Vous êtes sur la page 1sur 22

¿DÓNDE UBICAR A FELISBERTO HERNANDÉZ?

LA PROSA DE FICCIÓN Y LA
ESCRITURA EPISTOLAR DEL NARRADOR PIANISTA ENTRE LA PRESERVACIÓN
DE LOS MOTIVOS LOCALISTAS Y LOS ESTÍMULOS DE LAS VANGUARDIAS
Giuseppe Gatti Riccardi (Università degli Studi Guglielmo Marconi – Roma)
Al arte nuevo hay que cruzarlo con lo típico para
fortalecerlo, atarlo a la tierra no con un
cabestro: con una raíz.
(Fernán Silva Valdés. Nativismo)

Felisberto Hernández me recuerda que la literatura,


la buena literatura, puede estar en lo mínimo.
(Carlos Liscano. Escritor indolente)

Uruguay: una plácida vanguardia

El objetivo del presente estudio reside en identificar el tipo de relación que se establece
entre la afirmación de los movimientos de vanguardia en Europa y en los países de la América
hispana, y el grado de absorción de estas corrientes por parte de Felisberto Hernández (1902-
1964):1 se pretende analizar tanto un corpus selecto de la prosa de ficción del escritor
montevideano de la época 1927-1947, como una selección de las cartas que nuestro autor
escribió entre 1922 y 1954, subrayando la naturaleza del vínculo que existe entre la literatura
hernandiana y los contenidos de su correspondencia, y haciendo brevemente hincapié en algun
rasgo de la pintura nacional. La necesidad de analizar de forma paralela la prosa ficcional y las
misivas hernandianas refleja una evidencia todavía no muy estudiada: nos referimos a la
efectividad de una escritura epistolar cuya retórica y cuya poética se hacen advertibles en los
propios relatos, puesto que «por las cartas fluye una sangre invisible de la literatura; […]
diversos pasajes de la correspondencia revelan fuentes situacionales clave, con adiciones
enigmáticas al recuerdo, aproximaciones al pasado, bocetos de ideas y una impronta estética
de tonos y relaciones verbales que posteriormente se proyectan en la obra» (Morena, 2016:
22).2 En esta primera sección, nuestro enfoque se centrará en la relación que se instaura a

1
En lo que se refiere a la bibliografía de Felisberto Hernández, ya en los años veinte ven la luz
en Montevideo dos breves volumenes en prosa titulados respectivamente Fulano de tal (1925) y Libro
sin tapas (1929). En la década del treinta, Felisberto publica La cara de Ana (1930) y La envenenada
(1931), a los que siguen -ya en los años cuarenta del siglo- Por los tiempos de Clemente Colling
(1942), El caballo perdido (1943) y Nadie encendía las lámparas (1947). Finalmente, en los años
sesenta ven la luz unos textos (algunos ya póstumos) que habían sido redactados con anterioridad,
como La casa inundada (1960), Tierras de la memoria (inconclusa, 1964) y Las hortensias (1966).
2
Para nuestro análisis de la escritura epistolar de Felisberto Hernández hemos consultado la
recopilación cartas que vio la luz en Montevideo en 2016 gracias a la labor de Daniel Morena, quien
recopila las cartas que el escritor había enviado a lo largo de más de tres décadas. Además de una serie
partir de los años veinte entre el contexto socio-cultural del Uruguay de comienzos del siglo
XX y el afianzamiento de la estética vanguardista en ambas orillas del Atlántico. Se trata, en
primer lugar, de analizar de qué manera el medio local reaccionó frente a la irrupción de las
nuevas manifestaciones «importadas» y a los valores implícitos en ellas. En segundo lugar,
cabría identificar las razones por las que, a lo largo de las primeras tres décadas del siglo
pasado, el mundo intelectual uruguayos respondió a la llegada a las costas rioplatenses de las
nuevas inquietudes a través de una reelaboración suavizada de todo influjo cultural rompedor
y de toda novedad estética subversiva. En el marco del diálogo a distancia que los intelectuales
continentales entablaron con la propuestas renovadoras procedentes de Europa,3 el contexto
cultural de la Banda Oriental de los primeros treinta años del siglo se caracterizó por recurrir a
formas interpretativas de lo ajeno basadas en una elaboración «apaciguada» tanto de los
estímulos de corte social y económico trasplantados, como de las innovadoras corrientes
artísticas importadas. Es inútil insistir en la evidencia de que el modelo radical de ruptura en
los campos estéticos, morales y sociales que los «ismos» europeos propusieron no alcanzó el
mismo nivel de radicalidad en todos los ámbitos culturales y literarios del continente
americano de lengua española, y en efecto –tal como señala Trinidad Barrera–

la adaptación de estas posturas extremas por los diferentes cenáculos literarios del continente
americano no fue siempre igual. No es arbitrario que la crítica preocupada por enjuiciar el proceso
vanguardista en Uruguay sostenga el carácter conformista, conservador y acomodaticio del mismo
(Barrera, 2006: 160).

Si en el ámbito artístico la sociedad latinoamericana –aun con sus notables diferencias de


país a país– aceptó en su conjunto incorporar la insolencia de las nuevas artes y adoptó los
movimientos iconoclastas procedentes de Europa como formas imprescindibles de expresión

de dedicatorias, notas y varias partituras, el volumen se organiza en bloques, según el destinatario; se


distingue así un gupo de cartas a la familia (1922-1948), de cartas a Lorenzo Destoc (1929-1943), a
Paulina Medeiros (1943-1948), a Jules Supervielle (1944-1955), a Reina Reyes (1952-1954) y a su hija
Ana María Hernández.
3
Se quiere hacer hincapié, aquí, en cómo no hubo un flujo unidireccional que transportaba de
Europa a América Latina las nuevas ideas y prácticas rupturistas; en los años entre 1915 y 1935 se
manifestó una sincronía entre las vanguardias europeas y las latinoamericanas, según un modelo de
intercambio mutuo que lleva Rose Corral a subrayar cómo «las vanguardias latinoamericanas
mostrarían en conjunto que la mirada entre América y Europa no era excluyente o con un sentido único
(la siempre citada influencia de Europa en América) […] porque eran compatibles el retorno a lo
propio, a lo autóctono, con lo moderno y cosmopolita» (Corral, 2017: 13).
de la modernidad,4 en la joven República Oriental del Uruguay la confluencia y aceptación de
los vanguardismos fueron procesos matizados, que se caracterizaron por una adopción tardía
de los mensajes innovadores y, sobre todo, por una escasa orientación hacia rupturas abruptas.
El contexto cultural y literario uruguayo se encuentra en ese momento muy alejado de la
intensidad de las pulsiones e inquietudes renovadoras que estaban sacudiendo la vecina orilla
argentina, –es suficiente pensar en la obra de Oliverio Girondo de la etapa 1920-1930, cuando
vieron la luz Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) o Calcomanías (1925), o en
las novelas urbanas de Roberto Arlt (El Juguete rabioso, 1926; Los siete locos, 1929; Los
lanzallamas, 1931;); frente a ese frenesí, el medio intelectual de la orilla oriental, atrapó las
nuevas sensibilidades estéticas en una actitud más conformista, que aspiraba a una renovación
pausada, sin rupturas violentas ni con el pasado ni con el presente. La rebeldía estética llevada
a lo extremo, la práctica artística como provocación y el «fetiche de lo nuevo» no seducen al
intelectual uruguayo puesto que –tal como indica Pabo Rocca– «la bohemia desenfrenada y los
malos modales no estaban hechos a medida de los vanguardistas montevideanos […] quienes
preferían vestir discretos trajes oscuros, rigurosas corbatas y, si acaso, algún sombrero un poco
disonante con las convenciones de la moda» (Rocca, 2006: 50). Esta preocupación por el
mantenimiento del status quo tiene su justificación en la situación política que se había dado
en el país a partir del ascenso al poder de José Batlle y Ordóñez, que había implantado en la
nación un sistema ideológico positivista, fundado en un racionalismo que producía un estado
de relativo y difundido bienestar, y alejaba toda tentación de actitud revolucionaria. El sistema
cultural montevideano de los años veinte y treinta no tenía la necesidad de discrepar con el
funcionamiento de una estructura social cómoda y garantista que además «había encauzado el
arte y engullido al artista en su paternalista poder de previsión» (Barrera, 2006: 161).
En el sistema batllista, la figura del intelectual se aleja –por conveniencia– de la postura
rupturista de los «ismos» extremos, debido a un mecanismo socio-cultural que lo lleva a
integrar paulatinamente el aparato burocrático del estado: se trata de un modelo que durante el
último tercio del siglo XIX se había difundido también en la vecina orilla argentina, donde se
había verificado «la unión en la misma persona del intelectual y del político» (Achugar, 1987:
423). La actividad de los vanguardistas uruguayos se cumple, así, según la línea estética de un

4
Sin poder ahondar, en este trabajo, en los procesos de aceptación y evolución de los
movimientos vanguardistas en Latinoamérica, quisiéramos destacar –con palabras de Hugo Verani–
que “durante la década de los Veinte el florecimiento de los ismos fue más vasto de lo que usualmente
se reconoce [...] En la década siguiente los movimientos iconoclastas, con ideario propio y organizados
en grupo, dejan de existir o presentan una imagen distinta, incorporada al proceso literario nacional»
(Verani, 1986: 11).
conservadurismo moderado, y –según afirma Hugo Verani– «se cumple en concordancia con
el espíritu general de renovación, pero con características conformistas, sin disidencias
profundas» (Verani, 1986: 41). Frente a las actitudes polémicas y combativas de la vanguardia
cosmopolita de la orilla argentina, bien representada por la irreverencia desenfadada que
Girondo vuelca en el manifiesto martinfierrista, el apagado vanguardismo oriental no plantea
transformaciones estéticas radicales: según observa Carlos Martínez Moreno, le falta a la
vanguardia uruguaya «de los años veinte y aún de los treinta esa estridencia propia de las
renovaciones raigales de las grandes propuestas transformadoras» (Martínez Moreno, 1969:
124). En los años que coinciden, a grandes rasgos, con la Primera Guerra Mundial tiene lugar
en el país un conjunto de eventos que marcará el sesgo del desarrollo cultural de las dos
décadas siguientes y que puede ayudar a comprender las razones de esta conducta conformista:
en primer lugar, se observa un reforzamiento del conservadurismo ideológico que venía
gestándose desde el cambio de centuria, unido a los efectos de la «instauración del neo-
contratualismo como práctica corriente de la sociedad» (Barrera, 2006: 161). En segundo
lugar, se manifiesta un proceso de institucionalización de la cultura nacional que responde a la
necesidad de crear espacios culturales alternativos que permiten al artista sustraerse –al menos
en parte– a la presencia paternalista del Estado. Finalmente, el tercer punto se encuentra en
directa relación con el primero: el pluralismo cultural que surgió a partir de la afirmación del
conservadurismo moderado de la época permitió el nacimiento de revistas como La Pluma, La
Cruz del Sur, Teseo, Cartel, Los Nuevos y Alfar. Se trataba, en todos los casos, de publicacioes
medianamente alejadas de la tónica dominante de irreverencia, osadía y desafío permamente
que calificaba la producción cultural de la vecina orilla argentina.
Desplazar el análisis de la literatura a las artes plásticas no modifica en lo sustancial el
juicio: es cierto que en las artes figurativas de aquellas mismas décadas, los cuadros
vibracionistas de los años 1917-1920 de Rafael Barradas y el conjunto de la obra pictórica de
Joaquín Torres García pusieron de relieve una mayor integración de la cultura uruguaya a las
nuevas tendencias internacionales;5 es suficiente pensar en obras como Arte constructuvo con
sol y estrella (imagen 1, después de la bibliografía), o en Arte abstracto en cinco tonos
(imagen 2), ambas de Torres García; o en Quiosco de los canales (imagen 3) o Studio Dos

5
Precisamente en el sentido de la mayor integración de la cultura uruguaya a las nuevas
tendencias internacionales se mueve la afirmación de Lluïsa Faxedas Brujats, en su estudio «El
vibracionismo de Rafael Barradas: genealogía de un concepto»; sostiene la autora del texto la
superposición de elementos típicos de los «ismos» europeos en el vibracionismo de Barradas,
«generalmente considerado como el resultado de su síntesis personal del futurismo, el simultaneísmo, y
en menor grado el cubismo» (Faxedas Brujats, 2015: 281).
(imagen 4), de Rafael Barradas. Sin embargo, también en las artes figurativas nacionales el
término «apagada» siguió resonando estentóreo en los procesos de adaptación a lo nuevo por
parte de la sociedad uruguaya y permaneció como un rasgo característico de la idiosincrasia
nacional6. De las pocas excepciones al conformismo imperante en el panorama nacional, la
primera en términos cronológicos coincide con la publicación de los poemarios de Alfredo
Mario Ferreiro (1899-1959) y de Ildefonso Pereda Valdés (1899-1996). En El hombre que se
comió un autobús (1927), Ferreiro adoptó, combinándolos, el espíritu anticonformista y
provocador típico del dadaísmo y la exaltación futurista de la máquina, pero contextualizando
su estética en la más sosegada realidad uruguaya.7 Más o menos en los mismos años, Pereda
Valdés (asiduo colaborador de revistas como El imparcial y El sol) expresaba en el volumen
de poemas La guitarra de los negros su preocupación por la estrechez del medio cultural
capitalino declarando que «Montevideo es pequeño / para nuestra ansiedad» (Pereda Valdés,
1926: 22). La dificultad de creación de espacios culturales alternativos y disidentes perduró
hasta finales de la década del veinte, sin que se llegara nunca a desvincular la producción
cultural nacional de su peculiar ausencia de ímpetu rompedor. No hay que olvidar que la falta

6
Muy lejos queda la renovación pausada de los vanguardistas uruguayos de la preocupación y
el interés hacia la máquina y hacia la velocidad y el progreso de la gran urbe que se evidencia en el
mundo occidental entre los años veinte y treinta: pensemos, para citar solo algunos ejemplos
paradigmáticos en el mundo del las letras hispanas, a una cierta vertiente de la poesía de Federico
García Lorca o en la prosa de Oteyza. Pensemos en Poeta en Nueva York, recopilación publicada
póstuma en 1940 pero compuesta entre 1929 y 1930; en el pooema “Danza de la muerte” el poeta
granadino describe así la ciudad de Nueva York: «El mascarón bailará entre columnas de sangre y de
números / entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados / que aullarán, noche oscura, por tu
tiempo sin luces» (García Lorca, 2010: 139). O también en la novela Anticípolis, que Luis de Oteyza
publicara en 1931, inscribiéndose en la línea estética que se proponía analizar las secuelas de la
modernidad metropolitana; en el texto –cuya historia se construye alrededor de los motivos del
progreso, de la tecnología y de la ciudad (son ellos los verdaderos protagonistas)– el autor se sirve del
humor con el objetivo de reconciliar la condición deshumanizada del hombre en la «sociedad
modernizada” con una humanidad esperanzada que busca su realización en el plano del individuo.
7
La adopción de las novedades rupturistas fue un proceso que se desarrolló sobre la base de un
conservadurismo moderado que las mismas revistas literarias nacionales impulsaban; Pablo Rocca
recuerda cómo «la adicción a la novedad no fue ajena a los artistas uruguayos de los años veinte,
aunque esa premisa no logró quebrar los patrones dominantes. Los uruguayos no llegaron a conformar
grupos homogéneos ni se unieron tras ningún manifiesto peleador, por más que la revista Los nuevos,
en su último número, emitió uno bastante provocativo y mimético con la corriente general de esa
práctica» (Rocca, 2006: 51).
de violentas sacudidas rupturistas y parricidas está vinculada también con el propio texto
constitucional, pues el artículo 100 plantea lo que podría definirse como «la indispensabilidad
de la colaboración estatal para el desarrollo y florecimiento de las artes» (Barrera, 2006: 161).
En este contexto sociocultural amortiguado por la intervención estatal, la faceta cosmopolita y
urbana de la vanguardia uruguaya tiene una repercusión muy modesta y solo se expresa en la
obra de Juan Parra de Riego (que trasplanta la estética futurista desde Perú hasta el medio
uruguayo, en el periodo 1920-1925) y de los ya mencionados Alfredo Mario Ferreiro e
Ildefonso Pereda Valdés.8 Ante el carácter conformista y acomodaticio de la intelectualidad
local, y ante su lento devenir hacia fórmulas escasamente innovadoras, que Verani define
como la paulatina «evolución del apagado vanguardismo uruguayo» (Verani, 1986: 42), surge
la figura de un autor aislado y «oculto» durante mucho tiempo: Felisberto Hernández. En la
década del veinte el escritor inaugura en el Uruguay –con Fulano de tal (1925) y Libro sin
tapas (1929)– una narrativa en la que las modalidades de expresión de la interioridad se
profundizan hasta llegar a la redacción de textos formalmente descuidados, orientados hacia la
inmediatez de la captación de las sensaciones y ubicados «entre lo real, lo surreal y lo
fantástico» (Verani, 1986: 42).
En Felisberto tradición y originalidad se alternan sin que haya en la obra del narrador
montevideano esa «angustia de la influencia» a la que aludía Harold Bloom cuando subrayaba
la presión que, en el artista, ejerce la tensión del diálogo con la herencia cultural: «El deseo de
hacer una gran obra es el deseo de estar en otra parte, en un tiempo y en un lugar propios, en
una originalidad que debe combinarse con la herencia, con la angustia de las influencias»
(Bloom, 1995: 22). En los textos hernandianos, la angustia de las influencias se desdibuja
frente a la necesidad que siente nuestro autor de convertir en materia de sus ficciones no ya
una herencia cultural, sino el conjunto de vivencias de la infancia, la adolescencia y –más
tarde– de la edad adulta. La angustia, o más bien la tensión, está en el esfuerzo de representar
literariamente esos momentos desde un ángulo de visión que desrealiza los recuerdos, los seres
humanos y sus gestos. La escritura hernandiana se despliega según un patrón por el que el
narrador hace de sus propios recuerdos un caudal narrativo en constante evolución, y la
memoria «se desarrolla mediante su análisis, emergiendo espectacularmente como imágenes

8
En la trayectoria artístico-intelectual de Pereda Valdés la atracción por los movimientos de
vanguardia europeos se mezcla con una continua búsqueda de lo nuevo y el abandono de lo que había
sido novedad el ayer; sobre todo en el periodo comprendido entre 1920 y 1925, el escritor «había
sentido una irresistible atraccion por la vanguardia metropolitana, elogiando las nuevas tendencias de
que tenía noticia en Europa y, a menudo, rectificando sus jucios por causa de otros descubrimientos,
que lo convencían sin mucho trabajo» (Rocca, 2006: 55).
de significados huidizos. Al comienzo de Por los tiempos de Clemente Colling los recuerdos
irrumpen dotados de corporeidad, pirandellianamente se manifiestan frente al creador
reclamando de él atención y fidelidad» (Morillas, 2000: 25).
Claro está que en esta irrupción de los recuerdos corporeos y pirandellianamente
exigentes con su creador, hay ruptura y hay subversión de los moldes anquilosados del
ruralismo nacional; sin embargo, la rememoración conlleva la recuperación de tiempos, ritmos
y espacios del pasado, de una época anterior a la irrupción de la tanatofilia vanguardista. 9 El
estudio de la obra hernandiana según el sentido cronológico pone en evidencia cómo, en los
libros de la década del veinte y de los primeros años treinta (Fulano de tal, de 1925; Libro sin
tapas, de 1929; La cara de Ana, de 1930 y La envenenada, de 1931), se hace patente la
preminencia de una escritura intimista, en que el eje del relato es la reflexión interior del «yo»
vuelto personaje. Esta búsqueda acontece en espacios anónimos, a veces descontextualizados,
en los que domina el «silencio», como elemento clave que rodea la acción. Ya a finales de la
década del treinta y a comienzos de los años cuarenta, la ficción de Felisberto –sin abandonar
las introspecciones intimistas de inspiración freudiana– se caracteriza por el fortalecimiento
del «tema-memoria», insertado en un marco escénico denso de alusiones a los mansos y
plácidos espacios arrabaleros y provincianos. Cuando predomina el recuerdo, como en el caso
de Por los tiempo de Clemente Colling, las antiguas casonas señoriales, las anchas avenidas
arboladas, los seres extravagantes que habitan ese Montevideo de comienzos del siglo XX
adquieren un protagonismo que proyecta el pasado en la actualidad, como si la rememoración
conectara al narrador con una época áurea ya perdida. En este ejercicio de recuperación de las
imágenes del recuerdo a partir de la «observación itinerante» (desde un tranvía), arranca un
proceso en el que «se vinculan ostensiblemente la memoria, el contexto social, y la
modernización que traen consigo los nuevos tiempos. Modernización rechazada por la
fantasía, por su ramplonería y utilitarismo despiadado» (Morillas, 2000: 25).
Resumiendo lo que se ha expuesto hasta aquí, destacan en la producción hernandiana
rasgos que la crítica literaria ha puesto de relieve de forma casi unánime y que consisten en la
desconfianza en los efectos de la modernización exasperada, la necesidad de darles a la
infancia y a la adolescencia la consistencia de una materia narrativa, y la tendencia a rescatar

9
A propósito de las tendencias parricidas de los movimientos de vanguardia, Javier Aparicio
Mayedu define los primeros treinta años del siglo XX como un periodo «deseoso de contravenir, a
cualquier precio y a costa de lo que sea, las reglas heredadas de la tradición, hasta el extremo
patológico de generar de forma constante nuevas rupturas ácratas, precipitadas y vehementes, que
impidan que las inmediatamente anteriores se asienten y se transformen en tradición, de ahí la
denominada tanatofilia de la vanguardia» (Maydeu, 2013: 90-91).
recuerdos corpóreos; sobre la base de estas condiciones, centraremos nuestro análisis de la
obra de Felisberto en dos ejes:
a) el primero consiste en comprobar la no-disidencia hernandiana a través de un acercamiento
a las descripciones que el narrador hace de los «espacios del sosiego», es decir, se intentará
poner de relieve cómo la prosa de Felisberto predilige los escenarios alejados de la velocidad,
huye de la extroversión convertida en espectáculo y mira con cautela el cosmopolitismo
urbano;
b) el segundo eje remite a la comprobación de la no-disidencia hernandiana a través del
análisis de su poética de la rememoración: no se trata solo de observar su tensión hacia el
recuerdo de épocas preteritas, sino de fijarse en cómo esta tensión refleja la búsqueda de una
lentitud, pues en esa temporada pasada el tiempo transcurre según ritmos más pausados que
los del presente del narrador.
Ambos aspectos remiten, desde el punto de vista de la imagen, si no la pintura de Pedro
Figari (piénsese en obras como Baile colonial –imagen 5– o Cabaret, imagen 6), todavía
anclada al pasado colonial, al menos al Planismo:10 es esta una modalidad de representación de
la vida doméstica y del campo que adopta un grupo de pintores uruguayos en el período
comprendido entre 1920 y 1930 y que se refleja en obras como Afueras de Maldonado, de
Humberto Causa (imagen 7) o Recreo, de Petrona Viera (imagen 8), en que dominan la
soledad, el silencio y la sensación de que algo pueda acontecer, inesperadamente y en
cualquier momento.11 Los dos ejes planteados pueden ser abordados desde la doble
perspectiva: a través del examen de los textos de ficción, así como de la lectura de las misivas
hernandianas.

10
La mayoría de los artistas que formaron parte del bloque de los «planistas» habían nacido entre
1880 y 1895 y habían tenido una trayectoria formativa parecida, pues habían empezado realizando
estudios en el Círculo de Bellas Artes, completado su formación en Europa (sobre todo en Francia,
España e Italia). Entre ellos destacan los nombres de José Cuneo, Carmelo de Arzadun, Humberto
Causa, Guillermo Laborde y Petrona Viera.
11
No se pretende aquí sustentar la tesis de que toda la obra narrativa hernandiana tenga su
correlato pictórico en las representaciones planistas del campo uruguayo. Existe, naturalmente, una
vertiente de la literatura de nuestro autor –la que representa imágenes fragmentarias del cuerpo
humano– que remite a la desarticulación de los retratos cubistas o a la «visión por partes» del collage.
Selena Millares analiza esta línea estética en su Prosas hispánicas de vanguardia, y describe «la
frecuente visión desmembrada del cuerpo humano, con independencia de las partes respecto al todo,
[usada] para delatar la disolución de la identidd en un mundo desarticulado y absurdo, desde estrategias
afines al cubismo y el collage» (Millares, 2013: 102).
Menosprecio de la urbe, alabanza de la aldea

El objeto de este apartado reside en el estudio de aquellos relatos hernandianos que


presentan una demistificación implícita del espacio urbano y que prediligen una ambientación
pueblerina, sobre la base de un modelo conceptual y estético en el que «a la extrañza de lo
nuevo –lo nunca visto, lo chocante o asombroso– se opondría la extrañeza posvanguardista de
lo cotidiano, lo familiar, lo visto de cerca, lo insignificante de todos los días» (Prieto, 2002:
280). La atención hacia los detalles de la vida diaria se convierten –si no en una lección de
epicureísmo– al menos en un asidero frente a la modernolatría, un centro de atención
representado por las realidades minúsculas (a veces entrañables, otras veces misteriosas y casi
sinestras) que caracetrizan la vida cotidiana. El escritor montevideano se para a contemplar la
belleza de esos miles detalles nimios y a describir las realidades más desatendidas, y lo hace
de dos maneras: a) en sus textos de ficción, los «marcos escénicos» de las tramas suelen
coincidir con espacios alejados del (relativo) fervor capitalino y vinculados con ámbitos semi-
rurales; b) en sus epístolas, pone reiteradamente el acento en los detalles ligados a sus
experiencias y desplazamientos por el interior del país, describiendo a sus destinatarios los
pequeños obstáculos que encuentra en su trabajo de pianista en el medio rural.
Para enfocar los motivos relacionados con el primer punto podría ser útil examinar el peso
cultural que tuvo en el país la herencia nativista. En las dos primeras décadas del siglo XX, las
figuras de Fernán Silva Valdés (1887-1975) y Pedro Leandro Ipuche (1889-1976) habían
destacado en el panorama literario nacional como intelectuales volcados a la exaltación de las
peculiaridades autóctonas, con un desplazamiento palpable hacia la dimensión telúrica.12
Podría afirmarse de entrada que en la exaltación nativista de un nuevo arte poético que se
alimenta del paisaje, de la tradición del campo y del espíritu nacional, se vislumbra un intento
de superación del viejo criollismo; esto es cierto, pero es también menester subrayar cómo no
se evidencia en las páginas de Ipuche y Silva Valdés una revisión radical de esta modalidad
expresiva, todavía anclada a la exaltación anacrónica de los tipos y de las costumbres del
campo. Una primera comprobación de la escasa propensión nativista hacia una ruptura radical
con la tradición se puede reconocer en unas páginas que Jorge Luis Borges dedicó –todavía en

12
El regreso a lo telúrico entre los años veinte y treinta del siglo permitió que el Regionalismo,
ya claramente ligado a la expresión de una denuncia social desde la publicación de La Vorágine de José
Eustasio Rivera, pudiera reformularse según nuevas modalidades de vuelta a lo autóctono; en 1929, la
publicación de Doña Bárbara confirmó el prestigio del modelo regionalista y su capacidad para
manifestar preocupaciones político-sociales, pues el Regionalismo «adquirió nuevas orientaciones y
funciones en la medida en la cual ahondaba en la problemática del orden neo-colonial puesta al
descubierto por la crisis económica (e ideológica) mundial» (Nyemeier, 2004: 235).
su juventud– a la poesía nativista uruguaya: en sus años mozos, de exaltación y profesión de fe
vanguardista, Borges consagra al movimiento nativista algunos breves y elogiosos estudios:
«La criolledad de Ipuche» e «Interpretaciones de Silva Valdés». En el primer texto, en
particular, el autor argentino subraya la conexión todavía existente entre los versos de los dos
autores orientales y los elementos más característicos de la poesía gauchesca de ambas orillas
del Río de la Plata. En la actualidad, una segunda comprobación de lo amortiguada que fue la
renovación puesta en práctica por Ipuche y Silva Valdés se puede detectar en las palabras de
Trinidad Barrera, según la cual los dos poetas «con un tono neorromántico hablan de lo
nacional, de la realidad campesina, prevaleciendo lo estético a lo largo de la década sobre lo
social e ideológico de la década siguiente» (Barrera, 2006: 162).
Esta realidad campesina, a la que alude Barrera, es la de las pequeñas ciudades
provincianas del interior del país, cuya sociedad no ha vivido los cambios sociales,
económicos y culturales que han ido modificando con extrema rapidez el paisaje urbano de las
grandes metrópolis del continente: si Buenos Aires y Montevideo –entre 1890 y 1930– van
adquiriendo evidentes rasgos de verticalidad, experimentan el crecimiento incontrolado de las
periferias y descubren la segregación espacial entre el cuerpo social consolidado y las nuevas
masas humanas, las pequeñas ciudades provincianas del Uruguay rural viven en un tiempo
sosegado, marcado por la presencia de calles silenciosas, de árboles cuyas raíces dificultan la
consolidación del empedrado y de productos alimenticios derivados directamente del campo.
Este mundo, en apariencia apacible, es la realidad geosocial que hace de escenario a la
prosa de Felisberto; así se observa, por ejemplo en la descripción del entorno que el narrador
plantea en las primeras paginas de «El caballo perdido»:

antes de llegar a la casa de Celina había tenido que doblar, todavía, y por una calle más bien
silenciosa. Y ya venía pensando en cruzar la calle hacia unos grandes árboles […] Enseguida
miraba las copas de los árboles sabiendo, antes de entrar en su sombra, como eran sus troncos,
cómo salían de unos grandes cuadrados de tierra a los que tímidamente se acercaban algunas losas
(Hernández, 2003: 81).

Las calles silenciosas, casi tapadas por los grandes plátanos, son el lugar en que se
encuentran las viejas casas y los pequeños teatros provincianos donde Felisberto solía actuar,
aquellas «dimore di provincia abitate da improbabili inquilini a cui importa soltanto di avere
un sottofondo sonoro per conversare con i propri ospiti mentre sorseggiano mate all'ombra di
un patio» (Ostoni, 2012: 15).13 Se trata de un contexto plácido y escasamente urbanizado, del
todo ajeno a las pulsiones e inquietudes renovadoras que en la capital del país habían llevado a

13
Se hace ausión aquí a aquellas «mansiones de provincia, habitadas por improbables inquilinos
a los que solo importa tener un fondo sonoro para conversar con sus invitados mientras van cebando
mate en la sombra de un patio» [la traducción es mía].
la construcción –a finales de la década del veinte– del Palacio Salvo, el rascacielos más alto de
América del Sur, en aquella época. Este escenario provinciano, de quintas semi-abandonadas,
es el mismo que se describe en el cuento «Menos Julia», incluido en Nadie encendía las
lámparas, en el que leemos:

Cuando mi amigo y yo llegamos a la quinta, Alejandro y las muchachas estaban empujando un portón
de hierro. Las hojas de los grandes árboles habían caído encima de los arbustos y los habían dejado
como papeleras repletas. Y sobre el portón y las hojas, parecía haber descendido una cerrazón de
herrumbre (Hernández, 2000: 118).

Las ambientaciones en espacios casi-rurales y las alusiones a elementos del terruño


aparecen, incluso, en texto felisbertianos anteriores a la publicación de «El caballo perdido» o
de «Menos Julia»; ya en el año 1929, Hernández publica por la editorial Rodríguez Riet de
Montevideo un folleto de 46 páginas sin fecha ni pie de imprenta, titulado Fulano de tal. En el
prólogo al pequeño volumen, el escritor reflexiona sobre el arte y la ciencia, sobre sus trampas
y sobre las emociones que provocan en el ser humano; esta emoción padece en el texto escrito
un proceso de cosificación que la convierte en un producto del mundo de la ganadería: «Tanto
en las trampas del arte como en las de la ciencia, hay grandísimas emociones, y la emoción es,
precisamente, el queso de la trampas de entretenerse. Pero yo ya probé el queso de todas las
trampas y me da en cara: he aquí mi tragedia de la locura de no entretenerme» (Hernández,
2003: 81).
Además de la tradición poética nativista, en el medio uruguayo de las tres primeras
décadas del siglo XX se hace patente la subsistencia de una prosa narrativa de ámbito rural que
persiste en la representación de un modelo post-naturalista vinculado con el terruño (pensemos
en libros como Leña seca, 1911, o Yuyos, 1912, ambos de Javier de Viana); estos factores
constituyen una de las causas que explican la propensión de Felisberto hacia una escritura de
corte introspectivo que predilige –como escenario de representación– los espacios sosegados y
apacibles del interior del país. La escasa influencia que la cultura urbana, rupturista e
iconoclasta, ejerce sobre nuestro escritor se justifica a la luz de la falta de urgencia en
abandonar drásticamente la tradición o, al menos, algunos de sus rasgos exteriores. Es cierto
que en los textos de ficción de Felisberto se nota el menguar de la observancia de los moldes
estéticos de la tradición rural, pero su proceso creativo –en lo que se refiere a la ambientación
espacial de la narración y a sus ritmos– no muestra los síntomas de una completa saturación de
los patrones asentados en la tradición literaria nacional. De hecho, si bien es el sujeto-creador
el que impulsa el proceso de ruptura, «la causa última de su iniciativa rupturista reside en la
saturación o el hartazgo que el creador pueda sentir de las convenciones impuestas por la
tradición en la que su proceso creativo inevitablemente se enmarca» (Maydeu, 2013: 87).
Ahora bien, no se quiere aquí afirmar que no haya en Felisberto unos rasgos rupturistas; el
escritor montevideano es consciente de su proceso creativo, y su forma de contravenir las
reglas heredadas aparece como una modalidad de «subversión apaciguada» y perfectamente
deliberada. Los textos ficcionales de Hernández dan la impresión de apoyarse sobre una base
tradicional y semi-rural precisamente porque son conscientes de la tradición, y no puede haber
«ninguna voluntad de ruptura sin conciencia de la tradición […]: todo experimento artístico
implica conciencia, intencionalidad, deseo de subvertir una estética dominante» (Maydeu,
2013: 88). Esta subversión se da, en Felisberto, a través de su mirada oblicua y extrañada, que
produce una escritura fragmentada; esta es su gran contribución al desarrollo de las
vanguardias en el medio cultural nacional: su punto de vista, que delata un sesgo de la mirada
original y que «tiene que ver con las rupturas que producen por esos años los movimientos
vanguardistas en la literatura. Es decir, las que se traducen en la presentación del texto
fragmentario, la escritura en proceso que muestra su conformación, el desprecio o ignorancia
de la lógica» (Morillas, 2000: 22).
Y sin embargo, incluso la ignorancia de la lógica se relaciona con ciertas elecciones
hernandianas; en un cuento como «El balcón» (que se desarrolla en una pequeña ciudad
provinciana que al pianista narrador le «gustaba visitar en verano») la tipología del contacto
que se establece entre el ser humano y los objetos a su alrededor hace que la vida escondida en
ellos se libere; esto crea una dinámica peculiar, por la que los objetos se humanizan, pues
guardan la vida de la memoria que los seres humanos han ido introduciendo en ellos. De
nuevo, el proceso por el que se atribuye al balcón la vida que ha depositado en él la joven
protagonista acontece en un ambiente apacible y algo decadente: una casa vieja, que «tiene un
jardín con una fuente, y la pieza de ella [la hija] en una esquina, una puerta que da sobre un
balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón»
(Hernández, 2000: 82).
Las experiencias vivenciales en espacios casi-rurales y las alusiones a elementos de la vida
en la provincia no representan, sin embargo, un rasgo peculiar de la prosa ficcional de
Felisberto; en sus cartas, tal como se vino adelantando en las páginas anteriores, aparecen con
cierta frecuencia reflexiones sobre situaciones y acontecimientos ligados a ámbitos
pueblerinos; veamos algunos ejemplos empezando por una carta que el escritor le envía a su
amigo Lorenzo Destoc, fechada 26 de diciembre de 1939: en ella, el pianista-escritor describe
los problemas vividos a causa de la falta de coordinación de los organizadores de un concierto
en Chivilcoy, en la provincia de Buenos Aires; obsérvese la presencia en el texto de alusiones
a la escasez del público, a la desorganización de los empresarios y a elementos naturales que
dificultan o impiden la representación: «Aquí habían anunciado, en los dos días seguidos, y
por increíble error, dos espectáculos diarios: vermouth y noche. Primero, suspendido, 3
personas; disculpas al público: calor, próxima tormenta, etc. Segundo suspendido; lluvia.
Tercer suspendido por buen tiempo: 5 personas. Cuarto, ídem» (Hernández, 2016: 57).
Un año más tarde, en otra carta fechada 5 de junio de 1940, y dirigida siempre a Destoc,
Felisberto Hernández describe a su amigo los pormenores de la logística vinculada con sus
desplazamientos por los pueblos de la provincia argentina (la carta se escribe en el Hotel
Piccolini, en la ciudad de Pehuajó, de nuevo en la provincia de Buenos Aires): «Tuve que
quedarme un día más para que el ómnibus me sacara de Ameghino, 3 días para que me sacara
de Villegas de nuevo y llevarme a Trenque Lauquen y allí me dijeron que el acto se realizaría
el 27 o 28 del corriente de manera que salí rajando para aquí donde la cosa se hará dentro de
unos días» (Hernández, 2016: 60). Otro de los destinatarios de las misivas hernandianas es
Jules Supervieille, discípulo de la escuela poética montevideana liderada por Jules Laforgue e
Isidore Ducasse: también las cartas que el escritor dirige a su amigo poeta están salpicadas de
referencias explícitas al mundo del campo; en una epístola enviada desde Montevideo el 15 de
noviembre de 1945, Hernández se describe a sí mismo como un conejo y así se expresa: «este
conejo apenas tiene tiempo de golpear fuerte una pata contra el suelo para decirle que iré el
sábado por la mañana. Hace poco tiempo me dijeron que esa señal es lo primero que le enseña
la coneja al hijo, que es una señal de peligro y que otros animales del bosque también se guían
por ella» (Hernández, 2016: 164).

De memorias, progresos y lentitudes

El análisis de los relatos hernandianos de ambientación urbana permite poner de relieve


una doble tendencia; por una parte, la voz poética se dedica a razonar acerca de la idea misma
de progreso, y lo hace desde el punto de vista de una mirada burlona, que Rocío Antúnez –en
su ensayo Felisberto Hernández: el discurso inundado– confirma al señalar cómo «Felisberto
no sucumbe a la modernolatría que atraviesa las vanguardias» (Antúnez, 1985: 5). Esto ocurre,
en la poética felisbertiana, todavía en la convulsionada e iconoclasta década del veinte; para
comprobarlo es suficiente detenerse en el prólogo a Libro sin tapas: se trata de una pequeña
publicación de 38 páginas que Felisberto entrega a la imprenta La Palabra, de Rocha en 1929,
y que sale sin fecha ni pie de imprenta. En el prólogo, dedicado a Carlos Vaz Ferreira, el autor
juega con las expectativas acerca de los beneficios del progreso y le atribuye a este concepto
abstracto el poder de un fármaco o de un antídoto contra el sufrimiento y el dolor:

más adentro descubrió que el porqué provisorio del progreso era evitar dolor. Pero en seguida cayó en
la duda más dudosa, más compleja y más emocionante. […] procuraba anestesiarse y dejar pasar
épocas para ver si en la última época el progreso les había quitado dolor, o si al tener menos dolor
del anterior, les naciera otro dolor distinto que sumándolo alcanzara la misma presión del dolor de
las épocas anteriores (Hernández, 2010: 50).
En el cuento «El taxi», publicado en el número 38 de la revista montevideana Hiperión
(1934), en análisis de los cambios que el espacio urbano experimenta se centran en los
cambios en la velocidad de desplazamiento gracias a los nuevos coches, describiendo la
convulsión del tráfico que la presencia de tantos autos conlleva; Felisberto ironiza sobre la
urgencia y el apresuramiento que marca la vida diaria de los pobladores urbanos y observa:

Pero hasta la velocidad está organizada: si vamos más lentamente que los demás, nos rompen los
oídos con alaridos artificiales los que vienen detrás; si vamos más ligero, podemos chocar, y no hay
que olvidar que llevamos un número detrás, y como tenemos número, forzosamente alguien tendrá
que ser culpable (Hernández, 2010: 134).

Obsérvese cómo, por un lado, plantea el narrador una animalización de las bocinas, que
emiten alaridos, y por otro cómo la idea de progreso automobilístico se relaciona con la
asignación de un número de matrícula a cada coche: esto implica la inserción del ser humano
en un sistema de catalogación y ordenación dentro de un inventario que convierte al hombre
en un elemento de una serie numeral, y provoca que el escritor/pianista asocie «la modernidad
y la pasión de lo nuevo a un implacable proceso de erosión de la memoria física de la urbe»
(Prieto, 2002: 277). Paralelamente a esta disgregación del «recuerdo humano» –que genera
una mecanización de la dialéctica entre individuos– la segunda tendencia que se observa, en el
marco de los textos felisbertianos de ambientación urbana, es la que pone el acento en aspectos
de la modernidad (por ejemplo, un viaje en un medio de transporte mecánico), que sirven
como mero detonante para que se desate un proceso de rememoración de un pasado sosegado.
El caso más representativo de este bloque de textos es el de Por los tiempos de Clemente
Colling (1942): desde el interior de un producto de la modernidad –el tranvía número 42 de la
calle Suárez– el protagonista recorre los espacios de su propio pasado y su manera de
conectarse con el Montevideo de su infancia adquiere tonos tristemente rememorativos. Desde
la ventana, el quiebre del tejido social y urbano de Montevideo es relatado a partir del
recuerdo de lugares y personas del pasado que el protagonista (el mismo Hernández) recupera
durante sus desplazamientos.
El lirismo nostálgico de estos recuerdos conecta con la fase de transición de una escritura
puramente vanguardista a una poética ya de posvanguardia, que se manifiesta en una
ralentización de la escritura, concentrada más en la percepción de los «misterios de lo que ya
no está». A lo largo del viaje en tranvía, el narrador presenta al lector un paisaje urbano que es
la muestra del agotamiento de un modelo social caduco. El autor describe así el barrio de sus
recorridos juveniles: «En aquellos lugares hay muchas quintas [...]. Ahora muchas están
fragmentadas. Los tiempos modernos [...] rompieron aquellas quintas, mataron muchos árboles
y construyeron muchas casas pequeñas, nuevas y ya sucias, mezquinas [...]. A una gran quinta
señorial, un remate le ha dado un caprichoso mordisco [...]» (Hernández, 2003: 14). Como ya
se ha adelantado, el objetivo de Hernández en la nouvelle reside en darles a los recuerdos una
corporeidad, como si los objetos de la rememoración estuvieran reclamando la atención de su
propio creador. En el conjunto de los dos movimientos (es decir, en el viaje en tranvía y en el
despalzamiento de la memoria hacia atrás) hay una verosimilitud del tratamiento del tiempo
narrado: los desplazamientos hacia el pasado son ficciones intradiegéticas que se insertan en
un mundo narrado (el del viaje en tranvía) regido por la noción de un tiempo lineal. En este
sentido, la vieja quinta ultrajada por la especualción parece sí estar llamando al narrador-
pasajero, denunciando el utilitarismo del progreso, pero el mantenimiento de una concepción
convencional de la novela (o relato) confirma lo ajeno que estaba Felisberto de plantear a
través de la escritura la necesidad de un proyecto político e ideologico apoyado en una idea de
mayor libertad y mayor imaginación.
A medida que pasan los años, ya en el umbral entre el final de los años treinta y los
comienzos de la década siguiente, se observa una tendencia que cuestiona las radicalizaciones
heterodoxas de las primeras vanguardias y que plantea el regreso hacia una forma de
producción artística (literaria en particular) más tradicional; la apropiación de la modernidad
se da según un patrón que aboga por un progresivo acercamiento a modelos comprensibles por
el lector, modelos que –en palabras de Katharina Nyemeier– representan «el retorno hacia una
escritura y convenciones genéricas más tradicionales, realistas y asequibles al público, como
consecuencia de una orientación crítica otra vez predominantemente social, o del deseo de
comunicar contenidos ya inmediatamente reconocibles como humanos y trascendentales»
(Nyemeier, 2004: 349). En la literatura de Felisberto de la segunda mitad de los años cuarenta
–siempre dentro de un marco conceptual que se preocupa por expresar esos «contenidos
reconocibles como humanos y trascendentales»– siguen muy presentes, en varios de sus
relatos, ciertas alusiones a la mecanización y al campo semántico de las sombras y de lo
oscuro, es decir, de lo extraño. El ejemplo más significativo de este tipo de narraciones es Las
Hortensias, un texto que se publicó por primera vez en diciembre de 1949 en la revista
montevideana Escritura. Tanto por su extensión como por su composición estructural, la obra
no se corresponde con el modelo tradicional de cuento: mientras que éste suele ser un relato
construido alrededor de un orden rigurosamente lineal, persiguiendo el principio de la
compactibilidad, en la composición de Hernández abundan las digresiones narrativas, que
ocultan las obsesiones de su autor. La historia es contada por un narrador exterior no
representado, del que el lector desconoce el nombre y el rostro, y que sólo desempeña una
función meramente narrativa. Las informaciones que el lector recibe surgen del conocimiento
irrestricto que el narrador formula en tercera persona y comparte con el público.
Lo que nos interesa para nuestro enfoque es que, de nuevo, tanto la presencia de
digresiones casi balzaquianas en la narración como el ámbito espacial en el que Hernández
coloca el argumento remiten a un mundo lento, anclado al pasado, cerrado y «familiarmente
extraño»: no se apunta en el texto a una deconstrucción de sentido (uno de los meta-rasgos
clave de la poética vanguardista) ni a la representación de una posición crítico-contestataria,
sino a la exhibición de una cierta posición de la obra literaria respecto de la relación entre
ficción y realidad; la «casa negra» en la que las muñecas quedan almacenadas a la espera de
ser utilizadas por el protagonista masculino para alguna de sus representaciones escénicas, no
es el escenario de una ruptura con el código novelístico y el sistema cultural vigentes, sino un
cambio de dirección en el tratamiento vanguardista de la poética de lo extraño. El sombrío
salón y las autómatas ya no son la expresión de la reivindicación puramente vanguardista de lo
«nuevo» como «herencia de la fascinación romántica por lo extraño como otredad absoluta»
(Prieto, 2002: 282): constituyen más bien una representación ya post-vanguardista de la
recepción de lo extraño no como un elemento novedoso, sino como una normalidad ahistórica,
que borra la capacidad de sorpresa de lo «imprevisto» y solo mantiene su cualidad mórbida.
Para concluir, cabe observar de nuevo cómo en Felisberto la prosa de ficción y la escritura
epistolar confluyen hacia una visión del mundo que entremezcla los dos planos, pues sus
cartas «dejan la sensación de que la vida es literatura. Que no hay un corte abrupto entre la
vida del creador y la obra, o que en el caso de haberlo, es abolido textualmente, escribiendo»
(Morena, 2016: 19). Analicemos los contenidos de otras misivas para comprobar en qué grado
la vida y la obra del escritor-pianista se encuentran alejadas de las agitaciones e inquietudes
renovadoras que habían estremecido la vecina orilla argentina a partir de los años veinte; en
primer lugar, se observa en los intercambios epistolares hernandianos la presencia constante
del elemento «memoria»: sobre todo en las misivas dirigidas a destinatarias de sexo femenino
la rememoración conlleva la recuperación de momentos y lugares del pasado, de tal manera
que –una vez más– la nostalgia de épocas anteriores se opone a la que definimos como la
«tanatofilia vanguardista»; así se dirige Felisberto a Paulina Medeiros, su pareja sentimental
entre 1943 y 1947 y asidua frecuentadora de las tertulias del Café Sorocabana de Montevideo:

Y pienso muchas cosas de ti. Te encuentro saturada de mujer y también saturada de cosas vividas en
lo bello, y que fueron distintas a las mías, y no sabidas por mí; y es algo más profundo que haber
visto paisajes distintos; y también es algo más lejano y nostálgico; es una nostalgia de cosas que no
se poseyeron y que se hubiera deseado poseer. Pero ese deseo es retrospectivo (Hernández, 2016:
75).

En otra misiva, siempre dirigida a la misma destinataria, Felisberto vuelca sobre el papel
dos de sus obsesiones literarias y vitales; por una parte, el autor se detiene en la descripción de
hábitos del pasado –rasgo subraydo por el uso del imperfecto–; por otra, traza un pequeño
fresco del contexto cultural y literario montevideano de los años veinte:

Es la una y trece minutos. Estoy en un café que queda donde empieza la feria de los domingos. Frente
a la Universidad. Te diré que yo no estudié filosofía en la Universidad, sino frete a la Universidad.
En este café. […]. Yo venía a este café sabiendo que en él se reunían algunos muchachos que
“eran” mucho antes de su fama; era muy difícil encontrar muchachos que supieran tanto, que no
pelearan demasiado por la diosa-perra de la celebridad (Hernández 2016: 80).14

Frente a los anhelos de sobresalir y de imponerse que había caracterizado a los


intelectuales porteños más iconoclastas (el grupo ultraísta de Girondo in primis), presenta aquí
nuestro autor un marco intelectual nacional marcado por la brillantez (los «muchachos que
“eran” mucho antes de su fama»), pero sobre todo por el rechazo de los extremos de las nuevas
sensibilidades estéticas y por la búsqueda de una actitud más conformista.

14
El café al que alude Felisberto se encuentra en la esquina entre la Avenida 18 de Julio y la calle
Tristán Narvaja; este elemento no es secundario, pues al ser la calle el lugar por tradición preferido por
los libreros- Felisberto subraya la afición a las letras de sus contertulios. Todavía al día de hoy la calle
Tristán Naravaja representa un referente ineludible en el panorama urbano en lo que se refiere a la
búsqueda de textos de escritores nacionales e hispanoamericanos.
BIBLIOGRAFÍA

Antúnez, Rocío (1985), Felisberto Hernández: el discurso inundado, México, Katún.


Barrera, Trinidad (2006), Las vanguardias hispanoamericanas, Madrid, Editorial Síntesis.
Bloom, Harold (1995), El canon occidental, Barcelona, Anagrama.
Corral, Rose (2017), «Nuevas miradas sobre las vaguardias hispanoamericanas», en Osmar
Sánchez Aguilera (editor) Manifiestos de manifiesto. Provocación, memoria yarte en el
género-síntoma de las vanguardias literarias hispanoamericanas, 1896-1938. Madrid:
Iberoamericana-Vervuert, pp. 9-13.
Faxedas Brujats, Lluïsa (2015), «El vibracionismo de Rafael Barradas: genealogía de un
concepto». Archivo español de Arte, LXXXVIII, 351, julio-septiembre de 2015, pp. 281-298.
García Lorca, Federico (2010), Poeta en Nueva York, Madrid, Cátedra.
Hernández, Felisberto (2000), Nadie encendía las lámparas, Madrid, Cátedra.
---. Seis relatos magistrales (2003), Montevideo, Alfar.
---. Los libros sin tapas (2010). Buenos Aires, El cuenco de plata.
---. Cartas (2016), Montevideo, Paréntesis Libros.
Martínez Moreno, Carlos (1969), «Las vanguardias literarias». Enciclopedía uruguaya 47,
Montevideo, Editores reunidos, pp. 121-129.
Maydeu, Javier Aparicio (2013). Continuidad y rutura. Una gramática de la tradición en la
cultura contemporánea, Madrid, Alianza Editorial.
Millares, Selena (2013), Prosas hispánicas de vanguardia, Madrid, Cátedra.
Morena Daniel (2016), «120 piezas para piano improvisadas», en F. Hernández, Cartas,
Montevideo, Paréntesis Libro, pp. 7-23.
Morillas, Enriqueta (2000), «Introducción», en F. Hernández: Nadie encendía las lámparas,
Madrid, Cátedra, pp. 11-64.
Nyemeier, Katharina (2004), Subway de los sueños, alucinamiento, libro abierto. La novela
vanguardista hispanoamericana. Madrid, Iberoamericana-Vervuert.
Ostoni, Marco (2012), «Il pianista si nasconde sotto i mobili. La galleria dolce-amara di
Felisberto Hernández: dieci avventure del suo alter-ego», en La lettura – Suplemento cultural
de Il corriere della sera, Milán, 25 de marzo de 2012, pp. 14-15.
Pereda Valdés, Ildefonso (1926), La guitarra de los negros, Montevideo, Editoriales La Cruz
del Sur (también publicado en la revista porteña Martín Fierro).
Prieto, Julio (2002), Desencuadernados: vanguardias ex-céntricas en el Río de la Plata.
Macedonio Fernández y Felisberto Hernández., Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Rocca, Pablo/Andrade Gênese (eds.) (2006), Un diálogo americano: modernismo brasileño y
vanguardia uruguaya (1924-1932), Murcia, Cuadernos de América sin nombre.
Verani, Hugo (1986), Las vanguardias literarias en Hispanoamérica. Manifiestos, proclamas
y otros escritos, Roma, Bulzoni editore.
Imagen 1 - Joaquín Torres García : Arte constructuvo con sol y estrella

Imagen 2 - Joaquín Torres García : Arte abstracto en cinco tonos


Imagen 3 - Rafael Barradas: Quiosco de los canales

Imagen 4 -Rafael Barradas: Studio dos


Imagen 5 – Pedro Figari: Baile colonial

Imagen 6 – Pedro Figari: Cabaret


Imagen 7 – Humberto Causa: Afueras de Maldonado

Imagen 8 – Petrona Viera: Recreo

Vous aimerez peut-être aussi