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Deseo de realidad.

Algunas notas sobre experiencia y alteridad


para comenzar a desenjaular la investigación educativa.
Jorge Larrosa.

La transformación se hace necesaria cuando algo que era


válido como real deja de ser real; si se consigue la
transformación entonces otras cosas serán reales; si ninguna
otra cosa se vuelve real, entonces uno sucumbe.
Peter Handke. Fantasías de la repetición.

1.-
Voy a usar la palabra deseo en su sentido más obvio, más común: ése según el cual deseamos
lo que no tenemos, o lo que hemos perdido, o lo que siempre ha estado ahí, junto a nosotros,
pero que nunca será nuestro. El deseo de realidad de mi título está relacionado con el deseo
de vida, con las ganas de vivir. Y el deseo de vivir está ligado al sentimiento de una cierta
desvitalización de la vida. Ese sentimiento que nos hace decir que esta vida no es vida, o que la
vida está en otra parte. Si tenemos ganas de vivir no es porque no estemos vivos, sino porque
vivimos una vida desvitalizada, una vida a la que le falta vida. Y lo que buscamos es algo así
como la vida de la vida, una vida que esté llena de vida. El deseo, o las ganas, de realidad,
tienen que ver entonces con la sospecha de que a lo que se nos da como real le falta algo.
Como si lo que nos dicen que es, lo que nos dicen que hay, fuera una especie de realidad sin
realidad. Y buscamos entonces algo así como la realidad de la realidad, ese ingrediente, o esa
dimensión, que hace que algo o alguien sea válido como real, que nos dé una cierta sensación
de realidad. Del mismo modo que reclamamos que la vida esté viva, reclamamos también que
la realidad sea real, es decir, que tenga la validez, la fuerza, la presencia, la intensidad y el
brillo de lo real.

Con la palabra investigación me refiero a todas aquellas prácticas y todos aquellos discursos
que se proponen el conocimiento y la transformación de la realidad educativa. En cualquiera
de sus ámbitos, o de sus dimensiones. Y lo que a mí me ocurre es que esos discursos
raramente me sorprenden, o me conmueven, o me golpean con lo que antes llamaba “la
validez, la fuerza, la presencia, la intensidad o el brillo de lo real”. Algo que sí me pasa, a veces,
con la literatura, las artes, el cine o la filosofía. Como si el escritor, el artista, el cineasta o el
filósofo sí que fueran capaces, a veces, de esa relación con lo real en la que lo real está lleno de
realidad. Y a lo mejor eso ocurre, precisamente, porque ni el escritor, ni el artista, ni el cineasta
ni el filósofo están preocupados por eso que en la investigación se llama “conocimiento de lo
real” (o, al menos, no por un conocimiento del mismo tipo, no por ese tipo de conocimiento, el
de la investigación, que tal vez podríamos llamar, provisionalmente, conocimiento objetivante,
o conocimiento crítico), ni están preocupados tampoco por eso que en la investigación se
llama “transformación de lo real” (o, al menos, no por una transformación de tipo técnico o,
incluso, de tipo práctico).

Lo que me propongo es hacer resonar eso del deseo de realidad con esas prácticas y esos
discursos que llamamos investigación educativa. Porque tal vez ese deseo de realidad nos
impulse a problematizar nuestras formas de mirar, de decir y de pensar lo educativo. Y nos
ponga en el camino de mirar de otro modo (y a lo mejor podemos aprender del cine, y de otras
artes de la mirada), de decir de otro modo (aprendiendo, quizá, de la literatura, arte de la
palabra), y de pensar de otro modo (aprendiendo aquí de la filosofía, arte del pensamiento).
Para que otro modo de mirar, de decir y de pensar nos haga encontrar una realidad que
merezca ese nombre.

La experiencia no es otra cosa que nuestra relación con el mundo, con los otros, y con nosotros
mismos. Una relación en la que algo nos pasa. El deseo de realidad, entonces, está ligado a la
experiencia en el sentido de que lo real sólo se da en tanto que experimentado: lo real es lo
que nos pasa en la experiencia. La experiencia, por tanto, es ese modo de relación con el
mundo, con los otros y con nosotros mismos en la que eso que llamamos realidad adquiere esa
validez, esa fuerza, esa presencia, esa intensidad y ese brillo de los que hablaba antes. El deseo
de realidad no es muy diferente del deseo de experiencia. Pero de una experiencia que no esté
normada por las reglas del saber objetivante o crítico, o por las reglas de la intencionalidad
técnica o práctica.

Por último, lo real, es decir, el “lo” de lo que nos pasa, el “acontecimiento” de lo que nos
acontece, “eso” de lo que hacemos o padecemos en la experiencia, sólo se da en tanto que
otro, es decir, en tanto que escapa a lo que ya sabemos, a lo que ya pensamos, a lo que ya
queremos. Lo real de la experiencia supone una dimensión de extrañeza, de exterioridad, de
alteridad, de diferencia. Por eso el deseo de realidad es también un deseo de alteridad. Pero
de una alteridad que no haya sido previamente capturada por las reglas de la razón
identificante e identificadora. Una alteridad que se mantenga como tal, sin identificar, sin
apropiar, en su dimensión de sorpresa, en su exterioridad, en su diferencia.

Por eso la dificultad de lo real (el hecho, o el sentimiento, de la que lo real está difícil) no es
muy distinta de la dificultad de la vida (del hecho, o del sentimiento, de que la vida está difícil),
de la dificultad de la experiencia (del hecho, o de la sensación, de que la experiencia está
difícil), y de la dificultad de la alteridad (del hecho, o del sentimiento, de que la alteridad está
difícil).

Y esa dificultad no tiene que ver con lo real, sino con nosotros mismos. Tal vez, con esa manera
de relacionarnos con lo real que estoy llamando, en general, investigación educativa. Por eso,
se trata de una dificultad que sólo podemos abordar en primera persona, en una relación con
nosotros mismos, es decir, interrogando y transformando nuestras formas de mirar, de hablar,
de pensar. Como dice Peter Handke en el aforismo que he utilizado aquí como emblema,
cuando lo real deja de ser válido como tal, la transformación de sí se hace necesaria. Porque si
no hay tal transformación, uno mismo se vuelve irreal, es decir, sucumbe. Aunque siga
haciendo bulto y caminando por el mundo.
2.-
La cuestión es que lo real está difícil, cada vez más difícil. Sobre todo ahora que el mundo ha
sido completamente realizado y por tanto nos da una extraña sensación de irrealidad. Porque
todo lo que hay, o lo que nos dicen que hay, ha sido objetivado, ordenado, categorizado y
determinado, es decir, ha sido echado a perder como real. Mi punto de partida, o mi petición
de principio, es que lo real está difícil. Lo que pretendo es apelar a una complicidad de
entrada, a la complicidad en la sensación de que lo real está difícil, en la sensación de que no
solo tenemos problemas con la idea de realidad, o con el concepto de realidad, o con el
conocimiento de la realidad, o con la transformación de la realidad, sino con la realidad misma.
Aunque para clarificar un poco lo que quiero decir con eso de la dificultad de lo real quizá sea
conveniente hacer alguna consideración previa.

Podemos decir, para empezar, que lo real no es objeto, que no se da por objetivación o por
cosificación. De hecho, la relación sujeto-objeto (la posición de un sujeto objetivante) nos
separa de lo real. Por eso, la objetivación y la cosificación de lo que hay que produce la ciencia
objetiva y objetivante nos da la realidad de una manera particular, de una manera que, a mi
juicio, des-realiza lo real, es decir, lo vacía de realidad, lo echa a perder. El tipo de relación con
lo que hay que no lo echa a perder no parte de ninguna posición sino que es, literalmente, ex-
posición. El sujeto de la experiencia es un sujeto ex-puesto, es decir, receptivo, abierto,
sensible y vulnerable. Un sujeto, además, que no construye objetos sino que se deja afectar
por acontecimientos. Lo real no es lo que está enfrente, lo que está ante nosotros, sino lo que
nos afecta, lo que nos pasa. El deseo de realidad, entonces, sería un deseo de acontecimiento.
En segundo lugar, lo real no es representación. Cuando nos constituimos en sujetos del saber y
del poder, de la teoría y de la práctica, fabricamos realidad, un cierto tipo de realidad. A veces
decimos que partimos de ella, a veces la investigamos, a veces la diagnosticamos, pero en esas
operaciones lo que hacemos es convertir la realidad en “realidad”, es decir, en una
representación o en un doble de sí misma. No hace mucho, en Granada, paseando por la
Alhambra, oí a alguien decir que la Alhambra había sido víctima del alhambrismo, en el sentido
de que las distintas reconstrucciones del palacio se habían hecho para satisfacer ciertos
estereotipos orientalistas de los consumidores de imágenes exóticas. La Alhambra se había
convertido en un doble irreal de sí misma, en un doble que la había echado a perder como
realidad, precisamente por obra de los alhambristas, de aquellos que habían querido realizarla.
Y lo mismo podríamos decir, me parece, de Oriente y el orientalismo, de Cataluña y el
catalanismo, de Marx y el marxismo, de las mujeres y el feminismo, de la realidad y el
realismo. Porque lo real, lo que es válido como real, lo que tiene la fuerza, y el brillo y la
intensidad de lo real, es presencia y no representación. Esa presencia que desborda cualquier
representación. De lo que se trata, y de ahí la dificultad, no es tanto de conocer, o de objetivar,
o de representar el mundo, sino de estar presentes en él. Por eso el deseo de realidad sería
también un deseo de presencia.

Podríamos decir, en tercer lugar, que lo real no es intencional. Las intenciones sobre lo real,
incluso las mejores intenciones, también nos separan de lo real, también lo des-realizan y lo
echan a perder en tanto que lo fabrican a la medida de nuestros objetivos, en tanto que lo
convierten en la materia prima de una transformación o de una modificación posible, en tanto
lo convierten en puro material disponible para nuestra intervención. También no hace mucho,
esta vez en Buenos Aires, en un seminario sobre la educación de la mirada, alguien hizo una
especie de genealogía de ese curioso dispositivo que llamamos “distancia crítica”, ese
dispositivo según el cual es preciso tomar distancias frente a lo que hay y llenar esa distancia
de una actitud crítica. Ese gesto que consiste en separarse de algo, señalarlo con el dedo, y
decir: no me gusta, y preguntarse ¿cómo puedo cambiarlo?, ¿cómo puedo hacer para que sea
otra cosa que lo que es, para que sea lo que a mí me gustaría que fuera?. Y en el contexto de
esa conversación, alguien dijo que a lo mejor sería bueno sustituir la distancia crítica por la
aproximación amorosa. De hecho, el sujeto de la crítica es el sujeto del juicio, el que no puede
evitar juzgar lo que hay. Y tal vez sería bueno explorar qué es eso de la aproximación amorosa,
de esa relación con lo que hay que se hace a partir de la proximidad y a partir de la
amorosidad. Porque tal vez el deseo de realidad sea también un deseo de cercanía. Y un deseo
de afirmación. No de negación crítica, o de juicio crítico, sino de afirmación amorosa de lo que
hay. En cualquier caso, el tipo de relación con lo que hay que no lo echa a perder tal vez no sea
el de la intención sino el de la atención. Porque atención e intención son inversamente
proporcionales. Cuanto más intención, menos atención, y al revés. Cuanto más crítica y más
juicio, menos atención, y al revés. Y el sujeto de la experiencia no es un sujeto intencional, ni
crítico, ni jurídico, sino un sujeto atento.

Por último, podríamos decir que lo real no es lógico. Lo real no tiene causa ni finalidad, no
puede remitirse a la lógica de las causas y las finalidades, ni a la lógica de las determinaciones
causales ni a la de las determinaciones teleológicas. Lo real no puede remitirse a la lógica del
tiempo orientado, ese que da a lo que existe, a lo que hay, un sentido, una dirección, un origen
y un destino, una orientación. Lo real escapa al principio de razón suficiente, a ese que dice
que nihil est sine ratione, que nada existe sin razón, a ese principio que quiere que todo tenga
una determinación, una lógica, una explicación dada o posible, una razón de ser, una meta, un
objetivo, una finalidad. Lo real es gratuito o absurdo, resiste a la inteligibilidad. Por eso la
voluntad de inteligibilidad, la voluntad de explicación, también nos separan de lo real, también
lo des-realizan, también lo echan a perder, en el sentido de que nos dan lo real en tanto que
racional y sólo en tanto que racional. De ahí que el deseo de realidad sea también un deseo de
sorpresa, entendiendo por sorpresa el modo de existencia de todo aquello que es inexplicable,
incomprensible, es decir, que no tiene razón de ser. O, dicho de otro modo, el modo de
existencia de lo inconcebible, es decir, de lo que no podemos subsumir bajo ningún concepto,
de lo que no tenemos ni idea.

Para que lo que hay tenga esa fuerza, ese brillo y esa intensidad que lo hagan válido como real,
tal vez no sirva ni la razón objetivante, ni la razón instrumental, ni la razón representativa, ni la
razón jurídica, ni la razón crítica, ni la razón explicadora. Y quizá tengamos que explorar formas
de relación con el mundo, con los otros y con nosotros mismos que hagan justicia al
acontecimiento, a la presencia, a la cercanía, a la afirmación, a la sorpresa.

3.-
Veamos ahora un retrato del realista, o del realidófilo, o del maniático de la realidad, tal como
lo describe Peter Handke en Historias de niños: “Y conste que los maniáticos de la realidad no
eran los meros tiranos de la época; antes bien, con su medición del grado de realidad,
recordaban a aquellos bandos de las más antiguas batallas navales que, concluido el combate,
solían contar los cadáveres y los restos flotantes para calcular así la victoria o la derrota. Si se
hacía caso de tales fiscales natos, resulta entonces que con su forma de contar los mundos –los
más relevantes de los cuales eran el tercero y el cuarto- acallaban una culpa secreta. Tales
realidófilos o gente del montón que, desde tiempos inmemoriales eran, sin duda, legión, se le
aparecían al hombre como existencias sin sentido; muy alejados ya de la creación y muertos
desde hacía largo tiempo, continuaban con sus cosas, tan sanos, no dejando tras de sí nada a
lo que asirse y no sirviendo ya para otra cosa que para la guerra. Además era inútil discutir con
ellos, pues constantemente se veían confirmados por las catástrofes que sucedían a diario.
Decidió pues negar irrevocablemente la entrada a tan sombríos huéspedes y “no dejar que sus
barcos le cerraran el paso al mar” nunca más. Y sólo entonces volvió a percibir el murmullo de
una realidad”.

El maniático de la realidad, o el realidófilo, o simplemente el realista, es un contable, un fiscal,


un guerrero, un resentido con la vida, alguien en suma que se relaciona con el mundo, con los
otros y consigo mismo desde el punto de vista de la contabilidad, del juicio, de la victoria o la
derrota, y de la culpa. Es alguien que aparta la realidad en tanto que echa a perder la salida al
mar. Y quizás la salida al mar, el deseo y la posibilidad de salir al mar, sea otro nombre de ese
deseo y esa posibilidad de acontecimiento, de presencia, de cercanía, de afirmación y de
sorpresa con el que hemos relacionado antes el deseo de realidad.

Y no deja de ser interesante que, en el texto de Handke, ese murmullo de una realidad haya
sido producido por la convivencia con una niña, la misma que atraviesa las páginas de ese
dietario maravilloso que se titula El peso del mundo. Hace ya tiempo, en un texto a propósito
de la infancia, del enigma de la infancia, cité un aforismo de Handke que dice lo siguiente:
“nada de lo que se dice sobre la infancia es real, sólo lo es aquello que, encontrándola, lo
cuenta”. Tal vez por eso los realidófilos son los que siempre hablan sobre, los que tienen ideas
y opiniones sobre todo, sobre cualquier cosa, los que saben… pero que precisamente por eso
no encuentran. Imagino al pobre Peter acosado por los que saben qué es un niño y que habría
que hacer con él, por los que saben cómo es y cómo debería ser una relación con un niño… y
viéndose obligado a negarles la entrada, precisamente para que la realidad de la infancia, y de
su relación con la infancia, fueran todavía posibles.
4.-
Quizá podamos contrastar la figura del realista con la del sujeto atento. Tal vez podamos
explorar brevemente la atención como una relación con el mundo, con los otros y con nosotros
mismos que no pase por la intención, ni por la representación, ni por el juicio, ni por la
categorización, ni por la tematización, ni por la contabilidad, ni por el cálculo, ni por la guerra,
ni por la objetivación.

La atención se relaciona, en primer lugar, como el estar presente. En inglés, attending… por
ejemplo a meeting, or a conference, significa estar ahí. Por eso, desde la atención, lo real es el
resultado de una cierta forma de estar presente en nuestra relación con el mundo, con los
otros y con nosotros mismos. Y estar presente es lo contrario de estar ausente, de estar
distraído, de estar desconectado.

Hay una frase de Kafka que dice así: “la vida es una distracción permanente que ni siquiera
permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae”. De lo que la vida distrae, parece decir
Kafla, no es de algo que pudiera estar fuera de la vida, o en otro lugar que la vida, sino de la
vida misma. La vida, las exigencias y las rutinas de la vida, determinadas formas de vivir y de
sentir y de contar la vida, nos hacen ausentarnos de la vida. Y lo mismo podríamos decir de la
realidad: la realidad, ciertas maneras de construir lo real, ciertas maneras de estar en relación
con el mundo, con los otros y con nosotros mismos, nos distraen de la realidad. Y lo peor es
que, cuando esos modos se convierten en totalitarios, cuando agotan todo el espacio y todo el
tiempo, cuando saturan cualquier forma de relación, ni siquiera podemos tomar conciencia de
aquello, lo real, de lo cual nos distraen. Como si la manera que tienen los realidófilos, en el
texto de Handke, de ser realistas respecto a la infancia y a la relación con la infancia, les
impidiera, justamente, estar presentes en esa realidad, es decir, encontrarla.

La atención se relaciona, en segundo lugar, con el cuidado. En español, atender a algo o a


alguien significa tratarlo bien, cuidarlo, estar atento a lo que le gusta, a lo que necesita, a lo
que le hace sentirse bien. Por eso, desde la atención, lo real es el resultado de una cierta forma
de cuidado del mundo, de los otros y de nosotros mismos. Y cuidar es lo contrario de
descuidar, de esa actitud que implica indiferencia y, sobre todo, in-deferencia.

Cuidar, en ese sentido, tiene que ver con el arte de las distancias, con el saber guardar las
distancias. Hay un poema de Antonio Cícero en el que podría cambiarse “guardar” por
“cuidar”. El poema dice así:
Guardar una cosa no es esconderla o encerrarla.
En cofre no se guarda cosa alguna.
Guardar una cosa es ojearla, observarla, mirarla por
admirarla, o sea iluminarla o ser por ella iluminado.
Guardar una cosa es vigilarla, o sea hacer vigilia por
ella, o sea velar por ella, o sea estar despierto por ella,
o sea estar por ella o ser por ella.
Por eso se guarda mejor el vuelo de un pájaro
que un pájaro sin vuelos.
Por eso se escribe, por eso se dice, por eso se publica,
por eso se declara o se declama un poema:
para guardarlo.
Para que él, a su vez, guarde lo que guarda.

El cuidado (del otro, del mundo, de nosotros mismos) podría ser algo parecido a ese guardar
(el vuelo de un pájaro, y no a un pájaro sin vuelos). Cuidar no tiene que ver con encerrar,
definir, determinar, tematizar, analizar, investigar. El cuidado se da en un entre, es algo que se
da entre las personas, entre los lenguajes, entre los cuerpos, entre los lugares, entre los
saberes. Entonces cuidar es una forma de guardar las distancias… de perder las distancias
malas (las del poder, las de la indiferencia, las de la hostilidad, las de la vigilancia, las que nos
separan mal de nosotros mismos, del mundo y de los otros) y de tomar las buenas (las de la
conversación, las de la libertad, las de la compañía, las de la atención, las de la hospitalidad, las
que nos acercan bien a nosotros mismos, al mundo y a los otros). Cuidar exige buscar y
conseguir la justa distancia: ni demasiado cerca ni demasiado lejos, en el equilibrio justo entre
el estar y el no estar, entre las presencias y las ausencias, entre las palabras y los silencios,
entre el hacer y el no hacer, entre la intervención y el dejar en paz. Cuidar supone mantener la
diferencia como diferencia. Y desde ahí, desde la diferencia, establecer una relación.

La atención se relaciona, en tercer lugar, con la escucha. En francés, attendre es escuchar. Y


también en español se puede decir atiende a lo que digo en el sentido de escucha lo que digo.
Por eso, desde la atención, lo real es el resultado de una cierta forma de escuchar el mundo, a
los otros y a nosotros mismos.

Pero escuchar no es lo mismo que comprender: la escucha no está necesariamente normada


por la voluntad de explicación, ni siquiera por la voluntad de comprensión. Hay una frase de
Derrida que podría ilustrar este punto: “…sin comprender nunca, ¿escuchas?”. Algo así como:
¿hay una forma de escuchar que mantiene al otro inexplicable e inexplicado, inaccesible en su
incomprensibilidad? A veces nos pasa que no queremos que nos expliquen, que nos
comprendan. Lo que queremos es, simplemente, que nos escuchen. Como si sólo en esa
escucha atenta, respetuosa, silenciosa, que sabe guardar la distancia, pudiéramos ofrecer (y
encontrar) lo que verdaderamente somos y lo que verdaderamente nos pasa, es decir, lo que
ni siquiera nosotros sabemos que somos y que nos pasa.

Escuchar, entonces, sería atender a la intimidad de la lengua tal como la expone José Luis
Pardo en La intimidad, y de la que no puedo prescindir de transcribir una cita larga: “Toda
palabra lleva en su ser la marca ilegible de la intimidad, el modo en que les sonó y les supo a
quienes la dijeron, y el modo en que le suena y le sabe a quien hoy la dice, su voz; y,
evidentemente, esa marca sólo puede ser implícita: yo nunca sabré cómo le sonó a otro esa
palabra que yo ahora digo, pero saboreo ese no-saber (sé de él) en el gusto que la palabra deja
en mi boca. No siento lo que el otro dijo o lo que el otro siente, siento lo que calló, siento su
silencio que nunca podré convertir en significado porque, justamente, es sentido (por mí), un
sentido que nunca podré convertir en información porque justamente es sabido (sápido) para
mí. Y me lo callo. Lo mantengo en secreto al decir esa palabra, guardo ese secreto cada vez que
hablo. Es, por tanto, un secreto a voces, porque mi voz lo comunica cada vez que suena, porque
es el secreto que comparten (que guardan juntos) todos los que tienen voz. No es que el otro
nunca pueda estar seguro de lo que yo quiero decir, es que ni siquiera yo puedo estarlo de todo
lo que quieren decir las palabras que me oigo pronunciar. Una nunca está seguro con las
palabras, precisamente porque transmiten intimidad, porque la contagian (…). La conversación
íntima es aquella en la que uno participa no para informarse de algo que otro sabe o para
hacer algo a otro, sino para oír cómo suena lo que dice otro, para escuchar la música más que
la letra de su comunicación, para saborear su lengua. Ahí, la conversación nos gusta o nos
disgusta, nos deja un resabio y un regusto, un tacto mejor o peor porque el otro nos alude, nos
pasa su juego mediante contraseñas implícitas, en una pasión comunicativa marcada por su
fragilidad y su indigencia, que no necesita ni puede dar explicaciones (la intimidad es aquello
de lo que no estoy obligado a dar explicaciones a nadie) o salir de dudas. Una conversación
íntima es aquella en la que callar tiene sentido”.

La atención se relaciona, en cuarto lugar, con la espera. En francés, attendre es esperar. Por
eso, desde la atención, lo real es el resultado de una cierta manera de esperar, de dar tiempo y
espacio para que lo real, tal vez, aparezca. Una cierta manera de darle tiempo al tiempo y
espacio al espacio para la venida del mundo, para la venida del otro, y para la venida de
nosotros mismos.

Por eso la atención exige también saber respetar los tiempos y espacios de cada uno: darse
tiempo y dar tiempo (al otro, al mundo, a uno mismo), darse espacio y dar espacio (al otro, al
mundo, a uno mismo). Y crear espacios y tiempos libres de cualquier función, de cualquier
utilidad: lo suficientemente anchos y largos para que permitan los entres, las relaciones, los
movimientos, las transformaciones. Para que algo pase entre nosotros, para que algo nos
pase.

Lo real no puede darse por supuesto, sino que es el resultado de una cierta actitud que aquí he
llamado atención. Y tal vez las formas dominantes de fabricar lo real en nuestros saberes y en
nuestras prácticas constituyen obstáculos para el estar presente, para el cuidado, para la
escucha o para la espera. Sólo si les negamos la entrada podremos impedir que nos cierren el
paso al mar y podremos tratar de percibir el murmullo de una realidad.

5.-
En Memorias del subsuelo, Fiodor Dostoyevski escribe lo siguiente: Todos nos hemos
deshabituado de la vida, todos somos más o menos inválidos. Tan deshabituados estamos que
a veces casi sentimos repugnancia ante la vida verdadera, la vida “viva”, y por eso mismo no
toleramos que nos la recuerden. Algo similar podría decirse de lo real: todos nos hemos
deshabituado de lo real, todos nos hemos acomodado tanto y tan perfectamente a ciertos
modos de relación con los otros, con el mundo y con nosotros mismos que ya lo real no es
nuestro hábito, nuestro hábitat, nuestra habitación, nuestra casa. Y eso nos hace inválidos, por
comodidad, por no poder y no saber y seguramente no querer ya abandonar nuestras
posiciones, nuestras posturas, nuestras imposturas, nuestros puntos de vista, nuestras
maneras confortables de mirar, de decir, de pensar. Pero no sólo nosotros somos inválidos,
sino que lo real mismo se nos ha hecho inválido, ha perdido validez, fuerza, presencia,
intensidad, brillo. Y tan distraídos estamos, tan impacientes, tanto nos hemos descuidado,
tanto hemos renunciado a nuestra capacidad de escucha, que ya sentimos repugnancia a la
realidad “real”, y nos da miedo, y no toleramos que nos la recuerden.

En La mujer zurda, de Peter Handke, hay un niño que ha terminado una redacción sobre cómo
se imagina una vida mejor. Y lo que ha escrito es lo siguiente: “Me gustaría que no hiciera frío
ni calor. Que sople siempre un viento tibio; de vez en cuando una tormenta en la que la gente
tiene que acurrucarse. Los coches desaparecen. Las casas serían rojas. Los arbustos serían oro.
La gente lo sabría todo y no necesitaría aprender nada más. Se viviría en islas. En las calles los
coches están abiertos y se puede entrar cuando se está cansado. Ya no se está cansado. Los
coches no son de nadie. Por la noche la gente no se va nunca a la cama. La gente se duerme allí
mismo donde está. No llueve nunca. De todos los amigos, hay siempre cuatro, y la gente que
uno no conoce desaparece. Todo lo que uno no conoce desaparece”. Una vida mejor, dice el
niño, es una vida en lo que no hay nada desconocido, en la que no hay dolor ni soledad, y en la
que no tenemos miedo. Tal vez nuestros saberes y nuestras prácticas, nuestras maneras de
mirar, de decir y de pensar, nuestras maneras de relacionarnos con el mundo, con los otros y
con nosotros mismos, no sean otra cosa sino tristes garantías de una vida de ese tipo: de una
vida que se ha puesto a salvo de lo real en la medida misma en que lo ha fabricado a la medida
de su saber, de su poder y de su voluntad, es decir, en la medida que lo ha des-realizado.

Por eso el deseo de realidad requiere ponerse en movimiento, exponerse, acercarse, tratar de
salir de esos lugares confortables, seguros y asegurados, en los que estamos demasiado
protegidos, demasiado bien instalados: buscar nuestra propia transformación. Y para eso el
primer requisito, y el más difícil, es no tener miedo. O luchar contra nuestro miedo: a lo
desconocido de los otros, del mundo, y de nosotros mismos, sobre todo de nosotros mismos.
6.
Matar a Platón es un poemario de Chantal Maillard que problematiza nuestra relación con lo
real, con el acontecimiento, con lo que pasa y con lo que nos pasa. Podríamos decir que su
intención (si es que un poemario tiene intenciones) es obligar al lector a mirar su propia
mirada, desfamiliarizar o desnormalizar o desregular la mirada del lector para, tal vez, hacer
posible el mirar de otro modo.

En el primer poema, algo pasa. Hay un accidente, un acontecimiento: un camión atropella a un


hombre en un espacio urbano. Enseguida el lugar del acontecimiento se convierte en una
especie de escenario y crece, a su alrededor, una aglomeración de miradas. “Está creciendo el
número de espectadores. No como una marea, no: como crecen los sueños cuando el que
sueña quiere saber qué se le oculta. Crecen desde los huecos, desde los callejones, desde la
trasparencia de las ventanas, desde la trama, el argumento, complicando la historia ocupan las
rendijas, los ojos de las tejas, cruzan por las cornisas, por los desagües bajan, crecen en todas
direcciones, dispersando complican, añaden, superponen, indagan desde dentro lo que fuera
no alcanzan, gigantesco cuerpo vampiro que procura saberse vivo por un tiempo, saberse vivo
por más tiempo, saberse vivo tras la página que le invita a crecer, denso, fluido y compacto,
urdiendo sus defensas al tiempo que investigan la manera de saber sin sufrir, de ver sin ser
vistos”. La escritora problematiza esas miradas, se incluye entre ellas, y a la vez se pregunta
cómo escribir el acontecimiento, cómo escribirlo sin traicionarlo, sin reducirlo, sin simplificarlo,
sin convertirlo en una idea, en un concepto, sin idealizarlo, sin des-realizarlo, sin echarlo a
perder. Así, en relación al acontecimiento, a lo real (pero no hay que olvidar que se trata de un
real escrito), se teje una red de perspectivas ficcionales y metaficcionales de modo que el
acontecimiento (lo real en tanto que acontecimiento) acontece en esa red de miradas. No hay,
por tanto, ningún real apriorístico, independiente de su representación, de su escritura, del
modo como nos ponemos o nos exponemos a él, sino que el acontecimiento no está separado
de la forma como lo miramos, como lo interpretamos, como lo escribimos. El reto es no urdir
defensas, no adormecerse en la falsa visión de la repetición, de lo acostumbrado, de lo
naturalizado, de lo normalizado… y hacerse capaz de una mirada atenta a lo singular, a lo
único, a lo inexplicable, una mirada que singulariza lo que ve y, a la vez, nos singulariza en el
acto mismo de verlo.

El acontecimiento es lo real en tanto que nos reclama. El poema 20 dice así: “Para que algo
acontezca no basta un accidente, no es suficiente un muerto, ni dos, ni dos millones. Un
acontecimiento es un olor que espera que alguien lo respire, una herida que aguarda
encarnarse, el agua de un torrente inundando los poros, una mirada que cruza el aire y
encuentra a alguien que le hace señas y en la seña, en ella, se reconoce. Uno puede negarse al
acontecimiento y convertir su historia en un simple resumen de lo ocurrido, pasos que no
devienen cruce y se apagan en vida, o se secan. Uno puede negarse a saberse en el otro, basta
con acercarse a todo con un walkman conectado a la carne, enfundado el cerebro en aquella
sustancia impermeable que nos inmuniza, basta con refugiarse en un desmayo a tiempo, en el
deseo de amar, u ocultarse en la furia o el número de una cuenta bancaria. De hecho, lo más
frecuente es que llevemos cosida el alma a su forro como los trajes nuevos sus bolsillos, para
evitar que se deformen por el peso”.
Pero, al mismo tiempo, el acontecimiento es indiscernible de los signos, de las palabras, como
se sugiere el poema 24: “Aquel hombre aplastado sin el cual el poema no tendría sentido es el
único al que, por más que yo me empeñe, no puedo describir sin invención –y eso es lo que lo
hace singular”. O el poema 21: “Cuando algo acontece no hay escapatoria: toda mirada tiene
lugar en el destello, toda voz es un signo, toda palabra forma parte del mismo texto”. Por eso
el acontecimiento es inseparable de los espectadores, de las maneras como lo miran y lo
dicen, de las maneras como lo inventan. Lo real acontece en tanto que es mirado y que es
dicho, porque los espectadores también acontecen en el accidente. El acontecimiento es lo
que se teje entre el hombre aplastado y los que se distribuyen a su alrededor, incluyendo el
escritor que lo escribe. Así, en el poema 14: “Ellos miran un punto, un cerco o un alud, algo que
ha sucedido, un algo que se ensancha, les llama, les succiona, se adentran en el cerco y suceden
en él al tiempo que les miro, ellos suceden dentro del punto que se ensancha, me cerca, me
succiona, y es otra mirada que nos observa a todos y escribo lo que usted acaba de mirar”.

Los transeúntes son atraídos por lo sucedido, crecen y surgen en torno a lo sucedido, como un
gigantesco cuerpo vampiro. De lo que se trata es del alejamiento de todos ellos, de su
distancia respecto al dolor del hombre aplastado, de la comodidad del saber sin sufrir, del ver
sin ser vistos, de la protección que da el saberse en un escenario. Los espectadores ponen en
juego una serie de mecanismos de inmunización, de anestesia, de defensa, para no perder el
equilibrio. En el poema 14: “La seriedad es una variante del olvido: nos ayuda a ser otro, a
construir distancias, a creer que la piel es un límite. Y es porque somos serios que no sentimos
en los labios el aliento del hombre que agoniza a pocos metros de distancia; gracias a nuestra
seriedad el impacto no logra hacernos perder el equilibrio”. Entre esos mecanismos de
inmunización está el reducir el acontecimiento a número, a estadística, en el poema 8: “Una
mujer temblorosa aprieta el brazo de su acompañante. Él vuelve hacia ella un rostro tan largo
como un número de serie y dice: “el sesenta por ciento de los muertos por accidente en
carretera son peatones”. La mujer deja de temblar: todo está controlado. A punto estuvo de
creer que algo anormal ocurría, algo a lo cual debía responder con un grito, un espasmo, un
ligero anticipo de la carne ante la gran salida, pero no: aquello es conocido y ya no la involucra;
le pertenece a otros. Y él añade: “han llamado a una ambulancia”, y ella se relaja, su angustia
la abandona: el orden nos exime de ser libres, de despertar en otro, de despertar por otro. A
punto estuvo de gritar, desde esa carne ajena, pero el orden contuvo a tiempo ese delirio”. O el
reducir lo real a noticia, en la voz radiofónica que aparece en el poema 10. O a pretexto para el
sentimentalismo, también en el poema 10. O, simplemente, el gesto de apartarse y volver a
casa, como en el poema 27: “Volvamos cada uno a lo que nos distingue: esa historia concreta,
personal, que nos mantiene a salvo –mientras tanto”. En todos los casos, se trata de convertir
lo espantoso en normal, en algo que puede ser explicado, categorizado, ordenado, clasificado,
tematizado, en algo sobre lo que se puede hablar, opinar, en algo que se puede comprender o
explicar, en algo de lo que podemos alejarnos después de habernos recuperado de la sorpresa,
en algo que contaremos al llegar a casa, en algo, incluso, que nos proporciona un cierto placer
emocional.

El último poema dice lo siguiente: “Yo no soy inocente. ¿Lo es usted? La realidad está aquí,
desplegada. Lo real acontece en lo abierto. Infinito. Incomparable. Pero el ansia de repetirnos
instaura las verdades. Toda verdad repite lo inefable, toda idea desmiente lo-que-ocurre. Pero
las construimos por miedo a contemplar la enorme trama de aquello que acontece en cada
instante: todo lo que acontece se desborda y no estamos seguros del refugio. Bien pensado es
posible que Platón no sea responsable de la historia: delegamos con gusto, por miedo o por
pereza, lo que más nos importa”.

7.
Eso del deseo de realidad lo tomé del título de un libro sobre poesía de Miguel Casado. El libro
se subtitula “tres notas de poética” y empieza con una cita de André Breton, del Primer
Manifiesto Surrealista, del de 1924, que dice lo siguiente: “la experiencia está confinada en
una jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de la que cada vez es más
difícil hacerla salir…”.

Después de mi petición de principio de que lo real está difícil, fundamentalmente por culpa de
los realistas o de los realidófilos o de los maniáticos de la realidad, y por culpa también de
nuestra propia pereza y de nuestra propia cobardía, tal vez podamos tratar de conectar el
deseo de realidad de mi título, y del título de Casado, con la experiencia enjaulada del
fragmento de Breton. Algunas preguntas podrían ser las siguientes: ¿no será que con la
experiencia se nos ha enjaulado también la realidad? ¿no será que no conocemos lo real, sea
eso lo que sea, sino en tanto que mediado o encasillado o enjaulado por las operaciones de
categorización, de tematización, de ordenación, de jerarquización, de abstracción, etc., que
constituyen las lógicas de nuestros saberes y de nuestras prácticas? ¿o no será que la realidad,
sea eso lo que sea, está fuera de la jaula y por eso no podemos sentirla, o percibirla, desde una
experiencia enjaulada? ¿o no será que somos nosotros los que estamos enjaulados junto con
la experiencia, y damos vueltas y más vueltas sobre nosotros mismos, sin ningún real, sin
ningún otro, sin ningún exterior, sin ningún acontecimiento, sin ninguna sorpresa, sin nada
distinto a nosotros mismos (o a nuestras proyecciones, o a nuestros deseos, o a lo que ya
sabemos, lo que ya pensamos, lo que ya queremos…) que nos toque, o que nos pase, o que
nos haga frente? ¿no será el deseo de realidad algo así como un deseo de desenjaular la
experiencia, de hacerla salir, de abrirla hacia el afuera? ¿un deseo de desenjaularlos a nosotros
mismos? ¿un deseo de salir de lo que ya sabemos, de lo que ya pensamos, de lo que ya
queremos? ¿un deseo de dejar de dar vueltas sobre nosotros mismos? ¿un deseo de alteridad
en definitiva? Y, por último, ¿qué significa que ese deseo de realidad, ese deseo de
experiencia, ese deseo de alteridad, estén formulados por la poesía y en relación a la poesía y,
más concretamente, en relación a esa constelación poética tocada por el surrealismo y
marcada por la pretensión de cambiar la vida?

La experiencia enjaulada es lo mismo y otra cosa que la famosa desaparición de la experiencia


tal como fue elaborada en algunos textos famosos de la Filosofía Crítica de la primera mitad
del siglo, notablemente de Walter Benjamin y de Teodor W. Adorno. Si la imagen del declive o
de la desaparición o de la crisis de la experiencia constituye un gesto nostálgico aunque, eso sí,
orientado críticamente, la imagen del enjaulamiento de la experiencia construye un gesto de
rebeldía: ¿cómo salir de aquí? De lo que se trata es de liberar la experiencia, de hacerla salir de
la jaula, de conseguir una forma de libertad, en suma, que tiene que ver con lo exterior, con lo
abierto: con lo real.
8.
En una conversación sobre la película El sol del membrillo, Víctor Erice dijo lo siguiente:
“siempre he recordado a Rossellini cuando dice que hay que tener confianza en lo real” . Y
Antonio López apostilla: “y paciencia, Víctor, y paciencia”. El cineasta y el pintor también saben
de la dificultad de lo real, también saben que lo real no puede darse por supuesto. Tal vez la
confianza sea un sinónimo de la fe, y la paciencia sea un modo de referirse a la esperanza.
Podríamos añadir entonces la caridad, el amor, y tendríamos las tres virtudes teologales. Pero
no referidas a dios, sino al mundo, a los otros, a lo real. Sólo la confianza, la paciencia y la
amorosidad pueden ponernos en una relación en la que el mundo, los otros y nosotros mismos
tengan la validez, el brillo, la fuerza y la intensidad de lo real.

La confianza tal vez tenga que ver con lo que no se sabe. Si es así, lo real es lo que no se sabe,
pero en cuya posibilidad hay que creer, hay que tener confianza.

La paciencia tiene que ver quizá con la temporalidad de la espera (en tanto que es distinta de
la temporalidad del proyecto, que siempre es impaciente). La temporalidad del proyecto, de la
intencionalidad, es una temporalidad cerrada que encierra al sujeto en sí mismo, que le hace
incapaz de estar atento a la sorpresa. El proyecto supone un tiempo cerrado: un tiempo en el
cual la alteridad y la alteración son imposibles, porque se los ve como amenaza. La
temporalidad de la espera, sin embargo, es una temporalidad abierta: no es anticipación sino
atención, disponibilidad, escucha, la única forma de temporalidad en la que puede darse lo
inesperado.

Por último, y en relación con la amorosidad, quizás sólo nos relacionamos de verdad con lo
real a partir del sí, a partir de la afirmación o la aceptación de lo real. Una aceptación que
siempre es a pesar de todo. El amor nos hace videntes (y no ciegos, como dicen los que no
saben lo que es el amor). Aunque sea difícil, muy difícil, amar el mundo.
9.
Hasta aquí, la palabra “atención” ha salido dos veces. La primera, en relación a la
intencionalidad: la atención como inversamente proporcional a la intención, como una
relación pura con lo real en la que éste aparece como un fin en sí mismo y no como un medio
para otra cosa. La segunda, como una actitud, o una forma de relación con lo real, que tiene
que ver con la presencia, el cuidado, la escucha y la espera. Pero la atención también está
relacionada con la fe, la esperanza y la caridad, esas tres virtudes teologales que he traducido
por confianza, paciencia y amorosidad y que he tratado de situar, no en la relación con dios,
sino en la relación con el mundo, con los otros y con nosotros mismos, es decir, en la relación
con lo real. Tal vez algunos fragmentos de Simone Weil podrían ayudarnos en este punto.

En La condición obrera, Simone Weil decía que “la atención es la única facultad del alma que
da acceso a Dios”. Pero sabemos que, para Simone Weil, como para muchas tradiciones
místicas, Dios no se conoce sino que se padece, no somos nosotros los que vamos a Dios, sino
que es Dios el que viene a nosotros. Además, la teología de Simone Weil tiene algo de
panteísta, casi al modo de Spinoza, en el sentido de una cierta inmanencia de lo divino. Así, si
producimos un viraje hacia lo intramundano que, en esencia, no sería demasiado ajeno al
pensamiento de Weil, podríamos decir, quizá, que la atención es la única facultad que da
acceso a lo real, es decir, que nos abre a la venida de lo real, del mundo, de los otros, de
nosotros mismos. La atención, en definitiva, purgada de sus resonancias religiosas, no es otra
cosa que una disciplina de la mirada, un ejercicio o una ascesis de la mirada. En La gravedad y
la gracia, Simone Weil es muy clara: “la atención es un método para el ejercicio de la
inteligencia, que consiste en mirar”. Y, un poco más adelante: “la atención ha de ser una
mirada y no un apego”. Pero la mirada, para Simone Weil, no es interpretación, ni control, ni
apropiación, sino iluminación. La mirada es lo que revela lo real, lo que le deja brillar con luz
propia, lo que le deja estar en su propia luz, y, en ese sentido, lo realiza: “No tratar de
interpretarlos, sino simplemente mirarlos hasta que brote de ellos la luz”.

Por eso la atención es un esfuerzo, tal vez el mayor de los esfuerzos, pero es un esfuerzo que
tiene algo de negativo. Su objetivo es dejar el pensamiento vacío y penetrable. Se trata, por
tanto, de una teoría del conocimiento que se enuncia no desde la actividad del sujeto, sino
desde su pasividad o, mejor, desde su pasión. En La levedad y la gracia se dice que: “todo
aquello que yo denomino “yo” debe ser pasivo. De mí sólo se requiere la atención, esa atención
que es tan plena que hace que el “yo” desaparezca. Privar de la luz de la atención a todo
aquello que denomino “yo” y dirigirla a lo inconcebible”. De ahí que la estrategia principal de la
atención no sea la voluntad, sino la espera, la espera paciente, discreta y cuidadosa para hacer
que el sujeto encuentre algo que no sea lo que él mismo ha proyectado, para que conocer no
sea capturar, aprehender, poseer, sino, literalmente, dejarse invadir, dejarse decir alguna cosa.

La atención está orientada a lo real, a lo que es, a lo que existe, pero consiste,
fundamentalmente, en un ejercicio con nosotros mismos o, mejor, contra nosotros mismos. Al
menos en el sentido de que debe colocarnos a la altura de lo real, debe permitirnos hacerle
justicia (lo que no es lo mismo, claro, que juzgarlo). Por eso, en los Cuadernos, Weil dice que
“lo que está presente ante el espíritu cuando la atención se relaja es bajo”. Tan bajo,
podríamos decir, como nosotros mismos, como nuestra cobardía y nuestra pereza, como
nuestra incapacidad de presencia, de cuidado, de escucha y de espera. La atención es, por
tanto, receptividad y, por eso mismo, requiere un ejercicio de humildad, un esfuerzo sostenido
de lucha contra nuestra arrogancia, contra nuestra complacencia en nosotros mismos, en
nuestro saber, en nuestro poder, y en nuestras buenas intenciones. En La levedad y la gracia
se nos dice que: “la virtud de la humildad no es otra cosa que la capacidad de atención”. Por
eso, la atención es la facultad que nos da acceso a lo que no sabemos, a lo que no podemos y a
lo que no queremos, es decir, a lo inconcebible, es decir, a lo real.

La atención, desde luego, supone el amor. En La levedad y la gracia se nos dice que: “la
atención es lo mismo que la oración: presupone la fe y el amor”. Y en Espera de Dios, Simone
Weil dice que “el amor es la mirada del alma” y, por eso, es constituyente de lo real. Yo no sé
muy bien que es el amor (prefiero hablar de amorosidad), tampoco sé muy bien qué es la
oración (prefiero hablar de aceptación o, por usar una palabra que sí pertenece al vocabulario
de Weil, de consentimiento) y tampoco sé muy bien qué es el alma, pero me parece que hay
que tomar en serio que sólo una mirada que acepta lo real tal como es, que dice que sí a lo
real, que consiente en lo real, puede hacerlo aparecer en su ser entero, en su entereza, en su
plenitud, en su verdad. En La levedad y la gracia se dice que: “la atención está ligada al deseo.
No a la voluntad, sino al deseo. O, más exactamente, al consentimiento”. El deseo (el deseo de
realidad, por ejemplo) no está aquí normado por la voluntad, sino por el consentimiento, es
decir, por la aceptación, por la afirmación. Por eso la atención es amor, porque “confiere a las
cosas y a los seres a nuestro alrededor, tanto cuanto nos es posible, la plenitud de la realidad”.

La atención realiza, podríamos decir, porque es una mirada amorosa, porque constituye lo real
en su plenitud, no en lo que debería ser, en su falta de ser, sino en su ser mismo o, mejor, en
su existencia. Por eso la falta de amorosidad, no realiza, sino que des-realiza, es decir, echa a
perder lo real como real. En los Cuadernos, encontramos la siguiente máxima: “Es bien aquello
que da más realidad a los seres y a las cosas, y mal, aquello que se la quita”. O, en La levedad y
la gracia: “Monotonía del mal: nada nuevo, todo en él es equivalente. Nada real, todo en él es
imaginario”. El mal tiene que ver con esa monotonía que repite, que homogeneiza y que, por
tanto, sólo nos da imaginaciones, es decir, proyecciones de nosotros mismos. El bien, por el
contrario, tiene que ver con la singularidad, con la sorpresa. Por eso, la atención, cuando está
atravesada de amor, tiene poder realizador, en especial respecto a los otros. Así, en los
Cuadernos: “saber (¡saber con toda el alma!) que el prójimo existe realmente es lo más valioso
y deseable que hay”. O, en La levedad y la gracia: “La creencia en la existencia de otros seres
humanos como tales es amor”.

10.
“La atención es el alma del estudio”, dice Simone Weil en La espera de Dios. Y también: “la
formación de la facultad de la atención es el fin verdadero y casi el único interés del estudio” .
Por otra parte, en La levedad y la gracia escribe que “la enseñanza no debería tener otro fin
que el ejercicio de la atención”. Y añade: “Todos los demás beneficios de la instrucción carecen
de interés”. Además, hemos visto que la atención es una disciplina de la mirada, un ejercicio
orientado a la constitución de una forma de mirar que nos dé acceso a lo real, que “realice” lo
real. De ahí su papel clave en la educación.
Pero sólo una persona atenta puede educar a los otros en la atención. Por eso, a mí me parece
que debemos empezar por nosotros mismos. Desenjaulando la investigación educativa, es
decir, transformando nuestros modos de mirar, de decir y de pensar la educación. De ahí que
eso del deseo de realidad no pueda decirse en tercera persona. Como si fueran los otros,
siempre los otros, los que tienen una experiencia enjaulada. La crítica, si es que esa palabra
aún tiene sentido, no puede formularse ya más en tercera persona. Ya está bien de ponernos
siempre a salvo. Los que tenemos un problema con la realidad somos, en primer lugar,
nosotros. Por eso, para desenjaular la experiencia, para acceder a una realidad que está cada
vez más difícil, tenemos que comenzar a mirar de qué está hecha la jaula, nuestra jaula. La
investigación educativa tiene que ser, no ya una investigación sobre la educación, sino, sobre
todo, una investigación que eduque al investigador, es decir, que lo transforme. La
investigación como un ejercicio de exposición, de presencia, de paciencia, de escucha, de
atención. Sólo así, tal vez, podremos encontrar algo que no sea sólo una proyección de
nosotros mismos, algo que sea válido como real.

NOTA SOBRE LAS IMÁGENES: Todas las fotografías fueron hechas por Ansel Adams (1902-
1984) a mediados del siglo pasado, en parques nacionales de EE.UU. Mientras la tecnología
fotográfica estaba encaminada a reducir cada vez más los tiempos de exposición y revelado,
así como la disminución del tamaño de los negativos, Adams trabajaba con una cámara de gran
formato, realizando exposiciones con el diafragma más cerrado que tenía su lente: f/64,
nombre técnico de la apertura de diafragma. Su trabajo se caracteriza por el desarrollo de un
sistema de medición de la luz conocido como “sistema de zonas”, que consistía en hacer
diferentes tipos de mediciones para saber cómo podía quedar la fotografía, al mismo tiempo
que lograba obtener la mayor cantidad de detalles del tema. Frente a la concepción del
sentido común que considera que la fotografía tan sólo consiste en apuntar y disparar, el
trabajo de Adams consistía en prestar atención a cada uno de los detalles y procesos de la
producción de las fotos y el revelado.

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