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Este año, el siglo XXI entró con todo su ímpetu.

En la sociedad de la información y
de la disrupción tecnológica, el ciudadano es el nuevo protagonista de la vida
pública. La protesta social que se ha tomado las calles es hoy la expresión de una
clase media empoderada, informada y conectada, y tiene a los gobernantes contra
la pared y a los empresarios, nerviosos.

Las causas son diversas y no respetan frontera. En Europa, Medio Oriente y


América Latina los reclamos pueden ser variados, pero tienen un denominador
común: en lo político, un rechazo a la democracia y su clase dirigente; y en lo
económico, un rechazo a un modelo de desarrollo que ha distribuido la riqueza de
una manera muy desigual.

La rabia se origina en unos gobernantes que no solo no pudieron resolver los


problemas estructurales, sino que muchos de ellos terminaron protagonizando
vergonzosos escándalos de corrupción.

En América Latina, el tsunami de Odebrecht se llevó consigo una decena de


presidentes, y dejó en evidencia hasta dónde pueden llegar algunas élites públicas
y privadas en su codicia y desprecio por la ética. Es tan paradójico como revelador
que las mismas clases medias que lograron salir de la pobreza en este comienzo
de siglo sean las que hoy estén exigiendo una nueva manera de gobernar y de
entender las realidades de la sociedad.

En este contexto de indignación ciudadana, alta conectividad, creciente


movilización social y fácil manipulación, quienes pretenden asumir un liderazgo en
la sociedad tienen que cambiar la manera como se entiende el desarrollo. Y ese
mensaje debe retumbar en particular en quienes son el motor del desarrollo y el
crecimiento: las empresas.

Hoy, las compañías y los empresarios están llamados a jugar un papel más
protagónico en la sociedad. Un liderazgo que se apalanca en su generación de
riqueza y de empleo, y en su capacidad de innovación, pero que debe proyectarse
hacia la sociedad por medio de su sensibilidad social, lectura del entorno, defensa
de grandes causas y generosidad.

Desde hace varios años las empresas han venido interiorizando conceptos como
el valor compartido, el compromiso con la sostenibilidad y la responsabilidad
social. Y sin duda ha habido importantes avances en estos temas. Sin embargo,
frente al cambio de paradigma que estamos viviendo, son esfuerzos insuficientes.

En Colombia, por ejemplo, tenemos un gran número de brillantes ejecutivos y muy


pocos líderes empresariales. Tenemos innumerables empresas exitosas y muy
pocas empresas admirables.

En sociedades desencantadas con el establecimiento, el sector privado tiene que


empezar a reinventar su protagonismo en la sociedad. Entender que el ciudadano
pide a gritos referentes éticos; liderazgos audaces y comprometidos; voces
auténticas y compromisos sociales que causen impacto.

Nuestros empresarios han sido un ejemplo de cómo se enfrenta la adversidad.


Colombia sufrió décadas de violencia que dificultó el entorno para hacer negocios.
Fue un país paria hace solo 20 años, donde invertir era un acto quijotesco debido
a un fuego cruzado de violencias que alcanzó a poner en jaque al propio Estado.
Hoy, el país es reconocido como un oasis de estabilidad económica en la región y
un referente en procesos de paz en un mundo donde cada día hay más conflictos.

Pero los nuevos vientos del posconflicto han traído consigo nuevos desafíos: el
desarrollo territorial, la conciencia ambiental, la posverdad, la ideología, la
ilegalidad y la concentración de riqueza, entre otros, los cuales han ido
alimentando un discurso antiempresarial –no ajeno al sentimiento
antiestablecimiento–, el cual debe apaciguarse con un nuevo liderazgo
empresarial que encarne unos valores y causas que sean reconocidas por la
sociedad.

Hoy, la manera de gobernar ha cambiado y la forma de dirigir una empresa


también. Más aún cuando gran parte del potencial de desarrollo de Colombia está
en su territorio. Podemos convertirnos en una potencia energética o agrícola solo
si entendemos que nuestra geografía no es un mapa de recursos naturales por
exportar, sino una nación de distintas culturas, etnias, historias, conflictos,
temores, y, ante todo, luchas por la supervivencia y por la dignidad. Necesitamos
menos ejecutivos que vean en el territorio una oportunidad de negocio y más
líderes empresariales que vean en el territorio una transformación de la sociedad.
En la búsqueda de este nuevo paradigma empresarial colombiano, SEMANA, en
alianza con el Grupo Bolívar, Davivienda y Coca Cola, creó las 25 empresas que
más le aportan al país, como un primer paso para encontrar un sector privado que
genera valor para la sociedad.

Se trata de visibilizar compañías exitosas que han asumido un liderazgo dentro de


sus comunidades o de cara al país, y que han creado nuevas condiciones para
sus empleados, han sabido leer bien el entorno, tienen elevados estándares
éticos, cumplen con temas de legalidad, derechos humanos y políticas de
inclusión y equidad.

Cada una de las 25 empresas escogidas tiene una historia que nos deja grandes
lecciones. Por ejemplo, que para aportar a la construcción de un mejor país, no
importa el tamaño. Puede ser Ecopetrol, de lejos la compañía más grande de
Colombia; o Guía Industrial de Colombia, que desarrolla productos ecológicos
para el sector industrial. O que las empresas que se destacan están conectadas
con las necesidades del país y de su comunidad, donde la aproximación al
territorio se volvió fundamental.
Se trata, en el fondo, de un llamado de alerta a la clase dirigente, tanto política
como empresarial, para renovar un liderazgo que se sintonice más con la gente.

Tenemos muchos ejecutivos brillantes, pero necesitamos más lideres


empresariales

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