Uno de los autores que, en los últimos años, más se ha ocupado de la
violencia en la adolescencia es el estadounidense Kenneth Hardy, cuyos libros desgraciadamente no han sido traducidos aún al italiano (Hardy, 1999; Hardy, Laszloffy, 2005). En su trabajo como profesor en la Universidad de Siracusa y como terapeuta familiar en el Ackerman Institute de Nueva York, Hardy lleva muchos años dedicado al tratamiento de la violencia adolescente. Se ha ocupado sobre todo de chicos y chicas procedentes de familias muy problemáticas y de contextos sociales desfavorecidos, miembros de bandas juveniles e implicados en toda clase de actos de violencia contra los demás y contra ellos mismos. Gracias a este extenso trabajo de investigación-intervención, Hardy y sus colaboradores definieron un modelo comprensivo, explicativo y de intervención, sobre el fenómeno de la violencia juvenil (Hardy, Laszloffy, 2005). La perspectiva adoptada es básicamente sociocultural y tiene en cuenta los distintos factores que pueden conducir a un adolescente a adoptar conductas violentas auto y/o heterodestructivas. Se analizan todos los ámbitos —individual, familiar, social y cultural — en los que se mueve un «adolescente violento». La propia definición de violencia que ofrece Hardy, esto es, «una acción (o no acción) voluntaria e intencional que genera un daño o lesión deliberados» (Hardy, Laszloffy, 2005), incluye algunas circunstancias que tradicionalmente no se han asociado a este fenómeno; tres de ellas son especialmente útiles para la comprensión de su punto de vista. La primera se refiere a la inclusión en la definición de «violencia» de los actos autolesivos deliberados. El segundo aspecto se refiere a la idea de que la violencia también puede ser ejercida en el más amplio nivel social. Desde esta perspectiva, Hardy considera que «todas las manifestaciones de opresión sociocultural, ya sea el racismo, el sexismo, la homofobia o la pobreza, son actos de violencia. Todos estos actos implican invariablemente una forma de dominación unida a injusticias basadas en el acceso diferenciado al poder, a la riqueza y a los recursos. Cuando estas situaciones coexisten en las relaciones humanas, cualquiera que sea el nivel, la violencia es inevitable» (Hardy, Laszloffy, 2005). Como puede verse, en este modelo la violencia se enmarca en el interior de un escenario cultural y social más amplio, con el objeto de evitar la estigmatización del adolescente violento como «malo» o «enfermo». La tercera circunstancia es deliberadamente más provocadora aún. Hardy considera que «la violencia puede ejercerse pasivamente mediante actos de omisión. Dicho de otro modo, si una persona es consciente de un acto de violencia y evita realizar cualquier tipo de intervención para prevenir o interrumpir esta violencia, consideramos que esta persona es un cómplice» (Hardy, Laszloffy, 2005). Este punto de vista, además de subrayar el dinamismo presupuesto por el modelo, introduce un aspecto interesante: la importancia del papel de la «víctima» pasiva como elemento de mantenimiento de algunos comportamientos violentos. Pensemos, por ejemplo, en los padres hiperprotectores queno adoptan ninguna actitud frente a los repetidos comportamientos agresivos del hijo, contribuyendo así a mantener vivo el guion familiar. Como todos los autores que se han ocupado de este tema, Hardy también trata de dar una respuesta al viejo problema de por qué algunos adolescentes se vuelven violentos y otros no. Gracias a su amplia experiencia de tratamiento e investigación, Hardy ha llegado a identificar cuatro «factores agravantes» que pueden llevar a algunos/as muchachos/as a adoptar conductas violentas con los demás o con ellos mismos. Lo que hace interesante el conocimiento de estos factores, además de su valor explicativo, es que este conocimiento se traduce en una serie de estrategias prácticas que pueden ser utilizadas por los profesionales para detener o prevenir los comportamientos violentos. El primer factor es la «desvalorización», que aparece cuando la dignidad y el valor de un grupo o de un individuo se ponen en tela de juicio o se denigran. Esto puede ocurrir en respuesta a algunas circunstancias, como el desempleo, el fracaso escolar o distintas formas de abandono (familiar, sentimental y relacional). Además puede aparecer en concomitancia con algunas condiciones permanentes, como por ejemplo formar parte de un grupo socialmente estigmatizado, excluido o marginado (minorías raciales, homosexuales, etcétera). Según este modelo, cuando un muchacho tiene una profunda sensación de fracaso y derrota puede recurrir a la violencia como modo «malsano» de recuperar su propia sensación de valía. Es mejor sentirse fuerte y malo que fracasado. El segundo factor agravante es la «erosión/destrucción de la comunidad». Con esta expresión Hardy se refiere a un lugar, físico pero sobre todo simbólico, donde se percibe la propia vida como coherente y dotada de sentido (Hardy, Laszloffy, 2005). Los adolescentes dependen de la «comunidad» para adquirir un sentido claro de identidad y de arraigo, y para construir una red de relaciones sociales positivas. Los factores que pueden causar la erosión de la «comunidad» entendida de este modo son extremadamente variables: desde problemas familiares, como abuso, malos tratos, divorcio o abandono, hasta cuestiones sociales más amplias de tipo racial, económico y de género. Hardy distingue tres niveles de comunidad que forman parte de la vida de un adolescente: primario (la familia), extenso (el barrio, el país) y cultural. Cuando la erosión o la destrucción afecta por lo menos a dos de estos niveles en la vida de un adolescente, el riesgo de violencia autoinfligida o heteroinfligida aumenta fuertemente. Es como perder las raíces, sin las cuales no brotan las alas y, en este caso, el comportamiento violento puede resultar una opción muy atractiva. Es evidente que una intervención terapéutica eficaz sobre ciertas formas de violencia no puede prescindir de la implicación de las figuras adultas que rodean al adolescente, sobre todo los padres y los profesionales de la educación. En algunos casos esa implicación puede ampliarse hasta incluir la colaboración con otros adultos significativos implicados: familia extensa, servicios sociales, educadores y fuerzas del orden. El tercer factor agravante es la «deshumanización de la pérdida». Según Hardy, muchos chicos «violentos» han sufrido pérdidas, en distintos niveles, subestimadas constantemente tanto por ellos mismos como por quienes les rodean. Hardy distingue diez tipos, entre los que figuran: la separación o el abandono de los padres, el fin de una relación amorosa, las dificultades económicas y la pérdida de amistades importantes. Si se niegan o se subestiman, estas pérdidas adoptan la forma de «duelos» no elaborados, heridas siempre abiertas que generan rabia o dolor y también comportamientos autolesivos o agresivos. Por consiguiente, hasta que no se les ayude a superar estos duelos, introduciéndose en ellos para poder superarlos, será difícil poner fin a esta conducta violenta. El último de los factores identificados por Hardy es la «rabia», vista como la confluencia de los tres primeros factores. Es la respuesta natural e inevitable a las experiencias de dolor e injusticia y, en ocasiones, se convierte en un mecanismo de defensa para gestionar otras emociones dolorosas, como el miedo o la ausencia de placer. Cuando la rabia se canaliza constructivamente puede convertirse en una fuerza positiva y constructiva. Si se niega o se trata como una reacción negativa, puede crecer y culminar en una explosión de violencia contra uno mismo o dirigida hacia el exterior. El modelo propuesto por Hardy analiza al detalle todas las posibles facetas del fenómeno de la violencia adolescente y proporciona una serie de estrategias de intervención para actuar sobre los cuatro factores. El objetivo es ayudar al chico y a su familia a superar el sentimiento de desvalorización, reconstruir la sensación de comunidad en distintos niveles, elaborar las pérdidas y canalizar positivamente la rabia (Hardy, Laszloffy, 2005). Es un modelo muy flexible y pragmático, que prevé una intervención sobre varios sistemas, desde la familia y la escuela hasta la comunidad más extensa, para hallar la clave del cambio y los recursos necesarios para interrumpir los comportamientos violentos. Al mismo tiempo se realiza también un trabajo terapéutico individual con el chico para ayudarle a encontrar estrategias de afrontamiento (coping) de la violencia más eficaces y para gestionar sus emociones dolorosas.