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LO QUE DICE LA CIENCIA SOBRE

DIETAS, ALIMENTACIÓN Y SALUD

70 preguntas y respuestas para apasionados


y profesionales de la nutrición

L. Jiménez
La información presentada en esta obra es material informativo y no pretende servir de diagnóstico,
prescripción o tratamiento de cualquier tipo de enfermedad o dolencia. Esta información no sustituye la
consulta con un médico, especialista o cualquier otro profesional competente del campo de la salud. El
contenido de la obra debe considerarse simplemente educativo. El autor y el editor están exentos de toda
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cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la
distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

© 2013 L. Jiménez
Este libro se editó por primera vez en marzo 2013
Ed 1.04 (diciembre 2013)

A mis hijas
ÍNDICE
1. Introducción (pag. 7)

2. Dietas (pag. 21)


¿Cómo han cambiado las recomendaciones dietéticas oficiales?
¿Qué es una “alimentación saludable”?
¿Qué ciencia hay detrás del concepto “dieta equilibrada”?
¿Cuáles son las cantidades recomendables de proteínas?
¿Comer más proteínas ayuda a adelgazar?
¿La reducción de grasas disminuye el riesgo cardiovascular?
¿Qué dice la ciencia sobre los carbohidratos y su cantidad recomendada?
¿Son poco saludables las dietas bajas en carbohidratos?
¿Es necesario desayunar carbohidratos para tener energía todo el día?
¿Qué evidencias soportan las dietas bajas en grasas y calorías?
¿Se puede adelgazar sin pasar hambre?
¿La variedad de la dieta es buena o mala para la obesidad?
¿Concienciación y objetivos alcanzables aumentan el éxito de una dieta?
¿Tienen soporte científico las dietas disociadas?
¿Las dietas cetogénicas o muy bajas en carbohidratos son peligrosas?
¿Se puede mantener el rendimiento deportivo con las dietas cetogénicas?
¿Hay pruebas científicas de que la Dieta Dukan funcione?
¿Tiene soporte científico la dieta alcalina o del pH?
¿Qué es una “dieta milagro”?

2. Alimentos (pag. 123)


¿Son los carbohidratos de rápida absorción y refinados buenos o malos?
¿Qué ventajas demostradas para la salud tiene comer vegetales y frutas?
¿Hasta qué punto son peligrosas las grasas saturadas?
¿Todas las grasas trans son malas para la salud?
¿Comer muchos huevos es peligroso para la salud?
¿Es malo comer mucha carne?
¿Cuál es la forma más saludable de cocinar la carne?
¿Freír alimentos es poco saludable?
¿El pan engorda?
¿Hay pruebas científicas de que el azúcar engorde?
¿La leche y los lácteos engordan?
¿Deben tomar los niños leche desnatada para prevenir la obesidad?
¿La leche y los lácteos provocan cáncer? ¿Y otras enfermedades?
¿Engorda comer muchas nueces u otros frutos secos?
¿El aguacate engorda?
¿La cerveza engorda?
¿Qué aceite vegetal es el más recomendable?
¿Son las legumbres saludables?
¿Por qué es mejor comer la fruta que tomar su zumo?
¿Cuál es el nivel de evidencia científica de los beneficios de alimentos integrales?
¿Todos los alimentos integrales son iguales?
¿La fibra alivia el estreñimiento?
¿Es la sal realmente mala para la salud?

3. Energía y metabolismo (pag. 293)


¿Cuánto aprovechamos de los alimentos?
¿Cuál es la relación entre la saciedad y las calorías?
¿Cómo influyen las hormonas en el sobrepeso?
¿Hay alimentos que necesitan más energía para ser metabolizados?
¿Tenemos un punto de ajuste para la regulación de la energía?
¿Comer con más frecuencia acelera el metabolismo y ayuda a adelgazar?
¿Qué es exactamente la medida de colesterol de los análisis de sangre?
¿Cómo se relacionan el colesterol y el riesgo cardiovascular?
¿Qué puedo hacer para minimizar el riesgo cardiovascular del colesterol?
¿El colesterol es mejor cuanto más bajo se tenga?

4. Suplementos y tratamientos (pag 347)


¿Los suplementos de ácidos grasos omega-3 son beneficiosos?
¿Los suplementos antioxidantes previenen enfermedades o el envejecimiento?
¿Los alimentos funcionales aportan valor nutricional añadido?
¿Funcionan los suplementos para aumentar el rendimiento deportivo?
¿Los edulcorantes son tóxicos o cancerígenos?
¿Los edulcorantes ayudan a adelgazar o engordan?
¿La mesoterapia es eficaz?
¿Sirven los test sanguíneos de intolerancias alimentarias para definir dietas?
¿Funcionan los destructores de células grasas?

5. Cuerpo y ejercicio (pag. 383)


¿Qué relación hay entre obesidad y mortalidad? ¿Se puede estar obeso y saludable?
¿Hacer ejercicio adelgaza?
¿Cuál es la cantidad mínima de ejercicio que aporta beneficios?
¿Qué es peor para la salud, no hacer ejercicio o la obesidad?
¿Por qué es tan difícil quitar la grasa localizada?
¿Cómo se queman más calorías, en bici, andando o corriendo?
¿Hasta qué punto es negativo para la salud trabajar sentado?
¿Hasta qué punto es saludable el andar?
INTRODUCCIÓN
Tras la publicación de mi primer libro “Lo que dice la ciencia para
adelgazar”, me dí cuenta de que mi prejuicio respecto a la falta de interés por
aprender sobre alimentación no era más que eso: un prejuicio. A la misma
velocidad a la que pude ser testigo de su inesperado éxito y su importante
presencia en internet pocos meses después, fui consciente de la fascinación
que en muchas personas suscita cualquier cuestión relacionada con la
nutrición. Para mi sorpresa, descubrí una gran cantidad de gente ávida por
aprender y aclarar las ideas y principios que aplican al decidir qué y cómo
comen.

Por otro lado, veo cómo cada vez más profesionales relacionados con la salud
son conscientes de que la dieta es una de las terapias más eficaces para dar
respuesta a una gran parte de los males y enfermedades de la sociedad
moderna. Pero siendo una de las herramientas con más potencial para la
medicina ambulatoria y del día a día, sigue sin dársele la relevancia que se
merece. La falta de reconocimiento de los profesionales de la nutrición en
nuestro país y la escasa formación sobre el tema que suelen recibir los
médicos son buena prueba de ello.

Además, el consenso científico que relacionan la nutrición y la salud está


sufriendo cambios importantes durante las últimas décadas. A pesar de que la
termodinámica, la física y las matemáticas que se enseñan hoy en día a los
niños fueron desarrolladas hace más de un siglo, los resultados de los estudios
epidemiológicos más importantes que nos dan información sobre cómo
conseguir una vida más longeva y saludable están publicándose en la
actualidad, a diario, en función de la realidad alimentaria que nos ofrece el
entorno y teniendo en cuenta investigaciones y descubrimientos muy
recientes.

Teniendo en cuenta todos estos factores, es evidente que se requiere de una


importante labor de difusión, seria y rigurosa, entre los profesionales
sanitarios y la población en general. Pero ¿cuántas horas dedicamos a
aprender sobre el tema? ¿Cuántas asignaturas específicas tienen nuestros hijos
en el colegio?
La epidemiología, una herramienta fundamental en investigación
nutricional

Si usted leyó “Lo que dice la ciencia para adelgazar” o si está familiarizado
con los conceptos básicos de la epidemiología, puede saltarse esta parte,
aunque le recomiendo dedicarle unos minutos para refrescar un poco la
memoria y comprender mejor los criterios que utilizaré a lo largo del libro.

La nutrición puede abordarse desde una perspectiva bioquímica, estudiando


las complejas y numerosísimas reacciones que se producen en nuestro sistema
homeostático. O también desde una perspectiva epidemiológica, observando
los resultados que diferentes alimentos producen en nuestro organismo. Este es
un libro basado en la segunda opción, los estudios epidemiológicos, un campo
apasionante y por el que cada día más gente muestra atracción. Las bases de
datos de bibliografía científica accesibles gracias a la red han transformado en
casi best-sellers algunos documentos antes exclusivamente limitados al ámbito
científico.

Como define la Wikipedia, “La epidemiología es una disciplina científica


que estudia la distribución, la frecuencia, los determinantes, las relaciones,
las predicciones y el control de los factores relacionados con la salud y con
las distintas enfermedades existentes en poblaciones humanas específicas”.
Por lo tanto, desde la ciencia de la nutrición, la epidemiología se utiliza para
investigar cómo pueden influir diferentes alimentos, comportamientos y
costumbres alimentarias en la salud de las personas, buscando posibles
relaciones con enfermedades e índices de mortalidad o supervivencia.

Aunque utiliza de forma sistemática la estadística y las matemáticas, la


epidemiologia no es una ciencia exacta que dé resultados irrebatibles. Su
objetivo es analizar si existe correlación entre diversas variables, pero las
correlaciones pueden ser de naturaleza compleja y no necesariamente implican
causalidad. Por ejemplo, es conocida la correlación entre el consumo de
chocolate per cápita y el número de Premios Nobel de un país. Sin embargo,
sería un error pensar que el hecho de comer chocolate pueda aumentar las
probabilidades de obtener tan preciado reconocimiento.
Para evaluar el nivel de fiabilidad de los estudios epidemiológicos y ser
conscientes de hasta qué punto nos dan información valiosa o no, es necesario
entender al menos someramente los diferentes tipos que suelen utilizarse. En
este libro los trataremos divididos en dos grupos: Los observacionales y los
de intervención. Los primeros son aquellos en los que los investigadores se
limitan a recopilar datos, tanto de variables como de resultados, y
posteriormente los analizan para comprobar si existe asociación entre ellos.
Los segundos van más allá e incluyen la modificación proactiva de una o
varias de estas variables, observando posteriormente los resultados que se
obtienen en los sujetos sometidos a observación.

Por lo tanto, en los primeros, los estudios observacionales, es poco riguroso


deducir directamente la causalidad. Aunque la metodología más actual durante
el análisis incluye ajustes en función de las llamadas “variables de confusión”
(que son aquellas que pueden influir en la correlación de otras dos), es
complicado asegurar que se consiguen aislar sus efectos totalmente. Por
ejemplo, se sabe que el estrés y el ejercicio físico influyen poderosamente en
la salud, pero en muchos estudios no se realizan ajustes respecto al primero, el
estrés. Por lo tanto, si por ejemplo en un estudio se concluye que el café y las
enfermedades cardiovasculares están relacionadas (que no es el caso, es solo
un ejemplo), podría ocurrir que lo que realmente estuviera aumentando la
prevalencia de dichas enfermedades fuera el estrés, un mal habitual entre las
personas que también toman café con más frecuencia.

Para llegar a conclusiones de cierta trascendencia en este tipo de estudios son


necesarias muestras de gran tamaño (miles de personas), observación durante
largo periodos de tiempo (años), ajuste por numerosas variables de confusión
y la obtención de resultados similares en otros estudios parecidos. Se utilizan
preferentemente para estudiar el efecto de variables a largo plazo.

Por su parte, los estudios de intervención permiten sacar conclusiones de


causalidad con mayor fiabilidad. Si se modifica una variable de forma
intencionada (por ejemplo, empezar a comer un nuevo alimento) pero el resto
se dejan inalteradas, es más probable que las consecuencias posteriores se
deban a dicha modificación. Un estudio de este tipo correctamente diseñado
debería de cumplir una serie de condiciones para poder ser considerado
riguroso. En primer lugar debe ser aleatorio, es decir, la intervención se
realizará entre un grupo de sujetos representativo de lo que queremos estudiar,
pero elegidos dentro de ese grupo al azar, sin ningún tipo de criterio concreto,
para evitar que sus predisposiciones previas puedan afectar al resultado. Del
mismo grupo debe seleccionarse un número igual de sujetos que harán de
control o contraste, en los que no se realizará ninguna intervención (o, mejor
aún, se realizará una intervención “falsa”) y con los que se comparará el
anterior. Y en tercer lugar, el ensayo se llevará a cabo en “doble ciego”, es
decir, los sujetos no sabrán a cuál de los dos grupos pertenecen (intervención
real o falsa), pero tampoco los investigadores cuando lleven a cabo las
medidas pertinentes.

No siempre se cumplen todas las condiciones, pero cuantas más se cumplan,


más poderoso se considera el estudio. Además, cuanto más largo sea el
periodo de estudio y más sujetos se sometan a observación, también más
fiables serán los resultados.

Otro concepto que es importante entender al utilizar este tipo de estudios es el


“riesgo relativo”, que es precisamente el tipo de riesgo que se suele calcular y
que es bastante menor de lo que se suele pensar. La forma más sencilla de
comprenderlo es mediante un ejemplo, así que supongamos las siguientes
características para un trabajo de este tipo:

- Se hace seguimiento a dos grupos de 1000 personas.


- Ambos grupos tienen los mismos comportamientos alimentarios,
excepto en una variable (por ejemplo, en uno de ellos comen más
carne).
- Se observa que tras un periodo de tiempo, en uno mueren 100
personas y en otro 150.
- Si hacemos el análisis considerando toda la muestra (la cantidad
de personas totales), en el primer grupo han fallecido un 10% (100
personas de cada 1000). Y en el otro, un 15% (150 personas de cada
1000). Por lo tanto, la diferencia del riesgo total o riesgo absoluto
entre ambos grupos es de un 5% (10% vs 15%)
- Por otro lado, si únicamente comparamos las dos cantidades de
fallecidos (100 vs 150), vemos que la segunda es un 50% mayor que
la primera, por lo que se dice que en el segundo grupo hay un riesgo
relativo aproximadamente un 50% mayor que en el primero.

Como puede observar, es importante conocer ambas dimensiones, la del riesgo


total y la del relativo, para evaluar la importancia de un resultado. Sin
embargo, únicamente se suele difundir el riesgo relativo, transmitiendo a
menudo el concepto real de lo que significa “riesgo” bastante
sobredimensionado y que puede ser engañoso, porque no nos habla del riesgo
total. No nos dice que entre el 85-90% de las personas de ambos grupos no
tienen ningún tipo de riesgo.

Hay un tercer tipo de herramienta a la que recurriré a menudo y que es


precisamente la que más solidez tiene. Se trata de la revisión sistemática o
meta-análisis, trabajos que realmente pueden considerarse “estudios de los
estudios”. En este caso, investigadores independientes seleccionan los
mejores estudios (observacionales o de intervención) en base a criterios
definidos (tamaño de la muestra, periodo de tiempo, diseño del estudio,
heterogeneidad de resultados, posibilidad de sesgo…) y analizan de forma
estructurada los resultados, incluso de forma cuantitativa. Aunque pueden ser
realizados por cualquier experto, la iniciativa Cochrane, creada a nivel
mundial para obtener directrices de aplicación clínica de la investigación
científica, es la más prestigiosa y reconocida haciendo revisiones de este tipo.

Basándose en todos estos tipos de estudios, la evidencia científica puede


clasificarse por niveles, en función de su solidez y capacidad para deducir
causalidad. Aunque ya existen escalas bien definidas y consensuadas y son
utilizadas a menudo por los expertos, para nuestro caso podría serle útil una
más sencilla y fácil de recordar:

1. Revisiones sistemáticas de estudios de intervención


2. Estudios de intervención
3. Revisiones sistemáticas de estudios observacionales
4. Estudios observacionales

Evidentemente, este orden de prioridad es orientativo y puede tener


excepciones, ya que en cada caso hay que valorar la cantidad y calidad de
evidencias disponibles en cada nivel. Una rigurosa revisión sistemática de
gran cantidad de estudios observacionales puede tener más peso que un único
estudio de intervención de baja calidad.

Por lo tanto, aunque para responder a las más de cincuenta cuestiones sobre
nutrición que encontrará en el libro me he basado en los resultados de estudios
epidemiológicos, las respuestas no deben ser consideradas como “una verdad
absoluta”, ya que éstas no existen en este área de la ciencia, tanto por su
propia filosofía como por su continua actualización.

Debido a la impresionante cuantía de estudios que se publica a diario, para


poder valorar su vigencia he incluido la fecha de publicación en los citados en
el libro. Todos ellos son fácilmente localizables en internet, gran cantidad de
ellos completos, y en cualquier caso los resúmenes en bases de datos como
Pubmed. Si desea profundizar en cualquiera, puede buscarlo en tan solo unos
segundos mediante el título, utilizando cualquier buscador.

De cualquier forma, tenga el rigor que tenga el estudio o revisión, piense que
el aislamiento total y absoluto de una variable es imposible y que a menudo
una intervención concreta puede ser “compensada” (en sentido negativo o
positivo) por otro cambio de comportamiento asociado que impida conocer
realmente el efecto concreto del factor que se estudia. Por ejemplo, podría
ocurrir que una parte importante de un grupo de personas en el que se ha
aumentado la ingesta de vegetales decida también aumentar la cantidad de
carne procesada que come, porque se sienten “protegidas” contra sus posibles
efectos negativos al comer más frutas y hortalizas. O que aumenten
simultaneamente la cantidad de aceite de oliva, debido a la frecuente
preparación de ensaladas que suele suponer el comer más vegetales, y que sea
éste un factor añadido que modifique sustancialmente el resultado.

Por eso, al contrario que en los estudios, en la actividad clínica real para
conseguir cambios realmente importantes hay que hacer intervenciones
globales, modificando a menudo una buena cantidad de comportamientos. Los
estudios nos sirven para obtener información más o menos rigurosa de cada
uno de ellos, pero normalmente hay que actuar sobre un conjunto amplio de
variables de forma simultanea (no siempre exclusivamente alimentarias, sino
también psicológicas y sociales), sin dejar flecos sueltos.

El consenso científico actual

Evidentemente, todo lo que les estoy contando no es nuevo, ni mucho menos.


Los expertos en nutrición de todo el mundo utilizan estos criterios para llegar
a decisiones y consensos de aplicación clínica a partir de la evidencia
científica. En España, el documento de referencia se considera el denominado
“Consenso FESNAD-SEEDO”, elaborado por las sociedades integradas en la
Federación Española de Sociedades de Nutrición, Alimentación y Dietética
(FESNAD) y la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO)
y publicado en 2011. Es un material imprescindible para cualquier profesional
y también disponible libremente en la red.

A nivel Europeo, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria - EFSA ofrece


en internet una gran cantidad de contenidos desarrollados por sus numerosos
comités de expertos internacionales, con un enfoque similar al anterior, y que
incluyen revisiones sistemáticas, que son actualizadas con bastante frecuencia.
Para los interesados y profesionales es una buena costumbre hacer una visita
periódica a su web o suscribirse a sus boletines de noticias.

Además, en cada país pueden encontrarse directrices nutricionales de otras


grandes organizaciones, muy representativas en el mundo científico. La
universalmente conocida Organización Mundial de la Salud – OMS (WHO en
inglés) es probablemente la más relevante. Y en Estados Unidos, La
Asociación Americana de Dietistas (ADA) y la Asociación Americana del
Corazón (American Heart Asociation-AHA) siempre son fuentes de
información muy visitadas. Aunque, como comprobará según avance en al
lectura del libro, en algunos casos no coincido totalmente con sus consejos y
advertencias.

Uno de los aspectos que más me ha sorprendido al profundizar en la evidencia


científica sobre la que se soportan las recomendaciones para la alimentación
humana de estas entidades, es que hay notables diferencias en matices y
detalles, en función de cuál sea la fuente elegida. Aunque las discrepancias no
son radicales, algunas directrices consideradas generalmente sólidas, otros no
las ven tan claras. Y cuando uno se propone buscar los estudios de origen que
aporten las pruebas, las referencias brillan por su ausencia o son muy escasas.
No ocurre a menudo ni de forma generalizada, pero si en algunos casos
significativos, como podrá comprobar.

Debo dejar claro que, a pesar del título del libro, no pretendo hacer un
resumen ni una recopilación del consenso científico oficial. Este es un libro de
divulgación y opinión (intentaré separar claramente ambos conceptos), pero
escrito desde un enfoque personal, que no siempre coincide con dicho
consenso. Y aunque utilice los estudios epidemiológicos más rigurosos como
hilo conductor, debe ser consciente de que la busqueda y selección de los
mismos tal vez sea parcial debido al sesgo y a ideas anteriores que haya
podido tener (el llamado “cherry picking”). Aunque he procurado ser lo más
objetivo posible (no tengo ningún interés particular por ninguna corriente o
“escuela” concreta), la influencia de los conocimientos previos es inevitable.
Quien le diga lo contrario, le estará engañando.

Le recomiendo que se alimente de diversas fuentes, que no divida el mundo en


buenos y malos, que mantenga su espíritu crítico (pero constructivo) y que
tenga en cuenta toda la información, considerando su rigor, sobre todo en
función de las pruebas concretas y de la fiabilidad que le aporte cada una de
ellas. Y siempre respetando el trabajo previo que hayan hecho los expertos y
científicos, sea cual sea el resultado.

Un libro para “locos” y profesionales de la nutrición y la salud

He preparado este el libro teniendo en mente a diferentes grupos de lectores.


En primer lugar, he pensado en quienes leyeron mi anterior obra “Lo que dice
la ciencia para adelgazar” y se quedaron con ganas de más información y de
conocer detalladamente los “porqués” que había detrás de cada idea. Por eso
éste es mucho más técnico y se detiene a analizar cada una de las referencias.
También he considerado a quienes viven la alimentación como una pasión y
disfrutan conociendo y compartiendo las últimas investigaciones. Y, de forma
muy especial, en aquellos que son sistemáticos e insistentes a la hora de
construir sus ideas y opiniones, queriendo llegar hasta el último dato, también
en todo lo relacionado con la dieta.
Es decir, que si usted es una persona curiosa, interesada por la ciencia, le
encanta descubrir cosas nuevas, metódica a la hora de informarse, crítica,
escéptica, rigurosa, a quien le gusta contrastar diferentes opiniones y, además,
le atraen especialmente la nutrición y los alimentos como herramienta para
mantenerse en forma y tener buena salud, todo ello sin obsesionarse, con la
mente abierta y espíritu constructivo, este es su libro.

También si su trabajo tiene alguna relación con la nutrición o le exige dar


recomendaciones dietéticas (médico, nutricionista, preparador físico, etc.) la
información que encontrará le permitirá hacerlo con más conocimiento de
causa. Aunque le confieso que, en lugar de descubrir las respuestas que busca,
tal vez se encuentre con más preguntas de las que tenía. ¡Pero es que la
realidad científica es esa!

Si lo que usted busca es aprender a definir y organizar su alimentación diaria


para mantener el peso y una buena salud, es mejor que se incline por mi
anterior libro, “Lo que dice la ciencia para adelgazar”, ya que está más
orientado a ese objetivo. Incluye explicaciones más sencillas, menos
profundas y más prácticas, dirigidas a la aplicación de una alimentación
saludable por parte de cualquier persona, tenga la formación previa que tenga.

Cada apartado del libro está encabezado por una pregunta, que pretende ser
fiel reflejo de las dudas más habituales y que con mayor frecuencia me
plantean, organizadas en cinco grandes temas: dietas, alimentos, energía-
metabolismo, suplementos-tratamientos y cuerpo-ejercicio. Confío en que esta
distribución le facilite la lectura y convierta el viaje a través de cientos y
cientos de estudios epidemiólogicos en algo ameno y entretenido.

Espero sinceramente que lo disfrute tanto como yo lo he hecho al escribirlo.


DIETAS

Dieta. (Del lat. diaeta, régimen de vida).


1. f. Régimen que se manda observar a los enfermos o convalecientes en el comer y beber, y, por
ext., esta comida y bebida.
2. f. Coloq. Privación completa de comer.
3. f. Biol. Conjunto de sustancias que regularmente se ingieren como alimento.
(Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española)
¿Cómo han cambiado las recomendaciones dietéticas oficiales?

He pensado que una buena forma de empezar es conociendo cuáles son las
recomendaciones dietéticas oficiales, con las que los diferentes organismos
sanitarios pretenden prevenir las enfermedades crónicas y promover una buena
salud entre sus ciudadanos. Después de todo, son la parte más visible de la
nutrición, la información que se dirige a mayor número de gente y el punto de
conexión entre esta ciencia y la población en general. Así que podemos
considerarlo como un buen punto de partida desde el que comenzar este
apasionante recorrido.

Aunque en un primer momento había planificado hablar de las directrices


españolas, lo cierto es que hay pocas diferencias entre las recomendaciones
de diferentes países; y como me apetecía añadir algo de historia, finalmente
me he decidido por las que podrían considerarse como la madre de todas las
recomendaciones dietéticas, las norteamericanas “Dietary Guidelines for
Americans”.

Lo que hace especialmente interesantes a estas recomendaciones es que se


publicaron por primera vez en 1977 años y desde entonces han visto la luz
nuevas revisiones aproximadamente cada cinco años, para adaptarlas, al
menos en la teoría, a la evidencia científica más solida y reciente que iba
apareciendo.

Evidentemente, debido a la notoriedad que tiene todo lo que se hace desde la


superpotencia norteamericana, han sido replicadas, imitadas o directamente
copiadas por todo el mundo, especialmente en entornos en los que se
identificaban los mismos problemas nutricionales y de sobrepeso. Por ello se
puede afirmar sin ninguna duda que han tenido y siguen teniendo una enorme
trascendencia y repercusión a nivel mundial.

Y cuando uno las recopila y se analiza su evolución a lo largo de los años, lo


cierto es que se encuentra una evolución muy interesante y que da que pensar.

Vayamos al principio, a 1977, cuando en España se estaba derogando la


censura o legalizando el partido comunista.

En EEUU el Comitte on Nutrition and Human Needs, creado por el senado de


EEUU, aprobó las primeras recomendaciones, que se redactaron y
difundieron dando directrices desde dos puntos de vista diferentes:

Desde el punto de vista de los nutrientes

1. Aumentar el consumo de carbohidratos complejos y azúcares desde


alimentos naturales.

2. Reducir el consumo de azúcares refinados y procesados, grasas totales,


grasas saturadas, colesterol y sodio (sal).

Desde el punto de vista de los alimentos

1. Aumentar el consumo de frutas, vegetales y cereales integrales.

2. Reducir el consumo de azúcares refinados y procesados y de alimentos con


mucho azúcar.

3. Reducir el consumo de alimentos con muchas grasas y grasas animales y


sustituir parcialmente las grasas saturadas por grasas poliinsaturadas.

4. Reducir los huevos, mantequilla y otros alimentos con mucho colesterol.

5. Reducir la sal y los alimentos con mucha sal.

6. Elegir preferiblemente lácteos bajos en grasas o sin grasas (excepto entre


niños)

Estoy seguro que, a pesar de que fueron redactadas hace años, le son muy
familiares, porque incluyen muchas ideas que han perdurado en el tiempo.
Pero es mejor que no me adelante; le ruego que las repase varias veces antes
de seguir leyendo y conocer cómo fueron evolucionando.
Poco después, en 1980, se produjo la primera revisión, dando comienzo una
serie que ya se ha convertido en un clásico. En concreto, las revisiones de
1980, 1985 y 1990, fueron difundidas entre la población con coloridos
folletos, con un diseño pop muy acorde con la época, y presentaron muy pocas
diferencias entre ellas, con siete recomendaciones casi invariables que
podrían resumirse de la siguiente forma:

1. Seguir una dieta variada. Se justifica por el objetivo de asegurar los


aproximadamente 40 nutrientes importantes que necesita el organismo.

2. Mantener el peso. Con un mensaje centrado en comer alimentos menos


calóricos, reducir las porciones y “quemar” más.

3. Minimizar las grasas totales, las grasas saturadas y el colesterol. En las


versiones de 1980 y 1985 se demoniza especialmente el colesterol y en 1990
también se cargan las tintas sobre las grasas saturadas.

4. Comer alimentos con adecuada fibra y almidón. Se insta a priorizar los


carbohidratos (sobre todo complejos) sobre las grasas, con el argumento de
que tienen menos calorías. En 1990 esta recomendación cambia a "Seguir una
dieta con abundantes vegetales, frutas y productos de cereales" y se justifica
con los argumentos de aportar menos grasas y más fibra. De vez en cuando
aparecen referenciados los cereales integrales, aunque de forma un poco
confusa y dispersa, cuando se habla de la fibra.

5. Evitar el exceso de azúcar. En las ediciones de 1980 y 1985 se hace sobre


todo hincapié en el riesgo de caries. En 1990 se da más relevancia al exceso
de calorías por este alimento. En todas se niega con especial énfasis que el
exceso de azúcar provoque diabetes.

6. Evitar el exceso de sal. Basándose sobre todo en que se come más de la que
se necesita.

7. Si se toman bebidas alcohólicas, hacerlo con moderación.

¿Las ve muy parecidas a las pioneras de 1977? Permítame ayudarle a resaltar


las principales diferencias:

- Se introduce la variedad de la dieta como algo positivo.


- Se hace hincapié en el mantenimiento del peso mediante el control calórico.
- Se incluye el control del alcohol.
- Se les quita protagonismo a los lácteos desnatados.

Como ya he comentado, durante esta trilogía de la década de los 80 la cosa se


mantuvo bastante invariable. La única directriz que sufrió algún cambio
significativo fue la cuarta, en la que se pasó de recomendar cantidades
adecuadas de fibra y almidón en 1980 y 1985, a sugerir abundancia de
vegetales, frutas y cereales en 1990. Probablemente el objetivo era hacerla
más comprensible entre el colectivo al que iba dirigida, la gente normal,
utilizando un lenguaje basado en grupos de alimentos familiares en lugar de
componentes de los mismos.

Sigamos adentrándonos en la década de los 90, en cuya mitad se publicó la


siguiente revisión, la de 1995.

La verdad es que esta versión también podría considerarse como una


continuación de las tres anteriores. Sin embargo, la he separado del grupo
porque creo que en ella se introdujo un cambio importante.

Aunque sin modificaciones de fondo y con también siete recomendaciones, el


contenido fue redactado desde cero y renovado en su totalidad. Lo que más
llama la atención de estos nuevos textos es su forma de posicionar como
protagonistas a los cereales refinados y sus derivados, en primera línea en
todas las referencias. No, no es imaginación mía, el folleto de 1995, en los
apartados correspondientes (sobre todo en la recomendación número 4) estaba
repleto de comentarios favorables, y siempre que se mencionaba a los
cereales refinados junto con los vegetales y frutas, aparecían mencionados por
delante de éstos. Para rematar la faena, solo se mencionaban los cereales
integrales de forma muy anecdótica, al hablar de la fibra.

Para formalizar a lo grande este evidente favoritismo, se incluyó entre sus


páginas la famosa Food Pyramid, que lucía en su base los mencionados
cereales y sus derivados, dejando claro que se consideraba el grupo de
alimentos primordial, con una recomendación de nada más y nada menos que
de 6 a 11 raciones diarias.

Sin ninguna duda, esta revisión de 1995 fue, en mi opinión, la coronación de


los carbohidratos de rápida absorción como los reyes de la alimentación
occidental.

La Food Pyramid

Cambiamos de siglo y milenio y llegamos al año 2000, que vino acompañado


de su versión de las guidelines correspondiente. Parece que se pretendió dar
un lavado de cara más profundo a la iniciativa, al menos externamente. Y
respecto a sus contenidos, estas fueron las recomendaciones principales, que
en este caso se decidió que fueran diez:

1. Mantener un peso saludable.

2. Ser físicamente activo.

3. Elegir los alimentos basándose en la pirámide.


4. Cereales variados a diario, preferiblemente integrales.

5. Frutas y vegetales variados a diario.

6. Comida sanitaria e higiénicamente segura.

7. Una dieta baja en grasas saturadas y colesterol y moderada en grasas


totales.

8. Bebidas y comida con pocos azúcares.

9. Menos sal.

10 Si se bebe alcohol, hacerlo con moderación

En efecto, aunque se modificara su número, hubo menos cambios de los que


podrían parecer en una primera impresión. De hecho, se le dio más
protagonismo todavía a la Food Pyramid creada en la revisión anterior de
1995, incluyéndola de nuevo en la guía y convirtiéndola en la referencia
fundamental mediante una recomendación específica (la tercera). En concreto,
estas podrían considerarse las novedades respecto a la revisión publicada
cinco años antes:

- Se elimina la variedad como recomendación para la globalidad de alimentos


- Nuevas recomendaciones sobre temas higiénico-sanitarios.
- Aunque se siguen considerando los cereales como la base de la dieta, se da
preferencia a los integrales.
- Se modera el mensaje sobre la restricción de grasas totales.

Y seguimos nuestro periplo histórico. Respetando rigurosamente la cadencia,


en 2005 se publicó una nueva edición, otra vez redactada desde cero y con una
nueva imagen. Su sencilla portada no reflejaba lo que ofrecía en su interior;
esta versión fue larga, con más de 80 páginas de contenido en el folleto de
difusión. Era menos evidente la lista básica de recomendaciones agrupadas,
había que leerse todo el documento con sus numerosos apartados y gran
cantidad de información para ir identificándolas.
Para que entiendan a lo que me refiero, creo que es suficiente con que lean las
recomendaciones principales, que he intentado extraer del voluminoso y denso
original:

1. Consumir alimentos y bebidas densos en nutrientes y limitando las grasas


saturadas, grasas trans, colesterol, azúcares añadidos sal y alcohol.

2. Seguir un patrón dietético equilibrado y que cubra las necesidades


energéticas.

3. Mantener un equilibro entre calorías ingeridas y consumidas.

4. Realizar pequeñas reducciones de calorías en alimentos y bebidas y


aumentar la actividad física.

5. Actividad física regular y reducir actividades sedentarias.

6. Consumir 4-5 raciones diarias de frutas y vegetales.

7. Tomar vegetales y frutas variadas, eligiéndolos de los diferentes grupos


(verde oscuro, color naranja, legumbres, feculentos y otros).

8. Tres o más raciones diarias de cereales integrales, con un total de unas seis
raciones diarias de cereales.

9. Tres raciones diarias de lácteos desnatados.

10. Reducir las grasas trans al máximo, las grasas saturadas a menos del 10%
del total de calorías y el colesterol menos de 300 mg diarios.

11. Mantener las grasas entre el 20 y el 35% de las calorías totales,


preferentemente poliinsaturadas y monooinsaturadas.

12. Al seleccionar y preparar carnes, aves, legumbres y lácteos, inclinarse por


partes magras, bajos en grasas o desnatados.
13. Limitar la ingesta de grasas saturadas y grasas trans.

14. Elegir frutas, vegetales y cereales integrales ricos en fibra.

15. Elegir y preparar alimentos y bebidas con pocos azúcares añadidos.

16. Tener una buena higiene bucal y comer con menor frecuencia alimentos con
azúcares y almidones.

17. Consumir menos de 2300 mg de sodio diarios.

18. Comer alimentos con poca sal y aumentar la ingesta de alimentos con
potasio, como frutas y vegetales.

19. No consumir más de dos copas (hombres) o una copa (mujeres) de alcohol
diarias.

20. Seguir recomendaciones higiénico-sanitarias con los alimentos.

¿Qué, cómo se le ha quedado el cuerpo? ¿Sería usted capaz de recordar esta


veintena de consejos y aplicarlos fácilmente en su día a día? Desde luego, no
podemos acusar a los expertos que trabajaron en esta versión de no haber
metido horas. Y texto, mucho texto. Que no sé si algún ciudadano
norteamericano se leyó en su totalidad

Volviendo a las comparaciones, yo identificaría las siguientes diferencias


respecto a la edición anterior del año 2000:

- Desaparece la Food Pyramid como referencia.


- Se mantiene la prioridad de los cereales integrales y se reduce la cantidad de
cereales totales.
- Se concretan las raciones de lácteos (tres) y se insiste en que sean
desnatados.
- Se define un rango recomendable de grasas totales, en lugar de su reducción
global.
Y llegamos al final de nuestro viaje, terminamos nuestro recorrido histórico
con las últimas recomendaciones, las publicadas en 2010, las que están en
vigor en el momento de escribir estas líneas. Son bastante populares porque
Michelle Obama se ha implicado de forma especial en darlas a conocer.

Si nos adentramos en los contenidos, podemos ver que las recomendaciones


principales incluidas en su resumen ejecutivo son también bastante numerosas:

1. Controlar las calorías y aumentar la actividad física.

2. Aumentar el consumo de vegetales y frutas, especialmente los de hoja


verde, color rojo y naranja y legumbres.

3. Consumir al menos la mitad de los cereales integrales. Sustituir refinados


por integrales

4. Aumentar el consumo de lácteos bajos en grasas o desnatados.

5. Variedad de alimentos proteicos, pescados, carnes magras, aves, huevos,


legumbres, frutos secos y productos de soja

6. Aumentar la cantidad y variedad de pescado, y usarlo a veces como


sustituto de carnes y aves.

7. Sustituir alimentos proteicos con muchas grasas sólidas por otros con pocas
o con menos calorías.

8. Procurar sustituir las grasas por aceites vegetales.

9. Tomar alimentos con más potasio, vitamina D, calcio y fibra, es decir, más
vegetales, frutas, cereales integrales y lácteos.

10. Reducir el sodio a menos de 2300 mg

11. Menos del 10% de calorías de grasa saturadas, reemplazándolas por


poliinsaturadas o monoinsaturadas.

12. Menos de 300 mg diarios de colesterol.

13. Reducir al máximo las grasas trans .

14. Reducir las calorías provenientes de grasas sólidas y azúcares añadidos.

15. Limitar el consumo de alimentos con cereales refinados, especialmente los


que contengan grasas sólidas, sal y azúcares añadidos.

16. No consumir más de dos copas (hombres) o una copa (mujeres) de alcohol
diarias

Aunque algo más ordenadas y claras que las de la edición anterior, de nuevo la
cantidad es importante. Quizás por eso también se creó en junio de 2011 una
nueva herramienta de difusión más simplificada, el llamado MyPlate (Mi
plato):
Con MyPlate se establecen cuatro mensajes principales (que contendrían en
sus explicaciones de detalle todas las recomendaciones indicadas en la lista
superior):

1. La mitad del plato que sean vegetales y frutas.

2. La mitad de los cereales que sean integrales.

3. Fuentes de proteínas variadas.

4. Lácteos desnatados.

Y las diferencias fundamentales con la versión anterior de 2005 serían estas:

- Limitación por primera vez y de forma clara de los cereales refinados.


- Se da alguna directriz más concreta sobre alimentos que son fuentes de
proteínas, haciendo hincapié en legumbres y pescado.
- No se limita de forma tan categórica la cantidad total de grasas. Las críticas
se centran en las grasas sólidas y se recomienda priorizar los aceites
vegetales.

Bien, este ha sido nuestro breve recorrido por la historia de las “Dietary
Guidelines for Americans”, las recomendaciones dietéticas por excelencia. A
modo de epílogo, este podría ser un resumen de los cambios (y no cambios)
que han ido ocurriendo a lo largo de los 35 años:

Lo que ha cambiado

- Aparece primero y desaparece después la variedad como recomendación


para la globalidad de alimentos.

- Los cereales refinados pasan de ser el alimento principal, a un alimento a


minimizar.

- Se reduce la cantidad total de cereales recomendada y los cereales integrales


van tomado relevancia en sucesivas revisiones.

- Se moderan las restricciones sobre las grasas totales y se recomiendan de


forma específica las consideradas más saludables.

- Pierden relevancia las referencias a la cantidad o porcentaje de


macronutrientres. Los carbohidratos dejan de describirse continuamente como
el combustible principal y los límites a las grasas totales pierden relevancia.

- Se reduce primero y aumenta después la visibilidad de los lácteos,


especialmente los desnatados.

- Se destaca el valor de algunas fuentes de proteínas como las legumbres y el


pescado.

- Se concretan los vegetales y frutas más recomendables.

- Se hace hincapié en restringir alimentos que solo aportan "calorías vacías".


Y lo que se ha mantenido prácticamente invariable

- Control de calorías y aumento de la actividad física.

- Cantidad y variedad de frutas y vegetales.

- Minimización de las grasas saturadas, grasas trans, sal y colesterol

- Asegurar la ingesta de fibra.

- Alcohol con moderación.

Los resultados

Pero si lo dejáramos aquí, el análisis quedaría incompleto, ¿no cree? Ha


pasado suficiente tiempo desde aquellas primeras recomendaciones dietéticas
de 1977 como para poder hacer balance observando los datos. Así que vamos
a ello.

Por ejemplo, esta es la evolución de la prevalencia de la obesidad en adultos


en EEUU (segmentada en personas con sobrepeso, obesas o extremadamente
obesas), según las estadísticas oficiales del Centre for Disease Control and
Prevention (CDC), hasta 2010 (datos publicados en 2012).
Y esta es la evolución de los nuevos casos de diabetes diagnosticados, de
acuerdo a los datos oficiales de la misma fuente, el CDC:

Que, segmentado por edades, quedaría así:


Sin entrar ahora a debatir sobre el porqué de esta evolución, es evidente que
solo queda seguir trabajando y mejorando las políticas al respecto. Está más
que claro.
¿Qué es una alimentación saludable?

Si quiere curarse en salud dando consejos genéricos de nutrición, lo tiene


fácil. Diga "lo que hay que hacer es seguir una dieta saludable" y ya está.
Nadie le podrá rebatir eso.

Pero ¿qué es una dieta saludable? ¿Hay una definición científica y precisa? En
mi opinión, una alimentación saludable debería ser aquella que nos ayude a
minimizar los riesgos de sufrir enfermedades y otras dolencias, en equilibrio
con una aportación de calidad de vida y bienestar. Por lo tanto, debería
basarse en las investigaciones médicas y epidemiológicas más rigurosas y
contrastadas disponibles. ¿Es eso lo que dice el consenso científico?

En nuestro país, en 2013, el Grupo de Revisión, Estudio y Posicionamiento de


la Asociación Española de Dietistas-Nutricionistas (GREP-AEDN) - lo que
podría considerarse el consenso científico español sobre nutrición - publicó
el ultimo documento en el que se presenta su definición de una alimentación
saludable. Una interesante iniciativa que tiene como objetivo, según el propio
documento, "mejorar o promocionar la salud pública mediante una
propuesta que refleje las evidencias científicas disponibles sobre la relación
entre alimentación y salud".

Según este grupo de expertos, estas son las premisas que debería cumplir una
dieta para ser considerada saludable:

1. Satisfactoria: agradable y sensorialmente placentera.


2. Suficiente: que cubra las necesidades de energía, en función de
las necesidades de las diferentes etapas o circunstancias de la vida.
3. Completa: que contenga todos los nutrientes que necesita el
organismo y en cantidades adecuadas.
4. Equilibrada: con una mayor presencia de una amplia variedad de
alimentos frescos y de origen principalmente vegetal, y con una
escasa o nula presencia tanto de bebidas alcohólicas como de
alimentos con baja calidad nutricional.
5. Armónica: con un equilibrio proporcional de los macronutrientes
que la integran.
6. Segura: sin dosis de contaminantes biológicos o químicos que
superen los límites de seguridad establecidos por las autoridades
competentes, o exenta de tóxicos o contaminantes físicos, químicos o
biológicos que puedan resultar nocivos para individuos sensibles.
7. Adaptada: que se adapte a las características individuales
(situación fisiológica y/o fisiopatológica), sociales, culturales y del
entorno del individuo.
8. Sostenible: que su contribución al cambio climático sea la menor
posible y que priorice los productos autóctonos.
9. Asequible: que permita la interacción social y la convivencia y
que sea económicamente viable para el individuo

Como entiendo que estas definiciones están dirigidas a la población en


general, yo, como miembro de la misma, me voy a permitir transmitir mi
opinión personal a sus autores.

Como punto de partida, coincido con gran parte de las propuestas, pero hay
algunas que me parecen que van más allá de la definición de "saludable". No
digo que esté a favor o en contra, pero creo que en este tipo de definiciones
hay que ser riguroso y no mezclar churras con merinas. Si hablamos de
saludable, hablemos de saludable; y si queremos hablar de recomendable, de
deseable o de exigible, mejor que lo llamemos así, recomendable, deseable y
exigible.

Por ejemplo, creo que la dieta sea sostenible es un objetivo muy loable, pero
que no me parece que tenga relación directa con la salud. Es más, el debate de
la sostenibilidad de los alimentos es muy complejo, en el que se mezclan
aspectos enfrentados y muy polémicos. Y algo similar podría decir sobre que
el hecho de que sea asequible. Entiendo que si no lo es, se estará dificultando
su acceso universal (al que todos deberíamos tener derecho), pero yo diría que
esa es una variable política o económica, no de salud.

En la cuarta definición se habla de evitar los alimentos con baja calidad


nutricional. ¿A cuáles se refieren? ¿A los que tienen poca variedad de
nutrientes? ¿Cuándo se considera que un alimento tiene baja calidad
nutricional?

Por otro lado, la quinta cualidad, "armónica", es la que me genera mayor


confusión. ¿Qué significa un "equilibrio proporcional de los
macronutrientes"? ¿De qué proporcionalidad hablamos? Me parece que, o se
explica mejor, o esta armonía no hay quien la entienda. Que, todo sea dicho, es
un término que suena bastante poco científico.

Desde otra perspectiva, la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y


Nutrición - AESAN, mediante su estrategia NAOS difunde conceptos para una
alimentación saludable. En el apartado específico de su web, en 2012 incluía
su propio listado de características que la definen:

1. Suficiente para cubrir las exigencias y mantener el equilibrio del


organismo
2. Completa y variada en su composición con inclusión diaria de
todos los nutrientes y en ciertas cantidades y proporciones, según la
edad y circunstancias de vida.
3. Adecuada a las diferentes finalidades en el organismo según el
caso: conservar la salud, cooperar en curar las enfermedades,
asegurar el crecimiento y desarrollo de los niños.
4. Adaptada a las necesidades y gasto energético de cada
individuo.

En este caso se centra en aspectos más relacionados con la salud, pero lo hace
de una forma tan genérica y teórica que tengo mis dudas de su utilidad
práctica. No tengo pegas en lo de variada, pero me cuesta creer que una
persona normal sepa interpretar el resto para su caso particular.

Me voy a permitir hacer una pregunta a aquellos que han redactado todas estas
definiciones: Estoy convencido de su buena intención, pero ¿han contrastado
con algunas personas normales (no expertas) si son entendidas para su caso
particular? ¿Se las han dado a una muestra representativa de la ciudadanía y
han preguntado sobre su interpretación y aplicación? Porque si no es así,
quizás se esté trabajando en balde. Y tal vez en lugar de ayudar a resolver la
ignorancia nutricional se esté colaborando a aumentar la confusión.
Bien, hasta aquí lo que hay en nuestro país. Veamos ahora lo que se ha
desarrollado en EEUU para valorar lo saludable que es un tipo de dieta.

Como hemos visto en el apartado anterior, el departamento de agricultura


norteamericano (USDA) y el de salud (HHS) revisan sus recomendaciones
nutricionales cada 5 años, que son consideradas como las oficiales en EEUU.
Unas recomendaciones que han sido criticadas por parte de muchos expertos y
que a menudo están bajo sospecha por venir de una entidad (USDA) cuya
principal objetivo es defender y representar a los agricultores
norteamericanos. Supongo que tratando de minimizar estas críticas, hace un
tiempo se creó A Center for Nutrition Policy and Promotion - CNPP, que
tiene la misión de "mejorar la nutrición y bienestar de los americanos".

Una de las iniciativas del CNPP es el desarrollo y actualización del llamado


Healthy Eating Index (HEI) o Índice de Alimentación Saludable, un indicador
diseñado para poder hacer una medición cuantitativa de lo saludable que se
supone que es un tipo de alimentación o dieta. Este índice se revisa después de
cada actualización de las recomendaciones nutricionales (definidas en 1995,
2005 y 2010), por lo que ya está por su tercera revisión (1995, 2006 y 2012
respectivamente).

Concretamente, el HEI se basa en evaluar la cantidad que se ingiere de algunas


familias de alimentos, asignando diferentes puntuaciones a diversos rangos. Si
los alimentos se consideran saludables, a mayor cantidad, más puntos. Y si no,
pues al contrario, más puntos con menos cantidad. De esa forma, cuanto más
alta sea la puntuación final, más saludable se considerará la alimentación.

Como todo método para simplificar variables complejas, tiene importantes


limitaciones, pero también algo bastante interesante: permite resumir en un
solo resultado numérico "lo saludable" de unos hábitos alimentarios.

La primera descripción que se hizo del HEI, allá por 1995 (“The Healthy
Eating Index”), incluía las siguientes diez variables y hasta un máximo de
diez puntos por variable, en función de lo que se ajustaran a las
recomendaciones (las seis primeras con una política de “comer más” y las
cuatro últimas de “comer menos”):

1. Frutas (10)
2. Vegetales (10)
3. Cereales (10)
4. Leche (10)
5. Carne y legumbres (10)
6. Variedad (10)
7. Sodio (sal) (10)
8. Grasas saturadas (10)
9. Grasas totales (10)
10. Colesterol (10)

Tras las revisión de 2006 (“Development and Evaluation of the Healthy


Eating Index-2005”), las variables y sus puntuaciones máximas (entre
paréntesis) se modificaron de la siguiente forma (teniendo las tres últimas una
política de “comer menos”):

1. Frutas (5)
2. Fruta completa (5)
3. Vegetales (5)
4. Vegetales verdes, rojos y legumbres (5)
5. Cereales (5)
6. Cereales integrales (5)
7. Leche (10)
8. Carne y legumbres (10)
9. Aceites (10)
10. Grasas saturadas (10)
11. Sodio (sal) (10)
12. Calorías de grasas sólidas y refrescos-dulces (20)

Y en 2012 se publicó la última revisión (“Update of the Healthy Eating


Index: HEI-2010”), con los siguientes cambios:

1. Frutas (5)
2. Fruta completa (5)
3. Vegetales (5)
4. Vegetales verdes y legumbres (5)
5. Cereales integrales (5)
6. Lácteos (10)
7. Proteínas totales (10)
8. Marisco y proteínas vegetales (5)
9. Ácidos grasos (5)
10. Cereales refinados (10)
11. Sodio (sal) (10)
12. Calorías de grasas sólidas, alcohol y refrescos-dulces (20)

Podemos repetir el ejercicio que hicimos en el apartado anterior y comparar


detenidamente las tres listas, para identificar los cambios que se han
producido en 15 años. Y también son significativos:

- La variedad deja de puntuarse positivamente a partir de 2006.

- La puntuación positiva de los cereales baja de 10 a 5 puntos, y se


contabilizan solo los integrales.

- Los derivados de cereales refinados han pasado de puntuar positivamente


hasta 2005, a puntuar negativamente en 2012.

- Las grasas se dejan de puntuar negativamente en 2006 y el impacto negativo


de las saturadas se va mitigando.

- El colesterol dejó de puntuarse negativamente en 2006.

- La carne prácticamente desaparece de la valoración de 2012, centrándose en


las proteínas y dando más importancia a las vegetales y el marisco.

- En 2012 empiezan a valorarse positivamente los ácidos grasos


monoinsaturados y poliinsaturados.

- En 2006 aparecen los alimentos que aportan calorías vacías, grasas sólidas,
refrescos, dulces y alcohol, como aspecto que puntúa negativamente.
No voy a entrar a comentar y valorar cada una de las variables, pero la
evolución es evidente. Y sin duda siguientes ediciones aclararán todavía más
alguna de ellas, espero que utilizando definiciones más claras y
comprometidas. Y, a la vista de recientes estudios, también afinando y
corrigiendo alguna, espero.

Bien, estas son dos aproximaciones diferentes de dos países - también


diferentes - para definir lo que es una “alimentación saludable”, la de España
y la de Estados Unidos, así como los cambios que han sufrido en relativamente
poco tiempo. Dejo en su mano la reflexión sobre su idoneidad y utilidad para
la población en general.

Y a partir de ahora, cuando alguien le recomiende seguir “una alimentación


saludable”, podrá preguntarle por la versión en la que está pensando. Si es
que realmente conoce alguna…
¿Qué ciencia hay detrás del concepto “dieta equilibrada”?

Además del de “dieta saludable”, otro de los términos populares y


sobreutilizados en nutrición es el de “dieta equilibrada”. No sé si calificarlo
como dogma, principio o regla, pero lo cierto es que este concepto, definido
como una distribución concreta de macronutrientes, es todo un tótem de la
nutrición. Según el documento de consenso científico español FESNAD-
SEEDO sobre obesidad y nutrición, una dieta equilibrada es la que presenta
la siguiente distribución de macronutrientes: 45-55% de Carbohidratos, 15-
25% de proteínas y 25-35% grasas totales. Es la referencia fundamental (con
pequeños cambios) que se lleva utilizando hace décadas por parte de los
expertos y profesionales, dando a entender por lo tanto que todo lo que se
salga de esos rangos es "no equilibrado" y, en general "menos bueno". No es
una directriz exclusiva española, la mayoría de organismos internacionales
hacen las mismas recomendaciones.

Por fortuna, durante los últimos años la investigación epidemiológica está


obteniendo gran cantidad de resultados relacionados con las estrategias para
luchar contra la obesidad y las enfermedades crónicas, lo cual está
permitiendo actualizar y completar muchos de los principios que se han
estado utilizando y comprobar su eficacia real. Centrándonos en los tres
macronutrientes principales y con la perspectiva de buscar datos que nos
permitan definir lo que es una dieta equilibrada en los términos de porcentajes
comentados, intentaré hacer un resumen de lo que dicen las más recientes
evidencias científicas y contrastándolo con lo que concluyen y recomiendan
las referencias más cercanas, sobre todo el consenso español FESNAD-
SEEDO y la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria EFSA.

Proteínas

Las proteínas suelen ser la referencia de la referencia, el punto de partida de


la definición del equilibrio nutricional. Y el documento maestro sobre la
determinación de la cantidad necesaria de proteínas suele considerarse el
estudio publicado en 2003, "Meta-analysis of nitrogen balance studies for
estimating protein requirements in healthy adults". Este trabajo es un meta-
análisis que analiza los resultados de los estudios más importantes realizados
sobre la cantidad de proteínas necesaria para mantener el equilibrio de
nitrógeno y es en el que se suelen basar casi todos para hacer
recomendaciones. El resultado, después de diversas correcciones estadísticas
dirigidas a asegurar que prácticamente el 100% de la población tenga seguro
dicho equilibrio, es de unos 0,83 gramos por kilo corporal y por día. Y este
suele ser el valor del que se parte para estructurar la composición de una
dieta.

Sin embargo, conviene recordar lo que es el equilibrio de nitrógeno antes de


seguir con la reflexión. Este concepto se utiliza para cuantificar y medir si se
excreta más nitrógeno del que se consume. Debido a las reacciones
bioquímicas que suceden durante su metabolización, en caso positivo,
significaría que el cuerpo quema más proteínas de las que recibe y en
consecuencia estaría perdiendo masa magra o músculo, algo poco
recomendable para la salud. Por lo tanto, el valor de 0,83 gramos/kilo
pretende establecer un mínimo de seguridad, con muy amplio margen, pero un
mínimo.

Sin embargo, lo habitual es tomar este valor no como mínimo, sino como "el
valor correcto", la cantidad de proteínas adecuada para la media de la
población. Pero ¿cuál es el valor realmente correcto, el mejor de todos? ¿Y
qué pasa si se comen más? ¿Dicen algo los estudios sobre máximos?

La realidad es que no hay datos científicos que permitan establecer un máximo


recomendado de proteínas ni algo parecido a un valor correcto en términos
sanitarios o de salud. Como podrá leer en próximos apartados con más detalle,
por muchos supuestos peligros sobre los que haya podido leer por comer
muchas proteínas, no están soportados por investigaciones concluyentes. El
consenso español FESNAD-SEEDO lo reconoce, al igual que la propia
Agencia de Seguridad Alimentaria EFSA en su documento sobre proteínas, por
eso ninguno de los dos fijan ningún máximo para este macronutriente.

Por cierto, la EFSA también indica que se considera seguro (vamos, que no
hace daño) comer el doble de la cantidad recomendada para el equilibrio de
nitrógeno.
Grasas

En el pasado reciente, diversos estudios epidemiológicos observacionales


relacionaron la cantidad total de grasas con la mortalidad y diversas
enfermedades, sobre todo cardiovasculares. Son los que se fueron utilizando
para fijar porcentajes más bien reducidos de este macronutriente en las dietas
recomendadas por los diferentes organismos internacionales. Sin embargo, los
últimos estudios más sistemáticos, utilizando metodologías más avanzadas y
eficaces, ponen en duda e incluso contradicen estos resultados.

Ya que es arriesgado deducir causalidad de estudios epidemiológicos


observacionales, una gran parte de los estudios recientes de este tipo han
utilizado un enfoque más riguroso y que aporta más información. Se han
centrado en analizar el efecto de la sustitución de las grasas (totales y por
tipos) por otros macronutrientes. Y los resultados han sido mucho menos
concluyentes. En la mayor parte de los casos no se identifican ventajas
reduciendo las grasas mediante su reemplazo por carbohidratos, así que es
difícil seguir manteniendo la culpabilidad de las mismas en los supuestos
efectos negativos.

Como lectura didáctica, recomiendo leer el artículo liderado por el


prestigioso epidemiólogo Walter Willett “The role of reducing intakes of
saturated fat in the prevention of cardiovascular disease: where does the
evidence stand in 2010?”, que colaboró aportando información para el
consenso danés sobre las grasas.

Por otro lado, en 2012 se publicó la impresionante revisión Cochrane


realizada sobre las grasas y las enfermedades cardiovasculares, "Reduced or
modified dietary fat for preventing cardiovascular disease", llegando a unas
conclusiones que están alineadas con lo ya comentado: No hay pruebas claras
de que la reducción de las grasas sea una estrategia que aporte beneficios para
la salud. Incluso cada vez son más frecuentes estudios observacionales que
encuentran todo lo contrario, una relación negativa entre la ingesta de grasas y
la mortalidad, como ocurrió en el estudio de 2012 “Total fat intake is
associated with decreased mortality in Japanese men but not in women”.
¿Y qué dicen los documentos de referencia? En coherencia con todo ello, en el
documento español FESNAD-SEEDO se reconoce que no existe evidencia
suficiente para fijar un máximo de grasas. Respecto al mínimo, las directrices
internacionales son diversas; por ejemplo, la EFSA lo fija en el 20% y
FESNAD SEEDO de nuevo se inclina por pensar que no hay evidencias claras
para fijar un valor.

Así que nos quedamos sin criterio científico para establecer los porcentajes
ideales de grasas en la dieta.

Carbohidratos

¿Cómo se fija el porcentaje de carbohidratos equilibrado que debería tener


una dieta? Como se explica en el documento específico sobre carbohidratos de
la EFSA, durante las últimas décadas este valor se ha deducido por diferencia,
es decir, otorgando a los carbohidratos las calorías “libres” que quedaban tras
fijar los máximos de grasas y las proteínas, en base a los criterios que hemos
visto anteriormente. Pero si a la luz de los nuevos estudios ya no hay criterios
para fijar porcentajes máximos de grasas y proteínas, ¿puede haberlos para
fijar el de carbohidratos por diferencia? Evidentemente, no. Aunque se ha
hecho repetidamente en el pasado, no podemos considerar aceptable
establecer su porcentaje de esa forma.

Desde algunas fuentes se suele defender la necesidad de una ingesta mínima de


carbohidratos bastante elevada aludiendo a algunos estudios observacionales
que relacionan un menor porcentaje de carbohidratos con una mayor
mortalidad y enfermedades cardiovasculares. Pero la realidad científica es
bastante menos concluyente, ya que la media docena de grandes estudios
realizados al respecto obtienen resultados contradictorios y en ambos
sentidos, como explicaré en otro apartado. Así que realmente no existe una
base científica clara que nos aporte directrices concretas sobre la cantidad de
carbohidratos totales más recomendable.

La representación científica internacional también es consciente de esta


situación; por ejemplo, la EFSA, aunque recomienda en su documento un rango
concreto de carbohidratos, reconoce sorprendentemente que lo hace por
consideraciones prácticas pero sin datos científicos suficientes. Por otro lado,
la revisión más reciente y sistemática que creo que se ha realizado nunca, de
mano de la Asociación Alemana de Nutrición en 2012, considera que no hay
evidencia científica para concretar ningún tipo de porcentaje recomendado
para los carbohidratos y se inclinan por hacer unas pocas pero importantes
recomendaciones cualitativas.

En definitiva...

1. Tenemos evidencia científica para fijar un mínimo de proteínas


recomendado, pero no un máximo.
2. No tenemos evidencia científica (o muy poca) para establecer mínimos ni
máximos de grasas.
3. No tenemos evidencia científica para establecer mínimos ni máximos de
carbohidratos.

Visto lo visto, ¿realmente es científico y riguroso considerar la proporción


aproximada de 50/30/20 para los tres macronutrientes como la característica
fundamental de una dieta equilibrada? Demasiados agujeros, me parece.

Por otro lado, creo que esta forma de aconsejar nutricionalmente aporta más
bien poco a un usuario normal. Porque mete en el mismo saco a todo tipo de
grasas, todo tipo de proteínas y todo tipo de carbohidratos y eso es un gran
error. Un 50% de carbohidratos provenientes de patatas fritas, pastelería y
azúcar no tienen nada que ver con un 50% de carbohidratos provenientes de
hortalizas, frutas y legumbres. O un 20% de grasas trans no pueden compararse
a un 20% de grasas provenientes del pescado, nueces y del aceite de oliva.

Para rematar el tema, en 2013 el estudio “Genome-wide meta-analysis of


observational studies shows common genetic variants associated with
macronutrient intake” comprobó que existe relación entre la ingesta de
diferentes macronutrientes y genes específicos asociados a su metabolización,
es decir, que el “porcentaje ideal” de cada uno de ellos podría variar de
forma significativa en cada persona.
Tras ver lo que dice la ciencia, creo que es momento de valorar si se debe
reducir de forma considerable la relevancia que se le suele dar al porcentaje
de macronutrientes y establecer como base principal de una alimentación
saludable el tipo de alimentos, más que su composición.
¿Cuáles son las cantidades recomendables de proteínas?

Una gran parte de nuestro cuerpo está formado por proteínas: Músculos, piel,
órganos, sangre... Casi podríamos decir que somos mayormente agua, huesos y
proteínas. Las comemos, las separamos en aminoácidos que utilizamos para
crear nuevas proteínas (que sirven para la creación de nuevos tejidos, piel,
pelo, órganos, etc,), pero también las consumimos en procesos metabólicos,
por ejemplo, para la obtención de energía.

Por lo tanto, las proteínas son fundamentales y absolutamente imprescindibles,


así que es necesario al menos equilibrar las que comemos con las que
gastamos en todos estos procesos, ya que en caso contrario estaríamos en una
situación de déficit poco recomendable.

Como ya he mencionado, para calcular las cantidades necesarias de proteínas,


se utiliza el llamado equilibrio de nitrógeno. Como casi la totalidad del
nitrógeno que consumimos proviene de las proteínas y como es posible medir
el nitrógeno que expulsamos, se puede utilizar este flujo para saber si hay un
desequilibrio. Si expulsamos menos de lo que ingerimos, estaremos quemando
menos proteínas de las que comemos; y si al contrario, expulsamos más
nitrógeno de lo que comemos, estaremos comiendo menos proteínas de las que
nuestro cuerpo necesita, por lo que estaremos perdiendo masa magra y
músculo.

Los expertos han calculado cual es el valor medio mínimo a ingerir para llegar
a este equilibrio: 0,66 gramos de proteína por kilo de peso corporal (en todo
momento hablaré de gramos de proteínas pura, no del alimento que la
contiene). Ese es el valor medio mínimo, pero para que no ocurra eso de "yo
me como un pollo y tú ninguno, entre los dos nos comemos medio pollo" y
para que más del 97% de la población tenga esa cantidad mínima asegurada
(es decir, que la mayor parte del área por debajo de la campana de
distribución estadística quede cubierta), se ha hecho la corrección
correspondiente y se toma como cantidad recomendada 0,83 gramos por kilo
corporal.
Como ya saben, siempre sugiero ir a las fuentes para poder entender este tipo
de recomendaciones, así que es conveniente que sepan que estos valores
parten de las recomendaciones que hace la OMS sobre el tema, que a su vez se
basó en la siguiente revisión científica para hacerlas: Meta-analysis of
nitrogen balance studies for estimating protein requirements in healthy
adults (2003). Es especialmente interesante para los más expertos, porque
explica cómo se hacen todos estos cálculos, de dónde provienen, etc.

En definitiva, la recomendación oficial dice que si usted pesa 100 kilos,


debería comer alimentos que le aporten unos 83 gramos de proteínas de
calidad puras al día. Pero es importante hacer una matización: eso no es más
que una recomendación de mínimos, ya que si lee detenidamente el estudio
original, verá que este número está calculado pensando que si usted come
menos de esa cantidad, serán mayores sus probabilidades de tener un
equilibrio de nitrógeno negativo, es decir, una carencia de proteínas.

Como suele ocurrir en estos casos, aunque el valor anterior está pensado para
llegar a una gran cantidad de población, la ciencia reconoce que hay
excepciones. Existen situaciones en las que los requerimientos de proteínas
son mayores y en los que es recomendable aumentar su cantidad:

En caso de embarazo, se recomienda aumentar la ingesta diaria entre 9 (2º


trimestre) y 28 gramos (3er trimestre) totales más, en función del grado de
avance de la gestación.

En caso de tener bebés lactantes, se recomienda un aumento de entre 13 y 19


gramos totales diarios en el primer y segundo semestre.

En caso de estar en un proceso de adelgazamiento, es decir, de balance


energético negativo, el cuerpo tiene más tendencia a quemar masa magra y
músculo. El documento de referencia científica español, el consenso
FESNAD-SEEDO, basándose en estudios existentes al respecto, recomienda
en esos casos aumentar la referencia a 1,05 gramos por kilo de masa corporal
para evitar pérdidas.

Según algunos autores, en épocas de crecimiento o de envejecimiento podría


ser positivo aumentar ligeramente esta cantidad para asegurar la adecuada
creación de músculo y tejidos (en el primer caso) o evitar la sarcopenia o
pérdida de masa muscular (en el segundo caso), pero no hay todavía
suficientes estudios que soporten estas ideas. Sin embargo, es un área en la
que se sigue investigando.

Si hace ejercicio de forma intensa o es deportista y desea aumentar la masa


muscular, también es recomendable aumentar la ingesta a valores todavía
mayores, que podrían andar sobre 1,5 gramos por kilo, como se concluye en
revisiones tales como Necesidades proteicas de los deportistas y pautas
diétetico-nutricionales para la ganancia de masa muscular (2012).

Tras esta necesaria introducción, vayamos a la controversia.

En primer lugar, estas cantidades (recuerde, son de mínimos) han sido


cuestionadas por algunos autores, que consideran que están subestimadas. Por
ejemplo, en el estudio de 2010 “Evidence that protein requirements have
been significantly underestimated” científicos canadienses explicaron que el
método del equilibro de nitrógeno utilizado en el pasado no es el mejor para
conocer las necesidades dietéticas de este macronutriente y propusieron
mejoras en el cálculo estadístico y en la sistemática de análisis (mediante la
técnica del indicador de oxidación de amino ácidos). Calcularon que de esa
forma la cantidad mínima de proteínas era de entre 0,93 - 1,2 gramos por kilo
de peso y día en adultos y de entre 1,3 - 1,55 gramos por kilo y día en niños.

Y ahora, vayamos al tema de mayor debate: Comer muchas proteínas tiene muy
mala prensa. Las razones pueden ser diversas y darían para un tratado, pero en
mi opinión sobre todo son dos. La primera es ideológica y proviene de
algunos influyentes médicos y nutricionistas vegetarianos (y que también se
autoproclaman ecologistas), que queriendo convencer a todo el mundo de la
bondad de sus ideas y de lo poco sostenible de comer carne, suelen criticar
todo lo que tenga algo que ver con la ingesta de animales, incluída la de
proteínas. La segunda razón es más científica y tiene su origen en estudios que
han asociado comer proteínas con diversos tipos de enfermedades o dolencias.

No voy a entrar a en la primera, ya que ese debate está fuera del objeto de este
libro. Así que me centraré en la segunda, los estudios que supuestamente
encuentran efectos negativos la elevada ingesta de proteínas: Aumento de las
enfermedades cardiovasculares, problemas renales, fragilidad ósea o
hipertensión.

La verdad es que muchos de ellos no son más que prejuicios, mitos y errores,
porque nunca han sido comprobados con una cantidad suficiente de estudios.
Es más, los resultados más recientes parecen incluso indicar lo contrario,
como puede observarse en los siguientes estudios:

- Protein intake and bone health (2011). Se observó mayor densidad ósea
entre los que más proteínas comían.
- Dietary protein intake and risk of osteoporotic hip fracture in elderly
residents of Utah (2004). La mayor cantidad de proteínas no se asoció a un
mayor riesgo de fractura de cadera.
- Comparative Effects of Low-Carbohydrate High-Protein Versus Low-Fat
Diets on the Kidney. (2012) y “Renal Function Following Three Distinct
Weight Loss Dietary Strategies During 2 Years of Randomized Controlled
Trial” (2013). No se identificaron problemas renales entre aquellos con mayor
ingesta de proteínas.
- “Dietary protein intake and blood pressure: a meta-analysis of randomized
controlled trials”. (2012). En este meta-análisis se comprobó que
sustituyendo los carbohidratos por proteínas la tensión arterial mejoraba. Y el
meta-análisis de 2013 “Intake of total protein, plant protein and animal
protein in relation to blood pressure: a meta-analysis of observational and
intervention studies” no encontró relación entre su consumo y la hipertensión,
independientemente de que fueran de origen animal o vegetal.

Las críticas que tienen algún tipo de base, como la relación entre las
enfermedades cardiovasculares y algunos tipos de proteínas, se obtienen de
estudios observacionales en los que la causalidad es muy difícil de probar
(dispone de más información en un próximo apartado) y dan como resultado
riesgos pequeños o moderados, por lo que es muy difícil asegurar que las
responsables sean realmente las proteínas. De hecho, haciendo un balance de
los diferentes estudios, los indicios apuntan a que es probable que la relación
sea provocada por el exceso de carne roja o el cocinado a altas temperaturas,
por lo que podría prevenirse con acciones concretas al respecto.

Teniendo en cuenta todo ello, tanto la referencia científica europea EFSA


como el consenso español FESNAD-SEEDO llegan a similar conclusión: no
hay evidencia científica suficiente para fijar un máximo de proteínas. Lo
repito, para que quede claro: El consenso científico dice que no hay pruebas
científicas para afirmar que comer más de no-se-cuantas proteínas sea malo.
De hecho, incluso la EFSA dice en su documento que no se han documentado
efectos adversos consumiendo hasta 3 y 4 veces estos valores.

Y ahora, le invito a responder a esta pregunta: Si usted come más proteínas de


las necesarias para que el equilibrio de nitrógeno no sea negativo, es decir,
más de 0,83 gramos por kilo, ¿qué cree que le pasará? Pues así es, nada malo.
O al menos, la ciencia dice que no hay pruebas de ello.

De cualquier forma, y teniendo claro que no hay pruebas de que hagan ningún
daño, yendo un poco más allá en la reflexión se me ocurren un par de
argumentos para sugerir (y digo sugerir, no exigir ni asustar) con cierta base no
comer muchas más proteínas de los mínimos comentados:

1. La proteína, especialmente la animal, es energéticamente muy cara para la


sostenibilidad medioambiental. Es necesaria mucha más energía para crear la
proteína de un filete que de la de una nuez. Así que si queremos aportar
nuestro granito de arena a la sostenibilidad de planeta, es mejor comer menos
proteínas animales.

2. Si se comen muchos alimentos esencialmente proteicos, podría descuidarse


la ingesta de otros alimentos muy importantes (vegetales, frutas, lácteos, etc)
en sus cantidades recomendables, porque son sustituidos por los primeros.

Evidentemente, todo esto no significa que sea razonable comer proteínas a


destajo, sin límite, o que sea recomendable que todo el mundo coma más
proteínas. ¿Para qué tendría que hacerlo?

Tras analizar todos estos datos, desde mi punto de vista personal creo que en
el marco de una dieta completa y saludable, con suficientes raciones de
hortalizas y frutas, grasas saludables, huevos, legumbres, lácteos y alimentos
integrales, creo que podemos comer carnes y pescados sin preocuparnos
demasiado por las cantidades máximas, porque si comemos todo lo demás,
poco "espacio" quedará para excesos.

Pero también creo que se debería volver a centrar el debate en lo que


considero realmente importante, la calidad nutricional de los alimentos, ya que
en mi opinión lo crítico no es la cantidad de proteínas que comemos (si
aseguramos el mínimo), sino su calidad. Por lo tanto, pienso que en lugar de
darle tantas vueltas a las cantidades, lo que deberíamos debatir es cómo
minimizar las proteínas provenientes de los alimentos altamente procesados
(salchichas, preparados cárnicos, precocinados, rebozados de pescado y
pollo, etc.) y conseguir que la gente coma proteínas a partir de comida de
verdad y de calidad: Animales frescos (pescado y carnes blancas
preferiblemente sobre las rojas), huevos, leche y vegetales ricos en proteínas
(legumbres, frutos secos, etc).
¿Comer más proteínas ayuda a adelgazar?

Las dietas hiperproteicas son muy populares entre pacientes y profesionales de


la nutrición. Por un lado cada poco tiempo podemos ser testigos del éxito
etéreo de algún bestseller oportunista basado en las mismas y por otro de la
respuesta iracunda de expertos sanitarios del ámbito nutricional. Pero
¿realmente funcionan? ¿Comiendo más proteínas se adelgaza?

Recientemente se han publicado sobre media docena de grandes estudios


epidemiológicos observacionales en los que se analiza la correlación entre el
sobrepeso y las proteínas. En este caso las evidencias se inclinan
precisamente por el efecto contrario, ya que la mayor parte de ellos (aunque
no todos) asocian un mayor consumo de proteínas con un mayor sobrepeso.
Pero como ya sabe el lector, asegurar la causalidad en estos estudios es poco
sólido, sobre todo si no son demasiados y se obtienen valores de riesgo más
bien pequeños.

En este caso la cantidad de estudios de intervención realizados es


verdaderamente importante, especialmente analizando el corto-medio plazo,
así que podemos recurrir a ellos para nuestro análisis. Afortunadamente,
existen revisiones sistemáticas y meta-análisis sobre estudios que han tratado
este tema, por lo que me he inclinado por utilizarlos para nuestra pequeña y
particular revisión. Puede conocerlos a continuación, incluyendo sus
características generales y resultados principales:

“The Effects of High Protein Diets on Thermogenesis, Satiety and Weight


Loss: A Critical Review” (2004), analizando la pérdida de peso en 15
estudios con una duración de siete días a un año. Mayores pérdidas para dietas
altas en proteínas en 7 de los 15 estudios, 5 de ellos de los más largos, de 6
meses o más.

“Systematic review of randomized controlled trials of low-carbohydrate vs.


low-fat/low-calorie diets in the management of obesity and its
comorbidities” (2009) analizando 13 estudios de entre 6 y 36 meses de
duración. Mayor pérdida de peso para las dietas altas en proteínas (aunque
este estudio realmente estaba más centrado en dietas bajas en carbohidratos).

“High protein diets decrease total and abdominal fat and improve CVD risk
profile in overweight and obese men and women with elevated
triacylglycerol” (2009), pequeña review analizando 3 estudios de 3 meses de
duración. Pérdidas de peso un poco mayores solo en caso de pacientes con
mayor riesgo cardiovascular.

“Long-term efficacy of high-protein diets: a systematic review” (2011),


analizando 8 estudios de entre 6 y 17 meses. Mayor pérdida de peso (aunque
pequeña) para las dietas altas en proteínas, que casi desaparece cuando los
plazos son más largos.

“The obese patient: clinical effectiveness of a high-protein low-calorie diet


and its usefulness in the field of surgery” (2010), analizando casi 40 estudios
de muy diversa duración (hasta 2 años), llegando a la conclusión de que
pueden ser útiles para mantener el peso y aumentar la saciedad.

Por su parte, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria EFSA hizo su


propia revisión en 2010, disponible en su documento descargable oficial
sobre este macronutriente, a partir de la página 7. Si usted lee dicho
documento, comprobará que llegó a la sorprendente conclusión de que todos
los estudios preseleccionados, más de medio centenar, estaban mal diseñados
y no permitían hacer ninguna recomendación porque no aislaban totalmente el
efecto de las proteínas. Y digo sorprendente porque considerando cómo
funciona la epidemiología nutricional, si esta idea se aplica estrictamente sería
extrapolable a absolutamente cualquier estudio que analizara cualquier
macronutriente, micronutriente y alimento, por lo que no podría hacerse ningún
tipo de recomendación en ningún sentido. Y los miles de estudios nutricionales
de todo tipo que se han hecho durante todos estos años no servirían para nada.

Por otro lado, me parece que la EFSA no sigue el mismo criterio con todos los
nutrientes o tiene doble vara de medir, porque en su documento sobre las
grasas recomienda disminuir al máximo la ingesta de grasas saturadas, aunque
en ningún momento hace referencia a los estudios que prueban con absoluta
fiabilidad que las grasas saturadas es mejor eliminarlas de la dieta. Desde
luego, como veremos en próximos apartados, la última evidencia científica no
parece ir por esa dirección.

Tras leer y analizar todas las revisiones, yo resumiría los resultados de todas
ellas con esta frase: No se pueden sacar conclusiones muy taxativas, pero las
dietas altas en proteínas obtienen a corto y medio plazo al menos los
mismos resultados de pérdida de peso que otras de menos proteínas con las
que se comparan y, en bastantes casos, incluso algo mejores. De nuevo y
como ocurre en la mayoría de los estudios sobre obesidad y dietas, el largo
plazo hace que estas diferencias se minimicen.

Sin embargo, es cierto que la mayoría de los estudios de intervención han


trabajado comparando dietas fijadas e isocalóricas (de igual contenido
energético), por lo que no dan información de cómo influye la mayor ingesta
de proteínas en el comportamiento de las personas, especialmente al comer
libremente (ad-libitum). Para ello, otro enfoque de nuestro análisis podría
centrarse en investigaciones de intervención sobre la capacidad saciante de
las proteínas en estas condiciones.

También hay estudios que han abordado este punto de vista y la mayoría han
comprobado que, aunque los resultados no sean espectaculares, las proteínas
pueden favorecer de forma significativa la sensación de plenitud, la reducción
de apetito o la saciedad. Estos son algunos de ellos:

Low, moderate, or high protein yogurt snacks on appetite control and


subsequent eating in healthy women (2013)
Effects of fat, protein, and carbohydrate and protein load on appetite,
plasma cholecystokinin, peptide YY, and ghrelin, and energy intake in
lean and obese men (2012)
The influence of higher protein intake and greater eating frequency on
appetite control in overweight and obese men (2010).
The effects of consuming frequent, higher protein meals on appetite
and satiety during weight loss in overweight/obese men (2011).
Consuming pork proteins at breakfast reduces the feeling of hunger
before lunch (2011)
Gluconeogenesis and protein-induced satiety (2012)
A protein-rich beverage consumed as a breakfast meal leads to weaker
appetitive and dietary responses v. a protein-rich solid breakfast meal in
adolescents (2011)
A solid high-protein meal evokes stronger hunger suppression than a
liquefied high-protein meal (2011)
The acute effects of four protein meals on insulin, glucose, appetite
and energy intake in lean men (2010)
Lack of effect of high-protein vs. high-carbohydrate meal intake on
stress-related mood and eating behavior (2011)
The effects of consuming frequent, higher protein meals on appetite
and satiety during weight loss in overweight/obese men (2007)
Higher protein intake preserves lean mass and satiety with weight loss
in pre-obese and obese women (2007)
Inadequate dietary protein increases hunger and desire to eat in
younger and older men (2007)
A high-protein diet induces sustained reductions in appetite, ad libitum
caloric intake, and body weight despite compensatory changes in diurnal
plasma leptin and ghrelin concentrations (2005)

Conclusiones

Basándome en todas las referencias incluidas y reconociendo que la


controversia no está cerrada, creo que en caso de necesitar aumentar la
sensación de saciedad y controlar el apetito, un moderado aumento de las
proteínas (que podría oscilar entre 1 y 1,5 gramos por kilo, dependiendo de la
actividad física) puede ser útil para algunas personas. Sin ser la panacea,
puede ser una herramienta más para una planificación alimentaria. Y si se
recurre a ella, no tiene por qué hacer ningún daño ni aportar efectos no
deseados si se siguen comiendo el resto de alimentos de una dieta completa.

Por cierto, el consenso español FESNAD-SEEDO de 2011 en este caso no


coincide con mis conclusiones y piensa que no existe evidencia para utilizar la
cantidad de proteínas como un elemento de apoyo al adelgazamiento.
¿La reducción de grasas disminuye el riesgo cardiovascular?

Además de su constante asociación con la obesidad y el sobrepeso, las grasas


presentes en los alimentos siguen siendo la oveja negra de los macronutrientes.
Las campañas en su contra durante décadas y la poderosa influencia del
marketing de la industria alimentaria light o baja en calorías parecen haber
fijado con tinta indeleble un rechazo por casi cualquier tipo de grasa
alimentaria, relacionándolas con todo tipo de enfermedades y dolencias, con
muy contadas excepciones.

Como bien sabrán muchos de los lectores, es incorrecto meter en el mismo


saco a todas, dada la gran cantidad de ácidos grasos diferentes existentes. Y,
de cualquier forma, muchos de ellos son componentes esenciales y necesarios
en una dieta saludable, ya que incluso aportan nutrientes que nuestro cuerpo
solo puede conseguir mediante su ingesta.

Independientemente de estos principios fisiológicos, durante los últimos años


se han desarrollado gran cantidad de estudios y revisiones sobre el tema, así
que en la actualidad tenemos una situación privilegiada para conocer su
impacto en la salud.

Una de las acusaciones más populares se basa en su asociación con las


enfermedades cardiovasculares, así que vamos a conocer qué dice la ciencia
epidemiológica sobre los ácidos grasos y este tipo de enfermedades.

La revisión más importante y sistemática realizada sobre la reducción de las


grasas y las enfermedades cardiovasculares es la realizada desde la iniciativa
Cochrane “Reduced or modified dietary fat for preventing cardiovascular
disease” (2012). Incluye el análisis de 48 de los más rigurosos estudios
realizados durante los últimos años, haciendo seguimiento a decenas de miles
de personas, por lo que puede considerarse la mejor referencia mundial para
disponer de información sobre las grasas en la dieta.

El denso y detallado informe llega a las siguientes conclusiones, en función de


las diferentes estrategias o intervenciones posibles que suelen realizarse con
este macronutriente en la dieta:

Reducción de las grasas

- No hay evidencias claras de menores índices de mortalidad en


enfermedades cardiovasculares, cáncer o diabetes en las dietas bajas en
grasas.
- Las dietas bajas en grasas se asocian a una modesta reducción del peso,
IMC (indice de masa corporal), colesterol total y LDL. Sin embargo, no varían
los valores de presión arterial, HDL y triglicéridos.
- No hay evidencias claras de una menor cantidad de incidentes
cardiovasculares en las dietas bajas en grasas.

Sustitución de las grasas saturadas por otras "más saludables"

- No hay evidencias claras de una menor mortalidad en las dietas que


sustituyen las grasas saturadas por otras.
- Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a una
modesta reducción del colesterol total y triglicéridos. No presentan cambios
en los niveles de peso, IMC, LDL y HDL..
- Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a un
mayor riesgo de muerte por cáncer.

Reducción de las grasas saturadas + sustitución por otras "más saludables"

- No hay evidencias claras de mejores índices de mortalidad en enfermedades


cardiovasculares, cáncer o diabetes en las dietas que combinan una reducción
de las grasas saturadas y la sustitución de las mismas por otro tipo de grasas.
- Las dietas que combinan una reducción de las grasas saturadas y la
sustitución de las mismas por otro tipo de grasas, se asocian a una modesta
reducción colesterol total, LDL y triglicéridos. Por contra, no se observan
cambios en valores de HDL e IMC.

Además, de forma general…

- Las dietas con reducción y/o sustitución de grasas saturadas presentan una
pequeña reducción del número total de eventos cardiovasculares, pero no de
ningún tipo de evento en concreto. Sin embargo, no presentan ninguna mejora
en la mortalidad.

Creo que las conclusiones no precisan más comentarios. En mi opinión, los


autores de la revisión incluso son demasiado conservadores en sus propias
conclusiones finales, recomendando la reducción de grasas saturadas “por el
pequeño pero potencialmente importante efecto a largo plazo”. A mí me
suena a un exceso de prudencia después de haber escrito los párrafos
anteriores.

Pues bien, no es la primera revisión sistemática que llega a esta conclusión.


En 2010 investigadores norteamericanos realizaron el estudio “Meta-analysis
of prospective cohort studies evaluating the association of saturated fat with
cardiovascular disease”, analizando los estudios observacionales de cohorte
que relacionaban la enfermedad cardiovascular con las grasas saturadas. Y
concluyeron que tampoco en este tipo de estudio epidemiológicos había
evidencia científica suficiente para asociarlas.

Lo cierto es que cada poco tiempo aparece algún importante estudio


observacional con resultados en la misma línea. Uno de los últimos nos llega
de Japón, "Total Fat Intake Is Associated with Decreased Mortality in
Japanese Men but Not in Women" (2012), en el que se hizo seguimiento a casi
30.000 personas durante 16 años. Los autores concluyeron que en el caso de
los hombres, el riesgo de mortalidad se relacionó de forma inversa (es decir,
es menor) al aumentar la ingesta de todos los tipos de grasa: Total, saturada,
monoinsaturada, poliinsaturada y poliinsaturada omega-3. Curiosamente, en la
que menos se reduce el riesgo es en la que mejor fama tiene, la última de la
lista. Y en el caso de las mujeres, el riesgo fue ligeramente mayor sobre todo
en el caso de las grasas saturadas, pero con un valor máximo muy moderado,
cercano al 20%. Seguramente afectado por este valor, también aumenta el
riesgo al consumir más grasas totales, sobre un 10% en el peor de los casos.
En los otros tres tipos de grasas no se aprecia un aumento estadísticamente
significativo del riesgo (aunque tampoco una reducción, como en el caso de
los hombres). Poca cosa, vamos.
Parece bastante claro que las grasas, incluso las saturadas, no son el demonio
dietético que nos han contado durante años. Las evidencias científicas tienen
bastante poco que decir en su contra, como ha podido comprobar. Así que su
erradicación general e indiscriminada de la dieta simplemente no parece tener
justificación.
¿Qué dice la ciencia sobre los carbohidratos y su cantidad recomendada?

Aunque hemos visto que no hay evidencia científica clara para recomendar
unos porcentajes concretos de macronutrientres, quería pararme a hablar un
poco más de otro de ellos, ya que ha sido y sigue siendo el que se recomienda
comer en mayor proporción. Me refiero, evidentemente, a los carbohidratos.

Más adelante hablaremos de las dietas bajas en carbohidratos, pero como


introducción previa me parece interesante evaluar una práctica muy habitual,
cuando se juzga una estrategia dietética en función del porcentaje de calorías
proveniente de los carbohidratos que incluye. En gran cantidad de ocasiones
se suele utilizar éste como el primero y principal criterio, considerando que si
es menor del 50%, casi de forma automática la dieta suele ser clasificada
como “desequilibrada”.

Veamos lo que dice la ciencia sobre esta práctica.

La revisión científica probablemente más rigurosa y sistemática sobre los


carbohidratos la realizó la Sociedad de Nutrición Alemana en 2012, publicada
bajo el título “Evidence-based guideline of the German Nutrition Society:
carbohydrate intake and prevention of nutrition-related diseases. Su
objetivo era formalizar las recomendaciones nutricionales sobre carbohidratos
en el país germano.

El impresionante documento analiza los estudios y revisiones más relevantes


en los que se ha estudiado la ingesta de carbohidratos de diferentes tipos y
desde diferentes perspectivas (composición química, índice glucémico,
porcentaje calórico, contenido en fibra, etc.) y su relación con diferentes
enfermedades (obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares, cáncer,
etc.). Aunque es largo y denso, la información que contiene es muy importante
y debería ser de obligada lectura para todo profesional de la nutrición.

En su última página incluye las conclusiones finales en forma de


recomendaciones alimentarias para la población, que son breves y muy
concisas:
1. Lo que importa no es la cantidad de carbohidratos, sino su calidad.
2. Aumentar la fibra con más vegetales, frutas y alimentos integrales
3. Reducir los refrescos azucarados.

Esas son, no hay más. La ciencia rigurosa, según la asociación alemana, solo
llega hasta ahí.

Y, tal y como he comentado en páginas anteriores, la Agencia de Seguridad


Alimentaria Europea EFSA reconoce en su documento específico sobre los
carbohidratos que no hay evidencia científica para recomendar un mínimo,
pero que “por consideraciones prácticas”, se inclina por establecerlo. No sé
a qué se refiere la EFSA con el término “consideraciones prácticas”, pero a
mí no me parece un criterio muy científico y riguroso para tomar una decisión.

No sé a usted qué le parece, pero yo creo que quedan fuera de juego muchas
de las que hasta ahora eran ideas muy aceptadas y repetidas hasta la saciedad,
incluido el porcentaje de calorías mínimo que debe provenir de este
macronutriente.
¿Son poco saludables las dietas bajas en carbohidratos?

Aunque hemos tratado de forma genérica varias veces el tema de los


carbohidratos en la dieta, hay un caso específico que genera una gran
controversia y del que se habla a menudo desde posiciones bastante
enfrentadas: Las dietas bajas en carbohidratos. En lugar de ponernos
demasiado vehementes en su favor o en su contra, seguiremos la filosofía
habitual, analizando con el máximo de objetividad la información
epidemiológica disponible, desde dos puntos de vista: A corto-medio plazo y
a largo plazo.

Empezando por el corto-medio plazo, aunque hay una cantidad destacable de


estudios de intervención aleatorios, en lugar de pararme en cada uno de ellos
de nuevo voy a centrarme en los trabajos en los que ya han sido seleccionados,
analizados e interpretados. Es decir, voy a referirme a las revisiones
sistemáticas realizadas.

Estas serían las más destacadas:

- Effects of Low-Carbohydrate Diets Versus Low-Fat Diets on Metabolic


Risk Factors: A Meta-Analysis of Randomized Controlled Clinical Trials
(2012)

- Systematic review and meta-analysis of clinical trials of the effects of low


carbohydrate diets on cardiovascular risk factors (2012)

- Systematic review of randomized controlled trials of low-carbohydrate vs.


low-fat/low-calorie diets in the management of obesity and its comorbidities
(2009).

- Effects of Low-Carbohydrate vs Low-Fat Diets on Weight Loss and


Cardiovascular Risk Factors; A Meta-analysis of Randomized Controlled
Trials (2006)

Y ¿cuáles son sus resultados? Cuando hablamos de este tipo de plazos


relativamente cortos, la única forma de analizar los posibles efectos es
mediante indicadores indirectos de enfermedades cardiovasculares, tales
como el colesterol, los triglicéridos u otros relacionados con la inflamación
asociada a la obesidad o la sensibilidad a la insulina. Porque, digan lo que
digan algunos, no hay ni un caso documentado en el mundo en el que se haya
probado que este tipo de dietas hacen algún tipo de daño en periodos de
tiempo breves.

Las conclusiones de todas estas revisiones es similar y podría decirse que es


claramente positivo para las dietas bajas en carbohidratos. Concluyen que
éstas mejoran significativamente los valores de triglicéridos, HDL (colesterol
bueno), sensibilidad a la insulina e indicadores de inflamación. Por el
contrario, en ocasiones (aunque no siempre) tienen como consecuencia un
aumento del colesterol total y el LDL (colesterol malo).

Veamos ahora las investigaciones epidemológicas más importantes realizadas


a largo plazo y los resultados que nos ofrecen los estudios observacionales.
Como siempre en este caso, quiero recordar que las conclusiones relacionadas
con la causalidad son difíciles de asegurar.

Estos son los más importantes realizados y sus resultados principales:

1. “Low-Carbohydrate-Diet Score and the Risk of Coronary Heart Disease


in Women” (2006), se hizo seguimiento a más de 80.000 mujeres durante 20
años. Concluyó que las dietas bajas en carbohidratos y altas en proteínas y
grasas no estaban asociadas a enfermedades cardiovasculares. Añadir que en
el mismo estudio se relacionó la ingesta de alimentos de elevado índice
glucémico (con carbohidratos de rápida absorción) con un aumento del 90%
del riesgo de enfermedad cardiovascular.

2. “Low-carbohydrate–high-protein diet and long-term survival in a general


population cohort” (2007), se hizo seguimiento a más de 20.000 personas
durante diez años. Observaron que el riesgo de mortalidad aumentaba un 70%
en casos de dietas altas en carbohidratos. Destacar que en este estudio también
se analizó una versión de la dieta mediterránea y se correlacionó con una
reducción del riesgo.
3. “Mediterranean and carbohydrate-restricted diets and mortality among
elderly men: a cohort study in Sweden” (2010), se hizo seguimiento a cerca
de 1000 hombres durante diez años. Concluyó que la mortalidad aumentaba un
19% en caso de dietas bajas en carbohidratos y el riesgo de muerte por
enfermedad cardiovascular aumentaba un 44%.

4. Low carbohydrate-high protein diet and incidence of cardiovascular


diseases in Swedish women: prospective cohort study (2012), con un
seguimiento a más de 40.000 mujeres durante más de 15 años, por lo que es
una muestra muy importante. Los autores del estudio concluyen que con este
tipo de dietas aumenta el riesgo de enfermedad cardiovascular, en concreto un
4% por cada 20 gramos menos de carbohidratos que se comen, o unos 7
gramos más de proteínas.

5. Low carbohydrate, high-protein score and mortality in a northern


Swedish population-based cohort (2012), con más de 80.000 personas
analizadas y comparando los resultados entre los que más carbohidratos
comían y los que menos, no se identificó una diferencia significativa de
riesgos en ninguno de estos aspectos: mortalidad, cáncer ni enfermedad
cardiovascular.

6. Low-carbohydrate, high-protein diet score and risk of incident cancer; a


prospective cohort study (2013), con seguimiento a más de 60.000 personas
durante más de 17 años, analizando la relación entre la cantidad de
carbohidratos (entre el 40 y 60% de la dieta) y la incidencia de cáncer. No se
encontró relación significativa entre ambos factores.

Como colofón a este repaso de estudios observacionales, en 2013 se publicó


el meta-análisis "Low-Carbohydrate Diets and All-Cause Mortality: A
Systematic Review and Meta-Analysis of Observational Studies". Sus autores
analizaron la mortalidad global, la mortalidad por enfermedad
cardiovacascular y la incidencia de enfermedades cardiovasculares en 17
estudios. Y concluyeron que no había un aumento de riesgo estadísticamente
significativo de enfermedad cardiovascular ni de mortalidad por esta
enfermedad, pero sí de la mortalidad por cualquier causa, con un aumento del
30%.

Por lo tanto, podría parecer que en el largo plazo la reducción de


carbohidratos en la dieta no sale totalmente indemne, ya que tres de los cinco
grandes estudios encuentran efectos negativos y el meta-análisis identifica un
aumento del riesgo de mortalidad global. Así que, de momento, parece que el
solo hecho de reducir los carbohidratos totales no es especialmente saludable.

Sin embargo, el punto débil de todos estos estudios es que no segmentan la


información respecto a "la calidad" de los carbohidratos, es decir, que meten
en el mismo saco 100 gramos de carbohidratos procedentes de la fruta y 100
gramos procedentes de la bollería, como bien señalan los propios autores en
las conclusiones específicas de cada uno de ellos. Y no es lo mismo, ni mucho
menos, como irá viendo más adelante. Así que estamos muy limitados para
deducir directrices o conclusiones realmente útiles y fiables a partir de todos
estos resultados.

En mi opinión, la cuestión no está nada clara. Y como hemos visto en


apartados anteriores, las revisiones más recientes sobre el tema realizadas por
las entidades de expertos (como la de la Asociación Alemana de Dietistas)
llegan a conclusiones parecidas, considerando que no hay pruebas suficientes
para afirmar con seguridad que la cantidad total de carbohidratos sea algo
relevante para la salud.
¿Es necesario desayunar carbohidratos para tener energía todo el día?

Los vendedores de cereales, galletas, bollos y pastelitos, es decir, de


derivados de cereales altamente procesados y repletos de carbohidratos de
rápida absorción, suelen utilizar como argumento la carga de energía matutina
para que desayunemos sus productos. Nos insisten en que comiéndolos, uno
consigue una maravillosa energía para todo el día y, como consecuencia, rinde
mejor.

Bueno, todos conocemos el marketing. Estamos acostumbrados a las


exageraciones y los falsos miedos con los que nos quieren convencer. Lo que
me sorprende más es cuando los expertos en nutrición utilizan el mismo
argumento, sobre todo porque el razonamiento está lleno de falacias.

En primer lugar, nuestro metabolismo, si es necesario, es perfectamente capaz


de obtener toda la energía que necesita para una actividad normal de las
proteínas y, evidentemente, de las grasas. En segundo lugar, hay carbohidratos
de lenta absorción que pueden aportarnos energía de forma mucho más
constante, regular y además proporcionando valiosos nutrientes. Me refiero a
las frutas, a los alimentos integrales y los lácteos, por ejemplo. Y en tercer
lugar, la afirmación no tiene evidencia científica que la soporte y se basa en la
típica simplificación metabólica: Bastantes carbohidratos refinados es igual a
bastante glucosa corriendo por nuestra sangre, que es igual a energía a
mansalva. Pero como ya hemos visto con anterioridad, la realidad no es tan
sencilla, ya que con un estilo de vida predominantemente sedentario (como es
el de la mayoría de las personas), los carbohidratos de rápida absorción
provocan importantes y poco deseables efectos secundarios, como
comprobará en posteriores páginas.

Es cierto que ese bajón de energía de media mañana es algo bastante popular,
pero habría que analizarlo científicamente para ver si es real, a qué se debe
(fisiológico, psicológico, etc.), qué niveles tienen los diferentes indicadores,
etc. Y no se ha hecho, que yo sepa. Pero es que algunos expertos aportan otras
interpretaciones bastante plausibles, como la siguiente: las personas con cierta
resistencia a la insulina (buena parte de las que tienen obesidad) sufre ese tipo
de bajones de energía, pero el origen es bien distinto. En estos casos, tras un
desayuno cargado de carbohidratos refinados, el páncreas reaccionaría de
forma exagerada e inundaría de insulina el torrente sanguíneo, "llevándose por
delante" casi toda la glucosa en muy poco tiempo. Al reducirse tan
brúscamente la glucosa, esa escasez temporal podría afectar al cerebro y dar
lugar al inoportuno amodorramiento.

Conocidas las diversas hipótesis, ¿qué dice la ciencia epidemiológica sobre el


tema? Las investigaciones que han analizado el efecto de diversos tipos de
desayunos y comidas con diversos índices glucémicos obtienen resultados
diversos y contradictorios. Algunos de los más recientes incluso concluyen
precisamente lo contrario, que se rinde mejor y que se mejora la atención y el
rendimiento intelectual si por la mañana tomamos alimentos de bajo índice
glucémico, es decir, que contengan carbohidratos de lenta absorción. Estos son
algunos de ellos, que hacen especial hincapié en el efecto en niños:

- Ingesting breakfast meals of different glycaemic load does not alter


cognition and satiety in children (2013)
- Breakfast glycaemic index and cognitive function in adolescent school
children (2012).
- Glycaemic index and glycaemic load of breakfast predict cognitive
function and mood in school children: a randomised controlled trial (2011)
- A low glycaemic index breakfast cereal preferentially prevents children's
cognitive performance from declining throughout the morning (2007)

Así que, en mi opinión, es que mejor que incluya en su desayuno (y el de sus


hijos) proteínas y grasas de buena calidad, lácteos y frutas o alimentos
integrales. Tampoco pasará nada si de vez en cuando añade alguna tostada,
claro. Pero no necesitarán ningún tipo de galleta ni de comida basura (sí, me
refiero a los cereales de desayuno, especialmente a los infantiles) para correr
y estar llenos de energía. Y mucho menos para conducir un coche y trabajar
sentado ante un ordenador.
¿Qué evidencias soportan las dietas bajas en grasas y calorías?

El enfoque más tradicional de la intervención dietética ha sido considerar el


comer demasiada comida (o más bien excesivas calorías, normalmente en
forma de grasas) como el origen del problema de la obesidad, por lo que la
solución más habitual se considera clara y diáfana: Para no engordar o
adelgazar, lo que hay que hacer es ingerir menos grasas y menos calorías.
Suena lógico, ¿verdad? Pero ¿estas recomendaciones tienen soporte
científico? ¿Se ha comprobado que comiendo menos calorías y grasas se
consigue adelgazar a largo plazo?

De nuevo como punto de partida voy a utilizar las referencias científicas que
el consenso de expertos españoles presenta para esta recomendación, que se
detalla en el ya conocido documento de referencia español FESNAD-SEEDO.

La densidad energética

La densidad energética es un factor que indica las calorías que aporta un


alimento por unidad de peso. Es lógico pensar que al comer alimentos con más
densidad energética, se ingieren más calorías y se engorda. Para evidenciar
este razonamiento, en el documento FESNAD-SEEDO se presentan cuatro
estudios. Los dos primeros son observacionales y los otros dos de
intervención. Veamos todos con más detalle:

En el primero de ellos, "Prospective study of dietary energy density and


weight gain in women"(2008), basado en los datos del Nurse's Health Study II
y haciendo seguimiento a más de 50.000 mujeres, como resumen de sus
conclusiones se incluye una tabla con una larga lista de alimentos, ordenados
en función de su correlación con el sobrepeso y mostrándose de forma
simultánea su densidad energética. Analizándola con detalle, se observa cómo
la densidad energética y la obesidad están asociados, pero con claras
excepciones. Algunos muestran una elevada densidad energética, pero poca
correlación con el sobrepeso: Pollo, aceite de aliño, frutos secos, mantequilla,
mermelada, pan integral, aguacate, licor. Y por el contrario, hay también unos
cuantos que a pesar de tener baja densidad energética, están altamente
relacionados con el sobrepeso: Coca cola, coca cola sin cafeína, otros
refrescos, sopa.

Observando la tabla con detenimiento a mí me parece que, además de la


densidad energética, hay un factor que los alimentos que se asocian con el
sobrepeso también tienen en común: Están altamente procesados o contienen
muchos carbohidratos de rápida absorción o azúcar.

En el segundo estudio, "Dietary energy density predicts women's weight


change over 6 years (2008), se observan los mismos aspectos. En este caso la
muestra es menor, unas doscientas mujeres, a las que se hizo seguimiento
durante 6 años (tras recibir algún consejo nutricional basado en la criticada y
ya retirada food pyramid de la USDA). Se encontró correlación entre mayor
densidad energética y mayor sobrepeso, pero si miramos las tablas y
resultados del estudio completo, observamos que los alimentos están muy
poco segmentados. Es decir, que se mete en el mismo saco a todas las grasas y
todas las carnes, por ejemplo, por lo que es muy difícil poder sacar
conclusiones o hacer recomendaciones detalladas. Sólo los carbohidratos y
los vegetales presentan cierta segmentación y se observa que las mujeres que
más engordaron también comían más carbohidratos de rápida absorción (pan,
bollería) y patatas fritas.

¿Hay más estudios similares no incluidos en el documento FESNAD-SEEDO?


Pues sí y las conclusiones son parecidas, observándose el mismo fenómeno:
que el criterio de correlacionar la alta densidad energética con el sobrepeso a
veces funciona, pero otras no, porque tiene bastantes excepciones. Aunque no
está especificamente diseñado para analizar la densidad energética, en el
estudio de 2010 "Changes in Diet and Lifestyle and Long-Term Weight Gain
in Women and Men " en el que se hicieron seguimiento a 120.000 personas
durante 20 años (se utilizaron los mismos datos que para el primer estudio
visto con anterioridad, tomados del NHS II) y así quedaron clasificados
algunos alimentos según su correlación con la obesidad (cuanto más arriba,
más correlación con la obesidad):
Como puede observar, hay algunos de alta o destacable densidad energética
que aparecen en posiciones muy cercanas al centro (con poca relación con la
obesidad) e incluso bajas: Queso, mantequilla, nueces, comida frita. El yogur,
que tiene una densidad energética media, salta a la posición más baja ya que
presenta una correlación muy negativa con la obesidad. Y las primeras
posiciones, las de los que más engordan, las copan alimentos con
carbohidratos de rápida absorción (sobre todo patatas fritas), carnes y
cárnicos procesados... junto con los refrescos, que tienen baja densidad
energética.

Volvamos a las evidencias del documento FESNAD-SEEDO, en este caso a


los estudios de intervención. El trabajo "Reductions in dietary energy density
are associated with weight loss in overweight and obese participants in the
PREMIER trial” (2007), tiene 6 meses de duración y realmente es parte de la
iniciativa PREMIER, dirigida a reducir la presión arterial. Se dividió en tres a
un grupo de unas 650 personas a las que se les asignaron diferentes tipos de
alimentos. Y en efecto, se observó correlación entre la densidad energética y
el sobrepeso. Pero es una pena que no podamos analizar el efecto de los
diferentes tipos de alimentos porque las publicaciones originales no aportan
detalles. Al leer las tablas que se incluyen se observa que adelgazaron más
aquellos que redujeron de forma importante sobre todo la ingesta de
carbohidratos refinados, dulces, carnes y grasas y los que aumentaron la de
frutas y vegetales y lácteos. Me parece correcto, aunque aporta poquísima
información para evaluar la causalidad de la densidad energética al haber
metido en el mismo grupo a todas las grasas y todas las carnes. Y de nuevo las
nueces son la excepción (y con las grasas tampoco está tan claro): a pesar de
su alta densidad energética, su correlación con el sobrepeso es muy pequeña o
se obtienen resultados dudosos.

El cuarto estudio, “Energy intake and body weight effects of six months
reduced or full fat diets, as a function of dietary restraint” (1998), también
analizó la intervención sobre un grupo de unas 200 personas que se subdividió
en subgrupos en función de su fuerza de voluntad y a los que se les aplicó una
investigación orientada a evaluar sus comportamientos en la compra e ingesta
de alimentos, dándoles opción a adquirir alimentos normales o sus versiones
"light" (sin grasa) en un supermercado preparado. Se concluyó que los que
más adelgazaron fueron los que más productos light comieron y más fuerza de
voluntad tenían. Y los que más engordaron fueron los que más productos con
grasa eligieron y más libremente comieron. Un estudio con bastantes
limitaciones, ya que por su metodología tan especial es muy difícil aislar el
efecto de cualquier variable. No se hizo ningún análisis de otros factores o
segmentación de alimentos que pudieran influir en el resultado. Además, el
plazo fue bastante modesto: 6 meses.

Recomendaciones de otras asociaciones y entidades

La segunda perspectiva con la que el documento FESNAD-SEEDO justifica la


estrategia de reducción de calorías y grasas es mencionando y recopilando las
recomendaciones de una buena cantidad de asociaciones internacionales
relacionadas con la nutrición y organismos oficiales. La mayoría de ellas,
efectivamente, así lo hacen. Aunque el documento no detalla en base a qué
estudios o investigaciones se sustentan todas esas recomendaciones.

Otros estudios

Bien, este ha sido el soporte científico que propone el consenso de expertos


español. Pero si usted intenta buscar por su cuenta grandes estudios o
revisiones sistemáticas que puedan evidenciar la efectividad a largo plazo de
la reducción de grasas o calorías para combatir la obesidad, no lo tiene fácil.
Un servidor ha estado un tiempo haciéndolo y me gustaría destacar otros
estudios y revisiones muy relevantes y relacionados con el tema, con los que
uno se encuentra irremediablemente en esta búsqueda.

El primero que quiero mencionar se realizó en 2002 y se hizo mediante la


iniciativa Cochrane, que como ya sabe es la referencia mundial para revisar
estudios científicos y sacar conclusiones médicas. Se titula "Advice on low-fat
diets for obesity" e hizo una revisión sistemática y detallada de los estudios
de intervención más rigurosos que se habían basado en dietas bajas en grasas y
reducción de calorías. Su conclusión se traduciría de la siguiente forma: “Las
dietas bajas en grasas no son mejores que otras dietas en la consecución de
pérdidas de peso a largo plazo”. Es una forma "suave" de explicar lo que se
ve en los datos que presenta, que son bastante desalentadores: Este tipo de
dietas tras los primeros 6 meses permiten adelgazar unos 5 kilos, a los 12
meses la reducción se queda en 2,3 kilos y a los 18 meses deja de ser eficaz
por completo para perder peso.

Otra importante revisión sistemática de dietas de intervención más reciente,


sobre todo de aquellas centradas en el control calórico, "The clinical
effectiveness and cost effectiveness of long-term weight management
schemes for adults: a systematic review"(2011) llega a similares
conclusiones: Al pasar los meses, en unos pocos años los kilos perdidos se
recuperan y las pérdidas de peso prácticamente desaparecen.

Incluso las versiones más extremas de las dietas bajas en calorías, las que
aportan menos de 800 Kcal al día y que se suelen aplicar en situaciones
médicas o de salud también especiales, consiguen resultados mediocres a
largo plazo. En el meta-análisis "The evolution of very-low-calorie diets: an
update and meta-analysis" (2006) se concluyó que las dietas muy bajas en
calorías consiguen pérdidas de unos seis kilos al final de los estudios más
largos.

Entre las más recientes, en el año 2012, se realizó el meta-análisis “Effect of


reducing total fat intake on body weight: systematic review and meta-
analysis of randomised controlled trials and cohort studies”, con relativo
impacto mediático. El trabajo fue bastante exhaustivo, seleccionando 33
estudios de intervención que siguieron la estrategia de reducir la cantidad de
grasas ingeridas con una duración interesante por lo amplia: Desde 6 meses
hasta cinco años. Y los resultados no difirieron demasiado de la tónica
general. La pérdida de peso media que se obtuvo fue de unos escasos 1,6
kilos. Sorprendentemente, los autores concluyeron que "La reducción de la
grasas totales conlleva una pequeña pero estadística y clínicamente
significativa reducción de peso en adultos (...)". Espero que me perdonen los
autores, pero a mí poco más de un kilo de adelgazamiento en intervenciones de
tanta duración me parece un valor muy pequeño y muy lejano a poder
considerar la reducción de grasas como algo clínicamente eficaz en la lucha
contra la obesidad.

Centrándonos en estudios concretos, la intervención más espectacular


realizada nunca para reducir la ingesta calórica, sobre todo sustituyendo las
grasas y reduciendo calorías – y que tampoco está en el consenso FESNAD-
SEEDO - se realizó en el impresionante y carísimo estudio “Women’s Heath
Initiative Dietary Modification Trial”, cuyos resultados se publicaron en el
año 2006, controlando y asesorando a casi 50.000 personas divididas en dos
grupos, a lo largo de siete años y medio. Durante el primer año los resultados
fueron prometedores, con interesantes pérdidas de peso. Pero a largo plazo,
cuando los años pasaron y a pesar de que las mujeres participantes sobre las
que se estaba actuando seguían a dieta y bajo control, intentando comer menos
grasas y más carbohidratos, recuperaron el poco peso perdido. Los resultados
fueron concluyentes: La media de adelgazamiento fue mínima, de
aproximadamente medio kilo al final del estudio. Sí, ha leído bien. Tras siete
años a dieta únicamente consiguieron medio kilo menos.

Conclusiones

Respecto a la densidad energética, como era de esperar es un factor


correlacionado con la obesidad. Pero su soporte científico como herramienta
terapéutica para combatir la obesidad es irregular, probablemente porque sea
un factor más a tener en cuenta entre unos cuantos en la dieta y la alimentación:
velocidad de digestión, capacidad saciante, nutrientes, efecto sobre las
hormonas, etc. Además, puede crear confusión entre las personas con
sobrepeso, al tener bastantes excepciones.

Centrándonos en lo que nos interesa y respondiendo a la pregunta inicial,


viendo los estudios existentes yo me atrevería a decir que la evidencia
científica que hay sobre la efectividad clínica de la reducción de las grasas y
las calorías para combatir la obesidad a largo plazo es más bien escasa. Lo
que he presentado en este artículo creo que es lo más relevante que hay al
respecto. Aunque la termodinámica es indiscutible, las personas no somos
capaces de mantener las exigencias que se piden con este tipo de estrategias.
Nos guste o no, parece que es así.
¿Se puede adelgazar sin pasar hambre?

Basta con dejar de comer y se adelgaza. Es tan obvio... como inefectivo. En


efecto, dejando de comer se pierde peso, pero entonces comienza la lucha
contra el hambre. Una lucha terrible, desigual, en la que tenemos todas las que
perder. Porque el hambre es una de las grandes fuerzas de la naturaleza,
íntimamente unida a la supervivencia y por la que seríamos capaces de
cualquier cosa. Hasta de matar.

Afortunadamente, la sensación de hambre que podemos sentir al seguir una


dieta de adelgazamiento que nos obliga a comer menos de lo que nuestro
apetito nos dicta, no nos empujará a matar. Pero con mucha probabilidad
acabará siendo insoportable a largo plazo, como se ha demostrado una y otra
vez durante décadas y como hemos visto en el apartado anterior. A pesar de
que estemos ingiriendo más calorías de las que realmente necesitamos, si
nuestro punto de ajuste está marcando reserva continuamente, tarde o
temprano acabaremos llenando el depósito hasta que deje de atormentarnos.

Por eso una estrategia de adelgazamiento a largo plazo no debe basarse en


comer menos, sino en comer mejor. Como veremos en el apartado “Energía y
Metabolismo”, al comer alimentos para los que nuestro cuerpo está diseñado
conseguiremos que nuestro punto de ajuste vuelva a su ser y nos avise de
forma más eficaz, haciéndonos sentirnos saciados cuando realmente hayamos
ingerido lo que nuestro cuerpo necesita. Y el metabolismo gestionará de forma
eficiente, racional y equilibrada toda esa energía por nuestro organismo. Si
además cambiamos unos cuantos hábitos, entre los que deberíamos priorizar el
hacer ejercicio, estaremos muy cerca de la solución.

Un ejemplo didáctico de este planteamiento lo podemos observar en el estudio


"Body composition, dietary composition, and components of metabolic
syndrome in overweight and obese adults after a 12-week trial on dietary
treatments focused on portion control, energy density, or glycemic index"
(2012), publicado en Nutrition Journal. Los investigadores americanos
dividieron a 150 pacientes en tres grupos de forma aleatoria, aplicando una
estrategia diferente a cada uno. Al primero se le aplicó una dieta controlando
las porciones y las calorías, siguiendo las directrices habituales y
recomendadas por asociaciones de dietistas y organismos oficiales. En el
segundo los esfuerzos se centraron en evitar los alimentos de mayor densidad
energética. Y en el tercero se promovió el consumo de alimentos de bajo
índice glucémico.

Lo más interesante es que, a diferencia de en el primero, en el segundo y tercer


grupo no se limitaron las cantidades en las comidas, se les dejó a los sujetos
comer lo que consideraran oportuno (únicamente se les dieron
recomendaciones para aprender a dejar de comer un poco antes de sentirse
repletos).

Tras casi tres meses, los resultados de pérdida de peso, otros indicadores
relacionados con la salud y el síndrome metabólico fueron muy similares para
las tres propuestas.

En 2013, el los investigadores del estudio “Effects of a low-carbohydrate diet


on weight loss and cardiometabolic profile in Chinese women: a randomised
controlled feeding trial” vivieron una experiencia similar. Tras poner a dieta
a 50 mujeres durante 12 semanas, la mitad de ellas (aleatoriamente) bajo una
propuesta baja en calorías y cantidades limitadas y la otra mitad con una dieta
muy baja en carbohidratos en la que podían comer a voluntad el resto de los
alimentos. Los resultados de perdida de peso fueron los mismos y los
indicadores del perfil lipídico incluso fue mejor entre el segundo grupo.

Estos resultados, en mi opinión, pueden extrapolarse a la vida real. Si las


personas consiguen saber qué alimentos son los más adecuados para que su
metabolismo funcione con normalidad, y por qué, no tendrán que pasar hambre
y su organismo podrá auto-regularse con eficacia.

¿Quiere decir que la dieta de bajo índice glucémico o baja en carbohidratos es


la mejor? No siempre, dependerá de su cuerpo, sus costumbres, su
metabolismo… Pero los estudios mencionados creo que sirven para mostrar
que es posible adelgazar sin pasar hambre.
Podrá aprender cómo hacerlo con el apoyo de expertos profesionales en
dietética y nutrición, y también con la ayuda de la información que leerá en
posteriores apartados. Y, por supuesto, en el libro “Lo que dice la ciencia
para adelagazar”.
¿La variedad de la dieta es buena o mala para la obesidad?

¿Una dieta debe ser variada? ¿Cuánto de variada, mucho, lo suficiente, no


demasiado...? Aunque no es algo muy conocido, la variedad de la
alimentación ha pasado por diferentes etapas de valoración, que han
modificado sustancialmente las recomendaciones relacionadas con la
diversidad de los alimentos que se deberían comer.

Probablemente la tendencia más extendida y aceptada es la más antigua, la que


considera la variedad como una cualidad positiva. Es una idea muy arraigada,
ya que el sentido común nos empuja a pensar que ayuda a conseguir una
mayor diversidad de nutrientes y también a prevenir una alimentación
monótona, aburrida y poco satisfactoria. La frase "comer de todo un poco",
uno de los tópicos más populares en nutrición, probablemente provenga de
esta época y de esta presunción. Y su popularidad puede que también tenga
que ver con lo agradable que resulta aceptarla, ya que comparada con otras
recomendaciones nutricionales, normalmente restrictivas y bastante
antipáticas, es casi un placer seguirla.

Como indicación de la aceptación de este planteamiento, en la primera versión


del Healthy Eating Index de 1995 - el índice que se utiliza para calcular lo
saludable que es una dieta - se incluyó la variedad como factor positivo, que
podía llegar a aportar hasta un 10% de la puntuación total del índice.

Sin embargo, poco después las cosas empezaron a cambiar, ya que se


publicaron diversas investigaciones que hacían pensar que una dieta variada
se asociaba con un mayor sobrepeso. Por ejemplo, las revisiones "Dietary
variety, energy regulation, and obesity" (2001) y "Effect of sensory
perception of foods on appetite and food intake: a review of studies on
humans" (2003) sugirieron en sus conclusiones que había estudios que
confirmaban esta relación. Posteriores trabajos, tales como "Volume and
variety: relative effects on food intake" (2006) , "Understanding variety:
tasting different foods delays satiation" (2006) o “Associations between food
variety and body fatness in Hong Kong Chinese adults” (2004) también
parecían asociar un riesgo de comer más en dietas más variadas.
Así que la revisión de las “Dietary Guidelines” norteamericanas y el Healthy
Eating Index de 2006 eliminaron de su lista de factores positivos la variedad.
Y entre los profesionales de la nutrición que estuvieran al tanto de la
investigación más reciente se extendió la idea de que una dieta demasiado
variada podía ser contraproducente en la lucha contra la obesidad. Algunos
estudios complementarios remataron la faena, como por ejemplo el publicado
en 2008, "Dietary variety impairs habituation in children", en el que se
observó que el exceso de variedad dificultaba que los niños se acostumbraran
a los alimentos.

Sin embargo, hay aspectos en estos razonamientos que presentan algunas


sombras. Si usted lee los diferentes estudios y trabajos originales, comprobará
cómo en casi todos ellos se destaca que el concepto de variedad está muy
poco definido y estandarizado, y que cada uno evalúa con diferencias
importantes. Por otro lado, a menudo se observa que este factor aparece
mezclado con la palatabilidad, es decir, el placer o recompensa que sentimos
al comer algo. Ambos están relacionados, y como comentaré más adelante,
parece bastante comprobado que una elevada palatabilidad genera complejas
reacciones cerebrales, favorece el sobrepeso e incluso podría desembocar en
una especie de adicción a algunos alimentos. Pero conceptualmente la
palatabilidad y la variedad son diferentes, se puede seguir una dieta muy
variada sin exceso de alimentos muy palatables, y viceversa. Así que se
debería tener especial cuidado en no confundirlos a la hora de hacer
recomendaciones.

Con ánimo de aportar algo de luz sobre el tema, se publicó en 2013 en British
Journal of Nutrition una excelente revisión sistemática sobre esta interesante
cuestión, "Associations between dietary variety and measures of body
adiposity: a systematic review of epidemiological studies". Los autores
analizaron los estudios observacionales y de intervención más importantes,
tanto de forma global como de forma segmentada. En concreto, estudiaron de
forma separada el efecto de la variedad de la dieta entre alimentos más
saludables o recomendables y entre alimentos menos saludables.

La principal conclusión de los investigadores americanos se refleja en el


siguiente gráfico, en el que he representado el número de estudios que
obtienen una asociación o relación entre la grasa abdominal (directa, inversa o
no existente) y el tipo de alimento (global, recomendado o no recomendado):

Relación entre la variedad de la dieta y la grasa abdominal

Para una mejor interpretación, he representado de color gris el efecto positivo


(o relación inversa) y en negro el efecto negativo (o relación directa). Como
pueden observar, la heterogeneidad es muy elevada y los resultados diversos y
a veces contradictorios, así que es un poco arriesgado sacar conclusiones
tajantes. Pero, puestos a hacerlo - que para eso se hacen los estudios -, yo
haría las siguientes (que coinciden con las de los autores):

Para la globalidad de los alimentos (barra de la izquierda), los estudios que


encuentran una relación inversa (gris) o los que no encuentran relación
(blanco) entre la variedad y la grasa abdominal son bastante más que los que
encuentran una relación directa (negro), así que en principio, la variedad
parece una característica global buena o aceptable.

En la segmentación de alimentos no recomendados (barra central), la relación


directa (negro) es claramente mayor que la inversa (gris), así que cuando se
ingieran este tipo de alimentos, conviene que la variedad se minimice para
controlar su ingesta.
Y en la segmentación de alimentos recomendados (barra de la derecha), la
relación es sobre todo inversa (gris) o no significativa (blanco), así que en
este caso la variedad es algo bueno y que debería promoverse.
Bueno si lo piensa un poco, es de sentido común. Mucha variedad en lo bueno
pero poca en lo menos bueno. Por ejemplo, llevando estas ideas a la práctica,
si usted quiere ofrecer un desayuno saludable, incluya varias frutas pero solo
un tipo de galletas.

Tiene su lógica y está soportado por la ciencia. Y parece que esta directriz
mantiene margen para seguir disfrutando con la comida variada. Aunque el
debate sobre qué es lo bueno y lo menos bueno sigue abierto, claro.
¿Concienciación y objetivos alcanzables aumentan el éxito de una dieta?

Algunas de las recomendaciones de algunos profesionales de la nutrición


suelen estar relacionadas con la sistematicidad y detalle con la que debe
abordarse el proceso de adelgazamiento. En concreto, se suele hacer especial
hincapié en tres aspectos:

1. Estar suficientemente concienciado: Para empezar una dieta en la que


probablemente habrá que restringir cosas o cambiar comportamientos, hay que
tener una motivación suficiente y estar dispuesto a hacer el esfuerzo que sea
necesario. Por lo tanto, la preparación previa es fundamental para asegurar
que se llega a dicho momento estando “maduro” y concienciado.

2. Ponerse objetivos accesibles: Fijarse objetivos alcanzables, pequeños y


progresivos, permite ir obteniendo pequeños resultados que motivarán más en
las fases siguientes y ayudarán a tener fuerzas y ánimos para continuar.

3. Evitar pérdidas de peso rápidas: Si se sigue una dieta que nos hace
adelgazar demasiado rápido, hay más probabilidad de que tengamos “efecto
rebote” y será más difícil mantener el peso perdido a largo plazo. La dieta
eficaz no parece ser compatible con la prisa.

Le suenan ¿verdad?. Y además parecen totalmente razonables, lógicas y con


sentido. Pero, ¿estas recomendaciones están soportadas por la ciencia? En
2013 la reconocida publicación New England Journal of Medicine publicó el
trabajo “Myths, Presumptions, and Facts about Obesity", en el que una
buena cantidad de expertos analizaron la bibliografía científica relacionada
más de una docena de mitos y presunciones muy aceptadas y repetidas por
médicos y nutricionistas. Y estos tres aspectos estuvieron entre los “elegidos”,
con resultados bastante sorprendentes.
El mito de “estar preparado” parece que no se pudo confirmar ya en 1999,
cuando se publicó el estudio “Dieting readiness test fails to predict
enrollment in a weight loss program”, en el que se comprobó que aquellas
personas que habían sido clasificadas como más preparadas para hacer dieta
no consiguieron mejores resultados. Igualmente, en el estudio de 2008
“Motivational interviewing fails to improve outcomes of a behavioral weight
loss program for obese African American women: a pilot randomized trial”,
las mujeres que acudieron a varias sesiones de motivación previas no
consiguieron mejores resultados que las que simplemente siguieron la dieta,
sin preparación previa.

Respecto a la accesibilidad de los objetivos, diversos estudios no han podido


comprobar su eficacia o han obtenido resultados confusos y diversos, sin
ventajas en el mantenimiento del peso a largo plazo o con resultados igual de
buenos (o mejores) cuando se ponen objetivos muy ambiciosos y poco
realistas. Estos son unos cuantos:

Weight loss goals and treatment outcomes among overweight


men and women enrolled in a weight loss trial (2005)
The role of patients' expectations and goals in the behavioral
and pharmacological treatment of obesity (2007)
Are unrealistic weight loss goals associated with outcomes for
overweight women? (2004)
Changing weight-loss expectations: A randomized pilot study
(2005)

Para finalizar, la pérdida de peso rápida muy a menudo se asocia a una


recuperación del peso igual de rápida. Suena un poco a castigo divino, ya que
tendemos a pensar que algo muy satisfactorio, debe de tener su contrapartida
negativa. Así que se suele aceptar con resignación y muchos profesionales
suelen utilizarlo como amenaza cuando les toca criticar la dieta de moda de
turno (de hecho, la promesa de pérdida de peso rápida está incluida entre las
características de las llamadas dietas milagro contra las que alertan los
organismo oficiales).

Sin embargo, los estudios indican que la velocidad de adelgazamiento no es un


factor especialmente relevante para el éxito de una intervención dietética de
este tipo, porque los que adelgazan más despacio tampoco consiguen mejores
resultados. De hecho, algún estudio concluye que las pérdidas de peso rápidas
pueden ser un factor de éxito, más que de fracaso, como por ejemplo el
realizado en 2010 “The association between rate of initial weight loss and
long-term success in obesity treatment: does slow and steady win the race?”
y el publicado en el año 2000 “Lessons from obesity management
programmes: greater initial weight loss improves long-term maintenance”.

Por lo tanto, en mi opinión, basarse en este tipo de mitos y presunciones para


conseguir que alguien pierda peso es arriesgado; si el proceso fracasa es
probable que lo achaquemos erróneamente a alguno de los factores
comentados.

Personalmente creo que la forma más natural y de sentido común para que una
persona adulta cambie de vida y pierda peso es mediante la educación y
formación a fondo sobre lo que es una alimentación saludable y cómo
incorporarla a su día a día. Todo lo demás son adornos con poca o ninguna
base. E incluso así será complicado.
¿Tienen soporte científico las dietas disociadas?

Las dietas disociadas son todavía bastante populares y sus seguidores y


“gurús” aseguran que comiendo ciertos grupos de alimentos de forma separada
se pierde peso. Por ejemplo, sin mezclar carbohidratos y proteínas en la
misma comida. Hay decenas de libros basados en esta teoría, siendo La
Antidietas una de las más populares. Hasta Rafaella Carrá tiene su método
disociado.

Los que catapultaron definitivamente estas ideas al gran público hace ya un


tiempo fueron el matrimonio Diamond, los autores del libro Fit for Life (en
España traducida como La Antidieta). Esta obra, escrita al más puro estilo
"autoayuda yanki", está repleta de falsedades. Los Diamond se basan en
extravagantes principios establecidos hace más de cien años por médicos
alternativos que pensaban que todos los medicamentos son un veneno. Para
justificar sus recomendaciones de comer los alimentos separados, aportan
argumentos en los que mezclan chapuceramente conceptos diversos: El
supuesto entorno ácido o básico de la digestión, los “ciclos naturales” y
horarios preferentes de nuestro organismo para transformar los alimentos…

Evidentemente, ninguno de estos conceptos está en ningún manual moderno de


fisiología, endocrinología o metabolismo sencillamente porque son falacias,
es decir, afirmaciones que parecen verdaderas pero que son barbaridades
científicas. Porque nadie las ha demostrado nunca. Las explicaciones que dan
suelen estar plagadas de errores y a menudo incluyen la verborrea habitual del
lenguaje pseudocientífico, para dar cierto caché a lo que dicen y aprovechar
también la eficacia que siempre produce meter un poco de miedo: energías,
esencias, tóxicos que nos engordan, comida que se pudre en el cuerpo en
lugar de digerirse... Por no hablar de los ridículos ejemplos y analogías:
Animales que en la naturaleza comen mucho más sano que nosotros (claro, por
eso se mueren a patadas por parásitos, infecciones digestivas y malnutrición),
supuestas civilizaciones ancestrales que viven más de cien años...

Como es de esperar, las referencias científicas que incluyen todos estos libros
son escasísimas, por no decir nulas. Y las que hay dan pena. La mayoría son
muy antiguas, de hace muchas décadas e imposibles de encontrar por ningún
lado. Suelen ser de temas periféricos (comer vegetales, comer carne), nunca
incluyen ninguna referencia rigurosa y contrastada que demuestre que comer
los alimentos de forma disociada sirva para perder peso.

Un estudio de ese tipo sería bien sencillo de hacer. Bastaría dividir personas
en dos grupos y darles a comer los mismos alimentos a ambos, pero a uno de
ellos de forma disociada y al otro no. Es lo que se hizo en este estudio que se
publicó en el International Journal of Obesity en el año 2000 “Similar weight
loss with low-energy food combining or balanced diets”, que yo sepa, el
único estudio medianamente serio al respecto, y el resultado fue el esperado:
Los que comieron disociado no obtuvieron ninguna ventaja significativa
respecto a los que no lo hicieron. Los Diamond, a pesar de haber ganado
millones, no han promovido ningún estudio para dar solidez a su método. Ni lo
harán nunca, claro.

Como ocurre con la mayoría de los métodos milagrosos, hay gente que lo
prueba y pierde peso a corto plazo. El famoso "a mi me funciona". En este
caso, ese adelgazamiento inicial es perfectamente lógico, ya que además de
disociar, los autores exigen la restricción de bastantes alimentos: Carnes,
dulces, harinas, grasas... Y claro, así sí que funcionan, al menos por un
tiempo. Pero no por disociar, claro.

Esta es una dieta que yo no calificaría como "dieta milagro". Simplemente es


una "dieta estafa".
¿Las dietas cetogénicas o muy bajas en carbohidratos son peligrosas?

Las dietas cetogénicas son aquellas en las que la cantidad de carbohidratos se


reduce casi hasta desaparecer, de forma que nuestro organismo obtiene la
energía que necesita dando prioridad a otras rutas y procesos metabólicos
diferentes a los de la glucosa: a partir de grasas y proteínas. Estos nuevos
“caminos” incluyen reacciones que tienen como resultado la generación de
unos compuestos llamados “cuerpos cetónicos” (de ahí su nombre): Acetona,
ácido acetoacético y ácido beta-hidroxibutírico. Son bastante populares
porque las famosas dietas Atkins o Dukan utilizan diferentes tipos de dietas
cetogénicas en las primeras fases de sus métodos.

Para que nuestro metabolismo utilice estas rutas metabólicas en la obtención


de la energía y decida “entrar en cetosis” la dieta debe ser muy restrictiva en
carbohidratos, por lo que la reducción de alimentos que aporten este nutriente
es muy importante. En esas condiciones, con muchos alimentos descartados,
puede ser más complicado diseñar un programa alimenticio completo y que
incluya todos los nutrientes necesarios, con gran cantidad de vegetales bajos
en carbohidratos y de carnes y pescados de alta calidad. Pero más complicado
no significa imposible.

Por parte de sus detractores se suele decir que este otro camino de obtención
de la energía es “anormal” e incluso “patológico” y los más extremistas le han
achacado gran cantidad de problemas y peligros. Sin embargo, como ha
ocurrido en otros casos, no han sido más que exageraciones sin soporte
científico.

Nuestro metabolismo ha evolucionado para tener numerosos recursos que le


permitan conseguir la energía que necesita, especialmente para que nuestro
cerebro no deje de funcionar ni un solo minuto, algo que sería fatal. En el
pasado, durante cientos de miles de años, cuando la obtención de alimentos no
era algo tan fácil, sin duda el ser humano pasaba largos periodos de tiempo
con muy poca diversidad alimentos. Una buena temporada de caza podía
permitir estar un tiempo alimentándose casi exclusivamente de carne y una
mala época les obligaría a tener que conformarse durante meses con bayas,
frutas, raíces y otros vegetales. Y es muy probable que estas variaciones se
intercalaran con importantes periodos de carencias y necesidad, sin mucho que
llevarse a la boca. Y el cuerpo de nuestros antepasados (igual que el nuestro
ahora) era capaz de obtener lo que necesitaba de cada situación.

En base a estas hipótesis no tiene demasiado sentido definir como


“patológico” alguno de estos mecanismos fisiológicos y metabólicos y mucho
menos si tampoco existen evidencias sólidas que soporten esa definición.

Lo cierto es que, a pesar de su popularidad, epidemiológicamente no se sabe


demasiado sobre las dietas cetogénicas. Existen bastantes estudios analizando
sus efectos a corto plazo y hay que reconocer que en general suelen ser
bastante favorables para circunstancias concretas. Los estudios y revisiones
como Ketogenic diets and weight loss: basis and effectiveness (2008), The
ketogenic diet: an underappreciated therapeutic option (2011) han
concluido que provocan pérdidas de peso iniciales muy rápidas, que mejoran
algunos indicadores importantes como los triglicéridos, los niveles de glucosa
y colesterol bueno, que pueden generar algún efecto secundario menor al
principio (mal aliento, mareos, náuseas, menor rendimiento deportivo,
calambres, estreñimiento). Además, la revisión realizada por Cochrane en
2012 Ketogenic diet and other dietary treatments for epilepsy y también la
titulada “The effects of the ketogenic diet on behavior and cognition” (2012)
confirman que son eficaces como terapia en enfermedades tales como la
epilepsia y otros transtornos neurodegenerativos. Incluso se han hecho algunos
ensayos para probar su eficacia como apoyo a personas con cáncer maligno,
con resultados bastante prometedores, como se explica en el trabajo de 2012
“Is the restricted ketogenic diet a viable alternative to the standard of care
for managing malignant brain cancer?”.

En 2013, investigadores brasileños publicaron un interesante meta-análisis,


“Very-low-carbohydrate ketogenic diet v. low-fat diet for long-term weight
loss: a meta-analysis of randomised controlled trials”, recopilando los
resultados de estudios que hubiesen comparado dietas cetogénicas y dietas
bajas en grasas, en plazos relativamente largos, entre uno y dos años. Las
conclusiones tampoco hacen pensar que este tipo de dietas sean especialmente
dañinas, ya que las cetogénicas superaron a las dietas en grasas en la mayoría
de los indicadores de salud: Pérdida de peso, HDL, presión arterial y
triglicéridos. Eso sí, las diferencias fueron más bien pequeñas.

Sin embargo, poco o nada se sabe sobre sus posibles efectos a largo plazo:
Efectividad, seguridad, etc., no hay estudios epidemiológicos que las hayan
testado. Los estudios que han analizado las dietas bajas en carbohidratos no
han llegado, ni mucho nenos, a niveles lo suficientemente bajos de este
macronutriente como para explorar los efectos de la cetosis en largos periodos
de tiempo. Así que si se decide por este tipo de dietas, por el momento será
por su cuenta y riesgo. Habrá que seguir esperando a que nuevas
investigaciones aporten luz sobre el tema.
¿Se puede mantener el rendimiento deportivo con las dietas cetogénicas?

Una de las cuestiones que se reprocha a las dietas cetogénicas es su efecto


negativo en la capacidad física y deportiva. Sus detractores, basándose en
estudios previos, afirman que este mecanismo energético no es tan eficiente ni
obtiene los mismos resultados que el basado principalmente en carbohidratos.
En el otro extremo, algunos de los expertos que las defienden sostienen -
entre otras cosas - que esos resultados negativos se deben a que el cuerpo
necesita tiempo para adaptarse totalmente a la nueva alimentación, por lo que
hay que darle varias semanas.

Un estudio reciente parece darles algo de razón, al menos en el tema del


tiempo. En "Ketogenic diet does not affect strength performance in elite
artistic gymnasts” (2012), se explica cómo científicos italianos administraron
una dieta cetogénica modificada a un pequeño grupo de gimnastas de élite
durante un meses, comprobando posteriormente que, además de servirles para
perder kilo y medio de grasa pura, no existieron diferencias significativas en
el rendimiento deportivo.

La verdad es que hay muy pocas investigaciones sobre el tema. Hace bastantes
años se publicaron un par de trabajos realizados por investigadores conocidos
defensores de este tipo de dietas, que parecían obtener conclusiones bastante
prometedoras, sin grandes diferencias en el rendimiento:

Capacity for moderate exercise in obese subjects after


adaptation to a hypocaloric, ketogenic diet. (1980)
The human metabolic response to chronic ketosis without
caloric restriction: preservation of submaximal exercise capability
with reduced carbohydrate oxidation (1983)

Aunque también otros pocos estudios posteriores realizados por otros autores
llegaron precisamente a las conclusiones contrarias:

Comparison of carbohydrate-containing and carbohydrate-


restricted hypocaloric diets in the treatment of obesity. Endurance
and metabolic fuel homeostasis during strenuous exercise (1981)
Adaptation to a fat-rich diet: effects on endurance performance
in humans (2000)

El hecho de que ese tipo de dietas no se utilicen en el deporte profesional, que


es un área muy dinámica y cambiante, no dice mucho en su favor. Pero
tampoco significa que en una situación mucho menos exigente respecto al
rendimiento físico no puedan ser una opción a evaluar.

Por lo tanto, aunque el resultado del último estudio es interesante, es evidente


que habrá que esperar resultados de futuros trabajos de investigación.
¿Hay pruebas científicas que demuestren que la Dieta Dukan funciona?

Hay que reconocer que la Dieta Dukan funciona. Claro que funciona, podría
decirse que es el pelotazo de las dietas. Como he comentado en apartados
anteriores, al menos a corto-medio plazo las dietas cetogénicas suelen ser
efectivas para la pérdida de peso. Y como la Dieta Dukan en sus primeras
fases es de este tipo de dieta, consigue resultados rápidos y espectaculares. Y,
siendo honestos, hay pocas evidencias científicas que demuestren que por
seguirla durante un tiempo limitado vaya a haber algún problema de salud en
personas sanas. Es probable que los beneficios por el peso perdido, si éste es
importante, sean mayores, así que tampoco se trata de asustar a nadie con
exageraciones y amenazas apocalípticas.

Pero que quede claro: La dieta Dukan en las fases en las que más adelgaza (las
dos primeras) es muy restrictiva, elimina casi todos los carbohidratos pero
también reduce de forma muy importante los vegetales y las grasas, algo que
no hacen otras dietas cetogénicas. Comer durante un montón de semanas
únicamente carne, pescado y unos pocos vegetales es un suplicio. La
supresión de los carbohidratos refinados me preocupa menos (por las razones
que veremos en próximos apartados), pero la restricción de los vegetales y las
grasas es más relevante, sobre todo si se aplica durante demasiado tiempo, ya
que puede dar lugar a carencias nutricionales.

Pero todo esto es casi secundario porque lo más destacable de este método es
que, llegados a un punto, las recomendaciones de Dukan dejan de funcionar.
En lo que falla es precisamente en el momento más difícil, su última fase, la
que el francés llama estabilización, la que hay que seguir durante el resto de
nuestras vidas para mantener el peso. En un principio podría parecer que en
esta última parte se puede comer con normalidad, cumpliendo solo tres reglas:
Comer un día a la semana proteínas, tomar un poco de salvado cada día y no
utilizar el ascensor. Y digo "parecer", porque Dukan es meditadamente
impreciso en esta fase. Por un lado afirma que se puede comer con normalidad
si se respetan esas tres reglas, pero por otro recomienda tener en cuenta todo
lo que se ha aprendido durante el resto de fases. ¿Qué significa esto? Que cada
uno lo interprete, pero lo habitual es que se entienda de dos formas
1. Volver a comer como antes, pero siguiendo las tres reglas.
2. Seguir una dieta bastante restrictiva y parecida a las fases anteriores,
además de las tres reglas.

¿Y cual suele ser el resultado? Los de la primera opción acaban recuperando


el peso perdido (muchos). Y los de la segunda, si son capaces de mantener una
dieta restrictiva, pueden mantener el peso perdido (los menos) y si no, acaban
abandonándola por aburrimiento o monotonía o porque pasan hambre (la
mayoría). Vamos, que en la cuarta fase el castillo de naipes se viene abajo.
Dicho de otra forma, lo peor de esta dieta es que los principios en los que se
basa no son sostenibles a largo plazo. A la mayoría de la gente no le enseña a
cambiar de hábitos (alimenticios y del resto) para comer lo correcto y nutrirse
bien, consiguiendo que su metabolismo se autorregule adecuadamente y
sintiéndose satisfecho. Así que cuando el sistema falla, no son capaces de
encontrar una solución.

Dejando mi opinión a un lado y volviendo a la perspectiva científica, la


realidad es que aunque hay muchos estudios que demuestran que las dietas muy
bajas en carbohidratos sirven para adelgazar a corto-medio plazo, no hay
ninguno que pruebe que las directrices del francés para su última fase
funcionen igualmente. Ni uno solo. Y sería muy sencillo, comparando dos
grupos aleatorios que sigan sus dietas normales, pero uno de ellos con sus tres
reglas añadidas. No creo que sea cuestión de imposibilidad de hacerlos, con
todo el dinero que ya debe haber amasado podría hacer unos cuantos (la
fundación Atkins al menos en esto ha sido más coherente, financiando una
buena cantidad de ellos).

Como guinda del pastel en sus libros también incurre en afirmaciones y


errores difícilmente explicables, que dan mucho que pensar respecto a su
rigor. Por ejemplo, limitar la sal en una dieta cetogénica da como resultado
casi seguro mareos y náuseas, ya que el metabolismo consume mucho más
sodio. O recomendar lácteos bajos en grasa para no engordar en una
afirmación poco basada en la ciencia, como veremos en un apartado posterior.

Vale, puede usted pensar "comprendido, pero prefiero estar los próximos
meses delgado y el resto de mi vida gordo, que gordo desde hoy mismo". Le
entiendo, sobre todo si, como la mayoría, ha probado de todo con resultados
insatisfactorios. O si se ha cruzado con malos profesionales de la nutrición,
que también los hay, como en cualquier otra profesión. Pero, créame, hay
soluciones mucho mejores y con resultados superiores a largo plazo, aunque
sean más progresivas.
¿Tiene soporte científico la dieta alcalina o del pH?

Imagine que le digo que he descubierto que en el interior de algunos alimentos,


en concreto de los vegetales, las verduras, las frutas y el pescado, hay un aura
vital supradimensional positiva y que al comerlos se transmite a nuestro
cuerpo y lo llenan de vitalidad y salud. Y que hay otros que la tienen negativa,
por lo que hay que evitarlos, tales como las carnes y los alimentos industriales
y procesados. Supongo que usted pensaría que o estoy muy despistado o soy un
estafador, asignando a alimentos saludables por otras razones nutricionales
propiedades extraordinarias o inventadas.

Pues le adelanto que algo así es lo que han hecho los inventores de la dieta
alcalina o del pH. Aunque existen diferentes formas de interpretarla, en este
artículo me voy a referir a aquellos planteamientos que piensan que seguir una
dieta basada en reducir la supuesta acidez que los alimentos producen en
nuestro organismo, tiene como consecuencia una enorme cantidad de
beneficios para la salud.

Uno de los más claros promotores de esta idea es Robert O Young (que
previamente fue misionero en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días), conocido practicante de la medicina alternativa en EEUU
(rama en la que ha obtenido sus títulos clínicos, ninguno en medicina de
verdad) y que ha publicado una buena cantidad de libros sobre el tema. El
título de uno de los más populares, The pH miracle (El milagro del pH), lo
dice todo. Este señor ha sido acusado de practicar la medicina sin licencia y
recomendar a enfermos de cáncer sustituir la quimioterapia por sus productos
de herboristeria, entre otras cosas. También suele promover el "live blood
analysis", con el que, según su opinión, observando detenidamente la sangre al
microscopio pueden identificarse muchas enfermedades relacionadas con el
sistema inmunológico. Unas ideas en contra de la opinión científica seria,
como se contaba en el artículo de 1995 "Unproven (questionable) cancer
therapies".

Young y otros extremistas defensores de esta forma de comer se han basado en


algunas hipótesis y estudios sobre la capacidad alcalinizante de los vegetales
en la dieta, y han desarrollado toda una completa teoría que incluye los
tópicos más habituales en este tipo de iniciativas pseudocientíficas:
enfermedades, peligros... y, por supuesto, como contrapartida, resultados
milagrosos y salud para muchos años si se siguen sus consejos.

Le bastará con darse una vuelta por Amazon para comprobar que la iniciativa
ha tenido bastante éxito. La enorme cantidad de libros existentes con los
términos "dieta alcalina" o "dieta del pH" es espectacular, por no hablar de
los cientos de webs y blogs que nos aseguran que siguiéndola libraremos
nuestro cuerpo de las malísimas toxinas que nos inyecta el agresivo entorno de
la sociedad moderna. Por supuesto, como suele ser habitual, muchos de los
que defienden estas teorías también venden los productos paralelos que
ayudan a seguir este tipo de dietas: Suplementos, agua alcalina o aparatos para
aumentar su pH, hierbas...

No voy a entrar a valorar en profundidad si las propuestas dietéticas (que


tienen versiones y matices) son buenas o malas, porque no es ese el asunto.
Como he dicho al empezar este apartado, están sobre todo basadas en
alimentos vegetales y reducen drásticamente las proteínas animales, los
alimentos procesados y los lácteos, así que sus efectos suelen ser los mismos
que siempre han tenido este tipo de dietas. Pero el mérito no está en la gestión
del pH o en alcalinizar nuestro organismo, sino en que se trata de una dieta
muy restrictiva, baja en grasas y calorías, especialmente vegetariana, con poca
proteína animal y sin lácteos. ¿Les suena?

Lo que desmonta todos sus planteamientos es que no hay pruebas de que sus
principios sean verdaderos. Por ejemplo, el más importante, que la dieta
occidental acidifica nuestro cuerpo, sigue sin demostrarse. Nuestro organismo
se mantiene en unos márgenes de pH muy ajustados, los alimentos únicamente
puede llegar a acidificar la orina, sin que se hayan probado mayores
consecuencias directas. Otro tropezón importante es afirmar que la ingesta de
leche está asociada con la acidez de nuestro cuerpo, cuando es algo que no
parece tener demasiado respaldo científico, según se ha visto en estudios
como "Milk and acid-base balance: proposed hypothesis versus scientific
evidence" (2011), en el que se concluía que no existe relación entre ambos
factores.
Respecto a los supuestos beneficios, van más allá de los que podrían
asociarse a una dieta prudente como esta, y eso ya es grave. Una de las
promesas más destacadas es la prevención de la osteoporosis. De nuevo, los
estudios llegan a conclusiones bien diferentes. En el estudio de 2010 "Low
urine pH and acid excretion do not predict bone fractures or the loss of bone
mineral density: a prospective cohort study" se observó que la acidez de la
dieta no está asociada a más fracturas ni pérdida de densidad ósea. En el
meta-análisis de 2011 "Causal assessment of dietary acid load and bone
disease: a systematic review & meta-analysis applying Hill's epidemiologic
criteria for causality", tampoco se encontró ninguna correlación entre la
acidez de la dieta y la osteoporosis, ni ninguna prueba de la eficacia de la
dieta alcalina para su prevención. Y en 2013, la revisión “Does a High
Dietary Acid Content Cause Bone Loss, and Can Bone Loss Be Prevented
With an Alkaline Diet?” realizada por expertos canadienses, no solo llegó a
similares conclusions, sino que además puntualizó que una carencia de
proteínas podría ser un problema para la salud ósea.

Otro de los supuestos milagros de la dieta alcalina es la prevención y curación


del cáncer, basándose en unos modelos bioquímicos mal interpretados sobre la
acidez del entorno y las células cancerosas. Evidentemente, quienes defienden
esto no presentan ni un solo estudio epidemiológico riguroso que lo demuestre
y, por lo que se ha publicado recientemente en el Washington Post, en breve
podremos ver alguno que precisamente llega a la conclusión más predecible:
que la dieta alcalina no sirve para prevenir ni tratar el cáncer.

En 2012 un médico canadiense hizo una revisión científica de la dieta alcalina,


"The Alkaline Diet: Is There Evidence That an Alkaline pH Diet Benefits
Health?", intentando hacer una aproximación con algo de sentido común y más
moderada. Y aunque el autor en sus conclusiones es bastante condescendiente
(pero tampoco se moja demasiado), reconoce que no hay pruebas sobre su
eficacia contra la osteoporosis y el cáncer. Sugiere que podría tener algunas
ventajas en otros temas, pero basta leerlo detalladamente para comprobar que
las referencias y evidencias son muy circunstanciales, basadas en estudios
aislados y bastante preliminares. Además, mezcla con bastante frecuencia el
concepto de "dieta alcalina" con "comer más frutas y verduras", algo que
nadie discutiría.

En resumen, la mayoría de los principios y beneficios de la dieta alcalina


están por demostrar y sus enfoques más radicales tienen todos los ingredientes
que utilizan de los vendedores de milagros. Y ninguna prueba.

Yo no le dedicaría ni un minuto más.


¿Qué es una dieta milagro?

La lucha contra los milagros y las estafas es difícil, sean de la naturaleza que
sean. Nuestro cerebro funciona enormemente influenciado por las ideas
preconcebidas y las presunciones que tengamos. Además, en lo más profundo,
aunque nos consideramos seres muy racionales, a todos nos gustan las
creencias y la fantasía, las cosas excepcionales y extraordinarias. Es normal,
es humano. Nuestra naturaleza combate continuamente con esa dualidad, la
lógica versus la intuición, creer lo que nos dice nuestro corazón o lo que nos
dicen los datos.

Llevamos décadas viendo en las teletiendas, publirreportajes y otros


mecanismos de venta, la publicidad sobre productos absurdos que hacen
promesas imposibles. No es algo nuevo, los charlatanes y vendedores de
crecepelo, los que prometen lo que nadie puede conseguir excepto ellos, han
existido siempre y, mientras haya ignorancia, seguirán intentando hacer
negocio aprovechándose de los más incautos. Bastará hacerles creer de que
existe la posibilidad de que cumplan sus deseos respecto a los temas que
normalmente preocupan a personas: Salud, belleza, amor, sexo, dinero...

El adelgazamiento no es excepción. La importancia social que tiene el


sobrepeso, tanto desde el punto de vista estético como desde la preocupación
por sus consecuencias para la salud y la dificultad para combatirlo, lo han
convertido en un objetivo-milagro perfecto. Pero insisto, no es el único, ni
mucho menos. Basta darse una vuelta por las librerías o hacer un par de
búsquedas con Google para comprobar que hay otros muchos temas sobre los
que se hacen promesas imposibles y se ofrecen sus correspondientes
productos milagro: Ser más atractivos, parecer más jóvenes, conocer el futuro,
conseguir la felicidad, evitar la enfermedad, triunfar, tener sexo fácil y
placentero, ganar más dinero...

Por lo que he observado, existen unos patrones repetitivos y sencillos de


identificar entre este tipo de charlatanes y vendedores de milagros. No importa
cuál sea el producto en concreto, lo cierto es que su oferta tiene casi siempre
estas dos características:
1. Explicar un problema complejo de forma enormente simplificada.

2. Proponer la solución, única y milagrosa, con resultados mucho mejores de


lo normal, sin aportar pruebas independientes y rigurosas.

Además, para reforzar el mensaje y conseguir un marketing más convincente,


se suelen utilizar algunas de las siguientes estratagemas o engaños:

3. Utilizar términos y mecanismos pseudocientíficos, sin demostrar o


inventados para explicar la solución o el problema y dar rigurosidad a la
propuesta.

4. Hacer comparaciones con la competencia, mediante mentiras y acusaciones


falsas.

5. Utilizar testimonios falsos, no representativos o exagerados.

Prácticamente todos los casos, productos y métodos siguen estos cinco


sencillos principios. Cremas anti-arrugas, aparatos de gimnasia, pulseras,
sistemas de ahorro, complementos alimenticios, tratamientos del cabello, anti-
celulíticos, utensilios de cocina, alargadores de pene... y métodos de
adelgazamiento, claro.

Definición de dietas milagro: Qué es y para qué sirve

Bien, tras es estas reflexiones previas, voy a centrarme en la cuestión de las


dietas milagro.

En España tenemos dos fuentes que podemos considerar como "la definición
oficial" de las dietas milagro. La primera es la de GREP-AEDN, el "Grupo de
Revisión, Estudio y Posicionamiento de la Asociación Española de
Dietistas-Nutricionista", que elaboró el documento "¿Cómo identificar un
producto, un método o una dieta milagro?" en 2012.

Según los expertos de GREP-AEDN, "El objetivo (...) es ayudar a los/as


Dietistas-Nutricionistas, a otros profesionales sanitarios e incluso a la
población general, a identificar de una forma rápida cuándo se está ante un
producto, método o dieta “milagro”, potencialmente fraudulento y peligroso
para la salud, para la calidad de vida o para la economía familiar o
comunitaria". Me parece perfecto y comparto el objetivo. En el mundo de la
nutrición, al igual que en otros muchos (o mejor dicho probablemente más que
en ningún otro), existen estafadores y caraduras, que prometen cosas que son
falsas e incluso peligrosas.

El documento incluye el siguiente extenso listado de características de las


dietas fraudulentas o de los métodos o productos fraudulentos, y puntualiza que
"todas las dietas fraudulentas y todos los métodos o productos fraudulentos
cumplen, en cualquier caso, al menos uno de los puntos detallados".

1. Prometen resultados rápidos.


2. Prometen resultados asombrosos o "mágicos” (Ej.: “cura
milagrosa”, "ingrediente secreto", "antiguo remedio”, "punto de
estimulación del hambre", "termogénesis" etc.).
3. Prohíben el consumo de un alimento o grupo de alimentos.
4. Contienen afirmaciones que contradicen a colectivos
sanitarios de reputación reconocida.
5. Incluyen relatos, historias o testimonios, sin documentar, para
aportar credibilidad.
6. Se pueden auto-administrar o implementar sin la participación
de profesionales sanitarios cualificados (“hágalo usted mismo”).
7. Contienen listados de alimentos buenos y malos.
8. Exageran o distorsionan la realidad científica de un nutriente
o alimento.
9. Incluyen o se basan en el consumo de preparados que vende
quien promueve el tratamiento dietético.
10. Los preparados a consumir (productos dietéticos o similares)
tienen un coste muy elevado si los comparamos con el valor
económico de obtener los mismos resultados comiendo alimentos
comunes.
11. Garantizan los resultados o prometen “devolver el dinero” si
no funciona.
12. Afirmaciones que sugieren que el producto es seguro, ya que es
"natural".
13. Suelen desligarse de los posibles efectos adversos de su uso
con frases parecidas a: “el autor o el fabricante no se
responsabiliza de...”.
14. Conclusiones simplistas extraídas de un estudio científico
complejo.
15. Recomendaciones basadas en un único estudio, o en estudios
realizados con pocas personas (muestra no representativa),
seguidas durante un breve espacio de tiempo (suelen acompañarse
de frases como "descubrimiento científico").
16. Recomendaciones basadas en varios estudios realizados en
animales o en modelos celulares (in vitro)
17. Recomendaciones basadas en estudios sin revisión por pares
(peer reviewed).
18. Recomendaciones a partir de estudios que ignoran diferencias
entre individuos o grupos.

La segunda referencia importante sobre las dietas milagro es la establecida


por la Agencia Española se seguridad Alimentaria - AESAN, que en este
enlace detalla los criterios para identificarlas y que se resumiría en lo
siguiente:

"Los signos que permiten reconocer una “dieta milagro” son:

1. La promesa de pérdida de peso rápida: más de 5 kg por mes.


2. Se puede llevar sin esfuerzo.
3. Anunciar que son completamente seguras, sin riesgos para la
salud.
(...)
De forma general, las llamadas “dietas milagro” se pueden clasificar en
tres grandes grupos:

Dietas hipocalóricas desequilibradas: (...). Estas dietas provocan un


efecto rebote, caracterizado por una rápida ganancia de peso, que se
traduce en un aumento de masa grasa y pérdida de masa muscular. Esto
obedece a que el metabolismo se adapta a la disminución drástica de la
ingestión de energía mediante una disminución del gasto energético. Estos
regímenes suelen ser monótonos, además de presentar numerosas
deficiencias en nutrientes, sobre todo si se prolongan por largos períodos de
tiempo.

Dietas disociativas: (...). Se basan en el fundamento de que los alimentos


no contribuyen al aumento de peso por sí mismos, sino al consumirse según
determinadas combinaciones. No limitan la ingestión de alimentos
energéticos sino que pretenden impedir su aprovechamiento como fuente de
energía con la disociación. Esta teoría carece de fundamento científico y los
resultados obtenidos sólo obedecen a un menor consumo de energía.
Además, este tipo de consumo es casi imposible porque no existen alimentos
que solamente contengan proteínas o hidratos de carbono.

Dietas excluyentes: se basan en eliminar de la dieta algún nutriente.


Estas dietas pueden ser: i) ricas en hidratos de carbono y sin lípidos y
proteínas, (...); ii) ricas en proteínas y sin hidratos de carbono:(...)
Producen una sobrecarga renal y hepática muy importante; iii) ricas en
grasa: (...). Se conocen como dietas cetogénicas. Pueden ser muy peligrosas
para la salud, produciendo graves alteraciones en el metabolismo."

Por su parte, la Academy of Nutrition and Dietetics americana, la que puede


considerarse la referencia en ese país, ha formalizado su definición de las
dietas milagro (fad diets) diciendo que son aquellas que hacen las siguientes
afirmaciones y promesas:

1. Pérdidas de peso muy rápidas.


2. Promueven comer mucho de un solo alimento o eliminan o
restringen severamente un grupo de alimentos entero.
3. Promueven combinaciones específicas de alimentos.
4. Ofrecen menús muy rígidos.
5. Afirman que no hace falta hacer ejercicio.

Muchas definiciones, muchos matices... y muchas pegas.


Tras leer detenidamente las definiciones, tengo que confesarles que me
sorprende bastante las diferencias de criterios, especialmente que los dos
organismos oficiales más relevantes de España presenten versiones bastante
diferentes. Y por otro lado encuentro unos cuantos "peros" a muchas de las
pistas o características que se aportan para su identificación. Por ejemplo,
estas:

"Prohíben alimentos (GREP-AEDN)" y Dietas excluyentes (AESAN)

En las definiciones de ambas entidades se habla de la prohibición de


alimentos concretos o de su restricción muy importante. Pero esto se hace
desde bastantes enfoques, por ejemplo:

Los vegetarianos.
Las recomendaciones dietéticas de Harvard limitan de forma muy
importante los carbohidratos refinados y la carne procesada.
Casi cualquier recomendación oficial recomienda reducir al
máximo la ingesta de dulces y bollería industrial.

Seamos honestos, prácticamente todas las recomendaciones tienen


restricciones muy importantes de los alimentos que se consideran poco
saludables. Por lo tanto, el error no está en restringir algunos alimentos, sino
en hacerlo sin justificación, es decir, sin soporte científico.

"Afirmaciones contrarias a las de los colectivos sanitarios" (GREP-AEDN)

Esta característica es bastante razonable, y aunque en general es una buena


referencia, hay excepciones con las que hay que tener cuidado. Sobre todo
porque a ver quién es el valiente que define los colectivos sanitarios de
referencia, que hay unos cuantos. Además, estos colectivos también han ido
cambiando sus recomendaciones, como hemos visto anteriormente. Por
ejemplo, durante años los carbohidratos refinados han sido la base dietética
de todos los organismos oficiales, algo que en la actualidad está cambiando
radicalmente. O las tres raciones diarias de lácteos mayoritariamente
recomendadas, se están poniendo en duda por parte de algunos expertos, como
por ejemplo los de Harvard. O la asociación británica de dietistas ha sido
especialmente benevolente con el consumo de azúcares añadidos durante
muchos años, al contrario que otros organismos oficiales.

En definitiva, a no ser que se indique claramente la referencia, en algunos


casos puede ser complejo identificar "lo que dicen los colectivos sanitarios"
para temas concretos.

Incluyen relatos, testimonios... (GREP-AEDN)

Sin duda, este es un recurso muy utilizado por los vendedores de milagros,
unos minutos de teletienda sirven para comprobarlo. Pero el uso de
testimonios en sí mismo no es una prueba de nada negativo, el mal uso de los
mismos es lo que realmente es un buen indicio para sospechar. En concreto,
los testimonios falsos (mucho más frecuentes de lo que creemos) es la práctica
más habitual, así que lo ideal sería aprender a identificarlos. También hay que
estar alerta con la selección sesgada de testimonios, eligiendo los positivos y
obviando los negativos.

"Se puede auto-administrar sin ayuda de un sanitario" (GREP-AEDN)

Lo siento, aquí discrepo abiertamente. ¿Necesariamente hace falta un dietista-


nutricionista para saber comer bien? Las recomendaciones dietéticas oficiales
están dirigidas a la población en general, así que también se les aplicaría esta
característica. Personalmente no creo que todos necesitamos la ayuda de un
sanitario para poder sentarnos tranquilos a la nuestra mesa.

"Alimentos buenos y malos" (GREP-AEDN)

Vuelvo a lo comentado en el apartado de las prohibiciones y exclusiones. Las


recomendaciones oficiales de todo el mundo también clasifican los alimentos
en buenos y malos, recomendando minimizar algunos y poniéndolos en lo alto
de la pirámide correspondiente y promoviendo la ingesta de otros. Y es que
realmente hay alimentos más y menos saludables, o buenos malos, llámese
como se quiera, que deberían comerse con más y menos frecuencia,
respectivamente.
"Se puede llevar sin esfuerzo" y "Son completamente seguras, sin riesgos
para la salud" (AESAN)

¿De verdad piensan los expertos que esta afirmación es una pista fiable de que
estamos ante una dieta milagro? Es cierto que los productos milagro utilizan
este gancho para todo, pero en este caso no es demasiado útil como pista. Una
alimentación saludable y que permita perder peso puede ser satisfactoria y
agradable. Además, parece que estamos transmitiendo que para llevar una
buena alimentación hay que sufrir o esforzarse mucho. Ni coincido, ni me
gusta.

¿Una definición o demasiadas ideas mezcladas?

La primera impresión que me queda tras leer los documentos completos es que
hay demasiadas ideas mezcladas que pretendían desbaratar demasiadas
propuestas dietéticas al mismo tiempo. En mi opinión, hay demasiadas
imprecisiones y pegas en varias de esas definiciones. Pruebe a contrastar la
lista con una dieta vegetariana, comprobará que se le aplican unas cuantas.
¡Alguna de ellas incluso encaja en las recomendaciones dietéticas de las
entidades oficiales!

En mi opinión, hay dos motivos para este pequeño batiburrillo de ideas. En


primer lugar creo que es un error meter en el mismo saco una estrategia
dietética sobre la que hay controversia pero también una cierta cantidad de
estudios científicos que le dan cierto soporte (como por ejemplo las dietas
bajas en carbohidratos o de bajo índice glucémico) y una dieta basada en
principios falsos y absurdos, sobre la que no hay ni una sola evidencia de nada
(como la disociada, la del pH o la del grupo sanguíneo). La idoneidad y
eficacia de las primeras puede ser discutible, pero no es correcto que las
consideremos fraudulentas, cuando ni los propios expertos han dilucidado el
alcance de su utilidad. Por el contrario, las otras, las que recurren a
mecanismos y propiedades inexistentes, son simplemente un timo.

En segundo lugar, se está mezclando "la dieta" con "la forma de vender la
dieta". Por ejemplo, los defensores de las dietas del pH o alcalinas proponen
una dieta baja en grasas y semi-vegetariana, un planteamiento que no creo que
sea el mejor pero que desde el punto de vista de la salud no tiene demasiados
reproches por parte de los expertos. El problema está en cómo la justifican y
la venden, basándose en teorías falsas y prometiendo cosas imposibles,
haciendo creer que siguiéndola se curan multitud de dolencias y no se
enfermará nunca. En este caso la dieta es un problema menor, el engaño está en
el vendedor, que le asigna propiedades falsas.

Bien, recordemos el objetivo de la definición de las dietas milagro:

"... ayudar a los/as Dietistas-Nutricionistas, a otros profesionales sanitarios


e incluso a la población general, a identificar de una forma rápida cuándo
se está ante un producto, método o dieta “milagro”, potencialmente
fraudulento y peligroso para la salud, para la calidad de vida o para la
economía familiar o comunitaria".

Como vemos, aunque también se incluye a la población en general, parece que


las instrucciones están sobre todo dirigidas a profesionales. ¿Y les son útiles?
Pues habría que preguntárselo a ellos, pero a mí me parece que no demasiado,
porque como ya he dicho, algunas son confusas o poco concretas y otras son
aplicables a casi cualquier estrategia nutricional diferente a la de "contratar a
un nutricionista que me diseñe algo personalizado". En alguna ocasión he
encontrado a profesionales de la nutrición calificando una dieta como
"milagro" simplemente porque cumplía alguna de las 18 características de la
lista de GREP-AEDN, y sus argumentaciones finalizaban ahí, sin más
explicaciones. Algo claramente insuficiente.

Respecto a las definiciones de AESAN, me parecen aún más genéricas y poco


centradas, me cuesta ver cómo podrían ser útiles para identificar dietas poco
recomendables. Su clasificación en tres grupos (hipocaloricas-
desequilibradas, disociativas y excluyentes) tampoco me parece que ayude
demasiado y tampoco entiendo muy bien el por qué de esta clasificación.

En mi opinión para ayudar a identificar y desmontar las dietas fraudulentas o


promesas exageradas (insisto, creo que son cosas diferentes) es importante
centrarse en educar en los principios del engaño, es decir, en esas 2+3
características que he comentado al principio (que también están identificadas
en la larga lista de GREP-AEDN) y que les vuelvo a recordar:

1. Explicar un problema complejo de forma enormemente


simplificada.
2. Proponer "la solución", única y milagrosa, sin aportar pruebas
independientes y rigurosas.
3. Utilizar términos y mecanismos pseudocientíficos, sin demostrar
o inventados.
4. Hacer comparaciones mediante mentiras y acusaciones falsas.
5. Utilizar testimonios falsos, no representativos o exagerados.

Y habría que trabajarse las argumentaciones debidamente, utilizando estos


cinco principios (o similares) como guía para desmontarlas. Sobre todo los
dos primeros, los principales, que están siempre. Pero también los otros tres,
esas tácticas de venta que suelen ser más opcionales y variables. No es algo
fácil, es cierto. Pero creo que es la única forma de lograr un mínimo de éxito.
Y es importante hacerlo con rigor, respetando unos principios básicos y
fundamentales a la hora de hacer divulgación y educación científica:

1. Hacerlo de forma sencilla, pero ojo, no más simple de lo necesario.


Explicar las cosas con la profundidad que haga falta para conseguir hacer
entender los porqués. Es importante que sea "entendible", pero hay que tener
cuidado porque si se simplifica demasiado, se pueden llegar a desvirtuar los
principios sobre los que se soportan los razonamientos.

2. Ser honesto y riguroso, hablando del conocimiento actual, pero también


reconociendo lo que no se sabe. La humildad es un valor en ciencia.

3. Aportar siempre las pruebas, de primera mano y las fuentes originales.

4. No utilizar presunciones, dogmas, mandamiento", decálogos o


generalizaciones que no hayan sido demostrados rigurosamente.

5. No intentar adoctrinar basándose en el miedo injustificado, ya que las


exageraciones acaban descubriéndose y haciendo perder credibilidad.
Mi opinión es que convendría sentarse a analizar con datos objetivos si las
definiciones de dietas milagro están logrando su objetivo y si no fuera así,
proceder a revisarlas y mejorarlas, e incluso reflexionar sobre la validez de su
planteamiento. Es lo que debería hacerse con cualquier planteamiento de este
tipo, proponer, probar, revisar y mejorar. ¿No creen?
ALIMENTOS

Deja que tus alimentos sean tu medicina,


y que tu medicina sean tus alimentos
(Hipócrates)
Carbohidratos de rápida absorción y refinados, ¿son buenos o malos?

Aquellos que conocen mis opiniones a través de mis artículos publicados en la


red o han leído mi anterior libro, saben que una de las recomendaciones
dietéticas que defiendo con más vehemencia es la de intentar evitar los
carbohidratos de rápida absorción (o carbohidratos refinados, como los
llamaré a menudo, para abreviar), principalmente alimentos fabricados con
gran cantidad de cereales refinados y azúcares.

Este tipo de alimentos se incorporaron a la dieta humana con el inicio de la


agricultura, hace unos 10.000 años, y hay que reconocer que sirvieron para
“democratizar” la alimentación, ya que permitieron que prácticamente todo el
mundo tuviera acceso a alimentos baratos y energéticamente eficientes,
especialmente en épocas y situaciones en las que la escasez y la falta de
recursos naturales era la tónica general.

Sin embargo, en la actualidad están saliendo a la luz una gran cantidad de


indicios y pruebas que nos impulsan a pensar que cuando las condiciones son
otras, tal vez los derivados refinados de cereales no sean una solución, sino
que incluso estén siendo parte del problema.

Ha llegado la hora de conocer lo que dice la ciencia sobre ellos.

Cuáles son

Antes de empezar, quiero dejar claro a qué alimentos me voy a referir. Al


hablar de carbohidratos, se entiende que químicamente nos referimos a los
glúcidos, es decir, derivados (por polimerización y pérdida de agua) de
moléculas de glucosa. O dicho de otra forma, compuestos cuya unidad básica
es la molécula de glucosa. Y el calificativo "de rápida absorción" describe
su comportamiento en nuestro organismo con bastante fidelidad, ya que
pretende describir que son digeridos y absorbidos con rapidez y eficacia.

Aunque estos carbohidratos están presentes en una gran cantidad de alimentos


en diferentes proporciones, en este caso hablaremos especialmente de
aquellos que los contienen en elevadas cantidades: Alimentos que han sido
fabricados utilizando los cereales y sus harinas como materia prima (pan,
bollería, galletas, cereales, pasteles), aquellos compuestos principalmente de
almidón (arroz, patatas, pasta) y los ricos en azúcar (dulces y refrescos
azucarados).

Los primeros de ellos, los derivados de cereales, se producen utilizando


harinas blancas, purificadas y refinadas, a las que se les ha eliminado todo
tipo de impurezas y otros componentes, sobre todo fibra y minerales,
quedando únicamente largas cadenas de moléculas de glucosa, normalmente en
forma de almidón. Un proceso que da lugar a productos sabrosos y muy
atractivos, especialmente si además se les añade gran cantidad de azúcar; pero
que también les confiere una mencionada cualidad que los hace muy
especiales, de la que hablaremos largo y tendido durante las próximas
páginas: La mencionada facilidad y rapidez de absorción.

La teoría

Los principios teóricos por los que los carbohidratos refinados se suelen
relacionar con la obesidad parten de dos ideas clave: Que, como ya he dicho,
son cadenas formadas por moléculas de glucosa (un elemento que nos aporta
energía, pero que también es tóxico en altas concentraciones en sangre) y que
son gestionados metabólicamente principalmente por la insulina, una poderosa
y conocida hormona. Considerando este punto de partida, voy a exponer breve
y esquemáticamente su paso por nuestro organismo con un sencillo modelo:

1. Nuestro sistema digestivo divide los carbohidratos de rápida absorción en


sus unidades más simples, la glucosa, y las absorbe rápidamente hasta el
torrente sanguíneo.

2. Esta rápida absorción hace que la concentración de glucosa en sangre se


eleve bruscamente. El páncreas, para evitar que esta glucosa llegue a alcanzar
una concentración tóxica (y muy dañina), segrega insulina, que es la hormona
que se encarga de regular la retirada de la glucosa de la sangre y su
almacenamiento.
3. Como efecto de la gran cantidad de insulina segregada, rápidamente el nivel
de glucosa desciende de forma brusca y la sangre queda libre de esas altas
concentraciones de azúcar.

4. Por razones todavía desconocidas y parece que bajo la influencia de que


este proceso se repite a menudo, en cada comida, cada día, cada mes, durante
años, en gran cantidad de personas se desarrolla una falta de sensibilidad a la
insulina, la llamada "resistencia a la insulina". Es decir, el proceso pierde
eficiencia cuando los receptores específicos de esta hormona pierden
sensibilidad y es necesaria más insulina para gestionar la misma cantidad de
glucosa. Así que el páncreas tiene que generar todavía más cantidad de la
hormona, creando una especie de círculo vicioso que se repite y crece a largo
plazo.

5. Se ha demostrado científicamente que la concentración muy elevada de


insulina tiene importantes efectos secundarios. Uno de ellos es que nos
volvemos almacenadores de grasa super-eficientes, ya que se inhibe el
funcionamiento de las enzimas que favorecen la utilización de las grasas
almacenadas en las células.

6. Además, otro efecto secundario de estas elevadas concentraciones podría


ser el funcionamiento ineficaz de otras hormonas, que controlan la saciedad y
el apetito, entre otras cosas.

Evidentemente, esta explicación es una simplificación de los innumerables


procesos que ocurren simultáneamente al digerir estos alimentos, pero quiero
dejar claro que esta propuesta, en general, no es razón de controversia, está
aceptada desde hace décadas por el consenso médico y científico y si consulta
cualquier libro avanzado sobre metabolismo humano, casi con seguridad la
encontará.

Metabólicamente la rapidez de absorción se describe mediante el índice


glucémico (IG) o carga glucémica (CG) de los alimentos. Cuantos más altos
sean sus valores, más facilidad y rapidez de absorción tiene el alimento.
Ambos indicadores reflejan su capacidad de elevar la concentración de
glucosa en sangre tras su ingesta, comparado con el de una referencia (que
pueden ser la glucosa líquida o el pan blanco). El primero de ellos, el IG,
coteja la variación de concentración de glucosa en un tiempo dado entre una
cantidad de carbohidratos del alimento analizado comparado con la misma
cantidad de carbohidratos de una referencia (que se considera que tiene un
valor de 100). Para los más curiosos, les diré que se calcula midiendo el área
coloreada de debajo de las curvas que ven en el gráfico de ejemplo inferior.
Si las concentraciones son mayores que las de la referencia, su valor será
mayor que 100, y si son menores, el valor será menor de 100. El segundo
indicador, la CG, además de lo anterior, tiene también en cuenta la cantidad
de carbohidratos que tiene el alimento.

A modo de resumen, podría decirse que los alimentos que se absorben con
más rapidez y generan una elevación importante de glucosa tendrán en general
mayor valor de IG o CG.

¿Tiene sentido?

La fisiología es muy compleja y en ocasiones este tipo de planteamientos


teóricos son demasiado simplistas o tienden a obviar complicadas
interacciones y sinergias por parte de otros procesos o reacciones que pueden
modificar de forma significativa las consecuencias finales. Para saber si el
modelo comentado anteriormente refleja lo que realmente ocurre, podemos
analizar si las investigaciones a nivel metabólico y fisiológico no las
contradicen.

Revisando la literatura, encontramos con relativa facilidad diversos estudios


realizados con animales que han obtenido resultados coherentes con estos
planteamientos:

Por ejemplo, en los siguientes tres estudios los animales que se alimentaron
con una dieta de mayor índice glucémico (IG) terminaron con más grasa
corporal (volumen de adipocito):

"Effects of long-term low-glycaemic index starchy food on


plasma glucose and lipid concentrations and adipose tissue
cellularity in normal and diabetic rats" (1996).
"Dietary Amylose-Amylopectin Starch Content Affects Glucose
and Lipid Metabolism in Adipocytes of Normal and Diabetic Rats"
(1998).
"Consumption of a high glycemic index diet increases abdominal
adiposity but does not influence adipose tissue pro-oxidant and
antioxidant gene expression in C57BL/6 mice" (2010).

En el estudio de 1998 "A high glycemic index starch diet affects lipid
storage-related enzymes in normal and to a lesser extent in diabetic rats" se
observó que una dieta con carbohidratos refinados aumentó la presencia de
algunas enzimas relacionadas con el almacenamiento de grasas.

En la investigación del año 2009 "Dietary starch type affects body weight
and glycemic control in freely fed but not energy-restricted obese rats" las
ratas que se alimentaron con alimentos de menor IG tuvieron menor peso. Así
mismo, en la del año 2000 "Long term feeding with high glycemic index
starch leads to obesity in mature rats" aquellas que se alimentaron con
alimentos de mayor IG ganaron más peso que las del grupo de menor IG (a
pesar de tratarse de dietas isocalóricas, es decir, que aportaban las mismas
calorías). Los resultados pueden verse en el siguiente gráfico:
También en el interesante, polémico y reciente estudio de 2012
"Hyperinsulinemia Drives Diet-Induced Obesity Independently of Brain
Insulin Production" se observó que un tipo de ratas que tienen una falla
genética que les impide generar demasiada insulina (pero que por lo demás
son totalmente normales) no ganaron peso a pesar de alimentarlas con una
dieta muy calórica, al contrario que el grupo de ratas de control, que sí sufrió
obesidad.
Y en el estudio del mismo año “Acute and sustained inflammation and
metabolic dysfunction induced by high refined carbohydrate-containing diet
in mice”, los ratones a los que se les alimentó con una dieta elevada en
carbohidratos refinados presentaron significativas alteraciones en los
indicadres de inflamación y en los niveles lipídicos, así como una mayor
adiposidad, intolerancia a la glucosa y baja sensibilidad a la insulina

Centrándonos en personas, algunos estudios también parecen dar pistas en este


sentido. Estos son unos cuantos ejemplos:

En el estudio del año 2000 "Dietary composition and physiologic


adaptations to energy restriction" se comprobó que aquellos que siguieron
una dieta rica en carbohidratos refinados redujeron significativamente su
consumo energético en reposo, volviéndose más “ahorradores energéticos”.

En el estudio de 2012 "Effects of Dietary Composition on Energy


Expenditure During Weight-Loss Maintenance" aquellos que siguieron una
dieta alta en carbohidratos refinados y baja en grasa mostraron un consumo
energético en reposo bastante menor (eran más ahorradores de energía) que
los que siguieron una dieta isocalórica pero con menos carbohidratos
refinados (mediterránea). También en el estudio de 2004 "Effects of a low-
glycemic load diet on resting energy expenditure and heart disease risk
factors during weight loss" se observó el mismo fenómeno, un menor
consumo energético en reposo en casos de dietas con más carbohidratos
refinados.

En el estudio de 2010 "Whole and refined grain intakes are related to


inflammatory protein concentrations in human plasma" se encontraron
mayores concentraciones de ciertos indicadores inflamatorios entre las
personas que comieron cereales refinados.

En la investigación realizada en 2007 "A high glycemic meal suppresses the


postprandial leptin response in normal healthy adults" se comprobó que al
comer alimentos de elevado IG, se reducía de forma importante la presencia
de la hormona leptina, encargada de regular la saciedad.

Estudios y evidencias concretas

Tras presentar algunas hipótesis previas y estudios que las hacen probables, a
continuación vamos a comprobar lo que dicen los estudios epidemiológicos
realizados sobre seres humanos intentando observar el efecto de este tipo de
alimentos. Sin olvidar que los factores que afectan a una dieta son muchos y
variados y que el efecto que produce un comportamiento dietético puede verse
"compensado" o anulado por otro diferente.

A diferencia de lo que ocurre con otros tipos de alimentos o de


macronutrientes, lo cierto es que no se han realizado demasiados estudios
prospectivos relevantes sobre el efecto de esta clase de carbohidratos. Uno de
los más significativos - y que seguramente marcó un antes y un después en la
forma en la que los vemos - fue publicado en 2003, "Relation between
changes in intakes of dietary fiber and grain products and changes in weight
and development of obesity among middle-aged women", realizado con los
datos del enorme estudio Nurses's Health Study. Se hizo seguimiento a casi
75.000 mujeres durante 12 años y uno de los aspectos que se analizó fue la
diferencia en la evolución del peso entre las mujeres que comían más cereales
refinados y las que menos. Se concluyó que las que los comían en mayor
cantidad, engordaron también significativamente más.

Otro de los más importantes y masivos estudios epidemiológicos realizados


recientemente (2011) es “Changes in Diet and Lifestyle and Long-Term
Weight Gain in Women and Men”, con datos de 120.000 personas
(recopilados en los estudios NHS, NHS II y HPFS) durante casi 20 años. Los
cereales refinados, los dulces, los refrescos y las patatas, alimentos de
elevado índice glucémico o carga glucémica (IG o CG), estaban entre los que
más se asociaron con el aumento de peso.

Y, aunque centrado en el consumo de azúcar, también es una referencia


fundamental “Dietary sugars and body weight: systematic review and meta-
analyses of randomised controlled trials and cohort studies” (2012), la
revisión más completa de estudios observacionales y de intervención sobre
este alimento y su relación con el sobrepeso, promovido y financiado por la
Organización mundial de la Salud (entre otros) para disponer de información
en la actualización de sus recomendaciones. Y sus autores dedujeron que el
consumo de azúcares y refrescos azucarados es determinante para el control
del peso.

Una gran parte de otros estudios de menor relevancia y tamaño también han
llegado a conclusiones similares, con mayor o menor intensidad, para una
alimentación o para alimentos concretos de elevado IG:

“Associations of dietary glycaemic index and glycaemic load with food and
nutrient intake and general and central obesity in British adults” (2013).
Los investigadores encontraron en los 1500 británicos observados una clara
relación entre la obesidad central, el IG y la CG.

“Dietary glycemic index and glycemic load in relation to risk of overweight


in Japanese children and adolescents: the Ryukyus Child Health Study”
(2012). Se analizaron datos de 15.000 niños y se encontró correlación entre la
CG y la obesidad, aunque no con el IG.

"Association between dietary carbohydrate, glycemic index, glycemic load,


and the prevalence of obesity in Korean men and women" (2012). Entre las
casi 1000 personas observadas se encontró correlación entre mayor peso y
alimentos con mayor IG en las mujeres, pero no en los hombres (entre los que
incluso se encontró relación inversa con la CG).

“Glycaemic index and body fat distribution in children: the results of the
ARCA project” (2012). Se analizó la correlación entre el índice glucémico de
la dieta y la obesidad en más de 3000 niños y se encontró el doble de riesgo
de obesidad entre aquellos con una dieta de mayor IG.

“A rice-based traditional dietary pattern is associated with obesity in


Korean adults” (2012). Analizando los datos de más de 10.000 personas
durante cuatro años, se correlacionó un alto consumo de arroz (elevado IG)
con más obesidad.

“Glycemic load, glycemic index, and body mass index in Spanish adults”
(2010) . En este estudio español de más de 8000 personas, no se encontró
relación entre el IG y el IMC (índice de masa corporal).

“Glycemic index and glycemic load in relation to body mass index and waist
to hip ratio” (2010). En este caso al analizar los datos de unas 8000 personas,
la relación que se encontró entre IG, CG y IMC fue inversa.

“Dietary fiber intake, dietary glycemic index and load, and body mass
index: a cross-sectional study of 3931 Japanese women aged 18-20 years”
(2007). Se encontró una relación positiva entre el IG, la CG y el índice de
masa corporal IMC entre los casi 4000 jóvenes analizados.

“Association between dietary glycemic index, glycemic load, and body mass
index in the Inter99 study: is underreporting a problem?” (2006). Se
analizaron los resultados de más de 6000 personas y tras diversos ajustes con
variables de confusión, se encontró correlación (aunque algo irregular) entre
IG, CG y IMC.

Como puede observar, la mayor parte de los estudios observacionales


recientes (y los más importantes) que han analizado la influencia entre el IG
elevado y el sobrepeso, han identificado correlación positiva entre ambos
factores. Pero, como suele ocurrir con este tipo de estudios, es arriesgado
deducir a partirde ellos algo de forma muy taxativa, ya que la asociación no es
muy fuerte y la propia naturaleza de estos estudios impide tener demasiada
seguridad en la causa-efecto de un resultado.

Estudios de intervención

Como ya saben, los estudios de intervención son más fiables para deducir la
causalidad de un comportamiento dietético. En este caso he decidido
dividirlos en dos grupos, por un lado los que se basan en la restricción
calórica (controlando cantidades hasta una aportación energética concreta), y
por otro los que permiten comer líbremente o ad-libium. He obtenido la mayor
parte de las referencias de la excelente revisión realizada en 2011 “The
Application of the Glycemic Index and Glycemic Load in Weight Loss: A
Review of the Clinical Evidence”.

Para los que prefieren no entrar en los detalles, les adelanto que en el primer
grupo, en los que se ha controlado la cantidad de calorías, he identificado 14
estudios, todos ellos comparando dos dietas (de alto y bajo IG), ambas
hipocalóricas (con déficit calórico) y también isocalóricas (que aportan las
mismas calorías), es decir, con la variable energética fijada y controlada. La
mayoría concluyen con diferencias de pérdida de peso a favor de la dieta de
bajo IG (pocos carbohidratos refinados). Son los siguientes, incluidos sus
resultados:

“Effects of diet macronutrient composition on body composition and fat


distribution during weight maintenance and weight loss” (2012). 69
participantes obesos se dividieron en dos grupos, uno con dieta de alto IG y el
otro con bajo. Tras someterese a dos fases de dieta, de 8 semanas cada
una,ambos grupos perdieron el mismo peso, pero los de menor IG terminaron
con menos porcentaje de masa grasa.

“Whole grain compared with refined wheat decreases the percentage of body
fat following a 12-week, energy-restricted dietary intervention in
postmenopausal women” (2012). 79 mujeres durante 12 semanas, las que
siguieron dieta con alimentos integrales perdieron un kilo más que las de la
dieta de alto IG y más grasa corporal.

“The consumption of low glycemic meals reduces abdominal obesity in


subjects with excess body weight” (2012). 17 sujetos durante 4 semanas,
obtuvieron pequeña pero significativa reducción en peso y grasa corporal en
la dieta de bajo IG, mejor que la de alto IG.

“Effects of Weight Loss and Long-Term Weight Maintenance With Diets


Varying in Protein and Glycemic Index on Cardiovascular Risk Factors-The
Diet, Obesity, and Genes (DiOGenes) Study: A Randomized, Controlled
Trial” (2011). Casi 200 personas a las que se hizo seguimiento durante 26
semanas, las que siguieron dieta de menor IG no aumentaron de peso, en
comparación con las de alto IG, que sí engordaron un kilo.

“Energy-restricted diets based on a distinct food selection affecting the


glycemic index induce different weight loss and oxidative response” (2008).
En este estudio con 32 sujetos y 8 semanas de duración, los que siguieron la
dieta de bajo IG adelgazaron dos kilos más.

“Five-week, low-glycemic index diet decreases total fat mass and improves
plasma lipid profile in moderately overweight nondiabetic men” (2002). 11
hombres durante 5 semanas, con 0,8 kilos de diferencia a favor de la dieta de
bajo IG y menos cantidad de grasa corporal.

“Long-term effects of 2 energy-restricted diets differing in glycemic load on


dietary adherence, body composition, and metabolism in CALERIE:a 1-y
randomized controlled trial” (2007). 34 personas durante un año, pequeña
diferencia a favor de la dieta baja en IG de 1,4 kilos.

“Comparison of 4 diets of varying glycemic load on weight loss and


cardiovascular risk reduction in overweight and obese young adults: a
randomized controlled trial” (2006) De las 60 personas que se asignaron a
una dieta de alto o bajo IG durante 12 semanas, las de bajo IG perdieron algo
más de peso y bastante más grasa corporal.
“Motivational effects of 12-week moderately restrictive diets with or without
special attention to the Glycaemic Index of foods” (2007). Tras 12 semanas
en un programa de adelgazamiento, las 96 personas participantes perdieron
casi 10 kilos de media, sin diferencias entre la dieta de alto IG y la de bajo IG.

“Beneficial effects of a 5-week low-glycaemic index regimen on weight


control and cardiovascular risk factors in overweight non-diabetic subjects”
(2007). 38 personas durante cinco semanas, con una pequeña diferencia de
casi un kilo menos, a favor de la dieta de bajo IG.

“The effects of the dietary glycemic load on type 2 diabetes risk factors
during weight loss” (2006). 32 personas durante 6 meses, con la de bajo IG
adelgazaron medio kilo más.

“Improved plasma lipids and body weight in overweight/obese patients with


type III hyperlipoproteinemia after 4 weeks on a low glycemic diet” (2009).
16 hombres durante 4 semanas, la de bajo IG consiguió adelgazar 2,4 kilos
menos.

“An 18-mo randomized trial of a low-glycemic-index diet and weight change


in Brazilian women” (2007). 203 mujeres durante 18 meses. Sin diferencias ni
pérdidas de peso significativas al final del estudio (los autores sospechan que
la mayoría habían abandonado la dieta).

“Effects of a low-insulin-response, energy-restricted diet on weight loss and


plasma insulin concentrations in hyperinsulinemic obese females” (1994).
30 mujeres durante 12 semanas, entre 2 y 3 kilos de menos a favor de la dieta
de bajo IG.

Pasemos ahora al segundo grupo de estudios, a aquellos que comparan también


dietas de alto y bajo IG o CG, pero en condiciones más parecidas a la vida
real, dejando comer libremente (ad-libitum) a los participantes, en función de
su apetito. He encontrado ocho estudios y les adelanto que en la mayoría se
obtienen pequeñas diferencias a favor de la de bajo IG (pocos carbohidratos
refinados), aunque con resultados algo irregulares (circunstancia bastante
habitual en estudios de este tipo).
Son los siguientes:

“A reduced-glycemic load diet in the treatment of adolescent obesity”


(2003). Tras 12 meses (6 de intervención y 6 de vida real) realizada en un
grupo de 14 adolescentes, los que siguieron la dieta de baja CG adelgazaron
medio kilo más y perdieron kilo y medio más de grasa corporal.

“Low glycemic diet for weight loss in hypertriglyceridemic patients


attending a lipid clinic” (2010). Durante tres años se recomendó una dieta
tradicional de alto IG a 56 pacientes, sin cambios en el peso. Posteriormente,
durante 4 años se les cambió a una dieta de bajo IG y adelgazaron una media
de unos 2 kilos del peso inicial.

“Reduced glycemic index and glycemic load diets do not increase the effects
of energy restriction on weight loss and insulin sensitivity in obese men and
women” (2005). Sin diferencias significativas (o muy pequeñas) entre los 29
sujetos sometidos a análisis, tras 12 semanas de intervención más otras 24 de
seguimiento.

“Effects of a low-glycemic load vs low-fat diet in obese young adults: a


randomized trial” (2007). 73 personas se sometieron 6 meses a dieta y
posteriormente se les hizo seguimiento durante 12 meses más. Los que
siguieron la dieta de bajo IG lograron un poco más de pérdida de peso (un
kilo) que los de siguieron la de pocas grasas y alto IG.

“Effects of a reduced-glycemic-load diet on body weight, body composition,


and cardiovascular disease risk markers in overweight and obese adults”
(2007). 86 personas divididas en dos grupos siguieron una dieta de baja CG o
alta CG durante 12 semanas y luego se les hizo seguimiento comiendo ad-
libitum durante 24 semanas más. La diferencia de CG entre ambas dietas era
pequeña (cinco unidades). Aunque los autores no vieron diferencias entre
ambos grupos, en el gráfico que incluyen se observan 2 kilos de diferencia en
la primera parte del experimento, que se mantiene después:
“Effects of an ad libitum low-glycemic load diet on cardiovascular disease
risk factors in obese young adults” (2005). Se hizo seguimiento a 23 personas
durante doce meses, comiendo ad-libitum. Tras 6 meses la diferencia entre la
dieta de bajo IG y la tradicional fue de algo más de medio kilo a favor de la de
bajo IG, y aumentó hasta más de kilo y medio al final de los 12 meses.

“No effect of a diet with a reduced glycaemic index on satiety, energy intake
and body weight in overweight and obese women” (2008). 26 personas
durante 12 semanas, sin diferencias en el resultados final. Sin embargo, la
diferencia de IG entre las dos dietas era muy pequeño (55,5 vs 63,9) ya que
realmente la de bajo IG no lo era tanto e incluía carbohidratos de bastante
rápida absorción.

“No difference in body weight decrease between a low-glycemic-index and a


high-glycemic- index diet but reduced LDL cholesterol after 10-wk ad
libitum intake of the low-glycemic-index diet” (2004). 45 mujeres durante 10
semanas, obteniendo solo una pequeña diferencia a favor de la de bajo IG de
algo más de medio kilo. Aunque los autores concluían que no había diferencias
significativas, analizando el gráfico del estudio y su tendencia yo no estoy muy
de acuerdo:
Otras revisiones sistemáticas

Además de todos los estudios comentados, se han hecho algunas revisiones


sistemáticas explorando la relación entre el sobrepeso y alimentos o dietas de
elevado IG:

Siguiendo con los estudios que permiten comer libremente, en 2008 se realizó
el meta-análisis “Glycemic response and health—a systematic review and
meta-analysis: relations between dietary glycemic properties and health
outcomes” y concluyó precisamente que las dietas de baja carga glucémica
eran especialmente eficaces para la perdida de peso en intervenciones en las
que se permitía comer ad-libitum.

Por otro lado desde la iniciativa Cochrane en 2007 también se realizó un


meta-análisis y se publicó en el documento "Low glycaemic index or low
glycaemic load diets for overweight and obesity". En este caso se
compararon las dietas de bajo IG con otros tipos de dietas (alto IG o bajas en
grasas, incluyendo algunos de los estudios anteriormente mencionados) y se
concluyó que era una estrategia dietética con buenos resultados para pérdida
de peso y para los indicadores de salud, además de eficaz y sencilla de
implementar.

Investigadores españoles revisaron los estudios realizados sobre el pan en


“Relationship between bread consumption, body weight, and abdominal fat
distribution: evidence from epidemiological studies”. (2012) y concluyeron
que el pan blanco, un alimento de elevado IG, estaba probablemente
relacionado con un mayor aumento de peso.

Salud y enfermedades

Es momento de analizar cómo afecta la ingesta de carbohidratos de rápida


absorción a diferentes indicadores de salud. Después de todo, lo que
buscamos es una dieta que nos ayude a perder peso, pero con el objetivo final
de mejorar nuestro bienestar.

En este caso la cantidad de estudios es importante, así que, si es posible, es


más práctico y útil recurrir a las últimas y más rigurosas revisiones
sistemáticas que se han hecho para diferentes tipos de enfermedades. Veamos
cada caso de forma detallada:

Cáncer

En 2012 el meta-análisis "Glycaemic index and glycaemic load in relation to


risk of diabetes-related cancers: a meta-analysis" analizó la correlación
entre el IG y la CG y los cánceres relacionados con la diabetes. Se concluyó
que existe dicha correlación, aunque no es muy grande.

En 2011 se publicó el meta-análisis "Dietary glycemic index, glycemic load,


and risk of breast cancer: meta-analysis of prospective cohort studies", en el
que se encontró correlación entre una dieta de elevado IG y el cáncer de
mama.

En 2012 en el meta-análisis "Carbohydrates, glycemic index, glycemic load,


and colorectal cancer risk: a systematic review and meta-analysis of cohort
studies” se analizó la relación entre el IG y el cancer colorectal, sin que se
pudiera encontrar ninguna asociación. De forma similar, en 2008 en el meta-
análisis "Glycemic index, glycemic load, and risk of digestive tract
neoplasms: a systematic review and meta-analysis" tampoco se encontró
correlación con el cáncer colorectal ni con el de páncreas.

También en 2008 se publicó el meta-análisis "Dietary glycaemic index,


glycaemic load and endometrial and ovarian cancer risk: a systematic
review and meta-analysis" que encontró relación entre el cáncer de ovarios y
la CG, pero no con el IG.

Enfermedades cardiovasculares

En 2013 se realizó la revisión “Effect of diets differing in glycemic index and


glycemic load on cardiovascular risk factors: review of randomized
controlled-feeding trials” de estudios de intervención aleatorios, investigando
la relación entre indicadores de enfermedad cardiovascular y el IG y CG. Los
autores dedujeron que los resultados obtenidos eran diversos y heterogéneos,
sin conclusiones claras.

En 2012 se publicó el meta-análisis analizando estudios observacionales


"Meta-analysis of dietary glycemic load and glycemic index in relation to
risk of coronary heart disease", y se encontró un aumento del riesgo
cardiovascular en mujeres (pero no en hombres) que tenían una dieta de alto
IG o CG, y que era más acusado entre mujeres con sobrepeso.

En 2009 la iniciativa Cochrane realizó la revisión “Low glycaemic index diets


for coronary heart disease”, y encontraron una pequeña asociación entre las
dietas de bajo IG y la mejora de varios indicadores de riesgo cardiovascular.

En 2012 se publicó el meta-análisis de estudios de intervención "Low


glycaemic index diets and blood lipids: A systematic review and meta-
analysis of randomised controlled trials", concluyendo que una dieta de bajo
IG es más eficaz que una de alto IG para reducir el colesterol LDL y el
colesterol total.

Diabetes

Se han realizado unos cuantos meta-análisis que han estudiado la relación


entre la diabetes y el índice glucémico y, aunque los resultados no son todos
unánimes, la mayoría de ellos concluyen que existe correlación.

En el meta-análisis de estudios observacionales de 2013 “Is there a dose-


response relation of dietary glycemic load to risk of type 2 diabetes? Meta-
analysis of prospective cohort studies” se concluyó que existe una clara
relación entre las personas que consumen alimentos de baja CG y una menor
incidencia de diabetes tipo 2. El estudio identificó una evidente respuesta a la
dosis, es decir, que cuanto menor era la CG, también era menor es el riesgo de
contraer esa enfermedad, un factor que aumenta las posibilidades de que exista
causalidad entre ambas variables. El meta-análisis de 2011, “Dietary
glycaemic index and glycaemic load in relation to the risk of type 2
diabetes: a meta-analysis of prospective cohort studies” y el de 2008
“Glycemic index, glycemic load, and chronic disease risk--a meta-analysis
of observational studies” llegaron a similares conclusiones.

Por el contrario, en 2013 el meta-análisis “Dietary glycemic index, glycemic


load, and digestible carbohydrate intake are not associated with risk of type
2 diabetes in eight European countries” no encontró relación entre el IG y la
CG y la diabetes. Aunque los autores reconocieron que los cuestionarios
utilizados, basados en alimentos autralianos y americanos, quizás no fueran los
mejores para este estudio europeo.

En 2012 se realizó el meta-análisis “White rice consumption and risk of type


2 diabetes: meta-analysis and systematic review”, analizando los estudios
que investigaban la correlación entre el consumo de arroz blanco (elevado IG)
y la diabetes. Los autores concluyeron que existía una asociación significativa
entre ambos factores. A similares conclusiones llegó la revisión de 2004
“Meta-analysis of the health effects of using the glycaemic index in meal-
planning”.

En la revisión sistemática "Effects of low carbohydrate diets on weight and


glycemic control among type 2 diabetes individuals: a systemic review of
RCT greater than 12 weeks" se comprobó que una dieta de bajo IG era tan
eficaz como una baja en grasas o baja en carbohidratos para controlar
indicadores relacionados con la diabetes.

En 2009 la iniciativa Cochrane realizó la revisión sistemática de estudios de


intervención "Low glycaemic index or low glycaemic load diets for diabetes
mellitus", concluyendo que una dieta de bajo IG ayuda a controlar el control
glucémico y de otros indicadores relacionados con la salud de este tipo de
enfermos. Las revisiónes de 2011 "Glycemic index and glycemic load of
carbohydrates in the diabetes diet" y de 2008 “Role of glycemic index and
glycemic load in the healthy state, in prediabetes, and in diabetes” llegaron
a parecidas conclusiones.

En el meta-análisis de “2004 Meta-analysis of the health effects of using the


glycaemic index in meal-planning” se concluyó que una dieta de bajo IG era
una herramienta útil para controlar el colesterol y variables metabólicas de la
diabetes.

Otras enfermedades y estudios

La revisión de 2013 “Dietary fiber and the glycemic index: a background


paper for the Nordic Nutrition Recommendations 2012” analizó los estudios
realizados por países nórdicos y concluyó que aunque no se podían sacar
conclusiones definitivas porque las evidencias no eran suficientemente
abundantes y sólidas, una dieta de bajo IG podría ser útil especialmente para
algunos grupos específicos, especialmente para el de personas obesas.

En 2012 el estudio “Dietary fiber, carbohydrate quality and quantity, and


mortality risk of individuals with diabetes mellitus” concluyó que entre los
diabéticos sin sobrepeso la mortalidad total aumentaba significativamente con
la CG.

En 2008 se publicó la revisión sistemática de estudios observacionales


"Glycemic index, glycemic load, and chronic disease risk--a meta-analysis
of observational studies", analizando la correlación entre una dieta con pocos
carbohidratos refinados y varias enfermedades crónicas. Se concluyó que una
dieta de bajo IG tiene una significativa reducción del riesgo, especialmente en
el caso de enfermedades cardiovasculares, hepáticas y diabetes.

También en 2008 el meta-análisis "Glycemic response and health--a


systematic review and meta-analysis: relations between dietary glycemic
properties and health outcomes" concluyó que una dieta de bajo IG mejoraba
varios indicadores sobre la salud.
En 2010 en estudio prospectivo "Dietary glycemic index, glycemic load, and
intake of carbohydrate and rice in relation to risk of mortality from stroke
and its subtypes in Japanese men and women" encontró una clara asociación
entre el elevado IG y la muerte por ictus entre las mujeres.

También en 2010 en el estudio "Carbohydrate nutrition and inflammatory


disease mortality in older adults" se encontró una clara asociación entre la
ingesta de carbohidratos de elevado IG y la muerte por enfermedades
inflamatorias.

Los estudios "Carbohydrate nutrition, glycemic index, and the 10-y


incidence of cataract" (2007) y "Dietary glycemic index and the risk of age-
related macular degeneration" (2008), relacionaron una dieta con mayor IG
con una mayor incidencia de enfermedades oculares, en concreto cataratas y
degeneración macular, respectivamente.

Conclusiones finales

Y estas son mis conclusiones personales respecto a los carbohidratos de


rápida aborción o refinados, basadas en toda la información resumida
anteriormente:

1. Muy buenos no parecen ser. La mayor parte de los estudios, tanto los
relacionados con la obesidad como con diversas enfermedades y salud,
encuentran aspectos negativos a su ingesta elevada. No es una asociación muy
fuerte ni ocurre en el 100% de los casos, pero es evidente y parece crecer en
cantidad e intensidad según se publican más estudios.

2. Los hay mejores. La ventaja de los alimentos de bajo índice glucémico


sobre los que lo tienen alto es clara, en todos los aspectos, control del peso,
salud y prevención de enfermedades. Desde el punto de vista del
adelgazamiento, las dietas de bajo IG son efectivas, probablemente más que
las de alto IG o tradicionales, ya que la mayoría de los estudios
(observacionales y de intervención) encuentran diferencias a su favor.

3. No tienen soporte. Los argumentos que suelen utilizarse para recomendar su


ingesta no tienen respaldo científico. En concreto:

3.1 Sirven para llegar al 50-60% de las calorías diarias en forma de


carbohidratos, una cantidad necesaria para que la dieta sea
equilibrada. Esta directriz increíblemente extendida parte de una falacia,
ya que, como ya hemos visto, no hay evidencia científica suficiente que
justifique ese porcentaje de carbohidratos. Así lo reconoce en la última
revisión sobre el tema de la asociación de dietistas alemanes y también
el documento específico de la Agencia Europea de Seguridad
Alimentaria - EFSA.

3.2 Aportan la energía necesaria para la actividad diaria. Otra gran


falacia, ya que nuestro cuerpo es perfectamente capaz de obtener energía
de otros nutrientes sin ningún problema. Además, los carbohidratos
pueden obtenerse de otras fuentes de menor IG y mucho más saludables
como frutas, hortalizas, frutos secos, legumbres, lácteos, etc.

4. Prácticamente solo aportan lo que más nos sobra, energía. La mayoría de


los alimentos ricos en carbohidratos refinados aportan poco más que energía,
ya que al refinarse se les elimina la mayor parte de sus componentes más
valiosos: micronutrientes, minerales y fibra.

5. Son un mediocre sustituto. Debido a nuestras costumbres alimentarias y a la


forma de distribuir y diseñar las diferentes comidas, los carbohidratos
refinados (arroz, pasta, patatas, masas, precocinados, pan, bollería, galletas)
suelen sustituir a los vegetales (verduras, ensaladas, legumbres, fruta)
especialmente en primeros platos, acompañamientos y postres. Un cambio muy
poco acertado.

Pues bien, por todos estos argumentos, si todavía no está convencido de que
sean poco recomendables, mírelo desde otra perspectiva: No parece haber ni
una sola razón para recomendar comerlos y sí muchas para comer sus posibles
sustitutos. Así que, en mi opinión, es totalmente incomprensible que todavía
sigan existiendo pirámides alimentarias que los coloquen en su base, como lo
hizo la Food Pyramid de la USDA en la década de los noventa.
Para terminar, unos consejos para investigadores y científicos: Sería
importante que próximos estudios reforzaran su enfoque y metodología para
detallar las hipótesis planteadas, aumentando las muestras y la duración,
ampliando las diferencias entre el IG o CG de las dietas comparadas y
analizando la influencia de diferentes tipos de alimentos, especialmente los
altamente procesados y los naturales.
¿Qué ventajas demostradas para la salud tiene el comer frutas y
vegetales?

Aunque existan diversos matices respecto al tipo y la cantidad, no hay


estrategia dietética medianamente seria que no tenga entre sus directrices la
ingesta de frutas y vegetales Todos los expertos en nutrición defienden
vehementemente convertirlos en uno de los pilares de nuestras comidas y,
como consecuencia, también los gobiernos han desplegado poderosas
campañas para promocionar su consumo. Con resultados irregulares, todo sea
dicho.

Pero, como ya sabrá a estas alturas del libro, lo que aquí nos gusta es rebuscar
en la bibliografía epidemiológica y poner sobre la mesa las pruebas que la
ciencia ha encontrado hasta la fecha. Y aunque en el mundo de la nutrición los
vegetales y las frutas son un tótem casi intocable, voy a ser fiel al estilo y
filosofía habitual, dándoles un repaso a fondo.

En esta ocasión voy a utilizar como guía una investigación que se publicó en el
año 2012 en European Journal of Nutrition, la interesante revisión "Critical
review: vegetables and fruit in the prevention of chronic diseases". En este
trabajo expertos epidemiólogos, fisiólogos y nutricionistas de diversas
universidades alemanas analizaron la evidencia científica existente sobre la
utilidad de frutas y vegetales para la prevención de diversas patologías y
enfermedades: Obesidad, diabetes tipo 2, hipertensión, enfermedad coronaria,
íctus, cáncer, osteoporosis, enfermedades oculares, demencia, síndrome de
colon irritable, artritis, asma y enfermedad pulmonar obstructiva crónica.

Para llegar a conclusiones concretas, definieron una escala en función de la


cantidad y rigor de los estudios existentes, con la que clasificaron la solidez
de dicha evidencia en cuatro niveles (de mayor a menor):

1. Convincente
2. Probable
3. Posible
4. Insuficiente

Pues nada, vamos allá, que tenemos trabajo por delante.

Obesidad y sobrepeso

Empezaremos analizando el impacto de comer frutas y vegetales en la


prevención de la obesidad. Les adelanto que los resultados de los estudios,
aunque favorables y mayoritariamente con una asociación inversa entre la
ingesta de vegetales y frutas y la obesidad, son menos claros de lo que podría
esperarse.

Probablemente la más reciente revisión sobre la evidencia científica existente


analizando la relación entre las frutas (en este caso no se consideraron otro
tipo de vegetales) y la obesidad se desarrolló en el proyecto europeo
ISAFRUIT en 2008, que dio lugar a la publicación del trabajo "The potential
association between fruit intake and body weight--a review". Así que
podemos considerar que sus conclusiones son de lo mejorcito que hay en la
actualidad desde el punto de vista científico.

En esta importante revisión, de los 16 estudios seleccionados


(observacionales y de intervención), 11 hallaron relación inversa entre ambos
factores, es decir, comer más frutas se asoció a menor sobrepeso. Así que los
autores concluyeron que la mayor parte de la evidencia hace pensar en una
posible asociación inversa entre la ingesta de fruta y la obesidad.

Hay algunos estudios importantes que no se incluyeron o que se publicaron


después de esa fecha. Entre todos ellos, estos son los que encontraron una
relación inversa (más vegetales, menos peso):

Stable behaviors associated with adults’ 10-year change in body


mass index and likelihood of gain at the waist (1997).
Dietary patterns and changes in body mass index and waist
circumference in adults (2003)
Dietary energy density predicts women’s weight change over 6 y
(2008)
Fruit and vegetable intakes and subsequent changes in body
weight in European populations: results from the project on diet,
obesity, and genes (DiOGenes) (2009)

Y estos son los que no encontraron ninguna relación o la que encontraron fue
solo para hombres o mujeres:

Dietary factors in relation to weight change among men and


women from two south-eastern New England communities (1997).
Dietary patterns predict the development of overweight in
women. The Framingham Nutrition Study (2002).
A longitudinal study of food intake patterns and obesity in adult
Danish men and women (2004).
Fruit and vegetable consumption and prospective weight change
in participants of the European Prospective Investigation into
Cancer and Nutrition–Physical Activity, Nutrition, Alcohol,
Cessation of Smoking, Eating Out of Home, and Obesity study
(2012)

Curiosamente, uno encontró una relación positiva:

Predictors of weight change in middle-aged and old men (2000)

Por otro lado y con una visión más global, incluyendo también verduras y
hortalizas, en el estudio se destaca la labor de otra revisión, la realizada en
2004 "What can intervention studies tell us about the relationship between
fruit and vegetable consumption and weight management?", en la que se
evaluaron varias decenas de estudios de intervención, analizando los posibles
efectos de estos alimentos en la saciedad y en el peso corporal. Los expertos
concluyeron que los vegetales y frutas pueden jugar un rol importante en la
gestión del peso, especialmente en su mantenimiento (ya que no vieron
disminuciones significativas de peso si no se acompañaban de otras medidas).
Comprobaron que adición en más cantidad en la dieta da lugar a una reducción
en la densidad energética sin que aumente la sensación de hambre, lo cual
permite un menor consumo energético final.
Tras revisar todos estos estudios y revisiones, los autores concluyen que es
posible que el aumento del consumo de vegetales y frutas permita mantener el
peso estable, preveniendo la obesidad. Un nivel de evidencia no muy alto, el
tercero (de cuatro) en la clasificación. En su opinión, no hay suficientes
evidencias que relacionen su mayor consumo, sin otra medida adicional, con
la pérdida de peso. Solo si ese aumento se produce a expensas de otros
alimentos más energéticos puede hablarse de asociación con un menor peso.
Vamos, que comer más vegetales y frutas es importante pero no es suficiente
para adelgazar.

Diabetes

Ha habido dos meta-análisis que han analizado la relación entre la ingesta de


vegetales y la diabetes tipo 2 en estudios observacionales de cohorte (con
observación durante un periodo de tiempo).

En el primero de ellos, "Intake of fruit, vegetables, and antioxidants and risk


of type 2 diabetes: systematic review and meta-analysis" publicado en 2007
y en el que se incluyeron cinco grandes estudios, se llegó a la conclusión de
que no existía una relación entre estos alimentos y la enfermedad, por lo que
su mayor ingesta no se relacionaba con una prevención de la misma.

En el segundo, publicado en 2010, "Fruit and vegetable intake and incidence


of type 2 diabetes mellitus: systematic review and meta-analysis", los
autores llegaron a similares conclusiones, no encontraron diferencias de
riesgo entre los que más frutas y vegetales en general consumían y los que
menos. Pero sí encontraron una reducción del riesgo entre los que comían más
cantidad de vegetales de hoja verde.

En lo que respecta a estudios de intervención, es muy difícil separar el efecto


de frutas y vegetales porque las intervenciones siempre son multifactoriales,
con más cambios dietéticos e incremento de la actividad física. En aquellos en
los que se ha intentado aislar, los resultados de nuevo han llevado a una falta
de correlación, como ocurrió en el gran estudio de intervención Women's
Health Initiative, tal y como se explica en el artículo "Low-fat dietary pattern
and risk of treated diabetes mellitus in postmenopausal women: the women’s
health initiative randomized controlled dietary modification trial".

En definitiva, según los expertos no hay evidencia científica de asociación


entre la diabetes tipo 2 y el consumo de estos alimentos (clasificación de
insuficiente). La única influencia podría atribuirse a su capacidad de
prevención del sobrepeso, factor éste que sí está íntimamente relacionado con
esta enfermedad.

Hipertensión

Los estudios observacionales suelen relacionar una mayor ingesta de frutas y


vegetales (o algunos de sus componentes) con menos casos de hipertensión o
menor presión arterial. Estos son los más significativos que apreciaron esta
relación inversa, todos ellos con miles de personas y una buena cantidad de
años de seguimiento:

"Prospective study of nutritional factors, blood pressure, and


hypertension among US women" (1996)
"Relation of vegetable, fruit, and meat intake to 7-year blood
pressure change in middle-aged men: the Chicago Western Electric
Study" (2004)
"Associations of plant food, dairy product, and meat intakes
with 15-y incidence of elevated blood pressure in young black and
white adults: the Coronary Artery Risk Development in Young
Adults (CARDIA) Study" (2005)
"Risk of hypertension among women in the EPIC-Potsdam
Study: comparison of relative risk estimates for exploratory and
hypothesis-oriented dietary patterns" (2003)
"Habitual intake of flavonoid subclasses and incident
hypertension in adults" (2011)

Respecto a los estudios de intervención, nos encontramos con una situación


similar a la de la diabetes, ya que las intervenciones suelen ser
multifactoriales, en las que no se puede aislar el tema que nos ocupa. A pesar
de todo, ha habido algunos que han procurado realizar una intervención
aislada, aumentando la ingesta de frutas y vegetales, con resultados favorables
(reducción de la tensión arterial):

"A clinical trial of the effects of dietary patterns on blood


pressure" (1997)
"Effects of fruit and vegetable consumption on plasma
antioxidant concentrations and blood pressure: a randomised
controlled trial" (2002)
"Intake of fruits, vegetables, and dairy products in early
childhood and subsequent blood pressure change" (2005)

En este caso, los autores concluyen que la evidencia de un efecto positivo para
prevenir la hipertensión es sólida y de primer nivel, es decir, convincente.

Enfermedad coronaria

Las dos principales revisiones que se han realizado sobre estudios


observacionales de este tema, han sido en forma de meta-análisis y son las
siguientes:

"Fruit and Vegetable Consumption and Risk of Coronary Heart Disease: A


Meta-Analysis of Cohort Studies" (2006). Los autores encontraron una
reducción del riesgo significativa por cada porción de vegetales y frutas que
se incluía en la dieta.

"Increased consumption of fruit and vegetables is related to a reduced risk


of coronary heart disease: meta-analysis of cohort studies" (2007). También
encontraron una reducción del riesgo entre aquellos que comieron tanto más
vegetales como más fruta.

Otros grandes estudios observacionales posteriores han llegado a


conclusiones similares:

Flavonoid intake and risk of CVD: a systematic review and


meta-analysis of prospective cohort studies (2013)
"Raw and processed fruit and vegetable consumption and 10-
year coronary heart disease incidence in a population-based cohort
study in The Netherlands" (2011).
"Fruit and vegetable intake and mortality from ischaemic heart
disease: results from the European Prospective Investigation into
Cancer and Nutrition (EPIC)-Heart study"(2010)
"Food choices and coronary heart disease: a population based
cohort study of rural Swedish men with 12 years of follow-up"
(2009).
"Fruit, vegetable and bean intake and mortality from
cardiovascular disease among Japanese men and women: the JACC
Study" (2009)

Un estudio únicamente encontró una reducción del riesgo entre aquellos que
más vegetales de hoja verde comieron:

"Fruit, vegetables, and olive oil and risk of coronary heart


disease in Italian women: the EPICOR Study" (2011)

Los estudios de intervención realizados sobre este tema lo abordan de forma


indirecta, analizando la variación de indicadores relacionados con la
enfermedad coronaria. La mayoría encuentran que el aumento de su ingesta (de
forma genérica o con alimentos concretos) suelen mejorarlos. Estos son alguno
de ellos:

"Dietary intake of fruits and vegetables improves microvascular


function in hypertensive subjects in a dose-dependent manner"
(2009)
"A 4-week intervention with high intake of carotenoid-rich
vegetables and fruit reduces plasma C-reactive protein in healthy,
non-smoking men" (2005)

Los autores deducen que las evidencias de que el consumo de vegetales y


frutas sirve para prevenir la enfermedad coronaria es sólida y de primer nivel,
es decir, convincente.
Ictus

También para esta enfermedad se han realizado dos meta-análisis de estudios


observacionales, llegando ambos a resultados parecidos: Se encontró una
clara relación entre el aumento del consumo de vegetales y frutas y la
reducción del riesgo. Son los siguientes:

"Fruit and vegetable consumption and stroke: meta-analysis of


cohort studies" (2006).
"Fruit and vegetable consumption and risk of stroke: a
metaanalysis of cohort studies" (2005).

Por otro lado, el estudio "Fruit, vegetable and bean intake and mortality
from cardiovascular disease among Japanese men and women: the JACC
Study" (2009) realizado posteriormente también encontró una reducción de
riesgo similar.

Como ocurría con la enfermedad coronaria, en los estudios de intervención se


analizan indicadores relacionados y, siendo éstos indicadores comunes con los
de aquel apartado, los estudios y las conclusiones son las mismas.

Por lo tanto, también en este caso los autores consideran la evidencia


científica en favor de vegetales y frutas para prevenir el ictus como
convincente.

Cáncer

Aunque las primeras revisiones que analizaron la correlación entre el cáncer y


la ingesta de vegetales y frutas obtuvieron resultados claramente favorables a
su consumo, posteriores investigaciones han atenuado esta asociación. Los
resultados siguen encontrando una reducción del riesgo, pero con valores más
moderados.

Los tipos de cáncer que parece que se ven beneficiados por la ingesta de estos
alimentos son los relacionados con el sistema digestivo: Cáncer de boca,
esófago, colorectal y estómago. De cualquier forma, los beneficios observados
no son muy elevados. Parece que el efecto beneficioso es mayor si el aumento
en la ingesta es alto y ocurre sobre personas con elevada exposición a tóxicos
y carcinógenos (por ejemplo, fumadores).

Algunas de las últimas revisiones sobre estudios observacionales han sido las
siguientes:

"Epidemiologic evidence of the protective effect of fruit and vegetables on


cancer risk" (2003). Reducción del riesgo estadísticamente significativo.

"Fruit and vegetables and cancer risk" (2009). Relación favorable pero
pequeña, pocos beneficios.

"Fruit and vegetable intake and risk of major chronic disease" (2004). Sin
ventajas significativas para el cáncer en general.

Por lo tanto en este caso, en opinión de los autores, la evidencia para esta
enfermedad es estadísticamente significativa, pero tampoco de lo mejorcito,
así que la consideraron de segundo nivel, probable, y especialmente entre los
tipos de cáncer comentados.

Osteoporosis

Existe una revisión de 2011 en la que se analizó si los vegetales y frutas


ayudan a prevenir la osteoporosis, "Fruit and vegetable intake and bone
health in women aged 45 years and over: a systematic review" y concluyó
que no existen evidencias claras al respecto.

Otros trabajos observacionales han investigado esta relación, sin encontrar


tampoco pruebas a favor de los vegetales:

Diet and hip fractures among elderly Europeans in the EPIC


cohort" (2011).
"Dietary patterns associated with fall-related fracture in elderly
Japanese: a population based prospective study" (2010)
Los estudios de intervención que han investigado directa o indirectamente el
tema han llegado a conclusiones irregulares:

"Effect of potassium citrate supplementation or increased fruit and


vegetable intake on bone metabolism in healthy postmenopausal women"
(2008). No se encontró relación.

"Dietary patterns and incident low-trauma fractures in postmenopausal


women and men aged" (2011). Las mujeres que más vegetales y frutas
consumían tenían menos fracturas.

“Effects of dietary nutrients and food groups on bone loss from the proximal
femur in men and women in the 7th and 8th decades of age” (2003). Sin
correlación significativa.

“The acid–base hypothesis: diet and bone in the Framingham Osteoporosis


Study” (2001) Se observó menos pérdida de masa ósea entre hombres (no
entre mujeres).

“Potassium, magnesium, and fruit and vegetable intakes are associated with
greater bone mineral density in elderly men and women” (2002). También se
observó menos pérdida de masa ósea solo entre hombres

Otros estudios de intervención más especializados, por ejemplo entre niños o


embarazadas, han encontrado algunos beneficios del consumo de vegetales y
frutas para la densidad ósea, pero no siempre y con resultados diversos.

Los autores concluyeron, un poco generosamente en mi opinión, que la


capacidad de los vegetales para prevenir fracturas es baja pero puede existir,
asi que la clasificaron como, posible.

Artritis reumatoide
Los estudios identificados analizando esta enfermedad y la ingesta de
vegetales y frutas (o algunos de sus componentes) son los siguientes (todos
observacionales menos el último):

"Vitamin C and the risk of developing inflammatory


polyarthritis: prospective nested case-control study" (2004)
"Antioxidant micronutrients and risk of rheumatoid arthritis in a
cohort of older women" (2003)
"Dietary risk factors for the development of inflammatory
polyarthritis: evidence for a role of high level of red meat
consumption"(2004)
"Diet and risk of rheumatoid arthritis in a prospective cohort"
(2005)
"Effect of antioxidants on knee cartilage and bone in healthy,
middle-aged subjects: a cross-sectional study" (2005)
"Dietary factors in relation to rheumatoid arthritis: a role for
olive oil and cooked vegetables?" (1999)
"A pilot study of a Mediterranean-type diet intervention in
female patients with rheumatoid arthritis living in areas of social
deprivation in Glasgow" (2007)

La mayoría encontraron una relación inversa entre un mayor consumo y una


menor incidencia de la enfermedad, pero debido a la naturaleza y poca
cantidad de los estudios, la evidencia se clasificó como posible.

Enfermedades oculares

Tras analizar diferentes estudios sobre la degeneracion macular, cataratas,


glaucoma y retinopatía diabética, los autores consideraron que la evidencia
era pequeña, clasificándola de posible para las dos primeras enfermedades.
Para el resto, se consideró que los resultados obtenidos en los
correspondientes estudios no eran suficientes para obtener conclusiones
fiables.

Otras enfermedades
Los investigadores germanos también analizaron las capacidades de vegetales
y frutas para prevenir el colon irritable, la demencia, el asma y la enfermedad
obstructiva pulmonar, considerándose para todas ellas que existe un nivel de
evidencia posible, excepto la primera, para la que no hubo datos suficientes
que permitieran sacar conclusiones.

Conclusiones finales

El estudio que hemos utilizado en todo momento como guía nos regala una
magnífica tabla que resume estupendamente la evidencia científica existente
sobre las ventajas de comer frutas y vegetales y que podríamos traducir de la
siguiente forma:

Como puede observar, la evidencia de los efectos beneficiosos de comer


frutas y vegetales podría ser especialmente importante para la prevención de
la hipertensión, las enfermedades coronarias y el ictus. También es destacable
para algunos tipos de cáncer. Y, aunque pequeña, no es despreciable para gran
parte del resto de dolencias, quedando únicamente sin pruebas o sin
asociación el glaucoma, la retinopatía, el colon irritable y la diabetes tipo 2.

Es decir, que estos alimentos no son la panacea ni la solución milagrosa para


cualquier asunto de salud, pero su potencial para prevenir una importante
cantidad de enfermedades es muy importante.
Quizás lo más sorprendente de toda la revisión sea la falta de correlación
clara con la prevención del sobrepeso, lo que debería hacernos pensar que el
comer más vegetales, por sí solo, no es suficiente para adelgazar. Y que hay
que abordar más cambios (dietéticos y no dietéticos) para conseguir perder
los kilos que sobran.

Para terminar, sin ninguna duda, esta revisión nos permite confirmar que es
necesario realizar más estudios, sobre todo separando las hortalizas y las
frutas (ya que son bastante diferentes) y también segmentando más los
diferentes tipos de cada una. Por ejemplo, como hemos visto en varios de los
estudios, los vegetales de hoja verde parecen ser especialmente interesantes,
algo en lo que hay que seguir profundizando. Como en la identificación de
otros subgrupos de alimentos que pudieran ser útiles para patologías
específicas.
¿Hasta qué punto son peligrosas las grasas saturadas?

Uno de los temas prioritarios cuando se habla de nutrición son las grasas y, en
concreto, suelen tomar protagonismo con especial rapidez las grasas
saturadas. Llevamos muchos años con intensas y vehementes recomendaciones
dirigidas a su reducción y tanto el personal sanitario como los organismos
oficiales parecen tenerlo bastante claro. Aunque recientemente la controversia
sobre la rigurosidad de todas estas políticas parece haberse avivado ya que,
como ha ocurrido con otros aspectos, los estudios más rigurosos de los
últimos años parecen indicar que el tema no está tan claro.

Las grasas saturadas son aquellas formadas por moléculas cuyos átomos de
carbono están unidos al máximo posible de átomos de hidrógeno (podría
decirse que están “saturados” de hidrógeno, sin la presencia de enlaces
dobles, de ahí su nombre).

Sin embargo las grasas saturadas no son una única cosa. Realmente están
formadas por diferentes tipos de ácidos grasos, que se diferencian en el
número de átomos de carbono (C) que tenga la cadena. El rango de átomos de
carbono es de entre 4 y 20 y los ácidos grasos suelen considerarse de cadena
corta si son de menos de 6 átomos de carbono, de cadena media entre 6 y 10 y
de cadena larga los de mayor número. Los ácidos grasos más habituales en la
dieta son el ácido láurico (C12:0), el mirístico (C14:0), el palmítico (C16:0)
y el esteárico (C18:0), aunque también pueden estar presentes otros como el
ácido butírico (C4:0), el ácido caproico (C6:0), el ácido caprílico (C8:0) o el
ácido cáprico (C10:0).

La distribución de cada uno de estos ácidos grasos puede ser muy diversa en
diferentes alimentos. Por ejemplo, el aceite de coco tiene gran cántidad de
ácido láurico (C12:0) y mirístico (C14:0), el de oliva sin embargo es
especialmente rico en ácido palmítico (C16:0), al igual que la mantequilla.
Las carnes y los pescados también suelen contener sobre todo ácidos de
cadena larga, en concreto el ácido palmítico (C16:0) y esteárico (C18:0).

Recomendaciones de los organismos oficiales


Dejamos a un lado la química básica y entramos en la nutrición, para empezar
a hablar de las recomendaciones dietéticas, probablemente el aspecto más
popular de esta disciplina.

Podría decirse que la mala fama de los ácidos grasos saturados sobre todo
tiene dos focos: Por un lado su impacto en el aumento de la concentración de
colesterol en sangre (sobre todo el colesterol total y el LDL o colesterol
malo). Y por otro, la asociación entre su mayor ingesta y el aumento de los
índices de enfermedad cardiovascular. Coherentes con estos aspectos
negativos, las diversas entidades sanitarias recomiendan reducir la ingesta de
grasas saturadas.

En España la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición,


AESAN en su Plan Cuídate 2012 y en su apartado "conoce la grasa" explica
que "El consumo excesivo de grasas saturadas tiene un doble efecto sobre el
colesterol: por un lado favorece el aumento del colesterol-LDL (el malo) y,
por otro, disminuye e impide la acción del colesterol-HDL (el bueno) siendo
uno de los principales factores de riesgo para enfermedades del corazón”. Y
su recomendación: Menos del 10% de las calorías totales de una dieta.

Por otro lado, el consenso español FESNAD-SEEDO de 2011, centrado en el


tema de la obesidad, afirma que "Las investigaciones que estudian la
relación entre la ingesta de ácidos grasos saturados en adultos sanos y el
riesgo de obesidad observan resultados contradictorios" cuando analiza la
evidencia existente para la prevención de la obesidad. A pesar de todo, unas
páginas más adelante, en su tabla de recomendaciones para el tratamiento de la
misma, recomienda una ingesta menor del 7% del total de las calorías a partir
de este componente. Según se puede deducir del documento, utiliza este valor
de referencia porque es el utilizado por las “Dietary guidelines” americanas
(aunque realmente en su directriz principal los americanos recomiendan menos
del 10% y el 7% es una recomendación especial, podría decirse que para
nota).

Otras entidades coinciden con AESAN en sus criterios y también recomiendan


una ingesta menor del 10% del total de calorías en forma de grasas saturadas.
Para no aburrirles con una larga lista, solo les incluyo algunos ejemplos en los
que se ha establecido este techo del 10% como valor máximo:

- La OMS (WHO) en su documento de 2003 "Diet, nutrition and The


prevention of Chronic diseases".

- La FAO (Food and Agriculture Organization of the United Nations) en su


documento “Fats and fatty acids in human nutrition” de 2008.

- La última versión de las "Dietary Guidelines" americanas de 2010.

- La Food Standard Agency Británica en su guía de 2006.

- Las recomendaciones nórdicas “NNR-New Nordic Nutrition


recommendation” tras la última revisión que ha realizado sobre las grasas
como paso previo para redactar el documento final sobre las grasas,
recomienda que la suma total de grasas saturadas + grasas trans sea menor del
10% de la energía total.

Una relación impresionante y amplia, sin duda. Por eso resulta cuando menos
curiosa la discordancia de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria -
EFSA, en su documento sobre las valores de referencia para las grasas
publicado en 2010, resume las ideas principales de la siguiente forma: "Los
ácidos grasos saturados son sintetizados por el cuerpo y no son necesarios
en la dieta. Por lo tanto, no se establece ninguna recomendación sobre su
ingesta. Existe una relación de respuesta a la dosis positiva entre la ingesta
de la mezcla de ácidos grasos saturados y el LDL en sangre comparado con
los carbohidratos. Además, hay evidencias con estudios de intervención que
muestran que sustituyendo productos ricos en ácidos grasos saturados por
productos ricos en ácidos grasos poliinsaturados omega-6 (sin que se
modifique la cantidad total de grasas) se reduce el número de eventos
cardiovasculares. Como la relación entre los ácidos grasos saturados y el
incremento del LDL es continua, no se puede definir un umbral las grasas
saturadas por debajo del cual no existan efectos adversos. Por lo tanto, no
se puede establecer un valor máximo tolerable. El panel concluye que la
ingesta de grasas saturadas debería de ser lo más baja posible en el
contexto de una dieta nutricionalmente adecuada (...)."

En definitiva, podríamos resumir que la mayoría se inclinan por poner un


máximo del 10% de las calorías totales a la ingesta de grasas saturadas,
excepto la EFSA, que simplemente recomienda reducirla al máximo.

Las grasas saturadas en el plato

Según la última Encuesta Nacional de Ingesta Dietética Española (2011), se


calcula que en España sobre el 12,1% de las calorías totales de la dieta
proviene de las grasas saturadas, por lo que estamos por encima de las
recomendaciones internacionales (aunque no demasiado). Este porcentaje
varía bastante en función de los países. Por ejemplo entre los nórdicos oscila
entre el 13 y el 15% y entre los americanos se calcula que es del 11%.

En la mayoría de los países son valores bastante inferiores a los de hace 20-
30 años, como consecuencia de las agresivas campañas en contra de las grasas
saturadas de las décadas de los 80 y los 90, pero se han mantenido bastante
estables durante la última década.

Se suele decir que la principal fuente de grasas saturadas son los alimentos de
origen animal, que son los que se suelen limitar prioritariamente cuando se
quiere reducir su ingesta, pero esta afirmación no suele venir acompañada de
datos concretos. Por desgracia, en la encuesta española no se detalla el origen
de estas grasas saturadas, así que para hacernos una idea de las fuentes de
alimentos que nos las aportan debemos consultar otras fuentes de información.

Uno de los errores más habituales es pensar que los alimentos contienen solo
un tipo de grasa y que por lo tanto, las grasas saturadas solo se encuentran en
algunos de ellos. Sin embargo, en la mayoría de los casos los diferentes tipos
de grasas aparecen mezcladas en diferentes proporciones. Por ejemplo, a
continuación pueden ver los contenidos aproximados de diversas grasas
(saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas) y en el caso de las
poliinsaturadas, los ácidos grasos (omega-3 y omega-6) encontrados en
muestras habituales de diversos alimentos (gramos por cada 100 gr de
alimento):
Como puede observar, podría decirse que las grasas saturadas están por todas
partes, incluso en alimentos en los que mucha gente no imaginaría
encontrarlos, como el aceite de oliva. Casi un 15% de nuestro querido y
admirado aceite son ácidos grasos saturados.

Tras la pista del 10%

Bien, creo que ya hemos podido situar a grandes rasgos las grasas saturadas,
viendo lo que son, de dónde vienen y lo que nos recomiendan sobre ellas.
Ahora es momento de meterse en harina y empezar a escarbar en los estudios
y ensayos clínicos.

Como primer paso para profundizar en la evidencia científica que soporta


todas estas recomendaciones, vamos a centrarnos en lo más evidente. Es
probable que, como me ha ocurrido a mí, le haya llamado la atención un
consenso tan claro respecto a la cantidad máxima recomendable de grasas
saturadas. Y lo redondo del número, el 10%. Excepto la EFSA, el resto fijan
ese porcentaje de la energía total como límite superior. Así que usted
deducirá, como también he hecho yo, que deben existir estudios e
investigaciones que muestran claramente que este valor es el más adecuado
para prevenir las enfermedades y mejorar la salud.

Como se estará imaginando, mis siguientes pasos se han encaminado en la


búsqueda de las explicaciones pertinentes en las guías y recomendaciones de
los diferentes países y las referencias a esos trabajos, estudios, revisiones o
análisis tan claros y contundentes. Y le aseguro que le he dedicado su tiempo,
pero no los podido encontrar.

Así que he decidido pasar al plan B y dedicarme a intentar rastrear las


referencias bibliográficas de las recomendaciones, buscando el documento en
el que apareció por primera vez ese número mágico del 10%. Y finalmente he
llegado al trabajo de un comité de expertos de la OMS de 1982, que publicó el
documento “Prevention of coronary heart disease”, una interesante pieza de
museo de la ciencia epidemiológica y un claro ejemplo de cómo se hacían por
aquel entonces las investigaciones y los documentos de recomendaciones. Por
cierto, es reseñable la enorme cantidad de contenido que dedica a culpar al
colesterol de casi todos los males sanitarios de la sociedad, prácticamente al
mismo nivel que el tabaco y el sedentarismo.

Pues bien, en efecto, este comité de expertos redactó en la página 47 del


documento por vez primera la recomendación de no exceder el 10% de grasas
saturadas. Y la justificación, según explican en el propio texto, es porque "es
la forma de conseguir reducir los niveles de colesterol a los valores
recomendados" (junto con comer menos de 300 mg dietéticos diarios de
colesterol, algo que la mayoría de las guías ya no recomiendan). Y para darle
más solidez a su argumentación añaden que es "consistente con patrones
alimentarios atractivos y encontrados ampliamente".

Esta es la primera aparición y estas dos frases son todas las evidencias y
razones que se presentan para justificarlo. Sin referencias a estudios ni
investigaciones concretas. Sin datos ni resultados. Es lo que dijo el comité de
expertos.

La siguiente referencia que he podido encontrar aparece ocho años después, en


el extenso informe de 1990 de la OMS-WHO “Diet, nutrition and the
prevention of chronic diseases”. Otra joya bibliográfica para cualquier
aficionado a la nutrición. En la página 110 del documento se da la
recomendación en cuestión: Mínimo un 0% y máximo un 10% de grasas
saturadas. ¿Y cuál es la justificación? Pues, además de citar el documento de
1982 mencionado anteriormente, hay una razón adicional explicada en la
sección 3.2 previa del mismo documento (paginas 54 y 55): Los resultados del
conocido "Estudio de los siete países" de Ancel Keys, en el que se identificó
que una ingesta entre el 3% y el 10% de grasas saturadas se asociaba a
menores niveles de colesterol y de enfermedad cardiovascular.

Bueno, al menos en este caso tenemos referencia a un estudio, el popular


Estudio de los Siete Países. Este trabajo fue un estudio observacional (sin
intervención) realizado con datos desde finales de la década de los 40 hasta
principios de los 80, que encontró una asociación o correlación entre factores,
el colesterol, las grasas saturadas y la enfermedad cardiovascular.

No voy a entrar en detalles sobre el polémico trabajo de Keys, puede


encontrar numerosa información en internet. Pero para mostrarle que mi falta
de confianza sobre su fiabilidad no es algo personal ni subjetivo, le
recomiendo leer el estudio publicado en 2010 en American Journal for
Clinical Nutrition "The role of reducing intakes of saturated fat in the
prevention of cardiovascular disease: where does the evidence stand in
2010?", realizado por expertos nutricionistas y médicos daneses, que contaron
con la participación del prestigioso epidemiólogo de Harvard Walter Willett.
En sus primeros párrafos, se dice lo siguiente: "En el estudio de los siete
países, el mayor riesgo de mortalidad por enfermedad coronaria asociado al
consumo de grasas saturadas podía ser erróneo a causa de otras muchas
variables de confusión y solo debería utilizarse para la generación de
hipótesis". Si eso dicen los mayores expertos, no creo que sea como para
considerarlo una evidencia científica demasiado sólida ¿no cree? Para
contrastarlo, más adelante veremos qué nos dicen los estudios más recientes.

Aquellas primeras recomendaciones de 1982 y 1990, basadas en poco más


que un consenso de algunos expertos, podrían haber sido una importante
influencia para las actuales, pero como les decía, yo no he encontrado
explicaciones en los informes de recomendaciones más recientes que me
aclaren por qué en lugar de un 10%, no puede ser un 8% o un 12%. ¿Tal vez
analizando los últimos estudios y revisiones podamos encontrar alguna pista
indirecta que nos ayude a encontrar las pruebas que empujan a seguir
manteniéndolo, año tras año, década tras década?

Lo aclararemos en las siguientes páginas

El aumento del colesterol de las grasas saturadas

Vamos a centrarnos ahora en la relación de las grasas saturadas con el


colesterol y el riesgo de enfermedad cardiovascular. Empezaremos con el
colesterol, ya que probablemente este sea el hecho más incuestionable sobre
las grasas saturadas y el factor principal que las ha llevado a ser uno de los
demonios dietéticos durante décadas: su mayor ingesta se asocia a un aumento
en los valores de colesterol total y LDL (colesterol malo). Profundicemos
entonces en los detalles y la ciencia que hay tras esta relación

En primer lugar, me gustaría dedicar unas líneas a recordar los indicadores y


las medidas del colesterol. Como leerá en un apartado posterior dedicado
exclusivamente a este nutriente, la cuestión no es sencilla ni está resuelta. El
colesterol por sí mismo no es malo en absoluto, al contrario, es un componente
esencial para nuestro organismo, pero su concentración en sangre (en concreto,
el contenido de colesterol de las lipoproteínas) se utiliza como indicador de
riesgo de enfermedad cardiovascular porque aporta una información bastante
aceptable. Pero aunque la concentración del colesterol total (CT) y el de las
lipoproteínas de baja densidad-LDL (colesterol malo) suelen ser en general
indicadores útiles epidemiológicamente hablando (más concentración se
asocia a más riesgo), en ocasiones pueden aportar información incompleta
para una cantidad importante de personas. Además, la batería de indicadores
del colesterol no está completa si no incluimos el de las lipoproteínas de alta
densidad-HDL (colesterol bueno), y que precisamente tiene una asociación
inversa a la de los dos anteriores: a más concentración, menor riesgo.

Por todas estas razones, últimamente se utilizan indicadores más completos o


globales y que se consideran más fiables para dar información sobre el riesgo
de enfermedad cardiovascular que el CT y el LDL de forma individual. Uno de
los más utilizado es el coeficiente que se obtiene al dividir el colesterol total
entre el HDL (representado como CT/HDL), que se asocia a una reducción del
riesgo cuando su valor es menor. Insisto, todo ello lo trataré en los apartados
dedicados al colesterol, en el capítulo “Energía y metabolismo”.

Por otro lado, también considero importante dedicar unas líneas a precisar un
poco a lo que nos referimos cuando hablamos de aumentar o reducir las grasas
saturadas. Si al aumentar las grasas saturadas sube el colesterol, se podría
deducir que al reducir su ingesta, baje. Pero Cuando hablamos de nutrición,
normalmente las personas no solemos reducir o aumentar sin más un
componente, lo solemos sustituir por otro, porque la cantidad final de lo que
comemos y las calorías ingeridas suelen variar más bien poco a largo plazo. Y
eso precisamente es lo que analizan los estudios de intervención de los
últimos años, lo que ocurre cuando reducimos las grasas saturadas en favor de
otro nutriente o componente, como por ejemplo carbohidratos (que suele ser la
sustitución más habitual) u otros tipos de grasas (normalmente insaturadas, ya
sean monoinsaturadas o poliinsaturadas).

Bien, tras estas explicaciones básicas previas, veamos entonces lo que dicen
los estudios sobre las grasas saturadas, su sustitución por otros nutrientes y el
indicador CT/HDL.

Voy a utilizar como referencia una de las últimas revisiones, realizada por los
conocidos epidemiólogos de Harvard Micha y Mozzafarian "Saturated Fat
and Cardiometabolic Risk Factors, Coronary Heart Disease, Stroke, and
Diabetes: a Fresh Look at the Evidence", publicada en 2010. Esta revisión
incluyó unos cuantos gráficos que ilustran muy bien la cuestión.

Empezaremos analizando uno de ellos, el que muestra cómo cambia el


indicador CT/HDL al aumentar la ingesta de diferentes tipos de grasas; trans
(TFA), saturadas (SFA), monoinsaturadas (MUFA) y poliinsaturadas (PUFA) a
costa de los carbohidratos (CHO), es decir, al sustituir carbohidratos por
grasas:

Como puede observar, la línea que representa la sustitución de los


carbohidratos por grasas saturadas es prácticamente horizontal, es decir, el
coeficiente CT/HDL (y en consecuencia, el riesgo) prácticamente no cambia.
Lo repito, porque esta conclusión es importante: Si aumentamos la ingesta de
grasas saturadas a costa de los carbohidratos, el coeficiente CT/HDL casi no
varía. Por lo tanto, si usted deja de comer alimentos con grasas saturadas y los
sustituye por otros sin grasas y normalmente muy ricos en carbohidratos (tales
como arroz, pasta, patatas, etc.), es probable que no le sirva para mucho. De
hecho hay estudios que muestran que el riesgo incluso empeora si esos
carbohidratos son refinados.

Centrémonos un poco más en este aumento de las grasas saturadas a costa de


los carbohidratos y entremos a analizar el efecto de cada ácido graso. Ya
hemos dicho que las grasas saturadas realmente se componen de diferentes
ácidos grasos; y ¿qué pasará con el CT/HDL cuando sustituimos los
carbohidratos por estos componentes de forma individual? Este es el gráfico
sobre el tema que los expertos de Harvard incluyeron en su estudio:
Es evidente que diferentes ácidos provocan diferentes efectos. El coeficiente
se reduce (por lo tanto, disminuye el riesgo) al aumentar la ingesta de los
ácidos mirístico (14:0), esteárico (18:0) y sobre todo, láurico (12:0). Y
empeora (aumenta) con el ácido palmítico (C16:0).

Un ejemplo práctico de la personalidad de cada ácido graso podemos


encontrarlo en el efecto de lácteos sobre el colesterol. Con este tipo de
alimentos, el aumento de grasas saturadas no se suele asociar a ningún cambio
en los indicadores de colesterol; y si se asocia, suele ser positivo. Por
ejemplo, estos son algunos estudios que confirman esos resultados:

Effect of fermented milk containing Lactobacillus acidophilus


and Bifidobacterium longum on plasma lipids of women with
normal or moderately elevated cholesterol.
Major advances in nutrition: impact on milk composition,
A comparison of the effects of cheese and butter on serum lipids,
haemostatic variables and homocysteine
Does fat in milk, butter and cheese affect blood lipids and
cholesterol differently?

También en la revisión de 2012 "Influence of Dairy Product and Milk Fat


Consumption on Cardiovascular Disease Risk: A Review of the Evidence" se
concluye que la ingesta de grasas saturadas provenientes de leche, yogur y
queso o no tienen efectos significativos en los niveles de LDL y CT, o si los
tienen, son positivos. Igualmente ocurre con el HDL, los cambios que se
suelen producir son a mejor.

¿Cuál es la razón para que esto ocurra? Resulta que, a diferencia de la carne,
los lácteos tienen pequeñas cantidades de ácido láurico, así como de otros
ácidos grasos saturados de cadena media y corta. Esta diferencia se identificó
de forma especialmente clara en el estudio de 2012 "Dietary intake of
saturated fat by food source and incident cardiovascular disease: the Multi-
Ethnic Study of Atherosclerosis" en el que se compararon los ácidos grasos
saturados de los lácteos y los de la carne, presentando los primeros mayor
cantidad de ellos y cantidades significativas de los mencionados ácidos grasos
de cadena corta y media.

Pues bien, según algunos expertos, estos ácidos grasos, incluso en pequeñas
cantidades, podrían influir en el efecto neutro e incluso positivo de algunos
lácteos en los niveles de colesterol.

La sustitución por otras grasas

Bien, avancemos un poco más. ¿Y si en lugar de aumentar las grasas saturadas


a expensas de los carbohidratos, aumentamos la cantidad de otros tipos de
grasas, como las trans (TFA), las monoinsaturadas (MUFA) o las
poliinsaturadas (PUFA)? ¿Qué ocurre con el indicador CT/HDL?

Para saberlo, le invito a volver a mirar el primer gráfico del estudio de


Harvard, ya que nos aporta la respuesta. Como hemos visto anteriormente, al
aumentar las grasas saturadas casi no hay cambios pero al aumentar las grasas
trans el riesgo crece y al aumentar las monoinsauradas o las poliinsaturadas, el
riesgo disminuye. Es decir, que al aumentar las MUFA o PUFA el beneficio es
bastante claro.

Tras hablar de la sustitución carbohidratos-grasas saturadas, es momento de


reflexionar sobre la siguiente opción para la reducción de grasas saturadas, su
sustitución por otros tipos de grasas, las monoinsaturadas o poliinsaturadas.
Esta es la estrategia que últimamente más se suele recomendar porque una
buena cantidad de los estudios que la han investigado indican que este tipo de
intervención dietética puede ser beneficiosa y reducir el riesgo. Pero la
pregunta que nos generan los gráficos anteriores es bastante evidente: ¿dicha
reducción de riesgo la causan la disminución de las grasas saturadas, el
aumento de grasas monoinsaturadas/poliinsaturadas o ambos factores?

Es una buena pregunta que todavía no tiene respuesta. El hecho de que el


coeficiente CT/HDL casi se mantenga plano al ir aumentando las saturadas a
costa de los carbohidratos, empuja a pensar que las saturadas no son
demasiado culpables y que el efecto predominante podría ser el beneficio de
aumentar la ingesta de PUFA o MUFA. Pero no son más que hipótesis, porque
insisto, no se sabe.

Pero, entonces... ¿y las recomendaciones oficiales?

Llegados a este punto, es probable que usted se esté preguntando "pero,


entonces, si la relación con el colesterol es tan poco concluyente, ¿por qué
todas las recomendaciones oficiales la resaltan con tanta firmeza y la
utilizan como argumento principal contra las grasas saturadas?". De nuevo
esta es una buena pregunta e intentaré darle la que creo que es la respuesta:
Porque en lugar de analizar el conjunto de indicadores sobre el colesterol,
suelen analizar cada indicador individual.

Para que lo entienda mejor, se lo explicaré con un ejemplo, las últimas


recomendaciones dietéticas nórdicas Nordic Nutrition Recomendations
(NNR) 2012.

Desde hace años los países nórdicos, siempre eficientes y colaboradores entre
ellos, elaboran conjuntamente sus recomendaciones dietéticas. Uno de sus
documentos principales trata sobre las grasas, con más de 200 páginas y 600
referencias y estudios seleccionados desde el año 2000 al 2012 . Los
nórdicos, tal y como explican en el documento, seleccionaron diez estudios de
intervención para el análisis de la relación entre las grasas saturadas y el
colesterol, y comprobaron que prácticamente en todos se confirmó lo
siguiente:
1- Una sustitución de grasas saturadas por insaturadas reduce el colesterol
total (CT)
2- Una sustitución de grasas saturadas por insaturadas reduce el LDL
(colesterol malo)
3- Una sustitución de grasas saturadas por insaturadas obtiene resultados
diversos en el HDL (colesterol bueno)

Es decir, confirmaron lo que hemos hablado anteriormente. Pero como sobre


el HDL no pudieron concluir nada concreto por sus diferentes resultados, lo
descartaron y formalmente su conclusión fue la siguiente (con un grado de
evidencia calificado como máximo): La concentración del colesterol total y
LDL es mayor al ingerir grasas saturadas comparadas con las grasas
monoinsaturadas o poliinsaturadas. Que es la afirmación más popular y
difundida sobre el tema. y que es la que suele servir para definir todas las
recomendaciones.

Sin embargo, siendo esta afirmación correcta, es bastante poco concluyente.


Como ya he dicho, en mi opinión, es importante incluir el HDL en la ecuación,
porque precisamente es el conjunto de indicadores el que aporta información
valiosa, por ejemplo, utilizando el ya mencionado CT/HDL. Pero lo nórdicos
no lo hicieron, así que un servidor ha tenido que hacer el trabajito, obteniendo
los siguientes resultados: En cinco de ellos el indicador mejoró con la
sustitución y en otros cinco no se observaron cambios. Mitad y mitad. Empate,
si le gusta el fútbol.

Así que parece que no está tan claro que el sustituir las grasas saturadas por
insaturadas mejore el indicador de colesterol CT/HDL. Y si nos fijamos en la
dimensión de los valores que se obtienen, lo cierto es que en aquellas
intervenciones en las que se obtienen mejoras, éstas son de pequeña magnitud.

Entendiendo la evidencia sobre las grasas saturadas y el colesterol

Los que ya me conocen, saben que estoy muy de acuerdo con la famosa cita de
Einstein "Las cosas deben hacerse lo más sencillas posibles, pero no más
simples". Así que, tras los párrafos anteriores, yo resumiría la evidencia
actual sobre las grasas saturadas y el colesterol de la siguiente forma:
1. El aumento de las grasas saturadas a costa de los carbohidratos no
modifica significativamente el mejor indicador de colesterol utilizado para
medir el riesgo cardiovascular, el CT/HDL

2. Al ingerir más grasas monoinsaturadas (MUFA) o poliinsaturadas


(PUFA), el valor del mejor indicador de colesterol utilizado para medir el
riesgo cardiovascular suele mejorar. Esta mejora no se sabe si es por el
beneficio que aportan los MUFA-PUFA o por la reducción que producen en
el porcentaje de las grasas saturadas, o por ambos factores.

3. Hay ácidos grasos saturados, como por ejemplo algunos presentes en


algunos lácteos, que no influyen negativamente o incluso se asocian a
mejoras en este indicador.

Menudo lío, ¿no cree? Con lo fácil que sonaba antes de todo esto...

Las grasas saturadas y las enfermedades cardiovasculares

Es importante recordar que el objetivo de todas estas reflexiones sobre el


colesterol y sus diferentes indicadores debería ser solo uno: saber si existe
mayor o menor riesgo de enfermedad cardíaca o cardiovascular. Como ya he
dicho, el colesterol no es malo, pero se utiliza como avisador de riesgo de ese
tipo de enfermedades. Ahora es momento de ser más directos y saltarnos el
paso intermedio del colesterol. Vamos a analizar directamente la relación
entre las grasas saturadas y dichas enfermedades.

La más reciente revisión sobre el tema es de 2012 y es especialmente


relevante. Se realizó desde la inciativa Cochrane, la más importante y
prestigiosa a nivel mundial para este tipo de trabajos dirigidos a interpretar
resultados de investigación y trasladarlos a la aplicación clínica. En sus
conclusiones finales los autores afirmaron lo siguiente: "Los resultados
sugieren una pequeña pero potencialmente importante reducción del riesgo
cardiovascular al modificar la grasa dietetica, pero no en la reducción total
de grasa".
¿No les recuerda a la conclusiones sobre el colesterol? Si buscamos un poco
más de información en el documento completo y acudimos al apartado en el
que se tratan específicamente las grasas saturadas, encontramos detalles que
nos aclaran la cuestión o, mejor dicho, que dejan la cuestión sin respuestas
claras. Traduzco libremente:

- No hay evidencias claras de una menor mortalidad en las dietas que


sustituyen las grasas saturadas por otras.

- Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a una
modesta reducción del colesterol total y triglicéridos. No presentan cambios
en los niveles de peso, IMC, LDL y HDL.

- Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a un
mayor riesgo de muerte por cáncer.

- No hay evidencias claras de menores índices de mortalidad en


enfermedades cardiovasculares, cáncer o diabetes en las dietas que
combinan una reducción de las grasas saturadas y la sustitución de las
mismas por otro tipo de grasas .

- Las dietas que combinan una reducción de las grasas saturadas y la


sustitución de las mismas por otro tipo de grasas, se asocian a una modesta
reducción colesterol total, LDL y triglicéridos. Por contra, no se observan
cambios en valores de HDL e IMC.

Le recomiendo leer varias veces y detenidamente las líneas anteriores. Porque


a mí me parece que esta revisión de Cochrane no suena demasiado categórica
contra las grasas saturadas, ¿no cree?

Veamos otro gran trabajo, la revisión realizada en 2010 "Effects on Coronary


Heart Disease of Increasing Polyunsaturated Fat in Place of Saturated Fat:
A Systematic Review and Meta-Analysis of Randomized Controlled Trials"
liderado de nuevo por los ya conocidos expertos de Harvard. En esta
investigación hicieron un meta-análisis sobre la relación entre la enfermedad
coronaria y la sustitución de diferentes tipos de grasas: Saturadas (SFA) por
poliinsaturadas (PUFA). Y los resultados mostraron con bastante claridad una
reducción del riesgo en el caso en el que las SFA fueron sustituidas por PUFA.
En este caso está claro y no hay pegas, ¿no?

No tan rápido. Se repite la circunstancia que ocurría con el colesterol, hay una
pregunta que sigue sin respuesta. ¿La reducción del riesgo se debe a la
reducción de las grasas saturadas, el aumento de las poliinsaturadas o a
ambos? Pues esta fue la reflexión de los investigadores de Harvard en la
discusión del estudio:

"Los presentes hallazgos no distinguen entre los potencialmente distintos


beneficios de aumentar PUFA y de reducir SFA. Por lo tanto, la presente
evidencia es insuficiente para concluir que el aumentar PUFA en lugar de
cualquier otro nutriente se reducirán eventos de enfermedad cardiaca. Esta
evidencia es igualmente insuficiente para concluir que la reducción de las
SFA en favor de cualquier otro nutriente reducirá los eventos de enfermedad
cardiovascular. De cualquier forma, nuestros hallazgos indican que la
estrategia de sustituir SFA por PUFA es probable que reduzca la ocurrencia
de enfermedad cardíaca".

Ni desde Harvard se mojan.

Volvamos una vez más a la primera revisión de Micha y Mozaffarian que


utilizamos al hablar sobre el colesterol, "Saturated Fat and Cardiometabolic
Risk Factors, Coronary Heart Disease, Stroke, and Diabetes: a Fresh Look
at the Evidence" para ver lo que dice sobre la enfermedad cardiovascular, un
tema que también se trata. Tampoco hay sorpresas, ya que se vuelve a analizar
la sustitución de grasas saturadas por otro tipo de grasas, identificando una
reducción del riesgo de enfermedad cardíaca en caso de que la sustitución sea
por poliinsaturadas. Pero a la hora de interpretar resultados, esto es lo que
escriben los autores en sus conclusiones:

"Las actuales recomendaciones oficiales a menudo priorizan la reducción


de grasas saturadas para prevenir la enfermedad cardiovascular. La
revisión de la actual evidencia (...) sugiere que ese foco podría no producir
los beneficios previstos. (...) En primer lugar, la sustitución de SFA por
PUFA da lugar a una reducción del riesgo, pero en la sustitución de SFA por
carbohidratos no se encuentran beneficios y en la sustitución por MUFA los
efectos no se conocen con seguridad.(...). En segundo lugar, incluso en el
óptimo escenario de sustituir SFA por PUFA las reducciones de riesgo son
muy pequeñas (menos de un 10% de riesgo para un 5% de energía). (...) Así
que, aunque la recomendación parezca apropiada, la influencia de otros
factores dietéticos (por ejemplo, poco omega-3, pocos vegetales y frutas,
demasiadas grasas trans, mucha sal) requieren de mayor prioridad. (...)
Finalmente, aunque la investigación sobre nutrientes individuales aporta
importante información (...) , la gente toma decisiones comiendo alimentos,
que contienen gran cantidad de nutrientes y componentes. Por lo tanto,
deben ser más relevantes investigaciones basadas en alimentos (...) para
entender y reducir la pandemia de enfermedades crónicas que ocurre
prácticamente en todas las naciones."

Creo que no requiere de más comentarios...

¡Pero esperen, no se vayan todavía, que aún hay más!

Parece que 2010 fue un año fructífero en investigaciones sobre el tema porque
expertos norteamericanos, (entre los que se encontraba el prestigioso y
conocido Frank Hu, de la Harvard School of Public Health), publicaron el
meta-análisis "Meta-analysis of prospective cohort studies evaluating the
association of saturated fat with cardiovascular disease", analizando los
estudios observacionales más recientes y masivos que hubieran estudiado la
relación entre las grasas saturadas y la enfermedad cardiovascular. Si, en
efecto, hicieron lo mismo que hizo en su momento Ancel Keys en el estudio de
los siete países del que hablamos en el primer post de esta serie, pero a lo
bestia. Con datos más actualizados, metodología más fiable y con mucha más
información y personas observadas.

Y los autores lo podían haber dicho más alto, pero no más claro. Estas fueron
sus conclusiones finales: "No hay evidencia significativa para concluir que
las grasa saturadas dietéticas están asociadas con un incremento de
enfermedad cardíaca o cardiovascular".
¿Le parecen suficientes revisiones y opiniones de expertos basadas y
fundamentadas en estudios? No quiero aburrirle, pero si le han quedado ganas
de más, tengo más. Tan solo un año antes, en 2009, se publicaron las siguientes
cuatro revisiones sistemáticas:

"The Preventable Causes of Death in the United States:


Comparative Risk Assessment of Dietary, Lifestyle, and Metabolic
Risk Factors".
"Major types of dietary fat and risk of coronary heart disease: a
pooled analysis of 11 cohort studies"
"A systematic review of the evidence supporting a causal link
between dietary factors and coronary heart disease".
"Dietary fat and coronary heart disease: Summary of evidence
from prospective cohort and randomised controlled trials".

Y llegaron a conclusiones ya conocidas: Las dos primeras, al igual que los


meta-análisis más recientes, confirmaron que aumentando la ingesta de PUFA
se reducía moderadamente el riesgo, pero sin poder concretar si por mérito de
los PUFA o por la reducción de las grasas saturadas. Y las otras dos no
encontraron pruebas sólidas sobre la relación entre las grasas saturadas y la
enfermedad coronaria.

En definitiva, podríamos redactar de la siguiente forma (sencilla, pero no


simple, como le gustaría a Einstein) la evidencia científica actual sobre la
relación entre las grasas saturadas, el riesgo de enfermedad cardiovascular y
el colesterol:

1. La reducción de las grasas saturadas a costa de los carbohidratos no reduce


significativamente el riesgo cardiovascular ni el mejor indicador de colesterol
utilizado para medirlo, el CT/HDL.

2. Al sustituir las grasas saturadas por grasas monoinsaturadas (MUFA) o


poliinsaturadas (PUFA), el riesgo cardiovascular y el valor del indicador de
colesterol utilizado para medirlo suelen mejorar, aunque con valores
modestos. Esta mejora no se sabe si es por el beneficio que aportan los
MUFA-PUFA, por la reducción que producen en el porcentaje de las grasas
saturadas, o por ambos factores.

3. Hay ácidos grasos saturados, como por ejemplo algunos presentes en


algunos lácteos, que no influyen o consiguen incluso mejoras en el riesgo
cardiovascular y en el indicador.

Y, antes de seguir, permítanme abrir un paréntesis para hacer una pregunta a


los responsables del Plan Cuídate 2012 de la Agencia Española de Seguridad
Alimentaria - AESAN.

Tal y como he comentado antes, en el apartado "Conoce las grasas-riesgos"


incluyeron el siguiente texto: "El consumo excesivo de grasas saturadas tiene
un doble efecto sobre el colesterol: por un lado favorece el aumento del
colesterol-LDL (el “malo”) y, por otro, disminuye e impide la acción del
colesterol-HDL (el “bueno”)."

¿Las grasas saturadas disminuyen e impiden la acción del HDL? ¿En qué
pruebas se basa la segunda parte de esa frase?

Las personas comemos alimentos, no nutrientes aislados

Y ahora quisiera dar un pequeño salto cuántico.

Como bien resaltaban Micha y Mozaffarian en la discusión de una de sus


revisiones, los estudios se centran una y otra vez en nutrientes aislados, en este
caso las grasas saturadas. Pero las personas comemos alimentos, que
presentan múltiples nutrientes y componentes, pudiendo interferir entre ellos, o
crear sinergias, o producir complejos efectos cuyos mecanismos todavía no
conocemos. Por ello, al igual que los expertos de Harvard, personalmente
siempre he sido defensor de los estudios sobre alimentos.

Como ejemplo de este tipo de estudios, el meta-análisis "Food sources of


saturated fat and the association with mortality: a meta-analysis" (2013),
investigó la asociación entre la ingesta de alimentos que son fuentes de grasas
saturadas y la mortalidad de diversos tipos. Y en lo que respecta a mortalidad
por enfermedad cardiovascular, que es el tema que estamos tratando, diversos
alimentos ricos en grasas saturadas obtuvieron diferentes resultados. Se
identificó un pequeño aumento del riesgo para la carne y una reducción (o sin
cambios) para los lácteos. Es una pena que en el estudio no se haya incluido
otra de las principales fuentes de grasas saturadas de la dieta occidental, la
bollería-pastelería y los alimentos precocinados y altamente procesados.

Se han hecho pocos, pero no es el primer estudio de este tipo. Resultados


similares se obtuvieron en el de 2012 "Dietary intake of saturated fat by food
source and incident cardiovascular disease: the Multi-Ethnic Study of
Atherosclerosis". Una mayor ingesta de grasas saturadas desde lácteos se
asoció a un menor riesgo, y a un riesgo algo mayor desde la carne. La ingesta
proveniente de mantequilla y fuentes vegetales (por ejemplo, aceites o frutos
secos) no se relacionó con ningún cambio de riesgo. Y los autores en su
discusión plantearon dos posibles explicaciones, ya comentadas en párrafos
anteriores. La diferencia de efectos de diversos ácidos grasos saturados o la
posibilidad de que realmente no sean las grasas saturadas las que estén detrás
de la causa del riesgo cardiovascular.

Reduciendo el riesgo de enfermedad cardiovascular

Bien, creo que es momento de ir a la práctica. Hemos conocido la evidencia


científica más actual sobre la relación entre las grasas saturadas, el colesterol
y la enfermedad cardiovascular. Hemos visto que no es tan simple como nos la
cuentan, e incluso que las grasas saturadas podrían ser inocentes de algunas de
las acusaciones que llevan soportando desde hace años. Es momento de sacar
conclusiones y llevar todo esto a la práctica.

Su médico le indicará si usted tiene riesgo de enfermedad cardiovascular,


teniendo en cuenta diversos indicadores y hábitos de vida para hacer la
valoración. Cada persona puede tener una situación específica, y en función de
la misma su doctor le planteará las prioridades de actuación. No es objeto de
este blog ni de estos artículos profundizar en aspectos médicos, pero las más
habituales medidas para reducir este riesgo entre la población en general
suelen ser las siguientes:

Dejar de fumar y el alcohol en exceso


Aumentar su actividad física
Perder peso
Reducir el estrés
Mejorar sus patrones alimentarios

Dependiendo de las circunstancias de cada persona, cada factor tendrá su


importancia y su prioridad.

Centrándonos en el tema de la alimentación y de las grasas saturadas, espero


que ahora usted tenga más criterio para evaluar la importancia de este tipo de
grasas como medida preventiva del riesgo cardiovascular. Es probable que
esta variable haya cambiado su posición en la escala de prioridades que usted
tenía hasta ahora a puestos mucho menos relevantes, porque lo cierto es que
las pruebas en su contra son bastante escasas.

De cualquier forma, si finalmente se dan las circunstancias que recomiendan


hacer modificaciones dietéticas relacionadas con la ingesta de grasas (insisto,
decididas por su médico y usted), debería hacerse de acuerdo a criterios
lógicos y basados en la ciencia, replicando las intervenciones beneficiosas
que hemos ido viendo. Así que probablemente la primera recomendación a
seguir sería la de aumentar la ingesta de ácidos grasos poliinsaturados
(especialmente los omega-3) y monoinsaturados, por ejemplo comiendo más
pescado azul, aceite de oliva, nueces, etc. Le recomiendo consultar las tablas
incluidas al inicio del apartado.

En segundo lugar, si incluso tras conocer todo lo comentado en las páginas


prvias se decide también reducir la ingesta de grasas saturadas, es importante
que se haga de la mejor forma posible. Así que vamos a intentar concretar lo
que significa "la mejor forma posible" en este tipo de intervenciones.

¿De dónde llegan las grasas saturadas en la dieta? No he encontrado datos


para el caso de España, así que tendremos que basarnos en la dieta americana
que, aunque globalmente es bastante diferente, suele presentar un perfil
bastante similar al de la dieta de las personas que deben mejorar su
alimentación.
En el estudio publicado en 2013 "Major food sources of calories, added
sugars, and saturated fat and their contribution to essential nutrient intakes
in the U.S. diet: data from the national health and nutrition examination
survey (2003--2006)", se utilizó la información más reciente en la dieta de los
norteamericanos según las estadísticas oficiales anuales (NAHNES).

Estos son los porcentajes de aportación de grasas saturadas para cada grupo
de alimentos (de mayor a menor):

1. Otros: 26,2 %
2. Queso: 16,5 %
3. Vacuno: 8,5 %
4. Leche: 8,3 %
5. Aceites: 8,2 %
6. Carne procesada: 6,9 %
7. Galletas y bollos: 6,1 %
8. Margarina-mantequilla: 5,8 %
9. Postres lácteos: 5,1 %
10. Aves: 4,2 %
11. Aperitivos fritos: 4 %

Como los lácteos y la carne suelen ser las principales fuentes de grasas
saturadas, estamos acostumbrados a que la estrategia de reducción de grasas
saturadas más habitual y frecuente sea la de reducir su ingesta. Un mensaje
simple, fácil de entender y que va al grano, enfocado sobre los alimentos que
más grasas saturadas aportan. Pero ¿es esta la mejor solución?

En efecto, los lácteos y los productos cárnicos son una fuente importante de
este tipo de grasas. Pero como hemos visto, los primeros (incluso los enteros
o sin desnatar) son alimentos en los que no está clara su asociación con el
aumento del colesterol. De hecho, la mayoría de los estudios los asocian a un
menor riesgo cardiovascular. Así que no parece que su erradicación de la
dieta vaya a servir para mucho. ¡Ojo!, como suelo recordar a menudo, cuando
me refiero a los lácteos hablo de la leche, queso, yogur, etc., no de los pseudo-
lácteos-chuches que se dan a los niños en forma de bebibles y similares
(también llamados “postres lácteos”.
Respecto a la carne, la cosa podría parecer más clara. La asociación con un
aumento del riesgo entre los que más comen suele ser más evidente. Sin
embargo, este estudio tiene una importante información complementaria que
complica el asunto: el análisis de la aportación de nutrientes esenciales de
cada grupo de alimentos. Y los autores, en los textos de la investigación,
resumen de esta forma la relación entre las grasas saturadas, los azúcares y los
nutrientes fundamentales: "Los cinco alimentos que aportan el 83% de los
azúcares añadidos aportan poco o ningún valor nutricional (...). Y los tres
alimentos que aportan la mayoría de las grasas saturadas también aportan
casi la mitad de calcio, vitamina D y vitamina B12 de la dieta".

¿Cree usted que es eficaz y eficiente reducir drásticamente uno de los


alimentos de ese grupo que aporta casi la mitad de dichos valiosos nutrientes,
aunque aporten también grasas saturadas? A mí me parece que no. Sería más
inteligente intentar mejorarlos o elegirlos con mejores características. Por
ejemplo, en el caso de la carne, priorizando partes magras sobre las más
grasas (así su porcentaje de grasa saturada se reduce muchísimo, como puede
comprobar en las tablas del primer post) y carne fresca en lugar de procesada
(para evitar gran cantidad de componentes indeseados añadidos).

Pero aunque elegir alimentos más magros y naturales puede ser una buena
idea, en mi opinión, el foco debería centrarse en otro ámbito: La reducción de
otros grupos de alimentos, los que menos valor nutricional aporten.
Precocinados, platos preparados, aperitivos, galletas, bollería, etc. Los grupos
6, 7, 9 y 11 del listado anterior se corresponden con este tipo de alimentos y
probablemente también una buena parte del voluminoso grupo "otros" los
contendrán en importantes cantidades.

Pues bien, todos ellos suelen contener un buen porcentaje de grasas saturadas
y con frecuencia no somos conscientes de la gran cantidad de ellos que
incorporamos en nuestra dieta. Así que, sin ninguna duda, eliminándolos o
reduciéndolos de forma importante reduciremos también las grasas saturadas
significativamente, sin detrimento nutricional. Además, también suelen ser
ricos en carbohidratos refinados, unos componentes que se ha demostrado que
empeoran el indicador de triglicéridos en sangre, aumentando el riesgo
cardiovascular.

Para que se haga una idea de los números y cantidades de las que hablamos, a
modo de ejemplo, algo tan tradicional y aceptado como media docena de
galletas, puede aportar entre la cuarta parte y la mitad de las grasas saturadas
recomendadas diarias. Junto con un montón de azúcar y almidón.

Por otro lado ¿recuerda que las grasas saturadas están formadas por diferentes
ácidos grasos saturados y que cada uno de ellos puede tener diferentes
efectos? Los de cadena corta y media suelen ser más recomendables y los de
cadena larga, especialmente algunos de ellos, menos saludables. Pues bien,
otro aspecto negativo de este tipo de alimentos altamente procesados es que
nunca sabrá su composición de ácidos grasos saturados, porque los fabricantes
no la facilitan. Y normalmente es muy elevada en ácido palmítico (C16:0), el
menos recomendado.

Directrices para reducir las grasas saturadas

En definitiva, si en su caso es recomendable reducir las grasas saturadas, creo


que la lógica y el criterio científico aconsejan a actuar con estas prioridades:

1. Reducir-eliminar alimentos altamente procesados de bajo valor nutricional


y ricos grasas, azúcares añadidos, carbohidratos refinados y sal: Bollería,
pastelería, galletas, precocinados, etc.

2. Mejorar la características de carnes y otros productos de origen animal,


reduciendo las procesadas (embutido, preparados cárnicos, etc.) y
seleccionando las partes más magras.

3. Controlar y si es necesario reducir otros alimentos ricos en grasas saturadas


tales como lácteos enteros, huevos, etc.

Y, en mi opinión, sería lógico aplicar estos criterios de forma independiente y


progresiva, si las circunstancias de salud lo permiten. Es decir, seguir durante
un tiempo solamente la primera prioridad y comprobar los resultados mediante
los indicadores de riesgo (por ejemplo CT/HDL y triglicéridos). Con mucha
probabilidad será suficiente, pero si no se consigue el objetivo perseguido, se
puede aplicar la segunda recomendación durante un tiempo y volver a
comprobar indicadores. Casi con seguridad no se necesitará continuar, pero en
algunas personas de alto riesgo o con un metabolismo especialmente
"sensible" a las grasas saturadas quizás pueda ser necesario llegar a la tercera
prioridad y controlar algunos lácteos enteros u otros alimentos ricos en grasas
saturadas. Insisto, todo este proceso debe ser monitorizado y supervisado por
su médico o profesional sanitario.

Y no olvide que el resto de hábitos saludables son igual e incluso más


importantes que los alimentarios, ya que si fuma, bebe en exceso, es muy
sedentario o sufre mucho estrés, el agujero que estará tapando con una buena
dieta estará reabierto por otro lado, perdiendo a chorros litros y litros de su
valiosa salud.

Epílogo: ¿Y que fue del 10%?

Finalizamos volviendo a una de las preguntas que nos hacíamos al principio.


¿Recuerda el máximo de 10% de grasa saturadas del que hablábamos y que la
mayoría de organismos oficiales recomiendan no superar? Probablemente a
estas alturas lo tiene olvidado. No me extraña, porque no ha vuelto a aparecer
en las revisiones más recientes y rigurosas. Tras un extenso repaso a la
evidencia científica que hay sobre las grasas saturadas y su relación con la
salud, ¿qué le parece ahora esta recomendación tan universal y redonda?

Le daré mi opinión: Yo creo que es inconcreta y un poco "disparar a todo lo


que se mueve". Hablando genéricamente (puede haber casos específicos
diferentes), no me parece de primer orden en un plan de mejora de la salud. Es
cierto que en casi todos los estudios de sustitución las cantidades finales de
grasas saturadas acaban estando por debajo del 10% y entiendo que
probablemente ese número se mantiene porque podría ser, de forma general,
una cantidad aproximada razonable y que ayude a tener una dieta completa y
con una buena variedad de otros alimentos frescos importantes, especialmente
vegetales y frutas. Pero de ser un consejo interesante, a una recomendación
dietética que se utiliza de forma absolutamente prioritaria, hay un trecho
importante.
¿Todas las grasas trans son malas para la salud?

Tras conocer las grasas saturadas, ha llegado el momento de conocer un poco


más uno de los tipos de grasas más temidos y criticados, las grasas "trans" .

Al referirnos a los ácidos grasos trans hablamos de ácidos grasos


insaturados, es decir, cadenas de átomos de carbono en cuyo extremo hay un
grupo carboxilo (-COOH). Son muy parecidos a los ácidos grasos saturados,
pero en este caso al menos uno de los enlaces de estos átomos de carbono es
doble. Debido a que dichos enlaces dobles son rígidos y tienen limitada su
rotación, pueden presentarse de dos formas: Con los átomos de hidrógeno
enfrentados (cis) o alternos (trans). Esta pequeña diferencia en la
configuración dimensional hace que las propiedades y características de un
ácido graso insaturado concreto cis y otro con una composición de átomos
igual pero en posición trans puedan ser bastante diferentes.

Además, como puede deducir, al igual que ocurría en el caso de las grasas
saturadas, cuando se habla de las grasas trans no se está hablando de una única
cosa. En función de la longitud de la cadena (número de átomos de carbono) y
del número y de la posición de los enlaces dobles, tendremos diferentes tipos
de ácidos grasos trans.

Su fuente natural en la dieta son los productos derivados de rumiantes (sobre


todo su carne y los lácteos de todo tipo), que contienen especialmente ácido
vaccénico (con 18 átomos de carbono y 1 enlace doble en el carbono número
11), junto con una menor cantidad de ácido ruménico (con 18 átomos de
carbono y 2 enlaces dobles, en los carbonos 9 y 11, es un isómero del ácido
linoleico conjugado - CLA). Sin embargo, en este tipo de alimentos la
cantidad las grasas trans es pequeña, suele suponer menos del 5% del total de
los ácidos grasos.

Pero, actualmente, el consumo principal de grasas trans no es a partir de


rumiantes, proviene de otra fuente mucho más relevante: algunos alimentos
altamente procesados. Y en este caso, el ácido graso mayoritario es diferente a
los anteriores, en concreto el ácido eláidico (con 18 átomos de carbono y un
enlace dobre en la posición 9).

Los ácidos grasos trans de los alimentos altamente procesados se producen


industrialmente mediante la hidrogenación parcial de grasas vegetales, es
decir, se van incorporando átomos de hidrógeno a estos aceites líquidos hasta
conseguir reducir los enlaces dobles y lograr un producto con propiedades
físicas interesantes para los fabricantes (en estado sólido). Estas
características son especialmente útiles en el caso de las margarinas, ya que
permiten conservarlas sólidas y cremosas en la nevera, de forma que puedan
extenderse con facilidad sobre una tostada de pan incluso estando a
temperaturas muy frías.

Aunque el proceso utilizado para la hidrogenación parcial de grasas vegetales


se conoce y utiliza desde principios del siglo XX, fue en la década de los 60-
70, en plena época anti-grasas-saturadas, cuando se disparó su popularidad,
porque parecían ser sus sustitutas perfectas. Y durante muchos años han sido
un componente masivamente utilizado en la industria alimentaria, añadiéndose
sobre todo en los productos de bollería, galletas, aperitivos, precocinados,
etc.

Grasas trans y enfermedad cardiovascular

Paradójicamente, en este caso el remedio ha resultado ser peor que la


enfermedad y las grasas parcialmente hidrogenadas han terminado siendo más
dañinas que beneficiosas. Desde hace décadas una gran cantidad de estudios
han asociado su consumo con problemas para la salud, especialmente
relacionados con enfermedades cardiovasculares. En mi opinión los mensajes
que se difundieron para utilizarlas como alternativa a las grasas saturadas fue
uno de los mayores errores dietéticos de la historia.

Si consultamos las recomendaciones internacionales actuales, la minimización


radical de las grasas trans suele ser una de las más claras y contundentes.
Como consecuencia, en muchos países existe la obligación de indicar en las
etiquetas de los alimentos el contenido de este componente, e incluso en
algunos como Dinamarca se ha realizado una prohibición parcial, poniendo
límites máximos a su presencia en algunos productos. Y dado que muchos
estudios del pasado no diferenciaban en su análisis los diferentes tipos de
ácidos grasos trans, estas directrices también obviaban los detalles: Había que
eliminar todas las fuentes de este tipo de grasas.

Sin embargo, la epidemiología y los estudios han seguido avanzando y han


podido ser más precisos y concretos. Aunque hay muchos trabajos previos,
para no remontarnos demasiado en el tiempo vamos a tomar como referencia
el año 2009, en el que se publicó una revisión sobre las grasas trans encargada
por la OMS para la actualización de su conocimiento científico - dirigida por
Willett y Mozaffarian, dos de los primeros espadas de Harvard - que es muy
representativa del posicionamiento de los expertos. El trabajo, "Health effects
of trans-fatty acids: experimental and observational evidence", repasó la
evidencia observacional y experimental existente hasta aquella fecha y ratificó
lo que ya se venía diciendo desde los años 90. Que había evidencias de peso
que relacionaban las grasas trans con diversas enfermedades y que por ello lo
mejor era minimizarlas en la dieta. Su consumo se asociaba con un
empeoramiento de los niveles del colesterol y de la resistencia a la insulina,
aumento de la inflamación, la grasa abdominal y disfunción endotelial, todo
ello rematado por un aumento del riesgo de enfermedad cardiovascular.

Esta revisión incluyó algún aspecto complementario bastante interesante. Se


analizó la evidencia respecto a los diferentes tipos de ácidos grasos trans,
haciendo especial hincapié en intentar evaluar de forma aislada el efecto sobre
la salud de los provenientes de fuentes naturales (rumiantes). Pero, como
explican en el documento completo, los ensayos y estudios específicos eran
tan escasos y con resultados diversos y poco determinantes, que no pudieron
llegar a conclusiones demasiado sólidas. Con reservas, sugirieron que como
las cantidades que se ingieren a partir de productos de rumiantes son
pequeñas, los estudios observacionales no mostraban riesgos asociados al
consumo de grasas trans con este origen. Trabajos anteriores como "Intake of
ruminant trans fatty acids and risk of coronary heart disease" (2008) habían
llegado a conclusiones similares.

Esta matización merecía más investigaciones y más análisis por parte de los
expertos, así que durante estos últimos años se han hecho todavía más estudios
y también se han publicado nuevas y rigurosas revisiones sistemáticas. En
2011, se publicó el meta-análisis de estudios observacionales "Consumption
of industrial and ruminant trans fatty acids and risk of coronary heart
disease: a systematic review and meta-analysis of cohort studies". Los
resultados mostraron que, al contrario que en el caso de las de origen
industrial, en las que el aumento de riesgo era claro, las grasas trans de
rumiantes, o no se relacionaron con ningún aumento de riesgo de enfermedad
cardiovascular, o incluso en algunos casos se asociaron a una pequeña
reducción del mismo.

Los autores, precisamente daneses y conocedores de la dura legislación de su


país sobre las grasas trans, invitaban en el documento a la reflexión antes de
abordar nuevas medidas que pudieran afectar a aquellas con origen diferente a
la hidrogenación industrial, debido a la falta de pruebas en su contra y a las
pequeñas cantidades con las que se suelen consumir.

Más o menos por las mismas fechas, también en 2011, se publicó la detallada
y completa revisión "Effects of Ruminant trans Fatty Acids on
Cardiovascular Disease and Cancer: A Comprehensive Review of
Epidemiological, Clinical, and Mechanistic Studies", en la que un equipo de
investigación internacional analizó también todos los estudios observacionales
y de intervención realizados hasta la fecha. Y también concluyeron que había
claras pruebas de los efectos negativos de las grasas trans de origen industrial,
como prácticamente todos los anteriores. Pero, a la hora de hablar de los de
origen natural, los expertos dijeron que "aunque modelos experimentales
incluso podían sugerir efectos beneficiosos de los ácidos grasos trans
provenientes de rumiantes (...), su efecto en las cantidades consumidas
normalmente en la dieta se mantiene poco claro".

En definitiva, la directriz de alejarse de las grasas parcialmente hidrogenadas,


presentes todavía en importantes cantidades en alimentos industriales
altamente procesados (le recomiendo consultar las etiquetas de sus galletas, es
probable que se sorprenda), está más vigente que nunca. Aunque muchas
margarinas hayan reducido drásticamente este componente y ya no haya que
temer nada al comerlas, hay infinidad de alimentos del entorno de la bollería y
de los precocinados que aún lo contienen.
Sin embargo, no parece que por el momento haya muchas razones para
preocuparse demasiado por los ácidos grasos trans de carnes de rumiantes y
de sus lácteos (leche, yogur, queso, etc.). Lo cual no deja de ser una buena
noticia.
¿Comer muchos huevos es peligroso para la salud?

El huevo es un alimento especialmente atractivo e interesante. Está repleto de


nutrientes y sin embargo ha estado demonizado durante décadas a causa de su
elevado contenido en colesterol y grasas y por sus desfavorables resultados en
relación con las enfermedades cardiovasculares en algunos estudios del
pasado. Aunque durante los últimos años se han suavizado hasta cierto punto
las rigurosas restricciones de antaño (que llegaban casi a prohibirlo), existe
mucha confusión sobre la conveniencia de su consumo.

El huevo es barato, de fácil obtención y aporta una gran cantidad y variedad de


proteínas y grasas (saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas), colesterol y
muchas vitaminas. Estos son sus nutrientes principales:

Carbohidratos 1
Proteínas 13
Grasas totales 10
G. Saturadas 3,1
G.Monoinsturadas 3,8
G.Poliinsaturadas 1,4
A.G. Omega-3 0,07
A.G. Omega-6 1,1

A los que hay que sumar una importante variedad de vitaminas y minerales.

Respecto al riesgo cardiovascular, se han realizado muchos análisis en función


de cómo afecta a los niveles de colesterol, pero este tipo de valoración no es
demasiado útil. En primer lugar porque se ha demostrado en repetidas
ocasiones que la ingesta de huevos no suele afectar al colesterol en sangre en
la mayoría de las personas. En segundo lugar porque es más práctico saltarse
el paso intermedio del colesterol y analizar directamente lo que dicen los
estudios respecto a su relación con las enfermedades cardiovasculares.
En lo que respecta a estudios de intervención a corto plazo, uno de los últimos
publicados resulta muy didáctico para ver qué ocurre en nuestro organismo
cuando comemos huevos con frecuencia. Se trata de "Whole egg consumption
improves lipoprotein profiles and insulin sensitivity to a greater extent than
yolk-free egg substitute in individuals with metabolic syndrome" (2012), en
el que los investigadores definieron dos grupos y repartieron 37 personas
aleatoriamente en cada uno de ellos. A los del primero se les pidió que
comieran 3 huevos completos cada día y a los del segundo el equivalente a
tres claras (quitando las yemas). Ambos grupos seguían una dieta moderada en
carbohidratos, aproximadamente entre un 25 y un 30% de las calorías
provenían de ese macronutriente. Pero no se les restringió lo que comían, es
decir, se les dejó alimentarse líbremente (ad-libitum).

Al final del estudio se compararon los indicadores asociados a enfermedades


cardiovasculares y síndrome metabólico y los resultados tras 12 semanas
podrían resumirse con los siguientes valores aproximados para cada grupo:

- Pérdida de peso: En ambos grupos perdieron una media del 4%


- Colesterol total: Sin cambios significativos en ambos casos.
- Colesterol LDL o malo: Sin cambios significativos en ambos casos.
- Colesterol HDL o bueno: Con huevos, mejor, subió un 16%. Con claras subió
un 10%.
- Triglicéridos: Con huevos, bajó un 30%, con claras un 20%
- Ratio LDL/HDL: Con huevos mejor, pasó de 2,5 a 2,1. Con claras de 2,6 a
2,4.
- Nivel insulina: Con huevos mejor, se redujo un 20%. Con claras un 15%
- Nº partículas VLDL: Con huevos mejor, se redujeron casi un 20%. Con
claras nada.
- Nº partículas HDL: Sin cambios significativos en ambos casos.

Unos resultados que hablan por sí solos.

Por otro lado, si examinamos los estudios observacionales a largo plazo, hace
décadas se realizaron varias investigaciones que relacionaban su ingesta con
un aumento del riesgo cardiovascular. Incluso recientemente se ha publicado
algún artículo como “Dietary cholesterol and egg yolks: Not for patients at
risk of vascular disease” (2010) - es de opinión-revisión, no epidemiológico
- alertando de los riesgos de comer huevos.

El problema de todos estos antiguos estudios epidemiológicos es que no


aislaban de forma efectiva el efecto y la posible influencia de otros alimentos.
Es decir, que el aumento de riesgo podría estar causado por el huevo, el
beicon, el café o la tostada con mantequilla que suele acompañar a los huevos.
O por cualquier otra cosa. Así lo destacan las probablemente mejores
revisiones que se han hecho sobre el tema: A Review of Scientific Research
and Recommendations Regarding Eggs (2004) y Egg Consumption and
Coronary Heart Disease: An Epidemiologic Overview (2000).

En cuanto se fue perfeccionando la metodología de los estudios, sobre todo


separando con más detalle la influencia de los diferentes alimentos y otras
variables de confusión, el riesgo desapareció. Ocurrió de la forma más
espectacular en el famoso y masivo estudio realizado en 1999 "A Prospective
Study of Egg Consumption and Risk of Cardiovascular Disease in Men and
Women", en el que se hizo seguimiento de casi 120.000 personas durante 14
años. No se encontró mayor riesgo cardiovascular entre las personas que
comían más de un huevo al día (aunque sí entre las personas diabéticas).

Aunque hemos estado muchos años sin meta-análisis sobre los huevos, en
2013 llegaron tres casi simultáneos, publicados en revistas de gran prestigio y
con resultados bastante diferentes:

1."Egg consumption and risk of coronary heart disease and stroke: dose-
response meta-analysis of prospective cohort studies". Los autores, tras el
análisis de ocho estudios prospectivos, concluyeron que no había relación
entre su consumo y el aumento de riesgo ictus y la enfermedad coronaria. Y
tampoco encontraron ninguna respuesta a la dosis (aumento progresivo del
riesgo al aumentar progresivamente la cantidad de huevos)

2. "Egg consumption and risk of cardiovascular diseases and diabetes: A


meta-analysis", analizando el riesgo de enfermedad cardiovascular y además
el de diabetes, en catorce estudios. Al contrario que en el anterior, los
investigadores en este caso sí parece que encontraron un mayor riesgo relativo
para ambas enfermedades entre el grupo de personas que más huevos comía.
En concreto, el aumento para enfermedad cardiovascular fue pequeño (un
19%) y para la diabetes fue mayor (un 68%) . Además, los autores detectaron
la existencia de respuesta a la dosis.

3. "Egg consumption in relation to risk of cardiovascular disease and


diabetes: a systematic review and meta-analysis". Los autores no
encontraron evidencias de mayor riesgo cardiovascular ni de aumento de la
mortalidad en general. Pero, por el contrario, sí de incidencia de diabetes, con
un aumento del riesgo relativo del 42%.

Bien, sin duda todo esto puede resultar bastante desconcertante. Tres
revisiones, tres conclusiones. ¿Cuál creer? Los resultados son heterogéneos y
las diferencias se deben sobre todo a la inclusión o no de ciertos estudios.

En el caso del riesgo de enfermedad cardiovascular, dos de los meta-análisis


no encuentran relación y uno sí, los valores son pequeños y caen casi por
igual a ambos lados de la línea central de riesgo. Respecto a la respuesta a la
dosis, un estudio determina que existe, pero el otro no y personalmente, viendo
los gráficos originales, me cuesta cree que exista. Así que se hace difícil
pensar que pueda haber alguna relación entre ambos factores en personas
sanas. Aunque sí parece que entre los enfermos de diabétes podría existir
algún efecto poco deseable, ya que se identifica un aumento de riesgo
cardiovascular entre este tipo de enfermos.

Y para el riesgo de diabetes, dos de las tres revisiones lo analizan,


encontrando que existe un mayor riesgo significativo. Pero incluso los autores
de los estudios no descartan que se pueda deber a la influencia de alguna
variable de confusión (carne procesada, sal, etc.).

En definitiva, creo que poco se puede afirmar con seguridad. Por suerte, ya ha
pasado la época en la que los huevos estaban prácticamente prohibidos debido
a recomendaciones exageradas y a hipótesis que no han sido posteriormente
confirmadas (por ejemplo, su ingesta prácticamente no afecta al nivel de
colesterol en sangre), así que su inclusión en la dieta diaria debería hacerse
con naturalidad y sin miedo. Pero, dado que es un alimento económico,
sabroso y versátil, que aporta una gran variedad de nutrientes de calidad, creo
que es prioritario seguir realizando estudios que nos permitan tener más
evidencias para concretar las cantidades máximas recomendadas,.

Si, de cualquier forma, prefiere ser prudente, como todos estos estudios
comparan los grupos de personas que más cantidad de huevos consumen (más
de uno al día) con los que menos, puede inclinarse por quedarse por debajo de
la cantidad superior y ponerse como límite un huevo diario.
¿Es malo comer mucha carne?

Uno de los enfrentamientos más descarnados (valga la redundancia) en el


mundillo de la alimentación lo genera la ingesta de carne. Para algunos, más
cercanos o simpatizantes del vegetarianismo, comer animales es una salvajada
y peligroso para la salud; para otros, amantes de la forma de vida ancestral, la
carne es la única forma práctica de conseguir algunos nutrientes esenciales.
Cuando ambos grupos chocan, la razón suele dejar paso al corazón (o algún
otro órgano interno) y suele estallar la guerra. Mal asunto para cualquier
reflexión serena.

Evolutivamente, hoy en día ningún experto duda de que alimentarnos de otros


animales ha sido uno de los factores clave para llegar a un desarrollo cerebral
extraordinario. Numerosos estudios encuentran poderosas evidencias de que
esta hipótesis es sólida, como por ejemplo “Evidence for dietary change but
not landscape use in South African early hominins” (2012) y “Dietary lean
red meat and human evolution” (2000). El prestigioso paleontólogo español
Juan Luis Arsuaga en su popular libro “La Especie Elegida” lo explica de
forma clara y emocionante, ya que hubiera sido muy difícil conseguir otra
fuente suficientemente eficiente y capaz de aportar toda la energía que nuestro
cerebro necesita mediante un sistema digestivo “normal”. Por eso el nuestro es
mucho más parecido al de un carnívoro que al de un herbívoro.

Sin embargo, todas estas premisas no dejan de ser hipótesis, cuya


aplicabilidad quizás no sea tan evidente en la sociedad y forma de vida actual.
Todo ello se fue diseñando probablemente para un entorno de escasez, unas
actividades muy diferentes y una esperanza de vida muy inferior a la de hoy en
día.

Viviendo como vivimos y con el objetivo de disfrutar de calidad de vida y


muchos años, ¿puede la carne ser contraproducente en la actualidad? ¿Qué
dice la ciencia sobre los riesgos que tiene comerla con frecuencia?
Abordemos la cuestión con la dinámica habitual, viendo lo que nos cuentan los
estudios y revisiones más rigurosas. Prepárese para leer un buen rato respecto
a la epidemiología disponible sobre este alimento, ya que hay una gran
cantidad de trabajos de investigación con muchísima información sobre el
tema.

La carne y las enfermedades cardiovasculares

Empezaremos analizando su posible relación con las enfermedades que


probablemente más habitualmente suelen asociarse a la ingesta de carne, las
enfermedades cardiovasculares. La revisión sistemática realizada por expertos
de Harvard, "Unprocessed Red and Processed Meats and Risk of Coronary
Artery Disease and Type 2 Diabetes – An Updated Review of the Evidence"
de 2012 es el documento que utilizaré como referencia, ya que considero que
es actual, claro, completo y riguroso.

Esta revisión analizó los resultados para dos tipos de carne, que han sido las
principales sospechosas de tener algún efecto negativo en la salud en estudio
previos: La carne procesada de cualquier tipo (salchichas, embutido,
hamburguesas industriales, preparados de carne, precocinados, etc.) y la carne
roja no procesada (carne de ternera, vacuno, cerdo, etc). Los epidemiólogos
de Harvard consideraron los estudios más recientes y rigurosos, realizados
durante los últimos 20 años, con decenas de miles de personas a las que se ha
hecho seguimiento durante una buena cantidad de tiempo. Y las conclusiones a
las que llegaron fueron las siguientes:

Carne roja: Con cuatro estudios incluidos, los resultados fueron bastante
diversos y poco coincidentes. El valor medio del riesgo relativo es nulo, por
lo que indica que no puede deducirse que haya ni aumento ni disminución del
riesgo de enfermedad cardiovascular al comer carne roja.

Carne procesada, riesgo por cada 50 gramos: Todos los resultados de los 6
estudios analizados sobre carne procesada reflejaron un aumento de riesgo
relativo, con un valor del 42% (en este caso por cada 50 gramos diarios).

Por lo tanto, podría decirse que no se ha podido relacionar la carne roja con
ningún aumento del riesgo de enfermedades cardiovasculares, pero que la
carne procesada presenta un aumento del riesgo bastante claro. Aunque no es
muy grande, es bastante significativo, superior al 40% por cada 50 gramos
diarios.

Conviene destacar un par de comentarios que los autores incluyeron en el


estudio:

1. Quizás es momento de obsesionarse menos con las grasas saturadas y el


colesterol y centrarse más en los aditivos y otros productos que se añaden
durante el procesado de la carne.

2. Uno de los riesgos de comer demasiada carne no está en la carne misma,


sino en la posible sustitución de otros alimentos necesarios, suponiendo una
reducción de los mismos (especialmente vegetales y frutas).

En las conclusiones también se hizo hincapié en que el pescado y otros tipos


de carnes blancas (pollo, pavo, conejo, etc) no tuvieron ningún tipo de efecto
negativo y por lo tanto pueden comerse sin problemas. Además, los
investigadores, recomendaron dar prioridad a las proteínas que se obtienen de
legumbres, frutos secos y alimentos integrales por razones medioambientales y
de sostenibilidad (obtener carne es un proceso medioambientalmente caro).

Carne y diabetes

La relación entre el consumo de carne y la diabetes es otro de los temas que


crea bastante controversia y que durante los últimos años nos ha traído
interesantes investigaciones epidemiológicas. Las más relevantes, al menos a
nivel mediático, también han sido lideradas desde Harvard.

Respecto a la carne procesada, parece haber bastante consenso en que su


ingesta en cantidades elevadas eleva el riesgo de diabetes. Como muestra
representativa, en el estudio de 2012 anteriormente mencionado "Unprocessed
Red and Processed Meats and Risk of Coronary Artery Disease and Type 2
Diabetes – An Updated Review of the Evidence", se encontró un aumento del
riesgo de esta enfermedad, con un valor medio de un 51% mayor por cada 50
gramos.

Pero en el caso de la carne roja los resultados están más ajustados y son
menos concluyentes. A continuación les recopilo las últimas revisiones y
meta-análisis sobre el tema realizados por dos equipos diferentes de Harvard,
que parecen inmersos en una de esas carreras investigadoras por publicar los
trabajos más relevantes.

El primer estudio vió la luz en 2010, "Red and processed meat consumption
and risk of incident coronary heart disease, stroke, and diabetes: A
systematic review and meta-analysis". Fue de los primeros meta-análisis,
dirigido por Renata Micha y Dariush Mozaffarian, conocidos y prolíficos
investigadores de Harvard. Concluyeron que no existían pruebas claras de un
aumento del riesgo de diabetes por comer carne roja, ya que la diferencia que
se identificaba no era estadísticamente significativa.

Un año después, en 2011, otro equipo liderado por otros expertos de Harvard
tan populares y prestigiosos como Walter Willett y Frank Hu, publicaron en
2011 "Red meat consumption and risk of type 2 diabetes: 3 cohorts of US
adults and an updated meta-analysis", en el que realizaron un meta-análisis
con los resultados de tres grandes estudios observacionales existentes. Y
concluyeron que por cada 100 gramos diarios de consumo de carne roja, el
riesgo relativo aumentaba un 19%.

Al año siguiente, en 2012, el primer equipo, el de Micha y Mozzaffarian,


publicó una actualización de su meta-análisis de 2010 incluyendo nuevos
estudios, el ya mencionado"Unprocessed red and processed meats and risk of
coronary artery disease and type 2 diabetes--an updated review of the
evidence". Se identificó un pequeño-modesto aumento del riesgo relativo del
19%, igual que el del estudio anterior, que en este caso sí llegó a ser
significativo.

Finalmente, en 2013 llegó la última pieza de este estimulante rompecabezas,


un nuevo estudio del segundo equipo, el de Willett y Hu, "Changes in red
meat consumption and subsequent risk of type 2 diabetes mellitus".
Utilizaron los datos de los mismos tres estudios que en su anterior meta-
análisis, pero en este caso hicieron su análisis desde un punto de vista
diferente, investigando si los cambios en la cantidad de carne roja consumida
se asociaban con cambios en el riesgo. En concreto, estudiaron la incidencia
de la diabetes entre aquellos que habían modificado su consumo de carne roja
durante los primeros cuatro años de observación.

Descubrieron que entre aquellas personas con un aumento del consumo de bajo
a moderado, el riesgo relativo creció un 15% y entre las que tuvieron un
aumento de moderado a alto, un 30%. Sin embargo, entre los grupos de
personas que realizaron una reducción del consumo, no se encontró una
reducción significativa del riesgo.

Con intención de buscar conclusiones más sólidas, los epidemiólogos de


Harvard volvieron a analizar los datos de riesgo, pero en este caso a muy
largo plazo, durante los siguientes 12-16 años, viendo la cantidad de casos de
diabetes que habían ocurrido entre las personas que durante los 4 primeros
años habían aumentado o reducido su ingesta de carne. En este caso el
aumento de riesgo entre los que aumentaron su ingesta siguió estando presente,
aunque de forma bastante más atenuada, con valores del 7% y 17% . Y, por
otro lado, en este caso sí pudo identificarse un pequeño descenso del riesgo
relativo entre los que redujeron su ingesta, pero que solo llegó ser
significativa (de un 10%) en el caso de haberse hecho en cantidades elevadas
a moderadas.

Es decir, este estudio concluyó lo siguiente:

1. Un aumento del consumo de carne roja se asocia con bastante claridad a un


mayor riesgo de diabetes (es un aumento pequeño pero claro), cercano al
20%.

2. Una reducción del consumo de carne roja no tiene una asociación tan clara
con la reducción del riesgo y solo se aprecia a muy largo plazo y al hacerse en
cantidades importantes.

¿A qué puede deberse este fenómeno? Los autores creen que podría ser
consecuencia de la presencia de personas no sanas en los grupos de
reducción, que estarían precisamente en estos grupos a causa de estar
siguiendo las indicaciones de reducción de carne de su médico por sufrir
patologías previas (y que por lo tanto tendrían más probabilidad de
desarrollar diabetes). Así que esa falta de respuesta a la reducción de riesgo
se debería a la contaminación por este tipo de pacientes.

Otra posibilidad - siempre presente en este tipo de estudios - sería que el


aumento de riesgo realmente estuviese influenciado por el efecto de alguna
variable de confusión, que no hubiera sido aislado por completo.

Así que eso es lo que hay sobre la diabetes, un aumento del riesgo relativo
bastante claro para la carne procesada y algún prueba sugerente pero poco
sólida de un pequeño aumento del riesgo para la carne roja. Sobre todo porque
no se ha podido demostrar que reducir su consumo sirva para disminuir el
riesgo relativo de diabetes.

Carne y cáncer

El cáncer es otra de las enfermedades con las que se suele asociar la carne.
También en este caso, voy a recopilar los diferentes resultados de las últimas
revisiones sistemáticas, preferiblemente meta-análisis, que han analizado los
estudios sobre la ingesta de carne y los diferentes tipos de cáncer que se
suelen considerar "sospechosos":

Cáncer colorectal

El cáncer colorrectal es el que con más frecuencia suele asociarse a la carne y


los últimos meta-análisis y sus conclusiones resumidas son las siguientes:

"Red and processed meat intake and risk of colorectal adenomas: a


systematic review and meta-analysis of epidemiological studies" (2013), tras
revisar los resultados de 26 estudios, se concluyó que el elevado consumo de
carne roja y procesada aumenta moderadamente el riesgo de cáncer colorectal.
En concreto,un 27% en global y un 20% para estudios de cohorte en el caso de
la carne roja (por cada 100 gramos diarios) y un 29% en global y 45% en los
estudios de cohorte en el caso de la carne procesada (por cada 50 gramos
diarios).

"Red and processed meat intake and risk of colorectal adenomas: a meta-
analysis of observational studies (2013)". Tras revisar 21 estudios, se
identificó un 24% más de riesgo de tener adenomas en el grupo que más carne
roja ingería comparado con el que menos, y un aumento del 36% por cada 100
gramos diarios de ingesta. Para la carne procesada, el aumento por cada 50 gr
diarios fue de un 28% y la difrerencia entre los dos grupos extremos fue del
17%.

"No evidence of decreased risk of colorectal adenomas with white meat,


poultry, and fish intake: a meta-analysis of observational studies" (2013),
con 21 estudios analizados, no encontró correlación (ni positiva ni inversa)
entre el consumo de carne blanca o pescado y este tipo de cáncer.

“Meta-analysis of prospective studies of red meat consumption and


colorectal cancer” (2011). 34 estudios analizados, centrados en la carne roja.
Resultados muy diversos y heterogéneos, la diferencia de riesgo entre los que
más carne comen y los que menos fueron muy pequeñas, por lo que los autores
creyeron que no hay evidencias de peso para relacionar ambos factores.

“Red and processed meat and colorectal cancer incidence: meta-analysis of


prospective studies” (2011). 28 estudios incluídos y analizando la carne roja
y procesada. Se encontró un pequeño aumento del riesgo relativo de cáncer
(menor del 20%) por cada 100 gramos en el caso de carne roja y 50 gramos en
la procesada, que fue estadísticamente significativo en el caso de cáncer de
cólon pero no en el de recto. Los autores concluyeron que reducir la ingesta de
carne podría prevenir estos tipos de cáncer entre los comedores de elevadas
cantidades.

“Risk of colorectal cancer in relation to frequency and total amount of red


meat consumption. Systematic review and meta-analysis” (2010). 22
estudios incluidos analizando la carne roja. Se encontró un aumento del riesgo
relativo de un 21% en el caso de colon (por cada 50 gramos) pero ninguno en
el caso de cáncer de recto.
Otras recientes revisiones han llegado a conclusiones poco definitivas al
respecto:

“Meat intake, cooking methods, and risk of proximal colon, distal colon, and
rectal cancer: The Norwegian Women and Cancer (NOWAC) cohort
study”(2013). Expertos noruegos que estudiaron durante años a más de 80.000
mujeres solo hallaron correlación entre el cáncer de cólon y la carne
procesada. No se encontró asociación significativa para el resto de carne,
independientemente de su método de cocinado.

“Processed meat and colorectal cancer: a quantitative review of prospective


epidemiologic studies” (2011). Para carne procesada. Resultados variados y
riesgos muy pequeños. Se concluyó que no había pruebas suficientes para
relaciona de forma clara y unívoca la carne y el cáncer.

“Red meat and colorectal cancer: a critical summary of prospective


epidemiologic studies” (2011). En los 35 estudios epidemiológicos se
obtuviron riesgos pequeños y sin una tendencia clara entre a dosis y el efecto
negativo, por lo que se concluyó que no había evidencias sólidas para
relacionar cáncer y carne.

Como remate final al repaso de la relación con este tipo de cáncer, en 2013 se
publicó el primer estudio que segmentó su investigación de diferentes tipos de
carne, "Associations between Red Meat and Risks for Colon and Rectal
Cancer Depend on the Type of Red Meat Consumed". Expertos daneses
hicieron seguimiento de más de 50.000 personas durante unos 13 años
recabando información sobre el consumo de carne procesada, vacuno, ternera,
cordero, cerdo y ave.

Tras el análisis estadístico correspondiente, no encontraron relación con la


carne roja, la carne procesada, el pescado o las aves. Y sí encontraron un
pequeño aumento del riesgo relativo en el cáncer de colon para el caso de la
carne de cordero (7% por cada 5 gramos diarios), y para el de cáncer de recto
y la carne de cerdo (18% por cada 25 gramos diarios).
La sustitución de la carne roja por pescado se asoció a una reducción del
riesgo del cáncer de colon (pero no de recto) y en el caso de sustitución por
carne blanca no se observó ninguna reducción. En algún caso incluso la carne
de vacuno se relacionó con un menor riesgo.

Cáncer de útero y endometrio, ovarios y próstata

Podemos considerar las siguientes dos revisiones:

“Consumption of animal foods and endometrial cancer risk: a systematic


literature review and meta-analysis” (2007) . En el caso de carne roja, se
encontró un aumento del riesgo relativo de cáncer de endometrio del 50% por
cada 100 gramos de carne consumida. En el caso de carne procesada, los
estudios son pocos y con resultados diversos.

“Meat, fish, and ovarian cancer risk: Results from 2 Australian case-control
studies, a systematic review, and meta-analysis” (2010). No se encontró un
aumento del riesgo del cáncer de ovarios para la carne roja ni la total, pero sí
un aumento pequeño para la carne procesada (un 20%)

En 2012 en el meta-análisis "Red and processed meat consumption and risk


of ovarian cancer: a dose-response meta-analysis of prospective studies" los
investigadores analizaron la relación entre el cáncer de ovarios y el consumo
de carne roja y procesada. No se halló asociación significativa entre ambos
factores.

Respecto al cáncer de próstata y la carne, en la última revisión “A review and


meta-analysis of prospective studies of red and processed meat intake and
prostate cáncer” (2010), no se encontró relación clara en los 15 estudios
analizados sobre carne roja ni en los 11 sobre procesada.

Cáncer renal

El cáncer renal ha sido estudiado en dos meta-análisis: "Consumption of


different types of meat and the risk of renal cancer: meta-analysis of case-
control studies" (2007) y "Fat, Protein, and Meat Consumption and Renal
Cell Cancer Risk: A Pooled Analysis of 13 Prospective Studies" (2008). En el
primero, en el que se incluyeron estudios prospectivos de caso-control, se
identificó un aumento del 30% del riesgo de cáncer renal en el grupo que más
carne comía . Sin embargo, en el segundo no se encontró relación entre el
consumo de carne roja o procesada y este tipo de cáncer, ya que las
asociaciones desaparecían al hacer ajustes respecto a las variables de
confusión.

Cáncer de esófago y estómago

Tenemos la suerte de que los últimos tiempos han sido especialmente


prolíficos en meta-análisis sobre la carne roja y el cáncer de esófago, así que
veamos sus conclusiones resumidas:

"Consumption of red and processed meat and esophageal cancer risk: meta-
analysis".Los autores incluyeron en el meta-análisis de carne roja 4 estudios
de cohorte y 18 de caso-control. En los estudios de cohorte (normalmente más
fiables) el aumento del riesgo identificado en el grupo de mayor consumo fue
de un 26% y en los de caso control (menos fiables), un 44%, muy similares a
los de carne procesada.

"Red and processed meat intake and risk of esophageal adenocarcinoma: a


meta-analysis of observational studies" (2012). Se analizaron 3 estudios de
cohorte y 7 de caso control, comparando los grupos de menor y mayor
consumo. En los estudios de cohorte no se identificaron diferencias
significativas de riesgo relativo, y en los de caso-control se identificó un
aumento del 31% .

"Meat, fish, and esophageal cancer risk: a systematic review and dose-
response meta-analysis" (2013). Los autores, tras analizar cuatro estudios de
cohorte y 31 de caso-control comparando los grupos de mayor y menor
consumo de carne roja y procesada, concluyeron que los que más carne roja
comieron presentaron un riesgo relativo global un 40% mayor. Sin embargo, al
estratificar el análisis según el tipo de estudios, solo se mantuvo
estadísticamente significativo en los de caso control, pero no en los de
cohorte.

Por otro lado, respecto al cáncer gástrico o de estómago, en 2013 se publicó


el meta-análisis sobre estudios observacionales “Red and processed meat
intake is associated with higher gastric cancer risk: a meta-analysis of
epidemiological observational studies”, en el que se encontró un aumento de
riesgo para un mayor consumo de carne roja y carne procesada. Pero solo fue
significativo en los estudios de “caso-control”, en los estudios de cohorte
(normalmente más fiables) no se apreció ningún aumento de riesgo.

Resultados parecidos se obtuvieron en el meta-análisis de 2007 “Processed


meat consumption and stomach cancer risk: a meta-analysis” donde se
encontró un pequeño aumento del riesgo de cáncer de estómago en el consumo
de carne procesada, pero los autores no descaron que fuera debido a la
influencia de otras variables.

Cáncer de mama

Se ha realizado tres meta-análisis sobre el cáncer de mama y la carne. El


primero fue liderado por los expertos de Harvard y se realizó en 2002, "Meat
and dairy food consumption and breast cancer: a pooled analysis of cohort
studies", analizando en total más de 20 estudios sobre este cáncer y el
consumo de carne y lácteos. No se encontró un aumento de riesgo entre los que
más cantidad de carne roja consumíeron:

Posteriormente, en 2009, se publicó, "Is red meat intake a risk factor for
breast cancer among premenopausal women?" por expertos del departamento
de psiquitría y neurociencia del comportamiento de la universidad de
Hamilton (USA), centrado en mujeres premenopáusicas y analizando 10
estudios. En este caso sí se encontró un pequeño aumento del riesgo relativo
del 24%, más acusado en los estudios de caso-control (57%) que en los de
cohorte (11%).

Para finalizar, en 2010 se publicó el meta-análisis "A review and meta-


analysis of red and processed meat consumption and breast cancer", en el
que se incluyeron una decena de estudios sobre diferentes tipos de carne roja
(y otros tantos sobre procesada). Aunque se detectaron valores positivos de
pequeña magnitud para la carne roja, los autores consideraron que no existía
una asociación estadísticamente significativa entre el cáncer de mama y las
personas que más cantidad consumíeron, ni una respuesta a la dosis que
mostrara claramente esa relación.

Cáncer de hígado, vesícula y páncreas

En 2012 se publicó "Red and processed meat consumption and risk of


pancreatic cancer: meta-analysis of prospective studies". Globalmente no se
encontró una relación significativa entre la carne roja y el cáncer de páncreas,
aunque al segmentar el análisis se identificó un aumento del riesgo del cáncer
de páncreas del 29% entre los hombres que más cantidad comían. Pero no se
halló ninguna relación entre las mujeres.

En el meta análisis de 2012 "Meat intake and risk of bladder cancer: a meta-
analysis" sobre el cáncer de vesícula y la carne, se identificó un pequeño
aumento del riesgo entre los que más carne roja consumían, pero como
afirmaron sus autores, los estudios eran pocos y el riesgo estaba al borde de la
significación estadística, por lo que destacaron que eran necesarios más
estudios bien diseñados para afirmar algo con cierta seguridad.

En el estudio EPIC también se analizó la relación entre la carne y el cáncer de


hígado y se publicaron los resultados en el documento “Consumption of fish
and meats and risk of hepatocellular carcinoma: the European Prospective
Investigation into Cancer and Nutrition (EPIC)”. No se encontró relación
entre ambos factores.

Carne y cáncer, conclusiones

Tras este extenso análisis, ha podido comprobar que es el cáncer colorrectal


sobre el que más evidencias parecen existir respecto a su relación con el
consumo de carne. No es un riesgo demasiado elevado, pero se repite en
prácticamente todos los meta-análisis.
Respeto al resto de tipos de cáncer, los resultados son muy heterogéneos,
normalmente negativos en sus conclusiones, y cuando se identifica un aumento
del riesgo, éste es pequeño. La mayoría de los investigadores de los estudios
consideraron que no puede excluirse que la correlación sea consecuencia de
otros factores de confusión. Los indicios parecen ser un poco más evidentes en
el consumo de carne procesada. Dado que la ración-tipo que se suele analizar
en ese caso es menor, parece que puede deducirse que el riesgo aparece con
menores cantidades.

Respecto a las razones o mecanismos que pudieran estar detrás de esta


asociación, es muy probable que la forma de cocinado pueda influir debido a
la generación de compuestos cancerígenos a altas temperaturas. Los futuros
estudios deberían analizar y aislar este factor de forma más sistemática y
detallada.

Por otro lado, no hay evidencias científicas que relacionen las carnes blancas
(pollo, pavo, conejo...) ni el pescado con el cáncer. Más bien al contrario, su
ingesta se suele asociar a menores riesgos relativos.

Carne y mortalidad

Para terminar, vamos a analizar directamente su correlación con la


mortalidad. Después de todo, es el posible efecto negativo global que más nos
interesa para comprobar si de forma general el comer carne es malo para la
salud.

En este caso hay menos investigaciones realizadas y no se han hecho


revisiones sistemáticas o meta-análisis, así que me limitaré a citar los estudios
principales que existen a fecha de hoy, que son los siguientes, incluyendo sus
resultados:

En EEUU el gobierno desde hace años realiza periódicamente recogida de


información y estudio estadístico sobre la salud mediante su iniciativa
National Health and Nutrition Examination Survey (NHANES). Con los datos
de la última edición, la tercera, que se ha realizado siguiendo a más de 17.000
personas de 1986 a 2010, se publicó en 2013 el estudio observacional “Meat
consumption and diet quality and mortality in NHANES III”. No encontró
relación entre la mortalidad y la ingesta de ningún tipo de carne (ni blanca, ni
roja ni procesada) y en algún caso la relación era inversa (favorable) para la
carne de aves.

El llamado “EPIC”, uno de los estudios epidemiológicos europeos más


importantes dio lugar en 2013 al trabajo “Meat consumption and mortality -
results from the European Prospective Investigation into Cancer and
Nutrition”. Tras hacer seguimiento a casi medio millón de personas durante
unos quince años, no se identificó ningún aumento de riesgo en la mortalidad
asociado al consumo de carne roja. A la carne de ave tampoco se le encontró
relación, (incluso en algunos tramos esa relación era inversa) y, por el
contrario, sí se encontró un aumento de riesgo al comer carne procesada que
alcanzaba un valor estadísticamente significativo a llegar a 20 gramos y
tomaba cierta importancia al llegar a un consumo de unos 40 gramos diarios
(9% de riesgo relativo).

Meat consumption in relation to mortality from cardiovascular disease


among Japanese men and women (2012) . Estudio de cohorte sobre más de
50.000 personas durante 16 años, los autores concluyeron que comiendo
cantidades moderadas de hasta 100 gramos al día de carne no se observó un
aumento de la mortalidad por enfermedades cardiovasculares.

Red Meat Consumption and Mortality - Results From 2 Prospective Cohort


Studies (2012). Este trabajo recopila los resultados de dos estudios
epidemiológicos, el Nurse's Health Study y Health Proffesionals Follow-Up
Study, que incluye 120.000 personas durante 28 años. Se concluyo que el
aumento de una ración de carne al día (de 85 gramos) aumentó el riesgo un
13% en caso de carne roja no procesada y un 20% en caso de carne roja
procesada.

Meat intake and mortality: a prospective study of over half a million people
(2009). Seguimiento a unas 70.000 personas durante 10 años. Se encontró
asociación del consumo de carne roja y procesada con un moderado aumento
del riesgo de mortalidad de aproximadamente el 30% entre los que más carne
roja y procesada comían, comparados con los que menos. Aunque el estudio
identificó una llamativa excepción entre los no fumadores, los cuales no tenían
ningún aumento del riesgo de muerte por cáncer.

Associations of dietary protein with disease and mortality in a prospective


study of postmenopausal women (2005). Analizadas 30.000 mujeres durante 5
años, se observó un pequeño aumento del riesgo del 16% entre los que más
proteínas comían (la mayoría de origen animal), comparados con las que
menos. Sin embargo, no se obtuvo una reducción del riesgo al sustituir las
mismas por carbohidratos ni por proteínas vegetales.

Mis conclusiones finales

Los estudios epidemiológicos más recientes obtienen resultados diversos y


heterogéneos al analizar la correlación de la carne, las enfermedades y la
mortalidad. Valorándolos en su conjunto parecen sugerir la existencia de cierto
aumento del riesgo especialmente del cáncer colorrectal, entre aquellas
personas que la comen en mayores cantidades y sobre todo para la carnes
procesadas (embutidos, salchichas, preparados de carne, etc.), que se hace
poco o nada significativo en cantidades menores o más moderadas. Habrá que
esperar a futuros estudios para ver si se resuelven las discrepancias en las
conclusiones.

De cualquier forma, este riesgo relativo (que oscila entre un 15 y un 30%) es


pequeño comparado con otros riesgo habituales, como ya hemos comentado en
otro apartados. Y el riesgo absoluto es mucho menor, ya que en la mayoría de
los estudios en aproximadamente el 95% de las personas observadas no se
identificó ninguna enfermedad, independientemente de la cantidad de carne
que comiesen.

En mi opinión, no parece muy razonable demonizar la carne con mensajes


apocalípticos ni minimizar demasiado su ingesta de forma injustificada, sobre
todo en los casos en los que existen otros riesgos que es prioritario reducir.
Considerando los resultados observados y las cantidades estudiadas, una
recomendación conservadora y bastante prudente sobre cantidades máximas a
ingerir podría ser la siguiente: una ración semanal de carne procesada y de 2-3
semanales de carne roja. Las carnes blancas y el pescado pueden comerse
libremente y en las cantidades que se deseen sin ningún riesgo directo
demostrado.

Es muy probable que la forma de cocinado influya en el aumento del riesgo, ya


que se ha comprobado la generación de compuestos cancerígenos a altas
temperaturas. Así que para prevenirlo, se recomienda cocinar preferiblemente
en forma de guisados y cocidos, después fritos y en último lugar a la brasa. En
siguientes apartados trataré este tema con más detalle.

Personalmente, al igual que los investigadores de Harvard, creo que el mayor


riesgo de comer mucha carne está en lo que también resaltaban algunos de los
investigadores: Que su elevaga ingesta podría suponer dejar de comer otros
alimentos muy importantes para una dieta saludable, sobre todo vegetales,
frutas, pescado, y legumbres. Si se asegura la toma de éstos en cantidades
adecuadas, una cantidad razonable de carne no debe suponer ningún problema
ni riesgo.
¿Cuál es la forma más saludable de cocinar la carne?

Como acabamos de ver, uno de los handicaps del consumo de carne es la


relación que algunos estudios suelen encontrarle con las enfermedades
cardiovasculares y el cáncer. Si bien es cierto que no todos encuentran esta
relación y que depende del tipo de cáncer o de la enfermedad cardiovascular,
está bastante aceptado que la correlación existe, aunque sea pequeña y siga
habiendo bastante controversia respecto a su relevancia final.

Existen diferentes teorías para explicar este problema que todavía requieren
de estudios que las puedan confirmar. Las dos más populares hacen referencia
al hierro hemo que contiene la carne roja (carne proveniente de mamíferos,
excepto el conejo) y a los compuestos carcinógenos que se forman durante su
cocinado, sobre todo las aminas heterocíclicas aromáticas.

Centrándonos en la segunda opción, estos compuestos se crean al preparar la


carne a altas temperaturas y normalmente cuanto más altas, más se crean. Así
que si queremos minimizarlas, lo mejor es elegir formas de cocinado a menor
temperatura, que impidan el contacto de la carne con las zonas de mayor calor
(la brasa, el fuego o la sartén) y que minimicen ese tiempo de contacto. El
agua es un sistema interesante porque mantiene el alimento a un máximo de
100ºC, pero el aceite tampoco es una mala opción. Aunque bastante más
caliente que el agua (puede acercarse a los 200ºC), si se utiliza en cantidad
suficiente (en inglés se suele llamar deep-frying), cubrirá todo el alimento y lo
mantendrá a una temperatura inferior a la que tendría si se cocinara salteado o
a la pancha, con un mayor contacto con la superficie y los puntos más calientes
de la sartén.

Teniendo en cuenta estos factores podríamos ordenar de “mejor a peor” las


diferentes formas de preparación, es decir, empezando por los que menos
compuestos crean o más seguros son y para procurar utilizar más los primeros
y menos los últimos. Esta sería una propuesta:

1. Microondas o hervido
2. Guisado con o sin olla a presión
3. Asado
4. Frito con aceite abundante o freidora
5. Frito con poco aceite (salteado)
6. A la parrilla
7. A la brasa de carbón

También algunos marinados previos (es decir, sumergir el alimento durante un


tiempo en una salsa ácida, por ejemplo con aceite, vinagre, ajo, zumo de limón
y otros componentes), además de permitir obtener suculentos e intensos
sabores, pueden reducir de forma importante la creación de aminas
heterocíclicas, como se pudo comprobar en el estudio “Effects of marinating
on heterocyclic amine carcinogen formation in grilled chicken” (1997). En
la preparación del pescado también deberían tenerse en cuenta todas estas
ideas y recomendaciones.

Le recuerdo que las cantidades a las que se identifica el riesgo son bastante
elevadas, así que tampoco hay que obsesionarse. Aplicando el sentido común,
una actuación prudente sería la de evitar comer carne roja preparada a altas
temperaturas en gran cantidad o con mucha frecuencia (por ejemplo, más de
dos veces por semana). Tampoco se trata de no comerla nunca. Y una barbacoa
con los amigos de vez en cuando no hace daño a nadie.

Y también como siempre, incluyo la relación de estudios recientes que dan


soporte a todas estas ideas:

- Well-done meat intake and meat-derived mutagen exposures in relation to


breast cancer risk: the Nashville Breast Health Study (2011)
- Effect of cooking methods on the formation of heterocyclic aromatic
amines in chicken and duck breast. (2010)
- Formation of heterocyclic amines during cooking of duck meat (2012)
- Occurrence of heterocyclic amines in cooked meat products (2011)
- Fish intake, cooking practices, and risk of prostate cancer: results from a
multi-ethnic case-control study (2012)
- Large prospective investigation of meat intake, related mutagens, and risk
of renal cell carcinoma (2012)
¿Freír alimentos es poco saludable?

Ya ha conocido cómo los diferentes métodos de cocinar la carne pueden influir


en su impacto y riesgo para su salud, pero creo que uno de ellos merece
especial atención. Me refiero a la fritura, una práctica esencial en muchas
culturas alimentarias de nuestro entorno. Tanto la comida rápida como la dieta
mediterránea incluyen el uso de aceite abundante a alta temperatura como
proceso para preparar gran cantidad de alimentos.

La verdad es que los alimentos fritos no tienen buena fama y se les considera
responsables de muchos males nutricionales: Obesidad, enfermedades
cardiovasculares, cáncer... Aunque poco a poco se van disipando muchos de
los mitos que los acompañan, el cáncer sigue siendo uno de sus puntos negros
(especialmente algunos tipos concretos como el de próstata). Como ya hemos
visto, la barbacoa y la brasa parecen ser los métodos de cocinado con más
probabilidades de llevarse toda la responsabilidad de este problema, pero la
fritura en aceite tampoco suele estar libre de sospecha, ya que las altas
temperaturas que se alcanzan y la reutilización de los aceites, son factores que
no podían descartarse como potencialmente peligrosos.

Por ejemplo, en el estudio de 2013 “Consumption of deep-fried foods and


risk of prostate cáncer”, se encontró relación entre el consumo de patatas,
pollo y pescado frito y un aumento moderado del riesgo de cáncer de próstata.
Sin embargo, como los autores puntualizaron en el documento, con frecuencia
el consumo de este tipo de fritos se realizó al comer fast-food o comida
rápida, por lo que no se pudo aislar de forma fiable la causa primaria, debido
a la gran cantidad de variables en juego: Alta cantidad de otros componentes
que este tipo de alimentos suele tener (los rebozados y azúcares a altas
temperaturas pueden generar acrilamidas, otro componente carcinógeno),
procesos de fritura industriales (con aceites de baja calidad o reutilizados)…

Otros importantes estudios han llegado a resultados mucho menos


concluyentes. En “Meat consumption, Cooking Practices, Meat Mutagens
and Risk of Prostate Cancer” (2011) se identificó con bastante claridad el
aumento de riesgo de cáncer de próstata en el cocinado de carne roja a altas
temperaturas, pero el pollo y el pescado fritos quedaron libres de sospechas.
En “Fish intake, cooking practices, and risk of prostate cancer: results from
a multi-ethnic case-control study” (2012) el aumento de riesgo para este tipo
de cáncer se encontró solo para el pescado blanco frito, pero no para el azul.

Lo cierto es que, excepto con la carne roja, no se han hecho demasiadas


investigaciones sobre los fritos y su relación con enfermedades. Pero el que
podría considerarse como el estudio más masivo y completo, no encuentra
pruebas ni indicios en su contra. Me refiero al que llevaron a cabo expertos
españoles en 2012, en el marco del gran proyecto internacional EPIC:
"Consumption of fried foods and risk of coronary heart disease: Spanish
cohort of the European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition
study" (2012). Se hizo seguimiento de más de 40.000 adultos durante 11 años
y los resultados fueron bastante alentadores para quienes disfrutamos con este
tipo de alimentos: No se halló relación entre la ingesta de fritos cocinados con
aceite vegetal y las enfermedades cardiovasculares o la mortalidad por
cualquier causa. Según los autores, el hecho de tratarse de fritos caseros
cocinados con aceite de oliva o girasol era probablemente lo que los
diferenciaba de los analizados en estudios previos que habían obtenido
resultados desfavorables pero que eran una mezcla mucho más heterogénea y
“menos saludable” (fast-food incluida).

No ha sido el único con resultados negativos. Unos años antes, en 2007,


investigadores italianos habían publicado “Fried foods, olive oil and
colorectal cáncer” un estudio que analizó la existencia de posibles relaciones
entre la comida frita con aceite de oliva y el cáncer colorrectal. Y no encontró
ninguna significativa.

Puede concluirse que en la actualidad la evidencia científica todavía no tiene


datos concluyentes para hacer recomendaciones demasiado concretas. Excepto
para el caso de la carne roja cocinada a altas temperaturas, que conviene
evitar comerla en grandes cantidades, hay poco con lo que acusar al resto de
alimentos fritos, sobre todo si se han preparado en casa y con aceite de
calidad. Las variables que pueden estar aumentando el riesgo podrían ser
muchas: Uso de aceites mediocres o poco saludables, reutilización de las
mismas, exceso de calentamiento, degradación a alta temperatura de algunos
de los componentes añadidos a los alimentos…

Así que si desea ser prudente y reducir la posibilidad de riesgo, además de los
consejos ya comentados para el caso de la carne, puede seguir las siguientes
directrices: Utilice aceite abundante (para evitar el contacto con las zonas muy
calientes) y de calidad (preferiblemente oliva virgen extra, que tarda más en
degradarse y contiene más antioxidantes que “compensan” esa degradación),
sin reutilizar (para minimizar la degradación acumulada) y no deje que llegue
a quemarse o humear (momento en el que empiezan a generarse los
compuestos tóxicos). Si además evita que los alimentos se tuesten demasiado,
puede disfrutarlos con la conciencia más tranquila. Que bien lo merecen.
¿El pan engorda?

El pan es un alimento muy arraigado en la cultura gastronómica española y


mediterránea. Para la mayor parte de nosotros ha sido un componente habitual
en la dieta, como acompañamiento en la comida, soporte para mojar en las
salsas o como esponjoso envolvente en los bocadillos.

De hecho, durante las últimas décadas, probablemente gracias a las


recomendaciones nutricionales de elevado porcentaje en carbohidratos, había
ido ganando terreno y se había convertido en una de las fuentes energéticas
principales de cualquier adulto. Aunque, como hemos visto en el apartado en
el que hemos hablado de los carbohidratos de rápida absorción, su elevada
ingesta podría estar relacionada con la epidemia de obesidad que crece
imparable.

Lamentablemente, no hay demasiados estudios epidemiológicos que hayan


analizado la relación entre la salud y el pan de forma aislada. Pero, siendo
como somos unos grandes consumidores de la típica barra de pan, tal y como
sería esperable la revisión más completa y sistemática que se ha hecho sobre
el pan y el sobrepeso la han llevado a cabo investigadores españoles, en el
siguiente trabajo: “Relationship between bread consumption, body weight,
and abdominal fat distribution: evidence from epidemiological studies”
(Bautista-Castaño y Serra-Majem, 2012).

Sorprendentemente, al publicarse este estudio en numerosos medios de


comunicación generalistas se difundió el mensaje de que se había demostrado
que el pan no engorda. Supongo que las notas de prensa que lanzaron las
asociaciones de fabricantes de estos productos cumplieron su cometido pero,
como veremos a continuación, la realidad es que las conclusiones de la
investigación no fueron como para mandar notas de prensa a favor del
consumo de pan.

Como punto de partida, les traduzco literalmente lo que dicen en las


conclusiones de su estudio, extraído del documento completo original:
“(…) Los resultados indican que patrones alimentarios que incluyen pan
integral no influyen en el aumento de peso y podrían ser beneficiosos para
el estatus ponderal. Respecto a patrones que incluyen pan refinado (blanco),
mientras que la mayoría de los estudios transversales sugieren efectos
beneficiosos, la mayoría de los estudios de cohorte mejor diseñados
sugieren una posible relación con la grasa abdominal. Los resultados de los
estudios utilizando estudios experimentales (de intervención) no han sido
concluyentes (…) son necesarios más estudios (...)”

¿Le parece que este párrafo dice que el pan no engorda, como han dicho
muchos por ahí? Léalo otra vez, por favor, porque o estoy muy equivocado, o
dice que el pan integral no engorda, pero que pan blanco probablemente sí.

De cualquier forma, para sacar mis propias conclusiones, he decidido hacer


una pequeña revisión, complementaria a la que han hecho los expertos, que
voy a compartir con ustedes.

Los autores realizaron una preselección de 92 estudios de los últimos 30 años


y posteriormente una selección de 38 de ellos (que cumplían unos requisitos
mínimos). Recopilaron 3 tipos de estudios realizados sobre el pan:
Longitudinales, de cohorte y de intervención. ¿Son todos igual de importantes
y válidos? No, en absoluto, como bien sabe usted a estas alturas.

Tras la selección y clasificación de los comentados 38 estudios, Bautista-


Castaños y Serra-Majem también consideraron conveniente centrarse en los
más relevantes y seleccionaron los mejores, considerando estos criterios: que
tuviesen más de 5000 sujetos en el caso de longitudinales (que son unos
estudios observacionales sin variable temporal) y más de 2000 y una duración
de al menos 5 años en los de cohorte (observacionales durante un periodo
amplio de tiempo de seguimiento). En la fase final se quedaron con 13
estudios observacionales (6+7).

Respecto a los de intervención, los autores decidieron solamente quedarse


con uno de los cinco estudios seleccionados en la primera ronda.

Pues bien, con esos 14 estudios (6+7+1) y los resultados de cada uno de ellos,
dedujeron las conclusiones generales que han podido leer anteriormente
traducidas.

Ahora me van a permitir una licencia poco habitual. Con todo el respeto y
reconociendo que ellos son mucho más expertos que yo, en mi revisión
personal he decidido hacer unas pequeñas variaciones en el sistema de
elección. Yo utilizaría los siguientes criterios para seleccionar los estudios
más relevantes:

Longitudinales: Al igual que los autores, tendría prioritariamente en cuenta los


más numerosos, pero añadiría una condición más: que se haya diferenciado el
pan blanco y el integral, porque precisamente se piensa que pueden tener
efectos contrarios. Me quedaría con 4 de los 6 estudios que ellos han
seleccionado, ya que los otros 2 no separan el pan banco del integral.

De cohorte: De nuevo, al igual que los autores, tendría prioritariamente en


cuenta los más numerosos y que hayan durado varios años, pero también
añadiría la condición de que hayan diferenciado el pan blanco y el integral,
por la razón anteriormente comentada. Coincido en 6 de los 7 estudios que
ellos han seleccionado.

De intervención: Es el método más fiable pero en este caso no me quedaría


con ninguno, ya que ninguno de ellos analiza el efecto de una intervención con
pan o con un grupo de alimentos relacionado (cereales refinados, por
ejemplo). En los cinco identificados se realizan intervenciones muy amplias y
genéricas: reduciendo carbohidratos o el índice glucémico, aplicando una
dieta baja en grasas, etc. por lo que creo que es imposible conocer el efecto
aislado del pan o derivados.

De cualquier forma, el descarte de los estudios de intervención no afecta


demasiado a las conclusiones que podamos sacar, ya que sus resultados fueron
dispares y muy diferentes y no permiten deducir nada con seguridad.

Por lo tanto, estos son los estudios que yo seleccionaría (10 de los 14), con
sus conclusiones resumidas:
Longitudinales:

“Whole-grain intake may reduce the risk of ischemic heart disease death in
postmenopausal women: the Iowa Women’s Health Study” (1998). Se
estudiaron 35.000 mujeres y se observó que el consumo de alimentos
integrales estaba asociado a menor IMC, y el de cereales refinados a mayor
IMC.

“Seven unique food consumption patterns identified among women in the


UKWomen’s Cohort Study” (2000). 34.000 mujeres y se encontró relación
entre menor peso y los alimentos "saludables", entre los que se incluían los
integrales.

“Dietary Intake of Whole Grains” (2000). 9300 personas y se relacionó la


ingesta de alimentos integrales con un menor peso.

“The Effect of Breakfast Type on Total Daily Energy Intake and Body Mass
Index: Results from the Third National Health and Nutrition Examination
Survey (NHANES III)” (2003) Los desayunos que incluían panes sin levadura
(quick bread) se relacionaron con un menor sobrepeso.

De cohorte:

“Identification of a food pattern characterized by high-fiber and low-fat


food choices associated with low prospective weight change in the EPIC-
Potsdam Cohort” (2005). Se siguieron 25.000 personas hasta 4 años y se
observó que comer alimentos integrales se asociaba con la prevención del
sobrepeso.

“Relation between changes in intakes of dietary fiber and grain products


and changes in weight and development of obesity among middle-aged
women” (2003). Seguimiento a 74.000 mujeres durante doce años. Se
encontró relación negativa entre peso y derivados de cereales integrales y
positiva para derivados de cereales refinados.

“Food and drinking patterns as predictors of 6-year BMI-adjusted changes


in waist circumference” (2004). Seguimiento a 2300 personas durante 6 años.
Se encontró relación entre obesidad e ingesta de pan blanco.

“A longitudinal study of food intake patterns and obesity in adult Danish


men and women” (2004) Se siguieron 3785 personas hasta 11 años, y no se
encontró que ningún alimento concreto fuera un predictor del aumento de peso.

“Changes in whole-grain, bran, and cereal fiber consumption in relation to


8-y weight gain among men” (2004). 27.000 personas durante 8 años y se
observó que comer alimentos integrales se asociaba con reducción de peso.

“Intake of macronutrients as predictors of 5-year changes in waist


circumference” (2006). Más de 40.000 personas durante 5 años. Se encuentra
relación entre aumento de peso y derivados de cereales refinados en mujeres.

Y mis conclusiones personales de estos estudios son las siguientes:

- Son estudios observacionales, con lo que la causalidad no es segura.

- En todos, y de forma especial en los longitudinales, se analizan grupos o


familias de alimentos muy amplios, por lo que me parece cuando menos
aventurado (por no decir poco riguroso) sacar conclusiones respecto a un
alimento concreto.

- Muchos de ellos encuentran efectos beneficiosos en el peso en el caso de


alimentos integrales y, podría extrapolarse, en el pan integral.

- Solo uno (longitudinal) encuentra beneficios respecto al sobrepeso en


desayunos con pan sin levadura (quick bread).

- En cuatro estudios (uno longitudinal y tres de cohorte) se encuentran efectos


negativos para la ingesta de cereales refinados (entre los que se incluye el pan
blanco).

Ahora, le ruego que vuelva a leer las conclusiones de los autores que he
traducido al principio del post, que lea también las mías (muy similares).
Recuerde que la mayor parte de la gente come pan blanco (no integral) y
dígame su opinión.

Para “rematar” el tema, le contaré que pocos meses después se publicó en el


British Journal of Nutrition los resultados del estudio "Changes in bread
consumption and 4-year changes in adiposity in Spanish subjects at high
cardiovascular risk", en el marco del gran estudio epidemiológico
PREDIMED. Lo interesante de este estudio es que fue una gran investigación
de intervención (y no únicamente observacional) con muchos participantes,
más de 7.000, y que el periodo de observación fue muy importante, de cuatro
años.

Los autores, comparando los que más cantidad de pan comían con los que
menos, concluyeron que los primeros se asociaron a un mayor aumento de
peso. Es decir, más pan blanco, más grasa y más obesidad abdominal. La
buena noticia es que de nuevo no se encontró asociación entre la ingesta de
pan integral y el sobrepeso.

Así que, por el momento, la ciencia concluye que el pan blanco probablemente
engorda. Digan lo que digan sus fabricantes.
¿Hay pruebas científicas de que el azúcar engorde?

Aunque las nuevas tendencias alimentarias, especialmente las más cercanas a


las dietas bajas en carbohidratos, intentan apartar a toda costa al azúcar de la
mesa, lo cierto es que el consumo de este producto no ha hecho más que crecer
durante las últimas décadas. De no ser más que un componente anecdótico en
la aportación calórica de nuestros bisabuelos, en la actualidad ha llegado a
hacerse con una de las primeras posiciones en algunos de los países más
desarrollados. En Estados unidos, donde la epidemia de obesidad es más
acusada, el valor medio energético diario procedente del azúcar ha llegado a
alcanzar las 600 kilocalorías por persona (tal y como se mostraba en el
artículo publicado en Nature en 2012 "The toxic truth about sugar").

En nuestra dieta el azúcar principalmente está presente en forma de glucosa o


fructosa. Por ejemplo, la sacarosa, el azúcar de mesa común, está formada
aproximadamente a partes iguales por ambos tipos de azúcares. Los refrescos
suelen edulcorarse con glucosa o con fructosa, en este último caso
normalmente utilizando el producto llamado jarabe de maíz, obtenido de este
vegetal mediante procesos industriales y que es prácticamente 100% fructosa.
Este elevado poder de endulzado lo convierte en un recurso recurrido para
conseguir un sabor atractivo en galletas, bollería, cereales de desayuno y otros
alimentos fabricados con cereales refinados. Las frutas contienen también
ambos en diferentes proporciones, dependiendo del fruto que se trate y, de
cualquier forma, en cantidades pequeñas o moderadas.

Al hablar de los carbohidratos refinados ya hemos visto como lidia nuestro


organismo con la glucosa. Pero la metabolización de la fructosa es un proceso
bien diferente, en el que el principal protagonista es el hígado. Entre diferentes
expertos pueden encontrarse posiciones divergentes respecto al efecto que
tienen los diferentes azúcares en nuestro cuerpo, desde los que opinan que la
fructosa es casi un veneno, como el pediatra especialista en obesidad Robert
Lustig, hasta los que creen que el tema no está tan claro y que puede ser
perjudicial únicamente en elevadas cantidades, como uno de los mayores
expertos en fructosa del mundo, Luc Tappy.
Dejando a un lado extremismos que nunca son recomendables, veamos qué
dice la ciencia más actual sobre la relación entre el azúcar y la obesidad.
Existe una buena cantidad de investigaciones y revisiones sobre el tema, pero
en este caso podemos centrar nuestra atención en uno de ellos.

Con objeto de actualizar sus recomendaciones nutricionales, la Organización


Mundial de la Salud - OMS (WHO) encargó a expertos una revisión detallada
de los efectos del azúcar en el sobrepeso, que incluyera el análisis de los
estudios de intervención y observacionales más significativos. Tras un tiempo
de trabajo, los resultados del meta-análisis se publicaron en British Medical
Journal en 2013, bajo el título "Dietary sugars and body weight: systematic
review and meta-analyses of randomised controlled trials and cohort
studies”.

Considerando que probablemente sea uno de las más relevantes revisiones que
existen sobre el tema, sobre todo porque es esperable que la OMS lo tenga en
cuenta de forma muy especial en sus directrices, las conclusiones a la que
llegan los investigadores no dejan lugar a dudas: La influencia del azúcar en el
sobrepeso es indiscutible.

Tras seleccionar por un lado los mejores estudios de intervención (y, de forma
especial, identificando los más rigurosos y significativos que permitían comer
ad-libitum o libremente, que son los que reflejan con mayor fidelidad la
situación de la vida real) y por otro los observacionales más sistemáticos y
masivos, los autores encontraron evidencias claras de que un mayor consumo
de azúcar se asociaba a un mayor peso. Lo constataron tanto en las
intervenciones en las que se redujo la ingesta de azúcar (aquellos que la
redujeron menos, presentaron más sobrepeso), como en las que se aumentó su
consumo (los que comieron más azúcar, sufrieron más sobrepeso). Los valores
no fueron muy altos, pero es algo normal ya que la mayoría de las
intervenciones fueron tan solo de unas pocas semanas

Entre los niños, el estudio también encontró una evidente asociación directa
entre el aumento del consumo de azúcar y el sobrepeso. Aunque, por el
contrario, no fue concluyente con la efectividad de la reducción de azúcar
como medida para prevenirlo, ya que entre los estudios seleccionados los
resultados fueron muy dispares y no se encontró una clara relación.

Los autores también destacaron que el efecto negativo era más acusado cuanto
mayor era la ingesa. Lo cual agrava el problema, ya mucha gente no se da
cuenta de la gran cantidad de azúcar que toma involuntariamente. Algo
especialmente preocupante en el caso de alimentos procesados que la incluyen
casi de forma indiscriminada: En los cereales de desayuno, bollería, zumos
preparados y, sobre todo, refrescos. Estos últimos se toman con muchísima
facilidad y contienen cantidades muy importantes de glucosa o fructosa.

Por otro lado, el estudio también concluyó que al sustituir el azúcar por otro
tipo de carbohidratos, no se apreciaron diferencias significativas en el peso.
Algo razonable ya que la mayoría de veces se sustituyen por carbohidratos
refinados, que pueden considerarse poco más que moléculas de glucosa
unidas.

Pocos meses después, los conocidos y prestigiosos epidemiólogos de Harvard


Walter Willett y Frank Hu publicaron en The American Journal of Clinical
Nutritio el meta-análisis de estudios observacionales y de intervención
“Sugar-sweetened beverages and weight gain in children and adults: a
systematic review and meta-analysis”. Y en sus conclusiones dejaron claro
que la ciencia aporta evidencias claras de que el consumo de refrescos
azucarados promueve el aumento de peso, tanto en adultos como en niños.
¿La leche y los lácteos engordan?

Desde que hace años aparecieron en el mercado los lácteos bajos en grasas o
desnatados, parece que se nos condenó a casi todos a su consumo. La generosa
cantidad de grasas que contienen las versiones normales o enteras,
especialmente de saturadas, son uno de los demonios alimentarios que
cualquier médico elimina de una dieta considerada prudente o dirigida a
prevenir o reducir la obesidad. Nunca ha sido necesario demasiado debate; si
los lácteos altos en grasas pueden ser sustituidos por sus homólogos casi sin
grasas ¿por qué no hacerlo?

Lo cierto es que muchos hemos seguido estas directrices durante años, ya que
tampoco nos suponía demasiado esfuerzo. Como la oferta de desnatados es
enorme, la disponibilidad de productos es más que suficiente y ha bastado con
sacrificar un poco (o bastante) el delicioso sabor de la leche entera, que sin
duda se ve afectado negativamente.

Pero de nuevo una reciente revisión parece que nos empuja a pensar que la
teoría es una cosa y la práctica otra.

En 2012 se publicó en el European Jounal of Nutrition la amplia revisión "The


relationship between high-fat dairy consumption and obesity,
cardiovascular, and metabolic disease", analizando los resultados de estudios
que han investigado el consumo de lácteos altos en grasas con la obesidad, la
diabetes y las enfermedades cardiovasculares durante la última década. Y,
aunque son todos estudios observacionales, los resultados son bastante
categóricos.

Ninguno de los estudios seleccionados encontró correlación entre los lácteos


altos en grasas y la obesidad. De hecho, la mayor parte de ellos (11 de 16)
encontraron una relación inversa, es decir, que las personas que más lácteos
de este tipo ingirieron, más delgados estaban o más peso perdieron.
Curiosamente y al contrario de lo que podría esperarse, no se encontró que los
productos bajos en grasa o desnatados favorecieran un menor peso o ayudaran
a prevenir la obesidad.
Y no es la primera vez que se llega a esta conclusión, por ejemplo, los
expertos que realizaron el estudio “Influence of dairy product and milk fat
consumption on cardiovascular disease risk: a review of the evidence”
(2012) opinaron lo mismo.

También en 2012 se publicó en Internation Journal of Obesity el meta-análisis


"Effect of dairy consumption on weight and body composition in adults: a
systematic review and meta-analysis of randomized controlled clinical
trials", analizando más de una docena de este tipo de estudios (sin diferenciar
el tipo de lácteo, entero o desnatado) divididos en dos grupos, en función del
tipo de intervención: Por un lado los que no incluían restricción calórica y por
otro los que sí lo hacían. Según los autores, en el caso de dietas con
restricción calórica las personas que tomaron más lácteos adelgazaron más
que los que tomaron menos. Y en las que no había restricción calórica no se
identificó una diferencia estadísticamente significativa entre los que más
lácteos, los que menos tomaron y la obesidad. Además, en ambos grupos los
que más lácteos tomaron consiguieron reducir más grasa corporal y contorno
de cintura y por otro lado aumentaron su masa magra o muscular. Es decir, más
lácteos dieron lugar a más beneficios.

Poco después, también en 2012, pudimos conocer otro meta-análisis sobre 29


estudios de intervención aleatorios, "Effects of dairy intake on body weight
and fat: a meta-analysis of randomized controlled trials". Tampoco encontró
que el tomar lácteos se relacionaba con el sobrepeso

En definitiva, todas estas recientes revisiones y meta-análisis deberían


llevarnos a una conclusión bastante poco discutible, vistas las evidencias:
Tomar lácteos, incluso enteros, no engorda, más bien al contrario.
¿Deben tomar los niños leche desnatada para prevenir la obesidad?

En diversas directrices oficiales de varios países se ha promovido la


priorización de los lácteos desnatados sobre los enteros e incluso la de dar
leche desnatada a los niños para prevenir la obesidad. Sin embargo, tras leer
el apartado anterior, le he mostrado que no hay claras evidencias científicas en
contra de los lácteos enteros, al contrario. Por lo tanto la sugerencia de tomar
leche desnatada (que realmente pretender reducir la ingesta de grasas
saturadas) pierde bastante consistencia.

Centrándonos en el colectivo infantil, lo cierto es que las evidencias a favor


de los lácteos desnatados son . Por no decir inexistentes.

La comparación directa entre ambos tipos de leche se realizó en un estudio de


2013 "Longitudinal evaluation of milk type consumed and weight status in
preschoolers", en el que se analizó la evolución del peso de 10.000
preescolares que tomaban leche entera o leche desnatada. Aunque es un
estudio observacional, es del tipo longitudinal, es decir, que realiza
seguimiento al mismo grupo de individuos durante un tiempo, por lo que
permite ver su evolución en función de los cambios en diversos factores. Los
investigadores concluyeron que la leche desnatada no se correlacionó con un
menor sobrepeso, sino todo lo contrario. Y, además, el hecho de empezar a
incluirla en la dieta no sirvió para reducir la incidencia de obesidad o
revertirla.

Tiene usted razón si está pensando que éste es un estudio observacional y que
lo ideal sería disponer de estudios de intervención en los que, de forma
aleatoria, se hubiera dividido a los sujetos en dos grupos y se les hubiera
suministrado leche desnatada o entera, sin cambiar ningún otro factor. Sin
embargo, no he podido encontrar un estudio de este tipo, supongo que porque
experimentos de esta naturaleza con niños son éticamente discutibles. Lo más
parecido que he conseguido es el estudio de 2012 "Skim milk, whey, and
casein increase body weight and whey and casein increase the plasma C-
peptide concentration in overweight adolescents", en el que un grupo de 200
adolescentes con sobrepeso se dividió en 4 subgrupos de forma aleatoria y a
cada uno de ellos se dio a tomar un litro diario de diferentes líquidos: Agua,
leche desnatada, y dos tipos de batidos de proteínas (whey y caseína), durante
12 semanas. ¿Y saben qué ocurrió con el grupo de leche desnatada? Que, al
igual que los otros dos y comparado con el que tomó agua, sufrió un mayor
aumento de peso.

Por lo tanto, viendo los resultados de estos dos estudos y de todos los citados
en el apartado anterior, me parece que cuando menos es poco riguroso
priorizar la leche y lácteos desnatados entre los niños para evitar la obesidad
o prevenir enfermedades.

Y me van a permitir añadir otra importantísima razón, en mi opinión. Esta


recomendación desvía el foco de atención del verdadero problema que está
asociado a la ingesta de lácteos entre el colectivo infantil. Me refiero a lo que
yo suelo llamar los "lácteos-chuches". Sí, esas cosas que se les da a menudo a
los niños en el desayuno o merienda, pensando que por tener la palabra
"lácteo" o "leche" en su etiqueta, es aceptable:

- Leche con gran cantidad de polvos de chocolate u otros (cacao y similares) y


azúcar.
- Leche con cereales infantiles (aquí puede leer más sobre ellos), cuya
composición es fundamentalmente azúcar y cereales refinados (almidón), a la
que además se le suele añadir todavía más azúcar.
- Bebibles (por llamarlos de alguna forma) o pseudo-yogures de sabores,
cargados de azúcar y otros componentes innecesarios e indeseables.

En resumen, creo que se debería hacer más hincapié en la eliminación de todas


estas versiones mediocres de los lácteos. Y, por el momento, dejar el tema de
la leche desnatada entre los niños a un lado, al menos hasta que tengamos
alguna prueba más sólida de su utilidad.
¿La leche y los lácteos provocan cáncer? ¿Y otras enfermedades?

Aunque mayoritariamente desde la comunidad sanitaria se defiende el vaso de


leche como ejemplo y buena práctica de una alimentación sana y con calidad
nutricional (por ejemplo con campañas gubernamentales como Get the Glass),
el de la leche y los lácteos es un grupo de alimentos duramente castigado por
las nuevas modas nutricionales. La propia intolerancia a la lactosa de una
buena parte de los seres humanos ha contribuido a reforzar esta leyenda negra.
O libros como "Your life in your hands", escrito por la profesora de
geoquímica Jane Plant, han avivado las llamas contra ellos, ya que su autora
piensa que se curó de un cáncer de mama dejando de tomar leche y productos
lácteos.

También las últimas tendencias de las llamadas dietas paleolíticas, sobre todo
las más afines a las directrices de Loren Cordain, los restringen de forma
importante, ya que según estos enfoques no estaban presentes en la dieta de
nuestros ancestros. Argumento que se suele reforzar con la posible traza de
antibióticos u hormonas que la industria utiliza con el ganado (algo que
realmente puede ser un problema) y con la supuesta degradación nutricional
que ocurre durante la pasteurización. En concreto, este proceso en el que el
producto se calienta a temperaturas elevadas durante muy poco tiempo con
objeto de eliminar microorganismos, es uno de los más criticados,
achacándosele una buena cantidad de inconvenientes que, según algunos,
superan a su más que interesante eficacia esterilizadora.

Como ya imaginaran, para un servidor el argumento de "somos el único


animal que sigue tomando leche de adulto" no es suficiente. También somos
el único animal que duerme en un colchón, utiliza agua corriente, tiene
sanitarios, pone pañales a sus bebés o se pone gafas, sin que por ello tenga
que ser malo o negativo.

Aunque algunos de los defensores de estas teorías anti-lácteos proponen


diferentes mecanismos y estudios para justificarlas, la forma más directa que
tenemos de comprobar si realmente todos estos miedos tienen algún sentido es
mediante los estudios epidemiológicos. Si los productos lácteos causan cáncer
de mama, encontraremos una mayor prevalencia de esta enfermedad entre las
mujeres que lo consuman en mayor cantidad. O si su ingesta afecta a las
células de nuestro páncreas, también será evidente el aumento de la incidencia
de la diabetes.

Por fortuna, recientemente se han publicado exhaustivas revisiones y meta-


análisis sobre el tema, así que no tendremos que ir analizando estudio por
estudio, porque muchos expertos ya lo han hecho con anterioridad. Vamos a
ello.

Nutrientes y pasteurización

En 2011 se publicó el meta-análisis “A systematic review and meta-analysis


of the effects of pasteurization on milk vitamins, and evidence for raw milk
consumption and other health-related outcomes”, analizando los efectos de
la pasteurización. Se concluyó que aunque el proceso provoca cierta
disminución de la concentración de algunas vitaminas, no son muchas ni se
trata de una reducción especialmente importante. Respecto al consumo de
leche cruda, en la revisión no se identificaron estudios sólidos que le
encontraran ni ventajas ni inconvenientes claros.

También en la publicación de "Unpasteurized Milk: A Continued Public


Health Threat" (2009) se destacó por un lado la gran cantidad de riesgos que
tiene consumir leche sin pasteurizar y por otro la falta de evidencias
científicas que tienen las acusaciones de pérdida de nutrientes tras este
proceso.

Cáncer

En 2011 se publicó el meta-análisis "Dairy consumption and risk of breast


cancer: a meta-analysis of prospective cohort studies", revisando los
estudios sobre el cáncer de mama y los lácteos. Y concluyó que un mayor
consumo se correlaciona con una menor incidencia de este tipo de cáncer
(relación inversa).

En 2012, en el meta-análisis "Dairy products and colorectal cancer risk: a


systematic review and meta-analysis of cohort studies" también los
investigadores concluyeron que un mayor consumo total de lácteos y leche se
asociaba a un menor índice de cáncer colorrectal. A similares conclusiones
llegó el estudio de 2004 "Dairy foods, calcium, and colorectal cancer: a
pooled analysis of 10 cohort studies".

En la investigación "Milk and dairy consumption and risk of bladder cancer:


a meta-analysis" (2011) no se encontraron pruebas científicas sólidas que
asociaran el consumo de leche o lácteos con el cáncer de vesícula.

La revisión global “Evaluating the links between intake of milk/dairy


products and cáncer” publicada en 2012 analizó los estudios que han
investigado durante los últimos años la relación entre los lácteos y los
cánceres de vesícula, próstata, mama y colon. Los autores no encontraron
evidencias claras de ninguna asociación con el de próstata y encontraron una
relación inversa (más lácteos - menos cáncer) en el resto.

Cáncer de próstata

El cáncer de próstata requiere un poco más de detalle, porque es una de las


enfermedades con las que hay mayor controversia después de que algunos
estudios lo correlacionaran con los lácteos. Dado el interés que genera, se han
realizado unas cuantas revisiones sistemáticas y meta-análisis, las cuales les
detallo por orden cronológico, incluidas sus conclusiones:

En 2004 se realizó el meta-análisis analizando los estudios observacionales


de caso-control "Milk consumption is a risk factor for prostate cancer:
meta-analysis of case-control studies", concluyendo que los consumidores de
lácteos presentaban un mayor riesgo.

La revisión de 2005 "Milk consumption in relation to incidence of prostate,


breast, colon, and rectal cancers: is there an independent effect?" no
encontró relación consistente entre la ingesta de leche y el cáncer de próstata.

En el meta-análisis de 2005 "Prospective studies of dairy product and


calcium intakes and prostate cancer risk: a meta-analysis" los autores
concluyeron que, aunque pequeño (un 11%), parecía haber un aumento de
riesgo entre los que más lácteos ingerían, comparados con los que menos.

En el estudio de 2007 "Milk consumption is a risk factor for prostate cancer


in Western countries: evidence from cohort studies" se analizaron los
estudios de cohorte (observacionales durante un periodo de tiempo) y se
concluyó que las personas que más lácteos tomaban respecto a las que menos
tenían un riesgo un poco mayor (13%).

En 2008 se realizó el mayor meta-análisisis sobre el tema, "Dairy products,


dietary calcium and vitamin D intake as risk factors for prostate cancer: a
meta-analysis of 26,769 cases from 45 observational studies", incluyendo la
valoración de 45 estudios observacionales, sin que se encontrara relación
clara entre ambos factores.

La revisión de 2009 "Milk intake and the risk of type 2 diabetes mellitus,
hypertension and prostate cancer" halló resultados contradictorios, por lo
que los autores concluyeron que no hay evidencia clara para llegar a
conclusiones de aumento de riesgo.

La revisión sistemática de 2009 "A systematic review of the effect of diet in


prostate cancer prevention and treatment" concluyó que un exceso de lácteos
puede estar relacionado con un mayor riesgo.

La revisión "Evaluating the links between intake of milk/dairy products and


cancer" de 2012, tampoco halló evidencia sólida de riesgos significativos
para un consumo normal de lácteos.

Tras estas revisiones se ha publicado algún estudio más, con los siguientes
resultados:

“Whole Milk Intake Is Associated with Prostate Cancer-Specific Mortality


among U.S. Male Physicians” (2013). Las personas que consumían más de
2,5 raciones diarias de lácteos presentaron un riesgo mayor de incidencia de
este tipo de cáncer, aunque pequeño (12%)
“Milk and dairy consumption among men with prostate cancer and risk of
metastases and prostate cancer death” (2012). Solo se encontró un aumento
de riesgo para la leche entera, no para el resto de lácteos.

Como pueden observar, la evidencia epidemiológica obtiene resultados poco


concluyentes y contradictorios. Aunque hay una cantidad significativa de
estudios que detectan un aumento del riesgo, dicho aumento es siempre
pequeño, con valores similares a los que suelen encontrarse para la
correlación entre la ingesta de carne y el mismo tipo de cáncer, por lo que el
peligro de la influencia de otras variables no es descartable.

Diabetes

En el artículo de 2009 "Milk products, insulin resistance syndrome and type


2 diabetes" se destacó la correlación inversa (más lácteos - menos diabetes)
entre el consumo de lácteos y la diabetes y el síndrome metabólico y se
incluyeron las referencias de estudios que lo confirman. A similares
conclusiones se llegaron en la revisión de 2010 "The consumption of milk and
dairy foods and the incidence of vascular disease and diabetes: an overview
of the evidence"

Igualmente, en la revisión de 2012 "The relationship between high-fat dairy


consumption and obesity, cardiovascular, and metabolic disease" en los
diferentes estudios incluidos no se encontró ninguna relación entre los lácteos
y la diabetes, o la que se encontró era una relación inversa.

Osteoporosis y fracturas

Aunque históricamente se ha promovido la ingesta de lácteos con el argumento


de que el calcio que contienen ayuda a reforzar los huesos y prevenir la
osteoporosis, se han hecho varias revisiones sistemáticas sobre estudios que
investigan su relación con las fracturas de huesos y se ha concluído que en
principio no parece haber correlación, ni a favor ni en contra. Así que no
parece ser el mejor razonamiento para recomendarlos.

Los estudios son los siguientes:


Milk intake and risk of hip fracture in men and women: a meta-
analysis of prospective cohort studies (2011)
Calcium intake and hip fracture risk in men and women: a meta-
analysis of prospective cohort studies and randomized controlled
trials (2007)
A meta-analysis of milk intake and fracture risk: low utility for
case finding (2005)

Mortalidad y otras enfermedades

En la revisión "The relationship between high-fat dairy consumption and


obesity, cardiovascular, and metabolic disease", también se analizaron 15
estudios sobre los lácteos y las enfermedades cardiovasculares y
prácticamente en todos se encontró una relación inversa o ninguna relación.

La revisión “A systematic review and meta-analysis of elevated blood


pressure and consumption of dairy foods" llegó a la conclusión de que un
mayor consumo de lácteos desnatados se asocia a menor tensión arterial y que
los lácteos enteros no tienen ningún tipo de asociación con dicha patología.

El meta-análisis de 2008 "The survival advantage of milk and dairy


consumption: an overview of evidence from cohort studies of vascular
diseases, diabetes and cancer" analizando los estudios que investigaron la
correlacion entre los lácteos y la mortalidad a causa de enfermedades
cardiovasculares, la diabetes y el cáncer, concluyó que existe correlación
entre una mayor supervivencia y una mayor ingesta de lácteos.

Conclusión: Los lácteos son saludables y reducen la mortalidad

Me parece que las evidencias son de peso. Si usted no tiene ningún tipo de
intolerancia, los lácteos y la leche no parecen ser malos en absoluto, más bien
al contrario, su consumo habitual presenta gran cantidad de beneficios ya que
están asociados a una reducción del riego en la mayoría de las enfermedades.
Además, la decisión más razonable es tomarlos tras su pasteurización.

Por lo tanto, en mi opinión, aunque no hay que despreciar la posibilidad de


aumento de riesgo en el cáncer de próstata, el balance global en cantidades
normales (unas 2 raciones al día) sigue siendo favorable. Sin duda son
necesarios más y mejores estudios que permitan obtener conclusiones con más
seguridad. Y lo que no comparto son opiniones como las que pueden
encontrarse con facilidad en internet, en las que se achaca casi todos los
problemas de salud occidentales al consumo de leche, con frases e imágenes
impactantes que utilizan el miedo y el morbo y basadas en falacias y
exageraciones.

La leche es un alimento complejo, con multitud de componentes y nutrientes, y


por ello es habitual que sus efectos fisiológicos sean múltiples y variados en
diferentes personas, por lo que también es importante considerar cada caso
particular. Pero insisto, la epidemiología muestra que, en general, tomarla es
saludable.

Eso sí, tome leche, queso y yogur lo más naturales posibles y evitando los
azúcares añadidos y el alto procesamiento, que dan como resultado final
productos más parecidos a los refrescos o a las chucherías que a comida de
verdad. Un bebible de los que se da a los niños en la merienda es mucho
menos recomendable que un vaso de leche normal. E incluso que un vaso de
agua.
¿Engordan las nueces u otros frutos secos?

Si usted repasa la tabla nutricional que puede encontrar en las bolsas de


nueces peladas y mira la columna de calorías, entenderá la razón por la que se
suele acusar a los frutos secos de engordar. ¡Más de 600 kilocalorías por cada
100 gramos! ¡Si se le ocurre comerse una de esas bolsas de una sentada (que
suele contener unos 150 gramos), se metería entre pecho y espalda casi 1000
kilocalorías! ¡Pocos alimentos tienen tan elevada densidad energética!

Por esta razón los frutos secos siempre están acompañados de las coletillas
"consúmanse con moderación", "como máximo un puñadito" o "tómelos solo
de vez en cuando". ¿Qué otra cosa se puede esperar de un alimento con
muchas calorías y elevada densidad energética? La termodinámica es
implacable y una caloría es una caloría, por eso a menudo en las pirámides
alimentarias estos frutos suelen representarse en zonas bastante elevadas.
Pero, ¿es correcta esta forma de pensar? ¿Qué dice la ciencia?

Como siempre, veamos una primera aproximación mediante los estudios


epidemiológicos observacionales a largo plazo.

Resulta que en este tipo de estudios los frutos secos tienen la mala costumbre
de llevar la contraria a la lógica energética-calórica. Aunque están cargaditos
de grasas, siempre se escabullen y parecen imposibles de correlacionar con la
obesidad. Estos son los cuatro principales que se han realizado y sus
resultados:

“Nut consumption and incidence of metabolic syndrome after 6-year follow-


up: the SUN cohort” (2012). Se hizo seguimiento de casi 10.000 personas
durante 6 años y se observó una asociación inversa (menos sobrepeso) entre
aquellas personas que pertenecían al grupo que comían más frutos secos (más
de dos veces por semana).

“Tree nut consumption improves nutrient intake and diet quality in US


adults: an analysis of National Health and Nutrition Examination Survey
(NHANES) 1999-2004” (2010). En este estudio longitudinal se analizaron más
de 13.000 personas y aquellas que comían más nueces se correlacionaron con
menor obesidad abdominal.

“Prospective study of nut consumption, long-term weight change, and


obesity risk in women” (2009). En el marco del Nurse's Health Study II, se
observó a más de 50.000 mujeres durante 8 años y las que comieron más
frutos secos (más de dos veces por semana) tenían asociado a menor
sobrepeso.

“Nut consumption and weight gain in a Mediterranean cohort: The SUN


study” (2007). Como informe previo al anterior sobre el Sun Study, en este
caso se estudiaron casi 9.000 personas durante más de dos años. También las
personas que más nueces comían (más de dos veces por semana) tenían menos
riesgo de sufrir sobrepeso.

Lo dicho, parece que mediante los estudios observacionales no podemos


acusar a las nueces y frutos secos de nada relacionado con el sobrepeso.
Veamos lo que ocurre con los de intervención:

“Effects of walnut consumption on blood lipids and other cardiovascular


risk factors: a meta-analysis and systematic review” (2009). En este meta-
análisis sobre los estudios relacionados con las nueces se concluyó que
prácticamente no había correlación entre las nueces y el sobrepeso. Y en los
casos en los que se encontró, fue inversa (más nueces, menos peso) y pequeña.

“Effects of pistachios on body weight in Chinese subjects with metabolic


syndrome” (2012). A 90 sujetos con síndrome metabólico se les dividió en 3
grupos y durante 3 meses. A uno de ellos se le dio 70 gramos al día de
pistachos, a otro 40 gramos y al tercero ninguno, utilizándose como grupo de
control. No hubo diferencias en el peso entre los tres grupos al final del
estudio.

“Influence of body mass index and serum lipids on the cholesterol-lowering


effects of almonds in free-living individuals” (2011). A unas 100 personas se
les añadió unos 50 gramos diarios de almendras. A pesar de que en teoría
ingerían unas 150 kilocalorías más al día que el grupo de control, no hubo
cambios significativos de peso.

“Pistachio Nuts Reduce Triglycerides and Body Weight by Comparison to


Refined Carbohydrate Snack in Obese Subjects on a 12-Week Weight Loss
Program” (2010). 70 personas sometidas a una dieta hipocalórica de
adelgazamiento fueron divididas en dos grupos. A uno de los grupos se le
incluyó un aperitivo diario de 50 gramos de pistachos y al otro grupo una
cantidad de galletas con la misma cantidad de calorías. Los del grupo que
comieron pistachos adelgazaron más.

“Effect of chronic consumption of almonds on body weight in healthy


humans” (2006). 20 mujeres durante dos meses comieron unas 350
kilocalorías diarias de almendras, añadidas a su dieta habitual, sin que variara
significativamente su peso.

“Does regular walnut consumption lead to weight gain?” (2005) A 50


personas se les añadió una ración media de unos 35 gramos diarios de nueces
y se les dejó comer con normalidad. Se comprobó que aunque en global los
que comieron más nueces también ingerían teóricamente más energía (unas 130
kilocalorías diarias más), no afectó a su peso y mejoró su relación
músculo/grasa.

“Effect on body weight of a free 76 Kilojoule (320 calorie) daily supplement


of almonds for six months” (2002). Se dio a ochenta mujeres una ración de 50
gramos (unas 320 kilocalorias) de almendras cada día. Tras seis meses,
prácticamente no hubo cambios en en peso.

Como colofón, en 2013 se publicó el primer meta-análisis sobre el tema“Nut


intake and adiposity: meta-analysis of clinical trials” (realizado por
expertos españoles), revisando 31 estudios de intervención y llegando a la
conclusión de que su consumo no aumenta el CMI, la grasa corporal ni el
contorno de cintura.

Como ve, parece claro que los frutos secos no engordan. Ni uno solo de los
estudios ha podido relacionarlos con un aumento de peso. Pero ¿cómo es
posible? ¿Cómo desaparecen las calorías? En los artículos “Nuts and healthy
body weight maintenance mechanisms” (2010) e “Impact of peanuts and tree
nuts on body weight and healthy weight loss in adults” (2008) puede
encontrar algunas ideas y explicaciones al respecto. Al parecer, tal y como
explicaré en próximos apartados, existen otras variables que influyen de forma
importante en el efecto que producen en nuestro cuerpo. En este caso, parece
que la complicada digestibilidad, la elevada cantidad de fibra y la sensación
de saciedad que producen, hacen que el balance energético final de los frutos
secos sea favorable. Además, su gran riqueza de nutrientes y el excelente
perfil de sus grasas los convierten en un alimento realmente valioso,
especialmente en el caso de las nueces.

Así que la evidencia científica parece indicar que usted podría ser menos
prudente comiendo frutos secos y lanzarse a comerlos con generosidad,
olvidando el "sólo un puñadito" y el "de vez en cuando". Si sigue una dieta
saludable podrá comer una cantidad generosa de ellos diariamente, por
ejemplo como merienda o aperitivo, sin que tenga que temer por su sobrepeso
y disfrutando de su sabor y de los excelentes nutrientes que le aportará.

Ojo, le recuerdo que estos estudios se refieren a nueces, almendras, pistachos,


avellanas, anacardos y similares, no se equivoque de alimento. Y siempre en
su estado natural, sin tostar, freír (vaya usted a saber con qué tipo de aceite) u
otros procesos que modifiquen sustancialmente su composición.
¿El aguacate engorda?

Cuando se diseña una dieta para la pérdida de peso, los alimentos muy grasos
(y por lo tanto, calóricos) suelen estar en la lista de indeseados o, al menos,
en la de "comer con mucha moderación". Después de todo, muchas grasas
significan muchas calorías. Pero en varios apartados ya hemos comprobado
que este razonamiento no siempre es acertado. Por ejemplo, hemos visto que
los estudios no han podido encontrar correlación entre los frutos secos y el
sobrepeso, ya que hay otros factores de su composición que acaban
compensando de forma favorable su aporte energético.

El aguacate es otro de estos alimentos atípicos. En varios sentidos. Pero sobre


todo porque es una de las pocas frutas en cuya composición nutricional el
macronutriente principal es la grasa, en lugar de los habituales carbohidratos,
lo que le confiere una notable densidad energética, de más de 200 kilocalorías
por cien gramos. La mayor parte se trata de grasa monoinsaturada, por lo que
su efecto sobre la salud está fuera de toda sospecha y la excepcional cantidad
de micronutrientes (vitaminas y minerales) y fibra que también aporta son
sobradamente conocidos. Pero lo cierto es que, a pesar de los elogios de los
que suele venir acompañado, también se suele recomendar ingerir con
moderación en procesos de pérdida de peso, a causa de las comentadas
calorías que le acompañan.

Como hasta la fecha no había demasiada evidencia significativa sobre su


relación con la obesidad, poco se podía añadir al respecto, pero
afortunadamente, esa evidencia empieza a aportar luz. El estudio de 2013
"Avocado consumption is associated with better diet quality and nutrient
intake, and lower metabolic syndrome risk in US adults: Results from the
National Health and Nutrition Examination Survey (NHANES) 2001--2008",
es el primero de una dimensión significativa, en el que con los datos de
NHANES (National Health and Nutrition Examination Survey) se ha analizado
la relación entre diversos indicadores y esta sabrosa fruta, mediante la
observación de más de 17.000 personas durante ocho años.

Con todas las precauciones que hay que tener ante un solo estudio
observacional, los resultados son claramente positivos. Indican que aquellas
personas que más aguacate comen, presentan una dieta mejor, con más
nutrientes, menos riesgo de síndrome metabólico y menor peso. Sí, menor
peso, a pesar de todas sus calorías.

Así que ya sabe, por el momento puede incorporarlo sin miedo a sus comidas,
no hay prueba epidemiológica que nos haga pensar que engorda. Si dedica un
poco de tiempo a buscar recetas en internet le sorprenderá la cantidad de
deliciosas formas en la que puede tomarlo.
¿La cerveza engorda?

Muy a menudo hemos podido leer titulares que hacen referencia a estudios
aislados sobre la cerveza y su relación con el sobrepeso, sobre todo cuando
los resultados no han podido correlacionar ambos factores. En esos casos las
correspondientes asociaciones o grupos de interés del mundo cervecero han
dedicado importantes esfuerzos a mandar notas de prensa a los medios de
comunicación, transmitiendo el jugoso "la cerveza no engorda", un mensaje
que a todos nos encanta leer (a mí también) para poder seguir tomándola con
la conciencia tranquila.

Desde el punto de vista teórico y metabólico, hasta hace poco no había un


claro consenso de los valores del índice glucémico (IG) de la cerveza.
Afortunadamente, en el estudio de 2012 “Modifying effects of alcohol on the
postprandial glucose and insulin responses in healthy subjects”, se calculó
por primera vez y con rigor, tanto con alcohol como sin alcohol. Y los
resultados fueron bastante más altos de lo que se creía: ¡Casi 120 para la
primera y 80 para la segunda! Y, como ya hemos visto, generalmente éste es un
indicador fisiológico que suele estar asociado a una mayor contribución al
aumento de peso.

Pero, desde el punto de vista de la relación directa con la obesidad, lo cierto


es que hacía falta una revisión sistemática que agrupara y analizara todas las
investigaciones epidemiológicas relevantes que se hubieran realizado durante
las últimas décadas y sacara conclusiones. La primera respuesta llegó en
2013, en forma de meta-análisis: "Is beer consumption related to measures of
abdominal and general obesity? A systematic review and meta-analysis".

Les adelanto las conclusiones del abstract, para que se vayan haciendo a la
idea:

"(...) la información disponible aporta inadecuada evidencia científica para


poder evaluar si la cerveza en cantidades moderadas (menos de 500 ml al
día) está asociada con mayor obesidad. Un mayor consumo, sin embargo,
podría estar asociado con una mayor obesidad abdominal".
No le queda muy claro lo que quieren decir, ¿verdad? A mí tampoco, así que
vamos a verlo en profundidad.

Los investigadores hicieron en primer lugar una exhaustiva recopilación de


gran cantidad de estudios observacionales de todo tipo, en los que los
resultados fueron, efectivamente, enormemente heterogéneos, por lo que no
permitieron sacar conclusiones en ningún sentido. Como explicaron
pormenorizadamente en el documento, en este tipo de estudios
observacionales las variables de confusión pueden tener un efecto importante,
y en este caso la probabilidad de que estuviera ocurriendo era muy alta. Por
ejemplo, se sabe que los grandes fumadores tienen menos sobrepeso, y
también beben bastante más cerveza que los no fumadores. Así que el efecto
de un peso menor al tomar cerveza podría estar compensado por la
interferencia del hábito de fumar.

Para intentar añadir algo de valor a todo este trabajo con estudios
observacionales, los autores hicieron algo complementario: Seleccionaron
aquellos que consideraron más rigurosos y habían sido realizados en países en
los que el consumo de cerveza es mayor, lo que permitiría aislar mejor el
efecto. Y concluyeron que en esos casos, la correlación entre la cerveza y la
obesidad se apreciaba con más claridad.

Posteriormente, procedieron a evaluar los principales estudios de intervención


y los dividieron en dos grupos: Por un lado los que compararon la ingesta de
cerveza con la no ingesta de ningún tipo de alcohol y por otro los que
compararon la ingesta de cerveza sin alcohol y la de cerveza con alcohol.
Sorprendentemente, los autores concluyeron que no se apreciaban diferencias
significativas entre los bebedores de cerveza y los grupos de control; y digo
“sorprendentemente” porque todos los resultados de los 11 estudios
seleccionados, excepto uno, concluyeron con valores en contra de la cerveza,
de aproximadamente medio kilo de media. En concreto, 15 resultados
identificaron un mayor aumento de peso entre los que más cerveza bebían y
solamente uno observó una reducción. ¿Es que 15 a 1 no es una diferencia
suficiente?
Lo cierto es que en los estudios originales, buena parte de los autores
concluyeron que la correlación no era significativa, ya que las diferencias
obtenidas fueron pequeñas (el medio kilo comentado). Pero creo que es algo
normal, pues se trataba de estudios cortos, de 4 a 12 semanas de duración y en
los que únicamente se modificaba una variable, por lo que los resultados
suelen ser de esa dimensión. A no ser que se ingieran cantidades exageradas,
es muy habitual encontrarse con esta circunstancia: Valores pequeños.

Ningún alimento aislado en cantidades moderadas o normales tiene un impacto


grande a corto-medio plazo. Una cerveza al día no es más que una pequeña
pieza en el puzzle de la dieta habitual, que puede verse notablemente
influenciado por el resto de alimentos. Para apreciar cambios de mayores
dimensiones en estudios de este tipo habría que evaluar la globalidad y los
efectos combinados o compensados que tienen diferentes alimentos. Por
ejemplo, si desayuno galletas, me tomo un café con azúcar y un bollo a media
mañana, como con pasta, meriendo un pequeño bocadillo con una cervecita y
acompaño la cena con otra refrescante caña, estaré comiendo durante
prácticamente todo el día alimentos de elevado índice glucémico, lo cual
tendrá como consecuencia que durante muchas horas en mi sangre habrá una
elevada concentración de insulina. Y esta situación repetida con frecuencia
suele tener consecuencias poco deseables en muchas personas, entre las que
cabe destacar el estado de ahorro de energía en el que quedan el cuerpo y las
células. Pero una caña de vez en cuando en el marco de una dieta y un estilo de
vida saludable, no le supondrá ningún problema.

Volviendo al meta-análisis, voy a entrar en el apartado de elucubraciones, así


que tómense como una opinión personal lo que lean a partir de este momento.

La prudencia por parte de los investigadores en sus conclusiones quizás tenía


su origen en varios factores. Como repitieron en más de una ocasión, es
probable que la calidad de los estudios no fuera muy buena. Y, como he dicho,
las diferencias obtenidas fueron pequeñas, así que supongo que se curaron en
salud. La actitud prudente también es un valor a admirar en ciencia. ¡Ojo! Que
quede claro que no digo que la revisión me parezca dudosa, de hecho me
parece excelente, sino que la redacción de las conclusiones me parece poco
comprometidas, al menos para mi gusto.
Yendo más allá, y alejándome aún más del rigor, voy a plantearles una
sospecha o duda que me surgió al leer el trabajo. Me refiero a la siguiente
frase que encontré al final del documento: "El Instituto Alemán de la Cerveza
ha aportado los fondos para la realización de esta revisión. Este instituto es
financiado por "Duch Brewers", que es la organización para el comercio de
las ocho grandes comercializadoras de cerveza en Holanda".

Así es, el estudio fue sido pagado por la industria de la cerveza.

Bueno, cierro el paréntesis y quedémonos con el 15 a 1 en contra de la cerveza


y con la frase final de los investigadores: "Un mayor consumo (...) podría
estar asociado con una mayor obesidad abdominal". Visto lo visto, ¿a
ustedes qué les parece? ¿La cerveza engorda o no?
¿Es saludable el aceite vegetal? ¿Y las grasas omega-6?

Tras haber estado estrictamente controladas durante las décadas de las


políticas asociadas a lo bajo en grasas y lo light, las grasas vegetales poco a
poco han ido reencontrando su hueco en la dieta. Su presencia se ha
consolidad por dos frentes: por un lado, han sustituido a las grasas animales en
las cocinas de nuestras casas. Y por otro la industria alimentaria las ha
incorporado masivamente a prácticamente todos sus productos procesados.

Sin embargo, últimamente algunas tendencias nutricionales las han puesto en


su punto de mira y han arremetido contra algunas de ellas, especialmente las
que más cantidad de ácidos grasos omega-6 contienen. Para saber qué hay de
cierto en las cuestiones que se les imputan, veremos qué dice la ciencia sobre
este líquido dorado que tanto sabor y diversidad aporta a las comidas.

Composición

Una forma de empezar a conocer mejor estos aceites es viendo la composición


general de cada uno, en función de su contenido (aproximado, en porcentaje)
en grasas saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas (omega-3 y 6):

Como puede observar, la mayoría son moderados en grasas saturadas y ricos


en ácidos grasos omega-6.

El aceite de coco es la excepción y presenta el perfil inverso, con gran


cantidad de grasas vegetales saturadas, así que si tiene que seguir alguna
indicación médica respecto a este tipo de grasas, deberá tenerlo en cuenta.
Hay pocos estudios que analicen de forma aislada los efectos del aceite de
coco y los que se han realizado han sido pequeños y con periodos de tiempo
de observación cortos, pero los resultados han sido bastante positivos. Estos
son algunos de ellos:

An Open-Label Pilot Study to Assess the Efficacy and Safety of


Virgin Coconut Oil in Reducing Visceral Adiposity (2011)
Coconut oil predicts a beneficial lipid profile in pre-menopausal
women in the Philippines (2011)
Effects of dietary coconut oil on the biochemical and
anthropometric profiles of women presenting abdominal obesity
(2009)

El aceite de colza o canola presenta un perfil bastante interesante, ya que


contiene una cantidad significativa de ácidos omega-3, con posibles (aunque
todavía no demasiado demostradas) propiedades cardioprotectoras. No es
muy popular en España debido a una intoxicación que ocurrió hace décadas
con unos lotes desnaturalizados, que no debería tenerse en cuenta en la
actualidad, que se produce con la misma seguridad que cualquier otro.

Por su parte, el aceite de oliva, el más popular en la dieta mediterránea, es el


que presenta menor cantidad de omega-6 y mayor cantidad de ácidos grasos
monoinsaturados, que algunos estudios han relacionado con menores
incidencias de cáncer y enfermedades cardiovasculares y que de momento no
son sospechosos de ningún efecto secundario poco deseable.

La mala fama del omega-6 y la relación omega-3/omega-6

Como ya he comentado, durante los últimos años se ha extendido la idea de


que la elevada cantidad de ácidos grasos omega-6 que contienen los aceites
vegeales son dañinos para la salud, especialmente por su supuesto efecto
inflamatorio. Otra versión de la controversia sugiere que la dieta occidental
contiene una proporción muy elevada de ácidos grasos omega-6 respecto a los
omega-3 (por encima de 10/1), causando una inhibición de las propiedades
anti-inflamatoriasdel del omega-3. Quienes defienden este enfoque, piensan
que para evitar este indeseado efecto, dicha proporción debería reducirse
sustancialmente (a valores inferiores a 4/1). Estas ideas han ido especialmente
promovidas por Artemis Simopoulos en su libro "The omega diet" y ha sido
defendida por varias cabezas visibles del mundo de las dietas. De hecho, este
enemigo ha llegado a convertirse para algunos en una de las claves de la poco
recomendable dieta occidental, llegando a achacársele todo tipo de problemas
relacionados con la salud y la obesidad.

Pero a pesar del impacto de esta nueva corriente, la realidad es que la


evidencia científica existente para estas hipótesis todavía es bastante escasa.

Una de las revisiones más mencionadas (y que precisamente llega a la


conclusión de recomendar aumentar la relación omega-3/omega-6, por
asociarse su mayor ingesta con un mayor riesgo cardiovascular) es "n-6 fatty
acid-specific and mixed polyunsaturate dietary interventions have different
effects on CHD risk: a meta-analysis of randomised controlled trials"
(2010), que fue posteriormente revisada y actualizada en 2013 en el artículo
“Use of dietary linoleic acid for secondary prevention of coronary heart
disease and death: evaluation of recovered data from the Sydney Diet Heart
Study and updated meta-analysis". Sin embargo, expertos de la universidad
de Harvard criticaron duramente sus conclusiones en la misma revista que se
publicó, en el British Journal of Nutrition, mediante el artículo "n-6 Fatty
acids and risk for CHD: consider all the evidence", afirmando que la
interpretación que habían hecho sus autores no era correcta y que de ningún
modo podía concluirse que la ingesta de omega-6 se asociara a un mayor
riesgo cardiovascular. De cualquier forma, esa no ha sido la única revisión
que pone pone en duda la idoneidad para la salud de las grasas omega-6,
también "Health Implications of High Dietary Omega-6 Polyunsaturated
Fatty Acids" (2012) concluyó que un aumento de la relación O-3/O-6 podría
ayudar a prevenir la enfermedad cardiovascular.

Pero hay otras importantes revisiones que han llegado a conclusiones muy
diferentes. La realizada en 2009 "Major types of dietary fat and risk of
coronary heart disease: a pooled analysis of 11 cohort studies" no encontró
un rol relevante al ratio O-3/O-6 ni al exceso de omega-6. Y tampoco lo hizo
la publicada en 2010 "n-6 Fatty acids and cardiovascular health: a review of
the evidence for dietary intake recommendations".

También los más recientes estudios obtienen resultados poco concluyentes y


las pruebas epidemiológicas en contra de la elevada ingesta de omega-6 no
acaban de llegar. Por ejemplo, en el estudio de intervención "Effect of
altering dietary n-6:n-3 PUFA ratio on cardiovascular risk measures in
patients treated with statins: a pilot study" (2012) se encontraron efectos
positivos en los indicadores de enfermedad cardiovascular tanto con el
aumento de omega-3 como con el de omega-6, sin que la relación O-3/O-6
fuera relevante.

Los grandes estudios observacionales tampoco encuentran evidencias en


contra del omega-6 en lo que respecta a la enfermedad cardiovascular. Uno de
los más recientes, "Omega-6 fatty acids and risk of heart failure in the
Physicians' Health Study" (2013) no encontró ninguna asociación con la
enfermedad cardíaca. Y tampoco lo hizo el famoso y masivo "Dietary Fat
Intake and Risk of Coronary Heart Disease in Women: 20 Years of Follow-up
of the Nurses' Health Study" (2005).

Respecto a otras enfermedades, la situación es igualmente confusa. La revisión


de 2011 "A high ratio of dietary n-6/n-3 polyunsaturated fatty acids is
associated with increased risk of prostate cancer" encontró cierta asociación
entre el cáncer de próstata y una mayor ingesta de omega-6, pero la más
reciente "Relationship of dietary intake of omega-3 and omega-6 Fatty acids
with risk of prostate cancer development: a meta-analysis of prospective
studies and review of literature" no encontró ninguna, o la que encontró fue
incluso inversa. De forma similar, en "Omega-3 and omega-6 fatty acid
intakes and endometrial cancer risk in a population-based case-control
study" (2012) se encontraron efectos protectores al consumo de omega-6 en la
prevención del cáncer de endometrio.

Por otro lado, el estudio de 2012 "Association between interaction and ratio
of ω-3 and ω-6 polyunsaturated fatty acid and the metabolic syndrome in
adults" no observó asociación entre el ratio O-3/O-6 y el riesgo de síndrome
metabólico. Sin embargo, el estudio "The association of red blood cell n-3
and n-6 fatty acids to dietary fatty acid intake, bone mineral density and hip
fracture risk in the Women's Health Initiative" (2012) sí encontró una
asociación entre una menor densidad ósea y un ratio O-3/O-6 menor.

Como puede observar, el tema no es sencillo. Los resultados son diversos y


contradictorios, probablemente porque los efectos de cada uno de estos ácidos
grasos, tanto los del omega-3 como los del omega-6, son complejos y quizás
dependan de otras variables, del resto de la dieta e incluso del estilo de vida
que se lleve. O tal vez los omega-6 tengan un efecto beneficioso hasta cierto
valor, que posteriormente desaparezca al superarse ciertas cantidades. Sin
duda, dado el interés que despiertan, futuras investigaciones nos irán
aclarando el rol de estos ácidos grasos en nuestros procesos metabólicos.

Temperatura

Sigamos con nuestro repaso a los aceites vegetales. Si utiliza el aceite sobre
todo para freír, es importante que soporte sin degradarse las altas temperaturas
para así evitar la creación de compuestos carcinógenos que podrían estar
relacionados con enfermedades cardiovasculares y cáncer. Prácticamente casi
todos los refinados tienen su "punto de humeo" (temperatura a la que
empiezan a quemarse) similar, y entre los no refinados (que contienen más
nutrientes y presentan mayor calidad), el aceite de oliva virgen y el virgen
extra tienen puntos de humeo bastante elevados, como puede observar en la
siguiente tabla. Así que será suficiente con que no deje que lleguen a ese punto
(que salga humo) y no los reutilice para hacer más frituras.
Otros nutrientes

Evidentemente, al freir un alimento debe tener encuenta que una buena


cantidad de aceite será absorbida por el mismo, variando de forma importante
su composición lipídica y aumentado de forma importante su densidad
energética.

Pero los aceites, además de ácidos grasos, pueden contener otros nutrientes
muy interesantes, especialmente antioxidantes y vitaminas. Los que
disfrutamos con la cocina mediterránea, tanto preparándola como
desgustándola, estamos de suerte, porque el aceite de oliva es ejemplar en este
sentido, presentando una gran variedad y cantidad de ellos, especialmente en
forma de compuestos fenólicos. Si lo toma virgen (es decir, sin refinar,
habiendo sido procesado solo mediante procesos mecánicos) y crudo, por
ejemplo como aliño, podrá beneficiarse de todos ellos.

Conclusiones

Como conclusión, los aceites vegetales son una interesante opción nutricional,
sobre todo para tomarlos crudos, pero también para utilizarlos en frituras. No
hay enormes diferencias entre ellos (excepto en el caso del aceite de coco),
pero viendo su composición y características, podríamos decir que cada uno
tiene su "personalidad".
En el momento de escribir estas líneas no hay evidencia científica sólida para
afirmar que la ingesta de omega-6 sea especialmente poco saludable o que
haya que considerar de forma muy relevante la relación O-3/O-6 como un
aspecto fundamental para la salud, así que no creo que haya razones para
obsesionarse con el tema.

De cualquier forma, una estrategia nutricional saludable siempre incluye el


consumo de pescados azules (ricos en omega-3) y una reducción de la ingesta
de alimentos altamente procesados, sobre todo precocinados y bollería
industrial (ricos en omega-6), por lo que siguiendo las recomendaciones
habituales y comiendo alimentos naturales y comida de verdad estaremos
precisamente logrando un aumento del ratio omega-3/omega-6, lo hayamos
pretendido o no. Y con eso es probable que sea suficiente.

También puede decantarse por los aceites que menos cantidad de este ácido
graso y más nutrientes contengan, por ejemplo el de oliva. En España este
aceite es el que ha acumulado mayor cantidad de investigaciones y resultados
favorables, así que lo tenemos bastante fácil para elegir. Un buen resumen de
todas sus propiedades y beneficios puede encontrase en el documento de 2008
"Olive oil and health: Summary of the II international conference on olive
oil and health consensus report", que aunque es quizás un poco entusiasta con
nuestro aceite dorado, contiene una gran cantidad de información valiosa.
¿Son las legumbres saludables?

Las judías, los garbanzos, los guisantes y las lentejas son algunos de los
alimentos que sirven de materia prima para cocinar los platos llamados “de
cuchara”, que comíamos con frecuencia en nuestra niñez y que caracterizan a
la dieta mediterránea. O al menos así lo era en la época de nuestras madres y
abuelas. Otros un poco menos habituales, como los altramuces, los cacahuetes
o la soja, se consumen de forma más específica o local.

Lo cierto es que todos, poco a poco, están pasando de ser una parte muy
importante de la alimentación diaria a estar en un segundo plano en nuestra
dieta habitual. Las tendencias alimentarias más modernas, basadas en
alimentos precocinados y más sofisticados, no parecen estar muy alineadas
con la sencillez de las legumbres. Además, algunas dietas populares las han
criticado con dureza, eliminándolas radicalmente en favor de otro tipo de
vegetales.

Legumbres y antinutrientes

Entre los enfoques dietéticos más modernos contrarios al consumo de


legumbres se encuentran las llamadas dietas ancestrales o paleolíticas. Sus
seguidores alertan sobre todo respecto a dos de sus componentes: las lectinas,
unas proteínas a las que se les acusa de toxicidad, y los fitatos (o ácido fítico),
también calificado como antinutriente por su supuesta capacidad de impedir o
dificultar la absorción de nutrientes. Esta corriente de pensamiento ha sido
promovida sobre todo por Loren Cordain, autor del libro "The Paleo Diet", y
de artículos como “Modulation of immune function by dietary lectins in
rheumatoid arthritis” (2000), en el que se proponen diversos mecanismos y
procesos relacionando estos compuestos con efectos negativos para la salud
(como la inflamación). Por eso sus detractores suprimen los alimentos que
contienen este tipo de compuestos, es decir, los cereales y sus derivados y las
legumbres.

Posteriores artículos, tales como como “Agrarian diet and diseases of


affluence – Do evolutionary novel dietary lectins cause leptin resistance?”
(2005), exploraron otras posibles consecuencias poco deseables, en este caso
la resistencia a la leptina promovida por las lectinas, proponiendo algunas
hipótesis en una línea similar, pero reconociendo la falta de datos completos
al respecto y sugiriendo futuras investigaciones. Recomiendo leer el resumen
sobre el tema que se hizo en el artículo de 1999 “Do dietary lectins cause
disease?”, que también hizo un repaso de todas estas hipótesis y es bastante
didáctico.

¿Tienen soporte estos temores y acusaciones? Veamos qué dice la ciencia.

Lectinas

Las lectinas son un tipo de proteínas que se unen a los azúcares y que se
encuentran en cantidades significativas en las plantas, aunque no se conoce con
precisión su función. Tienen una alta especificidad de adhesión, es decir, que
dicha unión con azúcares la realizan de forma muy selectiva, por lo que son
útiles para la caracterización de diferentes tipos de este compuesto y suelen
utilizarse purificadas para realizar análisis. Se encuentran todo tipo de
entornos naturales pero sobre todo están presentes en cereales, legumbres,
semillas, frutos secos y patatas.

Aunque todavía no se conoce con seguridad la causa, si se ingieren en


elevadas concentraciones resultan tóxicas. Sin embargo, considerando nuestras
costumbres alimentarias no deberían preocuparnos demasiado, ya que se
desnaturalizan durante el cocinado a las temperaturas de cocción habituales.
Como se puede observar en el siguiente gráfico que representa la disminución
de concentración de las lectinas en la soja (obtenido del documento
"Assessment of Lectin Inactivation by Heat and Digestion" (1998), tras 10
minutos a 100ºC se desactivan en su totalidad (curva de puntos con círculos).
Por lo tanto, se puede considerar que cualquier legumbre que preparemos y
cocinemos normalmente estará libre de lectinas, ya que la temperatura las
habrá desnaturalizado. Y si preferimos ser aún más prudentes, podemos
utilizar la olla a presión, en la que se suelen alcanzar temperaturas de unos
130ºC y la descomposición es todavía mucho más rápida.

Ácido fítico o fitatos

El segundo tipo de componente supuestamente indeseable es el ácido fítico,


también conocido por su nombre cuando forma una sal, fitato. Se encuentra
sobre todo en plantas, legumbres, frutos secos y semillas no procesadas.

En la siguiente tabla podemos ver la cantidad de ácido fítico presente en


diferentes legumbres y otros alimentos (en gramos por kilogramo del mismo),
muy variables y que pueden oscilar entre valores separados incluso por varios
órdenes de magnitud:

Judías 6-23 Tofu 1-29 Cacahuetes 2-45


Lentejas 3-15 Lino 21-37 Almendras 3-95
Garbanzos 3-16 Sésamo 14-53 Nueces 2-67
Guisantes 2-12 Maíz 1-11 Pistachos 3-28
Judías soja 10-22 Trigo 4-13 Avellanas 2-9

Como se puede observar, no solo las legumbres son ricas en él, también los
frutos secos los presentan en importantes cantidades.

Al ácido fítico la mala fama le llega por la elevada capacidad que tiene para
secuestrar otros componentes (especialmente minerales) uniéndose a ellos
(calcio, hierro, zinc, magnesio) y formar compuestos insolubles en el intestino,
reduciendo su posibilidad de absorción en el proceso de digestión. También
parece reducir la disponibilidad de proteínas e inhibe la actividad enzimática.
Esta mala fama ha impulsado a la industria de la alimentación a intentar
eliminarlos o minimizarlos en sus productos, algo que no es tan sencillo en el
hogar, ya que son bastante estables a altas temperaturas (la cocción suele
desnaturalizar aproximadamente solo una cuarta parte de ellos) y el remojo
previo también tiene una efectividad muy limitada (con resultados bastante
dispares entre diferentes estudios).

Sin embargo, en la sociedad occidental este efecto antinutriente es muy


limitado y mediante la dieta habitual compensamos con creces la reducción
que podría estar asociada al ácido fítico. Los estudios que han analizado
poblaciones con una alimentación normal, no han identificado deficiencias de
estos minerales entre los que incorporaban más fitatos en su dieta. Parece que
hace falta una cantidad bastante elevada para que su efecto sea significativo y,
de cualquier forma, la ingesta normal de alimentos sigue siendo
nutricionalmente más que suficiente, a pesar del "robo" de estos nutrientes.

La cuestión toma mayor relevancia en entornos de malnutrición, especialmente


en regiones en desarrollo o en las que la pobreza desemboca en graves
deficiencias alimentarias. En esos casos, la reducción de estos nutrientes
puede suponer un grave problema y la minimización de los fitatos puede ser
algo prioritario. Igualmente, es importante considerarla en la alimentación
animal, ya que en esos casos, normalmente por razones de productividad
industrial, es necesario optimizar y ajustar con precisión la cantidad de
nutrientes que se aportan y se aprovechan por parte de los animales.

Desde la perspectiva exactamente contraria, la de las ventajas, recientes


investigaciones han encontrado llamativas propiedades favorables al ácido
fítico. Al parecer, tiene una significativa capacidad antioxidante gracias a la
estabilidad que le confiere al hierro, un elemento fundamental en los procesos
oxidativos. También se ha relacionado con propiedades anticarcinógenas,
gracias a diversos mecanismos que están en proceso de estudio.

Por otro lado su capacidad de inhibición de la cristalización de algunas sales


ayuda a prevenir las piedras en el riñón y la peligrosa calcificación de las
arterias. Y también esa capacidad inhibitoria parece ser útil para reducir el
índice glucémico de los alimentos controlando los niveles de glucosa. Lo
mismo que ocurre con el colesterol total y el LDL, que parecen formarse en
menor cantidad en su presencia.

Para rematar esta importante lista de posibles beneficios, su tendencia a unirse


a otros elementos es útil para dificultar la absorción y acumulación de
elementos tóxicos como el plomo, cadmio o mercurio.

Lo que dice la ciencia sobre las legumbres… al detalle

Volviendo a la pregunta inicial, veamos a continuación lo que nos dicen los


estudios epidemiológicos sobre las legumbres. En 2012, la prestigiosa revista
científica sobre nutrición British Journal of Nutrition (BJN) publicó un
especial dedicado a las legumbres, en el que se recopiló una buena cantidad
de los más recientes estudios sobre este alimento. Voy a aprovechar esta
iniciativa como excusa y guía para resumir lo que podemos deducir que
concluyen y recomiendan los expertos (incluyo la referencia a los recientes
estudios de esta recopilación relacionados con cada tema):

1. Las legumbres tienen una importante cantidad de valiosos nutrientes.

Nutritional quality and health benefits of chickpea: a review;


Review of the health benefits of peas; Pulse consumption in
Canadian adults influences nutrient intakes

2. Una dieta de intervención que incluya la ingesta frecuente de legumbres


puede ayudar a mejorar algunos indicadores cardiovasculares como el
colesterol total, LDL, HDL y el control de la glucosa con mayor eficacia que
una dieta sin legumbres.
A pulse-based diet is effective for reducing total and LDL-
cholesterol in older adults;
Regular consumption of pulses for 8 weeks reduces metabolic
syndrome risk factors in overweight and obese adults;
Phaseolus beans: impact on glycaemic response and chronic
disease risk in human subjects)

3. La elevada cantidad de fibra y proteínas puede ayudar a aumentar la


saciedad que se siente después de las comidas y a mantener a raya la obesidad

The effect of yellow pea protein and fibre on shortterm food


intake, subjective appetite and glycaemic response in healthy young
men;
The nutritional value and health benefits of pulses in relation to
obesity, diabetes, heart disease and cancer;
Pulse grain consumption and obesity: effects on energy
expenditure, substrate oxidation, body composition, fat deposition
and satiety

4. Aunque las investigaciones son todavía incipientes y con un enfoque


preliminar, también podrían tener ciertas propiedades anticarcinogénicas.

In vitro investigations of the potential health benefits of


Australiangrown faba beans;
The antiproliferative effect of TI1B, a major Bowman–Birk
isoinhibitor from pea, on HT29 colon cancer cells is mediated
through protease inhibition

Evidentemente, existen más estudios relacionados con cada tema, pero el


resumen del BJN es bastante representativo y sus conclusiones son similares,
así que considero que los incluidos reflejan con fidelidad la opinión científica.

Centrándonos por un momento en el del sobrepeso, parece que


paradójicamente la presencia de los comentados antinutrientes, inhibidores
enzimáticos y fibra, hacen precisamente de las legumbres una interesante
opción nutricional como fuente de carbohidratos de lenta absorción, que no
provocan picos y bajonazos bruscos de insulina y glucosa en sangre,
manteniendo sus niveles bastante estables. Además, su reducida digestibilidad
dificulta su aprovechamiento por parte de nuestro metabolismo, confiriéndoles
una densidad energética moderada. Que junto con la buena cantidad de
proteínas vegetales y de micronutrientes muy diversos que aportan, las
convierten en un alimento increíblemente completo, que puede ser incluso aún
mejor si se cocina acompañado de aceite de oliva y abundantes verduras.

Si desea profundizar y leer algo más sobre las legumbres, también le


recomiendo el artículo “Pulse Consumption, Satiety, and Weight
management” (2010), que resume bastante bien las conclusiones sobre lo que
dice la ciencia sobre estas agradecidas semillas y su rol ante la obesidad. Y
que yo concretaría con cuatro sencillos calificativos: saludables, nutritivas,
sabrosas y económicas.
¿Por qué es mejor comer la fruta completa que tomar su zumo?

Tomar un zumo de naranja natural en el desayuno es una escena que asociamos


a un comportamiento saludable. Quizás en esta primera comida del día alguien
pueda criticar el típico croissant o el insustituible café con leche, pero ¿quién
se atreve a poner en duda un zumo de naranja totalmente natural? Sobre todo
cuando estudios como "100% Orange juice consumption is associated with
better diet quality, improved nutrient adequacy, decreased risk for obesity,
and improved biomarkers of health in adults: National Health and Nutrition
Examination Survey, 2003-2006" (2012) concluyen que una cantidad
moderada se asocia a un menor sobrepeso.

En efecto, un zumo natural aporta minerales y otros valiosos nutrientes que


nuestro cuerpo aprovechará con eficacia. Pero podríamos debatir si esta gran
eficacia es algo bueno entre personas con sobrepeso. Al exprimir la fruta,
estamos eliminando prácticamente toda la fibra, uno de los nutrientes más
valiosos, y también otros componentes que moderan la velocidad de digestión.
Al tomar un zumo en forma líquida y sin elementos que dificulten su
procesamiento, sus componentes (incluido el azúcar) son rápidamente
digeridos y absorbidos. Esta situación tiene su respuesta metabólica, diferente
a la que ocurre cuando se come una fruta completa.

En el ya clásico estudio de 1977 "Depletion and disruption of dietary fibre.


Effects on satiety, plasma-glucose, and serum-insulin" se mostraba con unos
sencillos gráficos la diferencia entre comer fruta y tomar su zumo. En el
primero de ellos se presentaban los resultados obtenidos en la variación de la
sensación de saciedad para la manzana, en tres acabados: Completa (línea
continua), en puré (línea discontinua) y zumo (línea de puntos):
Como puede observarse, cuanto menos consistente era el alimento, también su
poder saciante era menor.

En el segundo gráfico se representó la variación de la insulina en sangre, para


las mismas opciones:

En este caso, se aprecia cómo en el caso del zumo, el pico de insulina tras su
ingesta fue mucho más elevado que el del puré, y todavía más que el de la
manzana completa. Y como ya he comentado a menudo en este blog, esos picos
tan acentuados de insulina tienen efectos poco deseables entre una buena
cantidad de personas, especialmente para la prevención de la obesidad. Por
ejemplo, en concentraciones muy altas de insulina se inhibe la lipólisis o
utilización de las grasas como fuente de energía por parte de las células.

Poco después, en 1981 el estudio "The role of dietary fiber in satiety,


glucose, and insulin: studies with fruit and fruit juice" obtuvo similares
resultados con naranjas. La saciedad resultó ser bastante menor cuando se
tomó el zumo y, al igual que en el caso anterior, los niveles de insulina eran
significativamente mayores, como se puede ver en el siguiente gráfico:

(Aunque el estudio también se hizo con uvas, debido al elevado índice


glucémico de esta fruta los resultados solo fueron coincidentes en términos de
saciedad).

Por lo tanto, debido a estas respuestas de nuestro organismo, aunque el estudio


observacional comentado al inicio del artículo encuentre relación inversa
entre el zumo y el sobrepeso, existen otros importantes estudios que, al
contario, encuentran una relación positiva entre ambos factores. Un ejemplo
nos llegó de la mano del Nurses's Heatth Study II en 2004, "Sugar-Sweetened
Beverages, Weight Gain, and Incidence of Type 2 Diabetes in Young and
Middle-Aged Women". En este caso, las mujeres que aumentaron la ingesta de
zumo de frutas también aumentaron más de peso que las que lo tomaron en
menor cantidad; en concreto casi dos kilos más.

Por el momento, la ciencia parece indicarnos que el zumo natural con


moderación no es especialmente negativo para poder adelgazar. Pero también
ofrece claros indicios para pensar que es mucho mejor inclinarse por la fruta
completa, ya que puede ayudar más a perder peso, aumentando la sensación de
saciedad y reduciendo los picos de insulina.

Y que quede claro que en todo momento he hablado de zumo 100% natural, los
zumos fabricados industrialmente a partir de extractos y similares son muy
poco recomendables, porque prácticamente eliminan por completo la fibra y la
reducción de nutrientes respecto a la fruta es mucho más acusada. De hecho,
podríamos decir que son más parecidos a los refrescos, compuestos sobre
todo de agua y azúcar.
¿Cuál es el nivel de evidencia científica de los beneficios de los alimentos
integrales?

Una de las principales directrices dietéticas que la representación científica


oficial de todo el mundo ha incorporado más o menos recientemente, es la
recomendación de la ingesta de alimentos integrales. La mayoría han incluido
la frase "preferiblemente integrales" en todas sus guías, al hablar de los
cereales y alimentos ricos en carbohidratos, para animarle a usted a sustituir
su pan y cereales de desayuno por sus versiones más completas y con más
fibra y ponerlos a niveles similares a los de vegetales y frutas en algunas
pirámides. Es una especie de evolución de un consejo que dominó la pirámide
nutricional de hace un par de décadas, el de convertir los cereales refinados
en el alimento principal de la dieta (justo al contrario que actualmente, que se
tiende a intentar evitarlos).

¿Cómo se ha llegado a esta predilección por los alimentos integrales? ¿Qué


pruebas científicas hay para asignarles un importante rol en nuestra dieta?
Ahora entramos en el asunto, pero como introducción les voy a enumerar dos
aspectos por los que personalmente me resulta un poco sorprendente que esta
recomendación haya tomado tanta relevancia:

1. No hay una definición universalmente consensuada de lo que es un alimento


integral (aunque se suele considerar que es aquel que tiene más de la mitad de
su materia prima "integral" o completa). En España, que yo sepa, no existe
normativa detallada al respecto. En los estudios epidemiológicos se suele
considerar que son aquellos que tengan más de 25% de salvado (el
recubrimiento del cereal).

2. Los supuestos beneficios de los cereales integrales se basan sobre todo en


los resultados que se han obtenido en estudios observacionales, no en estudios
de intervención.
Como del primer aspecto hablaré en el siguiente apartado, en esta ocasión voy
a profundizar un poco más en el segundo.

En 2013 se realizó una investigación un poco especial, ya que fue promovida


por la American Society for Nutrition. Se trató de una revisión sobre la
evidencia científica existente sobre la relación entre la ingesta de alimentos
integrales y la salud. Fue publicada en su prestigiosa revista, The American
Journal of Clinical Nutrition, con el título "Consumption of cereal fiber,
mixtures of whole grains and bran, and whole grains and risk reduction in
type 2 diabetes, obesity, and cardiovascular disease".

Los expertos analizaron en concreto relación entre las enfermedades


cardiovaculares, la obesidad y la diabetes y la ingesta de fibra de cereales, de
cereales integrales y de mezclas de cereales integrales y salvado. Todos ellos
eran norteamericanos, incluyendo representación de la siempre prestigiosa
Harvard y también del Departamento de Agricultura Norteamericano (USDA).

En lugar de explicarle las conclusiones por mi cuenta, he extraído y traducido


libremente unos pocos párrafos de este trabajo, ya que son muy ilustrativos y
sintetizan muy claramente las ideas principales.

Esto es lo que dijeron sobre los estudios disponibles y su diseño:

"No hemos encontrado ensayos aleatorios de intervención de larga duración


(más de un año) que hayan evaluado el impacto de la fibra de cereales,
cereales integrales o mezcla de cereales integrales o salvado (...) Por lo
tanto, todos los estudios identificados han sido observacionales, ya sean
prospectivos o transversales"

"Aunque hay numerosos ensayos de intervención que analizan fibra


específica, alimentos integrales o salvado en biomarcadores intermedios,
ninguno ha medido su relación con enfermedades. Todos estos estudios han
sido de corta duración, utilizaban un reducido número de sujetos o a los
participantes se les daba porciones controladas de alimentos que no se
asemejaban a los consumos diarios ordinarios."

"Se recomienda realizar ensayos de intervención aleatorios a gran escala y


largo plazo para verificar los resultados de estudios observacionales (...).
Además, deberían realizarse más estudios observacionales basándose en
bases de datos actualizadas y definiciones de cereales integrales que
excluyan otros alimentos que hasta ahora se han incluido en esta
categoría".

"(...) Muchos estudios han reportado que la asociación inversa entre la


ingesta de cereales integrales o mezclas de cereales integrales y salvado
con el riesgo de diabetes tipo 2, enfermedad cardiovascular o reducción de
peso, desaparecen o se atenúan al ajustarlos respecto a la fibra o el
salvado, sugiriendo que estos dos factores influyen mucho en su efecto (...)."

Y esta es la posición resultante final de la American Society of Nutrition tras


el estudio:

"La posición de la ASN, basada en el actual estado de la ciencia, es que el


consumo de alimentos ricos en fibra de cereal o mezclas de cereales
integrales y salvado está modestamente asociada con una reducción del
riesgo de obesidad, diabetes tipo 2 y enfermedad cardiovascular."

A modo de resumen, el trabajo incluye la siguiente tabla con niveles de


evidencia para cada caso (Sólida, moderada, limitada o insuficiente):

Por lo tanto, aunque los estudios observacionales parecen aportar indicios


razonables a su favor, los resultados no son demasiado categóricos y el nivel
de evidencia no es muy sólido. En algunos casos incluso muy limitado.

También en meta-análisis de 2012 "Greater Whole-Grain Intake Is Associated


with Lower Risk of Type 2 Diabetes, Cardiovascular Disease, and Weight
Gain" se encontraba una clara correlación entre los alimentos integrales y un
menor riesgo de diabetes, enfermedades cardiovasculares y obesidad. Pero,
aunque en un tono menos crítico, los autores también mencionaron los mismos
aspectos en sus conclusiones: que prácticamente todas las pruebas se basaban
en estudios observacionales. Y que los estudios de intervención analizados,
además de ser de corta duración y con grupos de personas pequeños, se habían
centrado en indicadores intermedios (colesterol, glucosa en ayunas, etc.), en
lugar de en el riesgo directo de la enfermedad.

Así que, dada la relevancia que se les está dando en las recomendaciones
dietéticas, es urgente confirmar mediante ensayos de intervención si esta
recomendación tan extendida y tan de moda es sólida y fiable. No sea que se
repitan errores de antaño...
¿Todos los alimentos integrales son iguales?

En el apartado anterior hemos hablado de la popularización de la


recomendación de priorizar alimentos integrales sobre los fabricados con
cereales en su versión refinada. Pero ¿está definido qué características tiene
que tener un alimento integral?

En teoría son aquellos que se han fabricado con el grano completo. En algunos
países se han fijado unos porcentajes mínimos de utilización de la harina
integral como regla general (normalmente de más de la mitad), pero al menos
que yo sepa, no hay una normativa específica detallada que regule la
clasificación de integral en España. De nuevo nos encontramos ante una
situación absurda: No hay ninguna ley, directriz o especificación internacional
que defina lo que significa exactamente una de las principales
recomendaciones nutricionales mundiales. Así que, evidentemente no hay
nadie que controle “la integralidad” de los productos que se comercializan.

Es difícil saber con precisión qué estamos metiéndonos en la boca cuando


comemos un producto auto-denominado como integral. Si usted es de los que
suele leer las etiquetas de composición nutricional y tiene la suerte de cruzarse
con un fabricante honesto que dé detalles sobre el tipo de harina utilizada,
comprobará que con mucha frecuencia tan solo un porcentaje de la misma
suele ser integral y no es raro encontrarla en proporciones minoritarias. Al
parecer, basta con añadir cierta cantidad para poder etiquetar un producto con
este atributo, cada día más comercial.

Por otro lado, la mayor parte de los productos que podemos comprar como
integrales se han elaborado a partir de harinas refinadas a las que se les ha
añadido después salvado. Dado que todavía el uso de la harina completa es
marginal, productivamente hablando es más eficiente refinar toda y
posteriormente, a la cantidad seleccionada, hacerle algo parecido a una
reconstrucción, volviéndole a añadir la cubierta exterior del grano,el
mencionado salvado. Así que, para empezar, partimos de una harina integral
un poquito devaluada considerando, por ejemplo, la gran cantidad de agentes y
productos químicos que se suelen utilizar durante las fases previas o los
azúcares que también suelen añadirse para mejorar su sabor.

Como respuesta a esta situación kafkiana, la ciencia ya ha empezado a hacer


sus deberes y expertos de Harvard han publicado en 2012 el estudio
“Identifying whole grain foods: a comparison of different approaches for
selecting more healthful whole grain products”, analizando las diferentes
opciones para conseguir identificar con eficacia este tipo de alimentos.

Y han concluido que la mejor forma es comprobar que la relación


carbohidratos-fibra sea de 10:1, es decir, que la cantidad de fibra sea al
menos la décima parte que la cantidad de carbohidratos, ya que son los que
suelen tener la proporción de nutrientes más interesante y respetuosa con la
que suelen presentar los integrales de verdad. Además, suelen tener menos
azúcares añadidos, otra de las contradicciones de los alimentos integrales
comerciales.

Pues eso es lo que hay, porque no hay más. Nos tendremos que arreglar así
hasta que a alguien se le ocurra empezar a regular el tema. Que ya están
tardando, todo sea dicho.
¿La fibra alivia el estreñimiento?

Si es usted estreñido, habrá escuchado en multitud de ocasiones la


recomendación de aumentar la ingesta de fibra para aliviar esta molesta
dolencia: Más fruta, más verdura, más cereales integrales... ¿Es efectiva esta
medida tan arraigada en la cultura popular?

Un estudio publicado en 2013 en World Journal of Gastroenterology obtuvo


resultados que dan que pensar respecto a esta extendida creencia, "Stopping
or reducing dietary fiber intake reduces constipation and its associated
symptoms". En la investigación se sometió a 63 personas con estreñimiento
idiopático (de causa desconocida) y sin origen orgánico a una dieta sin fibra
durante dos semanas. Posteriormente se les pidió reducir los niveles de fibra a
la cantidad que consideraran apropiada. Con estas instrucciones, 6 de ellas
decidieron aumentar su ingesta de fibra a niveles elevados, 16 lo dejaron en
niveles bajos y las 41 restantes mantuvieron la dieta sin fibra.

Tras seis meses, las diferencias fueron muy importantes. Los del último grupo,
aquellos que no comieron fibra, fueron los que más mejoraron sus síntomas. Y
los que más cantidad de fibra ingirieron fueron los que tuvieron síntomas más
agudos de la dolencia.

Los autores fueron sido bastante categóricos en sus conclusiones: "Los


resultados de este estudio deberían llevarnos a revisar la creencia popular
sobre los beneficios de la fibra dietética y deberían abordarse nuevos
estudios para confirmarlos o rechazarlos".

No es el único estudio que ha obtenido resultados inesperados en este tema.


En 2012 el estudio realizado con niños “Effectiveness of using a behavioural
intervention to improve dietary fibre intakes in children with constipation”
tampoco consiguió que mejoraran sus síntomas del estreñimiento al aumentar
la ingesta de fibra. Y en la revisión sistemática de 2011 “Systematic review:
the effects of fibre in the management of chronic idiopathic constipation” los
autores tampoco encontraron pruebas claras de que la fibra insoluble aportara
ningún beneficio (aunque sí la soluble). En el año 2009, los autores del
estudio “Currently recommended treatments of childhood constipation are
not evidence based: a systematic literature review on the effect of laxative
treatment and dietary measures” concluyeron lo que su descriptivo título
adelanta: Que los tratamientos que suelen recomendarse en el estreñimiento
infantil no están basados en la evidencia científica. No encontraron diferencias
en la frecuencia de defecación entre los que tomaron más fibra y los que
tomaron placebo.

Por el contrario, el meta-análisis de 2012 “Effect of dietary fiber on


constipation: A meta analysis” concluyó que analizando los estudios que
seleccionó, quedaba demostrado que la ingesta de fibra ayudaba a de forma
significativa a mejorar los síntomas.

Con estos resultados tan heterogéneos, no parece tan evidente y demostrada la


recomendación de comer fibra para combatir el estreñimiento. A pesar de que
todavía se siga escuchando con mucha frecuencia.
¿Es la sal realmente mala para la salud?

Junto con el colesterol y las grasas, la sal es otro de esos demonios que las
dietas más restrictivas casi prohíben completamente. La lógica que se nos ha
transmitido es otro de esos razonamientos simples basados en mecanismos
básicos: Si se come mucha sal, el organismo retiene más líquidos para reducir
la concentración de sodio y se eleva la presión arterial. Suena lógico.

Pero ¿significa entonces que esa presión arterial aumentará demasiado hasta
causar hipertensión y que el riesgo de enfermedad cardíaca (y por lo tanto,
riesgo de muerte prematura) aumentará? Así se ha pensado durante décadas.
Pero esto es algo que, aunque suene extraño, hasta hace poco no estaba tan
claro. El peligro de la sal es otro de esos dogmas, deducidos en base estudios
incompletos y simplificaciones químicas y metabólicas para los que la
evidencia científica era escasa.

Para colmo, recientes revisiones habían aportado más sombras que luz a esta
cuestión, una de ellas de la mano de la iniciativa Cochrane:

Reduced dietary salt for the prevention of cardiovascular


disease: a meta-analysis of randomized controlled trials (Cochrane
review, 2011)
Low sodium versus normal sodium diets in systolic heart failure:
systematic review and meta-analysis (2012)

La primera concluyó que no hay pruebas científicas suficientes que demuestren


que reducir la cantidad de sal sirva para disminuir el riesgo cardiovascular o
la mortalidad. Y la segunda, que comer muy poca sal es peor que comerla en
cantidades normales, ya que aumenta el riesgo.

Y deduzco que estas investigaciones debieron despertar la inquietud de


bastantes expertos, ya que poco después, en 2013, llegaron un par de nuevas
revisiones.

Una de ellas se realizó desde la iniciativa Cochrane, analizando el efecto de la


reducción de sal a largo plazo en la variación de la presión arterial "Effect of
longer term modest salt reduction on blood pressure: Cochrane systematic
review and meta-analysis of randomised trials". Y la otra la lideró un equipo
independiente internacional, estudiando la variación de la presión y los
efectos sobre la salud y enfermedades, "Effect of lower sodium intake on
health: systematic review and meta-analyses". Ambas incluyeron el análisis
de trabajos de intervención (el segundo también observacionales), que son los
más rigurosos a la hora de buscar causalidad.

Les adelanto que ambas concluyeron que comer menos sal es una buena
propuesta y que puede prevenir algunas enfermedades. Aunque también cada
una de ellas tiene diferentes matices interesantes de comentar. Veámoslas con
más detalle.

La primera fue la más taxativa en sus conclusiones. Sus autores no solo


tuvieron muy claro que la reducción de sal consigue un descenso de la presión
arterial (que aunque no muy elevado, fue especialmente significativo entre
personas con hipertensión, con valores entre 3 y 5 mm Hg), además dijeron
que esos resultados serían mejores si la ingesta se redujera aún más.

Los investigadores en sus textos también criticaron duramente los


mencionados estudios previos-poco-claros y animaron a las autoridades a
seguir trabajando hacia objetivos bastante ambiciosos de reducción (de unos 3
gr de sal diarios).

En el segundo meta-análisis sus autores fueron menos vehementes. La


reducción identificada de la presión arterial fue similar, modesta pero
apreciable entre hipertensos y pequeña entre personas con tensión normal. Sin
embargo, en estudios que analizaron las diferencias de consumo global de sal
entre dos grupos (más de 3 gramos de sal vs menos de 3 gramos de sal o más
de 5 gramos de sal vs menos 5 gr de sal) las diferencias encontradas no fueron
significativas.

Esta segunda revisión también analizó la incidencia de algunas enfermedades


al reducir la sal y, en este caso, los resultados fueron mucho menos claros que
con la tensión. En el caso de la reducción del número de eventos
cardiovasculares, enfermedad cardíaca y mortalidad total, los resultados no
fueron concluyentes. Por el contrario, para el ictus y para la mortalidad por
enfermedad cardíaca, encontraron que existe un aumento de riesgo moderado
al aumentar el consumo de sal. No muy importante, pero significativo. Y al
final del estudio hicieron hincapié en que hay que seguir investigando para
precisar y confirmar estos resultados.

Pero no piensen que aquí se terminó la controversia. Pocas semanas después


de las revisiones anteriores un panel de expertos del Institute of Medicine of
the National Academies (aprobado por el gobierno norteamericano) publicó el
informe "Sodium intake in populations: Assessment of evidence" analizando
de nuevo la evidencia científica existente para hacer recomendaciones sobre
el consumo de sal. Una vez más se sugirió moderación, pero no la eliminación
ni reducción extrema. Este equipo de científicos consideró significativas las
evidencias que demuestran los beneficios de restringir su consumo hasta los
2.300 miligramos de sodio diarios (equivalente a 5,75 gramos de sal) y que es
una buena estrategia promover políticas en este sentido, ya que el consumo
medio está bastante por encima de este valor (en España se acerca a los 10
gramos diarios).

Sin embargo, el panel de expertos también creyó que no hay datos que
respalden las ventajas de una reducción más drástica, menor de esa cantidad
de 5,75 gramos, porque no hay estudios que demuestren con solidez su utilidad
para prevenir enfermedades cardiovasculares o reducir la mortalidad. Incluso,
aunque se reconoce que tampoco se sabe con total seguridad, se afirma que
hay algunas evidencias sugieren efectos negativos.

Tras todos estos dos estudios parece claro que, sin ser el veneno que algunos
insisten en proclamar y aunque la reducción de sal no sea milagrosa ni efectiva
siempre, la moderación respecto a su consumo debería ser la directriz general,
especialmente entre los hipertensos. De cualquier forma, las diferencias
importantes entre los expertos me hacen pensar que hay que seguir trabajando
en encontrar la evidencia sobre el efecto de la sal en la salud y diversas
enfermedades.

Desde el punto de vista de la aplicación práctica, para minimizar sus posibles


efectos negativos parece que son tres las principales líneas de actuación:

1. Minimización de comida altamente procesada y comida rápida, que la


contienen en gran cantidad. Seguramente sea la decisión más inteligente para
conseguirlo, por los múltiples beneficios que además conseguirá al reducir
otros componentes indeseables que suelen incorporar.

2. Según se concluyó en la revisión “Effect of increased potassium intake on


cardiovascular risk factors and disease: systematic review and meta-
analyses (2013)” también una mayor ingesta de potasio (para igualar la
relación sodio/potasio) permite reducir la tensión arterial. Una de las fuentes
principales de potasio son los vegetales, frutas y frutos secos.

3. La revisión de 2011” The role of salt in the pathogenesis of fructose-


induced hypertension” concluyó que una dieta con elevadas cantidades de
fructosa aumenta la absorción de sal. Así que ya tiene otra razón para reducir
los alimentos que contienen este azúcar en abundancia, refrescos, dulces y
otros alimentos altamente procesados (¡pero no las frutas!).
ENERGÍA Y METABOLISMO

“A calorie is a calorie” (“una caloría es una caloría”)


John Taggart (Fisiólogo Univ. Columbia, 1950)
¿Cuánto aprovechamos de los alimentos?

La caloría es una unidad básica de energía utilizada en numerosas ramas de la


ciencia. Representa el calor necesario para elevar la temperatura de una
cantidad concreta de agua un grado. También se utiliza para expresar el poder
energético de los alimentos, normalmente en forma de kilocalorías por unidad
de peso (a pesar de los esfuerzos que se han hecho por promover la utilización
de los kilojulios, la kilocaloría no ha conseguido ser desbancada). Por
abreviar, suele llamarse a menudo (pero incorrectamente) caloría.

Centrándolos en los alimentos, su aporte calórico teórico se calcula


directamente en un laboratorio midiendo el calor desprendido por combustión
o mediante la cantidad de productos que esta combustión consume y genera en
forma de oxígeno y CO2.

Algunos defensores de las dietas bajas en grasas y calorías han hecho popular
la expresión “una caloría es una caloría”, y piensan que termodinámicamente
el problema de la obesidad es simple: Si comemos alimentos que contienen
más calorías de las que quemamos, tienen como consecuencia que
engordamos. En este caso la caloría sería una propiedad única e inmutable que
acompañaría al alimento, sea cual sea el método utilizado para su utilización.
Sin embargo, basta pensar en lo complejo e intrincado que es el proceso de
metabolización de un alimento y las diferentes respuestas fisiológicas y
cerebrales que puede generar, para imaginar que su aportación energética es
un proceso bastante más complicado que la combustión que ocurre en un
calorímetro.

Por ejemplo, al hablar las calorías de un alimento hay que considerar el


porcentaje de aprovechamiento real del mismo. Porque, a diferencia de en el
laboratorio, nuestro cuerpo no puede utilizarlo y quemarlo en su totalidad, ya
que su eficiencia no es perfecta.

Para corregir este aspecto, desde hace muchos años se utiliza el concepto de
Energía Metabolizable. La energía metabolizable o aprovechable se calcula
aplicando la siguiente evidente fórmula:

Energía metabolizable = Energía total - Energía no aprovechada

Siendo la Energía no Aprovechada la que desperdiciamos con los restos del


alimento que no absorbemos y que expulsamos mediante las heces, la orina,
los gases y otras secreciones. Desde el punto de vista práctico los gases y
secreciones suelen despreciarse por ser muy pequeños, y para conocer los
valores de energía perdida en las heces y la orina se utilizan una serie de
factores de corrección, aplicados a los diferentes macronutrientes, que se
aplican posteriormente a los cálculos obtenidos por calorimetría. Es decir,
cuanto más digestible sea un alimento, menor será su energía no aprovechada y
su factor de corrección será más cercano al 100%.

Los factores más utilizados se llaman "factores de Atwater" y fueron


desarrollados por el químico Wilbur Ollin Atwater y sus colegas a principios
del siglo XX. Posteriormente se actualizaron en 1973 (disponibles en el
documento de Merril AL, Watt BK, Energy value for foods, basis and
derivation) e incluyen un amplio rango de valores para diferentes tipos de
alimentos.

Normalmente nuestro sistema digestivo es bastante eficiente y el


aprovechamiento es elevado, pero no siempre. Los rangos son amplios. Hay
proteínas con valores que oscilan desde el 20% al 97% (normalmente las de
fuentes vegetales tienen menor rendimiento), carbohidratos entre 32 y 98% y
grasas entre 90 y 95%. Mediante el sistema Atwater se calcularon también
unos coeficientes generales para cada macronutriente que han dado lugar al
método más utilizado para el cálculo calórico: la aplicación de 9/4/4
kilocalorías por gramo para las grasas/proteínas/carbohidratos,
respectivamente. Y suele completarse con un valor de 2 kilocalorías para la
fibra.

De esta forma, lo habitual es que un análisis nutricional de macronutrientes y


calorías de un alimento se calcule así:

1. Determinación de la composición, fase uno: cantidades de grasas y


proteínas.
2. Determinación de la composición, fase dos: cantidad de carbohidratos (por
diferencia de lo anterior).
3. Cálculo de kilocalorías: Multiplicar cada cantidad por su coeficiente
general Atwater: carbohidratos y proteínas multiplicadas por 4 y grasas por 9.

Prácticamente todas las etiquetas de alimentos que pueda leer en su


supermercado se completan con este método, ya que permite obtener valores
bastante fiables. O así debería ser, ya que estos datos son la base fundamental
con la que se programan las dietas basadas en el cálculo calórico preciso. Sin
embargo, más de un experto opina que necesitan alguna actualización y que, tal
vez, estamos utilizando valores poco prácticos e incompletos, que incluso
podrían estar limitando la ingesta de alimentos muy saludables o promoviendo
la de otros poco recomendables. Veamos algunos ejemplos.

Los frutos secos, que presentan un rendimiento del 90% para las grasas en las
respectivas tablas Atwater, podrían ser unos de los más afectados. Como ya
hemos comentado anteriormente, en estudios como Discrepancy between the
Atwater factor predicted and empirically measured energy values of almonds
in human diets (2012), los resultados indican un aprovechamiento bastante
inferior al que suele considerarse. En este caso, los investigadores
descubrieron que esta falta de eficacia digestiva supone una reducción de más
del 30% de las calorías que se obtienen con los coeficientes Atwater y que
podría explicar - al menos en parte - la habitual falta de relación de los frutos
secos con el sobrepeso.

Este fenómeno probablemente tenga su origen en la dificultad que nuestro


sistema digestivo tiene para procesar estos ricos pero complejos paquetes de
nutrientes vegetales; con seguridad la presencia de fibra alimentaria tiene
mucho que ver, un nutriente con el que nuestro sistema digestivo lidia con
dificultad.

La cuestión no parece ser exclusiva de los frutos secos. En el estudio de 2011


“Energetic consequences of thermal and nonthermal food processing” los
animales sobre los que se realizaron varios experimentos comieron la misma
comida con diferentes acabados: cruda, cruda+triturada, cocinada y
cocinada+triturada. Se observó que cuando se alimentaron mediante los dos
últimos formatos (los más procesados), ganaron más peso, aunque tomasen
incluso menos cantidad que en las versiones crudas. Al parecer, los alimentos
cocinados se absorbieron con bastante mayor eficacia, ya que llegaban al
sistema digestivo con gran parte del trabajo de procesamiento previo a la
metabolización ya realizado.

Por lo tanto, parece que la digestibilidad es un factor que puede influir


significativamente en el aporte energético de los alimentos, independiente de
las calorías que vengan indicadas en sus etiquetas o en la base de datos
nutricional correspondiente. Lamentablemente, no hay demasiados estudios al
respecto. No son fáciles de realizar, ya que exigen utilizar métodos de
marcado y medición de alimentos complejos y suelen requerir que los sujetos
se alimenten a base de un único producto durante días, algo poco atractivo y
éticamente discutible. Esperemos que en un futuro cercano se desarrollen
nuevos métodos e iniciativas que permitan conocer con más precisión esta
variable.

Y ahora piense en muchos de los alimentos de la dieta típica occidental.


Derivados de cereales sin fibra que dificulte la digestión y altamente refinados
en forma de galletas, bollos, panes y cereales de desayuno. Preparados de
carne y pescado, cocidos y precocinados, que posteriormente se vuelven a
freír o a asar. Evidentemente, la digestibilidad y absorción de todos esos
alimentos es muy elevada y se comen con facilidad y sin esfuerzo, provocando
que comamos más y con muchísimo aprovechamiento.

¿No cree que, junto con otros factores, pueden estar influyendo en ese exceso
energético al que sometemos a nuestro cuerpo?
¿Qué relación hay entre la saciedad y las calorías?

Hoy en día el comer es una actividad con motivaciones que van mucho más
allá de los fisiológico y lo energético. Sin embargo, podríamos decir que la
sensación principal que nos impulsa a comer es el apetito, y la que nos empuja
a parar es la saciedad. Ambas se generan en el cerebro y han sido (y siguen
siendo) centro de gran cantidad de estudios, ya que si se consiguiesen
controlar a voluntad, se dispondría de una poderosa herramienta contra la
obesidad (y un gran negocio si se lograra mediante medicamentos).

Por lo tanto, el hecho de comer está enormemente influenciado por diversos


aspectos en los que el cerebro juega un papel fundamental. Porque es sobre
todo este órgano el que pilota los mensajes relacionados con el deseo de
llevarse algo a la boca. Y la capacidad saciante, precisamente la reducción de
dicho deseo, es uno de esos factores que ponen en entredicho la famosa frase
que he mencionado en el apartado anterior, “una caloría es una caloría”.

Déjeme que se lo explique con un ejemplo sencillo.

Imagine que usted una hace una comida compuesta del alimento A, que le
aporta 500 kilocalorías. Al día siguiente, hace otra comida compuesta del
alimento B, que le aporta 700 kilocalorías. En principio, la segunda comida le
engorda más, ese es el razonamiento habitual y básico. Sin embargo, si el
alimento B, aunque aporte más calorías, tiene la capacidad de reducir su deseo
de comer, en el balance general del día podría resultar beneficioso comparado
con el otro caso, ya que puede provocar que su siguiente comida sea menos
calórica o que no tenga deseos de picar entre horas. Así que el balance
energético importa, pero en su globalidad, teniendo en cuenta todos estos
posibles factores.

Pero ¿qué es la saciedad? ¿De qué depende? ¿No debería nuestro cuerpo
utilizarla para regular con eficacia nuestras ganas de comer, como lo hace con
la necesidad de respirar, dormir o beber?

La saciedad es una sensación más compleja de lo que podría pensarse. Es una


combinación de diferentes señales y percepciones de nuestro cerebro y puede
ser regulada por numerosos mecanismos, en gran medida a través de las
hormonas, pero no solo, ya que se ha correlacionado con temas tan diversos
como la alimentación, el estrés, el sueño, la actividad física, etc. Todavía no
se conoce su funcionamiento detallado y tampoco se ha conseguido controlar
totalmente. Y lo que parece evidente es que con la forma de vida actual no es
un mecanismo suficiente para regular adecuadamente la ingesta de alimentos,
probablemente porque está diseñado para actuar en un entorno distinto, repleto
de actividades muy diferentes y basado en la escasez y la poca diversidad de
alimentos.

Desde un punto de vista más operativo, es decir, considerando el efecto que


provocan diversos alimentos y comportamientos alimentarios, se conocen unos
cuantos factores que pueden facilitar la efectividad de la saciedad. A
continuación vamos a ver cuáles son los principales, junto con algunas
referencias y estudios interesantes por si desea profundizar en el tema.

Ocupación del estómago y densidad energética

Nuestro estómago tiene una capacidad de entre 2 y 4 litros y según se va


llenando, su distensión se modifica y los nervios y sensores correspondientes
envían señales al cerebro mediante un sistema realmente intrincado (que
todavía no se comprende totalmente). Así que conviene que introduzcamos en
nuestra dieta, junto a los alimentos energéticos saludables y llenos de
nutrientes (que también son necesarios), gran cantidad de otros alimentos que
ocupen gran volumen y lo llenen, sin aportar demasiadas calorías. La
proporción de agua que contengan es una buena referencia, ya que aumenta el
volumen del alimento y su ocupación. Los vegetales, las frutas y las carnes y
pescados frescos cumplen estos requisitos.

Dietary energy density in the treatment of obesity: a year-long


trial comparing 2 weight-loss diets (2007)
Gastrointestinal mechanisms of satiation for food, (2004)
A satiety index of common foods (1995)

Contenido en fibra
Se ha comprobado que aquellos alimentos ricos en fibra aumentan la saciedad
comparados con los que la tienen en menor medida. De nuevo los vegetales,
las frutas, junto con los frutos secos y las legumbres son las principales fuentes
de fibra, que puede complementarse con los alimentos integrales.

Dietary fiber and weight regulation, 2001


Monotonous consumption of fibre-enriched bread at breakfast
increases satiety and influences subsequent food intake.(2012)
Dietary fibres in the regulation of appetite and food intake.
Importance of viscosity (2011)

Palatabilidad

Hay estudios que sugieren que cuando la palatabilidad es muy elevada (más
ricos nos sepan y más placer nos aporten al comerlos), menos saciedad
aportan. Este enfoque podría explicar la razón por la que en ocasiones nunca
parecemos cansarnos de algunos alimentos que mezclan gran cantidad de
azúcar, carbohidratos refinados y grasas. Diríamos que son excesivamente
sabrosos y todos ellos se diseñan y fabrican desde la industria alimentaria con
esa filosofía de "¿a que no te puedes comer solo uno?": Galletas, bollos,
helados, dulces, precocinados, etc. Evítelos si no quiere comer sin parar.

Effect of sensory perception of foods on appetite and food


intake: a review of studies on humans (2003)
Palatability and intake relationships in free-living humans.
characterization and independence of influence in North Americans
(2000)

Proteínas

Tal y como hemos visto al hablar de las proteínas, hay una buena cantidad de
estudios de intervención que relacionan el aumento moderado en la ingesta de
proteínas con una mayor sensación de saciedad. Así que la cantidad de este
macronutriente también puede ser un medio para su regulación, sobre todo
evitando que su carencia nos pueda hacer sufrir un apetito indeseado.
The influence of higher protein intake and greater eating
frequency on appetite control in overweight and obese men (2010).
The effects of consuming frequent, higher protein meals on
appetite and satiety during weight loss in overweight/obese men
(2011).
A solid high-protein meal evokes stronger hunger suppression
than a liquefied high-protein meal (2011)
The effects of consuming frequent, higher protein meals on
appetite and satiety during weight loss in overweight/obese men
(2007)
Higher protein intake preserves lean mass and satiety with
weight loss in pre-obese and obese women (2007)

Textura y procesado previo

Relacionado con lo que hemos comentado en el apartado anterior, los


alimentos muy procesados y con texturas muy blandas o líquidas, se comen con
gran facilidad. Por el contrario, los más crudos o naturales requieren de más
masticación, salivación y ablandamiento previo, lo cual aumenta la sensación
de saciedad. Piense en lo que le cuesta comer un buen chuletón de buey a la
brasa y compárelo con la misma cantidad de carne en forma de salchichas.

Texture and Savoury Taste Influences on Food intake in a


Realistic Hot Lunch time Meal.(2012)
Oral processing characteristics of solid savoury meal
components, and relationship with food composition, sensory
attributes and expected satiation (2012)

Conclusiones

Nuestro cuerpo parece estar mejor diseñado para controlar la saciedad si lo


que se le suministra es comida de verdad, tradicional: Vegetales y frutas,
carnes y pescados frescos, frutos secos, fibra y agua. Sin embargo, parece
desajustarse con alimentos ultra-procesados, ya que la saciedad requiere de
cierto tiempo y ciertas condiciones para ser efectiva, que no se cumplen si nos
inclinamos por cosas demasiado fáciles de comer y digerir. Además, si el
placer que nos provoca la comida es muy intenso, puede superar cualquier otra
señal cerebral y nos puede empujar a seguir comiendo impulsivamente, sin
necesidad alguna, especialmente en situaciones de estrés o de necesidad de
percepciones positivas.

Por lo tanto, si su dieta habitual está formada por alimentos menos procesados,
es más probable que su metabolismo sea más eficaz autorregulandose y
controlando debidamente el flujo energético de los alimentos mediante las
señales que envía a su cerebro para crear las sensaciones de apetito y
saciedad. De esa forma sería posible dejar de controlar las cantidades y
confiar en una autorregulación que evite la obesidad.
¿Cómo influyen las hormonas en el sobrepeso?

Como ya he comentado en los apartados anteriores, el intercambio energético


que ocurre en nuestro cuerpo es bastante diferente a un sistema simple del que
entra y sale energía. Nuestro metabolismo es enormemente complejo y los
innumerables procesos y reacciones que se producen continuamente forman
una intrincada red en la que todo está relacionado y las sinergias y
correlaciones son casi infinitas. Las hormonas forman parte de toda esa red y
tienen un papel muy especial e importante: regular procesos y funciones. Son
moléculas que segregan las propias células por diversos motivos: Cambios
ambientales, señales cerebrales, variaciones de concentración de iones o
nutrientes, otras hormonas... y podrían considerarse como catalizadores o
inhibidores de muchas de las cosas que ocurren o dejan de ocurrir en nuestro
cuerpo.

Durante los últimos años los expertos han relacionado numerosas hormonas
con el sobrepeso, la obesidad y la inflamación. Seguramente habrá oído hablar
de algunas de ellas: Insulina, ghrelina o leptina. Otras quizás le sean menos
conocidas: Glucagón, adiponectina, GLP-1, colecistoquinina o péptido YY.
Todas ellas, junto con otras, forman un nutrido grupo y se segregan por parte
de diversos órganos y en diferentes lugares de nuestro cuerpo: Páncreas, tejido
graso, sistema gastrointestinal, etc. Sus funciones son muy variadas y no todas
se conocen con precisión.

Para empezar, haremos un breve repaso de una de las más populares y


relacionadas con la alimentación, la insulina. Para ello permítame recordarle
brevemente lo que ya vimos cuando hablé de los carbohidratos refinados.

Al comer carbohidratos, nuestro sistema digestivo los trocea y rápidamente


quedan divididos en moléculas básicas, las de glucosa, que son absorbidas a
gran velocidad hacia el torrente sanguíneo - especialmente rápido si son
refinados - . Dado que el exceso de glucosa en la sangre es tóxico, el
metabolismo segrega gran cantidad de insulina, que es la hormona que se
encarga de regular la retirada de la glucosa de la sangre y promover su
almacenamiento en las células. Por lo tanto, el rol de la insulina es
fundamental por dos razones: Para que el exceso de glucosa no dañe su
organismo y para facilitar procesos de almacenamiento de grasa.

Si se sufren de forma repetitiva y constante altos niveles de insulina en sangre


(por ejemplo, cuando se comen muy a menudo carbohidratos de rápida
absorción), su funcionamiento y eficacia pueden convertirse en un problema.
En este entorno de elevada insulina las células de muchas personas tienden a
almacenar energía y los procesos de quemar grasa se inhiben en gran medida.

Además, se sabe que buena parte de las personas obesas desarrollan


resistencia a la insulina, es decir, la sensibilidad de sus células ante la
presencia de esta hormona se reduce (no se sabe muy bien por qué razón) y
como consecuencia es necesario segregar todavía más cantidad de la hormona
para que pueda ser efectiva retirando la glucosa. Así que en personas con
sobrepeso a menudo se forma un círculo vicioso: más resistencia, más
insulina, más almacenamiento de grasa, más resistencia, más insulina...

Por lo tanto, además de las calorías concretas que aportan los carbohidratos
de rápida absorción, es importante tener en cuenta los frecuentes altos niveles
de esta hormona que provocan y que convierten el metabolismo en un eficiente
acumulador de energía, dificultando la utilización de grasas almacenadas en
las células.

Respecto a otras hormonas, estos son, muy brevemente, algunos aspectos con
los que se ha relacionado a algunas de ellas, en función del efecto que
producen a mayores concentraciones:

- Leptina: Reducción del apetito y aumento de la lipólisis o quemado de grasa.


- Ghrelina: Aumento del apetito.
- Glucagón: Su efecto es el contrario al de la insulina.
- Adiponectina: Aumento de la sensibilidad a la insulina y se relaciona con un
menor IMC.
- GLP-1: Aumento de la sensibilidad a la insulina y la saciedad.
- PYY: Reducción del apetito.

Es importante repetir que todas ellas forman parte de sistemas complejos que
se realimentan los unos a los otros y cuya aplicación en posibles tratamientos
todavía está por dilucidar.

La tipología de los alimentos también influye en los niveles de muchas de las


hormonas. Además de la ya descrita relación carbohidratos refinados-
insulina, se produce una importante variación de la concentración de todas
ellas tras realizar una comida con diferente composición de macronutrientes.
Por ejemplo, una ingesta rica en carbohidratos producirá una disminución de
la concentración de PYY, GLP-1 y glucagón. Por el contrario, aumentará
significativamente la de la ghrelina.

Y como se podría esperar, la respuesta hormonal de cada persona también


puede ser diferente. En concreto, en función del nivel de sobrepeso, se
observan grandes diferencias en las concentraciones de las hormonas tras las
comidas. Aquellas más obesas presentan concentraciones menores de GLP-1 y
mayores de insulina, ghrelina y leptina.

¿Qué nos dicen los estudios que investigan este complejo baile de hormonas?
Aunque las respuestas varían en función de la predisposición genética y otras
variables, en general las comidas con más proteínas, vegetales, fibra (y
también en ocasiones más grasas) están normalmente relacionadas con
concentraciones de hormonas asociadas a la reducción de apetito o mayor
saciedad. Y comidas más ricas en carbohidratos, se asocian con
concentraciones de hormonas con menor efecto saciante.

De cualquier forma, la cuestión es compleja y sin duda daría para varios


libros. Si quiere profundizar un poco, puede leer los siguientes estudios, en los
que también encontrará los gráficos incluidos:

Effects of fat, protein, and carbohydrate and protein load on


appetite, plasma cholecystokinin, peptide YY, and ghrelin, and
energy intake in lean and obese men (2012)
Ghrelin, leptin, adiponectin, and insulin levels and concurrent
and future weight change in overweight, postmenopausal women
(2011)
Nutrient and food intake in relation to serum leptin
concentration among young Japanese women (2009)
Pre- and post- prandial appetite hormone levels in normal
weight and severely obese women (2009)
Modulation by high-fat diets of gastrointestinal function and
hormones associated with the regulation of energy intake:
implications for the pathophysiology of obesity (2007)
Influence of BMI and Gender on Postprandial Hormone
Responses (2007)
Effect of a high-protein breakfast on the postprandial ghrelin
response (2006)

A modo de conclusión, creo que es bastante evidente que nuestras hormonas


tienen mucho que decir en la gestión de la energía, ya que hacen "reaccionar" a
nuestro cuerpo de forma diferente ante distintos alimentos y otros factores
ambientales. La reducción excesiva de proteínas, vegetales y grasas y su
sustitución por carbohidratos refinados puede modificar sus concentraciones y
provocar efectos poco recomendables si se quiere perder peso: Aumento del
apetito, alta eficiencia de acumulación de energía, inhibición de la lipólisis...

Como resumen y ejemplo didáctico final, para mostrar el resultado práctico de


muchos de los factores comentados, quisiera mencionarles un reciente estudio,
“Effects of Dietary Composition on Energy Expenditure During Weight-Loss
Maintenance” (2012). En esta interesante investigación, los expertos midieron
los cambios en el consumo energético en reposo y en total al someter a un
grupo de personas a tres diferentes tipos de dietas: Una dieta baja en grasas,
una dieta de bajo índice glucémico y una dieta muy baja en carbohidratos,
siendo las tres dietas isocalóricas, es decir, que aportaban exactamente el
mismo número de calorías. El resultado puede observarse en el siguiente
gráfico del consumo energético total (TEE):
Se aprecia claramente cómo mientras se les sometía a la dieta baja en grasas
(columna de puntos de la izquierda) se producía un menor consumo energético
total. En concreto, 420 kilocalorías menos que antes de hacer dieta. Por otro
lado también se ve que, comparadas con la dieta baja en grasas, la dieta que
más consumo energético lleva asociado es la muy baja en carbohidratos (320
kilocalorías más, columna de puntos de la derecha) y después la de bajo
índice glucémico (120 kilocalorías más, columna de puntos del centro). O
dicho de otra forma: Que aunque las calorías que entran son las mismas en las
tres dietas, las que salen o se consumen son bien diferentes (los cuadros
grises-azules indican los valores medios de consumo).
¿Hay alimentos que necesitan más energía para ser metabolizados?

Seguimos hablando de energía y de su relación con los alimentos y nuestro


metabolismo.

Puestos a analizar el consumo energético, podríamos segmentarlo y dividirlo


en tres componentes: La energía que se consume en reposo (metabolismo
basal), el gasto energético debido a la actividad (la que consumimos al andar,
leer, conducir, hacer ejercicio...) y la energía necesaria para la digestión y
metabolización de los alimentos. Este último tipo de energía es la llamada
termogénesis dietética. Digerir, procesar, absorber... a nuestro cuerpo obtener
energía también le cuesta energía. Al ser bastante eficaz haciendo su trabajo,
no se trata de un valor muy elevado (y siempre es muy inferior a la propia
energía que aporta el alimento), pero puede tener valores significativos. Se
calcula que podría suponer entre el 5 y el 15% del total del consumo
energético diario.

Evidentemente, cuanto mayor sea la termogénesis dietética, menor será la


contribución energética real de un alimento, ya que a la cantidad de calorías
teóricas que nos aporta (la que nos indican las tablas nutricionales calculadas
con los factores Atwater), habría que restarle esas calorías añadidas que
necesitamos para metabolizarlo durante unas horas.

Para que lo vea en la práctica, este sería un ejemplo de patrón de gasto


energético debido a la termogénesis dietética en una persona a lo largo de 24
horas (las flechas indican el momento de las comidas), tal y como se
presentaba mediante una representación gráfica en el estudio “Diet induced
thermogenesis” (2004):
Desde la perspectiva de cada macroinutriente, el que mayor termogénesis
dietética presenta son las proteínas (que también suelen llevar asociada una
mayor sensación de saciedad). En el estudio "Meals with similar energy
densities but rich in protein, fat, carbohydrate, or alcohol have different
effects on energy expenditure and substrate metabolism but not on appetite
and energy intake" (2003) se obtenían los siguientes resultados de consumo
de energía, inducido por la termogénesis dietética para cada macronutriente
(proteínas P, carbohidratos C, grasas F):

También en el estudio “Diet induced thermogenesis measured over 24h in a


respiration chamber: effect of diet composition” (1999), una dieta alta en
proteínas tenía una termogénesis de 1295 KJ/d frente a una alta en grasas de
931 KJ/d.

Pero el tipo de nutriente no es el único factor del que depende esta variable,
también varía en función del nivel de procesado del alimento. Si éste es
elevado, su metabolización es más sencilla y la energía necesaria para ello es
menor. Por ejemplo, en el siguiente gráfico publicado en el estudio
“Postprandial energy expenditure in whole-food and processed-food meals:
implications for daily energy expenditure” (2010) se observa la diferencia
del consumo energético tras realizar dos comidas similares pero con un nivel
de procesado diferente: pan integral con queso normal (línea representada por
cuadrados) y pan blanco con derivado de queso (línea representada por
triángulos).

El alimento menos procesado y más dificultoso de digerir (el normal) da lugar


a un consumo energético significativamente superior debido al efecto
termogénico, por lo que es evidente que la cantidad neta de calorías que
acabará aportando será menor.

Insisto en que el efecto termogénico es una cantidad relativamente pequeña de


energía, muy inferior a la que aportan los alimentos al comerlos. No se trata de
pensar que comiendo alimentos de elevado efecto termogénico se quema más
energía, sino de entender que la cantidad de calorías reales que aportan
algunos de ellos puede ser sensiblemente menor a las que se pueden encontrar
en listados o tablas nutricionales.
¿Tenemos un “punto de ajuste” para la regulación de la energía?

Por si todavía no está convencido de que la gestión energética es algo más


complejo que calorías que entran y calorías que salen, voy a presentarle un
concepto que a veces suelen utilizar los expertos para intentar entenderla
mejor. Existen diferentes planteamientos y teorías que intentan explicar los
procesos implicados y, aunque sea muy difícil encontrar un modelo que lo
haga en su totalidad, hay diversas aproximaciones interesantes y que pueden
ser útiles. Vamos a hablar del concepto del “punto de ajuste” o “set-point”.

Esta teoría propone que todos tenemos un punto de referencia en el cerebro


(hipotálamo) regulado principalmente mediante el tejido adiposo (que es el
que segrega hormonas dirigidas a controlar la cantidad de comida que
ingerimos). Algo parecido a una especie de termostato, por decirlo de forma
muy simplificada; cuanto se activa ese punto, tenemos hambre y buscamos
comida. Y cuando comemos suficiente, se desactiva y nos sentimos saciados.
O viceversa. Como lo hace el aire acondicionado de su trabajo o el sistema de
enfriamiento de su nevera.

Derivadas de este planteamiento básico, se han desarrollado otras teorías más


sofisticadas. Algunos expertos proponen puntos de regulación duales. Otros se
inclinan por el llamado settling-point, es decir, un punto de regulación algo
más complejo, en torno al cual son varios los factores que buscan el
equilibrio, creando una red de interacciones entre ellos.

Ninguna es perfecta y cada una tiene ventajas e inconvenientes, pero insisto en


dejar claro que realmente no existe exactamente tal termostato, son modelos e
ideas con las que explicar algunos complejos mecanismos del metabolismo
humano y de la regulación de la energía. El artículo publicado en 2011 "Set
points, settling points and some alternative models: theoretical options to
understand how genes and environments combine to regulate body
adiposity" o el publicado en 2010 "Is there evidence for a set point that
regulates human body weight?" pueden ser una interesante lectura para
profundizar al respecto.
¿Y cómo se explicaría la obesidad según estas teorías? La culpable sería
nuestra forma de vida actual, y sobre todo la dieta occidental, la que podría
desajustar este punto y convertirlo en un mecanismo de control ineficaz.
Algunos estudios e investigaciones parecen aportar indicios de ello; por
ejemplo, en el estudio "A Role for Brown Adipose Tissue in Diet-Induced
Thermogenesis” (1997), se ofreció a un grupo de ratas alimento equivalente a
la comida rápida durante un tiempo, lo que tuvo como consecuencia un rápido
e importante aumento de su peso, ya que comían bastante más de lo que
realmente necesitaban. Al volver a alimentarlas con su alimento habitual,
perdieron el peso acumulado. Repitiendo el ciclo varias veces, la secuencia
de resultados se repetía: las ratas engordaban y posteriormente recuperaban su
peso inicial al volver a su comida normal.

En el estudio de 1994 "Recovery of initial body weight and composition after


long-term massive overfeeding in men" se sometió a miembros de una
comunidad Massa (Camerún) durante unos seis meses a una dieta de
sobrealimentación masiva que les hizo aumentar de peso una media de casi
veinte kilos. Posteriormente, cuando se les dejó volver a su dieta habitual, en
dos años y medio y sin ningún tipo de presión social por adelgazar, perdieron
todos los kilos que habían engordado.

Entre los paciente sometidos a cirugía bariátrica (en concreto baypass


gástrico) también parecen hallarse evidencias en torno a esta teoría. En el
estudio de 2006 "Gut Hormone Profiles Following Bariatric Surgery Favor
an Anorectic State, Facilitate Weight Loss, and Improve Metabolic
Parameters" se explica que con esta técnica se obtienen mejores resultados
que con otros tipos de cirugía bariátrica, y por encima de lo que sería
esperable por su efecto de disminución de la absorción de alimentos. Los
expertos deducen que existe algún tipo de mecanismo que mejora o arregla la
capacidad de autorregulación. En el propio estudio se sugieren los
mecanismos que provocan este cambio, ya que se observó que tras esta cirugía
se modifica de forma significativa la segregación de varias hormonas
(Ghrelina, GLP-1, Péptido YY, etc) de forma mucho más evidente que con
otras técnicas. En el artículo de 2012 "Set-point theory and obesity" se puede
conocer con algo más de detalle la relación entre este tipo de cirugía y los
modelos de set-point.
Otro interesante artículo de 2011, "Physical inactivity as the culprit of
metabolic inflexibility: evidence from bed-rest studies", nos acerca a otra de
las claves para este desajuste, el sedentarismo. En el mismo se recopilan los
estudios que analizan los efectos de la inactividad física extrema (personas
que tienen que estar largos periodos detiempo sin poder moverse) en el
metabolismo (aumento de la resistencia a la insulina, reducción de la
oxidación de grasa, reducción del tráfico de lípidos entre músculo y tejido
adiposo, inducción del almacenamiento de grasa ectópica...) y concluye que el
ejercicio físico aporta una mayor "flexibilidad" al metabolismo para adaptarse
sin efectos negativos a las diferentes circunstancias energéticas y
nutricionales. Que es otra forma de decir que es capaz de regularse
adecuadamente.

¿Y cómo puede ayudarnos este concepto a reducir el sobrepeso? Como


cualquier otro modelo, puede servir para entender mejor el funcionamiento
(correcto o incorrecto) de algo e identificar con más facilidad los posibles
mecanismos para su control. Es decir, desde el punto de vista de la dieta y de
la terapia, un objetivo a perseguir podría ser la normalización del
funcionamiento del set-point y lograr que sea capaz de regular con eficacia la
ingesta de alimentos.

Considerando la saciedad, la termogénesis y las hormonas, parece bastante


probable que para conseguirlo se deberían evitar los alimentos altamente
procesados y de alta densidad energética, carbohidratos refinados, azúcar y
dulces, y por el contrario no deberían faltar las cantidades necesarias de fibra,
vegetales, proteínas y grasas saludables. También conviene eludir el
sedentarismo, así que el ejercicio regular ayudará a conseguir esta
normalización.

Si lo conseguimos, no deberemos preocuparnos por las calorías ni las


cantidades, porque nuestro set-point lo controlará por nosotros. Como debería
haberlo hecho siempre.
¿Comer con más frecuencia acelera el metabolismo y ayuda a adelgazar?

Una de las medidas más populares para prevenir el sobrepeso es la de repartir


el total de los alimentos de un día en un número relativamente alto de comidas
pequeñas, en lugar de en unas pocas más copiosas. Los argumentos para
defenderla suelen ser diversos, pero los más utilizados son la prevención de la
ansiedad por comer y la supuesta capacidad de acelerar el metabolismo.

Probablemente una de las razones por la que se hace esta recomendación es


que en diversos estudios observacionales se ha correlacionado el comer con
más frecuencia con índices de obesidad menores. Afortunadamente,
empezamos a disponer de una cantidad bastante significativa de estudios de
intervención que analizan la cuestión y, siendo como son, más fiables que los
observacionales en la búsqueda de la causalidad, vamos a conocer algunos de
ellos y sus resultados. Dos de los más recientes son de 2012, "Effects of
increased meal frequency on fat oxidation and perceived hunger" y "Effects
of Meal Frequency on Metabolic Profiles and Substrate Partitioning in Lean
Healthy Males".

En el primero los investigadores compararon el hambre percibida y la


oxidación de grasas en un grupo de personas, cuando seguían una dieta con 3
comidas diarias y otra con 6, ambas isocalóricas, es decir, que en total
aportaban las mismas calorías. No se encontraron diferencias significativas en
la oxidación de grasas (o "quemado" de las mismas), y la sensación de hambre
reportada era mayor entre aquellos que comían con más frecuencia.

Por su parte, en el segundo estudio se realizó una intervención similar en otro


grupo, en esta ocasión aumentando las diferencias en la frecuencia de la
ingesta: 3 comidas versus 14 comidas diarias. Tampoco en este caso se
observaron diferencias en la oxidación de las grasas y los carbohidratos, pero
sí en la de proteínas, siendo la dieta con menor frecuencia de comidas la que
mayor quemado de proteínas presentó. Y respecto al consumo de energía,
también la de menor frecuencia salió mejor parada, presentando un mayor
consumo basal. Para ganar el enfrentamiento por goleada, también en aquellos
que con menor frecuencia comieron, la sensación de saciedad fue mayor y la
de hambre, menor.

Estos recientes estudios de intervención no son los únicos que no han


encontrado ninguna ventaja al hábito de comer con más frecuencia. He aquí
unos cuantos más:

- Increased meal frequency does not promote greater weight loss in subjects
who were prescribed an 8-week equi-energetic energy-restricted diet (2010)
- Compared with nibbling, neither gorging nor a morning fast affect short-
term energy balance in obese patients in a chamber calorimeter (2001)
- Frequency of feeding, weight reduction and energy metabolism (1993)
- Effect of isoenergetic intake of three or nine meals on plasma lipoproteins
and glucose metabolism (1993)
- Influence of the feeding frequency on nutrient utilization in man:
consequences for energy metabolism (1991).

Lo cierto es que también hay algunos estudios que llegan a la conclusión


contraria, que comer frecuentemente puede aportar ventajas para la pérdida de
peso. Entonces, ¿con cuál de las dos versiones nos quedamos? ¿Qué dice la
ciencia?

Al parecer el tema no está nada claro y las pruebas que demuestran si es mejor
comer más o menos frecuentemente no son concluyentes. En 2011 se publicó la
última revisión (y de las pocas existentes) sobre el tema en The Journal of
Nutrition, "The effect of eating frequency on appetite control and food
intake: brief synopsis of controlled feeding studies". Los autores
coincidieron en que no hay evidencia científica sólida para afirmar con un
mínimo de seguridad que aumentar la frecuencia de las comidas sea positivo
para perder peso.

Así que parece que en este caso, una vez más, cada persona es un mundo y no
hay una regla universal. Y lo de "acelerar el metabolismo" me parece que no
es más que otro mito más.
¿Qué es exactamente la medida de colesterol de los análisis de sangre?

El colesterol es uno de los temas más polémicos en nutrición y sobre los que
más desinformación y desconocimiento existe. No es extraño, ya que todavía
quedan muchas preguntas sin resolver y recientes descubrimientos están
cambiando bastante la forma en la que lo ven y lo tratan los médicos y
expertos. Así que, con intención de llevar un poco de luz a esta situación, voy
a hablar sobre el colesterol con un poco de de profundidad, con cierto nivel
técnico (aunque con lenguaje sencillo y asequible), dirigido a todas aquellas
personas que quieran conocer a fondo lo que la ciencia ha descubierto
últimamente sobre este popular y polémico compuesto. Como siempre, desde
una perspectiva didáctica, sin ningún afán de sustituir las recomendaciones
que pueda darle su médico.

Fíjese en la imagen de debajo. Es una representación tridimensional de una


molécula de colesterol.

Los químicos solemos preferir verla de esta otra guisa:


Elija la que más le gusta, así a partir de este momento ya podrá ponerle cara
cuando hablemos de él.

La mayor parte de la gente identifica el colesterol como una especie de grasa


que ingiere junto con los alimentos poco recomendables, especialmente los de
origen animal, que se acaba depositando en sus arterias si se come en
demasiada cantidad. Una imagen bastante equivocada, como iremos
descubriendo.

Técnicamente el colesterol es un lípido (técnicamente un esterol), de enorme


importancia para nuestro organismo, sobre todo para nuestras células. Para
que se haga una idea de su relevancia, le diré que forma parte de las
membranas celulares (es necesario para regular su permeabilidad) y participa
en la conducción interna de sus señales nerviosas y en las interconexiones
neuronales. Y además es un precursor de la síntesis de la vitamina D, de
hormonas y de sales biliares. Entre otras cosas. Así que la primera idea que
debe descartar es que el colesterol, esa molécula de arriba, es dañino. Al
contrario, es totalmente necesario para la vida. Por eso los estudios
epidemiológicos evidencian que un nivel de colesterol muy bajo es perjudicial
para la salud.

Los alimentos que más colesterol contienen, además del huevo y el queso, son
todos aquellos que también aportan grasas saturadas: Vacuno, cerdo, aves,
pescado y marisco. Pero, centrándonos en el colesterol que ingerimos, este es
un factor poco relevante porque nuestro cuerpo sintetiza por sí mismo la mayor
parte del colesterol que utiliza mediante un complejo proceso químico. Si no
comemos nada, lo fabrica en su totalidad. Y aunque comamos bastante
colesterol, es probable que en nuestro hígado y otros órganos se sintetice esa
misma cantidad multiplicada por tres, cuatro y hasta cinco veces, ya que
nuestro cuerpo lo necesita y utiliza en cantidades importantes.

De hecho, gran parte del colesterol que comemos lo expulsamos directamente,


debido a que suele estar mayormente esterificado, es decir, en su extremo
(extremo inferior izquierda del primer dibujo) tiene un componente adherido
que impide que sea absorbido por nuestro organismo. El colesterol que
podríamos absorber es el libre o no esterificado, que es difícil de encontrar en
cualquier alimento. Por lo tanto, en la mayor parte de las personas la cantidad
de colesterol dietético (el que se come) tiene poca relación con el nivel de
colesterol que se queda en su cuerpo o en la sangre. Sí, ha leído bien, pero lo
repito para que le quede claro: En la mayoría de las personas la cantidad de
colesterol que se come no afecta al nivel de colesterol en sangre. Lo han
demostrado numerosos estudios, como se explica en la revisiónde 2006
“Dietary cholesterol provided by eggs and plasma lipoproteins in healthy
populations”.

Otro aspecto que es importante conocer del colesterol es su forma de


desplazarse por nuestro cuerpo. La autopista que utiliza para distribuirse es
nuestro torrente sanguíneo, como otros muchos compuestos, pero la forma que
tiene de hacerlo es bastante peculiar. Al igual que ocurre con el aceite y el
agua, su naturaleza lipídica lo hace hidrofóbico, es decir, insoluble en
entornos acuosos como la sangre, así que sus moléculas no pueden mezclarse y
moverse por el interior de nuestras arterias en su estado libre. Para salvar este
obstáculo, la naturaleza ha dispuesto un inteligente mecanismo para transportar
el colesterol y otras grasas por nuestra sangre, unos recipientes en los que
puede encerrar su parte menos afín al agua: las lipoproteínas.

Las lipoproteínas son una especie de cápsulas formadas por una cubierta de
fosfolípidos, envueltas en unas proteínas llamadas apoproteínas, conteniendo
en su interior triglicéridos y colesterol. Son, en definitiva, una combinación de
proteínas y lípidos. La parte externa de esta cápsula no tiene ningún problema
con entornos acuosos, de esta forma su interior, aunque sea alérgico al agua,
se halla eficazmente aislado y se transporta con normalidad por nuestro
torrente sanguíneo.
Lipoproteína quilomicrón (fuente: Wikipedia)

Cuando estas capsulas tienen más proteínas que lípidos, son más densas. Suele
utilizarse esta propiedad, la densidad, para clasificarlas, habiéndose
establecido los siguientes y conocidos grupos (ordenados de mayor a menor
densidad): HDL (High Density Lipoprotein), LDL (Low Density Lipoprotein),
IDL (Intermediate Density Lipoprotein), VLDL (Very Low Density
Lipoprotein) y Quilomicrones. La mayor parte de la gente conoce sobre todo
dos de ellas, las HDL (como el colesterol bueno) y las LDL (como colesterol
malo), que son los términos que suelen aparecer en los análisis de sangre
rutinarios.

Realmente estas diferencias en la densidad son bastante pequeñas, del orden


del 10%. Sin embargo, las diferencias son mucho mayores al comparar sus
respectivos tamaños, siendo las HDL las más pequeñas y los quilomicrones
los más grandes. Y como regla general, las más pequeñas tienen más proteínas
y son por ello más densas que las grandes. Las más densas y pequeñas también
suelen contener mayor proporción de colesterol que de triglicéridos en su
interior.

Como ya he comentado, cada tipo de lipoproteína está envuelta o


estructurada por proteínas, en concreto por diferentes tipos de proteínas
llamados apoproteínas. Las llamadas apoproteinas A-1 (o ApoA-1) suelen
envolver las lipoproteínas más pequeñas y densas, las HDL. Y las llamadas
apoproteinas B (o ApoB) las mayores LDL, IDL y VLDL.

Es probable que tras conocer un poco mejor las lipoproteínas, se esté


preguntando por su origen. ¿Cómo nacen las lipoproteínas? Estos mini-
sumergibles rellenos de grasas se forman sobre todo en nuestro hígado y en el
intestino. Y los diferentes tipos de lipoproteínas realmente se van creando
progresivamente, partiendo de las más grandes - que son las que se crean en un
comienzo - que se van transformando en las más pequeñas según van
perdiendo contenido. Por ejemplo, del intestino surgen las de mayor tamaño,
los quilomicrones, que van cediendo al exterior triglicéridos en forma de
ácidos grasos y fosfolípidos (para que nuestro metabolismo pueda utilizarlos
para los músculos y otra gran cantidad de funciones celulares). Del hígado
salen lipoproteínas VLDL, las segundas más grandes, que también en su
camino van cediendo su carga al exterior y se van encogiendo y
enriqueciéndose en porcentaje de colesterol, hasta llegar a formarse IDL e
incluso algunas de ellas a convertirse en lipoproteínas LDL (colesterol malo).

No debe caer en el error de imaginar este sistema como algo secuencial,


progresivo y ordenado. Realmente la descripción no es más que una
simplificada explicación de lo que realmente ocurre en nuestro organismo, ya
que estos procesos están ocurriendo de forma simultánea en todo momento,
autorregulándose de forma muy compleja e intrincada.

Y ahora que sabe lo que es una lipoproteína y lo que significan las iniciales
HDL y LDL que aparecen en sus análisis de sangre, veremos cómo casar
ambas ideas.

Como ya habrá deducido, cuando analizan su sangre y calculan su colesterol,


lo que realmente están midiendo es la cantidad de colesterol que hay dentro de
esas cápsulas que flotan en su sangre, las lipoproteínas. Las técnicas de
análisis rutinarias actuales permiten separar los diferentes tipos de
lipoproteínas gracias a que están envueltas por apoproteínas diferentes, por
ejemplo ApoA-1 y ApoB. Por lo tanto, lo que realmente se calcula en estos
análisis debe entenderse de la siguiente forma:

- El colesterol total es todo el colesterol contenido en todos los tipos de


lipoproteínas juntas.

- El colesterol HDL o "bueno" (a partir de ahora lo llamaremos c-HDL,


precedido por la "c" de colesterol) es el colesterol que contienen solo las
lipoproteínas HDL (que han sido separadas gracias a su apoproteína ApoA-1
durante el análisis)

- El Colesterol LDL o "malo" (a partir de ahora c-LDL) es más difícil de


obtener separado, porque su apoproteína ApoB también la tienen las
lipoproteínas VLDL e IDL, así que no puede utilizarse para su identificación
individual. Por lo tanto se calcula mediante una fórmula más compleja,
restándole al colesterol total el resto de cantidades de colesterol que contienen
otras lipoproteínas (eliminando los que suelen tener valores muy pequeños),
en concreto las lipoproteínas LDL y VLDL. Representado como una fórmula
quedaría así:

c-LDL = (Colesterol total) - (c-HDL) - (c-VLDL)

Como se sabe experimentalmente que el c-VLDL suele ser aproximadamente la


quinta parte de la concentración de triglicéridos (TG) , la fórmula final
quedaría de la siguiente forma:

c-LDL = (Colesterol total) - (c-HDL) - (TG/5)

Por lo tanto, la medida del c-LDL es indirecta. Existen bastantes métodos


actuales para hacer esta medida directa, pero son complejos y caros, así que
no se suelen utilizar en los análisis rutinarios.

Bien, ahora ya sabe lo que realmente significan los resultados sobre el


colesterol de análisis rutinarios que le hacen periódicamente. Probablemente
el tema ha sido algo más complejo de lo que usted pensaba, pero es
especialmente importante saber de lo que hablamos si desea profundizar aún
más en el conocimiento de este compuesto. Algo que podrá hacer en próximos
apartados, así que si desea abordarlos suficientemete preparado, puede
repasar lo que acaba de aprender y seguir leyendo sobre el colesterol.
¿Cómo se relacionan el colesterol y el riesgo cardiovascular?

Si el colesterol no es dañino y fisiológicamente es muy importante, ¿a qué


viene pedirnos que lo midamos con regularidad? ¿Y alertarnos de los niveles
inadecuados? Evidentemente, los médicos tienen sus razones; se debe a su
relación con la aterosclerosis.

Empecemos repasando lo que es la aterosclerosis. Esta patología ocurre


cuando se crea la placa de ateroma en el interior de las arterias, que las
rigidiza y puede llegar a obturarlas. Se sabe que el colesterol está relacionado
con este proceso, porque cuando se extraen muestras de estas placas se
observa que tienen gran cantidad del mismo.

Progresión de ateroma (fuente: Wikipedia)

Imaginar una de nuestras arterias taponadas (lo que se llama una isquemia o
infarto) a causa de una inflamación debida a un ateroma, como el de la imagen
anterior, convence a cualquiera para no comer colesterol. Pero no se precipite,
porque el tema no es tan simple. Mucha gente entiende esta patología
imaginando que el colesterol en exceso se va depositando en el interior de la
arteria, pero realmente el proceso es mucho más complejo. Para comprenderlo
mejor hay que conocerlo con más detalle.

Volvamos a algunos conceptos previos. La pared de una arteria está formada


por varias capas y en el interior de la arteria, la primera capa que aparece es
el endotelio. Es la que está en contacto con la sangre y es debajo de esta capa
donde se genera la temida placa, que después puede ir creciendo hasta llegar
al tapón anteriormente comentado.

La secuencia resumida de lo que ocurre durante ese proceso es la siguiente:

1. Las lipoproteínas, sobre todo las que contienen apoproteínas ApoB (es
decir, las LDL, las llamadas colesterol malo), atraviesan el endotelio, se
filtran al interior y quedan retenidas debajo de esa capa.
2. En ese momento son atacadas rápidamente por células de nuestro sistema
inmunitario, especialmente macrófagos.
3. Como consecuencia, entran en proceso de oxidación y se degradan,
creándose el temido depósito lipídico que crece con el tiempo.

Hay diversas teorías, pero no se sabe con precisión por qué las lipoproteínas
LDL atraviesan el endotelio, se quedan ahí y se oxidan. Probablemente sea
consecuencia de diversos factores, pero es importante tener claro que el
problema no está en el colesterol que contiene la lipoproteína, sino en la
lipoproteína en sí misma, ya que es la que genera la reacción posterior. Como
he dicho, en la placa se puede encontrar una gran cantidad de colesterol
cristalizado porque las lipoproteínas que han sido oxidadas y degradadas lo
llevaban en su interior, no porque necesariamente el propio colesterol sea el
origen del problema.

Entonces, como hemos visto en el apartado anterior, si la medida del LDL (c-
LDL) nos indica la concentración de colesterol de nuestras lipoproteínas LDL,
¿qué valor tiene su medida en el análisis de sangre? ¿Cómo se relaciona este
indicador con el posible riesgo de desarrollo de la aterosclerosis y del
ateroma que acabamos de ver?
Antes de abordar la explicación, hay otro indicador relacionado con el LDL,
del que empezaremos a hablar a partir de ahora: El número de lipoproteínas
LDL o partículas, que llamaremos p-LDL (la p es de partícula), no indica nada
sobre el colesterol, solo se refiere a la cantidad de estas cápsulas que se
mueven por nuestra sangre.

Bien, hagamos entonces algo de historia respecto a los posibles culpables.


Debido a la correlación hallada en los estudios epidemiológicos, durante
bastantes años se ha pensado que el simple hecho de tener mucho c-LDL es
suficiente para aumentar el riesgo cardiovascular. Pero, como ya he comentado
anteriormente, correlación no significa necesariamente causalidad, y en
algunos de los estudios se habían obtenido datos contradictorios y se
planteaban preguntas que no tenían respuestas. ¿Por qué mucha gente con c-
LDL elevado no tiene problemas cardiovasculares? ¿Por qué a una cantidad
significativa de gente que se trata con drogas anti-colesterol se les consigue
reducir el c-LDL pero siguen teniendo más riesgo cardiovascular de lo que les
correspondería?

Los científicos han abordado diferentes posibilidades. Durante esta última


década muchas investigaciones se han centrado en buscar las respuestas en la
correlación entre el riesgo y el tamaño de las lipoproteínas, que como hemos
visto en el post anterior, varía bastante. Algunos resultados parecían indicar
que las lipoproteínas más pequeñas se relacionaban con un riesgo mayor y las
más grandes con uno menor. Parecía ser una vía interesante y con muchas
probabilidades.

Sin embargo, los resultados de los estudios más recientes han dado un nuevo e
importante giro, abriendo una nueva puerta: El riesgo podría aumentar
prioritariamente con el número de partículas.

Para entender este nuevo planteamiento, vamos a interpretar lo que significa e


implica tener el colesterol malo alto.

Imagine que usted acaba de recoger sus análisis de sangre y está leyendo los
resultados. Si su concentración de LDL está por encima de lo recomendado,
significa que la cantidad de c-LDL (cantidad de colesterol que contienen sus
lipoproteínas LDL) es alta, y esto podría ocurrir por dos razones:

1. Porque usted tiene muchas lipoproteínas LDL que aportan todo ese
colesterol.
2. Porque usted no tiene demasiadas lipoproteínas, pero cada una de ellas
contiene gran cantidad de colesterol.

¿Es importante si se trata de una opción o de otra? Parece que sí. Uno de los
estudios recientes más relevantes sobre el colesterol, “Clinical Implications
of Discordance Between LDL Cholesterol and LDL Particle Number” (2011),
ha confirmado lo que ya indicaban investigaciones previas: que el riesgo de
aterosclerosis está relacionado sobre todo con la opción número 1, es decir,
que depende especialmente del número de partículas (de la cantidad de
lipoproteínas), no del colesterol que contenga cada una de ellas. Así que si su
caso se engloba en la segunda opción, a pesar de tener el c-LDL elevado,
como tiene pocas lipoproteínas no tendría un riesgo mayor.

En la opción contraria, puede ocurrir que en los análisis de sangre usted haya
obtenido un nivel de c-LDL reducido. Enhorabuena. O no. Porque pueden
ocurrir dos situaciones para que esto suceda:

1. Que tenga pocas lipoproteínas LDL


2. Que tenga muchas, pero cada una de ellas contenga poco colesterol.

Siguiendo el mismo razonamiento, la primera opción estaría fuera de riesgo


directamente, porque como hemos dicho, pocas lipoproteínas = poco riesgo.
Pero la segunda, a pesar de presentar también bajos niveles de colesterol,
tiene riesgo de aterosclerosis, porque presenta muchas lipoproteínas LDL. Así
que usted podría estar pensando que está fuera de riesgo porque sus análisis
de c-LDL estaban dentro de los rangos recomendados, pero no será cierto. Mal
asunto.

Sé que todo esto es un poco trabalenguas, así que para entenderlo y


visualizarlo mejor, voy a incluir unos interesantes gráficos que aporta el
estudio original y que representan visualmente los datos y evidencias a esta
situación. Le ruego que me dedique buena parte de su atención.
Las cuatro situaciones que podrían presentarse en un análisis con LDL elevado
o bajo (que son las cuatro opciones que acabamos de ver) serían las
siguientes, redactadas en términos de lipoproteínas y colesterol:

1. p-LDL alto y c-LDL alto (muchas partículas, mucho colesterol)


2. p-LDL alto y c-LDL bajo (muchas partículas, poco colesterol)
3. p-LDL bajo y c-LDL alto (pocas partículas, mucho colesterol)
4. p-LDL bajo y c-LDL bajo (pocas partículas, poco colesterol)

En el estudio se analizó la evolución de incidentes cardiovasculares


acumulados a lo largo de los años para cada grupo, y resultó ser la siguiente:

Analicemos el gráfico y sus resultados: ¿Cuál es el grupo que menos


incidentes tiene? Pues el que está más abajo, es decir, aquellas personas que
tienen el c-LDL elevado y el p-LDL bajo. Sí, ha leído bien, algunas personas
con el c-LDL elevado son las que menos riesgo tienen. El siguiente grupo con
menos riesgo es el representado por la línea inmediatamente superior, la
segunda empezando por abajo, que son aquellos que tienen ambos niveles
bajos.

En la parte superior (la de más incidentes cardiovasculares) encontramos las


dos líneas que representan a las personas con p-LDL alto, tanto las que tienen
su c-LDL alto como las que tienen su c-LDL bajo. Sí, de nuevo ha leído bien,
algunas personas con el c-LDL bajo tienen un riesgo elevado de enfermedad
cardiovascular.

Por lo tanto, si en sus análisis de sangre su c-LDL es un valor por encima de lo


recomendado, su médico le regañará, pero puede que usted esté en el grupo de
la segunda línea empezando por arriba (le habrá regañado con razón) o en el
de la cuarta (se habrá equivocado de pleno). Y si por el contrario, sus valor de
c-LDL está por debajo del máximo recomendado, su médico le felicitará, pero
quizás usted esté en el grupo de la tercera línea (su médico ha acertado) o en
el de la primera línea (se habrá equivocado).

Y todo ello es consecuencia de que el indicador que realmente da una


información fiable del riesgo cardiovascular es el p-LDL, es decir, el que
indica el número de partículas, no el c-LDL, que solo nos habla del colesterol
que contienen. Este segundo indicador, utilizado en todos los análisis
rutinarios, es solo fiable en los casos representados por la segunda y tercera
línea, es decir, en los casos en los que entre ambos indicadores hay
concordancia (grupos 1 y 4). Si se trata de los grupos 2 y 3 (representados por
la primera y cuarta línea), diremos que hay discordancia y los resultados del
c-LDL estarán subestimando el riesgo.

Queda una pregunta más por responder para evaluar la importancia de toda
esta cuestión: ¿De qué porcentaje de afectados estamos hablando? ¿Cuánta
gente hay en cada grupo? Aunque es probable que varíe en función de las
características de la población, podemos hacernos una idea de su dimensión
con los datos del estudio antes mencionado. Sumando los dos grupos en los
que no hay concordancia (grupos 2 y 3), se deduce que aproximadamente el
20% de la población está obteniendo unos valores de c-LDL que le sirven
para más bien poco. Una de cada cinco personas. Mucha gente, pero espere:
pueden ser muchas más. El 20% puede ser un porcentaje aproximado si
hablamos de un grupo de "gente normal", si segmentamos más, el porcentaje
puede aumentar, y mucho.

Si analizamos un grupo de personas que sufren síndrome metabólico (entre un


tercio y la mitad de las obesas), la discordancia aumenta y aproximadamente
un 60% pueden estar pensando que su riesgo es uno, cuando realmente es otro
bastante mayor. O, en casos de sufrir diabetes tipo 2, ese porcentaje puede ser
todavía mayor. En el estudio de 2012 “Evaluation of low-density lipoprotein
particle number distribution in patients with type 2 diabetes mellitus with
low-density lipoprotein cholesterol <50 mg/dl and non-high-density
lipoprotein cholesterol <80 mg/dl”, se calculó que solo un 22% de los
pacientes diabéticos tienen concordancia entre su c-LDL y p-LDL.

Bien, y hasta aquí llega la ciencia, que no es poco. Si todos estos nuevos
descubrimientos se consolidan y ratifican, irán llegando a toda la comunidad
científica y se desplegarán en forma de nuevas directrices y consejos médicos.

Supongo que se estará preguntando “¿y por qué no se mide el p-LDL en lugar
del c-LDL? ¿Qué otras cosas puedo hacer para reducir mi p-LDL?” Le
recomiendo que siga leyendo…
¿Qué puedo hacer para minimizar el riesgo cardiovascular relacionado con
el colesterol?

Permítame resumirle lo que hemos hablado hasta ahora del colesterol:

- El colesterol no es malo, al contrario, es necesario para la vida.


- El colesterol se transporta por la sangre dentro de lipoproteínas de varios
tipos.
- La aterosclerosis se desarrolla por la oxidación y degradación de uno de los
tipos de lipoproteínas, las LDL, dentro de la pared arterial.
- Los últimos estudios indican que el factor principal de aumento del riesgo
cardiovascular es principalmente el número de lipoproteínas LDL (nº de
partículas), no la cantidad de colesterol que contienen.
- Sus análisis de sangre habituales muestran la cantidad de colestrol que
contienen sus lipoproteínas. Por lo tanto este indicador puede ser útil, pero en
ocasiones es ineficaz mostrando el riesgo.

Vayamos ahora a intentar responder unas cuantas preguntas habituales


relacionadas sobre cómo prevenir el riesgo:

¿De verdad no es necesario reducir mi ingesta de colesterol?

¡Lo más probable es que no! El problema no está en la cantidad de colesterol,


sino en las lipoproteínas. Además, la ciencia y los estudios dicen que en la
mayoría de los casos comer menos colesterol no tiene ningún efecto. De
cualquier forma, observe la evolución de sus análisis y coméntelo con su
médico. Seguro que se sorprende.

Entonces, ¿vale para algo el c-LDL?

Sí, claro, es un aviso de alerta. Si usted está entre el porcentaje de la


población en el que hay concordancia entre el c-LDL y p-LDL, los resultados
que obtenga le estarán mostrando el riesgo. Si en cambio los valores son
discordantes, es decir, los dos no apuntan en la misma dirección, ese aviso
tiene poco valor.
¿Por qué no se mide en los análisis rutinarios el p-LDL en lugar del c-LDL?

La respuesta es sencilla y breve: por dinero y coste. Por el momento, el


cálculo del p-LDL se realiza con tecnologías muy avanzadas y poco
disponibles. Por lo que me han comentado desde las propias empresas, en el
momento de escribir estas líneas (2013) no ofrecen servicios fuera de EEUU.
Así que de momento no parece que vaya a ser una práctica con posibilidades
de extenderse demasiado.

¿Y cómo puedo saber si mi c-LDL y mi p-LDL son discordantes?

Pues la verdad es que sin hacerse un análisis específico del p-LDL usted no
tiene forma de saber si son discordantes o no. Por suerte, la ciencia sigue
avanzando y las últimas investigaciones le pueden dar alguna pista para saber
sus probabilidades de que lo sean o no, de acuerdo a las siguientes ideas:

Se llama síndrome metabólico a la conjunción de varios factores de riesgo que


aumentan su probabilidad de contraer enfermedad cardiovascular o diabetes.
Normalmente suelen considerarse estos factores:

Obesidad
Niveles elevados de glucosa
Triglicéridos elevados
HDL bajo
Hipertensión

Pues bien, en estudios como “Increased Small Low-Density Lipoprotein


Particle Number” (2006) se ha comprobado que cuantos más factores de
riesgo se sufran, más probabilidades de discordancia habrá entre los valores
c-LDL y p-LDL.

¿Hay algún otro indicador que sea más fiable que el normalmente utilizado
c-LDL?

Si, aunque tampoco son perfectos. A mí me parece especialmente interesante


el de dividir la concentración de los triglicéridos entre el colesterol bueno
(TG / c-HDL), que debería ser menor a 3, como puede verse en estudios como
“The TG/HDL Cholesterol Ratio Predicts All Cause Mortality in Women
With Suspected Myocardial Ischemia A Report from the Women’s Ischemia
Syndrome Evaluation (WISE)” (2009).

También puede utilizar el valor de dividir el colesterol malo entre el


colesterol bueno (c-LDL / c-HDL), que también debería ser menor a 3. En
algunos análisis también se utiliza el colesterol total entre el bueno (CT / c-
HDL), con valores mejores si son inferiores a 5.

¿Y qué hay del colesterol bueno o HDL?

Se ha observado en numerosos estudios que el c-HDL elevado está


relacionado con una reducción del riesgo cardiovascular. Eso es un hecho. Se
piensa que las lipoproteínas HDL participan en lo que se llama el "transporte
inverso del colesterol", que devuelve el colesterol al hígado y que
precisamente este proceso podría estar relacionado con la reducción de dicho
riesgo. Sin embargo, no está siendo fácil encontrar cómo aprovechar
clínicamente esta situación, las recientes investigaciones no están obteniendo
respuestas aclaradoras ni resultados positivos. Hasta el momento, todos los
tratamientos desarrollados para aumentar la cantidad de c-HDL (Torcetrapib,
Niacin, Dolcetrapib) consiguen aumentar el colesterol bueno pero
médicamente han sido un fiasco: no han obtenido ninguna reducción del riesgo
cardiovascular. Por otro lado, el reciente estudio “Plasma HDL cholesterol
and risk of myocardial infarction: a mendelian randomisation study” (2012),
que analizó la evolución de personas que genéticamente tienen la suerte de
presentar el c-HDL elevado, observó que tampoco tienen menos riesgo
cardiovascular por ello .

¿Qué puede estar pasando? Nuevos estudios deberán encontrar las respuestas,
pero quizás la clave esté de nuevo en el número de partículas. En el estudio de
2012 "High-Density Lipoprotein Cholesterol and Particle Concentrations,
Carotid Atherosclerosis, and Coronary Events" se encontró que, al igual que
en el caso del LDL, la reducción de riesgo sobre todo está relacionada con el
número de partículas, no con la cantidad de colesterol. Vamos, que utilizando
la misma nomenclatura que con el LDL, lo importante parece ser la cantidad
de lipoproteínas (p-HDL), y no cuánto colesterol contengan (c-HDL). Y
precisamente es lo segundo lo que se mide en los análisis rutinarios. Es decir,
el comentado transporte inverso del colesterol estaría relacionado con el p-
HDL (y quizás también con las partículas más pequeñas), pero no con el c-
HDL.

Como resumen, el tema del HDL es más complicado de lo que puede parecer
en un primer momento y hay demasiadas preguntas sin respuestas para poder
hacer afirmaciones taxativas. Está claro que un nivel elevado de c-HDL suele
ser positivo y suele estar correlacionado con mayor protección, pero no
siempre. Y, por otro lado, de momento no hay protocolos y métodos
suficientemente probados que sirvan para elevar el número de partículas p-
HDL y consigan dicha protección. Habrá que esperar a próximos estudios.

Volviendo al LDL, ¿puedo modificar mi dieta para reducir el número de


partículas p-LDL?

La mayoría de los estudios que relacionan dieta, colesterol y enfermedades


cardiovasculares se han realizado utilizando el indicador c-LDL, así que de
momento no hay evidencias claras sobre qué estrategia dietética es favorable
para la reducción del p-LDL.

Puestos a intentar hacer algo, basándonos en estudios sobre la llamada dieta


mediterránea (como por ejemplo “A Mediterranean-style low-glycemic-load
diet increases plasma carotenoids and decreases LDL oxidation in women
with metabolic síndrome” y “A Mediterranean-style, low-glycemic-load diet
decreases atherogenic lipoproteins and reduces lipoprotein (a) and oxidized
low-density lipoprotein in women with metabolic síndrome”, ambos
publicados en 2012), todos los indicios para prevenir un elevado p-LDL
parecen inclinarse por una estrategia muy rica en verduras y frutas, suficiente
en proteínas y grasas saludables, baja en carbohidratos de rápida absorción y
refinados y adaptada a las circunstancias de cada metabolismo.

Por otro lado, también hay estudios como “Consumption of fructose and high
fructose corn syrup increase postprandial triglycerides, LDL-cholesterol,
and apolipoprotein-B in young men and women” (2011) que han encontrado
que el elevado consumo de azúcar aumenta considerablemente el número de
partículas p-LDL, especialmente si es fructosa y jarabe de maíz (High
Fructose Corn Syrup) en forma líquida, así que su reducción puede ser una
buena estrategia preventiva.

¿Y la reducción de grasas saturadas?

Numerosos estudios han probado que la reducción de grasas saturadas es


eficaz para reducir los niveles de c-LDL. Sin embargo, esta estrategia tiene
dos inconvenientes: El primero es que no sabrá con seguridad si también le
está sirviendo para reducir su p-LDL. Y el segundo es que, aunque mejore su
c-LDL, podría empeorar otros como el c-HDL. Así que mientras la siga, yo le
recomedaría vigilar también los valores de otros indicadores (ver apartados
anteriores) como el TG/HDL, el LDL/HDL o el CT/HDL

¿Puedo hacer algo más por intentar reducir el número de partículas p-LDL?

¡Sí! Aunque, por lo visto hasta ahora, es evidente que queda bastante por
investigar, varios estudios han encontrado que la práctica de ejercicio, una vez
más, sale en nuestra ayuda. Por ejemplo, en estos estudios se correlaciona una
menor cantidad de partículas p-LDL con el aumento del ejercicio físico, con
mejores resultados si es de mayor intensidad.

Acute exercise and training alter blood lipid and lipoprotein


profiles differently in overweight and obese men and women (2012)
Inactivity, exercise training and detraining, and plasma
lipoproteins. STRRIDE: a randomized, controlled study of exercise
intensity and amount (2007)
ApoB but not LDL-cholesterol is reduced by exercise training in
overweight healthy men. Results from the 1-year randomized Oslo
Diet and Exercise Study (2007)
Effects of the Amount and Intensity of Exercise on Plasma
Lipoproteins (2002)

Así que si aumenta su actividad, mejor de forma intensa, tiene muchas


probabilidades de estar matando varios pájaros de un tiro. Incluido el del
colesterol.
¿El colesterol es mejor cuanto más bajo se tenga?

Como ya he comentado anteriormente, es incesante el goteo de estudios


poniendo en duda los rangos recomendados de colesterol total que siguen
utilizándose como referencia en los análisis de sangre preventivos.
Normalmente los médicos se curan en salud y cumplen estos rangos a
rajatabla, alertándonos en cuanto el valor es mayor de 200 mg/dl e instándonos
a modificar nuestra dieta para reducirlo. Y en el peor de los casos nos llegan a
recomendar comer menos alimentos con colesterol, que tampoco suele servir
más que para desbaratarnos la dieta, porque el colesterol dietético pocas
veces afecta al colesterol en sangre, como ha quedado demostrado en infinidad
de investigaciones.

Por ejemplo, en el estudio "Low Cholesterol is Associated with Mortality


from Cardiovascular Diseases: A Dynamic Cohort Study in Korean Adults",
publicado en 2012, se realizó seguimiento de más de 12.000 personas durante
15 años. Se observó que en todos los casos el tramo de menos riesgo era el de
160-200 mg/dl. Concretando para el caso de mortalidad cardiovascular entre
hombres, el tramo de 200-240 mg/dl era el más seguro. En el tramo más bajo,
por debajo de 160 mg/dl, el riesgo aumentaba de forma significativa en todos
los casos.

También en "Low cholesterol is associated with mortality from stroke, heart


disease, and cancer: the Jichi Medical School Cohort Study" (2011), con una
muestra similar (más de 12.000 personas y 12 años de seguimiento), el
resultado fue parecido. En los valores de colesterol más bajo, los de menos de
160 mg/dl, se observó bastante más riesgo que el considerado como más
seguro (160-200 mg/dl). Por otro lado, en este estudio no se pudo encontrar un
aumento de la mortalidad en los casos de colesterol más elevado, con valores
mayores de 240 mg/dl.

En el estudio de 2008 "Serum lipids and their association with mortality in


the elderly: a prospective cohort study", sobre más de 1000 personas durante
12 años también llegaron a similares conclusiones en el tramo más bajo de
colesterol. Los investigadores sugirieron que el riesgo parecía presentar una
configuración en "U", elevado para los valores más bajos y más altos, y
resaltaron la mayor precisión del HDL (colesterol bueno) como indicador de
riesgo cardiovascular.

Otro potente studio de 2012, "Is the use of cholesterol in mortality risk
algorithms in clinical guidelines valid? Ten years prospective data from the
Norwegian HUNT 2 study" llegó a similares conclusiones. En este caso se
realizó en Noruega, haciendo seguimiento a más de 50.000 personas durante
diez años y se analizó la mortalidad total y por enfermedades
cardiovasculares. Los resultados indicaron que en el caso de hombres, los
tramos de menor riesgo (es decir, más seguros) se situaban aproximadamente
entre 200 y 230 mg/dl y en las mujeres el resultado era aún más radical y
contrario a lo aceptado hasta la fecha: A mayores valores de colesterol total,
menor riesgo.

En la siguiente imagen puede observarse una representación gráfica del riesgo


en el caso de mortalidad total, (la línea de cuadrados corresponde a los
hombres y la de rombos a las mujeres):

¿No cree que, considerando los resultados de todos estos estudios, hay razones
para replantearse los mensajes que se transmiten a la población sobre el
colesterol?
SUPLEMENTOS Y TRATAMIENTOS

“Los suplementos no son medicinas, pero se utilizan como si lo fueran”


Harriet Hall, Science-Based Medicine
¿Los suplementos de ácidos grasos omega-3 son beneficiosos?

Probablemente los suplementos de aceite con omega-3 sean los más populares
y más comprados en todo el mundo. La correlación positiva en diversos
estudios entre el consumo de alimentos ricos en estos ácidos grasos y una
mayor salud cardiovascular han impulsado a su comercialización y consumo
masivos en forma de pastillas o atractivas píldoras. Los mensajes
excesivamente optimistas lanzados por parte de investigadores, el enorme eco
que han tenido en los medios de comunicación generalistas y los parabienes de
unos cuantos defensores de algunos tipos de dietas, los han convertido en el
bestseller de los suplementos.

¿Es la evidencia científica sobre su efectividad tan destacable como lo son su


fama y popularidad? Como podrá comprobar en los siguientes párrafos, su
rigor y eficacia parecen moverse en planos bastante diferentes.

En 2013 se publicó el completo meta-análisis “Association Between Omega-3


Fatty Acid Supplementation and Risk of Major Cardiovascular Disease
Events-A Systematic Review and Meta-analysis”, haciendo una revisión de la
evidencia científica existente sobre los beneficios del aumento de los ácidos
omega-3 en la dieta para la prevención de la mortalidad y las enfermedades
cardiovasculares. Este trabajo estuvo centrado en revisar los estudios de
intervención en los que los sujetos analizados eran personas que, tras sufrir
alguna enfermedad cardiovascular, habían sido tratados como medida
preventiva con un aumento de omega-3 (lo que se llama prevención
secundaria), sobre todo mediante suplementos.

Y el resultado fue bastante contundente: No se encontraron evidencias


suficientemente sólidas de beneficios entre aquellas personas que tomaron
estos suplementos respecto a las que no lo hicieron.
Como pequeña sorpresa añadida, el estudio tampoco encontró beneficios
claros para el aumento de la ingesta de ácidos grasos omega-3 obtenidos
mediante dieta. Algo bastante inesperado, ya que a menudo se le suele dar un
valor extra a este componente cuando se toma desde alimentos. Para este
aspecto concreto se consideraron solo dos estudios, pero son bastante
masivos, siendo por lo tanto y por el momento la evidencia más sólida que
existe.

No es el primer estudio de este tipo que llega a similares conclusiones. En


2006 British Medical Journal publicó “Risks and benefits of omega 3 fats for
mortality, cardiovascular disease, and cancer: systematic review”, en el que
los autores, tras hacer una revisión sistemática, no pudieron encontrar claros
beneficios en el consumo de estos ácidos grasos para prevenir la mortalidad
de enfermedad cardiovascular o cáncer.

En mi opinión, estos estudios ponen de manifiesto que muchos de los recursos


que se gastan en suplementos del ámbito de la medicina complementaria (que
tiene poco que ver con la medicina de verdad), son un verdadero despilfarro,
por no decir engaño; que tienen mucho de marketing y poco de ciencia; que no
aportan nada que no haga una alimentación saludable; y que se aprovechan del
marketing del miedo o del famoso "mal no me va a hacer".

De hecho, creo que es probable que incluso el efecto sea el contrario, ya que
la gente puede dejar de comer de forma adecuada al sentirse cubierta con
suplementos. O sentirse atraída por alimentos altamente procesados y con
ingredientes indeseables y poco recomendables, pero que muestran en su
publicidad que también han sido suplementados con tal o cual mineral o
vitamina.
¿Los suplementos con antioxidantes previenen enfermedades o el
envejecimiento?

Parece que el concepto de oxidación, asociado al envejecimiento, despierta


cierta fascinación…o morbo. Cada poco tiempo se suele publicar alguna
noticia mencionando tal o cual estudio en su favor y especulando sobre sus
maravillosas propiedades. De nuevo, al igual que en el caso de las grasas
omega-3, el negocio y la industria que hay detrás son muy poderosos y mueven
una enorme cantidad de dinero y de medios de comunicación. Incluso algunos
profesionales de la vida sana más o menos rigurosos que los recomiendan con
efusividad, suelen disponer de una importante fuente de ingresos con la venta
de productos y suplementos relacionados con sus teorías.

La explicación simplificada que suelen presentar los medios de comunicación


generalistas nos dice que los antioxidantes impiden la oxidación y desactivan
los radicales libres y, por lo tanto, retrasan el envejecimiento y pueden
prevenir diversas enfermedades, incluso el cáncer. Por su parte, la ciencia
conoce y ha identificado buena parte de sus procesos químicos aislados, pero
su impacto y resultado final en la enorme maraña bioquímica que es nuestro
organismo no es tan sencillo de evaluar.

Más allá de las teorías e hipótesis, en este caso la epidemiología es


especialmente útil, ya que tanto mediante ensayos observaciones como con
ensayos de intervención podemos analizar si la ingesta de suplementos, es
decir, de los antioxidantes aislados, tiene alguna ventaja en la prevención de
enfermedades o en el retraso de la mortalidad. Afortunadamente la iniciativa
Cochrane, ha realizado unos cuantos trabajos sobre el tema, analizando en
profundidad una gran cantidad de estudios de todo tipo, que creo que son
suficientes para llegar a conclusiones sólidas.

Estas son las principales, organizadas por temas y enfermedades:

Cáncer: En 2008 los investigadores que participaron en la revisión


"Antioxidant supplements for preventing gastrointestinal cancers" no
encontraron evidencias de que pudieran prevenir el cáncer gastrointestinal,
por el contrario, vieron que se asociaban con un aumento de la mortalidad.

Enfermedades oculares: Las revisiones de 2012 "Antioxidant vitamin and


mineral supplements for preventing age-related macular degeneration" y
"Antioxidant vitamin and mineral supplements for slowing the progression of
age-related macular degeneration" concluyeron que no había pruebas de que
los suplementos de vitaminas y antioxidantes pudieran ser útiles para prevenir
la degeneración macular, aunqu sí podrían servir para retrasar su avance una
vez que había comenzado. De la misma forma, en 2012 se publicó
"Antioxidant vitamin supplementation for preventing and slowing the
progression of age-related cataract", concluyendo que tampoco servía para
prevenir o retrasar la aparición de cataratas.

Mortalidad: Como remate y resumen global, en 2012 se publicó “Antioxidant


supplements for prevention of mortality in healthy participants and patients
with various diseases” analizando cómo afectaban los suplementos con
antioxidantes tanto a personas sanas como a personas con diversas
enfermedades. Los resultados fueron poco optimistas, por decirlo suavemente.
La mortalidad era mayor entre quienes consumían los antioxidantes más
populares, beta caroteno, vitamina A o vitamina E.

Hay más revisiones y estudios con resultados similares, pero creo que con los
de Cochrane son suficientes, ¿no cree? Y me parece que no necesitan más
comentarios.
¿Los alimentos funcionales aportan valor nutricional añadido?

Buceando un poco por internet puede encontrar diversas definiciones de lo que


son alimentos funcionales, que pueden ser útiles para que entienda a qué
productos nos referimos:

“Un alimento se puede considerar funcional si se demuestra científicamente


que beneficia a una o varias de las funciones orgánicas, mejorando el
estado general de salud y reduciendo el riesgo de padecer enfermedades”.

"Son alimentos a los que se les ha adicionado un nutriente, una sustancia o


un componente que no es un nutriente, para producir algún efecto
beneficioso en salud, generando con esto una nueva función, distinta o
complementaria, a las funciones ya conocidas para ese alimento".

En 2003 la OCU (Organización de Consumidores y Usuarios) publicó un


informe sobre estos alimentos realizado por expertos en nutrición,
concluyendo que, a pesar de ser bastante más caros, tenían más buen poca
utilidad para la salud. En concreto, los autores resumieron lo siguiente:

- Los que ayudan a tus defensas: Ayudan más bien poco (o nada). Y cuando se
dejan de tomar, se acabó el posible efecto.

- Los que tienen soja: Según estudios americanos la soja es saludable (si está
acompañada de una dieta saludable, pero estos alimentos tienen tan poca
(menos de 2 gr) que su efecto sería despreciable. Habría que ingerir en
grandes cantidades el alimento en cuestión para poder llegar a la cantidad
significativa de soja (25 gr diarios), en cuyo caso habría que tener también en
cuenta el efecto del resto de los componentes (grasas, azúcares...),
probablemente no tan positivo.

- Los que bajan el colesterol o la tensión: Pueden tener algún efecto positivo,
pero tomándolos con precaución y siempre que además se siga una dieta
adecuada, se haga deporte, etc. Aunque le recomiendo que se lea el apartado
sobre el colesterol para conocer opciones mucho mejores.
- Los enriquecidos nutricionalmente: Exageran enormemente. Las cantidades
de nutrientes añadidos (cereales, fruta, verdura) son muy pequeñas, y muy
inferiores a las recomendadas.

- Los que ayudan a reducir la grasa: Además de que su supuesto efecto es


mínimo, especialmente en personas con sobrepeso, obvian que no se reduce el
peso corporal y que es necesario hacer dieta. Parecido ocurre con los que
declaran reducir el apetito aumentando la sensación de saciedad. La cantidad
de fibra es tan baja, que es imposible un efecto de saciedad por ingesta de la
misma.

Resumiendo, que no curan ni solucionan problemas de salud y que si no se


lleva una vida sana, no sirven para nada. Y si se lleva, añado yo,
probablemente tampoco.
¿Funcionan los suplementos para aumentar el rendimiento deportivo son
efectivos?

El culto al cuerpo y la adoración al deporte y a los deportistas han creado un


colectivo cada día más numeroso de personas con una especial atracción por
el ejercicio físico y por productos que, supuestamente, ayudan a conseguir la
envidiada figura que lucen los ídolos musicales o cinematrográficos. Con una
mezcla de diseño cool, sabor explosivo y mensajes engañosos, en gimnasios,
centros de fitness e incluso supermercados, se venden una enorme cantidad de
bebidas, batidos, pastillas y accesorios dirigidos a este cliente, un objetivo
muy buscado por los responsables de marketing.

Basta darse una vuelta por cualquier foro temático sobre fitness en internet
para conocer los intensos y detallados debates que generan las consultas y
opiniones sobre todo tipo de productos dirigidos a aumentar el rendimiento
deportivo. El intercambio de información es tan abundante como subjetivo, ya
que el “a mi me funciona” suele ser la tónica general a la hora de hacer
valoraciones y dar consejos.

A todos ellos les recomendaría leer el estudio que se publicó en 2012 en


British Medical Journal, "The evidence underpinning sports performance
products: a systematic assessment", una revisión del rigor y la efectividad de
este tipo de productos (suplementos, bebidas, ropa, calzado, accesorios),
analizando cómo se publicitan, las propiedades o ventajas que prometen y los
estudios que las soportan o demuestran. Los autores seleccionaron más de 100
productos muy variados y que prometían aumentar el rendimiento mediante
unas 150 propiedades o ventajas.

Los resultados, como algunos nos temíamos, no pueden ser más


desalentadores:

La mitad de esas supuestas ventajas no tenían ningún tipo de


referencia o estudio que las demostrara.
De los estudios disponibles, ninguno tenía el nivel 1 de
rigurosidad exigible (de acuerdo a los diferentes niveles posibles
consensuados en el mundo investigador).
Sólo el 4% de los estudios pueden considerarse de alta calidad y
con bajo riesgo de sesgo.
El 84% de los estudios tiene un elevado riesgo de presentar
sesgo.

Pero esto no es todo. La revista aprovechó la ocasión para hacer una especie
de sorprendente e inesperado dossier temático y también publicó
simultaneamente otros artículos-revisiones relacionados con el tema, escritos
por expertos:

- "The truth about sports drinks” (La verdad sobre las bebidas deportivas)"

- "Mythbusting sports and exercise products” (Cazando mitos sobre


productos deportivos)"

- "How valid is the European Food Safety Authority’s assessment of sports


drinks?” (¿Qué validez tiene la evaluación de la autoridad para la seguridad
alimentaria europea de las bebidas deportivas?)

- "Role of hydration in health and exercise” (El rol de la hidratación en la


salud y el ejercicio)"

- “To drink o not to drink recommendations: The evidence” (Recomendacion


sobre beber o no beber: la evidencia).

Y, en todos y en cada uno de ellos, lo que se concluyó estuvo muy alineado con
lo comentado en el primero; mucho marketing y pocas pruebas. La mayoría de
estos productos son más falsos (o inútiles) que una moneda de tres euros.

Así que piénseselo mucho antes de gastar su dinero en algo cuyo único mérito
probablemente sea aprovechar el efecto placebo.
¿Los edulcorantes son tóxicos o cancerígenos?

Antes de profundizar en la pregunta de este apartado, me parece oportuno


hacer unas reflexiones previas.

Una de las formas más toscas y simples de vender un producto, un servicio o


una idea es criticando a la competencia. Aunque una de las reglas más básicas
del marketing afirma que para convencer a alguien de que algo es bueno nunca
hay que hacerlo a costa de reprobar a su más directo competidor, es un método
al que se recurre a menudo. Realmente este comportamiento surge cuando no
se puede demostrar que algo tiene valor por si mismo (lo cual lo devalúa
automáticamente), pero hay que reconocer que si la crítica negativa es
especialmente exagerada o se mezcla con el miedo, llega hasta nuestros
instintos más primarios y nos acaba influyendo.

Así que los vendedores de milagros (tratamientos, productos, dietas,


suplementos...) utilizan mucho este recurso. A menudo insinúan o directamente
afirman que todos sus competidores venden veneno, productos tóxicos,
compuestos peligrosos o ideas dañinas. Y el caso de los edulcorantes que
sustituyen al azúcar no es una excepción.

La situación de los edulcorantes artificiales ha evolucionado de forma curiosa.


Cuando empezaron a utilizarse, en la época del auge de lo light, parecían ser
el milagro sin calorías que solucionaría la epidemia de obesidad. También
eran especialmente útiles para personas diabéticas, que podían seguir
saboreando el sabor dulce sin temer por sus niveles de azúcar en sangre. Los
años pasaron, la epidemia de obesidad aumentó y las mencionadas
acusaciones sobre ellos empezaron a hacerse populares, pasando de héroes a
villanos en relativamente poco tiempo. Así que en la actualidad gran cantidad
de gurús y charlatanes del entorno de las dietas que desarrollan teorías
basándose en la pseudomedicina suelen arremeter contra los sustitutos
artificiales del azúcar, achacándoles todo tipo de efectos terribles.

¿Hay algo de cierto en todo lo que afirman? ¿Tenemos razones para


preocuparnos? Vamos a comprobarlo en las siguientes páginas.
El aspartamo

Entre los llamados sustitutos del azúcar utilizados en los alimentos, los más
utilizados en nuestro país son aspartamo, ciclamato, sacarina, stevia y
sucralosa. En primer lugar voy a centrarme en el aspartamo, clasificado como
aditivo con el código E951, ya que suele ser uno de los más vapuleados por
los citados amantes del marketing del miedo. Supongo que el hecho de que
Coca Cola lo utilice mucho y que Monsanto lo fabricara durante un tiempo
tendrá bastante que ver.

De cualquier forma, quiero adelantar que todos ellos han pasado rigurosos
procesos de aprobación por parte de organismos y agencias especializadas en
seguridad alimentaria en muchos países, que revisan la evidencia científica
existente mediante sus paneles de expertos y que finalizan con
recomendaciones calculadas con unos márgenes de seguridad muy amplios,
decenas e incluso centenares de veces mayores que los consumos normales.
Como es habitual, en la web de la EFSA (la Agencia Europea de Seguridad
Alimentaria) se pueden conocer un poco más los requisitos y pasos seguidos
para ello.

Para empezar con el aspartamo lo voy a tener bastante fácil, porque la EFSA
ha publicado a principios de 2013 su último informe sobre el mismo. El
estudio completo son más de 200 páginas, con unas conclusiones bastante
claras: No hay pruebas de que el aspartamo por debajo de las cantidades
máximas establecidas (menos de 40 mg /kg de peso) cause ningún daño ni
problema para la salud y puede considerarse seguro con un gran margen de
confianza. Solo se han encontrado evidencias de algún posible efecto negativo
en el feto de mujeres embarazadas que sufran fenilquetonuria (PKU), una
enfermedad muy poco frecuente.

La EFSA también ha publicado una web respondiendo a FAQ’s o preguntas


frecuentes, que incluye respuestas a interesantes cuestiones, como la razón
para hacer la revisión, resumen de las conclusiones, tipos de estudios
incluidos, etc.
Los estudios más polémicos

Sin embargo, estoy seguro que muchos de ustedes habrán leído que existen
estudios con pruebas de que este aditivo provoca enfermedades muy graves,
especialmente si visitan las páginas de quienes afirman cosas como las que he
descrito en los párrafos anteriores (y que muy a menudo venden sus propias
alternativas). Así que vamos a ver cuáles son y qué ocurrió con ellos.

Uno de los polémicos estudios más citados se publicó en 1996 "Increasing


brain tumor rates: is there a link to aspartame?". Sus autores relacionaron el
aumento de tumores cerebrales con el aspartamo y tuvo gran repercusión. Sin
embargo, una buena cantidad de científicos criticaron las conclusiones, ya que
se trataba de un estudio observacional, se habían elegido las fechas más
adecuadas de las estadísticas para llegar a la conclusión buscada y no
aportaba ninguna prueba sólida que realmente demostrara una causa-efecto.
Simplemente había cierta correlación. Además, no se hizo con suficiente rigor
un análisis del efecto que podía haber tenido el desarrollo de los nuevos
métodos de diagnóstico de tumores que se implementaron durante aquellos
años, que al ser más sensibles y precisos, aumentaron considerablemente la
detección de este tipo de dolencias, como se explica en la revisión que hizo
posteriormente la agencia de seguridad alimentaria francesa AFSSA en 2002.
También se publicaron varios artículos científicos haciendo hincapié en la
falta de rigor del estudio, como "Statistical and epidemiological treatment of
the SEER incidence data", "Brain tumors and artificial sweeteners? A lesson
on not getting soured on epidemiology" o "Increasing brain tumor rates: is
there a link to deficit spending?"

Poco después, en 1997, se publicó el estudio "Aspartame consumption in


relation to childhood brain tumor risk: results from a case-control study",
que sugería posibles efectos cancerígenos tras relacionar tumores cerebrales
en niños con su consumo. Pero de nuevo se trataba de un estudio
observacional y de los menos fiables para deducir causa-efecto. En concreto
era de los llamados caso-control, que son aquellos que utilizan datos
obtenidos en un momento puntual, no en un periodo de tiempo. Así, que, una
vez más, la causalidad no se pudo demostrar, como confirmó el panel de
expertos franceses de la AFSSA en su informe de 2002. Además, el panel
estudió las estadísticas epidemiológicas francesas sin encontrar ninguna
relación entre el consumo de aspartamo y el aumento de los tumores.

En 2006 el tema se animó bastante. Podría considerarse que empezó una


especie de batalla entre un grupo de investigadores italianos liderados por
Morando Soffritti y los expertos de las agencias de seguridad. El estudio
"Results of long-term carcinogenicity bioassay on Sprague-Dawley rats
exposed to aspartame administered in feed" fue el primero de una serie que
asoció el aspartamo administrado en ratas con tumores. Como respuesta, el
comité de expertos de la EFSA se reunió y analizó este estudio en 2006,
publicando sus conclusiones en el informe de 44 páginas "Opinion of the
Scientific Panel on Food Additives, Flavourings, Processing Aids and
Materials in contact with Food (AFC) on a request from the Commission
related to a new long-term carcinogenicity study on aspartame".
Concluyeron que los casos de tumores y otros daños que se presentaban en el
estudio era probable que se debieran a otras cuestiones relacionadas con el
diseño de la investigación y que no se aportaban pruebas suficientes para
pensar que existía un efecto carcinógeno.

Posteriormente, en 2007, en otro estudio con ratas de Soffritti se llegó a


conclusiones similares, "Life-span exposure to low doses of aspartame
beginning during prenatal life increases cancer effects in rats". De nuevo,
como respuesta, los expertos de la EFSA se reunieron y lo analizaron en 2009,
publicando el informe "Updated opinion on a request from the European
Commission related to the 2nd ERF carcinogenicity study on aspartame,
taking into consideration study data submitted by the Ramazzini Foundation
in February 2009". Y de nuevo concluyeron que la información aportada y la
metodología del estudio no eran lo suficientemente rigurosos como para
demostrar nada, con resultados pobres y poco sólidos.

Aquí no acabó la cosa y en 2010 Soffritti y su equipo publicaron "Aspartame


administered in feed, beginning prenatally through life span, induces
cancers of the liver and lung in male Swiss mice", con resultados que
mostraban un aumento de tumores hepáticos y de pulmón en ratas. Para darle
respuesta, los expertos de la EFSA volvieron a reunirse en 2011 y como
conclusión publicaron "Statement on two recent scientific articles on the
safety of artificial sweeteners". Una vez más opinaron que los resultados no
eran suficientemente concluyentes para pensar que el aspartamo era
carcinógeno. Por ejemplo, la cantidad de tumores identificados era pequeña y
estaban dentro del rango de tumores normal entre ese tipo de animales, que
además eran muy susceptibles a sufrirlos de forma espontánea. Y, por otro
lado, los tumores solo aparecieron en los machos, no en las hembras.

Independientemente de esta pequeña batalla, también en 2010, se publicó otro


estudio, “Intake of artificially sweetened soft drinks and risk of preterm
delivery: a prospective cohort study in 59,334 Danish pregnant women”, que
encontró una asociación entre el consumo de bebidas edulcoradas con
aspartamo y los partos prematuros en mujeres danesas. También los expertos
de EFSA analizaron la investigación en este documento y concluyeron que al
ser un estudio observacional (y el único que había llegado a esas
conclusiones) no podía deducirse la causalidad.

En resumen, las pruebas más conocidas y populares en contra del aspartamo


son tres estudios observacionales aislados en los que no se puede hablar de
causalidad y otros tres estudios realizados sobre ratas realizados por un solo
equipo, con resultados que nunca han sido confirmados por otros grupos.
Todos ellos han sido analizados y revisados sistemáticamente por grupos de
expertos, habiéndose considerado no relevantes.

El resto de estudios

Si yo terminase en este punto - que es lo que suelen hacer algunos - es posible


que a usted le pueda quedar alguna duda sobre su seguridad. Quizás sea cierto
que las polémicas investigaciones son pocas y algo pobres
metodológicamente, pero...¿y si tienen razón?

La realidad es que hasta el momento solo le he contado una versión de la


historia y una parte ínfima de toda la evidencia científica existente. La otra
parte, la que los usuarios del marketing del miedo no cuentan nunca, es que hay
muchísimos estudios realizados por numerosos investigadores de todo el
mundo, similares a los anteriores e incluso más rigurosos y relevantes, que no
han encontrado ningún tipo de efecto negativo en el aspartamo desde el punto
de vista de la seguridad. Y cuando digo muchos, quiero decir realmente
muchos.

Por ejemplo, la agencia francesa en su evaluación de 2002 seleccionó y revisó


500 estudios. La FDA americana ha realizado varias revisiones. El Scientific
Committee on Food (SCF) de la Comisión Europea hizo evaluaciones en 1985
y 2002, la EFSA en 2013. Evidentemente, no voy a incluir todos los estudios
que analizaron cada uno de ellos porque la lista sería interminable, pero para
que se haga una idea le diré que en la última reevaluación de la EFSA se
incluye una tabla con más de 40 páginas con decenas y decenas de estudios de
intervención, realizados con ratas, conejos, perros y monos a los que se les
administró durante largos periodos de tiempo concentraciones de aspartamo
cientos de veces superiores a las que solemos ingerir las personas (los
estudios de este tipo trabajan con concentraciones muy superiores a las
máximas recomendadas para humanos). Además de una buena cantidad de
estudios observacionales sobre personas.

Y la enorme mayoría de ellos tienen una característica común: no identificaron


ningún efecto adverso relacionado con su consumo. Lo repito, para que quede
claro: Prácticamente todos los estudios en los que se admninistraron
elevadísimas cantidades de aspartamo a animales finalizan sin ningún efecto
negativo.

¿Pero de qué "está hecho" el aspartamo?

Tras la visión epidemiológica, me gustaría terminar con un poco de química,


dedicado a aquellos que utilizan el calificativo de artificial, sintético o
químico sobre el aspartamo, como sinónimo de tóxico o venenoso.

El aspartamo es un compuesto relativamente sencillo, un metil-ester de un


dipétido. Es decir, está formado por dos aminoácidos unidos, sin más
sofisticación química.

Cuando llega a nuestro estómago y lo digerimos, se deshace en sus


componentes esenciales, los dos aminoácidos, además del metanol, como
producto del proceso de hidrólisis en un entorno ácido. Dichos aminoácidos
son el ácido aspártico y la fenilalanina. Antes de apuntarlos en su lista de
indeseables, debe saber que ambos forman parte de muchos alimentos
naturales. El primero está presente en carnes y vegetales y el segundo es un
componente importante de la leche materna de los mamíferos.

El tercero, el metanol, es en efecto tóxico, ya que durante su metabolización se


producen formaldehído y ácido fórmico, también tóxicos. Pero la toxicidad
depende de la concentración y en este caso sería necesario hablar de
concentraciones bastante mayores de las que puede alcanzar tomado aspartamo
como aditivo. De hecho, el metanol también es un componente que aparece
cuando digerimos muchos alimentos naturales. Por ejemplo, el metanol
llegará a su organismo en cantidades significativas desde los vegetales y las
frutas frescas, así como desde zumos de fruta y bebidas fermentadas. Y como
se detallaba en el estudio de 1997 “Endogenous Production of Methanol
after the Consumption of Fruit”, un kilo de manzanas puede aportarle casi
diez veces más de metanol que el aspartamo que encontrará en medio litro de
refresco edulcorado.

En definitiva: Un puñado de estudios - muy criticados por gran cantidad de


expertos - que sugieren riesgo, contra decenas e incluso cientos de estudios,
que concluyen que no hay riesgo probado. Y tres componentes que se generan
al digerir el aspartamo, muy frecuentes en otros alimentos naturales. Desde el
punto de vista de la seguridad, esto es lo que dice la ciencia.

Sacarina

La sacarina fue el primer edulcorante que se comercializó masivamente y en la


actualidad se utiliza con frecuencia mezclado con aspartamo o ciclamato. En
la unión europea tiene el código de aditivo E954.

Ha estado marcada durante años, sospechosa de estar relacionada con un


aumento del riesgo de cáncer de vejiga, principalmente por los resultados de
un estudio realizados sobre ratones, "Differences in susceptibility to sodium
saccharin among various strains of rats and other animal species”. Algún
estudio más también identificó ese aumento de riesgo, por ejemplo "Chronic
toxicity and carcinogenicity to the urinary bladder of sodium saccharin in
the in utero-exposed rat" e “Histopathological evaluation of rat urinary
bladders from the IRDC two-generation bioassay of sodium saccharin”.

Como consecuencia de estas investigaciones, apareció durante unos años en


las listas de aditivos con posibilidad de riesgo. Pero posteriores
investigaciones han ido aportando luz sobre el tema y han descartado que esos
resultados se debiesen a efectos carcinógenos de la sacarina. En concreto, se
comprobó que ese aumento de riesgo era exclusivo de los roedores, ya que
presentan en su orina un conjunto de factores específicos que provocan el
cáncer de vejiga: elevado pH y alta concentración de fosfato cálcico y
proteínas. Como consecuencia, en presencia de altas concentraciones de
sacarina se generan microcristales en la vejiga contra los que el cuerpo lucha,
sobre-produciendo células de reparación que dan lugar a tumores. Una prueba
de este mecanismo se evidenció en el estudio "Tumorigenicity of sodium
ascorbate in male rats" en el que se observó que al dar a las ratas vitamina C
también aumentaba la aparición de tumores de este tipo porque se repetían las
mismas condiciones.

De hecho, otros estudios con otro tipo de animales y con personas no han
encontrado riesgos de cáncer de vejiga por la ingesta de sacarina. Estos son
algunos ejemplos:

Long-term feeding of sodium saccharin to nonhuman primates:


implications for urinary tract cancer (1998).
Bladder cancer mortality in England and Wales in relation to
cigarette smoking and saccharin consumption (1974).
Bladder cancer mortality in diabetics in relation to saccharin
consumption and smoking habits (1992).
Intra-uterine exposure to saccharin and risk of bladder cancer
in man. (1981)

Tras evaluar estas y otras abundantes evidencias, las diversas agencias


americanas hace años que decidieron rectificar, eliminando la sacarina de sus
listas de posibles carcinógenos y considerar su consumo seguro dentro de los
límites establecidos. El comité JECFA (Joint Expert Committee on Food
Additives) de la OMS también aprobaron su consumo en 1993 y el comité
SCF (Scientific Committee on Food) de la Unión Europea en 1995.

Ciclamato

Al igual que le ocurrió a la sacarina, como el estudio anteriormente


mencionado con las ratas tenía una mezcla 10:1 de ciclamato y sacarina, el
ciclamato (E952) también entró en la lista de apestados. Y, como
consecuencia, fue prohibido en varios países. De igual forma, tuvieron que
llegar posteriores estudios como "Long-term toxicity and carcinogenicity
study of cyclamate in nonhuman primates" para ir descartando posibles
riesgos (normalmente realizados mezclado con la sacarina, que es como suele
tomarse).

Finalmente, tras las consiguientes reevaluaciones y análisis de estudios


complementarios, tanto la OMS (mediante su comité JECFA) y la Unión
Europea mediante su Scientific Committee on Food SCF aprobaron su
consumo, estando en la actualidad permitido en la mayor parte del mundo,
excepto en EEUU (sin que se sepa muy bien por qué, sigue prohibido y su
petición de cambio está en suspenso en la FDA).

Sucralosa

La sucralosa (con nombre comercial Splenda), conocida en Europa con el


código de aditivo E955, es conocida por su estabilidad, lo que permite
utilizarla para cocinar a altas temperaturas. Gracias a esta característica ha
conseguido hacerse rápidamente un buen hueco en el mercado.

También ha sido evaluada por las diferentes agencias alimentarias, por


ejemplo el comité JECFA de la OMS en 1991 y el comité SCF de la Unión
Europea en 1989 y en 2000. Destacar que el comite SCF decidió no aprobarla
en su primera evaluación por unos estudios que la relacionaron con posibles
daños en el sistema inmunitario. Posteriormente, en el 2000, si se consiguió la
autorización, y el SCF emitió un informe con todas las explicaciones
necesarias.

Tras su aprobación, posteriores estudios han seguido analizado su seguridad, y


en la práctica totalidad de ellos no se han encontrado efectos adversos para
las cantidades recomendadas, como se confirma en las revisiones "An
overview of the safety of sucralose" (2009), "Expert panel report on a study
of Splenda in male rats" (2009)

Stevia

Al tratarse del extracto de una planta, la stevia es el edulcorante que se vende


como la opción natural. Evidentemente, como ya imaginarán los lectores, ese
argumento no es suficiente para asegurar su inocuidad, dada la enorme
cantidad de plantas con componentes tóxicos que podemos encontrar en la
naturaleza.

Al igual que el resto, la stevia ha superado las autorizaciones pertinentes por


parte de las agencias correspondientes, entre ellas la FDA y la EFSA (código
de aditivo E960), para que pueda comercializarse con normalidad. Aunque, lo
cierto es que también ha tenido algún tropezón que otro. El comité europeo
SCF no autorizó su consumo en las evaluaciones de 1985, 1989 y 1999 por
diversos motivos, entre los que estaban la falta de información suficiente y de
calidad que les permitiera evaluar su composición y falta de efectos negativos.
Por supuesto, algunos creen que estos obstáculos se deben a las presiones de
la industria y de las grandes multinacionales y conspiranoias similares. Se
olvidan que también otros edulcorantes tuvieron problemas parecidos y que
Natreen, que también la comercializa, es una marca de la multinacional Sara
Lee.

Por cierto, que quede claro que lo que se ha aprobado en este caso es el
consumo de uno de sus componentes extraídos, el glicósido de esteviol, no de
la planta completa, ya que en ese caso debería superar la autorización como
alimento (no como aditivo), que es mucho más dura y exigente.

Conclusiones

No hay pruebas científicas que nos puedan hacer pensar que alguno de los
edulcorantes autorizados es poco seguro desde el punto de vista toxícológico y
de seguridad alimentaria, ya que todos ellos han tenido que pasar rigurosos
procesos de aprobación y se someten a seguimiento epidemiológico con cierta
frecuencia. Incluso el National Cancer Institute, el instituto norteamericano
oficial que lucha contra el cáncer, dispone de una web específica sobre estos
productos para informar de la ausencia de riesgo asociados a esta enfermedad,
supongo que debido a las numerosas consultas que habrán tenido al respecto.
Así que puede tomar cualquiera hasta sus cantidades máximas recomendadas
(que suelen ser muy superiores a las habituales) sin temor.

Por lo tanto, no debería hacer caso del marketing del miedo utilizado por
algunos. La elección de su edulcorante favorito, más que en términos de
peligrosidad o de supuestos daños para la salud, debería basarse términos de
gustos personales (hay diferencias en los sabores), precio o necesidades
culinarias (temperaturas, acabados, etc.).
¿Los edulcorantes ayudan a adelgazar o engordan?

Tras confirmar la seguridad de los edulcorantes, es momento de confirmar si


son herramientas útiles para prevenir o reducir el sobrepeso.

Para responder a esta cuestión, seguiré las pistas de las más recientes
revisiones científicas publicadas que han profundizado en los últimos estudios
sobre el tema. Muchas de ellas son de acceso libre, por lo que si lo desea
podrá localizarlas fácilmente en internet y consultarlas en su totalidad.

Estas son las que voy a utilizar como soporte fundamental:

The Use of Low-Calorie Sweeteners by Adults: Impact on Weight


Management (2012)
Sweetness, Satiation, and Satiety (2012)
A systematic review on the effect of sweeteners on glycemic
response and clinically relevant outcomes (2011)
High-Intensity Sweeteners and Energy Balance (2011)
Nonnutritive sweeteners, energy balance and glucose
homeostasis (2011)
Artificial sweetener use among children: epidemiology,
recommendations, metabolic outcomes, and future directions (2011)
Artificial Sweeteners: A systematic review of metabolic effects in
youth (2010)
Nonnutritive sweetener consumption in humans: effects on
appetite and food intake and their putative mechanisms (2009)
Intense sweeteners, energy intake and the control of body weight
(2007)
Usefulness of artificial sweeteners for body weight control
(2003)

Aunque hay algunas diferencias en matices y detalles, yo resumiría sus


conclusiones con las siguientes ideas:

- Corto-medio plazo: Los estudios de intervención aleatorios a corto-medio


plazo obtienen resultados diversos y bastante heterogéneos. Analizando la
globalidad, podría decirse que son mayoría los que encuentran utilidad al uso
de edulcorantes, concluyendo que al utilizarlos como sustitutos del azúcar se
consigue una reducción de la energía ingerida y, con frecuencia, pérdidas
significativas (pero modestas) de peso. En niños, este resultado es menos
claro y los resultados son menos concluyentes, ya que parece que su
metabolismo tiende a compensar esta carencia de calorías provocando
mayores ingestas de otros alimentos. A medio plazo, estas pequeñas
reducciones de peso se minimizan e incluso desaparecen

- Largo plazo: Los estudios epidemiológicos observacionales a largo plazo


también obtienen resultados heterogéneos. Hay de todo y son mayoría los que
no encuentran relación entre ambos factores y los que asocian un mayor
consumo de edulcorantes con un mayor peso. De cualquier forma, como suele
ocurrir con este tipo de estudios en los que no hay intervención, no se puede
deducir con seguridad la causalidad, ya que en este caso la gente con más
sobrepeso suele tomar más refrescos ligh" sin que por ello tenga que ser este
comportamiento el responsable final de su obesidad.

- Relación con el apetito y otros factores: La mayoría de los estudios no


encuentran relación entre los edulcorantes y el apetito, aunque en la globalidad
también se obtienen resultados irregulares y variados. Hay unos pocos que
parecen identificar cierta asociación con un aumento del mismo, pero también
otros llegan a la conclusión contraria. Por otro lado, parece que los
edulcorantes no generan una respuesta de insulina significativa ni tampoco de
otras hormonas relevantes, excepto casos muy puntuales y de pequeña
magnitud.

¿Y qué hay de los estudios que demuestran que engordan?

En ocasiones se han publicado algunos titulares sobre recientes estudios que


aseguran que los edulcorantes engordan. En general hay dos fuentes de las que
beben este tipo de noticias: La primera son los ya comentados estudios
observacionales, en los que sería poco riguroso hablar de causalidad
demostrada (porque, como ya hemos dicho infinidad de veces, un estudio
observacional solo identifica correlación, no necesariamente causa-efecto). Y
en segundo lugar existen una serie de estudios realizados sobre ratas que han
obtenido ese tipo de resultados y que han logrado una gran repercusión. Pues
bien, es importante saber que la mayoría de estos últimos (casi todos)
provienen de un único origen, han sido dirigidos por los expertos en
neurociencias de la Universidad de Purdue Susan Swithers y Terry Davidson.
En mi opinión son interesantes y merece la pena profundizar en ellos, pero
¿cree que es serio hacer afirmaciones concluyentes basándose en este tipo de
estudios con ratas, realizados por un solo equipo investigador, sabiendo que
hay otros que no llegan a los mismos resultados?

Bien, vayamos al grano. Entonces, el aspartamo, la sacarina, la sucralosa, la


stevia o el ciclamato, es decir, los llamados edulcorantes no nutritivos o no
calóricos ¿sirven para adelgazar o no?

Durante años las recomendaciones del uso de edulcorantes para ayudar a


combatir el sobrepeso se han basado sobre todo en dos factores: Su seguridad
(sí, son seguros) y su aportación calórica (no, no aportan calorías). Así que la
conclusión era evidente: Sustituyamos el azúcar y otros edulcorantes por
edulcorantes no calóricos y eso que ganamos; o mejor dicho, que perdemos.
Pero, visto lo visto, lo cierto es que la evidencia científica que pruebe que son
útiles a largo plazo para perder peso o para ayudar a mantenerlo es escasa.
Algo bastante desconcertante, considerando la enorme cantidad de productos
de este tipo que se venden y el volumen de negocio que mueven. En cantidades
pequeñas no se encuentran efectos negativos ni una clara relación con el
sobrepeso, por lo que parece que son útiles para sustituir al azúcar de vez en
cuando. Sin embargo, cuando se consumen con mucha frecuencia y en cantidad,
el tema se complica y no hay respuestas claras.

Parece que, una vez más, el tema no es tan sencillo. En primer lugar, la
obesidad depende de muchos más alimentos y más factores que el azúcar. Y, en
segundo lugar, quizás los edulcorantes provoquen algún efecto añadido en
nuestro organismo que les impide a largo plazo ser efectivos. Esta segunda
posibilidad no está demostrada por el momento, pero existen diferentes
hipótesis con interesantes propuestas sobre el tema.

Algunos expertos sugieren que al ingerir algo dulce pero sin calorías durante
largo tiempo y en cantidades elevadas, el complejo sistema de regulación de
energía de nuestro cuerpo (¿se acuerda del set point?) se acaba desajustando y
se vuelve ineficaz. Hay investigadores que piensan que se podría alterar la
capacidad de percepción del sabor dulce, una de las herramientas para
controlar la saciedad y la ingesta de la energía, como se expone en “Altered
processing of sweet taste in the brain of diet soda drinkers” (2011).

En esa misma línea, otros piensan que al comer continuamente alimentos muy
dulces, aporten o no calorías, se activan frecuentemente zonas cerebrales
relacionadas con el placer y la recompensa, llegando a provocar una adicción
a sabores y sensaciones muy intensas, que nos empujan a buscarlas en todo lo
que comemos (por ejemplo, mediante una dieta tipo fast food), cayendo en una
espiral de la que es muy difícil salir. Estos enfoques son especialmente
defendidos por los anteriormente mencionados Swithers y Davidson, como
explican en su revisión “High-Intensity Sweeteners and Energy Balance”
(2011) y en su reciente estudio de 2013 “Adverse Effects of High-Intensity
Sweeteners on Energy Intake and Weight Control in Male and Obesity-Prone
Female Rats”.

Otra hipótesis plantea la posibilidad de que algunos de los componentes de


algunos edulcorantes alteren la flora intestinal a largo plazo, con resultados
poco recomendables. Por ejemplo, en el estudio de 2008 “Splenda alters gut
microflora and increases intestinal p-glycoprotein and cytochrome p-450 in
male rats” se obtenían indicios en este sentido.

Pero insisto en que, por el momento, todas ellas no son más que propuestas y
que ninguna tiene todavía soporte científico suficiente para ser considerada
como definitiva, ni mucho menos. Habrá que estar atentos a futuras
investigaciones y estudios.

Para terminar, en mi opinión, creo que los edulcorantes son seguros y se


pueden utilizar sin problemas de vez en cuando y con moderación para hacer
un poco más placentero el sabor de algunos pocos alimentos. Pero por el
momento no se ha demostrado que sean una herramienta relevante o
especialmente eficaz para prevenir la obesidad. Tampoco podemos tomarnos
muy en serio los indicios para pensar que su efecto sea el contrario, es decir,
que engordan, ya que por el momento no son más que estudios previos sobre
los que habrá que seguir investigando.

Si desea ser prudente, puede reducir o minimizar las fuentes que los aportan
en grandes cantidades, sobre todo los refrescos light. Pero sin sustituirlos por
sus versiones azucaradas, ya que sería salir del fuego para caer en las
brasas.
¿La mesoterapia es eficaz?

La mesoterapia es una técnica de medicina alternativa inventada en 1952 por


el médico francés Michel Pistorque (basada en antiguas tradiciones chinas)
que consiste en tratar las zonas afectadas con microinyecciones de
medicamentos de medicina convencional, homeopática, vitaminas, minerales o
aminoácidos. En general se utiliza para el tratamiento del dolor, agudo y
crónico.

Sus defensores le atribuyen también aplicaciones en el campo de la medicina


estética para reducir la celulitis, adiposidades localizadas y arrugas,
inyectando bajo la piel exóticos componentes, a veces compuestos químicos
concretos y controlados, en otras ocasiones extractos "naturales" y
homeopáticos. Existe algún estudio puntual con algún resultado significativo,
pero también los hay que dicen todo lo contrario, que vale para bien poco,
como se cuenta en la revisión “Mesotherapy and injection lipolysis” (2008).
Basta conocer sus principios para imaginar que la mesoterapia tiene mucho
por demostrar.

Sin entrar en una valoración profunda de la metodología, porque no merece la


pena, creo que la falta de estudios y evidencias sobre su eficacia y seguridad
es el factor fundamental que debe guiarnos. Este tipo de tratamientos están
dirigidos a un nicho de mercado muy específico: Personas de alto poder
adquisitivo que quieren retoques o mejoras estéticas temporales basadas en la
reducción de grasa localizada... que normalmente sólo ellos son capaces de
apreciar, porque casi con seguridad pasará desapercibida para el resto.

Incluso aunque le sobre el dinero, lo mejor es que se mantenga alejado de la


mesoterapia adelgazante. Piense que no se centra más que en eliminar una
pequeña parte del exceso de grasa, es decir, no soluciona el problema que la
originó, por lo que, en el supuesto de que le funcione, en muy poco tiempo
volverá a aparecer y se perderá la supuesta mejora.
¿Sirven los test sanguíneos de intolerancias alimentarias para determinar
dietas?

Se hacen llamar test de intolerancias alimentarias aquellos que se realizan


mediante unos análisis de sangre y que, según sus promotores, permiten
conocer la intolerancia a una larga lista de alimentos o sus componentes. Su
resultado serviría como guía para encontrar posibles alimentos que están
empeorando nuestra salud (problemas digestivos, migrañas, etc.) y gran
cantidad de gente lo está utilizando para erradicar de su dieta aquellos que
podrían ser los responsables de su sobrepeso. El test no es precisamente
barato, suponiendo un desembolse de varios cientos de euros.

Los creadores de estos test afirman que cuando tenemos cierta intolerancia a
algunos alimentos, nuestro cuerpo reacciona al comerlos y se producen ciertos
cambios. Dependiendo de los diferentes fabricantes, se soportan en diferentes
principios para medir esta reacción negativa. Por ejemplo, según uno de los
métodos, se analiza la reacción celular ante los alimentos (en concreto dicen
que la destrucción celular en la sangre) y en función de los resultados, se
identifican diferentes grados de intolerancia. Según otro método más popular,
el llamado test IgG o IgG4, lo que se identifica es la presencia y concentración
de ciertos anticuerpos (inmunoglobulinas) que se generan ante la presencia de
los alimentos no tolerados, poniendo muestras de los mismos en contacto con
muestras de sangre del paciente.

¿Y qué dice la ciencia? Pues de nuevo parece que se utilizan los términos
bioquímicos y médicos para aumentar las expectativas de la gente con
verdades a medias, haciendo creer que estos análisis son muy científicos y
muy útiles. Sin embargo, la realidad es bien distinta.

La clave está en que se juega con el término "intolerancia", que es poco


preciso y que médicamente a menudo no es demasiado concreto (al contrario
que "alergia"). No se ha demostrado que la "reacción celular" de estos test o
la presencia de los comentados anticuerpos sean indicadores suficientes y
válidos para afirmar que existe un problema con el alimento analizado. Según
los expertos, estas reacciones son muy genéricas y pueden tener muy diversas
causas, incluso podrían deberse únicamente a una larga exposición a los
mismos. De hecho, existen estudios con resultados contradictorios con los
principios de estos tests, que obtienen mayores valores de inmunoglobulinas
cuando las reacciones son menores.

Por ejemplo, en el estudio "High levels of IgG4 antibodies to foods during


infancy are associated with tolerance to corresponding foods later in life”
(2009) se relacionó una mayor concentración de IgG4 a una mayor tolerancia a
alimentos. También en "Early recovery from cow's milk allergy is associated
with decreasing IgE and increasing IgG4 binding to cow's milk epitopes”
(2010) se observó que se reducía la alergia a la leche al aumentar los niveles
de IgG4; y algo parecido a lo que ocurrió en el estudio "A randomized,
double-blind, placebo-controlled study of milk oral immunotherapy for
cow's milk allergy” (2008).

Como era esperable, no hay ensayos ni estudios realizados que prueben la


eficacia y precisión de estos análisis para el uso que se les está dando
(eliminación de ciertos alimentos de la dieta). De hecho, en el estudio "Food-
Specific IgG4 Lack Diagnostic Value in Adult Patients with Chronic
Urticaria and Other Suspected Allergy Skin Symptoms" de 2011 el resultado
de nuevo fue precisamente en sentido contrario: Que los alimentos
identificados como no tolerados no generaban ningún problema para los
pacientes. Y evidentemente, tampoco hay ni un solo estudio que muestre su
efectividad en el diseño de dietas personalizadas para la pérdida de peso.

Por otro lado, una gran cantidad de expertos, organismos y asociaciones que
representan a la comunidad médica especialista en alergias e intolerancias han
formalizado y difundido claramente su poca o nula confianza en estos métodos:

- Diagnostic tests for food allergy (2010)


- Testing for IgG4 against foods is not recommended as a diagnostic tool:
EAACI Task Force Report (2008)
- Unorthodox Techniques for the Diagnosis and Treatment of allergy, Asthma
and Immune Disorders (2007)
- Unproven techniques in allergy diagnosis (2005)
- Food allergy diagnostics: scientific and unproven procedures (2005)
En definitiva, me parece que estamos de nuevo ante la presencia de otro claro
caso de tecnología-milagro + falta de escrúpulos + a mi me funciona. Y a
precio de oro.
¿Funcionan los "destructores" de células grasas?

Todos los años, cuando se acerca la época de prepararse estéticamente para el


verano, tenemos noticia de algún nuevo aparato que sirve para eliminar la
grasa localizada y reducir celulitis, que se venden como "la alternativa sin
cirugía a la liposucción". Según nos cuentan, todos ellos se basan en un
principio similar: Se rompen las células grasas y se hace desaparecer
milagrosamente su contenido. Hemos podido ver todo tipo de tecnologías para
llevar a cabo esta supuesta rotura: Cavitación, criogenización, ultrasonidos,
laser...

Estas son todas las razones por las que no recomiendo este tipo de
tratamientos:

1- No hay estudios rigurosos e independientes que hayan probado su eficacia.


Por muchos médicos que pongan en sus referencias y en las fotografías, no hay
estudios contrastados, serios y rigurosos que demuestren que funcionan.

2- Sus principios son muy dudosos, si no falsos. Decir que mediante un


proceso se "rompe" el adipocito o célula grasa y se liberan las grasas de su
interior, que después son absorbidas o eliminadas no-sé-cómo, no es una
explicación seria ni científica. El proceso de quemar grasas o lipólisis es
mucho más complicado que todo eso. Las grasas que se almacenan dentro de
los adipocitos están en forma de triglicéridos. Para ser metabolizadas en
primer lugar deben hidrolizarse, es decir, convertirse en ácidos grasos. Este
proceso químico es complejo y requiere de la acción de varias enzimas y
componentes, que se activan por diversas variables. Pero no por un láser, ni
frío, ni ultrasonidos, que yo sepa. Y la posterior utilización y conversión en
energía también se compone de procesos y reacciones diversas gestionadas
por nuestro metabolismo. Así que ese esquema de romper-quemar es una
simplificación poco real.

3- No resuelven el origen del problema. Si usted tiene sobrepeso u obesidad y


se somete a un tratamiento de estos y, es un suponer, le funciona, no está
solucionando la razón última que le ha provocado dicha obesidad. Así que en
poco tiempo volverá a la situación inicial. Que es lo que le ocurre en la
práctica a todo el mundo.

4- Ninguno dura demasiado en el mercado. Llevamos viendo el rompe-grasas


definitivo desde hace muchos años, con diferentes tecnologías, pero ninguno
dura demasiado en el mercado. Cada año inventan uno supuestamente mejor,
en una historia de nunca acabar. Piense en esto: ¿No cree que si alguno fuera
tan maravilloso como lo anuncian, se fabricaría a patadas y se utilizaría
masivamente?

5- No se usa para quitar todo el exceso de grasa. Todos los fabricantes y


vendedores dicen que estos tratamientos sirven para reducir algo de volumen,
una o dos tallas, pero no más. Si el método funciona y los adipocitos se
destruyen y eliminan, ¿por qué no utilizarlo para eliminar todo el exceso de
células grasas en lugar de unas pocas? Si realmente se pudieran eliminar
células grasas de esta forma se ahorraría mucho dinero y se reducirían muchos
riesgos respecto a las operaciones de liposucción.

En definitiva, muchos agujeros, cabos sueltos y preguntas sin resolver para


tomárselo en serio. En mi opinión el pequeño efecto de pérdida de peso y
reducción de volumen que se suele conseguir es probable que se deba la
combinación de efecto placebo, los cambios de dieta y en la actividad física,
conscientes o inconscientes, que suelen acompañarles. Porque cuando alguien
dedica cientos de euros a intentar bajar una o dos tallas, siempre modifica
también su comportamiento para procurar que todo ese gasto no sea en balde.
CUERPO Y EJERCICIO

“El ejercicio físico es una bobada. Si estás bien no lo necesitas


y si estás mal, no puedes practicarlo”
Henry Ford
¿Qué relación hay entre mortalidad y obesidad? ¿Se puede estar obeso y
saludable?

¿Es la obesidad realmente tan dañina para la salud? ¿Cuál es la relación


concreta y detallada entre ambos factores? No es fácil responder a estas
preguntas, ya que tratan sobre cuestiones muy complejas, la obesidad y la
salud, pero es normal que se planteen. Después de todo, es necesario saber
hasta qué punto existe un riesgo por el que hay que tomar decisiones más o
menos drásticas.

Sin duda habrá leído a menudo que tal o cual estudio ha relacionado la
obesidad con tal o cual enfermedad (lo que se suele llamar en epidemiología
morbilidad). Suelen ser noticias con bastante repercusión y los profesionales
sanitarios conocen de primera mano las complicaciones relacionadas con el
exceso de peso. Es una realidad demostrada infinidad de veces. Pero si
observamos desde un punto de vista más global y lo que analizamos es la
supervivencia, o dicho de otra forma, el riesgo de una mortalidad prematura,
el tema es complejo hasta el punto de haber dado lugar a cierta controversia.

La controversia sobre la obesidad y la mortalidad

Aunque la obesidad es una enfermedad de origen multifactorial, en la práctica


(tanto en el ámbito sanitario como en el social) su caracterización se suele
simplificar a la acumulación de grasa. Y el criterio casi exclusivo y universal
para establecer si una persona tiene sobrepeso u obesidad es el valor del
Índice de Masa Corporal (IMC), que se calcula dividiendo el peso (en kilos)
entre el cuadrado la altura (en metros).

Por ejemplo, una persona que mida 1,70 centímetros y pese 75 kilos, tendrá el
siguiente IMC:

IMC = 75/(1,7*1,7) = 25,95

En concreto la Organización Mundial de la Salud - OMS ha establecido los


siguientes rangos del IMC para clasificar el grado de obesidad de una
persona:

IMC entre 18,5 y 25: peso normal


IMC entre 25 y 30: Sobrepeso
IMC entre 30 y 35: Obesidad tipo 1 o moderada
IMC entre 35 y 40: Obesidad tipo 2 o severa
IMC mayor de 40: Obesidad tipo 3 o muy severa

Estos valores se definieron basándose en los resultados de diversos estudios


epidemiológicos, similares al realizado en 2009 "Body-mass index and
cause-specificmortality in 900.000 adults: collaborative analyses of 57
prospective studies" o al publicado en 2010 " Body-Mass Index and
Mortality among 1.46 Million White Adults". En ambos se buscó la
correlación entre el IMC y aumento del riesgo de la mortalidad.

Sin embargo, tras las últimas investigaciones la cuestión se ha complicado un


poco. En 2013 se publicó el estudio de esta naturaleza más masivo jamás
realizado, un trabajo que tuvo bastante repercusión por su relevancia y por los
resultados poco habituales que encontró. Fue coordinado por el Centre for
Disease Control and Prevention (CDC), un organismo de EEUU encargado de
hacer este tipo de estadísticas y se dio a conocer a principios de 2013 con el
título “Association of all-cause mortality with overweight and obesity using
standard body mass index categories: a systematic review and meta-
analysis”. El trabajo, liderado por la epidemiólga Katherine Flegal, incluyó
datos de cerca de 3 millones de personas y de casi 100 estudios diferentes.

Aunque algunos estudios anteriores ya se tropezaron con resultados similares,


Flegal y su equipo encontraron de forma más clara que nunca una correlación
entre una obesidad moderada y la reducción del riesgo de mortalidad. En
concreto, los grupos de personas con un IMC entre 25 y 35 presentaron un
menor riesgo que los de menos de 25. Y, únicamente se identificó un aumento
para los grupos con obesidad más extrema, la de grado 2 y 3, (con un IMC
superior a 35).

Con estos inesperados resultados, el titular estaba servido. Y la idea de que


"la obesidad podría ser beneficiosa para la salud" recorrió todo el planeta.
Antes de entrar a en harina, quisiera destacar que Flegal no se anduvo con
chiquitas en su estudio y aprovechó para soltar algún dardo envenenado, que
pudo molestar a más de un epidemiólogo. El más evidente fue, en mi opinión,
esta frase que incluyó: "otros estudios realizados pueden estar obteniendo
resultados erróneos porque se han realizado mediante cuestionarios
autocompletados por los propios pacientes". Flegal sabía que los pacientes
obesos tienden a infravalorar su peso, quitándose unos cuantos gramos, así que
sugirió que en los estudios liderados por otros expertos y en los que se
utilizaron cuestionarios autocompletados para recopilar los datos, se podría
estar incluyendo a personas con más peso real (y más riesgo real) en rangos
inferiores a los que les corresponderían.

¿Y es esto cierto? Pues podemos comprobarlo, porque hay bastante


investigaciones que han analizado este aspecto. Estos son unos cuantos de los
más recientes y sus resultados:

- Temporal changes in bias of body mass index scores based on self-reported


height and weight (2013). La precisión del reporte del peso ha aumentado,
pero sigue siendo algo menor que el real, en función del grado de obesidad.
- The obesity epidemic and changes in self-report biases in BMI (2013). Se
consideró que los errores al reportar el peso no son relevantes para los datos
epidemiológicos.
- Consistency between anthropometric measures in national surveys (2013).
Las diferencias entre el peso real y el reportado fueron pequeñas entre los
obesos, del orden de 0,3 a 0,5 unidades de IMC.
- How valid are Web-based self-reports of weight? (2013). Las personas que
reportaban vía web su peso se asignaban más de un kilo menos de su peso
real.
- Accuracy and reliability of self-reported weight and height in the Sister
Study (2012). Se encontraron diferencias entre el peso real y rel declarado de
personas obesas, pero las diferencias fueron pequeñas y poco significativas.
- Validity of self-reported height and weight and derived body mass index in
middle-aged and elderly individuals in Australia (2011). Se calculó que las
personas obesas tenían tendencia a quitarse cerca de un kilo.
Parece que, en efecto, existe cierta infravaloración del peso, especialmente
entre la gente más obesa. Sin embargo, como reconocen la mayoría de los
investigadores, no es muy elevada y no parece tener demasiada influencia en
los resultados finales.

Los fallos de Flegal

Veamos entonces las repercusiones y matices del estudio de Flegal (y otros


similares que se han publicado durante los últimos años), identificando lo que
se ha dado en llamar la "paradoja de la obesidad", es decir, un riesgo de
mortalidad bastante menor de lo esperado entre personas obesas.

Uno de los expertos más críticos con este trabajo fue Walter Willett, el
conocido epidemiólogo de Harvard (que incluso desarrolló un apartado en su
web sobre la cuestión y organizó diversas actividades de comunicación para
dejar clara su posición). Willett opina (incluso utilizando palabras bastante
gruesas y poco habituales en él) que el estudio está mal diseñado y es poco
fiable, sobre todo por dos razones: Porque no ha excluido a las personas muy
enfermas, que son gente que suele estar delgada y muere joven a causa de la
enfermedad, y porque no ha segregado completamente a los fumadores (en el
propio estudio de Flegal se reconoce este hecho), que también suelen ser
bastante delgados pero presentan mucho mayor riesgo de muerte. Es decir,
estos dos colectivos de delgados pero con alto riesgo de mortalidad podrían
estar distorsionando los resultados.

¿Y Tiene razón? Comprobémoslo.

El propio Willet, en su estudio anteriormente mencionado "Body-Mass Index


and Mortality among 1.46 Million White Adults" comparó las diferencias de
mortalidad en ambas situaciones, por un lado para el total de la población y
por otro para la población relativamente sana, es decir, excluyendo a los
grupos que podían distorsionar la interpretación, como los fumadores o los
gravemente enfermos. Pueden verse los resultados en los siguientes gráficos.

Como puede apreciarse, en la línea con los datos de toda la población el


riesgo empieza a subir al llegar a un IMC aproximado de 27-29, similar al del
estudio de Flegal. Sin embargo, en la curva con los datos de los hombre o
mujeres sanos, el ascenso del riesgo se aprecia antes, al llegar a IMC de 25-
26. Por lo tanto, estos datos parecen mostrar que las críticas al trabajo de
Flegal pueden tener algo de razón y que la inclusión de fumadores y enfermos
podría distorsionar los resultados.

Sin embargo, como estos datos siguen siendo bastante genéricos, creo que
conviene realizar un análisis más profundo sobre la cuestión. Aunque la
obesidad extrema está fuera del debate, ya que el consenso respecto a su
efecto negativo sobre la salud es absoluto, lo cierto es que hay gran cantidad
de estudios que analizan datos más segmentados y que, efectivamente,
encuentran un riesgo menor de lo esperable entre algunos grupos de personas.
En 2013 se publicó un interesante par de artículos sobre el tema en la revista
Diabetes Care, que pueden ilustrar bastante bien la reflexión y
posicionamiento científico sobre el tema. Se trata de "Obesity paradox does
exist"y "Defending the con side: Obesity Paradox does not exist,” y ambos
son un buen ejemplo de cómo puede realizarse un diálogo científico
constructivo yelegante mediante este tipo de publicaciones.

En el primero de los artículos los autores hicieron una importante recopilación


de los estudios sobre grupos específicos de personas en los que se había
identificado esta paradoja de obesos-con-menor-riesgo. Estos son los más
recientes, organizados por dichos grupos específicos:

Personas con enfermedad coronaria o insuficiencia cardíaca crónica:


Obesity paradox in a cohort of 4880 consecutive patients
undergoing percutaneous coronary intervention (2010)
Body mass index and mortality in acute myocardial infarction
patients (2010)
Increased heart failure risk in normal-weight people with
metabolic syndrome compared with metabolically healthy obese
individuals (2011)
Influence of obesity and malnutrition on acute heart failure
(2012)
Inverse relationship between body mass index and coronary
artery calcification in patients with clinically significant coronary
lesions (2012)
Impact of body mass index on clinical outcome in patients
hospitalized with congestive heart failure (2012)
The obesity paradox in men versus women with systolic heart
failure (2012)
Obesity, health status, and 7-year mortality in percutaneous
coronary intervention: in search of an explanation for the obesity
paradox (2013)
The obesity paradox in heart failure: is etiology a key factor?
(2013)

Personas con otras enfermedades relacionadas con el sistema cardiovascular


(enfermedad arteria periférica, ictus, tromboembolismo, complicaciones post-
cirugia cardiaca...)
The obesity paradox in patients with peripheral arterial disease
(2008)
Body mass index and outcome in patients with coronary,
cerebrovascular, or peripheral artery disease: findings from the
FRENA registry (2009)
Association between obesity and mortality after acute first-ever
stroke: the obesity-stroke paradox (2011)
Obesity and pulmonary embolism: the mounting evidence of risk
and the mortality paradox(2011)
Class I obesity is paradoxically associated with decreased risk
of postoperative stroke after carotid endarterectomy (2012)
Body mass index and mortality in patients with acute venous
thromboembolism: findings from the RIETE registry (2008)
Impact of body mass index on outcome in patients after coronary
artery bypass grafting with and without valve surgery (2003)
Complications of catheter ablation for atrial fibrillation in a
high-volume centre with the use of intracardiac echocardiography
(2013)

Personas sometidas a cirugía general


The obesity paradox: body mass index and outcomes in patients
undergoing nonbariatric general surgery (2009)
Personas con diabetes tipo 2 y complicaciones asociadas
Inverse relation of body weight and weight change with mortality
and morbidity in patients with type 2 diabetes and cardiovascular co-
morbidity: an analysis of the PROactive study population (2012)
Obesity paradox in amputation risk among nonelderly diabetic
men (2012)

Enfermos de enfermedad pulmonar obstructiva crónica


Prognostic value of nutritional status in chronic obstructive
pulmonary disease (1999)
Obesity paradox" in chronic obstructive pulmonary disease (2011)
Body mass index and prognosis in patients hospitalized with acute
exacerbation of chronic obstructive pulmonary disease (2011)

Enfermos graves en general


Extreme obesity and outcomes in critically ill patients (2011)

Pacientes de hemodiálisis
Mortality prediction by surrogates of body composition: an
examination of the obesity paradox in hemodialysis patients using
composite ranking score analysis (2011)

Personas con osteoporosis


Inverse relationship between central obesity and osteoporosis in
osteoporotic drug naive elderly females: The Tianliao Old People
(TOP) Study (2013)

Como puede ver, la lista es bastante impresionante y en todos los casos hay un
factor en común: una enfermedad o complicación relativamente grave.
Entonces, ¿podría deducirse que el sobrepeso u obesidad moderada confieren
cierta protección en el caso de estas enfermedades? La respuesta no es tan
sencilla. Desde el punto de vista médico-científico existe una buena cantidad
de posibles explicaciones a este fenómeno, que los autores de ambos artículos
también mencionan y explican con detalle.

Una de las principales es la edad. La mayoría de estos estudios tiene gran


cantidad de personas de edad avanzada y en este colectivo las cosas funcionan
de forma un poco especial. Y la consideración de la obesidad también. Como
se detalla en el estudio "Prevalence, pathophysiology, health consequences
and treatment options of obesity in the elderly: a guideline" (2012), se sabe
que entre las personas de más edad predomina la obesidad con acumulación
de grasa subcutánea, es decir, aquella que está en zonas diferentes a la
abdominal (sobre todo en la parte inferior del cuerpo) y en capas bastante
superficiales, justo debajo de la piel. Este tipo de obesidad es menos
peligrosa y tiene asociado bastante menor riesgo que la debida a la grasa
abdominal.

Además, como se explica en "Association between direct measures of body


composition and prognostic factors in chronic heart failure" (2010), entre
los más mayores el IMC no es muy fiable, ya que valores elevados de este
indicador están muy asociados a la cantidad de masa-fuerza muscular y a un
mayor acondicionamiento cardiorrespiratoiro, en lugar de a más cantidad de
grasa acumulada. De hecho, la sarcopenia o pérdida de masa magra, algo muy
habitual entre este colectivo (y muy negativo para la salud), podría estar detrás
del mayor riesgo de personas con bajo IMC, como se explica en el estudio
"Sarcopenic obesity - definition, etiology and consequences" (2008).

Por otro lado, algunos autores piensan que la obesidad podría tener asociados
cambios metabólicos y fisiológicos, que en algunos casos podrían resultar
positivos. Estos son unos ejemplos: Mayor movilización de células
progenitoras endoteliales, lo que daría lugar a una menor posibilidad de
aterosclerosis ("Paradoxical preservation of vascular function in severe
obesity", 2010), menor producción de tromboxano, un indicador de riesgo
cardiovascular ("Thromboxane production in morbidly obese subjects",
2010), mayores concentraciones de grelina que, además de aumentar el
apetito, mejoran la función muscular y ventricular ("Ghrelin, a novel peptide
hormone in the regulation of energy balance and cardiovascular function",
2011) y menor producción del factor de necrosis tumoral ("The role of tumor
necrosis factor in the pathophysiology of heart failure", 2000). Hay que
dejar claro que son hipótesis interesantes, pero que requieren de más
investigación.

Y, por si no fuera suficiente, se sospecha que puede haber otros factores y


variables de confusión poco controladas que también podrían influir
significativamente. Por ejemplo, en el estudio " The influence of optimal
medical treatment on the ‘obesity paradox’, body mass index and long-term
mortality in patients treated with percutaneous coronary intervention: a
prospective cohort study" se identificó que las personas obesas recibían
mejor tratamiento clínico y, en consecuencia, presentaban menor riesgo
asociado.
El IMC, la grasa abdominal y la mortalidad

La mayoría d elos estudios de los que estamos hablando utilizan el IMC como
indicador de la obesidad. En primer lugar, se debe comprender que los
gráficos y conclusiones de estas investigaciones son resultados de un trabajo
epidemiológico y por lo tanto, utilizan datos de grandes grupos de personas.
Por ello, la utilidad de sus conclusiones debe centrarse también en ese
colectivo, grandes grupos de personas. En ese contexto aportan información
valiosa, como se ha demostrado en recientes revisiones como por ejemplo
"General and abdominal obesity parameters and their combination in
relation to mortality: a systematic review and meta-regression analysis"
(2013). Y por lo tanto es razonable y lógico que el IMC sirva como referencia
para políticas sanitarias y alimentarias globales, por ejemplo, para
monitorizar cómo aumenta su valor a lo largo de los años. Y que las
autoridades velen porque la población en general consiga un IMC
preferiblemente por debajo de 25.

Pero aplicar indiscriminadamente el IMC en las personas individuales no tiene


demasiado sentido. Porque es importante recodar que hablamos de la
globalidad y que, después de todo, la globalidad no es más que la suma de las
excepciones. No quiero decir que no pueda tener cierta utilidad, pero en ese
caso es necesario analizar otros factores, por eso no tiene demasiada
justificación el establecimiento de esos límites tan concretos y fijos para el
IMC aplicado en las personas. Entiendo que los rangos son a veces un mal
necesario, pero en este caso es absurdo que usted piense que si su IMC es 24,9
su riesgo será despreciable, pero si es 25,1 el riesgo pasará a ser
significativo. Le invito a observar las curvas de los gráficos anteriores y
podrá comprobar que ese tipo de diferencias en estudios epidemiológicos no
tienen mucho sentido. Sin embargo, las personas tendemos a clasificarnos y
tomar decisiones en función de este tipo de fronteras, moviéndonos a menudo
en torno a estos límites auto-impuestos.

Por otro lado, el hecho de que el IMC se calcule con la altura y el peso y no
tenga en cuenta medidas más directamente relacionadas con la grasa
abdominal da que pensar sobre su capacidad de hacer predicciones respecto a
la salud en algunos casos. Por ejemplo, son conocidos los elevados valores de
IMC que presentan las personas con gran cantidad de masa muscular o con una
acumulación de grasa en zonas diferentes a la abdominal.No me entiendan mal,
evidentemente, la culpa de la epidemia de la obesidad no la tienen los fallos
de precisión del IMC, ni mucho menos. El fenómeno existe, pero no creo que
este coeficiente sea la mejor forma de caracterizar esta enfermedad.

Lo cierto es que numerosos expertos han puesto en duda su utilidad como


indicador para medir el riesgo, especialmente entre diferentes colectivos
específicos. Estos son unos cuantos ejemplos de estudios muy recientes:

- Body mass index versus waist circumference as predictors of mortality in


Canadian adults (2012)
- A systematic review of body fat distribution and mortality in older people
(2012)
- Prediction of cardiovascular events with consideration of general and
central obesity measures in diabetic adults: results of the 8.4-year follow-up
(2012)
- Body configuration as a predictor of mortality: comparison of five
anthropometric measures in a 12 year follow-up of the Norwegian HUNT 2
study (2011)

Personalmente, les confieso que no me gusta la clasificación de obesidad y el


IMC de la OMS que hemos visto al inicio. En numerosos estudios se ha
demostrado que la obesidad es un estigma social, por lo que me parece
bastante despectivo que se hagan grupos con nombres relacionados con lo
gordo que está uno (sobrepeso, obesidad...) en lugar de con nombres
asociados al riesgo. Y por otro lado, hay evidencias de la existencia de
indicadores más eficaces y precisos que el IMC. Muchos expertos así lo
piensan y lo razonan en sus respectivos estudios, como por ejemplo estos:

- Predicting cardiometabolic risk: waist-to-height ratio or BMI. A meta-


analysis (2013)
- Waist:height ratio: a superior index in estimating cardiovascular risks in
Turkish adults. (2013)
- Waist-to-height ratio is a better screening tool than waist circumference
and BMI for adult cardiometabolic risk factors: systematic review and meta-
analysis (2012)
- Association between waist-to-height ratio and metabolic risk factors in
Korean adults with normal body mass index and waist circumference (2012)
- References of anthropometric indices of central obesity and metabolic
syndrome in Jordanian men and women (2012)
- Efficiency of anthropometric indicators of obesity for identifying
cardiovascular risk factors in a Chinese population (2011)
- A systematic review of waist-to-height ratio as a screening tool for the
prediction of cardiovascular disease and diabetes: 0·5 could be a suitable
global boundary value (2010)
- Waist circumference and waist/hip ratio in relation to all-cause mortality,
cancer and sleep apnea (2010)
-Waist to height ratio is a simple and effective obesity screening tool for
cardiovascular risk factors: Analysis of data from the British National Diet
And Nutrition Survey of adults aged 19-64 years (2009)
- Weight, shape, and mortality risk in older persons: elevated waist-hip
ratio, not high body mass index, is associated with a greater risk of death
(2006)

De todos estos trabajos se deduce que hay al menos dos indicadores


antropométricos especialmente interesantes para la predicción de
enfermedades crónicas y la mortalidad. Ambos están relacionados con la
cantidad de grasa abdominal, que es la que se considera más peligrosa
(porque es la que se acumula en torno a los órganos internos). Se trata de los
índices cintura/altura y cintura/cadera.

Además de su utilidad predictiva, los dos se calculan de forma muy sencilla,


el primero dividiendo el contorno de cintura entre la altura y el segundo el
contorno de cintura entre el contorno de caderas, utilizando cualquier unidad
(centímetros, metros, pulgadas...), pero siempre las mismas.

Otro aspecto positivo del uso de estos indicadores es que los rangos
orientativos de riesgo son muy redondo" y sencillos de recordar:

Cintura/cadera,
Riesgo bajo: Menor de 0,8 en mujeres y de 0,9 en hombres
Riesgo medio: Entre 0,8-0,85 en mujeres y 0,9-1 en hombres
Riesgo alto: Mayor de 0,85 en mujeres y de 1 en hombres

Cintura/altura
Riesgo bajo: Menor de 0,5
Riesgo medio: Entre 0,5-0,6
Riesgo alto: Mayor de 0,6

Algo tan fácil como calcular estos dos coeficientes le puede dar una
perspectiva diferente y más precisa del riesgo añadido (y aproximado, no lo
olvide) asociado a su distribución y acumulación de grasa corporal. Si todavía
no lo ha hecho, le recomiendo calcular ambos y compararlos con su IMC, es
probable que se lleve una sorpresa.

¿Obesos sanos y delgados insanos?

Tras centrarnos en el método de medida y en las posibilidades de mejorarlo,


quiero insistir en que la imprecisión del IMC no es la clave de la obesidad ni
tiene demasiado que ver con la forma de solucionarla. Pero como ya he
comentado, puede ser un factor que genere confusión. Y para las personas
individuales que luchan contra el sobrepeso pensando en su salud, a veces el
IMC es bastante injusto y desmotivador, tanto en su fondo como en su forma.

Dejando a un lado esta perspectiva dimensional, a continuación vamos a


analizar con más profundidad la relación entre la salud y la obesidad y si le
parece, podríamos empezar por alguna definición.

Dejando a un lado los casos de enfermedades concretas, cuando los expertos


utilizan el término "metabólicamente saludable" suelen referirse a personas
que presentan niveles adecuados en los siguientes indicadores y aspectos:

- Glucosa
- Colesterol
- Triglicéridos
- Presión arterial
- Sin resistencia a la insulina (evaluado conmediante HOMA)

Son factores con los que se comprueba la incidencia del "síndrome


metabólico" (a los que algunos autores suman indicadores de inflamación,
como la proteína C-reactiva) y que con mucha frecuencia se encuentran
alterados entre las personas obesas.

Sin embargo, utilizando esta definición de metabólicamente saludable en los


estudios epidemiológicos vemos que la obesidad y la salud pueden seguir
caminos separados, al menos en algunos casos. Por ejemplo, en el estudio de
2008 "The Obese Without Cardiometabolic Risk Factor Clustering and the
Normal Weight With Cardiometabolic Risk Factor ClusteringPrevalence and
Correlates of 2 Phenotypes Among the US Population (NHANES 1999-
2004)" los autores concluyeron que la mitad de los que tenían sobrepeso y un
tercio de los obesos no presentaban ninguna anormalidad metabólica. Pero lo
más sorprendente fue que casi una cuarta parte de los norteamericanos con un
peso normal presentaban anormalidades metabólicas. Es decir, que ni la
obesidad era sinónimo de falta de salud, ni el normopeso un seguro para estar
saludable.

Esta situación de obeso pero metabólicamente saludable está generando gran


interés entre los investigadores y dando lugar a numerosas investigaciones
sobre el tema. El completo y detallado artículo que se publicó en 2013 en The
Lancet, “Metabolically healthy obesity: epidemiology, mechanisms, and
clinical implications", es un buen resumen de la cuestión, en el que
prestigiosos especialistas detallaron el conocimiento actual de la ciencia
respecto a este fenómeno. Los autores también concluyeron que para evaluar el
riesgo para la salud el IMC es un indicador muy pobre y, además de los ya
comentados indicadores del síndrome metabólico (tensión arterial, perfil
lipídico, glucosa, etc.), afirmaron que habría que considerar otras variables de
especial relevancia, como las siguientes:

1. Indicadores relacionados con el ejercico físico y el acondicionamiento


cardiorespiratorio (por ejemplo la capacidad aeróbica o VO2max), ya que
diversos estudios no han encontrado un aumento del riesgo cardiovascular
entre personas obesas en buen estado de forma.
2. Distribución de la grasa, ya que una acumulación en la zona abdominal, así
como en el músculo esquelético y el hígado, están relacionados con una peor
salud metabólica.

Otro interesante estudio realizado por expertos finlandeses, "Characterising


metabolically healthy obesity in weight-discordant monozygotic twins"
(2013), profundizó en la búsqueda de las características "micro" de estas
personas obesas pero metabólicamente sanas. Y comprobó que a nivel celular
presentan una elevada actividad mitocondrial (las mitocondrias son orgánulos
celulares encargados de buena parte de la energía necesaria para la actividad
celular) y bajo índice de inflamación en la grasa subcutánea. Por el contrario,
las personas obesas y con peores indicadores de salud, se caracterizaron por
un mayor tamaño de los adipocitos, más inflamación y una deficiente
movilización de los depósitos de grasa (mal funcionamiento mitocondrial).

Por otro lado, el también reciente estudio prospectivo "Diabetes and


cardiovascular disease outcomes in the metabolically healthy obese
phenotype: a cohort study" aportó información de otras características de este
fenómeno. Tras analizar a una buena cantidad de personas con esta obesidad
saludable durante varios años, sus autores concluyeron que para un tercio de
las personas es un estado de transición, temporal, que evoluciona
negativamente y que finaliza de la peor forma posible: como obesidad con
anormalidades metabólicas. Y que una de las variables que se asociaba con el
mantenimiento en el tiempo de la obesidad saludable era el evitar el exceso
de grasa abdominal.

Conclusiones finales

Aunque globalmente y en general, la obesidad es negativa para la salud y se


relaciona con numerosas enfermedades y complicaciones, si usted la sufre y a
veces la lucha contra ella le parece insalvable, quizás este artículo le haya
dado otras perspectiva sobre el tema.

En primer lugar, ha podido comprobar que el IMC no es perfecto ni mucho


menos, y que otros indicadores antropométricos como los coeficientes
cintura/altura y cintura/cadera pueden darle una información más fiable del
riesgo existente para su salud. Además, los rangos de recomendaciones son
solo valores aproximados obtenidos con estadísticas globales y con los que no
hay que obsesionarse, sobre todo si nos mantenemos alejados de los valores
más extremos.

En segundo lugar, las más recientes investigaciones muestran que, como suelo
decir con frecuencia, cada persona es un mundo y que todavía nos queda
mucho por conocer sobre la obesidad y sus efectos. Por ejemplo, a edades
avanzadas, una acumulación moderada de grasa en la mitad inferior del cuerpo
quizás no sea tan peligrosa.

Por otro lado, aunque no es lo más habitual, se puede estar obeso y


metabólicamente sano. Es importante hacer una evaluación basándose en más
indicadores antropométricos: tensión, triglicéridos, colesterol, glucosa,
resistencia a la insulina, VO2max, sin inflamación.... Y unos buenos hábitos,
que incluyan una alimentación saludable y el ejercicio físico, es la mejor
forma de conseguirlo, aunque su IMC se resista a bajar.

Y recuerde, en el ámbito de la obesidad una cosa son los aspectos estéticos y


sociales y otra la salud. Aunque ambos son importantes, es mejor que los
evalúe y gestione de forma independiente. Y, puestos a priorizar, creo que
todos coincidimos. ¿O no?
¿Hacer ejercicio adelgaza?

Que quede claro: Hacer ejercicio es casi milagroso. Es magnífico para


sentirse mejor, con más energía, más optimista, más fuerte, prevenir infinidad
enfermedades y dolores, desarrollar músculo, hasta el punto que, según una
buena cantidad de estudios, se relaciona con un importante aumento de la
esperanza de vida, que en muchos caos llega a varios años. Así que si no lo
tiene como una de sus prioridades, probablemente estará cometiendo uno de
los mayores errores respecto su forma de vida y su salud. Por eso cualquier
profesional incluye el ejercicio en un plan para la reducción de peso, porque
si lo que se busca es mejorar la calidad de vida y la salud, es uno de los
ingredientes fundamentales.

Pero si usted tiene en mente que únicamente haciendo ejercicio puede


adelgazar, por la elemental idea de “si gasto más calorías, quemaré más
grasa”, siento decirle que el tema no es tan sencillo. Lo reflejan perfectamente
los estudios, que muestran cómo el ejercicio, por si solo, es una herramienta
muy poco eficaz para perder peso.

No, no estoy delirando, ha leído bien. A no ser que de repente usted se


convierta en un fanático del running o en un deportista de élite y dedique
varias horas diarias al ejercicio físico intenso, una cantidad normal (que
podría definirse como 2-3 sesiones semanales) de footing, spinning, bicicleta,
tenis, futbol o cualquier otro tipo de actividad física es muy improbable que le
sirvan para rebajar el indicador de la báscula.

Como le he adelantado, los estudios son bastante concluyentes. Por ejemplo, la


review de Cochrane del año 2006 “Exercise for overweight or obesity”, en la
que se analizaron la relación entre el ejercicio y la obesidad, considerando 43
estudios con varios miles de participantes, se identificaron muchos beneficios
y mejoras, pero la pérdida de peso es muy pequeña.

Otra revisión de 2009 “Physical activity, diet and behaviour modification in


the treatment of overweight in obese adults: A systematic review”, que
aglutinó 12 estudios realizados entre 1995 y 2006, llegó a la misma
conclusión: Que no es esperable una pérdida de peso sustancial en el
tratamiento del sobrepeso y la obesidad sólo con entrenamiento físico.

Y más recientemente, en 2011, en el meta-análisis de 14 estudios con casi


2000 participantes “Isolated aerobic exercise and weight loss: a systematic
review and meta-análisis of randomized controlled trials”, los expertos
observaron que los resultados de programas de ejercicio durante 6 meses eran
muy exiguos, consiguiendo tan sólo poco más de un kilo de adelgazamiento. Y
los programas de 12 meses obtenían resultados muy similares.

Entre los niños y adolescentes se observan resultados similares. El meta-


análisis "Impact of Dietary and Exercise Interventions on Weight Change
and Metabolic Outcomes in Obese Children and Adolescents: A Systematic
Review and Meta-analysis of Randomized Trials" (2013), revisó los estudios
de intervención que tenían como objetivo el reducir la obesidad y mejorar
indicadores metabólicos de este colectivo, con dos estrategias diferentes:
modificando la dieta por un lado o modificando la dieta y aumentando la
actividad física por otro. Y concluyeron que con ambos enfoques se
obtuvieron resultados similares.

Los últimos estudios observacionales sobre el tema son coherentes con estos
resultados. En la investigación "Prevalence of physical activity and obesity in
US counties, 2001--2011: a road map for action" (2013), se analizó la
evolución de la actividad física y la obesidad en EEUU durante la última
década. Los investigadores utilizaron dos grandes bases de datos
epidemiológicas oficiales, NHANES y BRFSS, y concluyeron que durante los
últimos años la actividad física de los norteamericanos ha aumentado
globalmente. Y que el número de personas que realizan suficiente actividad
física también. Pero, a pesar de todo, la obesidad no ha dejado de crecer.

De cualquier forma, no quisiera que me entendiese mal, no estoy diciendo que


el ejercicio no sea necesario, sino que por sí solo es poco eficaz para
adelgazar. Como ya hemos visto en anteriores apartados (y veremos en unos
cuantos más adelante), numerosos estudios han demostrado los beneficios de
incluirlo en un programa completo y bien pensado, para mejorar en todos los
indicadores, para obtener mejores y más rápidos resultados y, sobre todo, par
“poner a tono” el cuerpo y el metabolismo para que sean capaces de auto-
regular la ingesta de energía de forma razonable.

Así que no me cansaré de decirlo: Haga ejercicio, haga ejercicio, haga


ejercicio. Pero no compre una bici estática ni se apunte a un gimnasio como
único compromiso para adelgazar. Si no lo complementa con una alimentación
adecuada, poco (o nada) perderá.

¿Significan todos estos estudios que es totalmente imposible adelgazar


únicamente haciendo ejercicio?

Evidentemente, no. Está claro que si se practica la cantidad necesaria, se


puede llegar a desequilibrar el balance energético lo suficiente como para que
acabe siendo negativo. Lo podemos observar en casos en los que se practica
mucho y muy intensamente, como en deportistas profesionales, que se
mantienen delgados mientras mantengan la actividad. Pero ¿es una dedicación
compatible con su estilo de vida actual? Quizás tenga curiosidad por saberlo,
¿cuánto ejercicio mínimo es eficaz para empezar a perder kilos utilizándolo
como único recurso?

Cada persona es un mundo y habría que tener muchos factores en cuenta, pero
podemos buscar en los estudios epidemiológicos alguna referencia que sirva
para hacernos una idea genérica. El estudio publicado en la revista JAMA en
2010 "Physical Activity and Weight Gain Prevention" podría servir. Se
realizó seguimiento a más de 30.000 mujeres durante 13 años y se analizó qué
cantidad de ejercicio era necesaria para mantener el peso (que no adelgazar),
que resultó ser de una hora al día.

¿Dispone de al menos una hora al día para asegurar su peso actual? ¿Y para
ver la TV?
¿Cuál es la cantidad mínima de ejercicio para obtener beneficios para la
salud?

Tenemos que reconocerlo: A la mayoría nos cuesta horrores encontrar un


hueco en nuestra agenda para hacer ejercicio. Siempre hay alguna otra cosa
que hacer, más urgente. Y a veces nos autoengañamos, considerando ejercicio
o actividad física lo que no es: un paseo por el centro comercial o una ronda
de bares antes de cenar. A esto se le llama “trampas al solitario”

Vale, entonemos el mea culpa. Pero el ritmo que nos exige la sociedad
moderna es muy alto y la disponibilidad de tiempo, pequeña. Hay que ser
eficiente y tampoco se trata de despilfarrar este escaso recurso, así que podría
ser interesante saber cuánto ejercicio hay que hacer como mínimo para notar
algún beneficio para la salud.

En 2011 se publicó en The Lancet "Minimum amount of physical activity for


reduced mortality and extended life expectancy: a prospective cohort study",
investigando precisamente este tema mediante un studio observacional. Los
autores del trabajo concluyeron que se apreciaban claros beneficios para la
salud en personas que al menos le dedicaban 15 minutos al día (o 90 a la
semana) a la actividad física de intensidad moderada (¡no vale el paseo por el
supermercado!), respecto a los más sedentarios. Se encontró asociación con
una reducción del riesgo del 14% en la mortalidad y con un aumento en la
esperanza de vida de hasta 3 años. ¡No está nada mal! Para ayudarnos en la
planificación de nuestras agendas y objetivos, también calcularon que por
cada 15 minutos adicionales, se podría reducir el riesgo de mortalidad hasta
un 4%.

Así que ahora ya puede planificar sus sesiones de ejercicio con más
conocimiento de causa y sabiendo cual es el mínimo útil. Pero por favor, no se
haga trampas al solitario.
¿Qué es peor para la salud, no hacer ejercicio o la obesidad?

Todos sabemos que una vida saludable es función de muchos factores y que
cuantos más de ellos tengamos en cuenta, mayores posibilidades tendremos de
disfrutarla. Considerando cuál es el estilo de vida que nos suele imponer la
sociedad moderna y los estudios científicos que relacionan la mortalidad con
las costumbres y comportamientos, los cuatro principios más saludables
podrían considerarse los siguientes: no fumar, evitar el estrés, hacer ejercicio
y evitar la obesidad.

Centrándonos en los dos últimos, que son los relacionados con los contenidos
de este libro, y sabiendo que lo mejor sería cumplir ambos, puestos elegir, ¿a
cual le daríamos prioridad, de acuerdo a criterios científicos?

Haciendo una valoración de los resultados, podríamos decir que los estudios
parecen inclinarse en favor del ejercicio. Como se pudo comprobar en el
estudio "Long-term physical activity in leisure time and mortality from
coronary heart disease, stroke, respiratory diseases, and cancer, The
Copenhagen City Heart Study" (2006), aquellos que tenían una actividad
física intensa en su tiempo libre presentaban una longevidad de casi 7 años
mayor que las personas sedentarias. Y los que tenían una actividad física
moderada de casi cinco años más. Una gran diferencia.

Sin embargo, como hemos visto en el apartado en el que hemos hablado sobre
el IMC, en los estudios que se relacionan la obesidad y la mortalidad hay que
hacer un análisis más detallado, sobre todo en función del grado de obesidad.
En los más recientes estudios, la obesidad moderada no parece presentar un
mayor riesgo de mortalidad, y en los casos de obesidad más severa, parece
que las nuevas estrategias sanitarias y sociales consiguen reducir notablemente
los riesgos asociados.

Además, en estudios como "Metabolically Healthy Obesity and Risk of All-


Cause and Cardiovascular Disease Mortality" (2011) se observó que las
personas obesas metabólicamente sanas (valorando su presión arterial, HDL,
diabetes, circunferencia de cintura, inflamación) no tenían una esperanza de
vida significativamente menor que las no obesas.

Por otro lado, hay otros factores además de la mortalidad que es muy
importante tener encuenta. Por ejemplo, se han realizado estudios que han
evaluado las ventajas en la calidad de vida e independencia entre aquellos con
mayor actividad física. Por ejemplo, en “Independence: a new reason for
recommending regular exercise to your patients” (2009), su autor calculó que
las personas que están en forma pueden retrasar su necesidad de ayuda externa
en su vejez durante al menos 10 años.

Así que parece que si no tenemos una obesidad muy elevada y queremos
mejorar nuestra salud, el ejercicio gana en prioridad al adelgazamiento. Nos
ofrece una vida más larga y con más calidad. Puestos a elegir, esa debería ser
su decisión más inteligente.
¿Por qué es tan difícil quitar la grasa localizada?

Como hemos visto en apartados anteriores, existen enzimas que regulan el


almacenamiento de grasa (y que las dietas altas en azúcares y carbohidratos
refinados activan y potencian de forma especial). Una de estas enzimas es la
lipoproteinlipasa (LPL), que tiene un rol muy importante transfiriendo los
ácidos grasos del torrente sanguíneo a las células. Aunque está distribuida por
todo el cuerpo, nuestros genes determinan en gran medida su concentración en
diferentes zonas. Y en función de su concentración, habrá más probabilidad de
que las células almacenen grasa con mayor intensidad. Por ejemplo, en
general, las mujeres suelen tener más LPL en cintura, glúteos y muslos, y los
hombres en la cintura, por eso el exceso de grasa suele distribuirse de forma
diferente en función del sexo. Si su herencia genética hace que en algunas
áreas corporales sus niveles de LPL sean elevados, su tendencia a acumular
grasa en esos lugares será mayor y difícil de contrarrestar. Es la famosa grasa
localizada, situada en las zonas más rebeldes. Son las primeras en hincharse
con las células adiposas y las últimas en dejar paso al músculo magro. Incluso
en aquellas personas que pierden mucho peso y grasa corporal, estas zonas
suelen resistirse hasta el último momento, en algunos casos incluso pareciendo
imposibles de erradicar.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que la historia que ha quedado grabada
en las células de nuestro cuerpo también influye, nuestro pasado y nuestras
experiencias pueden tener consecuencias que afecten al presente y a la
dificultad para adelgazar. Numerosos estudios han relacionado la obesidad en
la infancia con una mayor probabilidad de obesidad y otras dolencias en la
edad adulta. Es evidente que, de nuevo, la genética tiene un papel primordial,
pero no de forma exclusiva.

Las células del tejido adiposo o adipocitos son capaces de multiplicar su


tamaño para almacenar grandes cantidades de grasa. Cuando llegan a su
capacidad de almacenamiento máxima, nuestro organismo es capaz de crear
nuevos adipocitos que seguirán almacenando grasa de forma eficaz. Por lo
tanto, si hemos pasado con frecuencia por ciclos de obesidad-adelgazamiento,
es probable que en cada pico de obesidad hayamos acumulado nuevas células
grasas, tal y como se comprobó en el estudio de 2012 "Effects of weight gain
and weight loss on regional fat distribution".

Si las subidas de peso son cíclicas y repetitivas, por cada vez que volvemos a
engordar se crean nuevos adipocitos que se van acumulando especialmente en
esas zonas. El problema es que la creación de estas nuevas células se realiza
con facilidad, pero su eliminación es otra historia. Aunque con una dieta
adecuada se puede conseguir con relativa facilidad que reduzcan su tamaño,
nuestro cuerpo no los hace desaparecer de forma tan sencilla y tiende a
conservarlos como medida preventiva para el futuro.

Así que ya sabe una razón por la que sus michelines o sus muslos se resisten a
perder volumen. Además de por su carga genética y distribución corporal,
puede que le estén pasando factura ciclos y dietas del pasado, que le dejaron
como herencia adipocitos de más que ya no quieren irse. Tendrá que tener
paciencia y procurar evitar que se repitan esos altibajos.
¿Cómo se queman más calorías, en bici, andando o corriendo?

Pongamos que tiene que recorrer un par de kilómetros. Y usted, obsesionado


por aprovechar cada metro que recorre para quemar grasa se haces la
siguiente pregunta: ¿Cómo puedo consumir más calorías, recorriendo esa
distancia andando, corriendo o en bicicleta?

Es palpable que los movimientos que tiene que realizar el cuerpo humano en
cada supuesto generan una serie de reacciones en nuestro organismo totalmente
diferentes. Evidentemente, para ser rigurosos habría que analizar la velocidad,
la resistencia al aire, las cuestas, etc., pero para hacernos una idea, podría
hacerse esta aproximación, basándonos en la información disponible en los
estudios “Energy expenditure comparison between walking and running in
average fitness individuals“ (2012), “Energy expenditure of walking and
running: comparison with prediction equations” (2004) y “The influence of
body mass in endurance bicycling” (1994):

La forma más eficiente de moverse es la bicicleta.


Recorriendo la misma distancia andando quemará aproximadamente el
doble de calorías que en bicicleta.
Y si cubre esa distancia corriendo, consumirá el triple de calorías.

No son valores exactos, pero sirven para dimensionar el consumo calórico en


cada caso. Y también es un buen tema de discusión para proponer a los
amigos, especialmente si entre ellos tiene a practicantes de los diferentes tipos
de deportes.
¿Hasta qué punto es negativo para la salud trabajar sentado?

¿Qué porcentaje de personas trabajan sentadas? Probablemente la mayoría y,


de hecho, un trabajo que se realiza sentado en una silla, con un escritorio y con
un ordenador delante, está socialmente muy bien visto. Piense en trabajos que
se realizan andando o de pié, ¿no le parecen, al menos en su mayoría, algo
menos valorados?

Esta percepción, lamentablemente, no tiene en cuenta algo tan importante como


la salud. Numerosos estudios han demostrado que el sedentarismo es un factor
de aumento de riesgo de enfermedades y la mortalidad. Y una nueva revisión
ha vuelto a poner números a esta idea.

En la investigación, “Sedentary behaviour and life expectancy in the USA: a


cause-deleted life table analysis" (2012), se han revisado los estudios y
resultados más rigurosos y se han llegado a las siguientes conclusiones:

Reducir el tiempo que se está sentado en el trabajo a menos de 3


horas diarias se relaciona con un aumento de la esperanza de vida de 2
años.
Reducir el tiempo de visionado de la TV sentado a menos de 2
horas al día se relaciona con un aumento de la esperanza de vida de 1,4
años.

Es curioso que, de cualquier forma, seguimos considerando calidad de vida (y


del trabajo) el disponer de ascensor en nuestro edificio, ir en coche al trabajo,
poder aparcarlo en el garaje debajo de casa y tener televisión en todas las
habitaciones. Aunque no sean más que comportamientos consumistas y que
minimizan nuestra movilidad. Y me parece que los responsables de ergonomía
y prevención de las empresas, especialmente en aquellas con actividades más
sedentarias, no le dan suficiente importancia a este factor. Espero que estudios
como este ayuden a ello.
¿Hasta qué punto es saludable el andar?

No hay ejercicio más sencillo, accesible y natural para el ser humano que el
andar a diario. Por ello es el consejo de salud más universal y repetido por
todos los médicos. Es el criterio de mínimos para considerar que practicamos
algo de actividad física y, hay que reconocerlo, mucha gente lo ha asumido
como una saludable costumbre... pero solo el fin de semana. Todavía una gran
parte utilizamos el automóvil u otro tipo de transporte para desplazarnos
habitualmente, en contra de las recomendaciones habituales de dedicar 30
minutos diarios a caminar.

Además del tiempo que deberíamos dedicarle, una duda muy frecuente es si
también en este “ejercicio” la intensidad o rapidez influyen en su correlación
con la salud. En el marco del “Copenhagen City Heart Study”, podemos
encontrar alguna conclusión al respecto. En concreto, en el estudio “Intensity
versus duration of walking, impact on mortality: the Copenhagen City Heart
Study” (2007), se concluyó que existe una clara asociación entre la reducción
de la mortalidad por cualquier causa y la intensidad con la que se camina. En
concreto, entre las personas que andaban a un ritmo más intenso se encontró
una reduccion del riesgo relativo a la mitad. En cambio, la reducción del
riesgo asociada al tiempo dedicado a andar fue bastante menor.

Creo que es una buena noticia para aquellos que solemos tener la agenda
complicada: no hace falta andar más, sino apretar el paso.
Para terminar…

Dijo Jean de la Fontaine que “en toda cosa hay que considerar su fin”. Sin
embargo, imagino que después de todas estas preguntas y respuestas habrá
deducido que en nutrición y salud todavía queda muchísimo por decir. Que los
tonos blancos y negros no tienen mucho sentido y que debemos convivir con
un universo de grises en el que tendremos que tomar decisiones seleccionando
previamente la información que consideremos más fiable de entre la enorme
cantidad de ella disponible. Afortunadamente, los científicos siguen
investigando, incansables, ofreciéndonos nuevas pruebas y evidencias que nos
permitirán hacerlo con más eficacia.

Puede que este libro le haya generado más preguntas que respuestas, pero le
aseguro que no debe sorprenderse por ello. Así es la realidad en muchas
ramas de la ciencia y eso mismo les ocurre a muchos científicos y expertos.
Paradójicamente, la ignorancia empuja a creer que existen las verdades
absolutas y por el contrario, el conocimiento abre las puertas a infinidad de
nuevas posibilidades. Salvando las distancias, es probable que pueda sentirse
como debió hacerlo Sócrates al afirmar “Sólo sé que nada sé… y ni de eso
estoy seguro”.

Como adelanté en la introducción, este libro no está pensado para deducir


aplicaciones prácticas directas en intervenciones dietéticas. Su objetivo
principal es fomentar el espíritu crítico, desmontar algunos mitos sobre las
dietas y la alimentación y reforzar algunos principios fundamentales,
especialmente entre los apasionados y profesionales de la nutrición.

Para terminar, o mejor dicho, continuar, le animo a utilizar la mayor biblioteca


que nos ha dado la tecnología, internet, para mantenerse actualizado,
especialmente las webs y bases de datos científicas. La mayoría están en
inglés, pero gracias a los traductores on-line cada vez están más accesibles
para todo el mundo. Además, le recomiendo no perder de vista los consensos
científicos mencionados en numerosas ocasiones a lo largo del libro, tanto el
europeo como el español, que sin duda se irán actualizando con importantes
cambios durante los próximos años.
Aquí le dejo unos cuantos enlaces valiosos:

- Pubmed – www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed
- The New England Journal of Medicine - www.nejm.org/
- The American Journal of Clinical Nutrition: http://ajcn.nutrition.org/
- Obesity – www.nature.com/oby/
- Nutrition Journal - www.nutritionj.com/
- JAMA – http://jama.jamanetwork.com/
- BMJ - http://www.bmj.com/
- EFSA - www.efsa.europa.eu/
- SEEDO (español) - www.seedo.es/
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ejemplo, Ed. 1.13).

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de la confirmación de compra inicial (email, recibo…) e indíquenos el
formato en el que la desea (epub, kindle o pdf).
OTRAS OBRAS DEL MISMO AUTOR (En Amazon y Lulu)
“Lo que dice la ciencia para adelgazar” (2012)
“Al abrir los ojos”. Relatos de ciencia ficción y fantasía (2012)
Blog personal: http://elcentinel.blogspot.com
Y PARA LA APLICACIÓN PRÁCTICA DE UNA NUTRICIÓN
SALUDABLE, TAMBIÉN PUEDE LEER “LO QUE DICE LA CIENCIA
PARA DELGAZAR DE FORMA FÁCIL Y SALUDABLE”

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