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ANTROPOLOGÍA DE LA FUNCIÓN DIRECTIVA

Escuela de Graduados en Administración del Grupo PULSAR


Monterrey (México), 5 de marzo de 1998

Los que han organizado esta charla, aprovechando que estoy en Monterrey para otros fines, me
han propuesto que la destine a glosar la "Antropología de la función directiva". Yo no soy, ni
mucho menos, un experto en temas relacionados con la gestión de lo que llaman "recursos
humanos" y menos en los relativos a las estrategias de dirección. Sin embargo, para complacer a
mis amables invitantes, me voy a atrever a decirles algo, en términos generales, sobre lo que
pienso acerca de la dimensión humana, y consiguientemente ética, de la empresa. Si mis ideas
llegaran a calar en ustedes, sin duda suscitarían el interés por profundizar en el cómo llevarlas a
la práctica de la dirección, buscando mayor y mejor documentación sobre la materia, cosa que,
sin duda, podrían proporcionarles mis colegas, los profesores que, tanto en el IESE, en España,
como en IPADE en México, cultivan, a mi entender con gran acierto, la especialidad a que se
refiere el título que me han asignado.

Los falsos objetivos de la empresa

Cuando en los Programas de Perfeccionamiento para empresarios, a veces en la sesión general


de trabajo, a veces mediante cuestionarios, hemos planteado la pregunta: ¿cuál es el objetivo de
la empresa?, las respuestas han sido de lo más dispar. Como ejemplo de "objetivos" definidos
por los empresarios y que no lo son o, por lo menos, no son el objetivo último, podemos
citar: vender un producto de calidad, suministrándolo en el tiempo requerido; aumentar la cuota
de mercado; mejorar la rentabilidad de los recursos financieros; ganar un determinado porcentaje
sobre las ventas; mantener o mejorar el beneficio por acción; obtener, en todo momento, los
recursos para que el proceso productivo y comercial no pare; mantener el rendimiento histórico
de nuestro activo; lograr un rendimiento superior al coste promedio de nuestra deuda; mantener
la posición de empresa líder del sector; ganar dinero tanto en las épocas buenas como en las
malas; aumentar el nivel de ventas y beneficios; mejorar la eficiencia; expansionarse nacional e
internacionalmente, diversificando el producto; producir bienes y servicios de la máxima calidad al
mínimo costo; lograr la máxima expansión dentro de un equilibrio económico-financiero; aumentar
la tasa de rentabilidad interna; estudiar lo que la gente va a necesitar y hacer lo que la gente
necesita; etc. etc.

Para darse cuenta de que los objetivos enumerados no son verdaderos objetivos bastará
enjuiciar algunos de los que parecen más atractivos. Por ejemplo, el objetivo de
la perpetuación de la empresa no sirve necesariamente al interés de los grupos integrados en la
misma y además puede perfectamente no ser conforme al interés de la sociedad. Como algunos
autores han dicho, sería muy deseable que algunas empresas no sólo no se perpetuaran sino
que desaparecieran lo antes posible. Otro tanto puede decirse del objetivo expansión que
recuerda el razonamiento de aquel que decía que "perdía en cada unidad, pero como vendía
tantas...". No merece mayor aprobación el parecer de los que consideran que el objetivo debe ser
lograr la máxima rentabilidad con la mayor seguridad; al ser rentabilidad y seguridad, por
definición, dos conceptos antitéticos, el equilibrio estable hay que hacerlo a expensas sea de la
rentabilidad sea de la seguridad. Y así podríamos seguir juzgando a los restantes presuntos
objetivos.

Algunos de los "objetivos" expresados por las empresas pueden ser medios o, a lo sumo
objetivos intermedios, pero ninguno de ellos pueden considerarse como el objetivo final o fin
último de la empresa. Para intentar acercarse a una formulación de tal objetivo final que sea lo
suficientemente rigurosa desde el punto de vista conceptual, y, al mismo tiempo, suficientemente
operativa desde el punto de vista de la acción, pienso que será útil remontarse a lo que hay que
entender por empresa. Sólo sabiendo lo que es o debe ser la empresa podremos definir su fin.

La empresa y su verdadero objetivo final

Para la corriente de pensamiento a la que me siento vinculado, empresa es una comunidad de


personas que, aportando unas capital y otras trabajo, se proponen, bajo la dirección del
empresario, el logro de un objetivo que constituye el fin de la empresa. Este objetivo, para que la
empresa se justifique económica y moralmente, debe ser bifronte: por un lado, añadir valor
económico, es decir, crear riqueza para todos los participantes en la empresa; y, por otro
lado, prestar verdadero servicio a la sociedad en la que la empresa se halla ubicada. Sin
estas dos condiciones -prestar servicio y crear riqueza- la empresa mercantil no se justifica.
Precisemos los términos. Por un lado, prestar servicio, en el sentido de verdadero servicio, es
decir, un servicio que contribuya al bien común; si no es así, la empresa no se justifica
moralmente. De aquí que haya empresas que, a pesar de crear riqueza, no se justifican
moralmente por la naturaleza dañina, material o espiritualmente, de la actividad a que se dedican.
Por otro lado, crear riqueza, añadir valor económico, es decir, generar rentas para los que
integran la empresa como aportantes de capital, trabajo y dirección. Por eso hay empresas que,
aun cuando la naturaleza de su actividad sea irreprochable desde el punto de vista moral, no se
justifican económicamente al no llegar a generar rentas suficientes para remunerar
satisfactoriamente tanto el trabajo como el capital empleados.

Quizás resulte conveniente dedicar unos minutos a precisar lo que hay que entender por riqueza
creada por la actividad empresarial, ya que no es lo mismo que lo que correctamente hay que
llamar beneficio. Desde hace algunos años, superando la presentación contable por debe y
haber, nos hemos acostumbrado a establecer la cuenta de resultados de las empresas en forma
de cascada, a partir del importe neto de las ventas, para deducir del mismo, en sucesivos saltos,
los costes de las primeras materias y los otros ingredientes del proceso, la mano de obra, los
gastos generales, las amortizaciones, los costes financieros y, finalmente, el impuesto sobre el
beneficio, para llegar al beneficio neto para los accionistas.

Pero la cascada de resultados puede plantearse de otra manera. Si del importe de las ventas
netas deducimos el coste de las primeras materias más los costes incurridos en su
transformación, prescindiendo de los gastos de personal, de las amortizaciones que son gastos
sin desembolso y de los intereses y otros costes financieros inherentes a las deudas, habremos
obtenido lo que, grosso modo, podemos llamar valor económico añadido por la actividad
empresarial. Esta riqueza generada es la que se reparte entre todos los que han contribuido al
proceso productivo. Es la renta generada por y para los que aportaron capital, de riesgo o de
deuda, y trabajo, directivo u operativo, mientras que, a título de impuesto sobre el beneficio, se
detrae la parte que se irroga el Estado en méritos de la pretendida función redistributiva de la
renta que dice asumir.

Dicho de otra forma. El valor económico añadido, la renta generada, que no es más que una, se
divide en partes, recibiendo, según sea el adjudicatario, un nombre distinto cada parte. La parte
que va a remunerar el trabajo se llama salario; la parte que va a remunerar los fondos de terceros
se llama interés; la parte que va al Estado se llama impuesto; la parte que va a los titulares del
capital de riesgo se llama beneficio; y lo que de este beneficio no se paga como dividendo, sino
que se retiene, junto con lo destinado a amortizaciones, se llama autofinanciación.

De la definición de empresa que he dado se siguen dos importantes consecuencias. La primera


es que la empresa no puede confundirse con el empresario ya que éste es sólo una parte del
todo que es la empresa, aunque pueda pensarse que es la más importante. La segunda
consecuencia es que la empresa tampoco puede confundirse con el capital, cualquiera que sea la
forma jurídica que el capital adopte. El capitalista individual, la sociedad regular colectiva, la
sociedad comanditaria, la sociedad limitada o la sociedad anónima no son la empresa; no son
más que distintas maneras de constituir y ostentar la titularidad del capital que, en cualquier caso,
sólo es una parte de la empresa.

Los tres elementos integrantes de la empresa

Capital, trabajo y espíritu empresarial son, pues, los tres elementos necesarios para que haya
empresa. Tanto si se trata de la más elemental empresa artesanal como si se trata de la mayor
empresa multinacional. Pero, ni el capital, ni el trabajo, ni el empresario son la empresa; la
empresa es una realidad superior que comprende los tres elementos dichos, aunque en muchas
legislaciones, la empresa, como tal, no tenga personalidad jurídica reconocida. Por otra parte,
capital, trabajo y espíritu empresarial no son, en la práctica, realidades abstractas, sino
emanciones o procesiones de personas concretas, es decir, los que aportan capital, trabajo y
espíritu empresarial, o sea, los capitalistas, los trabajadores y el empresario son personas.

La división entre capitalistas, trabajadores y empresario, de acuerdo con sus respectivas


aportaciones a la empresa, es, en la mayoría de los casos, una distinción de razón ya que, en la
práctica, las condiciones se mezclan. Hay trabajadores que son al mismo tiempo capitalistas, es
decir, accionistas, en la terminología propia de la más generalizada forma de titular el capital; y
aunque puede haber empresarios que no tengan capital invertido a riesgo en la empresa, en
muchos casos el empresario es también accionista. Por otra parte, tampoco el trabajo es una
característica exclusiva de las personas que prioritariamente llamamos trabajadores, ya que el
empresario trabaja y, por lo general, mucho, en la labor de dirección. Y desde luego, no es menos
artificial la división entre trabajo ejecutivo -el de los trabajadores- y trabajo directivo -el del
empresario- ya que, por un lado, en muchos niveles de la pirámide jerárquica se encuentran
personas que ejecutan su trabajo dirigiendo a un grupo más o menos amplio de otras personas,
y, por otro lado, los directivos que encarnan individual o colectivamente al empresario son, en
muchas ocasiones, y así se les llama, "altos ejecutivos". Sin embargo, la distinción entre
capitalistas, trabajadores y empresario, aunque sea de razón, es útil para lo que vamos a decir,
sobre todo, en lo que se refiere a la función directiva, que compete, precisamente, al que asume
la condición de empresario.

La empresa, comunidad de personas

Pero lo más importante de todo lo que acabo de exponer es que la actividad de la empresa se
desarrolla por personas y para personas. Los negocios tienen lugar entre personas; las que, en la
definición que he dado, integran la empresa, y aquellas otras con las cuales la empresa se
relaciona, en concepto de proveedores y clientes o, simplemente, como miembros de la
comunidad en la que la empresa se halla ubicada o ejerce su actividad. Y las personas, todas las
personas humanas, deben comportarse, consigo mismo y con los demás, de acuerdo con la
dignidad que tienen, dada su condición de seres racionales y libres, precisamente por haber sido
creados a imagen y semejanza de Dios.

Si se acepta esta planteamiento, puede afirmarse que el principal recurso con que cuenta la
empresa, para el logro de su objetivo, es el hombre; el hombre con su capacidad de
conocimiento, que se pone de manifiesto en el saber científico, técnico o práctico; el hombre con
su capacidad de aprender, que se traduce, por la reiteración de actos, en los hábitos que, según
sean los actos, serán hábitos virtuosos o hábitos viciosos; el hombre con su capacidad de intuir y
satisfacer las necesidades de los demás cosa esta última que, dicho sea de paso, está en el
núcleo mismo de la actividad económica, si como dijo en su tiempo Juan Bautista Say -y Keynes
pareció no entender o no querer compartir- la oferta se anticipa a la demanda. Lo cual cuadra con
la íntima esencia del hombre que, como señala el profesor Leonardo Polo de la Universidad de
Navarra, está hecho para dar, más que para pedir.

Ahora bien, la organización que llamamos empresa no se distingue, esencialmente, de las otras
organizaciones humanas, aunque su especificidad consiste en que, como ya hemos visto,
organiza la acción, el trabajo humano, con vistas a la creación de riqueza. En esta clase de
organización, corresponde al empresario la responsabilidad y el honor de dirigir a los hombres
para que, en provecho propio, en el de la empresa y en el de la sociedad en general, den de sí
todo aquello de que, como acabo de decir, son capaces. Pero para ello, sabiendo que existe una
relación entre los objetivos de la empresa, incluido el de la supervivencia, y las motivaciones de
las personas para pertenecer y realizarse en la empresa, es necesario que nos detengamos un
momento para analizar cuáles son estas motivaciones.

Las motivaciones humanas

Siguiendo la línea de pensamiento del, por desgracia, prematuramente desaparecido maestro


Juan Antonio Pérez López, profesor del IESE, en el área de comportamiento humano en las
organizaciones, debemos recordar que en toda persona cabe distinguir tres diferentes fuentes de
motivación. Son como tres principios distintos de movimiento, que empujan a la persona hacia la
realización de cualquier acción concreta. La motivación total para ejecutar la acción es una
resultante de estas tres fuerzas. Sin embargo, la distinción cualitativa entre ellas es necesaria,
porque las leyes que rigen los respectivos comportamientos son distintas.

Estas motivaciones podemos denominarlas con los siguientes nombres: motivación extrínseca,
motivación intrínseca y motivación trascendente.

Motivación extrínseca. Por motivación extrínseca hemos de entender aquel tipo de fuerza,
aquella componente de la motivación, que empuja a la persona a realizar una acción debido a las
recompensas (o castigos) unidos a la ejecución de la acción, debido, en definitiva, a la respuesta
que va a provocar dicha acción desde el exterior. Ello quiere decir que, desde el punto de vista de
la motivación extrínseca, lo verdaderamente querido no es la realización de la acción de que se
trate, sino las recompensas -en sentido amplio- que la persona espera alcanzar a cambio de la
realización de la acción. La ejecución de la acción viene a ser una condición impuesta desde el
exterior para que la persona alcance aquello que en el fondo le motiva. La motivación generada a
través del pago de incentivos, atribución de prerrogativas o status en las organizaciones, etc.,
suele pertenecer a este tipo de motivación.

Motivación intrínseca. Por motivación intrínseca entendemos el tipo de fuerza que atrae a una
persona para que realice una acción determinada -o una tarea concreta-, a causa de la
satisfacción que espera obtener por el hecho de ser el agente o realizador de esa acción. Lo
verdaderamente querido por el sujeto, en la medida en que se mueve por motivación intrínseca,
son las consecuencias que se seguirán del puro hecho natural de ser el ejecutor de la acción.
Dichas consecuencias pueden abarcar desde la satisfacción ligada a la realización de algo que le
gusta hacer, hasta la satisfacción ligada al logro de un cierto aprendizaje para cuya obtención es
necesario padecer la experiencia que supone la ejecución de la acción. Piénsese, por ejemplo, en
un buen artesano que se deleita en la obra que realza, o en un directivo a quien le guste dirigir,
es decir, a quien le guste conseguir cosas a través de su acción directiva sobre otras personas.
Probablemente, gran parte de la motivación que les lleva a realizar sus respectivos trabajos es
este tipo de motivación que hemos llamado intrínseca.

Motivación trascendente. Por motivación trascendente hemos de entender el tipo de fuerza que
lleva a actuar a las personas debido a la utilidad -a las consecuencias- de sus acciones para otra
u otras personas. El factor distintivo de esta motivación es que las necesidades que la acción
busca satisfacer son necesidades de personas distintas a aquella que realiza la acción. A esta
motivación nos referimos frecuentemente cuando hablamos de generosidad, espíritu de servicio,
etc. Lo cierto es que esta motivación recoge el hecho elemental de que un ser humano no es
absolutamente indiferente respecto a las necesidades, las satisfacciones, etc., de los otros seres
humanos.

Es cierto que, muchas veces, las motivaciones que nos empujan a satisfacer las necesidades
ajenas pueden ser debidas a los sentimientos que estas necesidades despiertan en nosotros, y,
en puridad de principios, los sentimientos no son, en la mayoría de los casos, el motivo adecuado
para provocar la motivación trascendente necesaria en los procesos decisionales. De aquí la
necesidad de una ética racional, basada en principios reales, de valor universal y constante, para
producir en el hombre las motivaciones trascendentes en todos sus procesos de decisión.

Las variables del objetivo

Dadas estas tres motivaciones que, en definitiva, deberían integrar la motivación global de la
persona hacia la empresa, los objetivos de la organización han de orientarse o, si se quiere, ser
concebidos de forma que se conserven y acrecienten dichas motivaciones, ya que de no ser así,
la organización se desintegraría. Sin embargo, siendo tres los tipos de motivación en la persona,
es claro que pueden darse tres cualidades distintas del objetivo de una organización por las que
éste resulte motivante para los individuos induciéndoles a cooperar. A estas tres cualidades o
variables del objetivo, Pérez López las llama eficacia, atractividad y unidad, y las define del
siguiente modo:

Eficacia: medida en que la organización es capaz de conseguir la adhesión de los individuos a


través de la satisfacción de motivaciones extrínsecas.

Atractividad: medida en que los individuos se adhieren a la organización movidos por


motivaciones internas, es decir, tanto por motivaciones intrínsecas como trascendentes.
Significa, en último término, la medida en que una organización es capaz de atraer individuos por
motivos distintos a lo que la organización pueda darles. Expresa, pues, ese atractivo que una
organización puede tener para una persona en virtud de lo que esa persona puede hacer allí, y
no por lo que pueda recibir.

Unidad: medida en que la adhesión a la organización es debida específicamente a la motivación


trascendente de los individuos. El grado de unidad expresa la medida en que los individuos se
mueven de acuerdo con las conveniencias de la organización, porque estiman -y eso les motiva a
actuar así- que de ese modo están satisfaciendo necesidades de otras personas.

De las tres variables citadas, interesa para nuestros propósitos profundizar, aunque sea
brevemente, en la unidad. Por supuesto, el que una persona se mueva por motivación
trascendente al actuar en una organización -es lo que suele denominarse identificación- no
excluye que también puedan estar presentes otros impulsos (motivaciones extrínsecas e
intrínsecas) que muevan al mismo tiempo la acción de esa persona. El grado de unidad mide qué
parte de la motivación total del sujeto es debida precisamente a la motivación trascendente. El
grado de unidad de una organización depende de tres elementos:

 La calidad de las operaciones y metas organizacionales, en cuanto éstas representan la


contribución de la acción organizacional a la satisfacción de necesidades humanas.
 La calidad motivacional de los individuos, en cuanto dicha calidad expresa hasta qué
punto son capaces de moverse por motivación trascendente.
 La calidad de la comunicación por la que los individuos llegan a percibir el valor de sus
acciones en el seno de la organización para la satisfacción de necesidades de otras
personas.

El primero de los elementos citados representa el potencial unificante de una organización. El


segundo representa el potencial de los individuos para actuar por identificación. La unidad actual
viene determinada por la medida en que está resuelto el problema cognoscitivo que se recoge en
el tercer elemento, comunicación efectiva a los individuos.

Las capacidades del direcivo


Pero una organización -como cualquier ser vivo- sufre modificaciones en su propio interior al ir
realizando sucesivas operaciones. Esas modificaciones se dan en los individuos que componen
la organización y suponen, en último término, cambios en lo que hemos denominado la eficacia,
la atractividad y la unidad organizacionales.

Ahora bien, sería absurdo suponer que esos tres valores han de moverse necesariamente en la
misma dirección. En principio, es fácil que ocurra que, por ejemplo, el aprendizaje de los
individuos, a través de la sucesiva aplicación de las operaciones de la organización, les lleve a
valorar, más de lo que antes valoraban, las acciones que han de realizar en la organización -por ir
experimentando que cada vez les gustan más o por otras razones similares- y, al mismo tiempo,
valorar menos la retribución económica u otros aspectos de ese tipo. En cuyo caso -y para tal
individuo- habría aumentado la atractividad de la organización y disminuido la eficacia. Incluso en
caso concreto a que nos referimos, el juicio sobre el aprendizaje de esa persona, desde el punto
de vista de la organización, no estaría aún completo, porque puede darse, por seguir
ejemplificando, que ese mayor atractivo que siente hacia su trabajo se deba a que en él
encuentra ocasión de desplegar sus cualidades o aptitudes para la acción, o a que, a través de
esa experiencia, ha aprendido a servir a otras personas y a valorar ese servicio. Si se trata de
este último caso, la unidad habrá crecido también, no así en el primero. Pero hemos visto que la
organización no puede ser indiferente respecto a los cambios que ocurran en cada uno de los
planos de eficacia, atractividad y unidad, porque están ligados por unas relaciones específicas
que implican que la alteración de uno de ellos afecta a los demás. Lograr un nivel coherente de
eficacia, atractividad y unidad de la organización es la misión del directivo.

En primer lugar, el directivo tiene que conseguir que su organización sea eficaz, es decir, que
logre unos ciertos resultados o metas. Su capacidad para esos logros es la capacidad
estratégica.

En segundo lugar, el directivo ha de conseguir que su organización sea atractiva, es decir, que su
gente pueda satisfacer motivaciones intrínsecas a través de lo que hace en la organización. Lo
que facilita este logro es la capacidad ejecutiva.

La tercera dimensión en las capacidades del directivo, específicamente relacionada con la


unidad, es la que se puede llamar liderazgo. El liderazgo de un directivo es lo que le impulsa a
preocuparse no tan sólo de que se hagan ciertas cosas que convienen a la organización para que
sea eficaz; tampoco le basta con que esas cosas sean más o menos atractivas para las personas
que han de realizarlas. Busca, sobre todo, conseguir que las personas actúen por
motivación trascendente. Trata de mantener y hacer crecer la unidad de la organización. El
líder está preocupado con problemas como el desarrollo del sentido de responsabilidad en su
gente, el que sean capaces de moverse por sentido del deber, y otros similares. Intenta, en
definitiva, enseñar a quienes dirige a valorar sus acciones en cuanto éstas afectan a otras
personas, para que sean capaces de autocontrolar su comportamiento, adaptándolo así a las
necesidades de los usuarios de esas acciones.

Así como las dos primeras dimensiones, la capacidad estratégica y la capacidad ejecutiva,
implican cualidades de tipo cognoscitivo y, en consecuencia, suponen ciertas capacidades
naturales en el sujeto (aunque puedan ser perfeccionadas a través de procesos educativos), la
dimensión de liderazgo es la única cuya existencia y desarrollo dependen del propio individuo.

Los líderes no nacen: llegan a serlo a través de sus esfuerzos personales, a través de un largo
proceso en el que van adquiriendo la difícil capacidad de moverse por los demás, transcendiendo
su propio egoísmo.

Los valores de los actos humanos


Pero antes de profundizar en la capacidad de liderazgo que, desde luego no es fácil desarrollar,
como sea que la función del directivo se materializa en actos que, por ser racionales y libres, son
humanos, me parece necesario decir que todo acto humano, además y antes, ontológicamente,
de los efectos sociológicos, políticos, etc., tiene, para el propio agente y para las personas
afectadas, tres valores: económico, psicológico y ético. Dichos valores corresponden,
respectivamente, al valor de lo que hace el sujeto en cuanto con ello otra persona puede
satisfacer sus necesidades (valor económico); al aprendizaje para hacer cosas que el sujeto
consigue por el hecho de hacerlo (valor psicológico); y, por último al cambio que se produce en
el sujeto en función de la naturaleza moral del acto, de la intención que tenía al realizarlo y de las
circunstancias concurrentes (valor ético).

El valor económico de los actos del sujeto tiene su origen y explicación en la satisfacción de las
necesidades humanas y, en función de la utilidad que proporcionan los bienes o servicios
producidos por tales actos, se refleja, más o menos perfectamente, en los precios de mercado de
dichos bienes y servicios. Digo más o menos perfectamente, porque bien puede suceder que los
precios no den una imagen correcta del valor económico real de las actividades humanas si se
determinan por la utilidad inmediata, ignorando o despreciando los efectos perversos que los
actos del sujeto pueden producir cara al futuro de modo que, aun siendo económicamente
eficientes ahora, dejarían de serlo a largo plazo. Esta eventual incapacidad de los indicadores
del mercado -es decir, los precios- para orientar sobre el valor económico real de las
actividades humanas -medido en términos de bien común, es decir, del desarrollo integral de
todos los hombres- es la que obliga a pensar en el valor psicológico y ético de los actos
humanos, como antídoto de los efectos perversos que el acto económico puro podría producir.

De todos los efectos que pueda producir el acto humano, pienso que el más importante no es
ninguno de los que se producen al exterior de la persona sino el que se refiere al cambio que
tiene lugar en su interior. Cualquier cosa que el hombre haga, aunque esta cosa no dañe a sus
semejantes, es más, aunque les produzca beneficios, si el acto -de acuerdo con la norma
objetiva convertida por la conciencia subjetiva en regla próxima del obrar- ha sido un acto
éticamente incorrecto, el hombre se ha degradado, ha envilecido, en poco o en mucho, su
dignidad de persona, aunque nada de esto haya traslucido. Y esta degradación de la persona es
mucho más importante que todo lo que el acto humano haya podido provocar exteriormente.

Es cierto que el que roba, miente o falta a la palabra dada causa un daño en el exterior, a
terceros, pero antes, en el orden del ser, e incluso aunque el daño exterior por alguna razón no
llegue a producirse, se causa un daño a sí mismo, al hacerse ladrón, mentiroso o desleal; y este
daño es más importante que el daño material que ha causado, o podido causar, a los otros. Es
posible, repito, que, a consecuencia de esta actuación éticamente incorrecta, el sujeto tenga más;
pero valdrá menos, será menos hombre. Lo mismo puede decirse en relación con los otros: si yo,
por ejemplo, induzco a mis viajantes a vender mercancías cuya calidad no corresponde a la que
se ofrece, y ellos libremente se adhieren a la acción incorrecta, es posible que, a corto plazo, los
beneficios de la empresa aumenten, pero no solamente habré deteriorado un poco o un mucho el
valor de mi persona, sino que habré provocado el deterioro del valor de la persona de los otros, y,
además, habré dañado los objetivos económicos, a largo plazo, de la empresa.

El valor ético de los actos humanos y también el psicológico son valores subjetivos, es decir,
expresan realidades que se producen en el interior de las personas y, en consecuencia, no
pueden ser objeto del mercado. La confianza, el afecto, la sinceridad, la lealtad, la honradez, etc.
no podrán ser nunca materia de compraventa, pero la influencia de estas cualidades
personales es decisiva para la generación de valor económico real. Por ello, la correcta
actuación del dirigente empresarial exige que el decisor, después de analizar la factibilidad de
las alternativas, a la luz de su valor económico, expresado por los indicadores del mercado,
elija en función, además, del valor que las alternativas en juego tengan para el desarrollo
integral de las personas, incluyendo la del propio decisor.
Elegir en función no sólo del valor económico sino además del valor psicológico y ético de los
actos humanos, puede suponer un cierto coste de oportunidad; es decir, el decisor renuncia a
un cierto beneficio a corto plazo que otra alternativa podía haberle aportado. Sin embargo, al
hacerlo, el decisor es consciente de que ha elegido la mejor alternativa para los demás y para él
mismo, en orden al desarrollo integral de las personas. La experiencia y también la razón nos
dicen que, a la larga, los beneficiosos efectos psicológicos y éticos de la decisión tomada, en
todas las personas que forman la empresa o están en contacto con ella, conducirán a mejores
resultados también económicos. Así lo testifican multitud de profesionales y empresarios que
saben renunciar al enriquecimiento rápido o al beneficio inmediato en aras de la rentabilidad
sostenida a largo plazo, que es la garantía de la continuidad, el desarrollo y la expansión de la
empresa entendida como comunidad de personas.

Redefinición del objetivo

A la luz de las consideraciones que acabamos de hacer, podemos volver a la definición del
objetivo final de la empresa, para completarla diciendo que este objetivo consiste en prestar
servicio a la sociedad, el propio de cada empresa, y generar rentas suficientes para la
satisfacción de todos los que integran la empresa, mediante actuaciones que, en todo
momento y circunstancias, sean congruentes con la dignidad de las personas que integran
la empresa, o están en contacto con ella desde el exterior. Esto quiere decir que, en relación
con el logro del objetivo empresarial, las decisiones del empresario no podrán ser decisiones
meramente economicistas sino que tendrán que tener en cuenta los aspectos psicológicos y
éticos inherentes.

Esta definición del objetivo de la empresa puede parecer que choca con otra definición, que es
corriente oír en las escuelas de negocios, y que pone el acento en la maximización del valor de la
acción. Pero pronto se ve que no hay contradicción ninguna entre ambas cosas, si se tiene en
cuenta que lo que yo he definido es el objetivo final de la empresa, que es un objetivo de
carácter conceptual, al cual deben estar supeditados los objetivos operativos de las distintas
áreas funcionales, dentro de las cuales está la financiera. Y es el objetivo financiero, que ha de
formularse en relación con la renta residual atribuible al accionista, el que puede definirse
diciendo que la Dirección financiera ha de proponerse lograr el mayor valor de mercado posible
para el patrimonio de los titulares del capital de riesgo, lo cual, en la práctica, se traduce en
buscar la maximización del valor de las acciones. Este objetivo financiero, siendo congruente
con el objetivo final tal como lo he definido -ya que nada se opone a que todas las acciones
encaminadas a maximizar el patrimonio de los accionistas sean tomadas teniendo en cuenta los
aspectos éticos de las mismas, para respetar la dignidad y los intereses de todas las personas
implicadas en el proceso- es al mismo tiempo un objetivo operativo, ya que la persecución del
máximo valor del patrimonio puede traducirse en políticas concretas cuyos resultados en orden al
logro del objetivo son cuantitativamente medibles. Se trata, por lo tanto, de la explicitación de dos
niveles distintos de un mismo orden de cosas: el objetivo final y un objetivo instrumental, que no
siendo único es básico para la supervivencia y crecimiento de la empresa.

En resumen, si bien, como ya hemos dicho, el objetivo financiero no puede confundirse con el
objetivo final de la empresa, ni los financieros lo pretenden, el objetivo cifrado en la maximización
del patrimonio del accionista no se opone desde el punto de vista ético al objetivo final tal como lo
hemos definido. Es más, el logro del objetivo financiero, que se basa en la obtención de
suficientes beneficios a fin de poder crear valor para el accionista, es, en cierto modo, una señal
de que el objetivo final se ha logrado o puede lograrse. Así lo declara explícitamente el Papa
Juan Pablo II en su Encíclica "Centesimus annus" cuando dice: "La Iglesia reconoce la justa
función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa
da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las
correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente".
El liderazgo

Sentado todo esto en relación con los efectos, o valores, de todos los actos humanos y, por lo
tanto, de los actos en que el directivo traduce su función, podemos volver a las motivaciones de
las personas a las que dirige. El directivo ha de intentar conocer estas motivaciones, para
enderezarlas, estimularlas o mantenerlas, a fin de que adopten la forma adecuada para el logro
de los objetivos empresariales, expresados sea en términos funcionales -compras, producción,
ventas, financiación, etc.- sea en términos finales -crecimiento del valor neto añadido-. Pero al
hacerlo, no puede olvidar lo que acabamos de recordar: que todas sus actuaciones tienen, para
él y para los que dirige, al lado, o por encima, del valor económico, el valor psicológico y el valor
ético. Es decir, que no puede pretender motivar a los dirigidos con actuaciones que sean
incorrectas desde el punto de vista ético o psicológico.

Estimular estas motivaciones en orden al logro del objetivo, teniendo en cuenta las exigencias
éticas, constituye un estilo de dirección que no es el formalista: "que la gente haga lo que yo
digo", ni el despótico: "que hagan lo que yo quiero, sino el estilo propio del liderazgo: "que la
gente quiera lo que yo quiero". En el bien entendido que lo que el líder ha de querer no es lo
que pueda satisfacer un afán desordenado de poder, calidad nefasta en un directivo, sino lo que
conviene a los reiteradamente dichos fines últimos de la empresa. El líder verdadero no ha de
buscar poder -"potestas"-, sino autoridad -"auctoritas"-. Una organización humana cuya única
fuerza unificante sea el poder, o desaparece como tal organización, o ya no es humana: es
inhumana. Cuanto más humanas sean las personas que constituyen la organización, mayor será
la fuerza unificante de la autoridad y menos necesario será el poder.

Hemos visto que el líder ha de actuar en ese plano de la realidad -motivación trascendente- que
constituye precisamente el reino de la libertad humana. Un líder, en cuanto tal, puede no alcanzar
los resultados que se proponía -dependen de la libertad de otras personas- y ser, sin embargo,
un "líder perfecto". Fijémonos en que un directivo, en cuanto estratega y ejecutivo,no tendría
nunca por qué fallar si se diese el caso de ser un perfecto estratega y un perfecto ejecutivo. Pero
en el caso del liderazgo no ocurre de igual modo. Y no puede ocurrir porque los resultados que
interesan al líder en cuanto tal se refieren precisamente a los motivos que ha de tener la persona
que actúa bajo su dirección; el líder espera que actúe movida por motivación trascendente, es
decir, que actúe porque así quiere hacerlo debido al valor que su acción tendrá para otras
personas.

Por supuesto que, al menos en cierta medida, se pueden imponer acciones -y, en consecuencia,
resultados exteriores a un sujeto- si se tiene el suficiente poder para ello. Lo que no se puede
imponer desde fuera son las intenciones que lleven a actuar a una persona de un modo u otro.
Precisamente son estas intenciones las que se esfuerza en mejorar la dimensión de liderazgo. Un
líder no está satisfecho en cuanto tal -lo estará en cuanto ejecutivo o estratega- si un subordinado
le obedece perfectamente y obtiene los resultados que se le piden, pero lo hace por temor o
porque espera un premio, o por cualquier otra razón que no sea el valor real de lo que se le
pedía.

Lo primero que un directivo que quiera ser líder debe hacer es muy fácil de formular, ya que es
algo puramente negativo. Podríamos expresarlo diciendo: no ser un obstáculo para que sus
subordinados actúen por motivación trascendente cuando quieran hacerlo. Pero, contra lo que
pueda parecer, esa condición no es nada fácil de cumplir. De hecho, el mundo sería
probablemente mucho mejor si todas las organizaciones respetasen esta condición.

La segunda cosa que un directivo, en cuanto líder, debe hacer es mejorar la unidad de su
organización, para lo cual debe enseñar a sus subordinados a captar el valor real de sus
acciones; enseñarles a valorar las consecuencias de sus acciones para las otras personas. La
verdad es que la motivación trascendente es una fuerza de bastante intensidad dentro de los
seres humanos. Al menos como energía potencial está allí y, frecuentemente, espera solamente
un pequeño esfuerzo por parte del conocimiento de la persona para actualizarse.

La tercera y última acción propia del liderazgo no es solamente una línea de actuación, sino que
constituye una verdadera condición incluso para aplicar las dos anteriores. Consiste en lo que
podríamos denominar la ejemplaridad del directivo. Tan sólo un directivo que se esté esforzando
seriamente por actuar por motivación trascendente tendrá la posibilidad de influir sobre sus
subordinados en ese plano. En la medida en que él mismo actúe por motivación trascendente
estará haciendo lo mejor que pueda hacerse para convencer a otras personas de que actúen
también del mismo modo. Sólo de esta manera estará comportándose como un líder. Cuando los
motivos dominantes en un directivo son de ese tipo, llegará en ocasiones incluso a renunciar a su
posición si, debido a su falta de calidad como estratega o como ejecutivo, llega a darse cuenta de
que, a pesar de su buena intención, es incapaz de dirigir la organización adecuadamente y de
satisfacer los intereses mínimos de sus subordinados en aquellos otros dos planos de la eficacia
y la atractividad.

Por el contrario, cuando los motivos dominantes en un directivo no son de tipo trascendente, será
extraordinariamente peligroso para él cualquier intento de apelar a la motivación trascendente de
sus subordinados. Sus motivos reales serán descubiertos más pronto o más tarde (generalmente
antes de lo que él suponga), y los individuos suelen reaccionar de manera violenta contra
cualquiera que los engaña apelando falsamente a un plano de motivaciones tan profundo.

Los paradigmas organizativos

Las consideraciones derivadas de la distinción entre motivaciones extrínsecas, intrínsecas y


trascendentes, así como de las variables que hemos denominado eficacia, atractividad y unidad
de la organización, nos permiten concluir con unas reflexiones comprehensivas sobre los
sistemas de organización y dirección de empresarial.

Cuando se habla de los modos de organizar y dirigir empresas, suelen citarse muchas
posibilidades y dentro de ellas, los diversos autores pueden aconsejar aquel modelo por el que
sientan preferencia. Pero, siguiendo siempre a Pérez López, de hecho, no existen más que tres
paradigmas organizativos, cada uno de los cuales se basa en una suposición concreta acerca de
cuál de las tres motivaciones humanas que hemos analizado ha de imperar en el dinamismo de la
organización. Estos tres paradigmas son:

 El paradigma mecánico.
 El paradigma psicosociológico.
 El paradigma antropológico.

En el paradigma mecánico se supone que los seres humanos son motivados exclusivamente
por las consecuencias externas de sus acciones (motivaciones extrínsecas), en la medida en que
esas consecuencias sirven para satisfacer las necesidades del agente. Como hemos ya
señalado, son motivaciones extrínsecas cualquier tipo de incentivos (dinero, elogios, estatus...)
que recibe un agente, de fuera de sí mismo, a cambio de su acción.

En el paradigma psicosociológico, se supone que los seres humanos están motivados tanto
por motivaciones extrínsecas como por motivaciones intrínsecas. Las motivaciones intrínsecas,
recuerdo, son las consecuencias provocadas por la ejecución de la propia acción, en la medida
en que esas consecuencias satisfacen necesidades o deseos del agente que realiza la acción
(desarrollo de habilidades, aumento del nivel de conocimientos, satisfacción con el trabajo propio,
hacer algo que a uno le agrada...). Las motivaciones intrínsecas incluyen todas las cosas que
pueden conseguir los seres humanos a través de sus acciones y que sólo se pueden conseguir a
través de la ejecución personal de la acción (por ejemplo, aprendiendo a hacer algo). De este
modo, en el marco del paradigma psicosociológico, la motivación es una fuerza que tiene dos
dimensiones: extrínseca e intrínseca. Puede haber dos personas con la misma cantidad de
motivación para llevar a cabo una tarea, pero con distintos componentes cualitativos en sus
motivaciones respectivas. Sin embargo, el hecho de que una persona esté motivada, por ejemplo,
por dinero o por elogios externos, siendo las dos motivaciones extrínsecas, no significa ninguna
diferencia cualitativa. Sí, en cambio, existe diferencia cualitativa si una persona está motivada por
dinero y la otra por cualquier tipo de motivación intrínseca; por ejemplo, el deseo de aprender.
Las diferencias entre motivaciones de un tipo determinado son importantes en términos
psicológicos, pero no lo son a nivel antropológico. Como es evidente, la motivación de cualquier
persona concreta para ejecutar una acción determinada será, normalmente, un agregado de
motivaciones extrínsecas e intrínsecas. Hay pocas acciones, si es que hay alguna, cuya
motivación pueda explicarse tan sólo por un solo tipo de motivos.

En el paradigma antropológico, que es el único paradigma completo, las motivaciones que


acaban de explicar el comportamiento humano en la organización son las motivaciones
trascendentes que, como dijimos, son aquellas consecuencias de una acción que afectan a
personas diferentes a la que ejecuta la acción, en la medida en que esas consecuencias las
persigue explícitamente el agente, convirtiéndolas, de este modo en motivos de su acto, por el
valor que dichas consecuencias tienen para aquellas otras personas que reciben la acción. Por
ejemplo, un médico que está motivado para actuar de una determinada manera por el bien de la
salud de su paciente, o un vendedor que quiere vender un producto concreto a un cliente
determinado, porque está convencido de que la venta puede satisfacer una necesidad que tiene
el cliente, son motivados por motivos trascendentes. Naturalmente, ambos pueden estar
motivados, al mismo tiempo, por motivaciones intrínsecas y extrínsecas.

Parte del problema para explicar el comportamiento humano está relacionado con el hecho de
que la motivación de los seres humanos es la consecuencia de tres tipos diferentes de fuerza;
dos de ellas -motivación por motivos extrínsecos y motivación por motivos trascendentes-
dependen de las propiedades del entorno -lo que ocurre fuera del agente-, pero depende a la vez
de dos características diferentes, a menudo opuestas, del entorno. Para comprender por qué
puede ocurrir esto, es suficiente observar que, en términos generales, cuanto más "poderoso" es
el entorno, mayores son las posibilidades de que sea una fuente de motivos extrínsecos. Sin
embargo, desde el otro punto de vista, cuanto más débil es el entorno, mayores son las
posibilidades de que sea una fuente de motivos trascendentes.

Un ejemplo concreto

Quizás, alguien se pregunte qué utilidad puedan tener todas estas observaciones
epistemológicas para una persona que ejerce la dirección. Intentemos ilustrarlo en términos más
familiares. Tomemos, por ejemplo, un departamento de producción, compuesto no de robots sino
de trabajadores. El modelo organizativo debería ser, por lo tanto, de tipo antropológico. Dos de
las variables del modelo -y, por cierto, muy interesantes para el jefe del departamento- siempre
serán "incentivos satisfechos" y "nivel de producción". A efectos prácticos y para gestionar las
operaciones día a día, quizás pueda aceptarse que la administración de incentivos y el nivel de
producción estén relacionados de tal forma que, para conseguir el nivel de producción deseado,
es suficiente gestionar el nivel de incentivos satisfechos. No hay duda que, en muchos casos, y a
todos los efectos prácticos, ese tipo de "teoría" funcionaría, por lo menos a corto plazo. Sobre esa
base, el directivo puede concentrar sus esfuerzos en lo que pueda entenderse por "gestionar el
nivel de incentivos" y "alcanzar el nivel de producción deseado".

Siendo éste el caso, nuestro departamento de producción podría asimilarse al paradigma


mecánico de organización y no hay duda que -siendo todo lo demás igual: a saber, las
motivaciones intrínsecos y trascendentes de los trabajadores- la simplificación funcionará,
siempre que las decisiones del director del departamento, en el día a día, no tengan
consecuencias negativas sobre las variables relacionadas con las motivaciones intrínsecas y
trascendentes de los trabajadores. Naturalmente, en el caso de decisiones que afecten a
períodos de tiempo más prolongados -por ejemplo, decisiones relativas al diseño de tareas o
políticas de remuneración-, sería totalmente equivocado suponer que el departamento puede
funcionar según el paradigma mecánico. Es casi imposible que esas decisiones no afecten a las
variables relacionadas con motivaciones intrínsecas y trascendentes; por ejemplo, la justicia
percibida en las políticas de remuneración afecta a la identificación con la organización, y los
diseños de puestos de trabajo afectan a las oportunidades para aprender. Esta es la razón por la
que, al menos en los niveles superiores de la jerarquía organizativa, se tienen que tomar
decisiones basadas en modelos antropológicos.

Sobre la responsabilidad social de la empresa

Para acabar me gustaría precisar que, contra lo que suele pensarse a veces, la responsabilidad
social de la empresa no implica la realización de cosas ajenas o sobreañadidas a la normal
actividad empresarial, sino que, por el contrario, implica sobre todo el realizar más
adecuadamente aquello que la empresa está llamada a hacer y saber hacer. Se trata de que
mejore su sistema productivo, mejorando las capacidades de los que producen y adaptando a
ellas dicho sistema, y de que realice esa mejora haciéndoles aprender precisamente ahí, al
aplicar sus capacidades en y dentro del sistema. Se trata también de que mejore su sistema
distributivo, adaptándolo a las necesidades que puede satisfacer con sus operaciones
productivas; y que lo adapte a las necesidades reales, que muchas veces conoce mejor que los
propios usuarios de sus productos o servicios. Ya advertía Tomás de Aquino que "las cosas que
los hombres producen solamente con el propósito de venderlas es muy probable que sean
peores en calidad que aquellas que producen con ánimo de consumirlas". Si una empresa es
remisa en el cumplimiento de este servicio a la sociedad -intentar honestamente atender aquellas
necesidades reales que está capacitada para satisfacer-, difícilmente compensará esta falta de
responsabilidad social dedicando algunos recursos a la satisfacción de otras necesidades de la
sociedad extrañas a la naturaleza de sus operaciones propias.

Pero esta prestación de servicio que, junto con la generación de valor económico, constituye el
verdadero fin de la empresa, depende en gran parte de la libertad -de la buena voluntad- de las
personas. La gran tentación está en querer soslayarlo e intentar conseguir el mismo resultado por
vías que no dependan tanto de las decisiones individuales. Naturalmente, no puede negarse, ni
mucho menos, la utilidad de los análisis de tipo institucional que traten de configurar la estructura
y composición del sistema de gobierno -sistema de decisiones- en una empresa, de tal modo
que, a través de una división de poderes, se facilite una adecuada ponderación de intereses o se
dificulten aquellas decisiones más ineficientes o inconsistentes. Lo cierto es que los
descubrimientos en esa línea pueden ayudar, y mucho, a ir más de prisa, pero no pueden
garantizar que la dirección sea la correcta. Nada hay que pueda obligar a un ser humano a dar lo
mejor de sí mismo si él no quiere. A una persona se la puede obligar, probablemente, a hacer
cualquier cosa en el plano material. Es imposible, a través de la coacción, obligarle a realizar una
obra de arte o, simplemente, a tratar con afecto a otra persona. Pero lo que la coacción no puede
lograr, puede hacerlo el liderazgo, capaz de despertar las motivaciones trascendentes que laten
en el interior de las personas.

Por supuesto que la concepción antropológica que está implícita en la teoría que hemos venido
desarrollando es la de que el ser humano es libre y responsable y que, por ser libre, puede no
hacer cosas por otra persona, pero, precisamente por serlo, puede usar esa libertad
responsablemente y hacerlas. Una de las voces más escuchadas de nuestro tiempo -la del Papa
Juan Pablo II- ya nos ha advertido en su primera Encíclica, Redemptor Hominis que "no se
avanzará en este camino difícil de las indispensables transformaciones de las estructuras de la
vida económica, si no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los
corazones. La tarea requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y solidarios.
Demasiado frecuentemente se confunde la libertad con el instinto del interés-individual o
colectivo-, o incluso con el instinto de lucha y de dominio. Es obvio que tales instintos existen y
operan, pero no habrá economía humana si no son asumidos, orientados y dominados por las
fuerzas más profundas que se encuentran en el hombre y que deciden la verdadera cultura de los
pueblos. Precisamente, de estas fuentes debe nacer el esfuerzo con que se expresará la
verdadera libertad humana, y que será capaz de asegurarla también en el campo de la
economía".
http://web.iese.edu/rtermes/acer/acer12.htm

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