron y sustituyeron al comisario y designaron a otro juez de paz. Lejos de realizar un
saqueo generalizado, las contribuciones sólo fueron exigidas sólo a los vecinos principales
–en especial a los pulperos-, los robos fueron prohibidos y se anunció que estas acciones
estaban dirigidas sólo contra los “europeos y extranjeros” y que eran en beneficio de los
“hijos del país”. Al anochecer abandonaron el pueblo y en la madrugada siguiente
intentaron asaltar a Villa de Lujan. Muchos de ellos perecieron en el asalto y varios fueron
apresados en los días siguientes. Los hombres que habían tomado por asalto los pueblos de
Navarro y de Lujan no sólo se identificaron como federales sino, además, como
montoneros. ¿Quiénes eran? Su jefe se llamaba Cipriano Benítez, un labrador arrendatario
de la frontera; el grupo inicial se componía de unos treinta hombres, casi todos paisanos
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del pago, en su mayor parte labradores, unos pocos peones e incluso un esclavo. ¿Qué era
lo que se proponían? Benítez no apeló sólo a una genérica identidad federal para legitimar
su acción sino que diseminó entre los paisanos una serie de promesas y definió objetivos
bastante precisos.
¿Qué muestra este episodio? Que dos años antes del alzamiento había en la campaña grupos
dispuestos a movilizarse que ya habían asumido una clara identidad política federal. A su
vez, lo sucedido indica algo más: por la forma que adoptó la montonera y por su modo de
acción, anticipa algunas de las características centrales que adoptó el alzamiento rural de
1828.

“Los pueblos han recibido una lección terrible”

¿Contaba Lavalle con adherentes en la campaña? Y, si los tenía ¿dónde y entre quiénes se
reclutaban? Así parece haber sido, si no, no se puede entender la violencia que adoptó la
lucha por controlar los pueblos en la cual los unitarios no contaron sólo con sus fuerzas
militares sino también con la adhesión de grupos de vecinos. En este sentido, parece claro
que los unitarios tuvieron mayores adhesiones en el norte de la campaña y, en particular,
en el corredor de poblados situados cerca de la costa del Paraná. En cambio, los federales
mostraron que tenían una mayor capacidad de movilización en la frontera sur. Sin embargo,
en cada región ambos bandos tenían algunos puntos en los que eran más fuertes aunque la
zona en su mayor parte adhiriera a su oponente. Lo que estaba sucediendo era que en cada
partido se libraba una aguda disputa política, a
La vez local y general, y que suponía historia previas.
Para que el alzamiento tomara forma y pudiera desplegarse fue necesaria la intervención
de toda una gama de sujetos que a nivel local pudieran concitar la adhesión de parte del
vecindario. Algunos tenían posiciones de poder y prestigio pues eran jefes de milicias,
jueces de paz, o sencillamente hacendados y vecinos influyentes. Pero otros eran simples
peones, criaderos y labradores.
Para abril la situación comenzó a cambiar rápidamente y la disputa por los pueblos se hizo
más dura y encarnizada porque para entonces las fuerzas de Rosas y López entraban en la
provincia desde Santa Fe. Que para abril y mayo el saqueo de los pueblos se había
convertido en una forma de lucha característica y generalizada lo comprueban no sólo las
denuncias que atosigaban la prensa unitaria sino también algunos folletos que hacían
circular los federales atribuyéndolos a las “partidas de ladrones que se levantan en la
campaña”.

“Todas las clases pobres de la ciudad y campaña están en contra de los sublevados”

En ningún momento la adhesión de los sectores bajos de la ciudad y del campo a favor de
los federales estuvo en duda como tampoco su protagonismo en el alzamiento. Una lectura
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cuidadosa de la prensa unitaria permite advertirlo con bastante claridad. El alzamiento
estaba resquebrajando los lazos sociales de obediencia y dependencia y no eran pocos los
que lo percibían como una lucha no sólo entre unitarios y federales o entre la civilización
y la barbarie sino también entre propietarios y bandidos. Este colapso de “los vínculos de
patronato” tenía una consecuencia política precisa pues acrecentaba la capacidad de los
federales para sumar nuevos grupos al movimiento.
El alzamiento estaba desbordando los límites que sus dirigentes pretendían y adquiría la
forma de una intensa confrontación social que amenazaba seriamente a los propietarios.
De esta manera, el alzamiento adquiría rasgos muy particulares pues volcaba abierta y
activamente a favor del bando federal a los sectores más bajos de la sociedad y éstos
encontraban en su adhesión al federalismo una identidad colectiva y un lugar en el
escenario político. Más aún, su impronta fue tan decisiva en el futuro desarrollo del
régimen federal que tornaba en intrínsecamente sospechosos a los individuos de los
sectores altos y acomodados.
Se había desatado una verdadera “guerra de opinión”. Pero esta guerra ya no involucraba
sólo a las clases “decentes” e “ilustradas” sino que ahora era preciso desarrollarla de un
modo tal que permitiera ganarse la voluntad de los sectores bajos de la ciudad y del campo.
Ambos bandos recurrieron a un específico y peculiar tipo de propaganda: los periódicos y
las hojas sueltas escritas en estilo gauchesco. Otra prueba evidente también fueron los
esfuerzos desesperados de la propaganda unitaria para contrarrestar esa imagen que tenían
de defensores exclusivos de los “aristócratas”.

“Indios sí, extranjeros no. Valen más indios que unitarios, el día de la federación llegó”

Así decían unos panfletos que se hallaron en la plaza de Monserrat a principios de abril de
1829. La alianza con los indios era presentada por la propaganda unitaria como la máxima
traición posible y la prueba por excelencia de la barbarie. Para contrarrestar esta
propaganda los federales tomaron otro eje argumental y estos panfletos lo muestran con
claridad. Si la prensa unitaria hacía hincapié en la alianza de los federales con los indios
como signo de su “barbarie”, la propaganda federal lo hizo en la alianza que los unitarios
mantenían con los extranjeros como expresión acabada de su “traición”. Estos discursos
no eran sólo recursos útiles para la disputa política. Eran también modos de interpelar a la
población y movilizar sus diferentes sensibilidades y moldearlas.

Epílogo: La restauración de las leyes

Los desastres que los unitarios sufrieron a partir de abril y la violencia creciente que iba
adquiriendo el alzamiento en la campaña iba reduciendo drásticamente sus opciones. Y el
temor creciente y generalizado a esa sublevación de indios y paisanos fue mayor que el que
suscitaba la figura de Rosas. No tenían, así, otro camino que pactar con él la restauración
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del orden y, si podían, una rendición honrosa. Las negociaciones de paz entre Lavalle y
Rosas comenzaron a mediados de junio de 1829 y fueron facilitadas porque las fuerzas
santafesinas se retiraron del territorio provincial. Ambos no tardaron en llegar a un acuerdo
que se firmó el 24 de junio, pero que no iba a cumplirse. Las negociaciones se reanudaron
y el 24 de agosto un nuevo acuerdo abría una nueva situación y demostraba el deterioro de
la posición de Lavalle: se acordó la formación de un gobierno provisorio encabezado por
el general Viamonte y la convocatoria a nuevas elecciones. La desactivación de los grupos
movilizados durante el alzamiento era una cuestión central para ambos. Pero no era una
tarea sencilla. Para licenciar y desmovilizar a los milicianos Rosas necesitaba recursos para
recompensarlos; de otro modo, los saqueos se multiplicarían. De esta forma, recién a
mediados de setiembre Rosas ordenaba licenciar a los milicianos no sin antes hacerles
llegar una proclama dirigida a quienes llamaba “mis amigos y compañeros de armas” en la
cual los felicitaba. Si la desmovilización de los milicianos era dificultosa, lograr que se
apaciguaran las tribus amigas tampoco era sencillo. Y sobre todo no lo era porque la
situación fronteriza estaba lejos de haberse estabilizado.
La reconstrucción del orden político no era tampoco nada sencilla y, menos aún, hacer
realidad esa política de conciliación que habían pactado Rosas y Lavalle. Los acuerdos a
los que llegaron y que derivaron en la instalación del gobierno provisorio de Viamonte
implicaba el nombramiento de nuevos jueces de paz y el desplazamiento de aquellos que
habían sostenido a los unitarios. Sin embargo, los resentimientos acumulados en la violenta
confrontación hacían inviable el proyecto conciliador.
El reclamo cada vez más intenso para que fuera restaurada la Legislatura que había elegido
a Dorrego y que Lavalle disolvió. El débil gobierno provisorio de Viamonte no pudo ante
tanta presión y cedió. El 1º de diciembre fue restablecida la Legislatura. Pocos días más
tarde ésta eligió a Rosas como gobernador asignándole facultades extraordinarias y lo
declaró “restaurador de las leyes e instituciones de la provincia”. La tarea que se le
encomendaba era bien clara: debía restaurar la vigencia de las instituciones y el orden
social.
Mucho había cambiado en un año. Rosas era un miembro reciente de las filas federales
porteñas pero se había convertido en su líder indiscutido y también de toda la sociedad
provincial. Los unitarios perdieron prácticamente todo su predicamento y comenzaron una
diáspora interminable. Se iniciaban, así, dos décadas de hegemonía política durante las
cuales el rosismo habría de transformarse en la única experiencia exitosa de reconstrucción
del orden político que había disuelto la revolución de independencia.

El regreso de Dorrego

El gobierno de Rosas se inició con un triple halo de legitimidad. Por un lado, porque era el
portador de la tarea de restaurar la paz y la vigencia de las instituciones y las leyes de la
provincia. Por el otro contaba con la legitimidad del inmenso consenso que había logrado
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acumular entre los sectores populares de la ciudad y del campo. Pero había algo más: el
gobierno de Rosas era el vengador de la muerte de Dorrego y el encargado de reparar
públicamente su memoria. La trágica suerte de Dorrego se transformó en un tópico
ineludible de la propaganda política de la época. Y no sólo en la prensa dirigida al público
culto sino también en esa otra prensa que no había dejado de propagarse y que ahora se
constituía en un arma insustituible de la lucha política: las hojas y periódicos escritos en
verso, que imitaban el hablar popular y campesino y que han sido conocidos como el género
gauchesco.

[Raúl Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego! O como un alzamiento rural cambió la historia,


Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2008]

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