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ANGUSTIA Y CULPA,
PROBLEMAS FUNDAMENTALES DE LA PSICOTERAPIA
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EDITORIAL GREDOS, S. A.
MADRID
GION CONDRAU
ANGUSTIA Y CULPA
ANGUSTIA Y CULPA,
PROBLEMAS FUNDAMENTALES DE LA PSICOTERAPIA
VERSION ESPAÑOLA DE
E D I T O R I A L G R E D O S , S.. A. .
MADRID
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X*.rj : BIBLIOTECA NAZ10NALE SV1ZZERA
O EDITORIAL GREDOS, S. A., Sánchez Pacheco, 83, Madrid, 1968, para la versión
española.
!
5 S. Freud, Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse. Ges. W., XI, pá-
gina 413.
« El New Gould Medical Dictionary de Blakiston cita 217 fobias.
' O. Pfister, Das Christentum und die Angst, Zürich, 1944.
• Véase, a este respecto, O. Liebeck, Das Unbekannte und die Angst, Leipzig, 1928.
I.xi angustia en la existencia humana 13
mente, el odio que albergan unos pueblos contra otros. Este odio que,
como peligro de guerra potencial, aumenta aún más la angustia, cierra el
circulus vitiosus. Con frecuencia tropezamos en el mundo de la política
con fenómenos de angustia colectiva. Urs Schwarz señala el hecho de que
la agresión como medio de defensa contra ta angustia es una medida co-
lectiva hartamente conocida, tanto individual como colectiva 9 . La angus-
tia individual y colectiva lleva a la crueldad y al terror 10.
Lo que Curzio Malaparte ha escrito en una novela sobre la angustia
y la crueldad en el pueblo alemán vale igualmente para todos los pueblos,
para los que el poder está a su disposición como instrumento de su an-
gustia. Durante mi larga experiencia en la guerra había observado que el
alemán no teme al hombre fuerte y armado que le ataca valientemente
o que le mantiene a raya. El alemán teme al indefenso, al débil, al en-
fermo. El tema de la angustia, de la crueldad alemana como consecuencia
de la angustia se convirtió en tema fundamental de todo mi investigar.
Quien la observa rectamente en el espíritu cristiano de la época se llenará
de vergüenza y compasión a causa de ella, y nunca había despertado en
mí tanta vergüenza y compasión como ahora en Polonia, donde se mani-
festó sólo su cara mujeril y horrorosa en toda su diversidad de formas.
Lo que lleva a los alemanes a la crueldad, a las acciones crueles realizadas
con la mayor frialdad, planeadas científicamente, es la angustia ante los
oprimidos, los indefensos, los débiles, los enfermos; la angustia ante los
ancianos, las mujeres, los niños, la angustia ante los judíos n . La angustia
produce terror, pero el terror produce también, a su vez, angustia, y así,
no es de maravillar que los dominadores de ciertas formas de Estado,
que contraponen la colectivización en forma obligatoria a un desenvolvi-
miento libre del ser humano, se sirvan del terror para la producción de
la angustia. Piénsese en la Revolución Francesa (Robespierre hizo ajusti-
ciar solamente en París 1.376 personas desde el 10 de junio de 1794 hasta
su caída el día 28 de julio de 179412. Algo parecido han vivido Hungría y
9 U. Schwarz, «Die Angst in der Politik», en Die Angst, Studien aus dem C. G.
Jung-Institut, Zürich, 1959, pág. 118.
10 A la relación de agresividad y angustia volveremos aún cuando tratemos de
los intentos de explicación psicoanalítica. Anticipemos aquí que no sólo en la gran
política, sino también en las sociedades más pequeñas, la angustia y la agresividad
aparecen a menudo ayuntadas y se condicionan mutuamente una a otra. E. L. Herbert
ha indicado a modo de ejemplo que «el comportamiento sadomasoquístico de algunos
maestros» representa «una defensa contra la angustia», pues su conducta muestra
todos los síntomas de un estado de angustia. («Die Anwendung von Gruppen-Verfahren
in der Lehrerbildung», Psyche, XIV, pág. 318.)
u C. Malaparte, Kaputt, Nápoles, 1944. Según U. Schwarz, en el lugar citado,
página 120.
U. Schwarz, en el lugar citado, pág. 116.
14 Angustia y culpa
Cuba en nuestros días); en el pueblo alemán, que se dejó angustiar con
los fantasmas nacionalsocialistas, que «abrió las puertas a las crueldades
más horrorosas que el mundo haya visto» ,3 ; o piénsese en la angustia en
la Revolución Rusa, tal como fue descrita por Iwan Iljin: «La primera
fuente del terror es el temor en el alma del terrorista mismo. Intenta
amedrentar porque siente angustia y en la medida en que la siente; en
el sistema del terror llevado a cabo de una forma fría, irrumpen luego
furiosas olas de rabia que tienen su manantial en la angustia. Pero esta
angustia surge, por su parte, de un sentimiento firme de haber encontra-
do algo, sobre toda medida, asombroso y absolutamente imperdonable:
las naves están quemadas por detrás; no hay ni conversión, ni refle-
xión, ni evolución, ni perdón; no hay cambio de opinión, se ve uno obli-
gado a seguir penetrando, a imponerse, a perseverar hasta el fin y dejar
correr sangre sobre sangre. El peligro trae consigo intranquilidad y an-
gustia; la angustia es apaciguada por una nueva intimidación» 14 . El te-
rror como medio de producción de angustia no constituye, naturalmente,
un privilegio de los estados particulares. También organizaciones crimi-
nales (por ejemplo, la Maffia o el gangsterismo en Norteamérica), incluso
asociaciones de culto religiosas, se sirven de él despreciando el manda-
miento del amor al prójimo. Irrupciones de angustia «de histeria popu-
lar» podemos observarlas en el oriente y en el occidente de Europa en
las agitaciones de la guerra fría; se mostraron, entre otros lugares, en los
escándalos escolares de integración en los Estados del Sur de U. S. A.
Esta angustia constituye un síntoma de enfermedad del hombre moder-
no. El que haya experimentado en nuestra época un incremento desme-
dido en extensión e intensidad hay que referirlo, en parte, a su rápida
colectivización, que se ha hecho posible gracias a la moderna técnica;
cuando estalla una epidemia infecciosa en el Asia oriental o explota una
bomba atómica en el Pacífico, lo sabemos poco después en Europa.
Schwarz ve sobre todo, a consecuencia de la evolución de la ciencia na-
tural y de la técnica, los factores provocadores de la angustia para la
colectividad en tres esferas: en la posibilidad de la desintegración del
núcleo atómico, en el dominio del espacio y del tiempo, inclusive la pe-
netración en el espacio cósmico, y, finalmente, en el progreso de la hi-
giene médica que conduce a un «período de aumento explosivo de la
población de la tierra» 1 5 .
Cuando hablamos de la colectivización de la angustia como una de las
posibilidades de evadirnos de ella, nos damos perfecta cuenta de que con
H. Hediger, «Die Angst des Tieres», en Die Angst. Studien aus dem C. G.
Jung-Institut, Zürich, 1959, pág. 15.
" S. Freud, en el lugar citado, págs. 408 y sig.
18 L. Braun, Herz und Angst, citado según Hediger, en el lugar citado, pág. 31.
19
B. Staehelin, «Gesetzmássigkeiten im Gemeinschaftsleben schwer Geistes-
kranker», Schweiz. Arch. Neuroí. Psychiat., tom. 72, 1953, págs. 277-298.
16 Angustia y culpa
18
lar . Staehelin ha comprobado tendencias de huida en los enfermos
mentales 19.
En todo caso, sería falso suponer que la observación de la angustia
en los animales podría seguir ayudándonos en el conocimiento de la na-
turaleza de la angustia en el hombre. Nunca podrá comprenderse lo más
desarrollado, a partir de lo primitivo, de lo inferiormente organizado.
Cuando Hediger, por ejemplo, defiende el punto de vista de que el cri-
terio esencial en el proceso de la génesis del hombre se forma por el do-
minio del fuego, y, con ello, por «la liberación del estado primitivo de
constante amenaza por los enemigos-animales superiores», y de que así
«se ha dado propiamente la base para la formación de una cultura» 20 , no
hace otra cosa que documentar una inversión de la situación real. No es
a partir de la angustia del animal como podemos comprender la angustia
en el hombre, sino que, a lo sumo, a partir del hombre podemos inter-
pretar la conducta del animal. Hay, sin duda, hombres que en su angus-
tia no se han apropiado otras posibilidades de conducta diferentes a las
que encontramos precisamente en el reino animal. Y, sin embargo, es
propio de la naturaleza del hombre enfrentarse a la angustia de forma
distinta a como lo hace el animal. El hombre ha llegado a ser portador
de cultura no por el hecho de haber perdido la angustia (animal) ante
la amenaza, sino que precisamente porque es ya hombre y lleva en sí la
posibilidad de cultura, ha logrado vencer la angustia.
Sin embargo, la angustia en el animal (con su posibilidad de eludir
en la huida) nos da muchísimas posibilidades de puntos de partida para
establecer comparaciones con la angustia del hombre neurótico. Las fá-
bulas de animales muestran de una forma particularmente impresionante
cuán emparentados están el estar angustiado del hombre y el de los ani-
males que viven en libertad en sus modos de expresión. Los poetas tienen
a menudo una sensibilidad excepcional para el hombre y para el animal.
Recordemos aquella historia de Tolstoi que es designada por Hediger
como una reproducción acertada de la vivencia animal de la angustia. Un
ermitaño entra en diálogo con diversos animales del bosque, tratándose
el tema de cuál sea el origen del sufrimiento en el mundo. El cuervo hace
responsable de ello al hombre; la paloma, al amor, y la serpiente, al mal.
Pero el ciervo dio la siguiente explicación: «Ni el hombre, ni el amor,
ni tampoco la maldad son la causa del dolor; sólo la angustia produce
todo el dolor del mundo. Si no fuese necesario sentirse angustiados, cuán
hermoso sería todo en el mundo. Tenemos piernas ligeras y fuerza en
exceso. De un pequeño animal nos defendemos con la cornamenta, de uno
grande podemos huir. Pero no, la angustia no nos abandona. Si cruje
ANGUSTIA Y CULPA.—2
18 Angustia y culpa
vos o juguetones; más bien se encontraban llenos de angustia en medio
de agitaciones y emociones políticas, económicas y morales; llevaron a
cabo una serie de luchas espantosas y de guerras civiles, y sus insignifi-
cantes juegos instructivos no eran sólo niñerías vacías y sin sentido, sino
que respondían a una profunda necesidad de cerrar los ojos y huir de
los problemas no resueltos y de los angustiosos presentimientos de ruina
hacia un mundo aparente, a ser posible inofensivo. Aprendían con perse-
verancia a conducir automóviles, a jugar difíciles juegos de cartas y se
dedicaban ensoñadoramente a resolver crucigramas, pues se encontraban
indefensos, casi a las puertas de la muerte, de la angustia, del dolor y
del hambre, sin que la iglesia pudiese ya consolarles, abandonados del
espíritu. Ellos, que leían tantos artículos y oían tantas conferencias, no
encontraban tiempo ni se esforzaban en hacerse fuertes contra el temor,
en combatir en sí mismos la angustia ante la muerte; iban viviendo con-
vulsos y no creían en un mañana... La inseguridad e inautenticidad de la
vida espiritual de aquella época, que, por lo demás, en ciertos aspectos
mostraba energía y grandeza, nos la explicamos hoy como un síntoma
del asombro que embargó al espíritu cuando, al final de una época de
aparentes victorias y adelantos, súbitamente se encontró frente a la nada,
frente a una gran necesidad material, en un período de tempestades
políticas y guerreras y ante una desconfianza de sí mismos, de su propia
existencia, surgida de la noche a la mañana» 26 .
La problemática de la angustia la encontramos no sólo en los escritos
políticos, sociológicos, psicológicos, teológicos o literario-poéticos, no sólo
en los tratados y diccionarios filosóficos (Julius Streller), sino, de una
forma totalmente impresionante, en la experiencia dialéctica de la vida
diaria. La angustia nos grita desde las páginas de la prensa, nos ríe ner-
viosa desde los locales deportivos, en las asambleas políticas y en los
cócteles. Un periódico americano 2 7 ha dedicado hace poco un número es-
pecial al problema de la culpa y de la angustia con el título «Guilt and
Anxiety». Los informes sobre asesinatos, suicidios, robos, raterías, aten-
tados contra la moral, alcoholismo, accidentes de tráfico, divorcios, todos
son, de una u otra forma, expresión de la angustia del hombre. También
las pequeñeces y niñerías de la vida cotidiana revelan la angustia: un
apretón de manos demasiado débil o demasiado fuerte, el fumar nervio-
samente un cigarrillo tras otro, una cita olvidada, el quedarse parado a
mitad de la frase, el tartamudeo, todas las formas de acciones fallidas
n
Hermann Hesse, Das Glasperlenspiel, Zürich, 1943, tom. I, págs. 31 y sigs.
» Time, 1961, núm. 31.
28
E. Storring habla de «estados de angustia larvados», y describe, siguiendo a
Hecker («über larvierte und abortive Angstzustande bei Neurasthenie», en Zbl. / .
Nervenheilk., 1893), también el anhelo, la nostalgia, el mareo, incluso el hambre ca-
I.xi angustia en la existencia humana 19
Los americanos hablan de una «social anxiety», de un «desperate need
for contact», como expresión de la ansiedad. Es conocido el miedo a ha-
cerse viejo, a ponerse gordo, a fracasar en la profesión, el miedo a hacer
el ridículo, a casarse, y a todas las decisiones de importancia para la
vida. Zbinden cita, además, el miedo a la elección de profesión, «el
temor del hombre de hoy a la vinculación y a la responsabilidad en
general», el miedo a la enfermedad y a la pobreza. «En lugar de las an-
gustias de ia naturaleza han aparecido las angustias de la civilización.»
«Las angustias del hombre de hoy, en la edad del pensar racional, de la
técnica, de la instrucción general, parecen dar tan poca importancia
a las fórmulas de curación del sentido ilustrado, a las inteligentes in-
terpretaciones de la Psicología y de las teorías de la cura de almas,
como en los primitivos a las fórmulas mágicas del curandero y conjura-
dor. Así, en lugar de un exterminio de las angustias, en el fondo ha
tenido lugar sólo una dislocación, un cambio en las formas, en las más-
caras y caricaturas, pero no una disminución de su número y de su
poder paralizador» 29 .
La tradición cristiana concibió la angustia como un problema humano
que había aparecido en el mundo con el pecado original y que era pro-
pio del ser del hombre. La «angustia del más allá», la preocupación por
la salvación eterna del alma puede muy bien haber sido en la Edad Media
31
O. Pfister, en el lugar citado, págs. 176-177.
22 Angustia y culpa
del infierno se conviertan en "posición clave" de los esfuerzos analí-
ticos •
No hace mucho trataba J. Rudin, en aclaración crítica, los aspectos
de nuestra actual imagen de Dios 33 , en parte neuróticamente oculta, lle-
gando a la conclusión de que las razones que condujeron a una neuroti-
zación estaban, de una parte, en la trasmisión individual o colectiva de
una imagen de Dios parcialmente mutilada, predominantemente en la ju-
ventud temprana; de otra, en una discrepancia entre la imagen de Pios
transmitida y la personalmente experimentada; pero esencialmente, en el
sentido de la psicología yunguiana, en un estrangulamiento de la vida
individual y también de las situaciones colectivas conscientes de su en-
raizamiento arquetípico, la falta de un contacto vivo entre la imagen de
Dios consciente y el arquetipo inconsciente de Dios.
Así, pues, si la imagen de Dios es desfigurada y sacudida a consecuen-
cia de los procesos neuróticos, no nos está permitido pasar por alto que
los mismos procesos psíquicos pueden, incluso, desterrar y aniquilar la
imagen de Dios. Con lo cual no se crea a «Dios» a partir del mundo (di-
gamos a partir de este mundo neurótico), sino exclusivamente su «ima-
gen», y precisamente en tanto que pertenecía al mundo interior de este
hombre y en tanto que daba sentido y realización a su existencia. Dios
es vivido en verdad, pero sólo en la negación; no en el estar uno con
otro y junto a otro, sino más bien, exclusivamente en el estar lejos
y uno-fuera del otro. Esta vivencia de Dios, que pretendemos comprender
psicológicamente, la conocemos ya, en su aspecto teológico, como el
concepto del infierno: un estado «del alma después de la muerte, en el
cual es apartada de la contemplación de Dios en castigo de sus pecados».
Si la imagen de Dios neurotizada radica esencialmente en un error que
garantiza al hombre perturbado una esperanza recia, pero, a menudo,
también engañosa, en un paraíso, en la vivencia del infierno cae radical-
mente esta perspectiva para dejar sitio a una desesperación desconsola-
dora e infinita, pues «de este país de los muertos no hay retorno» 3 4 . Ex
infierno, nulla redemptio! En todo caso, este ser apartados de la con-
templación de Dios no se realiza voluntaria y conscientemente, como, por
ejemplo, en el ateo y en el que niega a Dios racionalmente, sino que el
neurótico vive su desposesión y distanciamiento de Dios como un castigo
que corresponde a sus sentimientos de culpabilidad, castigo que se le
31
G. Condrau, «Das Erlebnis der Hollé im psychotherapeutischen Geschehen», en
íahrb. f . Psychologie, Psychotherapie u. med. Anthropologie, 8, 1-2, 1961, págs. 124
y sigs.
« J. Rudin, Psychotherapie und Religión, Olten, 1960, pág. 149.
* Pohle, Lehrbuch der Dogmatik, Paderborn, 1933, tom. III, pág. 678.
I.xi angustia en la existencia humana 23
" Véase T. Bovet, Die Angst vor dem lebendigen Gott, Bern, 1948.
I.xi angustia en la existencia humana 25
42
O. Pfister, en el lugar citado, pág. 189.
« C. Tresmontant, Paulus in Selbstzeugnissen und BUddokumenten, Rowohlt, 1960,
página 139.
28 Angustia y culpa
44
O. Pfister, en el lugar citado, pág. 202.
45
O. Pfister, en el lugar citado, pág. 206.
46
En el lugar citado, pág. 229.
I.xi angustia en la existencia humana 29
47
J. Rudin, Psychotherapie und Religión, págs. 149 y sigs.
48 0. Pfister, en el lugar citado, pág. 297.
30 Angustia y culpa
d e s d e m i niñez d e f o r m a q u e t e m a q u e a s u s t a r m e y palidecer c u a n d o oía
el n o m b r e d e Cristo; p u e s n o se m e h a b í a enseñado o t r a cosa q u e a te-
n e r l o p o r un j u e z r i g u r o s o y a i r a d o » 4 9 . L u t e r o era un e s c r u p u l o s o , y e n
los e s c r u p u l o s o s lo esencial es, j u n t o a su conducta neurótico-obsesiva,
l a angustia 5?. H a s t a la «experiencia de la torre» en el convento d e W i t t e n -
b e r g n o consiguió a p a c i g u a r s u angustia p o r el conocimiento d e q u e n o
las o b r a s del h o m b r e , s u h a c e r y a c t u a r a t r a e n la gracia divina, s i n o l a
f e exclusivamente. P e r o q u e , a p e s a r de ello, L u t e r o n o logró d e s t e r r a r
p o r c o m p l e t o el m i e d o a Dios q u e vivía d e n t r o de él, y q u e s u s d o c t r i n a s
e s t á n m u y i n f l u e n c i a d a s p o r a q u e l miedo, se d e j a ver c l a r a m e n t e e n l o s
t e s t i m o n i o s de s u s c o n t e m p o r á n e o s . L u t e r o vivía en u n m u n d o d e d e m o -
nios, b r u j a s y diablos. E n Ulrico Zuinglio, la angustia e s t a b a r e f e r i d a a l a s
p e n a s d e la o t r a v i d a . P e r o d e n t r o d e la Iglesia p r o t e s t a n t e h a s i d o la
d o c t r i n a de la p r e d e s t i n a c i ó n la q u e h a p r o d u c i d o los m a y o r e s e f e c t o s
49
O. Pfister, en el lugar citado, pág. 299.
50
Martín Werner atribuye a la vivencia del convento de Martín Lutero una sig-
nificación central para su evolución posterior. La personalidad de Lutero constituyó,
en su genialidad fascinante, la materia básica de muchos ensayos psiquiátricos, y
psicológicos, siendo resaltada varias veces por psiquiatras renombrados (por ejem-
plo, E. Kretschmer) de una manera especial su constitución maníaco-depresiva. Po-
demos preguntarnos si, mediante un análisis psicopatológico de tal naturaleza, no
puede ser menoscabado el mérito de una personalidad del formato de Lutero. Somos
de la opinión de que no es éste el caso, sino que, precisamente por la apreciación
psicológica de una personalidad, puede reportarse una mejor comprensión de la labor
de su vida. Estamos completamente de acuerdo con M. Werner cuando escribe: «La
oposición tradicional de los biógrafos protestantes de Lutero a todo reconocimiento
de lo anímicamente patológico en Lutero radica en el malentendido de que tales
comprobaciones en la vida de personalidades históricamente importantes tendrían
que representar ya en sí y por sí una degradación en un sentido u otro. Pero a la
esencia de la auténtica grandeza humana no es propio, en modo alguno, el quedar
libre, por puro destino, del sufrimiento anímico. La personalidad alcanza histórica-
mente altura significativa la mayoría de las veces precisamente sólo a través del
sufrimiento. Realiza sus mayores posibilidades por el modo y manera como se abre
camino luchando a través del sufrimiento» («Psychologisches zum Klostererlebnis
Martin Luthers». Schweiz. Zschr. f . Psychologie, tom. VII, 1948, pág. 3). : f
Un estudio psicológico detallado sobre Lutero lo ha publicado recientemente Erik
H. Erikson. En situaciones vitales decisivas, Lutero se sintió afectado con frecuencia
de angustia de pánico. En uno de estos estados de angustia (durante una tormenta)
decidió el reformador, contra la voluntad de su padre, hacerse monje y consagrar
su vida a Dios. En su primera misa experimentó otra vez un ataque de angustia,
mientras su padre bramaba de rabia. Erikson designó estos ataques como «crisis de
identidad». Ya en época anterior, en el año 1500 (por tanto, cinco años antes de su
decisión de entrar en el convento), debió haber experimentado una de estas crisis
de angustia, o, como dice Erikson, «crisis del yo», cuando, arrodillado en la iglesia,
gritó: Non sum, non sum (E. H. Erikson, Young Man Luther. A Study in Psychoana-
tysis and History, New York, 1958). ... • o ."
Lámina 1
I.xi angustia en la existencia humana 31
- j
I.xi angustia en la existencia humana 33
... así elevó él, grande como el más grande de los mortales, sus ojos
hacia la luz, y hacia la vacía inmensidad, y dijo: '¡Rígida, muda nada!
¡Fría, eterna necesidad! ¡Acaso delirante! ¿Conocéis esto entre vosotros?
¿Cuándo destruiréis el edificio y a mí? ¡Cómo está cada uno tan sólo en
la amplia sepultura del espacio! Me encuentro solo junto a mí. ¡Oh Pa-
dre! ¡Oh Padre! ¿Dónde está tu pecho infinito para que yo descanse en
él? ¡Ah!, si cada yo es su propio padre y creador..., ¿por qué no puede ser
su propio ángel exterminador?'
El soñador despierta en el instante de máxima tribulación, cuando la
serpiente gigantesca en el horizonte comienza a enlazar al mundo y estruja
y aniquila la totalidad del cosmos. Su 'alma llora de alegría' cuando toda
la tenebrosidad vivida se disipa como un horroroso sueño y ve ante él el
mundo de Dios en su esplendor.»
Thielicke hace referencia al proceso de la «deshumanización» de una
forma que no podríamos encontrar en los anteriores procesos culturales,
y Karl Jaspers confirma la angustia en una humanidad que, en su «proceso
de evolución», camina de lo viviente a lo carente de vida: «ahora, quizá,
está ante nosotros un nuevo proceso de desecho, la formación de una nueva
especie animal por el camino de la técnica rígida como su forma de exis-
tencia, y se formará un nuevo ser humano, y, visto desde él, esta masa
aparecerá como otra especie, algo puramente vivo, pero que ya no es hu-
mano» 53.
Es la incertidumbre sobre la evolución posterior, sobre la salida, sobre
el fin lo que produce angustia. La pregunta acerca del sentido de la vida
es eludida, o no llega a plantearse ya. «La cumbre del escepticismo nihi-
lista, y, con ello, de la angustia, no está en que se responda a la pregunta
sobre el sentido de la vida con un desesperanzador «¡ningún sentido!», sino
en que de pura desesperanza no llegue a plantearse siquiera la pregunta.»
De esta forma, la carencia de sentido no es superada, sino afirmada abier-
tamente y aceptada como algo invariable. El mayor peligro de colectiviza-
ción del hombre lo vemos en la masificación y embotamiento, que, cierta-
mente, neutraliza la angustia, pero también estrangula la búsqueda de sen-
tido, el ser hombre. La neutralización de la angustia no produce una «anu-
lación», una «liquidación» de la misma; sólo puede tratarse de una repre-
sión. En lugar del hombre tenemos el funcionario o el simpatizante colec-
tivo. La angustia sólo puede aflorar allí donde existen todavía estados de
transición entre la tradición burguesa y la forma de vida colectiva. «Tan
pronto como ha avanzado el desimismamiento, cesando con ello la confron-
tación personal con el sentido, desaparece también la angustia. Pues el
animal, como el ciudadano de los estados de termitas, pueden no tener
ANGUSTIA Y CULPA.—3
34 Angustia y culpa
angustia, porque no se plantean la pregunta acerca del telos, y, por ello,
tampoco puede martirizarlos la posible falta de telos» 54
Ahora bien, hay, sin duda, hombres que, para escapar a esta angustia,
se apropian, por así decirlo, una religión por motivos oportunistas, se pro-
veen de una fe. ¿Acaso no es cierto que la religión cristiana —según las pa-
labras del Evangelio de J u a n : «En el mundo estáis angustiados, pero no
os desconsoléis, yo he vencido al mundo»— promete la liberación de la an-
gustia? Sólo una «fe» que no pretende otra cosa que la lucha contra la an-
gustia es una fe inauténtica. Esta fe inauténtica no puede conjurar la an-
gustia, sino que crea un círculus vitiosus que produce un agudizamiento de
al angustia. Pero ¿qué es fe «auténtica», y qué, fe «inauténtica»? Todo psi-
coterapeuta sabe que forman una legión los hombres que creen más por
miedo que por amor. La culpa de esto no hay que buscarla exclusivamente
en el individuo. También en la educación cristiana, en el confesionario y
desde el pulpito se predican ciertas cosas que producen angustia. Pero si el
temor de Dios debe ser algo bueno, necesario y querido por Dios, ha de
serlo sólo en tanto que es «profundo respeto»; lo que equivale a decir: su-
misión voluntaria, respeto, veneración. El verdadero temor de Dios es siem-
pre profundo respeto. Jamás puede ser angustia sin sentido, una angustia
que significa lo contrario que el respeto profundo, a saber, desconfianza y
terror. Incluso Hans Urs von Balthasar, al que, con toda seguridad, no se
le puede hacer el reproche de que esté orientado «psicoterapéuticamente»,
pregunta si no es el Nuevo Testamento mismo el que refuerza y sienta de
una manera definitiva el crepúsculo entre temor y esperanza, la promesa
y la amenaza. «¿No .se pierde el cristiano, cuando obra seriamente con el
pecado y la salvación, en una dialéctica sin salida, en la que todo aumento
en gracia lleva consigo un aumento en indignidad, por no decir en culpa,
y en esta espesura la religión se convierte en un infierno propiamente ha-
blando? Y ¿no es aquí precisamente donde el psicoanálisis más desconside-
rado no encuentra dificultades?» 55 . Mientras que Balthasar, desde un punto
de vista teológico, da una respuesta extraordinaria a la primera pregunta,
queda de nuestra parte demostrar que tampoco el «psicoanálisis más des-
considerado» (en otro lugar habla Balthasar del «venenoso contraveneno de
la psicoterapia») 56 pretende perjudicar a una cristianismo auténtico; es más,
que no puede. Es cierto que la psicoterapia en sentido teológico no está obli-
gada a ninguna religión. Ni hay una psicoterapia «católica» ni «protestante»
como puede darse, por ejemplo, una medicina «cristiana» o «mahometana».
Pero hay algo que en el proceso psicoterapéutico es sacado a a luz con
57
X. v. Hornstein, Von der Angst unserer Zeit, Frankfurt, 1954, pág. 29.
58 H. U. v. Balthasar, Der Christ und die Angst, Einsiedeln, 1953, pág. 13.
59 En el lugar citado, pág. 16.
36 Angustia y culpa
tia del pecado a la angustia redentora un camino real» 60 . Mounier ha sido
el primero en enfrentarse al pesimismo cristiano, aunque habla también
de un optimismo «trágico». Para él, el Apocalipsis no es un canto del ho-
rror, sino u n himno del triunfo, «la anunciación de la victoria definitiva
de los justos y el canto embriagado por el reino final de la plenitud» 6 1 .
Antes de que nos ocupemos del concepto psicoterapéutico de la culpa
y de la angustia, vamos a hablar de aquel filósofo cuyo enfrentamiento
con la angustia llegó a ser una sobresaliente confesión personal y cris-
tiana, y sigue siendo tanto para la Filosofía como para la Psicología de
una significación de la que ya no puede prescindirse.
as Geismar, Soren Kierkegaard, pág. 216. Según Künzli, en el lugar citado, pá-
ginas 26-27.
66 En el lugar citado, pág. 270.
67
E. Przywara, Das Geheimnis Kierkegaards, München, 1929, págs. 171 y sigs.
6S W. Nigg, Religiose Denker, Bern, 1942, pág. 92.
69
E. Brunner, Offenbarung und Vernunft, Zürich, 1941. Según Künzli, en el lugar
citado, págs. 26-27.
38
Angustia y culpa
«> A. Künzli, en el lugar citado, págs. 79, 169, 174, 182 y 191.
71
En el lugar citado, págs. 272 y 275.
I.xi angustia en la existencia humana 39
Luise Rinser, «Félix Tristitia», en Erbe und, Auftrag, Beuron, 1961, año 37, pá-
gina 13.
La angustia en la existencia humana 41
S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode. Ges. W., Düsseldorf, 1957, pág. 17.
81
En el lugar citado, pág. 81.
82
En el lugar citado, pág. 80.
I.xi angustia en la existencia humana 43
86
S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, pág. 58.
87
En el .lugar citado, pág. 47.
Si
A, Künzli, en el lugar citado, pág. 112.
89
J. Neumann, «Die Entstehung des Selbst aus der Angst», en Angst und Schuld.
Editado por W. Bitter, Stuttgart, 1959, pág. 124.
Lámina 2
^ ^ g ^ f í f ^ L j ^ g ^ / g ^ c ^ humana _45
temor. Aquélla la compara con el vértigo. «Aquel que e s obligado a mirar
hacia la profundidad de un precipicio llega a sentir vértigo.» «La angustia
de Kierkegaard e s la de aquel precipicio, la de la nada, en cuya profun-
didad acecha el pecado.»
La literatura reciente se ha marcado la tarea de estudiar psicológica-
mente el concepto de la «angustia», sin perder de vista el dogma del pe-
cado original. Así, pues, la angustia, si bien de un modo implícito, tiene
algo que ver con el concepto del pecado original dice el danés en su
introducción al Begriff Angst (Concepto de la angustia). La angustia cons-
tituye el presupuesto del pecado original, pero ella misma es, al mismo
tiempo, el pecado original que se repite en cada individuo.
No es sencillo seguir el pensamiento de Kierkegaard en lo referente
a la angustia y al pecado. Parece también contradecirse, por ejemplo, en
la antítesis: sin pecado no hay sexualidad; por tanto, la sensualidad en
sí no debe ser pecaminosa. Precisamente esto último lo ha destacado con-
tinuamente Kierkegaard: «Lo sexual como tal no es lo pecaminoso...» «La
s e n s u a l i d a d no es pecaminosidad» Lo sexual o sensual sólo llegó a ser
pecaminoso por el pecado de Adán, y se hace de nuevo pecaminoso en
cada hombre como consecuencia de la repetición de aquel pecado. Por él
se manifestó en lo erótico lo instintivo, frente a lo que el espíritu perma-
nece ajeno. Así, pues, la angustia «se halla presente en todo gozo erótico
no porque éste sea pecaminoso en modo alguno; y, por tanto, tampoco
serviría de nada que el pastor bendijese a la pareja diez veces» 91 . Pero
¿por qué esta angustia? Porque el espíritu no puede hallarse ya presente
en el punto culminante de lo erótico. Aquí Kierkegaard documenta que
él 92 , en el fondo, considera lo sexual como pecaminoso, pues siempre que
el hombre no realiza su ser-sí-mismo se hace culpable. Según la concep-
ción de Kierkegaard, el hombre es espíritu, y éste el «sí mismo». ¿Cómo
podría, pues, un hombre en el acto sexual realizar su sí mismo si el espí-
ritu como algo «extraño», no participa en él? Es cierto que el danés hace
de la necesidad una virtud al escribir que la angustia no precisa ser tras-
tornante, sino un «factor inherente» 93 ; si «lo erótico es puro, inocente y
bello, en tal caso esta angustia es agradable y suave...» Entre tanto queda
sin contestar la pregunta: ¿Cuándo es lo erótico «puro e inocente y bello»,
y cuándo no lo es? Éste podría ser el caso, según la concepción cristiana,
en el matrimonio. Pero también aquí se pone de manifiesto la vergüenza,
pues «es una gran locura suponer que basta el casamiento eclesiástico o
90
S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, págs. 11, 68 y 80.
91
En el lugar citado, págs. 71 y sigs.
92
S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, págs. 8 y sigs.
93
S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, págs. 71 y sigs.
46 Angustia y culpa
la fidelidad por la que el hombre se atiene exclusivamente a su compa-
ñera de matrimonio». ¿Puede, pues, ser la angustia «agradable y suave»?
Mucho más claro es Kierkegaard en su concepto del pecado. En él se
pone de manifiesto qué «carga de angustia» tenía para él este concepto.
Y, como para demostrar una conocida experiencia psicológica, está ahí
«como máximum... lo espantoso de que la angustia ante el pecado pro-
voca el pecado».
Por la culpa, «la nada, que es el objeto de la angustia, llega a ser, por
decirlo así, más y más algo» 94 . La nada en el sentido de Kierkegaard n o
corresponde a la «nada» expuesta posteriormente por Heidegger. En Kier-
kegaard no es la angustia sino un algo desconocido. «Del mismo modo
que el médico puede muy bien decir que tal vez no existe un solo hom-
bre que esté completamente sano, así también podría decirse, cuando se
conoce bien al hombre, que no hay ningún hombre que no esté un poco
desesperado, que no sienta en lo más profundo un desasosiego, una des-
dicha, una disarmonía, una angustia ante las posibilidades de la existencia
o una angustia ante sí mismo...» 9 5 .
Este «algo» se manifiesta en el pensar de Kierkegaard como dos cosas:
la polaridad de bien y mal, y en uno también ambas cosas: el mal tanto
como el bien. En la «angustia ante el mal» se contrapone de nuevo al
arrepentimiento, el miedo del hombre al pecado, a entregarse al mal y,
con ello, erigir una realidad «injusta». Wandruszka observa que la nada
no puede angustiar, ni tener algo aterrador. «La nada puede producir an-
gustia sólo cuando en su base más profunda aguarda un algo, un horror, un
mal.» La nada «produce angustia no porque es la nada, sino porque en
ella resuenan los pasos del juicio... Entre la angustia y la nada están el
placer y el sufrimiento. Toda angustia tiembla por un bonum, ante un
malum; por un bien: el placer, la alegría, la vida amada; ante un mal: el
sufrimiento, el dolor, el martirio de la vida...» 96 Pero precisamente Kier-
kegaard, a quien a menudo se le reprocha solamente de puro pesimismo,
de falta de esperanza, ha mostrado en el ejemplo de la angustia ante el
mal la posibilidad de «desarmar» la angustia. «Lo único que de verdad
puede desarmar el sofisma de la angustia es la fe, el valor para creer que
el estado mismo es un nuevo pecado; valor para renunciar a la angustia
sin angustia, y esto puede hacerlo solamente la fe, sin que por ello ani-
quile la angustia, sino que, permaneciendo ella misma eternamente joven,
se desembaraza más y más del instante mortal de la angustia. Esto sólo
ANGUSTIA Y CULPA.—4
50 Angustia y culpa
MUNUO EXTERIOR
Incons.
ANCUSTIA Y CULPA.—5
•66 Angustia y culpa
146 M. Klein, «Die Bedeutung der Symbolbildung für die Ichentwicklung». Psyche,
XIV, pág. 242.
«7 M. Klein, «On the Theory of Anxiety and Guilt», en Developmenís in Psycho-
Analysis, London, 1952, pág. 271.
En el lugar citado, pág. 291.
149 M. Klein, «Die Bedeutung der Symbolbildung für die Ichentwicklung», en el
lugar citado, pág. 243.
I.xi angustia en la existencia humana 67
155 G. Benedetti, «Die Angst in psychiatrischer Sicht», en Die Angst. Studien aus
dem C. G. Jung-Instítut, Zürich, 1959, pág. 162. Paul Matussek destaca en la angustia
de los esquizofrénicos de una manera especial la angustia de la vinculación («Die
Angst in der schizophrenen Psychose». Zeitschrift für Psychosomat. Med., año 6, cuad.
1, págs. 10 y sigs.).
156 Compárese Mara Selvini Palazzoli, «Emaciation as Magic Means for the Re-
moval of Anguish in Anorexia Mentalis». Acta Psychother. et Psychosom., vol. 9,
1961, págs. 37 y sigs.
157 En el acontecer psicosomático, dice Elhardt, es eliminada la parte vivencial psí-
quica de la angustia de la vivencia consciente, mientras que, para la parte somática de
la angustia, con frecuencia no existen tales posibilidades de eliminación. (S. Elhardt,
«Angst und psychosomatisches Geschehen». Zschr. f . Psychosomat. Med., año 6, cuad. 1,
páginas 16 y sigs.) Incluso en las «distrofias musculares orgánicas progresivas» pudo
ser comprobado el influjo de la angustia (H. J. Baltrusch, «Der mogliche Einfluss
emotionaler und sozialer Faktoren auf die Entwicklung und auf den Verlauf von
progressiven Muskeldystrophien». Zschr. Psychosomat. Med., año 6, cuad. 3, páginas
165 y sigs.). Held, por ejemplo, acentuó el papel de la angustia en la formación del
dolor del parto (E. Hed, «Die Stellung des Geburtsschmerzes im Schmerzsystem».
Schw. Med. Wschr., 1951, 10, 227).
158 R. May, en el lugar citado, pág. 182.
La angustia en la existencia humana 69
5. ANGUSTIA Y EXISTENCIA
159
V. E. v. Gebsattel, «Die phobische Fehlhaltung», en Hdb. Neurosenlehre und
Psychotherapie, 1959, tomo II, pág. 103.
lóo M. Boss, Sinn und Gehalt der sexuellen Perversionen, 1.* edición, Bern, 1947,
página 17.
I.xi angustia en la existencia humana 71
161
V. Gebsattel, en el lugar citado, pág. 105.
72 Angustia y culpa
lismo», sino también de aquellos cuya ideología está «en orden» —diría-
mos mejor que parece estarlo—; «cristianos, por ejemplo, que siempre se
llaman justificadamente «cristianos», pero que en la práctica de su vida
cotidiana sucumben de modo muy sorprendente bajo un nihilismo exis-
tencial que contradice la norma valorativa de su razón» 162 (¡teniendo que
poner en duda, en todo caso, si tales hombres se pueden llamar justifica-
damente «cristianos»!). La nada de la angustia es un «acontecimiento que
pone en cuestión la consistencia básica del hombre». Pero v. Gebsattel nos
hace recordar en todo a Binswanger con su observación de que el hom-
bre podría «elevarse sobre sí mismo o descender por debajo de su propio
nivel», podría sacrificar y parar la vida; «siendo ser privado del ser». Lo
que Boss, a este respecto, mantiene frente a Binswanger, tiene también
validez aquí. Así como la existencia no puede subir o caer, así tampoco el
hombre, en la medida en que precisamente nunca le es posible salir de
su existencia, puede subir o caer, y no digamos elevarse sobre sí mismo.
En la neurosis puede todavía menos ser privado del ser, sino, a lo sumo,
«olvidar» el ser.
Podemos muy bien mostrarnos de acuerdo con que el hombre en su
existencia puede errarse a sí mismo, a saber, cuando no se hace cargo
de las obligaciones a él encomendadas como suyas, haciéndose así exis-
tencialmente culpable. Pero, y nunca podremos destacarlo suficiente-
mente, en parte alguna se manifiesta tan claramente la confusión de los
límites ontológicos y psicológicos como en el ámbito de la antropología
médica, en la que precisamente la «caracterización cualitativa de la exis-
tencia» no halla aún aceptación. «Mas, de este modo, el ser-en-el-mundo
del hombre como un soportar de la zona iluminada pretendida por el
ser en el sentido de Heidegger ha de transformarse regresivamente en
una concepción, más útil y no reducida solamente a una sola cosa, de
la subjetividad de la antigua representación sujeto-objeto» 163 . Tampoco
«un sujeto en su subjetividad puede ser nunca imaginado de otro modo
que como una inmanencia primaria. Pues, con el pensamiento de una sub-
jetividad, ya de antemano hemos atribuido siempre y necesariamente a
todo lo demás el carácter de objetividad, y con ello, por de pronto, he-
mos separado radicalmente al hombre de lo que le sale al encuentro.
Ahora, en su subjetividad puede, a lo sumo, enfrentarse aún a los objetos
aislados de él para objetivizárselos como objetos en su conciencia, para
contra-arrojárselos». De este modo, al pensar antropológico no le queda
otro remedio que deducir la existencia de la inmanencia de su subjetivi-
dad, de atribuirle una propiedad subjetiva del ser-en-el-mundo y, con su
ayuda, hacer que la existencia pase por encima en el «mundo». «En su
162 En el lugar citado, pág. 105.
163
M. Boss, Psychoanalyse und Daseinsanalytik, Bern, 1957, pág. 90.
!)
La angustia en la existencia humana 73
isa m. Heidegger, Sein und Zeit, 8.* edición, Tübingen, 1957, págs. 140-141.
169 En el lugar citado, pág. 142.
76 Angustia y culpa
contrapone una amenaza real, mientras que en la angustia se trata de algo
«irreal», «incomprensible». No vamos a examinar aquí más detenidamente
hasta qué punto puede defenderse filosóficamente semejante distinción.
Sin embargo, para nuestra comprensión psicoterapéutica se nos plantea
la pregunta de si se puede admitir la separación sin el menor reparo e
incondicionalmente. Mario Wandruszka expresaba ya cierta duda desde el
punto de vista lingüístico. Resaltaba que «todas las intuiciones fenome-
nológicas y especulaciones existencialistas sobre una diversidad básica
esencial de temor y angustia... no soportan una revisión a partir de la
lengua». A la vista de muchos ejemplos puede demostrarse cómo precisa-
mente en el uso idiomático vulgar no se hace ninguna distinción entre
«angustiarse» y «atemorizarse». Si yo me atemorizo o me angustio de una
pena, no implica dos contenidos lingüísticos distintos de significación. In-
cluso Rilke, por ejemplo, emplea arbitrariamente las expresiones temor
de la muerte y angustia de la muerte, y Hermann Hesse designa el temor
de la muerte como la angustia de todas las angustias. «En todo caso,
distinguíamos a menudo muy claramente una diferencia de estilo entre
temor y angustia. A veces sólo podemos emplear una palabra, a veces
solamente otra. Sin embargo, en este punto nuestro uso actual no coin-
cide ya con las lenguas europeas más emparentadas, con las que nos une
la doble tradición del vocabulario antiguo y cristiano. Nuestro temor de
Dios (Gottesfurcht), nuestra veneración (Ehrfurcht) corresponde en in-
glés unas veces a fear, otras a awe; pero también nuestro término an-
g u s t i a (Angst) c o r r e s p o n d e m u y f r e c u e n t e m e n t e a fear, y no a anguish
o anxiety, que se han formado de la misma raíz de Angst. Lo mismo
p u e d e d e c i r s e del f r a n c é s crainte, peur, f r e n t e a angoisse, anxiété, y del
italiano timore, paura, junto a angoscia, ansietá, etc. En cada lengua, y
casi en cada siglo, estas expresiones se delimitan entre sí nuevamente de
forma diferente, se interfieren de modo diferente» 170 . También la compa-
ración de lenguas diferentes nos lleva más bien a la hipótesis de que una
diferenciación entre temor y angustia no está justificada. La palabra la-
tina angustia, de la que procede «angustia» (Angst), no significa otra cosa
que estrechez, estrechamiento, aprieto. A la misma raíz pertenecen ma-
nifiestamente las palabras alemanas eng, bange, también el francés an-
goisse, el italiano angoscia y el inglés anguish. El contenido significativo
de todas estas expresiones, que manifiestan una estrechez, una opresión,
según Wandruszka, no aparece solamente en el ámbito de Phobos, sino
que se manifiestan también «en relación con el dolor, la ira, la codicia,
el placer». Sólo a partir de Lutero «se ha destacado cada vez más la
170
M. Wandruszka, «Was weiss die Sprache von der Angst?», en Angst und Schuld.
Editado por W. Bitter, Stuttgart, 1950, pág. 15.
I.xi angustia en la existencia humana 77
angustia a costa del temor»; es, por lo tanto, la palabra más joven, «po-
see todavía una relación más o menos clara con un proceso corporal
perceptible, a saber, el de la opresión; de ahí que a menudo sea empleada
como la expresión más fuerte, más vigorosa —angustia como aumento
del temor—, y con especial frecuencia cuando el estado anímico-corporal,
en cuanto tal, está más en el primer plano que el motivo». Así Wan-
druszka llega a la conclusión de que el intento de separar la angustia del
temor hace violencia a la lengua viviente. «Angustia de algo y por algo,
del mal, del odio, por el bien, por el amor, éste es el cuadro amplísimo
de la angustia que podemos deducir de la lengua» 171 .
W. Schwidder emprendió el interesante intento de clasificar las dife-
rencias lingüísticas entre angustia y temor y sus distintos matices a par-
tir de la contraposición del contrario. En u n cuadro contrapuso las ex-
p r e s i o n e s l a t i n a s metus, pavor, horror y , f i n a l m e n t e , timiditas y angor a
sus expresiones contrarias, correspondiendo las primeras a temor, y an-
gor, a angustia. Metus significa temor, recelo, inquietud, pero también ve-
neración, estremecimiento y peligro amenazante; sus opuestos son confi-
dentia y spes —seguridad, confianza, esperanza—. De este modo, metus
se convierte en «temor ante lo que no ofrece confianza, ante el peligro
que amenaza, y, al mismo tiempo, es el respeto profundo, el estremeci-
miento respetuoso», mientras que en timor, cuyos opuestos son ánimo,
decisión, valentía y atrevimiento, toma «expresión el temor del actuar y
de la decisión». Al timor pertenece también el respeto religioso, mientras
que pavor representa «un grado superior del temor con temblor» y hor-
ror supone «estremecimiento, miedo que eriza el cabello y terror». Ti-
miditas significa cobardía, apocamiento, miedo. El concepto propio de
angustia deriva de angor (en un principio de origen griego) y no significa
otra cosa que ahogar, estrangular, constreñir, oprimir. De angor derivan
angores, angustiae, anxietas. Como expone Schwidder, de la contempla-
ción de este último concepto de la angustia resulta «casi una pequeña
teoría de las neurosis». Donde se emplea el plural (angores), la palabra
designa la melancolía. Muchas pequeñas angustias se entrelazan en la
estructura del carácter y llegan a convertirse en agobio. En el concepto
angustiae toma expresión el empobrecimiento de la personalidad desde
la escasez de inteligencia hasta el egoísmo. Anxietas designa el carácter
temeroso, que también, según nuestras experiencias, desarrolla tendencias
impulsivas de seguridad, y, de este modo, una exactitud exagerada y pe-
dantería. Formido caracteriza a una angustia acentuada que se origina del
miedo intenso y del horror... La inquietud interior alentada por la angus-
tia, la excitación y precipitación sin plan que encontramos continuamente
172
W. Schwidder, «Angst und Neurosestruktur». Zschr. f . Psychosom. Med„ 1960,
cuaderno 2, pág. 93.
ira Véase sobre esto, entre otros, J. Amstutz, «Die Bedeutung der Angst für das
Menschenleben», en Die Angst und ihre Überwindung, Schwarzenburg, pág. 6.
iw G. Benedetti, «Die Angst in psychiatrischer Sicht», en Die Angst, Zürich, 1959,
página 15.
I.xi angustia en la existencia humana 79
ANGUSTI4 Y CULPA.—6
82 Angustia y culpa
mas que van desde los mayores mimos hasta la negación fría y autori-
taria. «Propiamente», hubiera debido ser un muchacho; ni el padre, ni
los parientes, ni Matilde misma, aunque ésta en menor grado que todos
los demás, podían resignarse a que ella no hubiera sido un hijo. Matilde
jugaba solamente con los niños del pueblo, se peleaba con ellos y era
admitida en sus salvajes juegos como un compañero más. Sólo dos tras-
tornos emocionales enturbiaron su niñez. Uno fue echar de menos el amor
inmediato del padre —éste no tenía tiempo para ella, siempre estaba
fuera, y cuando se encontraba en casa, no era para ella—. Es, pues,
asombroso que junto a esta falta del acogimiento paterno se manifestase
también un segundo trastorno, a saber, la angustia. Se atemorizaba de
todos los poderes posibles e inquietantes. Si en el pueblo era sacrificado
un cerdo —lo que en nuestras zonas montañosas y rurales se realiza tan
a la vista de todos que los niños pueden contemplarlo y el chillido de
los animales que penetra hasta los tuétanos ha de oírse hasta en la úl-
tima casa—, le molestaba. Entonces, a lo largo de días daba un rodeo en
su camino hacia la escuela lejos del lugar donde tenía lugar el «sacrifi-
cio»; ello era motivo de burla por parte de sus compañeros, e incluso
de los mayores. Sus fobias infantiles afectaban, además, a «figuras in-
quietantes» con las que su fantasía poblaba las habitaciones de la bo-
dega de la casa. Matilde pudo «dominar» y «reprimir» tanto su angustia
que aun hoy está convencida de que su niñez y juventud fueron absoluta-
mente dichosas. Sólo raras veces tuvo lugar la irrupción de la angustia;
entonces siempre caía en ataques de «delirio de furia». Con su padre po-
día provocar escenas que acababan en discusiones escandalosas. Tales
«escenas» eran suscitadas por ella al parecer sin fundamento; se compor-
taba de una forma «histérica», queriendo incluso tirarse por la ventana.
También en su matrimonio se repitió este comportamiento, en tanto que
podía «explotar» contra su marido a causa de diferencias de opinión in-
significantes. Siempre estaba en tensión, en movimiento, intranquila. Siem-
pre debía pasar «algo» o no podía estar ni un solo segundo en sosiego;
andaba sin parar de un lado a otro de la casa, salía disparada con su
coche deportivo a la ciudad, se encontraba con sus amigas y tenía que
hacer infinidad de recados.
La parte afectiva de Matilde encontraba así un cauce muy estrecho.
Nunca se le dio una ilustración sexual, todo lo instintivo era considerado
en casa (al lado de sus tías solteras) como algo sucio y pecaminoso. El
matrimonio, según indicaciones de la paciente «en extremo feliz», en
realidad no era otra cosa que una camaradería convencional. La extraor-
dinaria disposición represiva de la paciente le hacía posible también so-
portar relativamente bien los no desdeñables golpes del destino: su padre
murió después de sufrir en la consulta un ataque cerebral en pleno in-
I.xi angustia en la existencia humana 83
9
P. Matussek, «Siichtige Fehlhaltungen». Hdb. Neuroseníehre und Psychothera-
pie, tomo II, pág. 189.
•Angustia y culpa en la psicoterapia 97
fundida esta afirmación con la propaganda para la droga que quiere ser
introducida en lugar de la morfina. Continuamente ha encontrado perso-
nas que la han creído. Continuamente ha sido rebatida con furia tan
pronto como pasó el tiempo suficiente para permitir que se desplegase
la manía. No hay ninguna droga que combata el dolor mejor que la mor-
fina y que no cree hábito» 10 . Esto vale tanto para los calmantes como
para las drogas para dormir y tranquilizarse y también para las aminas
estimulantes.
La importancia de la angustia en la génesis de las actitudes maníacas
fallidas la vemos en el siguiente caso patológico, en el que, junto a tras-
tornos de potencia sexuales, existía una situación de una cliradonmanía
acentuada. El empleado, de veinticuatro años, sufrió a los diez años un
trauma craneano grave. En una excursión dominical, su padre chocó la
motocicleta con otro motorista; conductor y paquete del vehículo que
venía en dirección contraria murieron en el acto y el padre de nuestro
paciente murió a las tres horas del accidente. Roland sufrió una grave
fractura de cráneo, fracturas de brazo y piernas y «shock nervioso». En
dependencia de esto sobrevino un enflaquecimiento, que después fue
reemplazado por una adiposis. Finalmente se añadieron cólicos agudos
de gravedad; se inyectó a Roland con morfina, visitó un gran número de
médicos y combatió los dolores y la falta de sueño con cliradón, llegando
a tomar por el espacio de cuatro semanas 80 tabletas por término medio.
En sí, uno se inclina a querer comprender el habituamiento al clira-
dón del paciente a partir de los dolores corporales. El diagnóstico médico
probable de piedras biliares o ulcus de estómago no pudieron com-
probarse. Se mostró también que los cólicos y trastornos del sueño des-
aparecieron rápidamente en el tratamiento psicoterapéutico. Pero en su
lugar aparecieron ahora en primer plano los estados de angustia durante
tanto tiempo reprimidos, y solamente al penetrar profundamente en .la
historia de la vida y del sufrimiento de Roland, en la confrontación del
paciente consigo mismo, pudo hacerse superflua también la toma de cli-
radón.
Roland estaba en una relación muy ambivalente respecto a su padre.
Mientras que con su madre no tenía ningún contacto digno de mención,
«estaba apegado» al padre, a pesar de que no recibía más que golpes de
é s t e . Siendo niño se encerró en una actitud de obstinación. Se hizo fresco
ANGUSTIA Y CULPA.—7
•98 Angustia y culpa
media consiguió que le expulsasen después de haberse marchado de pa-
seo sin permiso, volviendo finalmente borracho. Esto significaba, además,
el final de su «planeada» carrera «académica»; se hizo empleado de co-
mercio.
Seis meses antes del accidente de moto provocó en su casa un peli-
groso incendio en la cocina, callando durante muchos años su autor. El
accidente lo concebía como castigo por esta culpa, toda vez que creía
también haber confesado inválidamente por este ocultamiento y haber
recibido, también inválidamente, la extremaunción. Al darle de alta en el
hospital, es decir, diez semanas después, se le comunicó la muerte de su
padre. No pudo llorar, de niño nunca pudo llorar. Ocho años después, el
paciente sufrió de nuevo un trauma craneano con conmoción cerebral.
A los veinte años llevó a cabo un intento de suicidio, planeándolo de un
modo tan refinado que debía aparecer como un accidente. Por entonces
tenía graves preocupaciones amorosas; el intento de suicidio fracasó.
A los veintidós años se casó con una guapa vendedora; el matrimonio
fue un fracaso en todos los aspectos. A la falta de armonía espiritual
se asoció una impotencia sexual casi completa. Sólo tres veces durante
el primer año logró el paciente un coito normal —posteriormente, la
eyaculación sólo podría provocarse por masturbación. Roland había sido
seducido a los diecisiete años por una mujer casada, habiendo reaccio-
nado a su primera experiencia sexual con trastornos del sueño y sen-
timientos de culpabilidad. Desde su época escolar se masturbaba regu-
larmente. Dos intentos con prostitutas fracasaron de tal modo que en
él ni siquiera se produjo la erección. Se sintió humillado, y reaccionó con
sentimientos de culpabilidad que degeneraron en fobias formales. Cavi-
laba continuamente sobre su porvenir; por la calle realizaba el ceremo-
nial impulsivo de ir siempre por la orilla de la acera. En las callejuelas
estrechas le acometía la angustia de lugares abiertos, en la clase de nata-
ción sentía angustia de sumergirse. Pero lo que más le martirizaba —en
contraposición paradójica a su impotencia— era el «instinto sexual». La
vista de mujeres ligeramente vestidas por la calle provocaba al punto la
efusión de semen a menudo varias veces al día. ¡Sólo por el cliradón se
sintió distendido y tranquilizado!
Otro paciente buscaba la distensión y apaciguamiento, no por medio
de medicamentos, sino en la embriaguez alcohólica crónica. El empleado
público de treinta y cuatro años con funciones autónomas nos fue en-
viado para examen psiquiátrico y tratamiento psicoterapéutico después
de haber cometido una falta grave de abuso de confianza en la oficina.
Antón creció en un ambiente campesino sencillo y extremadamente
ordenado y se desarrolló de una forma normal. En la familia existe una
inclinación al alcohol por parte materna; también el padre de Antón de-
•Angustia y culpa en la psicoterapia 116
Lámina 6
•Angustia y culpa en la psicoterapia 101
12
En el lugar citado, pág. 81.
Angustia y culpa
•lÍ£
culpabilidad es mucho más fácil de reprimir que la angustia. Su represión
requiere medios adicionales: medicamentos, alcohol, sexo.
" W. Stekel, Nervose Angstzustande und ihre Behandlung. Wien, 1921, pág. 35.
18 V. E. v. Gebsattel, «Die phobische Fehlhaltung». Hdb. Neurosenlehre und Psy-
chotherapie, II, pág. 115.
i ' Según v. Gebsattel, en el lugar citado, pág. 110.
» w . Bitter, Angst und Schuld in theologischer und psychotherapeutischer Sicht,
Stuttgart, 1959, págs. 68 y sigs.
•Angustia y culpa en la psicoterapia 105
de culpabilidad
22 Baumeyer escribe que el agoráfobo aparece como una persona «que vive en
gran constreñimiento, pero que tiene a disposición demasiada motricidad en nece-
sidades de libertad muy vivas, en impulsos muy activos orales, agresivos y sexuales,
y, por ello, sienten la calle como una tentación particularmente intensa» (en el lugar
citado, pág. 240). También Michael Balint ha aportado contribuciones interesantes al
problema de la agorafobia y de la claustrofobia, de las que nosotros no podemos
ocuparnos aquí más detenidamente (M. Balint, Angstlust und Regression. Beitrag
zur psychologischen Typenlehre, Stuttgart, 1960).
•108 Angustia y culpa
se puede hacer con el juicio moral es dejarlo o corregirse a sí mismo cuando uno
110 lo puede compartir» (pág. 149). La psicoterapia actúa con otros medios en la
misma dirección que el drama trágico, la filosofía, la cura de almas y la teología;
•110 Angustia y culpa
por parte de este hombre, creí también que se lo comunicaría a mi padre,
y así oculté en mi primera confesión, y también en las siguientes, mis ex-
travíos, que se repetían sin cesar. Con aquella confesión inválida creció m i
conciencia de culpabilidad, y creció aún más cuando empecé a quitar a
mi padre pequeñas cantidades de dinero de la caja de la tienda para com-
prarme golosinas... Después vino la explicación sobre las cosas sexuales
por parte de un compañero de la escuela. Tuvo lugar de un modo tan
vulgar que incluso empecé a distanciarme de mi madre... Practicaba cada
vez más la masturbación. Fui obligado por mis padres, y también por el
párroco, a confesar y comulgar con frecuencia. Así se acumuló sacrilegio
tras sacrilegio, y la culpabilidad fue cada vez mayor. Intenté reprimir el
sentimiento de culpabilidad diciéndome a mí mismo que nuestra religión
era solamente superstición, pura invención de los hombres. Pero la con-
ciencia no me dejaba en paz. Día y noche fui atormentado por las dudas.
Rezar no podía ya, aunque en lo profundo de mi ser tenía que reconocer
el dominio de un Creador invisible. El resultado fue un ser triste, descon-
tento, sin apoyo y sin meta.»
Una enfermedad de tuberculosis pulmonar la entendió Arthur como
castigo p o r sus «desórdenes». A pesar de que posteriormente confesó sus
pecados con un sacerdote comprensible, no quedó libre de sus sentimien-
tos de culpabilidad. Sólo en el curso del tratamiento psicoterapéutico se
mostró cuán de primer plano eran también en este caso los sentimientos
de culpabilidad y que tras esta fachada se ocultaba una personalidad cuyo
reconocimiento resultó para el paciente mucho más difícil que la «confe-
sión de la culpabilidad», primeramente engañosa, expuesta con tanta ve-
hemencia.
En contraposición a esta auto-acusación que acabamos de describir, sólo
en el curso del tratamiento pudimos sacar a la luz del día los sentimien-
tos de culpabilidad en el otro paciente nuestro, es decir, sacarlos a la con-
ciencia de la que habían sido desplazados desde hacía mucho tiempo.
El comerciante de treinta y u n años no tiene conciencia alguna de pe-
cado ni de culpabilidad. Vive en una situación plenamente ordenada como
solterón en casa de sus padres, como hijo bueno observa sus mandatos,
va regularmente a la iglesia y está considerado como un hijo modelo. De
su padre aprendió a no hacer nada que se «salga de la norma», a ser aho-
rrador y a darle a todo el mundo sus derechos. De la madre heredó una
cierta rigidez religiosa, un ciego sentimiento germánico del deber. Sobre
problemas sexuales nunca se habló en la familia. Todos los hermanos del
paciente son inteligentes, pero también inhibidos.
Dieter viene a la consulta porque ha empezado a ser vergonzoso. No
se encuentra a gusto en sociedad, se pone temblón y enrojece cuando le
•Angustia y culpa en la psicoterapia 111
miran. Ante las chicas se encuentra cohibido, con los jefes empieza a tar- 1
tamudear. En la calle tiene la sensación de que toda la gente le mira.
E n el curso del tratamiento se puso de manifiesto que el paciente se
masturbaba por la noche en el sueño. Está convencido de que sus inhibi-
ciones tendrían su origen en este hecho porque miran en él sus peca-
dos nocturnos. Pero no son pecados, pues acontecen durante el sueño,
y él nada puede hacer en favor ni en contra. Y ahora, este joven, que 1
h a quedado estancado en la fase de pubertad, devana ante nuestros
o j o s de un modo impresionante todo el problema de la «represión». Sien-
d o niño comenzó a masturbarse, presentándosele la masturbación como
pecado grave que pudo comunicar y que confesó también celosamente.
Con la buena intención —que, sin embargo, tuvo u n influjo pernicioso—
de aligerar al joven de su lastre de culpabilidad, el confesor le expuso
que la masturbación tenía lugar poco antes de dormirse y, probablemente,
ya en un estado en que no había plena imputabilidad: de aquí que no
fuera pecado grave en el sentido de la ley. Es muy comprensible que núes- '
tro paciente no dejase escapar tal oportunidad para dejar curso libre al
onanismo de un modo no pecaminoso y culpable. Por la noche se mas-
turbaba, durante el día hablaba de la virtud y de la fuerza de voluntad
que ennoblecen al hombre.
Los resultados de este auto-engaño no se dejaron esperar. Los senti-
mientos de culpabilidad reprimidos en lo más profundo se manifestaron,
primero, sólo en trastornos vegetativos y fenómenos neuróticos ligeros. El
paciente podía caer sobre los «otros» pecadores, criticar la conducta de
la juventud actual, hacer propaganda de sí mismo como defensor de la
moralidad y el orden; sin embargo, en él mismo reinaba todo menos orden.
Mi siquiera una vez pudo encontrar en sí mismo la «moralidad» que tan
a menudo voceaba. No podía pasar por la aceptación de su propia culpa-
bilidad, de su poder-ser-también-malo. Prefería ser bueno ante el mundo
m á s que malo ante sí mismo, olvidando siempre de nuevo que la adjudi-
cación valorativa de «bueno» o «malo» dependía también esencialmente
de él mismo
Este último ejemplo muestra cómo la represión del sentimiento de cul-
pabilidad conduce a un círculo vicioso en tanto que ella provoca precisa-
mente el sentimiento de culpabilidad, o, como dice v. Siebenthal, «la re-
presión es el primer paso para prevaricar de sí mismo, la primera negación
26 Rosa Tanco Duque hace referencia al papel del proceso humano de la subli-
mación y de los ideales-valorativos sociales en la génesis de los sentimientos de cul-
pabilidad. «Toda transgresión de este afán sublimador... es fuente de sentimientos
normales de culpabilidad». («Schuldgefühl und soziale Entfremdung*. Zschr. f . Psy-
chosomat. Meá., año 7, cuaderno 3, pág. 190.)
•112 Angustia y culpa
27
W. v. Siebenthal, Schuldgefühl und Schuld bei psychiatrischen Erkrankungen,
Zürich, 1956, pág. 59.
28 S. Freud, «Das Ich und das Es». Ges. W., XIII, pág. 279.
•Angustia y culpa en la psicoterapia 113
29
M. Boss, Psychoanályse und Daseinsanalytik, Bern, 1957, pág. 12.
Capítulo III
2
La relación con Dios, fundamental para el concepto moral-teológico de la culpa,
no juega, según la inteligencia, ningún papel en la cuestión jurídica.
3
K, Rahner, en el lugar citado, págs. 281 y sig.
La culpa en la existencia humana 117
recomendar éste»; contrariamente a esto el hombre tendría que aprender
«a realizar también animosamente una acción que, b a j o aspectos estrictos
y determinados, le perjudica a él o a otros en una esfera determinada de
la existencia». No podemos admitir las frases últimas sin ningún reparo,
pues están en oposición a la exigencia psicoterapéutica: levantar el ánimo
para el reconocimiento de la culpa existencial.
En primer lugar se plantea la pregunta de si el concepto psicoterapéu-
tico de la culpa coincide con el teológico. La teología habla de una culpa
consciente; el psicoanálisis, entretanto, habla también de sentimientos de
culpabilidad inconscientes. Esto no quiere decir otra cosa sino que se
da una culpa sin conciencia de culpabilidad y, por otra parte, hay senti-
mientos de culpabilidad sin culpa. La formulación última la encontraremos
de nuevo al discutir las concepciones psicoanalíticas. Mas ¿qué quiere decir
conciencia de culpabilidad? La culpa, del antiguo alto alemán sculd o scult,
significa obligación 4 , «lo que uno debe o a lo que está obligado, una obli-
gación o una actividad a la que uno está vinculado» 5 . La culpa en la signi-
ficación ética de «culpa» jurídica radica en la concepción germánica anti-,
gua del derecho conforme a la cual «una infracción puede compensarse
mediante el pago de dinero para el Ejército o mediante una penitencia, al
igual que en la doctrina de la Iglesia que para cada pecado exige u n a sa-
tisfactio operis»; o, según G r i m m : «Una injusticia cometida que tiene que
repararse o expiarse» 6 . «Conciencia (Bewusstsein) es u n concepto creado
p o r primera vez en el siglo x v i i i por la filosofía alemana como sinónimo
del griego syneidesis y del latín conscientia, y abarca, según el Thesaurus
linguae latinae, tanto la communis complurium scientia como también el
animi status quo quis alicuius reí sibi ipse conscius est (Kunz); con otras
palabras, pues, no es solamente un saber, sino más bien la totalidad dé las
percepciones internas y una relación constante de actualidad de determi-
nados objetos con el yo 7 . Así, pues, según esto, la conciencia de culpa
llevaría consigo ciertamente sentimientos de culpabilidad, pero precisa-
mente en la medida en que estos últimos son «percibidos», es decir, se
hacen conscientes. Queda excluido «todo lo subconsciente, lo que n o per-
tenece a la esfera del yo». Ahora bien, la conciencia de culpa, en tanto que
«el concepto de conciencia moral se ha constreñido en el curso del tiempo
a la conciencia de la obligación personal por u n deber moral», es también
nal. A causa del bautismo tienen lugar para el cristiano una «elevación
y transformación reales, una participación con lo divino... La disposición
de conciencia obtiene por el principio interno de la vida cristiana, el Espí-
ritu Santo, una fuerza nueva que nos debe conducir a toda verdad. La con-
ciencia es así también el organon de Dios, que no sólo ha creado maravi-
llosamente la dignidad de la naturaleza humana, sino que también la ha
redimido de un modo más maravilloso todavía, como se dice en una ora-
ción de la santa misa» 11 .
Pero la conciencia moral constituye no solamente una disposición na-
tural firmemente establecida y obligante de la naturaleza humana total,
sino que «se manifiesta definitivamente como decisión personal en el jui-
cio de la conciencia», realizando así un acto de libertad. A esta compren-
sión de la conciencia nos referimos al comparar el concepto de conciencia
psicológica de culpa con aquel otro de conciencia moral. Nos hemos referi-
do ya a la conscientia antecedens, que, en cierto modo, advierte al hombre
del bien, representando así la primera fase del acto libre de decisión. La
segunda fase fue interpretada especulativamente por los escolásticos de
modo diferente, representando San Alberto Magno y Santo Tomás de
Aquino una teoría intelectualista; San Buenaventura y Enrique de Gante,
una teoría voluntarista. «En esta esfera de la libertad personal no existe
ya determinación del exterior. También el cristiano católico, en esta fase
de su decisión de conciencia, existe sólo para sí mismo, y en esto no se
diferencia ni de los protestantes ni de un humanista auténtico, aunque
éste no sea creyente. También el cristiano católico ha de seguir este fallo
de la conciencia, incluso en el caso de que éste deba ser objetivamente
erróneo, incluso en el caso de que le llegue a separar de su Iglesia. Pues el
fallo de la conciencia es absolutamente obligatorio. Obliga a los hombres
ante sí mismos y ante Dios. Aquí no hay disculpa ni apelación a manda-
tos de superioridad militar o eclesiástica. La conciencia personal es insus-
tituible, incambiable. Toda autoridad tiene valor entonces sólo en la medi-
da en que puede mostrarse ante un fallo de la conciencia maduro e ilus-
trado, como instancia competente y obligatoria» n . Pensamos también aquí
en la sentencia del de Aquino: «La fe en Cristo es buena y necesaria para
la salvación; pero si existiera un cristiano que considerase malo creer en
Cristo, entonces pecaría.» Esto no quiere decir otra cosa que, según la
exégesis católica, el hombre puede dejarse llevar también por una concien-
cia que, objetivamente, se equivoca. El que yerra sin culpa, el que ha
obrado según el mejor saber y conciencia, no puede ser juzgado moral-
mente, incluso cuando, según el convencimiento general, obrara inmoral-
mente. Con esto queda dicho lo que veíamos ya en Karl Rahner, a saber,
que la conciencia de culpa pertenece a la realidad del pecado. En todo
caso, ha de añadirse aquí la observación limitadora de que la libertad de
conciencia no equivale, en modo alguno, a una libertad arbitraria sin los
valores obligatorios de la verdad y del orden moral. «La libertad de con-
ciencia no puede ser un passe partout para una moral universal raída» 13 .
El concepto del pecado y de la culpa es interpretado moral-teológica-
mente de una forma tan unitaria que, junto a la obra mala, se presuponen
también el conocimiento pleno de su carácter y la voluntad libre; así trata
ya «el Antiguo Testamento de la culpa por debilidad, falta de atención o
ignorancia, y de pecados que son cometidos con la mano levantada, es
decir, deliberadamente, por mala intención» 14. Se indica aquí, pues, de un
modo claro la «ignorancia», y, además, queda por establecer que Santo
Tomás de Aquino tampoco concibe la ignorantia como algo siempre incom-
patible con el concepto de pecado: antes bien, diferenciando una ignoran-
tia vincibilis y u n a ignorantia invincibilis, d e m u e s t r a t a m b i é n la posibili-
dad de una responsablidad para la ignorancia.
La historia de la Teología moral cristiana encierra, a la vez, en sí la
tradición eclesiástica del acervo bíblico de la revelación sobre la culpa y
pecado. La Teología patrística conserva todavía la vinculación inmediata
con las Sagradas Escrituras. Teófilo de Antioquía compara la culpa con
una fuente turbia de la que, desde el pecado en el paraíso, manan sobre la
humanidad el esfuerzo, el dolor, el sufrimiento y, finalmente, la muerte.
Ireneo de Lyon ve en ella la pérdida de la primitiva vestidura de la san-
tidad, causada por Satán, que desde un principio ha rondado al hombre
para que pise el terreno a la divinidad.
Los Padres designan con frecuencia el pecado como «muerte del alma»;
así San Agustín: «Todo el que peca, muere. Pero así como todos los hom-
bres temen la muerte del cuerpo, son pocos los que temen la muerte del
alma.» San Gregorio Nacianceno afirma hacia finales del siglo iv: «Todo
pecado mortal produce la muerte al alma», y su contemporáneo Gregorio
de Nisa cree que, a causa de la unión de alma y cuerpo, «a la muerte del
cuerpo le es propio un cierto parecido con la muerte del alma. Pues así
como, en la carne, el expirar de la vida sensible se le llama muerte, así
también se da el mismo nombre, tratándose del alma, a la separación de
la vida verdadera». De un modo correspondiente, las formas menos gra-
ves de la culpa son comparadas por los Padres con las heridas o enferme-
dades del alma. Este modo de hablar está fundamentado en la Escritura.
La frase «No precisan los sanos del médico, sino los enfermos», es utili-
*3 En el lugar citado, pág. 162.
14
L. Weber, «Schuid und Siinde in der Sicht der katho'ischen Moraltheologie».
Conferencia no publicada.
La culpa en la existencia humana 121-
sión sutil casuística de cada una de las deudas pecaminosas de los hom-
b r e s en mortales y veniales, y que la doctrina de fe de este concilio, según
la cual la absolución sacramental del sacerdote es u n acto judicial, fue vista
en épocas posteriores en demasía solamente según el lado del juzgar sobre
pecados graves o no graves» 18 . Ahora bien, entretanto, precisamente a la
posibilidad de encuentro, conservada en el cristianismo, con la culpa, en
el sentido de la absolución y el perdón, se apropia un aspecto totalmente
nuevo y diferenciado frente al punto de vista jurídico y social. El polo
opuesto a la culpabilidad no lo constituye aquí el castigo, sino el amor
en el que también el hombre cargado de culpa puede sentirse seguro. En
el «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nues-
tros deudores» (Mí. 6, 12) está indicada ya aquella liberación de la culpa
procedente del amor. Todavía más claro habla Cristo llegando con toda
agudeza a aquellos moralistas y curas de almas con carácter de jueces
que no distinguen entre la terminología jurídica del mundo y la cristiana:
«Debes amar a tu prójimo como a ti mismo»; y : «Como yo os he amado,
así debéis amaros entre vosotros, y en esto deben conocer que sois mis
discípulos, en que os amáis unos a otros.» Sin embargo, en el cristianismo
se realiza la anulación del castigo, en cuanto consecuencia directa de la
culpa, no sólo a causa de la recepción del hombre culpable en la omnipo-
tencia del amor, sino más bien se exige del hombre el reconocimiento de
su ser culpable para conseguir la curación; expresado en términos pasto-
rales: la contrición. Dado que la aceptación del mea culpa la mayoría de
las veces se da difícilmente y el hombre no desea que se le recuerde su
culpa y la necesidad de enfrentarse con ella, comprendemos fácilmente
p o r qué el sentimiento de culpabilidad es desplazado tan frecuentemente
de la conciencia. La religión cristiana, no obstante, contrapone a la culpa
no solamente el amor, sino también la gracia, causa primera para que
exista posibilidad de una descarga de la culpa. La gracia hace posible el
perdón de la culpa.
El encuentro normal con los sentimientos de culpabilidad y con la
culpa no procede, en general, de la concepción cristiana; m á s bien, ésta
refleja ampliamente la actitud interna del hombre culpable para con su
propia culpabilidad. Sigue siendo esencial para esto el influjo de la cul-
tura y concepción del mundo, el influjo de las normas sociales; además,
la acción posterior de una educación severa o suave; finalmente, el poder
de la opinión pública y la angustia de ella dependiente. Esta angustia de-
termina también aquel propósito, unido indisolublemente con el concepto
de la culpa, de nuestro orden social: el castigo. La culpa, en cuanto tal,
no puede existir en sí; sin pecado y castigo, sería como un polo sin polo
opuesto, como un péndulo que oscila sólo por un lado. Esta concordancia
se origina de una necesidad que hay en el hombre, la cual caracteriza, en
lo esencial, el encuentro con la culpa, o con el hombre culpable en la vida
cotidiana. En aquella necesidad de castigo está, al menos, una raíz también
de la relación jurídica con la culpa. La otra raíz podría extenderse, por
decirlo así, hasta el suelo colectivo, y esto de modo que el individuo pueda
llegar a ser culpable frente a la sociedad y ésta tenga que protegerse de
él. La correspondencia más importante de la culpa jurídica consiste, p o r
tanto, no, como en el cristianismo, en la absolución y el perdón, sino en
el castigo y la reparación.
Pero la poca seguridad del derecho mismo en la concepción jurídica de
la culpa la deja ver el hecho de que ha de concederse derecho no sola-
mente a lo colectivo, a partir de lo cual una acción aparece como culpa-
ble, y, por tanto, punible, sino también al individuo «culpable». Esto sig-
nifica que el derecho hace distinción entre culpa («objetiva», enjuiciada a
partir de la sociedad) y culpa («subjetiva», considerada desde el panto de
vista del ejecutor). Por ejemplo, un hombre puede robar manzanas a un
campesino, siendo culpable por ello de un robo en el sentido de la ley. Si
las da a un niño hambriento, la intención se transforma en buena, y la
acción culpable acontece, a fin de cuentas, accidentalmente. Además, el
derecho moderno concede incluso al culpable ciertas posibilidades de exo-
neración de la culpa, que encontramos ya en la exposición moral-teológica
de la culpa. Así como aquí, junto a la gravedad del hecho, se han de tener
en cuenta el conocimiento de su bajeza y la decisión libre de la voluntad
como factores constitutivos, así también nuestra judicatura pregunta, co-
rrespondientemente, acerca de la capacidad de imputación del culpable,
apoyándose en conceptos psiquiátricos. Además, lo que el derecho penal
toma en préstamo a la psiquiatría es muy dudoso. Mientras el concepto
jurídico de culpa incluye en sí la idea de que un hecho criminal tiene como
origen o motivos malos o el estado de enfermedad del ejecutor, para el
psiquiatra todo hombre que sufre él mismo o hace sufrir a los otros es
u n «enfermo». M. Bleuler expuso esto en una conferencia ante juristas.
Cuando el jurista pregunta al médico si se ha formado la voluntad a
causa de un menoscabo de la salud mental, quiere decir tácitamente: ¿es-
taba el ejecutor enfermo, o era simplemente malo? Mientras que, desde
el punto de vista médico, incluso el hombre malo está enfermo, la maldad
en cuanto tal representa un menoscabo de la salud mental. Ahora bien, la
enfermedad en sí no actúa siempre, sin más, exonerando de la culpa. La
psicopatía, por ejemplo, fue definida como una enfermedad en la que cier-
tos rasgos congénitos del carácter conducían a faltas contra las exigencias
de la cultura y de la sociedad. De aquí que los hombres malos pertenezcan
a los psicópatas, siendo su psicopatía tanto más grave cuanto peores son.
La culpa en la existencia humana 125-
Así, pues, sería desorbitar el sentido de la ley penal, más aún, de toda
ordenación jurídica, dice Bleuler, si se quisiera equiparar absolutamente
u n concepto de este tipo de la ley penal, originado del modo de pensar
médico, con una norma de la salud mental en el sentido del lego en la
materia. La maldad del ejecutor no puede servir nunca, sin más, como
motivo de disculpa, aunque sea patológica. «Si cualquier psicopatía de un
ejecutor, que consiste solamente en una maldad, significara una merma
de la salud mental, entonces sólo quedarían sometidos a la ley penal los
que tuvieran un carácter sano y fueran buenos. Y entonces se podría po-
ner por título a la ley penal: Será castigado plenamente sólo el culpable
de alto valor moral; el culpable malo será tratado tanto más suavemente
cuanto peor sea» l9. Lo mismo puede decirse de los criminales neuróticos.
El hecho criminal y la existencia de una neurosis por sí solos no bastan
jamás para exonerar a un hombre de la culpabilidad. De otro modo, todo
crimen se podría explicar como psicopático, neurótico o patológico. Aquí
no tiene ni siquiera validez la fórmula tradicional del comprendre c'est
tout pardonner. El código penal suizo, por ejemplo, admite una irrespon-
sabilidad personal sólo si el inculpado no era capaz cuando ocurrió el
hecho, a causa de enfermedad mental, idiotismo o trastorno grave de la
conciencia, de ver la injusticia de su acción o de obrar conforme a su
idea de la injusticia del hecho. Así, pues, o bien la capacidad intelectual
tenía que hacer imposible el conocimiento claro, o bien las cualidades
afectivas, instintivas y caracterológicas del criminal impedir la formación
libre de la voluntad. Puede —siempre en relación al hecho inculpado—
faltar lo uno o lo otro, o ambas cosas. Inculpados que, cuando ocurre el
hecho, están mermados en su salud mental o en su conciencia, o con des-
arrollo mental deficiente, de modo que su capacidad para comprender la
injusticia del hecho o para actuar conforme a esta comprensión está me-
noscabada, están considerados en el código penal suizo como sujetos de
imputabilidad disminuida que ofrece al juez la posibilidad de reducir co-
rrespondientemente la magnitud de la pena 2 0 .
la tradición, de todos los valores resistentes al tiempo que, por este ca-
mino, se han reproducido a través de generaciones... en las ideologías del
El neurótico está sometido a la dialéctica entre el principio de placer
super-yo pervive el pasado, la tradición de la raza y del pueblo» 23 ,
y el principio de la realidad. La satisfacción instintiva del ello sirve al
principio del placer, mientras el super-yo defiende siempre las exigencias
de la realidad. En el niño, lo mismo que en el hombre primitivo, origina-
riamente sólo el principio de placer es determinante. Sin embargo, está
limitado por los mandamientos del mundo exterior, por los padres, los
educadores y la sociedad. El niño ha de aprender a obedecer, el hombre
primitivo se somete a los ritos y usos de la tribu. Poco a poco son «acep-
tados» los mandamientos y prohibiciones extrañas aportados desde fuera;
el individuo los hace suyos, se los apropia. En esto consiste el proceso del
desarrollo del super-yo, que conduce a formar el soporte de la auto-obser-
vación, de la conciencia moral y de la función ideal. Con el concepto del
super-yo se defiende Freud contra aquellos que negaban al psicoanálisis ni-
vel moral y seriedad ética. «Se ha reprochado infinidad de veces al psico-
análisis de no ocuparse de lo superior, moral, suprapersonal en el hombre.
El reproche era doblemente injusto, histórica como metódicamente. Lo
primero, porque desde un principio se asignó a las tendencias morales y
estéticas en el yo el impulso para la represión; lo último, porque no se
quiso ver que la investigación psicoanalítica no podía hacer su aparición
como un sistema filosófico con un cuerpo de doctrina perfecto y acabado,
sino que tenía que abrirse el camino para la comprensión de las compli-
caciones anímicas paso a paso, mediante la desmembración analítica tanto
de los fenómenos normales como de los anormales. No necesitábamos
compartir la preocupación temblorosa por el paradero de lo superior en
el hombre mientras tuviéramos que ocuparnos del estudio de lo reprimido
en la vida del alma. Ahora que nos atrevemos a pasar al análisis del yo,
podemos contestar a todos aquellos que, conmovidos en su conciencia
moral, se han quejado de que tiene que haber un ser superior en el hom-
bre; ciertamente, y éste es el ser superior: el ideal del yo o el super-yo,
lo que representa la educación de nuestros padres. Cuando éramos niños,
conocimos estos seres superiores, los admiramos y temimos; después lo
hemos incorporado a nosotros mismos» 2 4 .
Sigue siendo asombroso de qué modo tan diferente es valorada e inter-
pretada la concepción freudiana de culpa y sentimientos de culpabilidad.
Blum va tan lejos que habla de una manifiesta «concordancia de Freud
con Heidegger, Jaspers, Kierkegaard y otros filósofos y psicólogos de orien-
23 s. Freud, Das lch und das Es. Ges. W., XIII, págs. 264 y sig.
24 S. Freud, en el lugar citado, pág. 264.
•128 Angustia y culpa
25 E. Blum, Freud und das Gewissen, en Das Gewissen, Zürich, 1958, pág. 181.
26 S. Freud, Tatbestandsdiagnostik und Psychoanalyse. Ges. W., VII, págs. 13 y sig.
27 S. Freud, «Bemerkungen über einen Fall von Zwangsneurose». Ges. W„ .VII,
páginas 399 y sig.
La culpa en la existencia humana 129-
ANGUSTIA Y CULPA.—9
•130 Angustia y culpa
29 S. Freud, Das Ich und das Es. Ges. W., XIII, pág. 265.
30
Friedrich Tramer hace referencia, a este respecto, al parentesco espiritual de
Freud con Nietzsche, al escribir que para Nietzsche la «mala conciencia no es otra
cosa que una enfermedad mental grave en la que el hombre tuvo que caer cuando
él, en correspondencia a su naturaleza inicial, que le llevaba, «como bestia rubia», a
ser una fiera errante, a abandonarse a sus impulsos e instintos primitivos, se hizo
infiel y fue atraído al hechizo de la sociedad, de la paz y del bienestar». «Por esta
desnaturalización se perdieron de una vez en el inconsciente sus instintos adorme-
cidos al menos por su conciencia... A partir de entonces quedó referido a un inte-
lecto, al cálculo y combinación, a su razón, sin que, pese a esto, los instintos re-
nunciaran a su dominio en su esfera.» Dado que, según Nietzsche, también los ins-
tintos tienen conocimiento evidentemente de una «voluntad de poder», se invirtie-
ron —después que quedó cerrado el camino hacia fuera— hacia dentro, y produjeron
el sentimiento de culpabilidad. «Los instintos que, al igual que animales salvajes,
presos por la nostalgia de la libertad, se producen heridas en los barrotes de sus
jaulas, martirizan al hombre constreñido en la estrechez agobiante del bienestar y
de las costumbres, y producen en él la mala conciencia y el sentimiento de culpa-
bilidad...» (F. Tramer, «Friedrich Nietzsche und Sigmund Freud». Jahrb. f . Psycho-
íogie, sychotherapie und Medizinische Anthropologie, a ñ o 7, 1960, p á g . 327).
La culpa en la existencia humana 131-
39
En el lugar citado, págs. 491 y sig.
La culpa en la existencia humana 135-
3. CULPA Y EXISTENCIA
la conciencia moral. Es, como ya se ha dicho, algo más que un mero sen-
timiento de culpabilidad o una conciencia de culpabilidad; más que una
mera función de un super-yo de una o de otra índole, sigue siendo culpa
real, y jamás se puede eliminar mediante una cura psicoanalítica. La tarea
de la psicoterapia no puede consistir en llevar al hombre a un «proto-estado
paradisíaco de carencia de culpa», sino más bien en ayudarle a reconocer
y soportar su culpa. Pero su afirmación nunca conduce a una glorificación
de la culpa, ni ésta, por ello, es purificada o «neutralizada». La «concien-
ciación» de la culpa existencial no la anula; al contrario, plantea exigencias
y pretensiones; por lo que se explica, a su vez, la causa de que surjan ob-
jeciones contra su aceptación. Pero ¿a qué es llamado el hombre por la
voz siempre preparada de su conciencia? Se trata del mismo requerimiento
que Cristo hizo al hombre en la parábola de los talentos: la apropiación de
todas las posibilidades a él dadas para el despliegue de su existencia, para
la maduración y perfeccionamiento 43 . La iglesia plantea la misma exigencia
a los creyentes para la consecución del reino celestial, estando la culpa
(pecado) en el no lograr la santidad. Pero el hombre no llega a ser santo
en la tierra, sino sólo en la otra vida.
Un hombre que reconoce su ser culpable existencial y lo ha aceptado
del modo más íntimo (no sólo intelectualmente), queda libre de senti-
mientos neuróticos de culpabilidad. Pero también está libre del llamado
super-yo, que no representa otra cosa que la apropiación de normas ex-
trañas. Cuanto más se somete un hombre al dominio moral ajeno, tanto
mayor llega a ser su culpa existencial. Puede llegar a ser existencialmente
culpable precisamente en el seguimiento de leyes morales difundidas y
usuales o de decretos públicos. Son conocidos aquellos «justos» que viven
conforme a la ley, pero de los que ya Cristo dijo: «Vosotros sois tenidos
por justos ante los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones. Lo que
aparece grande a los hombres, es un crimen ante Dios» (Le. 16, 15). En
nuestra época conocemos, tocante a esto, a aquellos esbirros del poder
público que, en señal de obediencia a un régimen, hicieron cosas inhuma-
por el «no ser»; esto no quiere decir otra cosa que el ser, como tal, es
culpable. Sin embargo, el no ser existencial... no tiene, en modo alguno, el
carácter de una privación, de una carencia frente a un ideal impuesto que
no se alcanza en la existencia, sino que el ser de este ente, ante todo lo
que él puede proyectar y logra la mayoría de las veces, como proyecto es
ya «no ser». De aquí que el ser culpable es «más primitivo que todo saber
de él», y así, anteriormente a toda conciencia de culpabilidad. Por tanto,
la culpa existe no solamente cuando se despierta una conciencia de cul-
pabilidad, sino que precisamente se manifiesta el ser-culpable originario
allí donde «duerme» la culpa. Y solamente «porque la existencia es cul-
pable en el fondo de su ser, y en cuanto víctima aherrojada se cierra para
sí misma, es posible la conciencia con tal que la voz haga ver en el fondo
este ser culpable» 46 . La voz de la conciencia es la llamada de la preocu-
pación, por lo que Heidegger dice que el ser culpable constituye el ser
que llamamos preocupación. Ei estado de temor, en que la existencia ori-
ginariamente hace causa común consigo misma, lleva a «este ente a su
desenmascarado no ser, que es inherente a la posibilidad de su poder ser
más propio». En cuanto preocupación, a la existencia le importa su ser,
y así, la conciencia no es otra cosa que la llamada o retrollamada de la
existencia desde el «uno» a su sí mismo. Para el «uno-mismo» sigue es-
tando velado su ser culpable. En el «uno» que conocemos como lo neutro,
el no ser-sí mismo propio; más bien como el ser-determinado-por-otros,
pero también como el término medio, el anonimato, la irresponsabilidad
y superficialidad, como impropiedad, la culpabilidad tiene únicamente el
sentido de la regla, de la opinión pública y de la norma. Choques contra
éstas son las que toma en cuenta y trata de compensar. Se ha evadido
de su ser culpable más propio, para hablar de faltas con tanta mayor
fuerza. Mas en la invocación el «uno mismo» es invocado al ser culpable
más propio del sí mismo. Comprender la llamada es elegir, pero no elegir
la conciencia, que, en cuanto tal, no puede ser elegida. Es elegido el tener-
conciencia como ser libre para el ser culpable más propio. Comprender la
invocación significa: querer-tener-conciencia. «En este querer-tener-con-
ciencia no quiere indicarse simplemente la conciencia en cuanto concien-
cia, sino únicamente la disposición para llegar a ser invocado». El querer-
tener-concíencia es tan ajeno a una búsqueda de endeudamientos fácticos
como a la tendencia a una liberación de la culpa en el sentido de lo «cul-
pable existencial» 47 . Heidegger resalta continuamente el carácter de lla-
mada de la conciencia. Lo llamado por la conciencia es el «ser ahí» mismo.
«La llamada de la conciencia tiene el carácter de la invocación del «ser
51
G. Bally, en el lugar citado, pág. 238.
12
A. R. Bodenheimer, «Beitrag zum Schuldproblem». Schw. Arch. Neur. Psych-,
1959, tomo 83, pág. 39.
53 G. Bally, en el lugar citado, pág. 228.
5* Un planteamiento de la cuestión que encontramos ya antes de Freud, por ejem-
plo en Nietzsche.
La culpa en la existencia humana 141-
de los cristianos del cura de almas. Desde que, como consecuencia dél
modo actual de producción y distribución de mercancías, no se da ya a
la familia, en la que, a fin de cuentas, se apoya la comunidad religiosa,
importancia alguna en la vida pública, de un modo parecido tampoco la
Iglesia garantiza ya al individuo la seguridad y protección que antes. Pero,
al perder apoyo y seguridad, se han perdido también para la comunidad
la importancia autoritaria y las exigencias de ella resultantes. «De esta
constelación ha nacido el individualismo, que, visto así, aparece como
expresión de una necesidad, es decir, que pierden su capacidad de soporte
los trasfondos colectivos, el individuo se ve referido a sí mismo en sus
determinaciones. El individuo duda de la familia y comunidad amadas por
Dios y del estilo de comportamiento representado y exigido por ellas, y
así duda también del concepto de culpa que le hacían ver la comunidad y
sus representantes» 55 .
Es algo dudoso si el individualismo puede ser juzgado únicamente
desde esta perspectiva. No nos está permitido ver con seguridad la eman-
cipación del individuo de la comunidad solamente como una consecuencia
de la disminución en importancia de lo colectivo. Más bien parece seña-
larse aquí una evolución que conduce al hombre hacia el «ser-sí mismo».
El individualismo es no solamente «expresión de una necesidad»: es
igualmente la documentación de una madurez humana que no se podría
realizar sin la liberación de las cadenas de lo colectivo. Vivimos las con-
secuencias inmediatas de una tal «liberación» en todo su dramatismo no
solamente, por citar un ejemplo, en los disturbios políticos de los Es-
tados que se han hecho «independientes», sino también en la consulta del
psicoterapeuta. ¡Con qué fuerza se desbordan con frecuencia los instintos
sexuales mantenidos hasta ese momento en reclusión esclavizada, cuán
«injusta» y vehementemente se descargan las agresiones reprimidas con-
tra los padres educadores! Es cierto que un comportamiento de esta na-
turaleza no constituye nunca el objetivo de una psicoterapia, y todo aná-
lisis que es interrumpido en un estado tal no ha cumplido su sentido. No
obstante, como episodio provisional, no sólo es disculpable, sino hasta
necesario. ¿Es, pues, tan difícil entender que también el psicoanálisis, en
su afán por liberar a la humanidad de las postrimerías del siglo xix, pe.
trificada en su «culpa de la ley», sobrepasó su objetivo? Y ¿no encontró
precisamente en la falta de comprensión de la sociedad occidental que se
encendió contra él un compañero en la prueba de la cuerda en torno al
alma humana?
Sólo en este enfrentamiento, en que ninguna de las dos partes había
de ganar, se logró la reconsideración propia sobre la naturaleza del hom-
cuela filosófica a que pertenezca», tal será el matiz del ser afectado por
los sentimientos de culpabilidad del enfermo. El médico tiene que dife-
renciarse del hombre medio en que su reacción a la culpa del prójimo,
ya sea ésta «objetiva» o «subjetiva», de naturaleza abierta u oculta, no
llega a convertirse en sublevación, en una sublevación a que el hombre y
el mundo no sean así como uno se los imagina gustosamente o como de-
berían ser conforme a un plan previo determinado de tipo antropológico.
Si, a base de las experiencias cualitativas, hemos llegado a la idea de que
u n encuentro terapéuticamente eficaz con los sentimientos de culpabilidad
no es posible en la repulsa y el castigo, sino solamente en la aceptación
amorosa del hombre culpable, hemos de lanzar ahora la otra pregunta
acerca de la justificación ético-moral de semejante toma de posición, que
obliga al psicoterapeuta —al menos aparentemente— a una posición que
queda fuera del orden de valores social. ¿No está él, debido a un influjo
directo sobre el hombre enfermo, obligado precisamente a afirmar reno-
vadamente las normas colectivas también allí donde han ido perdiendo
terreno? ¿No está obligado a mantener a raya las fuerzas asocíales y agre-
sivas del instinto en favor de una «espiritualidad» provechosa para la
colectividad? Tal conducta no solamente erraría plenamente su fin —la
curación del paciente—, sino que más bien iría contra el principio funda-
mental del actuar médico, a saber, la comprensión de la totalidad del
hombre enfermo. A ésta pertenece también la culpabilidad existencial,
que no puede ser eliminada ni por el castigo ni por el perdón. El psico-
terapeuta no quiere quitar una culpa real, como se le ha reprochado tan
a menudo, sino que presta su ayuda al paciente en sus esfuerzos por acep-
t a r su culpabilidad «personal» como perteneciente a su estructura vital
individuada. Que esto no puede acontecer por el camino usual de los
mandamientos, prohibiciones y castigos, sino en la única forma posible
de la paciencia amorosa, ha sido reconocido también por parte de la
Iglesia, y encuentra expresión en la alocución papal del 10 de abril
de 1953, en la que Pío XII dijo: «La psicoterapia nunca debe aconsejar
al enfermo a seguir haciendo tranquilamente lo materialmente erróneo
porque es realizado sin culpa subjetiva, pero debe soportar lo que por el
momento es inevitable» 59 .
Según esto, tiene validez para el psicoterapeuta, en el encuentro con
los sentimientos de culpabilidad, lo que Medard Boss en su libro sobre
psicoanálisis y análisis existencial exige del médico, «ser afectuoso en la
medida recta para un enfermo de este tipo, a veces de un modo casi igual
39 Anima, 1952, cuaderno 4, pág. 294, y Geisí und Leben, 1953, cuaderno 2, pá-
ginas 136 y sigs.
•144 Angustia y culpa
a la madre que lleva a su hijo bajo el corazón, hacer que el médico coexista
con el enfermo en la existencia propia concebida dentro de ordenaciones
humanas maduras, y esto, a veces, a lo largo de años, lo mismo que u n
embarazo corporal dura meses» 60 . Sólo en esta actitud será posible al
psicoterapeuta ayudar al hombre neurótico a conseguir aquella libertad
interior en la que también su culpa tiene razón de ser.
Nos queda ahora por aclarar la cuestión de en qué puntos se aparta
el modo de consideración analítico-existencial del cristiano-teológico-moral,
o bien si en el fondo se diferencia en general de éste. En primer lugar
hemos de decir que, ciertamente, ha de verse una diferencia esencial en
que la culpa existencial a menudo no coincide con la culpa en sentido
teológico-moral, y en ocasiones incluso la contradice. Éste puede ser el
caso cuando un hombre, a causa de la represión de sus instintos, está
libre de culpa teológico-moralmente, pero existencialmente es culpable
precisamente porque sigue siendo culpable en algo a su existencia. El no
reconocer esta culpa conduce a la neurosis. Así, un hombre puede —como
consecuencia de un voto de castidad, en apariencia de fundamento reli-
gioso, que le aparta de toda relación matrimonial, pero que en su moti-
vación más profunda no corresponde a una religiosidad auténtica, sino
más bien es únicamente señal de una repulsa de instinto— ser existencial-
mente culpable, pero no teológico-moralmente. ¿O sí? Nos parece que
que aquí propiamente existe contradicción no entre análisis existencial y
Teología moral, sino solamente dentro de esta última. Nadie puede, en su
respecto determinado, estar enfermo y, al mismo tiempo, sano. Si está en-
fermo (neuróticamente), entonces también la valoración ética de su acción
desde el punto de vista teológico-moral tiene que ser distinta. Por lo tanto,
un hombre que, por razones neuróticas, realiza un voto de castidad, no
cumple, por eso, una obligación de alto valor moral, y, en su medida, tam-
poco es inocente teológico-moralmente. Sigue existiendo, pues, una exi-
gencia teológico-moral que a menudo es pasada por alto de un modo pecu-
liar, a saber, que el hombre es responsable de su salud. En la Iglesia
católica se considera como pecado el hecho de que el hombre en estado
de enfermedad no adopte las medidas necesarias para sanar. Pero lo que
es tomado en consideración para una pneumonía, una tuberculosis o una
fractura, tiene validez en mayor medida con respecto al acontecer neu-
rótico de la enfermedad, que abarca al hombre en su personalidad total.
De modo parecido ocurre con la culpa social o jurídica. Sabemos que
la sociedad plantea exigencias al individuo que, bajo determinadas cir-
cunstancias, comprometen a éste en grado sumo. Como ejemplo aterra-
dor, mencionábamos aquellos hechos criminales cometidos por individuos
60
M. Boss, en el lugar citado, pág. 134.
La culpa en la existencia humana 145-
p o r mandato y en nombre de la superioridad estatal. Estos individuos
podían muy bien disculparse diciendo que los realizaban «por mandato»,
y, p o r tanto, «por obediencia». Ya Pío XII hizo referencia a que tal con-
cepción está fundamentada en un error esencial. No existe el individuo
p a r a la comunidad, sino la comunidad para el individuo. En la medida
en que la justificación moral de un hecho se apoya en la orden de la autori-
d a d estatal, por ende en la subordinación del individuo a la comunidad,
del bien individual al bien común, descansa en una representación equi-
vocada. La comunidad, según la concepción cristiana del mundo, repre-
senta el gran medio, querido por la naturaleza y por Dios, para la regu-
lación del intercambio, con cuya ayuda se satisfacen las necesidades mu-
tuas para dejar desplegar plenamente a cada uno, correspondientemente
a su personalidad, sus cualidades individuales y sociales. La situación
dentro de una unidad física es distinta que en la comunidad moral y que
en cualquier organismo de carácter puramente moral. La totalidad en este
caso no tiene en sí unidad subsistente, sino una unidad simple de fin y de
acción. Los individuos en la comunidad son solamente colaboradores e
instrumentos para el logro del objetivo comunitario 6 1 .
Así, pues, si queremos hablar de culpa existencial, estamos obligados
a reconsiderar de nuevo nuestra existencia como individuo dentro de la
comunidad. Sin duda seremos culpables, si, negándonos a nosotros mis-
mos, nos sumergimos en cierto modo en la comunidad. Pero ¿podemos li-
brarnos de esto? ¿No estamos ya desde el comienzo de nuestra vida en-
raizados de tal modo en la comunidad, vinculados a ella y dependiendo
de ella, que apenas es posible ya un despliegue libre de nuestro sí mismo?
¿No somos predeterminados por la tradición, educación y herencia de
modo que nos quedan solamente posibilidades restringidas para nuestra
realización humana propia? Esta pregunta exige la discusión de dos as-
pectos : primero, nos obliga a una reflexión sobre el papel de lo colectivo y
de su influjo en el individuo; por otra parte se inicia una responsabilidad a
partir del individuo. El psicoterapeuta oye continuamente la q u e j a : «Yo he
llegado a ser así porque me han hecho así... No soy capaz de nada porque
no me hicieron aprender... Odio a todos los hombres porque sólo he vi-
vido odio.» Seguro que el «ellos» —los prójimos, los educadores— es por-
tador en este caso de una co-culpa en la culpa del paciente. En la medida
en que la comunidad se arroga un influjo sobre el individuo, será tam-
bién siempre co-responsable de su devenir, de su hacer y actuar. Ser
hombre quiere decir siempre al mismo tiempo, ser miembro, tener parte
en una época determinada de cultura, en una concepción tradicional del
mundo, en un orden estatal concreto. Bally observa que los hombres na-
« G. Bally, «Schuld und Existenz», Wege zum Menschen, 1960, cuaderno 9, pág. 308.
63
G. Condrau, «Psychotherapie eines Schreibkrampfes». Zschr. f . Psychosomat.
Med., año 7, 1961, 4, págs. 255 y sigs.
La culpa en la existencia humana 147-
lado, contabilizado. No es, pues, ningún milagro que sus relaciones con
los demás se atrofiasen. En especial no podía soportar aquellos que lle-
vaban una vida más libre o más desordenada que él. En su lugar de tra-
bajo, donde su exactitud era apreciada ciertamente, pronto llamó la aten-
ción p o r una actividad crítica y reformadora, procediendo de un modo
muy contrario al compañerismo. Fueron suprimidas las pausas para to-
m a r café, y todo retraso del trabajo, incluso las charlas, hasta entonces
corrientes, entre los compañeros de empleo rigurosamente recriminados.
A su pedantería iba unida una gran repulsa instintiva. Era ajeno a toda
relación con chicas. Rechazaba cualquier actividad sexual, «ya de pensa-
miento, de palabra o de obra». Al oir, por fin, que «pertenecía» a la vida
el casarse, y al conocer, a través de una oficina matrimonial, a una joven,
sus relaciones se estancaron durante mucho tiempo en un grado de dis-
cusiones intelectuales y estéticas.
Este hombre —aunque no lo sabía, y en el análisis apareció sólo pos-
teriormente— estaba metido por completo en el círculo de su padre
a u n q u e en protesta. La repulsa sigue siendo siempre solamente una
liberación aparente, nunca auténtica. La protesta significa tanto depen-
dencia como subordinación. Así, pues, cuando el paciente contrapuso al
desorden paterno el principio del orden, cuando a la instintividad del
padre contestó con su propia hostilidad instintiva, se encontraba, a su
modo, fascinado y apresado por Jas mismas fuerzas que su progenitor. A
pesar de su indignación moral sobre la vida «inmoral» de su padre, per-
manecía siempre aferrado en gran medida a él. Así llegó a ser culpable en
un doble aspecto: primero, porque —por protesta— alejó de sí, rechazó
y condenó posibilidades de vida que, aunque ocultas, siguieron siendo en
él no menos eficaces que en su padre; y después, sobre todo, porque su
repulsa contra el padre hizo imposible para él cualquier liberación y
realización de sí mismo.
«Propiamente», Othmar, externa y aparentemente un dechado de vir-
tudes en cualquier respecto —nunca tenía nada que confesar, pues no
contravenía ningún mandamiento—, tenía que haberse sentido por com-
pleto inocente. ¡ No tenía conciencia de ninguna culpa! La culpa, a lo sumo,
la llevaría su padre. Y, sin embargo, se le originó una contracción e s p a s m ¿
dica de los dedos que le imposibilitó no sólo profesionalmente, sino que,
además, produjo en él sentimientos de inferioridad, angustia e insociabi-
lidad. También esto se lo imputó a su padre. Fue preciso un análisis de
varios años, hasta que pudo ser aceptada la propia culpabilidad por el
paciente y vio que no podía consumar el desprendimiento del dominio
paterno a consecuencia de su ser culpable colocado en él. Sólo a partir
de aquí pudo también reconocer como suyas y apropiarse las «otras»
posibilidades hasta ahora enterradas. Sus relaciones con su novia se hi-
•148 Angustia y culpa
cieron más humanas, cesaron la contracción de la actitud vital y el
comportamiento asocia!, y Othmar pudo casarse.
Durante el análisis se imponía continuamente una pregunta esencial:
¿por qué podía afirmar como ia única posible la mencionada actitud
vital? La respuesta era siempre: «porque mi padre así lo exigía»; o :
«porque lo he aprendido así»; o : «la culpa la tiene mi padre»; o : «porque
no pudo oponer resistencia». A Othmar no le llamaba la atención que
su hermana, que había crecido junto a él en las mismas circunstancias,
había realizado una elaboración totalmente distinta de aquellas vivencias
y llegó a ser mucho más libre que él. Aquí se dejaba ver que el devenir
consciente y la repetición de las experiencias de la primera infancia no
producían en el paciente cambio alguno de su aferramiento neurótico.
Sólo la referencia, constantemente repetida, a sí mismo; la pregunta per-
manente de por qué él «ahora» tenía que seguir aferrado a este o aquel
influjo de su padre y lo que un tal comportamiento significaba en relación
a sus propias posibilidades de maduración, le abrió la posibilidad de acep-
tar la propia responsabilidad, y asimismo también la culpa.
La existencia de este enfermo respondía, en su limitación y estrechez,
á una «felicidad dudosa», como dice Bally, «porque hoy una vida de este
tipo, que se realiza en actitudes institucionalizadas y transmitidas y
modos de conducta, nos aparece como un existir en una habitación sin
ventanas, como círculos sin sentido ni meta, como u n estar vencido y
cautivo» &4. No podemos existir sin ser algo determinado, pero tampoco sin
ser muchas cosas indeterminadas. Si no hemos llegado a ser esto o aquello
b a j o la presión de la culpabilidad y la angustia, entonces estamos vencidos
de hecho; entonces somos, como «uno debiera ser». Pero someterse al
«uno» significa hacerse culpables. En la voz de la conciencia el hombre
es requerido para «ser» no simplemente el ente yecto que él es, sino para
comprender como su razón. «Así soy culpable existiendo, es decir, soy en
la culpa existencial, a fin de ser proyecto vano de una razón vana —pues
yo existiendo no soy mi razón que yo he de aceptar decidido y soportar
como mi no ser, porque yo no he elegido las posibilidades del existir
del otro ni las he podido elegir. Yo existiendo para mí he de seguir siempre
siendo deudor de la existencia. E n el ser deudor está el que yo existiendo
no soy posible» 65 .
El hombre de hoy ha cesado de aceptar incondicionalmente las tradi-
ciones como monedas de ley y de orientar su vida según ellas. De este
modo se impone una nueva fundamentación de nuestra existencia, a con-
secuencia de la cual la exigencia de la comunidad tiene también que pos-
veras y amenazado con las penas más terribles a aquellos que, en una
«inocencia» aparente, seguían justificados ante la ley, pero en realidad
estaban ciegos para su profunda culpabilidad, los fariseos?
p u e d e c o m p r o b a r , e n c i e n t o s d e e j e m p l o s d e s u c o n s u l t a , c ó m o u n a con-
d u c t a i n t e l e c t u a l d e e s t e t i p o n o es sino u n a d e f e n s a , y e s t a d e f e n s a n o
d e n o t a o t r a cosa q u e la a n g u s t i a .
L a a n g u s t i a a n t e la p s i c o t e r a p i a n o es, p o r e j e m p l o , la e x p r e s i ó n d e
u n a h u m a n i d a d « p r i m i t i v a » o d e u n intelecto deficiente. Al c o n t r a r i o , p u e d e
a f e c t a r a c u a l q u i e r a , sin m e n o s c a b o de s u nivel e s p i r i t u a l . S i e m p r e sigue
siendo, a p e s a r de la r a c i o n a l i z a c i ó n d e los a r g u m e n t o s , u n f a c t o r decisivo.
S a b e m o s d e i n v e s t i g a d o r e s s o b r e s a l i e n t e s c u y a a c t i t u d h a c i a el p s i c o a n á -
lisis n o h a s o b r e p a s a d o , e n el f o n d o , la r e s i s t e n c i a d e u n s i m p l e n e u r ó -
tico, a u n q u e c r e a n j u s t i f i c a r s u a c t i t u d d e u n m o d o (casi) e v i d e n t e 7 2 .
N o e s el p r o p ó s i t o d e n u e s t r a e x p o s i c i ó n v e r h a s t a q u é p u n t o la an-
g u s t i a d e u n a n a l i z a n d o p u e d e e s t a r « f u n d a m e n t a d a » p o r la c o n d u c t a
e r r ó n e a del a n a l i s t a , como, p o r e j e m p l o , se d e s c r i b e d e t a l l a d a m e n t e p o r
G o r r e s 7 3 7 4 . U n a n a l i s t a p o d r í a a b u s a r d e la c o n f i a n z a d e s u p a c i e n t e ; po-
l a n a t u r a l e z a d e la a c t i t u d d e l m é d i c o y del p s i c o t e r a p e u t a q u e el m o d o
d e v e r d e l p s i c o t e r a p e u t a y q u e el t i p o d e c o n t a c t o m é d i c o y p s i c o t e r a -
p é u t i c o n o a c t ú e n d e s a d e u d a n d o n i d i s - c u l p a n d o » 7 S , e s t o a t a ñ e exclusiva-
m e n t e a la c u l p a e n s e n t i d o teológico-moral o j u r í d i c o . La p r e g u n t a d e
si tal a c t i t u d d e l t e r a p e u t a es p e r m i t i d a y f u n d a m e n t a b l e , la h e m o s con-
t e s t a d o y a e n el s e n t i d o d e q u e el m é d i c o e n c u a l q u i e r caso, e n c u a n t o
m é d i c o , h a d e s e r v i r al h o m b r e , n o a c u a l e s q u i e r a « g e n e r a l i d a d » . E s t a
a f i r m a c i ó n , al p a r e c e r a p o d í c t i c a , p u e d e q u e p r o v o q u e a s o m b r o i n t e r r o -
gante, perplejidad o repulsa abierta. Mas no debe ser mal entendida.
B a j o la « g e n e r a l i d a d » n o e n t e n d e m o s a q u í a los « o t r o s » h o m b r e s , s i n o
e x c l u s i v a m e n t e lo c o l e c t i v o c o m o i n s t i t u c i ó n social, y a se a p r o p i e é s t a
u n c a r á c t e r religioso o j u r í d i c o . E l m é d i c o q u e e s t á al servicio d e u n a
i n s t i t u c i ó n , q u e d e j a a u n l a d o el s e r h u m a n o i n d i v i d u a l , q u e d a p r i v a d o
d e la h o n r o s a d e n o m i n a c i ó n d e « j a t r o s » , d e t e r a p e u t a . A lo s u m o , e s to-
davía u n funcionario con conocimientos médicos.
H e m o s d e s t a c a d o c o n t i n u a m e n t e la a c t i t u d a m o r o s a d e l p s i c u t e r a p e u t a
f r e n t e a la t o m a d e p o s i c i ó n v a l o r a t i v a ( m o r a l - t e o l ó g i c a ) y j u z g a n t e ( j u -
rídica) E s t a a c t i t u d a m o r o s a a p a r e c e n a t u r a l si se r e f l e x i o n a s o b r e el
s e r h u m a n o . Sólo q u e , e n ella, el h o m b r e sigue e s t a n d o o r i e n t a d o a l p r ó -
78
A. R. Bodenheimer, en el lugar citado, pág. 41.
79
Edith Weigert designa la angustia como una señal de peligro que indica el
aislamiento amenazante y la pérdida de confianza. «La amabilidad firme y permanente
frente a las angustias del paciente puede vencer sus resistencias, su vergüenza, su
desconfianza, como también sus ataques ofensivos. Pero el ánimo del terapeuta ha de
ser auténtico y convencido. El paciente ha estado expuesto a muchas desconfianzas,
promesas fingidas de amor y falseamientos de la verdad. Él mismo puede pedir
tempestuosamente falsas seguridades como apoyo de su egoísmo defensivo. Es im-
portante que el terapeuta sea sensible a la necesidad, profundamente reprimida, de
confianza en un mínimo de opiniones preconcebidas y sin prejuicios morales. La
simpatía sentimental y el prejuicio moral sirven a las propias pretensiones egocéntri-
cas del terapeuta. Sólo mediante una apertura sin reservas puede el terapeuta obte-
ner descubrimientos verdaderos y ayudar al paciente a descubrir de nuevo sus per-
didas posibilidades de confianza» («Einsamkeit und Vertrauen». Psyche, XIV, pá-
ginas 541-542). Y sigue: «Una relación basada en la confianza no da de lado a los sen-
timientos existenciales de culpabilidad. Pero esta culpa existencial no es una derrota
maldita. En la relación yo-tú, la culpa puede ser mirada verdaderamente como acon-
tecimiento que daña la vida. La culpa puede ser superada si puede ser vivida en
humildad auténtica; y esta humildad crece solamente en la atmósfera de la con-
fianza. El psicoterapeuta, que trata los sentimientos de culpabilidad de un hombre
solitario, ha de distinguir entre las heridas y las cicatrices de un narcisismo herido
y la culpa existencial real. Su confianza en la verdad reveladora de una relación crea-
dora le preserva de los extravíos de los prejuicios personales y de las consolaciones
falsas. Su confianza puede templar el ánimo del enfermo, penetrar verazmente sus
fracasos, dar con sus decisiones éticas propias y leencontrar la originalidad que ha
perdido parcialmente en su soledad.» (En el lugar citado, págs. 543-544.)
La culpa en la existencia humana 161-
ANGUSTIA Y CULPA.—11
•162 Angustia y culpa
determinadas condiciones: en la religión, en la medida en que se atiene
a los mandamientos de la Iglesia; en la familia, en el matrimonio, en la
sociedad, en el círculo de sus amigos, en la medida en que puede «amol-
darse» a los demás. El amor y la bondad, considerados en el fondo, son
mucho más raros y mucho menos «espontáneos» de lo que se supone ge-
neralmente. El padre ama al hijo cuando y en la medida en que obedece;
la novia ama al novio cuando y mientras él la quiere a ella y le perma-
nece fiel. La amistad dura mientras el amigo complace al amigo. Aquí
toma origen la disposición a desplazar de la conciencia todo lo desagra-
dable, lo malo, lo bajo, que uno ve tan claramente en los padres, parien-
tes, superiores y amigos, porque no es compatible con el amor. Alguna
persona neurótica vive por primera vez en la psicoterapia que el amor
sólo puede ser amor auténtico cuando no se vincula a condiciones. No
representa una mercancía que se «cambia» por buenas obras o por amor
recíproco; más bien sigue siendo un regalo que es ofrecido voluntaria y
desprendidamente y sin equivalente. Sólo sobre este terreno puede el en-
fermo encontrarse con el analista con aquella apertura que le hace po-
sible abrirse, a su vez, a sí mismo y a los prójimos. También en el amor
tiene lugar el enfrentamiento del paciente con su angustia y culpa, últi-
mamente con su «enfermedad».
Sobre el «sentido» de la enfermedad se ha escrito ya mucho. Desde
que el concepto de enfermedad fue liberado de la estrechez científico-na-
tural, el péndulo osciló hacia el «lado contrario» del pensar filosófico. Ya
la concepción cristiana de la vida habla de la disposición al sufrimiento;
también de la humildad de aceptar las enfermedades como carga querida
por Dios; incluso del sentido de la enfermedad como expiación de pecados
pasados. Jores pudo decir, en su discurso de toma de posesión de recto-
rado en Hamburgo, que la «enfermedad es consecuencia del pecado», so-
breviene para «curación del alma» y para «llegar a la madurez» 8 4 . Impe-
ra también la idea de que la enfermedad «tiene que ser algo bueno»;
cuando Dios ama especialmente, manda necesidades y enfermedad. Nuttin
habla de los motivos «que llevan a cada uno a la aceptación noble de
una prueba o de un sufrimiento», y pretende hacer de esto propósito
central de la actitud cristiana de la vida 85 . En la vinculación a la culpa
radica todo el sentido de la enfermedad, estando a menudo fundamen-
tada en una forma que no nos está permitido aceptar sin crítica. La en-
fermedad, según esto, debe ser, pues, como castigo, una consecuencia de
la culpa del pecado, mas no debe ser, en cuanto tal, en sí misma una
culpa. Jores da expresión a este punto de vista cuando habla de la culpa
86 A. Jores, Der Mensch und seine Krankheit, Stuttgart, 1956, pág. 83.
87 A. Jores, en el lugar citado, págs. 77 y sigs.
86 E. Fromm, Psychoanalyse und Ethik, Zürich, 1954.
«9 I. Caruso, Psychoanalyse und Synthese, Wien, 1952.
90 A. Maeder, Wege zur seelischen Heüung, Zürich, 1955.
91 M. Buber, Schuld und Schuldgefühle, Heidelberg, 1958, pág. 18,
92 E. Reisner, Krankheit und Gesundung, Berlín, 1957, pág. 178 y sig.
•164 Angustia y culpa
«responsabilidad». H. Kuhn dice que la aspiración a «llegar a ser un sí
mismo libre de culpa» está tentada a convertirse en la aspiración a pre-
ferir no ser «sí mismo» 93 .
Precisamente la psicoterapia, que hoy nuestro mundo positivista y tec-
nificado refiere de nuevo al hombre, no está fundamentada en una psico-
logización, sino en una consideración a su «metafísica». «No hay ser hu-
mano sin metafísica», dice Rorarius apoyándose en los «más grandes pen-
sadores», sobre todo en Platón 94 . La liberación de la medicina de la cauti-
vidad dentro de categorías técnicas y puramente científico-naturales con-
dujo, en primer lugar, estimulada por v. Weizsácker, a la concepción de
que la génesis y naturaleza de la enfermedad puede ser comprendida con
sentido pleno en su hic et nunc a partir de la biografía respectiva del en-
fermo 9 5 . Además, esto trae consigo también el peligro de la «disculpa»
c o n f o r m e a la c o n c e p c i ó n p o p u l a r d e l comprendre c'est pardonner, a la
que ya hemos hecho referencia. La enfermedad dis-culpa en nuestra época
civilizada de cultura. El enfermo es considerado como impedido, inferior,
perjudicado; de ahí que sea menos responsable de su obrar y actuar: sus
acciones están disculpadas. Necesita de la ayuda y del apoyo, y es, asi-
mismo, acreedor de compasión. Hemos visto que tanto la religión como
el derecho tienen en cuenta el estar enfermo en el enjuiciamiento de la
culpabilidad. Del mismo modo, la opinión pública está de parte del en-
fermo. ¡Qué descanso produce en los familiares de un criminal saber que
su hijo, su hermano o su padre han cometido sus hechos en un estado
«irresponsable»! En el convencimiento de que su hijo tenía una enfer-
medad mental, el padre de un hijo que había incurrido en pena por tras-
tornar el tráfico, exigió Ja comprobación psiquiátrica de su irresponsabi-
lidad. Mas su «enfermedad mental» se manifestaba únicamente en que
tenía la «manía» de arrancarse los pelos de la barba.
El hombre sigue haciendo esfuerzos por liberarse de la culpa, por arro-
jarla, por descargarse de ella. En este afán, viene en su ayuda la enfer-
medad. Si no la experimenta en sí mismo, sino en los prójimos, entonces,
en el fondo, se disculpa a sí mismo al disculpar a los otros. Mas cuán
problemático es este comportamiento se pone de manifiesto de la forma
más clara en la relación médico-enfermo. Si el paciente no es culpable de
su enfermedad, ni responsable de ella, en tal caso, como observa correc-
tamente Bodenheimer, no es ya una pareja válida. Pudiéramos dar un paso
más, y decir que un enfermo totalmente «dis-culpado» no puede ser tra-
tado por el médico de otro modo que como, por ejemplo, un animal do-
93
H. Hafner, Schulderleben und Gewissen, Stuttgart, 1956, pág. 178 y sig.
94
W. Rorarius, «Sinn der Krenkheit», Wege zum Menschen, 1958, 9, pág. 289 y
siguiente.
95
En el lugar citado, pág. 293.
La culpa en la existencia humana 165-
99
H. Tellenbach, < Ges tal ten der Melancholie», Jahrb. Psychol., Psychother. und
Med. Anthropologie, 1960, 1-2, pág. 10.
100
L. Rinser, «Félix Tristitia». Erbe und Auftrag. Benediktinische Mschr., 1961,
1. Pág. 11.
j
INDICES
I
INDICE DE NOMBRES PROPIOS
Págs.
PRÓLOGO 7