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Augusto Monterroso
Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante
sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único
defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas
temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de
sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se
le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que
sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes,
haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía,
como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta
de nada.
Julio Cortázar
En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a saber que un fama pide con gran
concentración un bife con papas fritas, y se queda deunapieza cuando el cronopio camarero
le pregunta cuántas papas fritas quiere.
—¿Cómo cuántas? —vocifera el fama—. ¡Usted me trae papas fritas y se acabó, qué joder!
—Es que aquí las servimos de a siete, treinta y dos, o noventa y ocho —explica el cronopio.
El fama medita un momento, y el resultado de su meditación consiste en decirle al cronopio:
—Vea, mi amigo, váyase al carajo.
Para inmensa sorpresa del fama, el cronopio obedece instantáneamente, es decir que
desaparece como si se lo hubiera bebido el viento. Por supuesto el fama no llegará a saber
jamás dónde queda el tal carajo, y el cronopio probablemente tampoco, pero en todo caso el
almuerzo dista de ser un éxito.
Pär Lagerkvist
Una noche paseaba las calles con mi amada, cuando al pasar ante una casa de lúgubre aspecto,
abriose repentinamente la puerta y un amorcillo¹ dio un paso fuera de las sombras. Mas no
era un amorcillo común -frágil, delicado y artístico-, sino un hombrazo pesado y fornido,
con todo el cuerpo cubierto de pelos, que más parecía un guerrero bárbaro apuntándome con
su rústico arco. Me disparó una flecha que me alcanzó en el pecho. Retiró después la pierna
y cerró tras de sí la puerta de aquella casa semejante a un castillo hosco y sombrío. Yo caí,
pero mi amada continuó su paseo. Pienso que no advirtió mi caída, pues de lo contrario se
hubiera inclinado sobre mi cuerpo y habría tratado de socorrerme. Mas como siguió, sin
detenerse, comprendí que no se había dado cuenta de mi caída. Mi sangre corrió tras ella,
durante un rato, como un arroyuelo, hasta que se detuvo cuando ya no pudo alcanzarla.
Anónimo: India
Una mujer, deshecha en lágrimas, se acercó hasta el Buda y, con voz angustiada y
entrecortada, le explicó:
-Señor, una serpiente venenosa ha picado a mi hijo y va a morir. Dicen los médicos que nada
puede hacerse ya.
-Buena mujer, ve a ese pueblo cercano y toma un grano de mostaza negra de aquella casa en
la que no haya habido ninguna muerte. Si me lo traes, curaré a tu hijo.
La mujer fue de casa en casa, inquiriendo si había habido alguna muerte, y comprobó que no
había ni una sola casa donde no se hubiera producido alguna. Así que no pudo pedir el grano
de mostaza y llevárselo al Buda.
Al regresar, dijo:
-Señor, no he encontrado ni una sola casa en la que no hubiera habido alguna muerte.
Y, con infinita ternura, el Buda dijo:
-¿Te das cuenta, buena mujer? Es inevitable. Anda, ve junto a tu hijo y, cuando muera,
entierra su cadáver.
Anónimo: India
Un día un pobre hombre que vivía en la miseria y mendigaba de puerta en puerta, observó
un carro de oro que entraba en el pueblo llevando un rey sonriente y radiante. El pobre se
dijo de inmediato:
“Se ha acabado mi sufrimiento, se ha acabado mi vida de pobre. Este rey de rostro dorado ha
venido aquí por mí. Me cubrirá de migajas de su riqueza y viviré tranquilo.”
En efecto, el rey, como si hubiese venido a ver al pobre hombre, hizo detener el carro a su
lado. El mendigo, que se había postrado en el suelo, se levantó y miró al rey, convencido de
que había llegado la hora de su suerte. Entonces el rey extendió su mano hacia el pobre
hombre y dijo:
-¿Qué tienes para darme?
El pobre, muy desilusionado y sorprendido, no supo qué decir.
“¿Es un juego lo que el rey me propone? ¿Se burla de mí? ¿Es un nuevo pesar?” -se dijo.
Entonces, al ver la persistente sonrisa del rey, su luminosa mirada y su mano tendida, el pobre
metió su mano en la alforja, que contenía unos puñados de arroz. Cogió un grano de arroz y
se lo dio al rey, que le dio las gracias y se fue enseguida, llevado por unos caballos
sorprendentemente rápidos.
Al final del día, al vaciar su alforja, el pobre encontró un grano de oro.
Se puso a llorar diciendo:
-¿Por qué no le habré dado todo mi arroz!
Reconfigure este cuento en términos investigativos:
Marco Denevi