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Uno de los rasgos peculiares es que sólo se revela como gracia cuando ya lo hemos
atravesado. A lo largo de nuestra vida existen muchas formas de ser empujados a él: una
enfermedad larga, la soledad, una depresión, el dolor insoportable de ver sufrir a los que amamos,
la impotencia ante la injusticia, la sensación de que las tierras que hemos intentado roturar y
cultivar durante años siguen tan baldías como al principio.
Israel vivió el desierto como una realidad ambivalente: a veces como lugar terrible (Dt
8,15); otras, como un ideal perdido (Jer 2,1). Lo sembró de murmuraciones, de quejas, de
desconfianza y de amargura.
Ya Agar, la esclava de Sara, había vagado dando alaridos por el desierto de Bersebá,
alejándose de su pequeño para no verle morir de ser (Gen 21,16). Elías se echaría derrotado
debajo de un arbusto, deseándose la muerte (1 Re 1,4). Jesús sintió hambre y tentación en el
desierto de Judea y agonizó de angustia en el desierto verde de Getsemaní (Mt 26,38); los
discípulos supieron, después de su muerte, lo que era el sequedal espantoso de la decepción y el
fracaso.
Pero Israel comprendió, cuando ya estaba en la tierra, que el desierto había sido la etapa
de su amor juvenil, y escuchó como una novia estremecida, que el Señor quería llevarle allí otra
vez para hablarle al corazón (Os 2,16). A Agar le fueron abiertos los ojos para que viera que había
un pozo cerca, y Elías llegó hasta el Horeb con la fuerza del pan y del agua que había encontrado
a su lado al despertar.
A Jesús lo sacó el Padre del desierto de la muerte para llevarle a la tierra que mana leche
y miel de la resurrección, y su presencia inundó, como un torrente de gozo, el corazón de sus
amigos.
A nosotros el desierto puede liberarnos del engaño de creernos autosuficientes. Nos hace
tocar nuestra fragilidad y nuestros límites y encontrarnos de frente con la verdad de los débiles y
desvalidos que somos y de cuánto necesitamos de los otros. Es tiempo de dejarse podar y de
permanecer, de quejarse sin llegar a rendirse. El que sabe aceptar esta etapa de empobrecimiento
sale de ella más despojado y más libres, más tolerante como la debilidad de los demás, menos
rotundo en lo que afirma y más dispuesto a aceptar que se equivoca.
Quizá ya no pisa tan firme como antes, pero ahora sabe aguantar y esperar mejor, y la
soledad ha dejado de darle miedo. Pero, si sólo fuera ésa la vivencia del desierto, ¿qué gracia
tendría eso? Lo que resulta insólito es que un lugar de carencia se convierta en un lugar de
abundancia.
Los profetas nos hablan de un desierto que se regocija y florece como flor de narciso (Is
35,2); de una estepa que se convierte en un camino real (Is 40,3); de cumbres peladas que se
convierten en manantiales (Is 40,18); de una tierra yerma a la que, de pronto, inunda un río y se
llena de árboles frutales que dan cosecha doce veces al año (Ez 47,12). El alimento que el pueblo
come en el desierto es exquisito, “manjar de ángeles, pan de mil sabores a gusto de todos” (Sab
16, 2.20). En aquel lugar despoblado al que la gente ha seguido a Jesús, hay yerba verde para que
puedan recostarse, y “comieron hasta saciarse y recogieron los trozos sobrantes: doce canastos
llenos” (Mt 14, 15.20).
En una escena de “los santos inocentes”, los señores celebran un acontecimiento familiar
en el comedor lujoso de la casa, en medio de un silencio tenso. La fiesta está abajo, en la
explanada soleada del cortijo, donde los aparceros ríen, comen y se pasan el vino en torno a una
tosca mesa sin manteles.
Llegar a conocer esa fuerza transformadora de los de abajo es algo que está fuera del
alcance de los sabios y entendidos, porque el Padre la revela a los que él quiere. Sólo desde ahí
se descubre por qué gana el que se decide a perder, y sólo desde ahí se participa en la fecundidad
escondida de aquel que “creció entre nosotros como una raicilla de tierra árida”(Is 53,2).
Propuestas para escuchar la Palabra
La lectura diaria de los textos bíblicos litúrgicos es una excelente ayuda para profundizar
en la Palabra de Dios. De esta manera nos unimos a toda la Iglesia que ora al Padre
meditando los mismos textos. También nos acostumbramos a una lectura continuada de la
Biblia, donde los textos están relacionados y lo que leemos hoy se continúa con lo de
mañana. La lectura diaria de los textos (para lo cual Liturgia Cotidiana es una excelente
herramienta) constituye una "puerta segura" para escuchar a Dios que nos habla en la
Biblia.
¿Has leído alguna vez un evangelio entero "de corrido"? Es muy interesante descubrir la
trama de la vida de Jesús escrita por cada evangelista. Muchos detalles y relaciones entre
los textos que cada evangelista utiliza quedan al descubierto cuando uno hace una lectura
continuada. Este mes es propicio para ofrecerle a Dios este esfuerzo. Te recomendamos la
lectura del Evangelio de Marcos. No es muy largo, en unas horas se puede leer. Al ser el
primero de los sinópticos, los otros (Mateo y Lucas) lo siguen en el esquema general. Por
lo tanto es una muy buena "puerta de entrada" al mensaje de Jesús.
Otra posibilidad para poner en práctica este mes (y tal vez iniciar un hábito necesario y
constructivo) es la oración con los salmos. Los mismos recogen la oración del pueblo de
Dios a lo largo de casi mil años de caminata del pueblo de Israel. Nos acercan la voz del
pueblo que ora con fe, y la palabra de Dios, que nos señala esta manera de orar para
acercarnos y escuchar sus enseñanzas. En los salmos podemos encontrar una inmensa
fuente de inspiración para la oración. Hay salmos que nos hablan de la alegría, de las
dificultades y conflictos, de la esperanza, del abatimiento, del dolor, de la liberación y la
justicia, de la creación, de la misma Palabra de Dios (salmo 118, el más largo de todos).
Aprender a rezar con los Salmos es una "puerta siempre abierta" para el encuentro con el
Dios de la Vida.
Una vez reunidos, ¿qué compartimos? ¿La tarea?: Esto conduce a la constitución de
equipos de trabajo, en vistas a la organización, la coordinación, la eficacia.
Se ha producido el encuentro. ¿Para qué? ¿Sólo para poner en común nuestras respectivas
habilidades? El encuentro entre las personas es el umbral de la misión compartida.
En el lado externo de ese umbral ponemos en común nuestras habilidades. Y cruzamos ese
umbral cuando empezamos a poner en común nuestras personas. A partir de aquí podemos hablar
de “misión compartida”, hemos cruzado el umbral.
Pero estos cambios de actitud no son el resultado de un día, sino el fruto de un proceso
que suele exigir mucho tiempo.
“Misión compartida” es un proceso de comunión. A medida que entran en el proceso, las personas
aprenden a compartir lo que son y no sólo lo que hacen. En el centro se sitúa la persona y no la
tarea.
El proceso consiste en “crear lazos” (dejarnos “domesticar” los unos por los otros); lo cual
exige tiempo y paciencia, según le dice el Zorro al Principito en la obra de Saint-Exupéry:
“¿Qué hay que hacer? –dijo el Principito. –Hay que ser muy paciente –respondió el zorro–. Te
sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada.
La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...”
– Son los lazos que producen la valoración personal: soportarse, respetarse, aceptarse, estimarse.
– Son los lazos que producen la integración entre las personas: interdependencia, colaboración,
comunicación, complementariedad.
– Son los lazos que producen la corresponsabilidad, que es la capacidad de sentirse solidario con
los otros en la realización del proyecto común.
El fruto inmediato de todo este proceso es que la comunidad educadora se convierte, poco a
poco, en un lugar de amistad, diálogo, comunicación, integración.
INTENCIONES DE ORACIÓN DEL SANTO PADRE
Intención universal: Parroquias al servicio de la misión: Por nuestras parroquias, para que,
animadas por un espíritu misionero, sean lugares de transmisión de la fe y testimonio de la caridad.
Existió un tiempo en el cual las iglesias estaban orientadas hacia el este. Se entraba en el
edificio sagrado por una puerta abierta hacia occidente y, caminando en la nave, se dirigía hacia
oriente. Era un símbolo importante para el hombre antiguo, una alegoría que en el curso de la
historia ha progresivamente decaído. Nosotros hombres de la época moderna, mucho menos
acostumbrados a coger los grandes signos del cosmos, casi nunca nos damos cuenta de un
detalle particular de este tipo. El occidente es el punto cardinal del ocaso, donde muere la luz. El
oriente, en cambio, es el lugar donde las tinieblas son vencidas por la primera luz de la aurora y
nos recuerda al Cristo, Sol surgido de lo alto al horizonte del mundo (Cfr. Lc 1,78).
Los antiguos ritos del Bautismo proveían que los catecúmenos emitieran la primera parte
de su profesión de fe teniendo la mirada dirigida hacia occidente. Y en esa posición eran
interrogados: “¿Renuncian a Satanás, a su servicio y a sus obras?” – Y los futuros cristianos
repetían en coro: “¡Renuncio!”. Luego se giraban hacia el ábside, en dirección de oriente, donde
nace la luz, y los candidatos al Bautismo eran nuevamente interrogados: “¿Creen en Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo?”. Y esta vez respondían: “¡Creo!”.
Los cristianos no están eximidos de las tinieblas, externas y también internas. No viven
fuera del mundo, pero, por la gracia de Cristo recibido en el Bautismo, son hombres y mujeres
“orientados”: no creen en la oscuridad, sino en el resplandecer del día; no sucumben en la noche,
sino esperan la aurora; no son derrotados por la muerte, sino anhelan el resucitar; no son
doblegados por el mal, porque confían siempre en las infinitas posibilidades del bien. Y esta es
nuestra esperanza cristiana. La luz de Jesús, la salvación que nos trae Jesús con su luz y nos
salva de las tinieblas.
¡Nosotros somos aquellos que creen que Dios es Padre: esta es la luz! No somos
huérfanos, tenemos un Padre y nuestro Padre es Dios. ¡Creemos que Jesús ha venido en medio
de nosotros, ha caminado en nuestra misma vida, haciéndose compañero sobre todo de los más
pobres y frágiles: esta es la luz! ¡Creemos que el Espíritu Santo obra sin descanso por el bien de la
humanidad y del mundo, e incluso los dolores más grandes de la historia serán superados: esta es
la esperanza que nos vuelve a despertar cada mañana! ¡Creemos que todo afecto, toda amistad,
todo buen deseo, todo amor, incluso aquellos más pequeños y descuidados, un día encontraran su
cumplimiento en Dios: esta es la fuerza que nos impulsa a abrazar con entusiasmo nuestra vida
todos los días! Y esta es nuestra esperanza: vivir en la esperanza y vivir en la luz, en la luz de Dios
Padre, en la luz de Jesús Salvador, en la luz del Espíritu Santo que nos impulsa a ir adelante en la
vida.
Luego hay otro signo muy bello de la liturgia bautismal que nos recuerda la importancia de
la luz. Al final del rito, a los padres – si es un niño – o al mismo bautizado – si es un adulto – se le
entrega una vela, cuya llama es encendida del cirio pascual. Se trata del gran cirio que en la noche
de pascua entra en la Iglesia completamente oscura, para manifestar el misterio de la Resurrección
de Jesús; de este cirio todos encienden la propia vela y transmiten la llama a los vecinos: en este
signo esta la lenta propagación de la Resurrección de Jesús en la vida de todos los cristianos. La
vida de la Iglesia – diré una palabra un poco fuerte – la vida de la Iglesia es contaminación de luz.
Cuanta luz de Jesús tenemos nosotros los cristianos, cuanta más luz existe en la vida de la Iglesia
más es viva la Iglesia. La vida de la Iglesia es contaminación de luz.
Desde muy niño aprendía a invocar a Dios de la mano de su madre, fue inscrito en el orden
de los catecúmenos de la Iglesia; a los 7 años
tiene una enfermedad gravísima y por el peligro
de muerte pidió el bautismo, pero como mejoró
su misma madre se opuso a que fuera bautizado.
En esta época Agustín se empezó a interesar por
el juego, que como dirá él le traerá muchos
castigos, "pecaba yo Señor, quebrantando los
preceptos de mis padres y maestros. Podrían ser
de provecho para el día de mañana aquellas
letras que ello, fuera cual fuese su intención,
pretendían que yo aprendiese. Mi desobediencia
no se basaba en una opción personal por lo
mejor, sino en la afición al juego... triunfos
soberbios... y la curiosidad por los espectáculos".
Pero sus padres le obligaron a estudiar. Sin
embargo Agustín reprochará a sus padres que se
preocupaban más por su carrera intelectual que
por su propio crecimiento y adolescencia. S.
Agustín da gracias a Dios pues detrás de todo
ello estaba Él, Él era quien le cuidaba
verdaderamente. Estudia gramática, filosofía... y
se interesa por el latín.
La conversión
San Agustín va a leer el Hortensio de Cicerón y toma conciencia del ser personal con
respecto al mundo y a Dios. En este libro va a echar de menos el nombre de Cristo, lo que ahora
va a importarle es la verdad, la sabiduría que es bien y que produce felicidad, debido a la influencia
de su madre vio que la sabiduría y la verdad solo pueden estar ligadas en Cristo.
En esta búsqueda de Cristo, Agustín lee la Biblia, pero no la entiende. La actitud adecuada
para comprenderla era la de hacerse como niños, postura que el santo no estaba dispuesto a
admitir, y buscando, buscando cae en la secta de los maniqueos, éstos le prometen encontrar a un
Dios que da sentido a todas las cosas racionalmente: el origen del mundo, el problema del mal.
Pero decepcionado de la doctrina maniquea ya que no le da lo que busca realmente, cae en el
escepticismo, empieza a dudar de todos y de todas las cosas.
Agustín va a conocer a San Ambrosio, gran hombre y gran orador, " tenía al mismo al
mismo Ambrosio por un hombre feliz según el mundo, pues tanto le honraban las altas
potestades... " pero estaba equivocado " A mí no se me brindaba la oportunidad de preguntar lo
que deseaba a tan santo, pues era de pocas palabras y mis inquietudes necesitaban una persona
con quien había de desahogarme y nunca la hallaba". Gracias a la escucha de su predicación,
Agustín fue conociendo la Sagrada Escritura y su interpretación espiritual.
Es ahora cuando decide permanecer, en la Iglesia católica, hasta que surja algo mejor.
Está lleno de preguntas sobre Dios, el mal... y la figura de Cristo va calando en su vida, una idea le
queda fijada en su corazón: Cristo ha estado presente en el camino de su vida.
Empieza a leer a San Pablo, éste le revelará que el verdadero camino es Cristo. Siente
interés por conocer a personas que desde niños siguen a Cristo, quiere ver que esto que lee es
verdadero y se puede hacer realidad. Agustín encuentra a Cristo en la Iglesia a través de personas
concretas.
Agustín leerá: "No en comilonas, ni borracheras... sino revestíos de nuestro Señor
Jesucristo y no cuidéis de la carne" (Rom 13,13). "No quise leer más, ni fue menester; pues apenas
leída esta sentencia, como si una luz de seguridad se hubiera difundido en mi corazón, todas las
tinieblas de la duda se desvanecieron". Su conversión hace a San Agustín retirarse, dejarlo todo
para encontrar y conocer a Cristo. Para rezar y llevar una vida en la que cultive la amistad con él.
Vida Cristiana.
El pueblo se fija en Agustín y pide que sea ordenado sacerdote, no se siente preparado
para esta tarea y pide un tiempo para orar y estudiar la doctrina cristiana. Será ordenado sacerdote
y se dedicará a pregonar el Evangelio de Cristo por toda África. A los pocos años será ordenado
como obispo de Hipona.
Esta nueva vida, que él no buscaba al principio, será una gran carga, pero poco a poco
aceptará el encargo de la Iglesia por amor a Cristo humilde.
Agustín en el ejercicio de su episcopado se encargará de purificar las malas costumbres de
la gente del pueblo, se ocupará de anunciar el amor de Dios a los hombres, un amor infinito,
misericordiosos y gratuito. Llevará una vida religiosa intensa, austera, humilde y se preocupará por
1
los más pobres "El pobre espera de ti, tú espera de Dios".
1
Bertrand, S. Agustín, Rialp, Madrid 1961 - Guilloux, El alma de S. Agustín, Gili, Barcelona 1930.
puesto que la iniciativa en la consagración religiosa
está en la llamada de Dios, se sigue que Dios mismo, actuando por medio del Espíritu
Santo de Jesús, viene a ser el primer y principal agente de la formación del religioso
(Elementos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre la vida religiosa Nº 47).
El autor del salmo 139 constata- como Jonás, como los de Emaús – que, cuando creía
huir, estaba haciendo camino hacia Aquel de quien había querido alejarse. Y se da cuenta,
sobrecogido, de que no es posible emprender una marca que aleje de Dios, de que toda la vida es
un camino, con él y hacia él, en su presencia. Israel vivió el don de ser guiado y conducido a lo
largo del camino hacia la tierra como sobre las alas protectoras de un águila (Dt 32,11), o bajo el
cayado seguro de un Pastor que conoce su oficio (Sal 23,1). También Bartimeo, que vivía hundido
en la noche de su ceguera, se sintió renacer a la luz y a la vida cuando se puso en marcha,
brincando, detrás del que le había arrancado de las tinieblas y del sinsentido de su cuneta (Mc
10,52).
Pero el camino esconde a veces una sorpresa de gracia en la paradoja de un viaje
inesperado que deshace nuestros planes, de un acontecimiento que nos deja desorientados y
perdidos, sin saber ya dónde estamos ni a dónde vamos, sin referencias personales o grupales, sin
entender por qué hacemos lo que hacemos y vivimos como vivimos.
No somos los primeros en experimentarlo: Abraham salió de su tierra sin saber a dónde iba
(Heb 11,8). Debió de intuirlo el sabio que recogió aquel proverbio:
“El hombre planea su camino, pero es el Señor quien dirige sus pasos” (Prov. 20,24).
También Nicodemo tuvo que aceptar que “el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero
no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8). Jesús advierte, a cualquiera que se empeñe en
vigilar con ansiedad lo que ha sembrado, que la semilla crecerá “sin que él sepa cómo” (Mc 4,28).
La vida se encargó de enseñarle a Pedro cuándo había llegado el momento de dejarse ceñir y
llevar adonde él no quería (Jn 21,18); y Saulo de Tarso, que se dirigía lleno de ímpetu hacia
Damasco, llegó por fin a la ciudad, pero de la mano de otros, porque, “aunque tenía los ojos
abiertos, no veía” (Hech9,9).
Es tiempo de creer que el Pastor conoce bien la cañada aunque esté a oscuras (Sal 23,4);
es una invitación a entrar en un juego de ocultamiento y búsqueda: “Es gloria del Señor ocultar un
proyecto, es gloria del rey descubrirlo” (Prov. 25,2).
El que se atreve a seguir adelante, aunque esté perplejo y buscando sin perder el ánimo,
está afirmando, en cada uno de sus pasos, que se fía de Alguien que sigue siendo Camino
también cuando los otros se han convertido en laberintos.
La gracia de no saber puede llevarnos entonces a recuperar esa niñez que se nos había
perdido debajo de tantas máscaras, a recobrar algo de esa naturalidad asombrosa con que los
niños preguntan y aprenden y se dejan enseñar algo de esa audacia despreocupada con la que se
apoderan del Reino.
Pero, si para eso nos sentimos demasiado viejos, nos queda el recurso de continuar
andando pacientemente, obstinadamente. Quizá, al final del camino, nos demos cuenta como
Jacob, de que el Señor había estado a nuestro lado sin que lo supiéramos (Gen 28,16). Quizá no
consigamos tampoco conocer el misterio de su Nombre. Y es que, a lo mejor, la gracia consiste en
eso, en seguir caminando con la terquedad humilde d quien está marcando para siempre con una
cojera vencida y victoriosa.
Las relaciones superficiales son fáciles: discutimos de política, de cocina, de deportes. Es
como un pasatiempo, y así llenamos el vacío. Hacemos cosas juntos: deporte, ocio, cine;
colaboramos en el trabajo o en las actividades religiosas, políticas, sociales, etc., pero la puerta de
nuestros corazones puede permanecer sólidamente cerrada. No permitimos que el otro se
aproxime realmente a nosotros. No la abrimos. No manifestamos verdaderamente quiénes somos.
Sobre todo no manifestamos nuestra vulnerabilidad y nuestras fragilidades.
Esto puede ser verdad tanto en actividades profesionales como en las de generosidad.
Hacemos cosas por los demás, incluso buenas cosas; les enseñamos, los cuidamos, les damos
dinero, pero nuestro corazón permanece cerrado. Esta actitud puede ser realmente necesaria en
algunos casos. El médico no debe develar sus necesidades a cada enfermo; tiene un trabajo que
llevar a cabo. Por el contrario, un médico que no escucha realmente, que no percibe la angustia y
el sufrimiento profundo de su enfermo, que no tiene tiempo de acogerlo tal y como es, y
comprenderlo, no será un buen médico. Si se queda sobre el pedestal profesional, si sólo acoge al
otro con la cabeza, pero evita acogerlo con el corazón y con compasión, no podrá curarlo bien.
La actitud de la compasión implica que uno se deja tocar por el otro, por sus sufrimientos,
por el grito de su ser. El otro se siente entonces comprendido y amado en sí mismo, abre su
corazón, tiene confianza. La terapia es, como consecuencia, verdadera; la curación está más
cerca. Pero al actitud de compasión requiere tiempo, paciencia, escucha; requiere una capacidad
de aceptar a cada persona tal y como es, tanto al pobre como al rico, al grato como al ingrato, al
amigo como al extraño, al semejante y al diferente. Entonces se cura a la persona y no solamente
la enfermedad o una parte del cuerpo.
La comunión es peligrosa para una persona que se siente demasiado débil, frágil e
insegura. Tiene miedo de que si se le acerca alguien con benevolencia, le vaya a tocas
rápidamente sus heridas, sus tinieblas, sus pobrezas, para, finalmente, rechazarla. No puede
soportar la idea de revivir otro abandono y otro rechazo. Es mejor evita cualquier relación que
arriesgar el sufrimiento de un nuevo abandono. Hay que mantener las barreras.
Otras personas tienen miedo de entablar una relación pensando que van a perder el
control de la situación, que van a despertar deseos en el otro, el cual se aferraría a ellas, asfixiando
su libertad y su independencia. Tienen miedo a ser devoradas por el vacío del otro, por su
necesidad sin límites de ser amado.
Existen también personas que están continuamente buscando ternura. Si no son objeto de
atención amorosa, parecen caer en angustia, no viven. Es difícil vivir una verdadera comunión con
ellas, pues tienden a manipular a los demás, incluso a desarrollar enfermedades psicosomáticas
para atraer la atención sobre ellas.
Cada uno de nosotros, con nuestra historia, nuestras heridas, tenemos dificultades en las
relaciones. Lo sabemos. La cuestión es saber cómo podemos destruir esos muros que nos
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separan a unos de otros, para crear la comunión durante las diferentes etapas de la vida.
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Cada persona es una historia sagrada. Autor: Jean Vanier. Editorial Ágape
“La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el
Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los
consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús – virgen, pobre y obediente – tienen una
típica y permanente ‘visibilidad’ en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el
misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo”.
El fin de la vida consagrada consiste en “la conformación con el Señor Jesús y con su total
oblación”, por lo que toda persona consagrada está llamada a asumir “sus sentimientos y su forma
de vida”, su modo de pensar y obrar, de ser y amar.
En cierto modo, la vida consagrada puede ser comparada con una escuela, que cada
persona consagrada está llamada a frecuentar durante toda su vida. En efecto, tener en sí los
sentimientos del Hijo quiere decir entrar cada día en su escuela, para aprender de Él a poseer un
corazón manso y humilde, valiente y apasionado. Quiere decir dejarse educar por Cristo, Verbo
eterno del Padre, y ser atraído por Él, corazón y centro del mundo, eligiendo su misma forma de
vida.
La vida de la persona consagrada es, así, una parábola educativo-formativa que educa en
la verdad de la vida y la forma para la libertad del don de sí, según el modelo de la Pascua del
Señor. Cada momento de la existencia consagrada es parte de esta parábola, en su doble aspecto
educativo y formativo. En efecto, la persona consagrada aprende progresivamente a tener en sí
misma los sentimientos del Hijo y manifestarlos en una vida cada vez más conforme con Él, a nivel
individual y comunitario, en la formación inicial y en la permanente. Así, pues, los votos son
expresión del estilo de vida esencial, virgen y abandonado completamente al Padre escogido por
Jesús en esta tierra. La oración se transforma en continuación en la tierra de la alabanza del Hijo al
Padre por la salvación de la humanidad entera. La vida común es la demostración de que, en el
nombre del Señor, se pueden anudar lazos más fuertes que los que proceden de la carne y la
sangre, capaces de superar todo lo que pueda dividir. El apostolado es el anuncio apasionado de
Aquél por quien hemos sido conquistados.
En la medida en que las personas consagradas viven con radicalidad los compromisos de
la consagración, comunican las riquezas de su vocación específica. Por otra parte, esa
comunicación suscita también en quien la recibe la capacidad de una respuesta enriquecedora
mediante la participación de su don personal y de su vocación específica. Esa “confrontación-
coparticipación” con la Iglesia y el mundo es de gran importancia para la vitalidad de los diversos
carismas religiosos y para una interpretación de los mismos adherente al contexto actual y a las
respectivas raíces espirituales. Es el principio de la circularidad carismática, gracias al cual el
carisma vuelve en cierto modo a donde nació, pero no repitiéndose sin más. De esa forma, la
propia vida consagrada se renueva, en la escucha y lectura de los signos de los tiempos y en la
fidelidad, creativa y activa, a sus orígenes.
Las páginas finales de la Biblia nos muestran el horizonte último del camino del creyente: la
Jerusalén del cielo, la Jerusalén celestial. Esta es imaginada sobre todo como una inmensa carpa,
donde Dios acogerá a todos los hombres para habitar definitivamente con ellos (Ap 21,3). Y esta
es nuestra esperanza. Y ¿Qué cosa hará Dios, cuando finalmente estaremos con Él? Usará una
ternura infinita en relación a nosotros, como un padre que acoge a sus hijos que han largamente
fatigado y sufrido. Profetiza Juan en el Apocalipsis, profetiza: «Esta es la morada de Dios entre los
hombres […] - ¿qué cosa hará Dios? – Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni
pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó […] Yo hago nuevas todas las cosas» (21, 3-
5). El Dios de la novedad.
Intenten meditar este pasaje de la Sagrada Escritura no en modo abstracto, sino después
de haber leído una crónica de nuestros días, después de haber visto la televisión o la portada de
un diario, donde existen tragedias, donde se reportan noticias tristes a las cuales todos corremos el
riesgo de acostumbrarnos. Intenten pensar en los rostros de los niños aterrorizados por la guerra,
al llanto de las madres, a los sueños rotos de tantos jóvenes, a las penurias de tantos prófugos que
afrontan viajes terribles, y son explotados tantas veces… La vida lamentablemente es también
esto. Algunas veces se podría decir que es sobre todo esto.
Puede ser. Pero existe un Padre que llora con nosotros; existe un Padre que llora lágrimas
de infinita piedad en relación de sus hijos. Nosotros tenemos un Padre que sabe llorar, que llora
con nosotros. Un Padre que nos espera para consolarnos, porque conoce nuestros sufrimientos y
ha preparado para nosotros un futuro diferente. Esta es la gran visión de la esperanza cristiana,
que se dilata todos los días de nuestra existencia, y nos quiere consolar.
Nosotros creemos y sabemos que la muerte y el odio no son las últimas palabras
pronunciadas en la parábola de la existencia humana. Ser cristiano implica una nueva perspectiva:
una mirada llena de esperanza. Alguno cree que la vida contiene todas sus felicidades en la
juventud y en el pasado, y que el vivir sea un lento decaimiento. Otros aún piensan que nuestras
alegrías sean sólo ocasionales y pasajeras, y en la vida de los hombres está escrito el sin sentido.
Aquellos que ante tantas calamidades dicen: “Pero la vida no tiene sentido. Nuestro camino
es sin sentido”. Pero nosotros los cristianos no creemos en esto. En cambio, creemos que en el
horizonte del hombre existe un sol que ilumina por siempre. Creemos que nuestros días más bellos
deben todavía llegar. Somos gente más de primavera que de otoño.
El cristiano sabe que el Reino de Dios, su Señoría de amor está creciendo como un gran
campo de trigo, a pesar de que en medio esta la cizaña. Siempre existen problemas, existen las
habladurías, existen las guerras, existen las enfermedades… existen los problemas. Pero el trigo
crece, y al final el mal será eliminado.
El futuro no nos pertenece, pero sabemos que Jesucristo es la más grande gracia de la
vida: es el abrazo de Dios que nos espera al final, pero que ya desde ahora nos acompaña y nos
consuela en el camino. Él nos conduce a la gran “morada” de Dios entre los hombres (Cfr. Ap.
21,3), con tantos otros hermanos y hermanas, y llevaremos a Dios el recuerdo de los días vividos
aquí abajo. Y será bello descubrir en ese instante que nada ha sido perdido, nada, ni siquiera una
lágrima: nada ha sido perdido; ninguna sonrisa, ni ninguna lágrima.
Por cuanto nuestra vida haya sido larga, nos parecerá de haber vivido en un momento. Y
que la creación no se ha quedado en el sexto día del Génesis, la creación no ha terminado el sexto
día, sino ha proseguido incansablemente, porque Dios siempre se ha preocupado por nosotros.
Hasta el día en el que todo se cumplirá, la mañana en la cual se terminaran las lágrimas, el
instante mismo en el cual Dios pronunciará su última palabra de bendición: «Yo hago nuevas todas
las cosas» (v. 5). Si, nuestro Padre es el Dios de la novedad y el Dios de las sorpresas. Y aquel día
nosotros seremos verdaderamente felices, y ¿lloraremos?, sí, pero lloraremos de alegría. Gracias.
Según la Tradición, la Virgen Madre de Dios nació en Jerusalén, junto a la piscina de
Bezatha. La Liturgia Oriental celebra su nacimiento cantando poéticamente que este día es el
preludio de la alegría universal, en el que han comenzado a soplar los vientos que anuncian la
salvación. Por eso nuestra liturgia nos invita a celebrar con alegría el nacimiento de María, pues de
ella nació el sol de justicia, Cristo Nuestro Señor:
Nada nos dice el Nuevo Testamento sobre el nacimiento de María. Ni siquiera nos da la
fecha o el nombre de sus padres, aunque según la leyenda se llamaban Joaquín y Ana. Éste
nacimiento es superior a Creación, porque es la condición de la Redención. Y, sin embargo, la
Iglesia celebra su nacimiento. Con él celebramos la fidelidad de Dios. “Sabemos que a los que
aman a Dios todo les sirve para el bien” Rom 8,28. Y es motivo de alegría gozosa y permanente de
todos y cada uno de los llamados. No sabemos cómo se cumplirá, pero tampoco sabemos cómo
nace el trigo, y cómo se forja la perla en la ostra. Pero nacen y crecen y se forjan.
Nace María. Nace una niña santa. Nada se nota en ella hasta que crece y comienza a
hablar, a expresar sus sentimientos, a manifestar su vida interior. A través de sus palabras se
conoce el espíritu que la anima. Se dan cuenta sus padres: esta niña es una criatura excepcional.
Se dan cuenta sus compañeras: que se sienten atraídas por el candor de la niña y, a la vez,
sienten ante ella recelo, respeto reverencial. Sus padres no saben si alegrarse o entristecerse.
Para conocer lo sobrenatural hace falta tiempo y distancia. No ha habido nunca ningún genio
contemporáneo; al contrario, siempre es considerado como un loco, un ambicioso o un soberbio.
Los niños hacen lo que ven hacer a los mayores. La niña santa no imita los defectos de los
mayores y obra según sus convicciones. Cuando nació Juan Bautista, la gente se preguntaba
"¿qué va a ser este niño?" (Lc 1,79). De María se preguntarían lo mismo. Ella comprende que,
aunque quisiera hablar de lo mucho que lleva dentro, debe callar. Y tiene que vivir en completa
soledad, de la que es un reflejo, el aislamiento del niño que crece entre gente mayor.
María fue la pobre de Yahvé. Los pobres de Dios nunca preguntan, nunca protestan. Se
abandonan en silencio y depositan su confianza en las manos del Señor y Padre.
María peregrinó en la fe como todos los cristianos. Se abandonó a Dios. Pudo ser lapidada, al
quedarse encinta, pudo ser repudiada.
Querríamos saber más cosas de María. El Evangelio nos dice muy poco de Ella. Pero, si
bien lo miramos, implícitamente nos dice mucho, todo. Porque Jesús predicó el Evangelio que,
desde que abrió los ojos, vio cumplido por su Madre. Los hijos se parecen a sus padres. Jesús sólo
a su Madre. Era su puro retrato, no sólo en lo físico, en lo biológico, sino también en lo psíquico y
3
en lo espiritual.
3
Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net
la profesión religiosa pone en el corazón de cada uno y cada
una de ustedes, queridos hermanos y hermanas, el amor del Padre: aquel amor que hay
en el corazón de Jesucristo Redentor del mundo (Redemptionis Donum Nº 9).
Valiente en la tormenta,
con él crucificada
abriéndote al Misterio.
Refugio de los pobres
que muestran, indefensos,
su desconsuelo
cuando duele la vida,
cuando falta el sustento.
4
José María Rodríguez Olaizola, sj
Éste podría ser el camino de transformación que nos señala el evangelio desde la clave en
que hemos intentado leerlo. Y éstos podrían ser algunos de los pasos de ese camino:
3. Contar con la oscuridad como algo normal, como aquello que ya otros creyentes
antes que nosotros reconocieron como una vieja costumbre de Dios:
“En verdad, tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador” (Is 45,15).
“Es gloria de Dios ocultar un proyecto, es gloria de reyes descubrirlo” (Prov. 25,2).
“El Señor hizo oír su voz a Moisés y lo introdujo en la nube” (Eclo 45,5).
Intentar familiarizarnos con este proceder reincidente de nuestro Dios, dejar de
considerarlo como una ventaja que nos evita la búsqueda en la noche; recordar que su luz no es
como un faro que suprime las tinieblas, sino como un farolillo que acompaña al caminante y sólo
le alumbra el siguiente paso que deber dar (Sal 119,105).
Frecuentar los lugares oscuros del evangelio: Belén, Nazaret, Getsemaní, el montecillo
fuera de la ciudad en el que agoniza un galileo rebelde… Grabar en nuestro corazón la imagen
oscura del Siervo que carga con el dolor de otros, que se mezcla junto al Jordán con el gentío
ambiguo de pecadores que esperan bautizarse, que se ciñe la toalla y se arrodilla para lavar los
pies de los suyos. No apartar la mirada del hombre azotado y escupido en los sótanos del palacio
de Pilato; reconocer en él al Transfigurado del Tabor y escucharle, precisamente ahí, decir: “Yo he
venido al mundo como luz, para que ninguno que crea en mí quede a oscuras” (Jn 12,46).
Rondar el debajo de nuestra historia, acercarnos descalzos a las vidas oscuras, anónimas,
hundidas, de tanta gente. Pedir la gracia de poder permanecer junto a los que viven las horas
oscuras de dolor, de la soledad, del abandono. No huir de nuestras propias horas oscuras: las del
fracaso, las disminuciones y los límites.
Ejercitar ahí la mirada de la fe y, lo mismo que descubrimos al Rey por debajo de los
atributos de la burla, reconocerlo también en todo eso ante lo que sentimos la tentación de
esconder el rostro o de negar su existencia.
4. Reconvertir nuestros hábitos pastorales. Sabernos, más que poseedores de una luz
que otorgamos generosamente a otros, hermanos que la comparten, como cuando, en la noche
de la Pascua, nos pasamos unos a otros la luz del cirio con nuestras pequeñas candelas.
Alegrarnos con la luz que nos da el Resucitado y con la convicción creyente que recibimos
de él de que, además de oscuridad, el hombre es otra cosa, y que es posible trascender la
negatividad de la historia, no escapando de ella, sino transformándola desde dentro.
Recordar que no siempre podemos hablar de la luz, pero que sí podemos siempre ofrecer
gratuitamente la calidez y la lealtad de un amor que no nos pertenece, pero que nos habita. Y
reconocer que no lo tenemos todo claro, pero que estamos ahí, disponibles y cercanos, para
caminar junto a los otros soportando preguntas, apuntalándonos mutua y fraternalmente la
esperanza, horadando pacientemente la corteza del campo que esconde celosamente el secreto
de un tesoro.
5. Dar fe a la Palabra que nos asegura que la oscuridad tiene dirección. Creer que hay
un sentido que empuja y se abre camino a través de ella con la fuerza débil del niño que sale del
seno de la madre, o del germen de la espiga que rompe la entraña oscura de la tierra hasta salir a
la luz. Con la del Viviente que atravesó la noche de la muerte, hasta saciarse de claridad en
presencia del Padre.
Habitar esperanzadamente la oscuridad, porque es la novedad del futuro lo que da
vigencia al presente, lo que hace que las tinieblas de ahora hayan perdido su categoría de
absoluto. Porque “aquel día oirán los sordos las palabras del libro, y sin tinieblas ni oscuridad
verán los ojos de los ciegos” (Is 29,18).
Echar a andar por un camino del que desconocemos casi todo y en el que sólo nos sirven
de guía las huellas de quien lo recorrió antes que nosotros y el ánimo que nos da su Espíritu
Quizá nos acompañe también una extraña alegría que, como a los de Emaús, ponga
nuestro corazón en ascuas.
Quizá no la sintamos más que como un hilillo tenue de agua. Pero es agua que mana de
una fuente que permanece oculta y cuyo origen presentimos oscuramente.
Aunque es de noche.
La Iglesia entera ha sido desafiada a ser “casa y
escuela de comunión”. Difícilmente un desafío nos cuadre
mejor a los/as religiosos/as, que deberíamos ser “expertos/as
en comunión”. Estamos llamados a transformar nuestras
comunidades en “casas” hogares. Casas – escuelas, primero
para nosotros y luego para todos los que nos rodean.
– Descubrir la misión tras la tarea educativa significa que, más allá de los programas que
hay que desarrollar, encontramos la persona de cada alumno y la situamos en el centro de nuestra
preocupación de educadores. Toda la persona, y no sólo su faceta intelectual o sus habilidades.
Para sentirse mediador hay que tener un poco de humildad; tengo que bajarme del peldaño
de “protagonista” para aceptar un plano secundario. Tengo que dejar de ser el “magister” (el que es
más, porque sabe) para ser simplemente el “minister” (el que es menos, porque sirve).
He de poder decirme: “No sé por anticipado lo que necesita mi alumno; tengo que
preguntármelo cada día y buscar la respuesta adecuada, sin saberla tampoco por anticipado”. No
hace falta la fe para entrar en este proceso de la misión compartida.
Pero quien ha recibido el don de la fe puede descubrir la misión compartida con otra
profundidad:
– descubrirá que nuestro proyecto de educación es, en realidad, un proyecto de
evangelización;
– descubrirá que ese proyecto sólo podrá garantizarse si hay una comunidad de fe que lo impulse;
por eso se sentirá estimulado a compartir su fe con los demás educadores creyentes, y formar una
comunidad que sirva de referencia para el proceso educativo;
Cuando vivimos esta dimensión desde la fe podemos hablar de “conciencia ministerial”, de sentirse
“instrumento” en la Obra de Dios, de obrar como “representante”, “embajador”, “ministro de Dios”,
utilizando expresiones de san Pablo: “Lo único que nosotros hacemos es colaborar con Dios”; Él es
quien “da el crecimiento” a lo que nosotros plantamos y regamos (1 Cor 3,5-9).
Juan Bautista de La Salle toma estas expresiones de San Pablo y las utiliza para poner nombre a
nuestra experiencia de educadores cristianos.
5
Itinerario del Educador. Autor: Antonio Botana, fsc
Hemos escuchado la reacción de los comensales de Simón el fariseo: « ¿Quién es este
hombre, que llega hasta perdonar los pecados?» (Lc 7,49). Jesús ha apenas realizado un gesto
escandaloso. Una mujer de la ciudad, conocida por todos como una pecadora, ha entrado en la
casa de Simón, se ha inclinado a los pies de Jesús y ha derramado sobre sus pies óleo perfumado.
Todos los que estaban ahí en la mesa murmuraban: si Jesús es un profeta, no debería aceptar
gestos de este género de una mujer como esta. Desprecio. Aquellas mujeres, pobrecitas, que sólo
servían para ser visitadas a escondidas, incluso por los jefes, o para ser lapidadas.
Según la mentalidad de ese tiempo, entre el santo y el pecador, entre lo puro y lo impuro,
la separación tenía que ser neta.
Es por esto que Jesús abre los brazos a los pecadores. Cuanta gente perdura también hoy
en una vida equivocada porque no encuentra a nadie disponible a mirarlo o verlo de modo diverso,
con los ojos, mejor dicho, con el corazón de Dios, es decir, mirarlos con esperanza. Jesús en
cambio, ve una posibilidad de resurrección incluso en quien ha acumulado tantas elecciones
equivocadas. Jesús siempre está ahí, con el corazón abierto; donando esa misericordia que tiene
en el corazón; perdona, abraza, entiende, se acerca… ¡Eh, así es Jesús!
A veces olvidamos que para Jesús no se ha tratado de un amor fácil, de poco precio. Los
evangelios registran las primeras reacciones negativas en relación a Jesús justamente cuando Él
perdonó los pecados de un hombre (Cfr. Mc 2,1-12). Era un hombre que sufría doblemente: porque
no podía caminar y porque se sentía “equivocado”. Y Jesús entiende que el segundo dolor es más
grande que el primero, tanto que lo acoge enseguida con un anuncio de liberación: «Hijo, tus
pecados te son perdonados» (v. 5). Libera de aquel sentimiento de opresión de sentirse
equivocado. Es entonces que algunos escribas – aquellos que se creen perfectos: yo pienso en
tantos católicos que se creen perfectos y desprecian a los demás… es triste esto – algunos
escribas allí presentes se escandalizan por las palabras de Jesús, que suenan como una
blasfemia, porque sólo Dios puede perdonar los pecados.
Nosotros que estamos acostumbrados a experimentar el perdón de los pecados, quizás
demasiado a “buen precio”, deberíamos algunas veces recordarnos cuanto le hemos costado al
amor de Dios. Cada uno de nosotros ha costado bastante: ¡la vida de Jesús! Él lo habría dado por
cada uno de nosotros. Jesús no va a la cruz porque cura a los enfermos, porque predica la caridad,
porque proclama las bienaventuranzas. El Hijo de Dios va a la cruz sobre todo porque perdona:
perdona los pecados, porque quiere la liberación total, definitiva del corazón del hombre. Porque
no acepta que el ser humano consuma toda su existencia con este “tatuaje” imborrable, con el
pensamiento de no poder ser acogido por el corazón misericordioso de Dios. Y con estos
sentimientos Jesús va al encuentro: de los pecadores, de los cuales todos nosotros somos los
primeros.
Así los pecadores son perdonados. No solamente son consolados a nivel psicológico: el
perdón nos consuela mucho, porque son liberados del sentimiento de culpa. Jesús hace mucho
más: ofrece a las personas que se han equivocado la esperanza de una vida nueva. “Pero, Señor,
yo soy un trapo” – “Pero, mira adelante y te hago un corazón nuevo”. Esta es la esperanza que nos
da Jesús. Una vida marcada por el amor. Mateo el publicano se convierte en apóstol de Cristo:
Mateo, que era un traidor de la patria, un explotador de la gente. Zaqueo, rico corrupto: este
seguramente tenía un título en coimas, ¿eh?, Zaqueo, rico corrupto de Jericó, se transforma en un
benefactor de los pobres. La mujer de Samaria, que tenía cinco maridos y ahora convive con otro,
recibe la promesa del “agua viva” que podrá brotar por siempre dentro de ella. (Cfr. Jn 4,14). Y así,
cambia el corazón, Jesús; hace así con todos.
Nos hace bien pensar que Dios no ha elegido como primera amalgama para formar su
Iglesia a las personas que no se equivocan jamás. La Iglesia es un pueblo de pecadores que
experimentan la misericordia y el perdón de Dios. Pedro ha entendido más la verdad de sí mismo
al canto del gallo, en vez que de sus impulsos de generosidad, que le henchían el pecho,
haciéndolo sentir superior a los demás.
6
Traducción del italiano, Renato Martínez – Radio Vaticano
La fiesta del Triunfo de la Santa Cruz se hace en recuerdo de la recuperación de la Santa
Cruz obtenida en el año 614 por el emperador Heráclito, quien la logró rescatar de los Persas que
se la habían robado de Jerusalén.
La Santa Cruz (para evitar nuevos robos) fue partida en varios pedazos. Uno fue llevado a
Roma, otro a Constantinopla, un tercero se dejó en un hermoso cofre de plata en Jerusalén. Otro
se partió en pequeñísimas astillas para repartirlas en diversas iglesias del mundo entero, que se
llamaron "Veracruz"(verdadera cruz).
Nosotros recordamos con mucho cariño y veneración la Santa Cruz porque en ella murió
nuestro Redentor Jesucristo, y con las cinco heridas que allí padeció pagó Cristo nuestras
inmensas deudas con Dios y nos consiguió la salvación.
A San Antonio Abad (año 300, fiesta el 17 de enero) le sucedió que el demonio lo atacaba
con terribilísimas tentaciones y cuentan que un día, angustiado por tantos ataques, se le ocurrió
hacerse la señal de la Cruz, y el demonio se alejó. En adelante cada vez que le llegaban los
ataques diabólicos, el santo hacía la señal de la cruz y el enemigo huía. Y dicen que entonces
empezó la costumbre de hacer la señal de la cruz para librarse de males.
De una gran santa se narra que empezaron a llegarle espantosas tentaciones de tristeza.
Por todo se disgustaba. Consultó con su director espiritual y este le dijo: "Si usted no está enferma
del cuerpo, ésta tristeza es una tentación del demonio". Le recomendó la frase del libro del
Eclesiástico en la S. Biblia: "La tristeza no produce ningún fruto bueno". Y le aconsejó: "Cada vez
que le llegue la tristeza, haga muy devotamente la señal de la cruz". La santa empezó a notar que
con la señal de la cruz se le alejaba el espíritu de tristeza.
Cuando Nuestra Señora se le apareció por primera vez a Santa Bernardita en Lourdes
(Año 1859), la niña al ver a la Virgen quiso hacerse la señal de la cruz. Pero cuando llegó con los
dedos frente a la cara, se le quedó paralizada la mano. La Virgen entonces hizo Ella la señal de la
cruz muy despacio desde la frente hasta el pecho, y desde el hombro izquierdo hasta el derecho. Y
tan pronto como la Madre de Dios terminó de hacerse la señal de la cruz, a la niña se le soltó la
mano y ya pudo hacerla ella también. Y con esto entendió que Nuestra Señora le había querido dar
una lección: que es necesario santiguarnos más despacio y con más devoción.
Mire a la gente cuando pasa por frente a una Iglesia. ¿Cómo le parece esa cruz que se
hacen? ¿No es cierto que parece más un garabato que una señal de la Cruz? ¿Cómo la haremos
de hoy en adelante?
Como recuerdo de esta fecha de la exaltación de la Santa Cruz, quiero hacer con más
devoción y más despacio mi señal de la Cruz.
La misma vida fraterna, en virtud de
la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con “un solo corazón y
una sola alma”, se propone como elocuente manifestación trinitaria (Vita Consecrata Nº
21).
7
Alberto Núñez, sj
No hay pregunta más simple y tal vez ninguna más hondamente humana y más
fundamental que la pregunta con que Jesús se despidió de Pedro: “” ¿Tú, me amas?
Es una pregunta que va al fondo y exige la verdad. Todo hombre ha hecho esa pregunta a
la persona con la que quiere compartir la vida…sabiendo que de la respuesta depende el curso de
su existencia. “¿Me amas?” Allí no hay lugar para la táctica o la estrategia.
Jesús no preguntó a su apóstol cuánto había entendido, ni cuál era su capacidad de
trabajo, sino cuál era la hondura de su amor. Sólo cuando estuvo seguro de que ese amor era
sólido, pudo confiar definitivamente su obra a la debilidad humana: “Apacienta mis corderos”.
Porque Jesús reconoció que Pedro de verdad lo amaba, confió en él, le dio la misión de
confirmar a sus hermanos. Sobre sus débiles fuerzas de hombre, convertida en roca, el Maestro
edificó su Iglesia; y simbólicamente a él, como cabeza, le entregó las llaves que abren y cierran las
puertas de la vida.
En esa circunstancia Jesús quiso ir al fondo de las cosas. Hizo la pregunta decisiva, la
única que en definitiva interesa: “¿Tú me amas?”.
Jesús esperó la respuesta de Pedro, como Dios esperó expectante el “Sí” de María del
cual dependía el plan de salvación. El futuro de la fe dependía de ese amor… Y Pedro no falló:
“¡Señor, Tú sabes que te amo!”
Jesús también nos ha buscado a nosotros. Con el tiempo, sin embargo, hemos
desencantado ese primer encuentro. Por la necesidad de adaptarnos a los tiempos, por el
imperativo de dar razón de nuestra fe, hemos ido cargando el cristianismo de “teologías”.
Han pasado los años. Pocos pasajes tienen para nosotros más actualidad. La Iglesia nos
invita ahora a una Nueva Evangelización; a un reencuentro con Cristo que renueve de fondo
nuestro ardor. En estas circunstancias el Señor repite su pregunta final que está en el origen de la
Iglesia y de todo proyecto evangelizador:” ¿Tu, me amas?”
La comunidad religiosa forma parte de una red más amplia: la provincia, la congregación,
los laicos con quienes se comparte el carisma, la Iglesia, la sociedad civil. La vitalidad de la
comunidad depende en gran manera del “ida y vuelta” que se produzca en las relaciones de la
misma con su entorno. Una comunidad cuyas fronteras no sean permeables está condenada a la
muerte.
Por otra parte, una comunidad que no tenga algún tipo de fronteras que le den identidad y
le garanticen los indispensables espacios de intimidad, también está condenada a desaparecer
porque el entorno se la tragará.
Sin embargo es verdad que en la medida en que los vínculos entre las personas son más
profundos y auténticos va surgiendo algo nuevo. Esos lazos van generando una trama de
relaciones, una comunión, incluso inconsciente, a la cual no se le puede negar “realidad” dad la
influencia real que tiene sobre cada una de las personas. Es muy interesante darse cuenta cómo,
por ejemplo, en un grupo donde se dan relaciones profundas y significativas entre los miembros
comenzamos a soñar unos con otros. Jung diría que en el grupo va surgiendo un “inconsciente
colectivo”.
La comunidad debe satisfacer las necesidades humanas básicas de sus miembros: quiero
destacar la necesidad de compartir la intimidad, de una vida cotidiana equilibrada (descanso,
trabajo, oración y formación, examen, compartir, entrega a los demás…), de soledad y comunión.
Necesidades del cuerpo, de la psique y del espíritu. Desconocerlas, pretendiendo que por ser
religiosos estamos más allá de las necesidades básicas del resto de los mortales, lleva a la
soberbia y a la deshumanización.
Por último digamos que la formación es un proceso resultante de una serie de
interacciones y relaciones interpersonales en el seno de un ámbito social determinado. Valga esto
como buena síntesis de lo que queremos profundizar: el profundo nexo entre formación, relaciones
8
humanas y ese espacio que llamamos comunidad en donde se vive el proceso formativo.
8
Hermanemos las diferencias. Autor: Luis Casalá. Editorial Claretiana
Nos referimos a Juan Bautista de La Salle como nuestro Fundador. Considerarlo como
“Fundador” equivale a admitir que posee un carisma que le permite descubrir, discernir y valorar
aspectos de la realidad que nos toca vivir a nosotros. Justamente ese carisma del que acabamos
de hablar.
La Salle no es sólo Fundador porque haya “inventado” una estructura que se llama
“Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas”. Si fuera así, sólo los Hermanos podrían
reconocerlo como Fundador; y sin embargo, hoy, muchas personas además de los Hermanos
consideran a La Salle, con toda justicia, su “Fundador”. Aclaremos esto:
– Primera cosa que nos hace notar: Entre su propia experiencia de fe y la llamada que
experimenta por el carisma, hay un fluir continuo.
– Segundo, el centro de gravedad está, no en el Instituto, sino en la misión. Esta es
anterior al Instituto en todo sentido.
¿Qué significa ese “descubrimiento de la misión”, hecho por Juan Bautista de La Salle?
– Está atento a una realidad externa: “la situación de abandono...”.
– Desde una actitud interna: “su contemplación del designio salvador de Dios”.
– Consecuencia: Juan Bautista resulta “impresionado” por aquella realidad, la “descubre”
como llamada de Dios y “responde”... Es la acción del Espíritu en Juan Bautista, a través del
carisma que le concede.
Como vemos, el tercer paso –su respuesta concreta– tiene su consistencia en los dos
primeros, y no puede separarse de ellos. Pero el tercer paso, el del camino para la respuesta, hoy
se ha ampliado: estamos en una nueva situación, inimaginable en tiempos de La Salle, que es la
colaboración entre Hermanos y otros religiosos y religiosas, seglares, sacerdotes, pero también
con creyentes de otras religiones. Y de nuevo tenemos que recurrir a los dos primeros pasos que
nos ha iluminado La Salle.
Por eso, todos los que hoy estamos en este nuevo “camino de respuesta”, podemos llamar
a La Salle “Fundador”, porque su carisma nos ha alcanzado a nosotros, como lo reconoce la Regla
actual:
“El Espíritu de Dios ha confiado a la Iglesia, en la persona de san Juan Bautista de La
Salle, un carisma que todavía hoy anima a los Hermanos y a numerosos educadores.” (Regla, 20).
Gracias a ese carisma que actúa en nosotros, podemos encontrar nuevos caminos. Y por
eso también afirma la Regla de los Hermanos en su último número: “Hoy, como entonces, su
llamada no es de mero iniciador, sino de Fundador, que sigue inspirando y sosteniendo.” (Regla,
149).
El perdón como motor de la esperanza fue el tema que centró la catequesis del Papa
Francisco en una nueva Audiencia General en la que criticó que algunos cristianos crean que son
perfectos y desprecian a los demás.
“Los pecadores son perdonados. No solamente vienen aliviados a nivel psicológico porque son
liberados del sentido de culpa. Jesús hace mucho más: ofrece a las personas que se han
equivocado la esperanza de una vida nueva, una vida marcada por el amor”, dijo el Santo Padre.
“Creo que muchos católicos piensan que son perfectos y por eso desprecian a otros. Esto es
triste”, “nos hace bien pensar que Dios no ha elegido como primer material para formar su Iglesia a
personas que no habían errado nunca. La Iglesia es un pueblo de pecadores que experimenta la
misericordia y el perdón de Dios”.
“Desde los inicios de su ministerio en Galilea, Jesús se acerca a los leprosos, los
endemoniados, a todos los enfermos y los marginados. Un comportamiento así (en aquella época)
no era nada habitual, y es verdad que esta simpatía de Jesús por los excluidos, los ‘intocables’,
será una de las cosas que más desconcertarán a sus contemporáneos”.
El Papa también dijo que “allí donde hay una persona que sufre, Jesús se hace cargo, y ese
sufrimiento lo hace suyo. Jesús no predica que la condición de pena debe ser soportada con
heroísmo, a la manera de los filósofos estoicos”, sino que “comparte el dolor humano y cuando lo
hace, de su interior sale la actitud que caracteriza al cristianismo: la misericordia”.
Francisco aseguró que Jesús “abre los brazos a los pecadores” y manifestó que mucha gente
“se encuentra hoy también en una vida equivocada porque no encuentra ninguno disponible para
mirarlo o mirarla de manera distinta, con los ojos, mejor dicho, con el corazón de Dios, es decir,
con esperanza”. “Jesús ve una posibilidad de resurrección también en quien ha acumulado tantas
decisiones equivocadas”, añadió.
El Papa recordó así que “la Iglesia no se formó por hombres intachables, sino por personas
que pudieron experimentar el perdón de Dios. Pedro aprendió más de sí mismo cuando cayó en la
cuenta, al cantar el gallo, de que había renegado a su maestro, que cuando se mostraba superior a
los demás con sus ímpetus y formas espontáneas. También Mateo, Zaqueo y la Samaritana, pese
a sus fallos, recibieron del Señor la esperanza de una nueva vida al servicio del prójimo”.
“Nosotros que estamos acostumbrados a experimentar el perdón de los pecados, quizás a
buen precio, deberíamos alguna vez recordar cuánto ha costado el amor de Dios. Jesús no va a la
cruz porque sana a los enfermos, porque predica la caridad, porque proclama las
bienaventuranzas”.
“El Hijo de Dios va a la cruz sobre todo porque perdona los pecados, porque quiere la
liberación total, definitiva del corazón del hombre”, subrayó.
El Santo Padre también explicó que Jesús “no acepta que el ser humano consuma toda su
existencia con este ‘tatuaje’ imborrable, con el pensamiento de no poder ser acogido por el corazón
misericordioso de Dios”. “Somos todos pobres pecadores, necesitados de la misericordia de Dios
que tiene la fuerza de transformarnos y darnos esperanza cada día” y “a la gente que ha entendido
esta verdad básica, Dios le regala la misión más preciosa del mundo, a saber, el amor por los
9
hermanos y hermanas, y el anuncio de una misericordia que Él no niega a ninguno”.
9
Extraído de la Página ACI PRENSA
Mateo significa: "regalo de
Dios". Se llamaba también Leví, y
era hijo de Alfeo. Su oficio era el de
recaudador de impuestos, un cargo
muy odiado por los judíos, porque
esos impuestos se recolectaban
para una nación extranjera. Los
publicanos o recaudadores de
impuestos se enriquecían
fácilmente. Y quizás a Mateo le
atraía la idea de hacerse rico
prontamente, pero una vez que se
encontró con Jesucristo ya dejó
para siempre su ambición de dinero
y se dedicó por completo a buscar
la salvación de las almas y el Reino
de Dios.
Mateo aceptó sin más la invitación de Jesús y renunciando a su empleo tan productivo, se
fue con El, no ya a ganar dinero, sino almas. No ya a conseguir altos empleos en la tierra, sino un
puesto de primera clase en el cielo. San Jerónimo dice que la llamada de Jesús a Mateo es una
lección para que todos los pecadores del mundo sepan que, sea cual fuere la vida que han llevado
hasta el momento, en cualquier día y en cualquier hora pueden dedicarse a servir a Cristo, y El los
acepta con gusto.
Jesús respondió a estas protestas de los fariseos con una noticia que a todos nos debe
llenar de alegría: "No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. Yo no
he venido a buscar santos sino pecadores. Y a salvar lo que estaba perdido". Probablemente
mientras decía estas bellas palabras estaba pensando en varios de nosotros.
Desde entonces Mateo va siempre al lado de Jesús. Presencia sus milagros, oye sus
sabios sermones y le colabora predicando y catequizando por los pueblos y organizando las
multitudes cuando siguen ansiosas de oír al gran profeta de Nazaret. Jesús lo nombra como uno
de sus 12 preferidos, a los cuales llamó apóstoles (o enviados, o embajadores) y en Pentecostés
recibe el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego. Los judíos le dieron 39 azotes por predicar
que Jesús sí había resucitado (y lo mismo hicieron con los otros apóstoles) y cuando estalló la
terrible persecución contra los cristianos en Jerusalén, Mateo se fue al extranjero a evangelizar, y
dicen que predicó en Etiopía y que allá murió martirizado.
En todo el mundo es conocido este santo, y lo será por siempre, a causa del maravilloso
librito que él escribió: "El evangelio según San Mateo". Este corto escrito de sólo 28 capítulos y 50
páginas, ha sido la delicia de predicadores y catequistas durante 20 siglos en todos los
continentes. San Mateo en su evangelio (palabra que significa: "Buenas Noticias") copia sermones
muy famosos de Jesús, como por ej. El Sermón de la Montaña (el sermón más bello pronunciado
en esta tierra), el sermón de las Parábolas, y el que les dijo a sus apóstoles cuando los iba mandar
a su primera predicación. Narra milagros muy interesantes, y describe de manera impresionante la
Pasión y Muerte de Jesús. Termina contando su resurrección gloriosa.
El fin del evangelio de San Mateo es probar que Jesucristo sí es el Mesías o Salvador
anunciado por los profetas y por el Antiguo Testamento. Este evangelio fue escrito especialmente
para los judíos que se convertían al cristianismo, y por eso fue redactado en el idioma de ellos, el
arameo.
Quizás no haya en el mundo otro libro que haya convertido más pecadores y que haya
entusiasmado a más personas por Jesucristo y su doctrina, que el evangelio según San Mateo. No
dejemos de leerlo y meditarlo.
A cada uno de los 4 evangelistas se les representa por medio de uno de los 4 seres
vivientes que, según el profeta, acompañan al Hijo del hombre (un león: el valor. El toro: la fuerza.
El águila: los altos vuelos. Y el hombre: la inteligencia). A San Marcos se le representa con un león.
A San Lucas con un toro (porque empieza su evangelio narrando el sacrifico de una res que
estaban ofreciendo en el templo). A San Juan por medio del águila, porque este evangelio es el
que más alto se ha elevado en sus pensamientos y escritos. Y a San Mateo lo pintan teniendo al
lado a un ángel en forma de hombre, porque su evangelio comienza haciendo la lista de los
antepasados de Jesús como hombre, y narrando la aparición de un ángel a San José.
Que San Mateo, gran evangelizador, le pida a Jesús que nos conceda un gran entusiasmo
por leer, meditar y practicar siempre su santo Evangelio.
La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque
confiesa, con su fidelidad al misterio de la cruz, creer y vivir del amor de Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo (Vita Consecrata Nº 24).
Ser místico, ser orante supone un conocimiento, un ideal, una vivencia de algo superior, -
para nosotros, Dios, Jesús – empapados en una fuerte emotividad. Todos los místicos han tenido
un gran corazón. Es la moción del Espíritu Santo que provoca un singular apasionamiento por la
Persona de Jesús y su Reino. Implica todo el yo y es el motor de todo el dinamismo personal.
Es una vivencia que supera lo humano. Una experiencia en la que el Espíritu hace sentir su
dinamismo. De ahí la dificultad de expresarla. Todos los escritores místicos han necesitado de
imágenes y símbolos. Es un dejarse hacer; una activa pasividad. “Muéstrame tu rostro”.
Sentirse tomado por Dios; contacto directo con Él. No siempre es gratificante, bello.
Muchas veces Jesús se muestra en las noches oscuras, fracasos, humillaciones.
Orar es pedir y buscar los rostros de Dios. Todos necesitamos imaginar a Dios. Es
creativo, personalizante; sin que esa imagen sea un ídolo. Somos “imagen y semejanza de Dios”;
pero necesariamente lo empequeñecemos. Es un Dios vivo, que transmite vida, enriquece,
transforma.
La intimidad con Jesús deja mucho que desear entre los consagrados. Es lo mismo que
decir: la vida de oración está en crisis. Sin este motor a pleno rendimiento, desaparece la mística y
aparece el funcionario. Un termómetro de ello lo tenemos en la vida fraterna. ¿Quién descubre en
los hermanos al Amado?
Orar es comunicarse con Jesús y los demás. “¿Por qué no conseguí compartir mi fe con el
taxista? ¿Es imposible hablar de Dios a un mundo secularizado? Si Dios es realmente Dios, es lo
más digno de ser comunicado” (Dorothy Solle). Si falla la comunicación con Dios, ¿Cómo
comunicarlo a los demás?
¡Es tan fácil juzgar al otro pero tan difícil tener un juicio sobre uno mismo y sobre su propio
grupo! Lo diferente, lo extraño, incomoda. Lo que el otro vive, sus convicciones, sus apreciaciones
de la realidad y su forma de abordarla, sus costumbres, sus tradiciones, su lengua, sus valores
religiosos son tan diferentes que nos molesta entenderlos, respetarlos y, sobre todo, integrarlos.
Las convicciones de los que son diferentes cuestionan nuestras propias convicciones, nos hace
vacilar y siembran la duda. Y cuánto más hemos creído encontrar la vida en el sentimiento de
nuestra propia superioridad, alimentándonos de ilusiones sobre nuestra bondad o sobre nuestro
sentido de la verdad, más nos hemos encerrado en la negativa a contemplarnos tal como somos, y
más nos incomoda el extraño, el diferente. No queremos escucharlo de verdad, con un corazón
abierto; si lo escuchamos es con suspicacia y con temor, interpretando sus palabras con un juicio
preconcebido.
Estos miedos que surgen de la diferencia pueden darse entre el hombre y la mujer y entre
las distintas generaciones: los padres saben lo que es bueno para sus hijos; los adolescentes, por
su parte, juzgan a sus padres; no quieren escuchar de ellos lo que deben hacer; quieren actuar
libremente. De esta forma, los muros se levantan entre las personas y los grupos.
Cada grupo, cada religión, cada raza, cada nación, cada persona, tiene necesidad de
afirmar que es el mejor, la elite, el único que posee la verdad, como si nuestro mundo estuviera
regido por las leyes de la competitividad, de la rivalidad; cada uno quiere crecer, afirmarse,
demostrar que es el primero y se arma de argumentos, incluso de metralletas y de bombas para
demostrarlo.
Los muros no son solamente realidades negativas que separan y dividen a los seres
humanos. También protegen la vida y permiten que crezcan. En general, el ser humano tiende a
protegerse, a menudo inconscientemente, de toda situación que pueda ponerlo en peligro
psicológico. Nos invade el pánico si nuestro espacio privado es violado, si un extraño se acerca
demasiado a nuestro cuerpo, a nuestro ser y a nuestra tierra. Los muros protegen la vida. Y es
necesario admitirlo, existen fuerzas hostiles en nuestro universo, en nuestras sociedades, de las
cuales hay que prevenirse. De la misma manera, para vivir humanamente es necesario tener una
identidad, pertenecer a un grupo que comparta los mismos valores y que aporte cierta seguridad.
El ser humano está hecho para la comunión y la paz e intentar comprender por qué surgen
los muros interiores. Porque los muros exteriores existen sólo para proteger los interiores. Estos
muros, e incluso las barreras de los prejuicios y del odio, no son estáticos, inmóviles, fijos; son los
muros del temor y de la vida. Y la vida crece, está en movimiento; el miedo puede desaparecer. El
muro que protege, en un momento determinado, puede convertirse en muralla que impide el
desarrollo de la vida; y este muro que impide la vida puede desaparecer bajo el impulso de la
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confianza que renace.
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Cada persona es una historia sagrada – Jean Vanier. Editorial Ágape
Un elemento que en el pasado dinamizó mucho las comunidades fue compartir la misión.
Antiguamente, la mayor parte de las veces, no éramos enviados a una comunidad sino a
una obra apostólica, a realizar una tarea. Cuando alguien llegaba a la comunidad, más que un
hermano, llegaba un profesor(a), un cocinero, o un vicario. Animar una obra, entregar juntos la vida
por algo que valiera la pena, compartir un apostolado era fuente de satisfacción y muchas veces
bastaba para llenar la vida de sentido. Realmente los hermanos se desvivían por las obras
apostólicas en las que habían puesto su corazón (¡por momentos más que en el Jesús!).
Por diferentes razones, también entró en crisis esta dimensión: por la pérdida de prestigio y
significatividad de algunas obras; por la revalorización de la VC y de la vida fraterna en sí mismas,
más allá de las tareas que realizáramos; y también por ciertas actitudes individualistas que llevaron
a que bastantes buscaran su propia realización, desarrollar su “vocación personal”, por encima del
interés de la obra común.
Las comunidades comenzaron a formarse con otros criterios: privilegiando las afinidades
personales, las opciones pastorales de cada uno, el modelo de VC que cada uno se sentía llamado
a vivir; priorizando el simple estar, la presencia, sobre todo en las comunidades insertas que no
estaban a cargo de una obra apostólica; y constituyéndose en “comunidades de vida”, pero no de
misión, dado que cada uno trabajaba en una obra diferente. Se diluyó, muchas veces, la dimensión
misionera de la comunidad en sí misma.
Nuevamente hay que decir que esta reacción fue, básicamente, muy sana. Provocó el
redescubrimiento de que la VC – y la vida fraterna- tienen valor, más allá de las obras en que
estábamos empeñados. Pero en la medida en que se perdió el sentido de la misión común, en que
se dejó de ser una comunidad en misión, la misma comunidad comenzó a perder sentido y
energías. Porque, toda comunidad cristiana (y la Iglesia en su conjunto) existe para evangelizar.
Desde luego que compartir una visión pastoral, unos objetivos y una metodología
apostólica, un estilo y un espíritu misionero, no implica que todos los miembros de una comunidad
realicen el mismo tipo de servicio, ni que trabajen en la misma obra apostólica. Pero sí que
consideren que la comunidad es una “unidad apostólica” que potencia, estimula, discierne y evalúa
el ministerio de cada hermano.
Recuperar el valor que por sí mismo tiene el testimonio de la vida fraterna, como
signo de la presencia del Reino en medio de nuestro mundo.
La comunidad religiosa es un don de lo Alto. Hay que acoger ese don, celebrarlo, cultivarlo,
disfrutarlo y compartirlo con corazón agradecido. La comunidad es un espacio teologal. Es mucho
más que un conjunto de dinámicas grupales.
El Evangelio de Mateo 15,21-28 nos presenta un singular ejemplo de fe en el encuentro de
Jesús con una mujer cananea, un extranjera en relación a los judíos. La escena tiene lugar
mientras Él está en camino hacia las ciudades de Tiro y Sidón, en el noroeste de Galilea: es allí
donde la mujer implora a Jesús que sane a su hija, dice el Evangelio, que «sufre terriblemente por
estar endemoniada» (v. 22). El Señor, en un primer momento, parece no escuchar este grito de
dolor, tanto, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que interceden por ella. La
aparente distancia de Jesús no desanima a esta madre, que insiste en su invocación
.La fuerza interior de esta mujer, que permite superar cada obstáculo, va buscada en su amor
maternal y en la confianza en que Jesús puede atender su pedido. Y esto me hace pensar en la
fuerza de las mujeres. Con su fortaleza son capaces de obtener cosas grandes, ¡hemos conocido
muchas! Podemos decir que es el amor que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el
premio del amor. El amor intenso hacia su hija le induce a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten
compasión de mí!» (V. 22). Y la fe perseverante en Jesús permite que no se desanime, ni siquiera
ante su rechazo inicial; así «la mujer se acercó y, arrodillándose delante de él, le suplicó: ¡Señor,
ayúdame!» (V. 25).
Al final, ante tanta perseverancia, Jesús se queda admirado, casi asombrado, por la fe de una
mujer pagana. Por lo tanto, Él acepta diciendo: «"¡Mujer, qué grande es tu fe! Que se cumpla lo
que quieres". Y desde ese mismo momento quedó sana su hija». (v. 28). Esta humilde mujer es
indicada por Jesús como un ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en el invocar la
intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desanimarnos, a no desesperarnos
cuando somos oprimidos por las duras pruebas de la vida. El Señor no se gira hacia otra parte ante
nuestras necesidades, y, si a veces parece insensible a los pedidos de ayuda, es para poner a la
prueba y fortalecer nuestra fe. Nosotros debemos seguir gritando como esta mujer: "¡Señor,
ayúdame! ¡Señor, ayúdame!" Así, con perseverancia y valentía. Es éste el coraje que se necesita
en la oración.
Este episodio evangélico nos ayuda a entender que todos necesitamos crecer en la fe y
fortalecer nuestra confianza en Jesús. Él puede ayudarnos a encontrar la vía cuando hemos
perdido la brújula de nuestro camino; cuando el camino no parece más plano, sino duro y difícil;
cuando es agotador ser fiel a nuestros compromisos. Es importante alimentar día a día nuestra fe,
con la escucha atenta de la Palabra de Dios, con la celebración de los Sacramentos, con la oración
personal como "grito" hacia Él, "¡Señor, ayúdame!" y con actitudes concretas de caridad hacia el
prójimo.
Confiémonos en el Espíritu Santo para que él nos ayude a perseverar en la fe. El Espíritu
infunde audacia en los corazones de los creyentes; da a nuestra vida y a nuestro testimonio
cristiano la fuerza de la convicción y de la persuasión; nos anima a vencer la incredulidad hacia
Dios y la indiferencia hacia nuestros hermanos.
Que la Virgen María nos haga cada vez más conscientes de nuestra necesidad del Señor y de
su Espíritu; nos obtenga una fe fuerte, llena de amor, y un amor que sepa hacerse súplica, súplica
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valiente a Dios.
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Texto extraído de la Página de Radio Vaticano. Autora: Griselda Mutual
San Jerónimo, ornamento del
sacerdocio, tan célebre por su eminente
virtud, por su rara sabiduría, por su profunda
erudición, oráculo del mundo cristiano, una
de las mayores y más brillantes lumbreras
de la Iglesia, fue de Estridón, ciudad de Iliria
en los confines de la Dalmacia y de la
Panonia. Nació el año de 332, y su padre
por nombre Eusebio, celoso cristiano y
hombre de conveniencias puso el mayor
cuidado en dar a su hijo una cristiana
educación.
Habiendo observado en aquel niño
cierto fondo de capacidad y cierta brillante
de ingenio, poco regular en otros de aquella
edad, resolvió no perdonar a diligencia
alguna para cultivarle. Después que le hizo
tomar una ligera tintura de las lenguas en su
país, le envío a Roma bajo la disciplina de
Donato, célebre gramático, con cuyo
magisterio hizo el niño Jerónimo
asombrosos progresos en las letras
humanas. Pasó después a otros maestros,
en cuya escuela aprendió las bellas letras y
las ciencias profanas en grado muy superior
al que se podían esperar de un estudiante.
Por la particular inclinación que profesaba a la retórica, y por su delicado gusto en ella, se
hizo uno de los más elocuentes oradores de su tiempo; y por su rara facilidad en las lenguas se
hizo admirar y ser tenido por uno de los hombres más sabios de su siglo. Así el violento amor con
que le arrebataban los libros, como los piadosos afectos de religión que desde su niñez le habían
inspirado, fueron el freno de sus fogosas pasiones, que desde la misma infancia eran muy vivas.
Recibió Jerónimo el Bautismo siendo ya de madura edad, y desde aquel dichoso día
entabló una vida verdaderamente cristiana. Deseoso de conservar su inocencia, se desvío de todo
aquello en que podía correr peligro, pareciéndole desde luego que los preservativos contra el
contagio eran la abstinencia, la mortificación y la oración. Ocupaba todo el tiempo en el estudio y
en ejercicios espirituales. No contento con leer y con observar, se dedicaba también a copiar libros,
de que formó una librería para su uso. Todos los días iba con algunos compañeros suyos de los
más virtuosos a visitar las catacumbas de Roma o las cuevas donde estaban sepultados los santos
Mártires alrededor de la ciudad.
San Jerónimo y las tentaciones
Viendo que no eran bastantes a librarle de estas molestas tentaciones ni sus ayunos ni
otras penitencias corporales, emprendió un nuevo estudio mucho más penoso que los otros. Se
dedicó al de la lengua hebrea, tomando por maestro a un judío convertido. A un hombre que solo
hallaba gusto en la lectura de las obras de Cicerón de los mejores autores latinos, claro está que
se le había de hacer muy duro volver a estudiar alfabetos, ejercitándose en broncas aspiraciones,
escabrosas, ásperas y difíciles. Más de una vez lo quiso dejar todo, acobardado con el trabajo, y
no contribuyó poco la violencia que se hizo a una enfermedad que padeció tan grave, que le redujo
al último extremo de la vida. Tuvo un sueño por aquel tiempo en que le pareció que habiendo sido
presentado ante el tribunal del soberano Juez, fue reprendido y castigado porque era más
ciceroniano que cristiano. Entendió por este sueño ser la voluntad de Dios que se hiciese experto
en la comprensión de las lenguas orientales, como absolutamente necesarias para la inteligencia
de la Sagrada Escritura, teniéndole destinado la Divina Providencia para dejarnos una versión de
toda ella, que es la que hoy usa la Iglesia.
Entre todas sus ocupaciones la principal era el estudio de la Sagrada Escritura. Ninguno
conoció mejor que San Agustín el mérito de este trabajo y el importante servicio que hacía con él a
la Iglesia. Le escribió su parecer, y le exhortó a que continuase una obra de tanta importancia.
Tradujo, pues, del hebreo en latín todos los libros del Viejo Testamento; y los libros de Judit y de
Tobías los tradujo del caldeo. A ruego del Papa San Dámaso había corregido el Salterio latino de
la antigua versión itálica, sobre la edición de los Setenta hecha por San Luciano. También corrigió
el Nuevo Testamento sobre la versión griega, y en fin publicó corregida de su mano la misma
versión griega de los Setenta. No son menos admirables que sus versiones sus comentarios sobre
la Sagrada Escritura; de manera, que con mucha razón dice la Iglesia en el oficio del día, que le
escogió Dios para explicar la Escritura Sagrada.
Habiendo recibido con extraordinario fervor todos los Sacramentos, lleno de días y de
merecimientos entregó su alma al Criador el día 30 de septiembre del año 420, casi a los noventa
de su edad, habiendo pasado cerca de cuarenta en su solitario retiro.
Sintió toda la Iglesia la pérdida de aquel grande hombre que la había enriquecido con
tantas y tan sabias obras, y la había edificado con tantos y tan grandes ejemplos. El cuerpo de San
Jerónimo, que a su muerte apenas era más que un esqueleto, fue sepultado en la gruta de su
monasterio de Belén, y después trasladado a la iglesia de Santa María la Mayor de Roma junto al
pesebre del Salvador, donde se erigió un altar en honor del Santo; pero su cabeza se adora en la
magnífica iglesia de Cluny.
la dimensión contemplativa es
radicalmente una realidad de gracia, vivida por el creyente como un don de Dios, que le
hace capaz de conocer al Padre en el misterio de la comunión trinitaria, y de poder gustar
“las profundidades de Dios” (Dimensión contemplativa de la Vida Religiosa Nº 1).