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• El estructuralismo, el post-estructuralismo y la
producción de la cultura
EL ESTRUCTURALISMO, EL POST-ESTRUCTURALISMO Y LA
PRODUCCION DE LA CULTURA
Anthony Giddens
El estructuralismo y el post-estructuralismo son tradiciones de pensamiento
muertas. A pesar de la promesa que contenían en la flor de su juventud, en último
término no han conseguido producir la revolución de la comprensión filosófica y de la
teoría social a la que en otro tiempo se obligaron. En esta discusión no trataré tanto
escribir su esquela como de indicar qué partes de su legado intelectual pueden ser aún
aprovechables. Pues aunque no transformaron nuestro universo intelectual del modo en
que a menudo se pretendió, llamaron nuestra atención sobre problemas de
considerable y perdurable importancia.
Como se sabe, muchos dudan de que haya existido nunca un cuerpo de
pensamiento lo suficientemente coherente como para ser denominado
«estructuralismo», y no digamos post-estructuralismo», nombre todavía más vago (vid.
Runciman: 1970). Después de todo, la mayor parte de las figuras destacadas que
suelen encuadrarse bajo estas etiquetas han negado que tuviera algún sentido aplicar
estos términos a sus propios intentos. Saussure, a quien suele considerarse el fundador
de la lingüística estructuralista, apenas emplea siquiera el término «estructura» en su
propia obra (Saussure: 1974). Hubo una época en la que Lévy-Strauss promovió
activamente la causa de la «antropología estructural» y, más en general, del «estruc-
turalismo», pero a lo largo de la última parte de su carrera se ha hecho más prudente al
caracterizar su enfoque de esta forma. Quizá Barthes estuviera fuertemente influido en
sus primeros escritos por Lévy-Strauss, pero más tarde se alejó bastante de él.
Foucault, La-can, Althusser y Derrida divergen radicalmente tanto de las ideas
principales de Saussure y Lévy-Strauss como entre sí. Parece que falta casi por
completo la homogeneidad precisa para hablar de una tradición de pensamiento
definida.
Pero a pesar de su diversidad, existe cierto número de temas que afloran en las
obras de todos estos autores. Además, a excepción de Saussure, todos son franceses
y han estado situados en una red de influencias y contactos mutuos. Al usar en lo que
sigue los términos «estructuralismo» y .post-estructuralismo», considero que Saussure
y Lévy-Strauss pertenecen a la primera categoría, y los demás a la segunda. Es sabido
que la de «post-estructuralismo» es una categoría considerablemente laxa que se
aplica a un grupo de autores quienes, si bien rechazan ciertas ideas características del
pensamiento estructuralista anterior, al mismo tiempo adoptan algunas de ellas en su
propia obra. Por tanto, aunque traten estos temas de formas diferentes, las que siguen
pueden considerarse características distintivas y persistentes del estructuralismo y del
post-estructuralismo: la tesis de que la lingüística —o más exactamente, ciertos
aspectos de de-terminadas versiones de la lingüística— tiene una importancia clave
para la filosofía y la ciencia social en su conjunto; su insistencia en la naturaleza
relacional de las totalidades, ligada a la tesis del carácter arbitrario del signo, y
relacionada con su énfasis en la primacía de los significantes sobre lo significado; el
descentramiento del sujeto; una peculiar preocupación por la naturaleza de la escritura,
y por consiguiente por los materiales textuales; y su interés en el carácter de la
temporalidad como componente constitutivo de la naturaleza de objetos y sucesos. No
hay uno solo de estos temas que no toque problemas de importancia para la teoría
social actual. Del mismo modo, sin embargo, tampoco puede afirmarse que sean
aceptables los puntos de vista de los escritores arriba citados sobre ninguno de dichos
temas.
Problemas lingüísticos
Es sabido que, en su origen, el estructuralismo fue tanto un movimiento dentro
del ámbito lingüístico como un intento de demostrar la importancia de los conceptos y
métodos de la lingüística para una amplia variedad de problemas de las disciplinas
humanísticas y de las ciencias sociales. La distinción de Saussure entre langue y parole
puede considerarse con justicia la idea clave de la lingüística estructuralista. Con esta
distinción, el estudio de la «lengua» se aparta de la esfera de lo contingente y
contextual. En tanto que forma estructural global, la lengua se separa de los múltiples
usos a los que pueden aplicarse los actos de habla particulares. La parole es lo que
Saussure denomina «aspecto ejecutivo del lenguaje», mientras que la langue es «un
sistema de signos en el que lo único esencial es la unión de significados e imágenes
acústicas» (Saussure: 1974). La lengua es por tanto un sistema idealizado, deducido de
los usos particulares del habla pero independiente de estos. Los contenidos acústicos
reales del lenguaje son, en cierto modo, irrelevantes para el análisis de la langue, pues
se trata de estudiar las relaciones formales entre sonidos, o signos escritos, no su
propia sustancia. Aunque en Saussure persisten un cierto mentalismo y una cierta
dependencia de la psicología, en principio la lingüística se desliga claramente del resto
de las disciplinas que se ocupan del estudio de la actividad humana. También la
fonemática se diferencia con claridad de la fonética, que tiene una importancia
relativamente marginal respecto al núcleo central del análisis lingüístico.
Existe una inconsistencia en el corazón de la concepción saussuriana de la
langue. Por una parte, se considera que la langue es en último término un fenómeno
psicológico, organizado en función de propiedades mentales. Por otra —como indicaría
la aparente influencia de Durkheim en Saussure— la lengua es un producto colectivo,
un sistema de representaciones sociales. Como los críticos han señalado, si la lengua
es esencialmente una realidad psicológica, los signos no son arbitrarios. Como las
relaciones que constituyen la lengua estarían estructuradas en función de
características mentales, tendrían una determinada forma regida por procesos
mentales. Por tanto, si la lengua se considera una realidad mental, el signo no puede de
ninguna manera ser arbitrario, y su significado no puede en modo alguno definirse por
sus relaciones con los elementos sin-crónicos de la lengua (Clarke: 1981, p. 123).
Hablando en un sentido amplio, la mayoría de las formas de lingüística
estructuralista han optado por la versión «psicológica» de la langue más que por la
versión «social». Adoptando este enfoque, Chomsky pudo efectuar una fusión de las
ideas tomadas de la lingüística europea con el «estructuralismo conductista» de
Bloomfield, Harris y otros lingüistas estadounidenses. Bloomfield y Harris trataron de
separar por completo la lingüística de cualquier otro tipo de mentalismo o psicología
(Bloomfield: 1957; Harris: 1951). Para ellos, el objetivo de la lingüística consiste en
analizar el lenguaje, hasta donde sea posible, exclusivamente como secuencias de
sonidos regulares. No debe centrarse la atención en las relaciones interpretativas de los
hablantes con el uso del lenguaje. Si bien en un primer momento este punto de vista
parece sustancialmente distinto de la lingüística saussuriana, y si bien es cierto que sus
defensores más conspicuos rechazaban la diferenciación entre langue y parole, no
cabe duda de que existen ciertas afinidades subyacentes que Chomsky consiguió poner
de manifiesto. Redefiniendo la distinción entre langue y parole como distinción entre
competencia y actuación, y apartándose radicalmente del conductismo de Bloomfield y
Harris, Chomsky pudo reconstruir un elaborado modelo de lingüística formal sobre una
base mentalista. Dada la diferenciación que se establece entre competencia y
actuación, la lingüística chomskiana concede necesariamente una importancia central a
la sintaxis (vid., por ejemplo, Chomsky: 1968). Su objetivo no es explicar todos los actos
lingüísticos de los hablantes de una determinada comunidad lingüística, sino
únicamente las estructuras sintácticas de un hablante ideal de dicha lengua. La teoría
de Chomsky reintroduce la interpretación, pues la definición de la corrección lingüística
depende de lo que los hablantes consideren aceptable. También otorga una cierta
prioridad a los componentes creativos del lenguaje, en el sentido de que el hablante
competente puede generar un corpus indefinido de frases sintácticamente aceptables.
Es posible mantener que la distinción entre competencia y actuación es en algunos
aspectos superior a la diferenciación entre langue y parole, pues Chomsky al menos
presenta un modelo de agente lingüístico. Como Chomsky señala criticando a
Saussure, este último consideraba la langue, fundamentalmente, como un depósito de
«elementos semejantes a palabras» y «frases hechas», al que oponía el carácter más
flexible de la parole. Se carece de una explicación del «término mediador» entre langue
y parole. Según Chomsky, es en el agente donde se produce lo que él considera la
«creatividad gobernada por normas» del lenguaje como sistema (Chomsky: 1964, p.
23).
La gramática transformativa de Chomsky es uno de los enfoques influidos por
algunas ideas centrales de Saussure; otro es la lingüística de la escuela de Praga que,
a través de Jakobson, fue la corriente que más influyó sobre Lévy-Strauss. En un
sentido amplio cabe afirmar que el grupo de Praga sigue la concepción «social» de la
langue más que la concepción «psicológica». Mientras que la lingüística de Chomsky se
centra en la competencia del hablante individual, la lingüística de la escuela de Praga
se concentra fundamentalmente en el lenguaje como medio de comunicación. Por tal
motivo, la semántica no se separa completamente de la sintaxis, y se considera que la
naturaleza de la langue expresa relaciones de significado. Como afirma Trubetzkoy, la
lingüística debería investigar «cuáles son las diferencias fonéticas que se encuentran
vinculadas, en el lenguaje que consideramos, a diferencias de significado, cómo se
relacionan unos con otros estos elementos diferenciadores o rasgos distintivos, y de
acuerdo con qué normas se combinan para formar palabras y frases» (Trubetzkoy:
1969, p. 12). Podría parecer que la insistencia sobre el significado y sobre el uso del
lenguaje en tanto que medio de comunicación comprometería el carácter autónomo de
la lingüística tal como fuera definido por Saussure (y Chomsky). Pues en tal caso sería
preciso analizar el lenguaje en las instituciones de la vida social. Y, en efecto, los
lingüistas de Praga rechazaron la distinción inflexible entre langue y parole establecida
por Saussure, así como la división entre sincronía y diacronía, relacionada con dicha
distinción. No obstante, el grupo de Praga tendía a centrar su trabajo en la fonología,
donde puede estudiarse el sistema acústico de un len-guaje sin atender a las
connotaciones externas del significado. En particular, en la obra temprana de Jakobson
se sostenía la idea de que era posible lograr una «revolución fonológica» (la expresión
es e Lévy-Strauss) analizando los fonemas en función de las oposiciones que son los
rasgos constituyentes del lenguaje en su conjunto. Aunque la justificación de esta idea
era de índole metodológica y no epistemológica, el resultado fue que la lingüística volvió
al estudio de las estructuras internas de la langue (Jakobson: 1971).
Lévy-Strauss y Barthes han reconocido en diversas ocasiones que el principio
básico del estructuralismo consiste en la aplicación de procedimientos lingüísticos en
otras áreas de análisis. Lévy-Strauss considera que la lingüística estructural
proporciona modos de análisis aplicables en otros ámbitos e indica claves esenciales
de la naturaleza de la mente humana. En Las estructuras elementales compara
explícitamente sus objetivos con los de la lingüística fonológica, y añade que los
lingüistas y los científicos sociales «no solamente aplican los mismos métodos, sino que
estudian el mismo objeto» (1969a, p. 493). Pues la lingüística estructural nos permite
distinguir lo que Lévy-Strauss más tarde consideraría «realidades fundamenta-les y
objetivas consistentes en sistemas de relaciones producto de procesos de pensamiento
inconscientes» (Lévy-Strauss: 1968, p. 58). Como señala Culler, pensar que la
lingüística posee una importancia central para el estructuralismo generalmente conlleva
varias implicaciones. En primer lugar, la lingüística parece proporcionar un rigor, que
falta en las ciencias sociales y en el resto de las disciplinas humanísticas. En segundo
lugar, la lingüística ofrece cierto número de conceptos básicos que parecen
susceptibles de una aplicación mucho más amplia que la que tenían en su entorno
original —en particular, tal vez, langue y parole, pero también distinciones relacionadas
con esta, corno las distinciones entre lo sintagmático y lo paradigmático, significante y
significado, la idea de la naturaleza arbitraria del signo lingüístico, etc. En tercer lugar,
la lingüística parece proporcionar una serie de líneas maestras para la formulación de
programas semióticos. Esta idea fue esbozada por Saussure y desarrollada con cierto
detalle por Jakobson y otros.
Por razón de las relaciones entre la lingüística estructuralista y el estructuralismo
en general, a menudo se afirma que el estructuralismo participó en el «giro lingüístico»
general característico de la filosofía v teoría social modernas. Sin embargo, por motivos
que ahora indicaré, esta es una conclusión especiosa. Por un lado, hoy parece evidente
que las esperanzas de que la lingüística proporcionara procedimientos generales
susceptibles de una aplicación muy amplia estaban fuera de lugar. Por otro, el «giro
lingüístico», al me-nos en sus formas más valiosas, no implica una extensión de las
ideas tomadas del estudio del lenguaje a otros aspectos de la actividad humana, sino
que explora la intersección entre el lenguaje y la constitución de las praxis sociales. Se
trata aquí, pues, de una crítica de la lingüística estructural como enfoque del análisis del
propio len-guaje, y de una valoración crítica de la importación de nociones tomadas de
esta versión de la lingüística a otras áreas de la explicación del comportamiento
humano.
Es bien sabido que se han hecho numerosas críticas de la concepción
saussuriana de la lingüística —o, al menos, de la versión de esta lingüística que ha
llegado hasta nosotros por intermedio de sus discípulos—, incluidas las que tan
convincentemente ha expuesto Chomsky. No hay razón alguna para repetirlas aquí en
detalle. Lo más importante, con vistas a las Líneas de argumentación que desa-
rrollaremos más adelante en esta discusión, son las deficiencias que muestran
prácticamente todas las formas de lingüística estructural, incluyendo la de Chomsky.
Estas se refieren fundamentalmente al aislamiento del lenguaje (o de ciertos rasgos que
se consideran fundamentales para la estructura y propiedades del lenguaje) del entorno
social del uso lingüístico. Por tanto, aunque Chomsky reconoce, e incluso subraya, las
facultades creativas de los seres humanos, esta creatividad se atribuye a
características de la mente humana, no a agentes conscientes que realizan sus
actividades cotidianas en el con-texto de instituciones sociales. Como señala un
observador, «la capacidad creativa del sujeto ha de descartarse tan pronto como se ha
reconocido y atribuido a un mecanismo inscrito en la constitución biológica de la mente»
(Clarke: 1980, p. 171). Aunque en muchos aspectos es la forma de lingüística
estructural más desarrollada y elaborada, la teoría del lenguaje de Chomsky se ha
mostrado esencialmente deficiente respecto a la comprensión de rasgos del lenguaje
bastante elementales. Estos defectos no se refieren tanto a lo insatisfactorio de la
división entre sintaxis y semántica como a la identificación de los rasgos esenciales de
la competencia lingüística. En opinión de Chomsky, el hablante ideal puede captar
inconscientemente las reglas que hacen posible la producción y comprensión de
algunas o todas las frases gramaticales de un lenguaje. Sin embargo, este no es un
modelo de competencia apropiado. Quien en cualquier contexto dado pronunciara una
frase cualquiera, por más que esta fuera sintácticamente correcta, sería sin duda
considerado anormal. La competencia lingüística no consiste solo en dominar
sintáctica-mente las frases, sino también en dominar las circunstancias en las que son
apropiados determinados tipos de frases. En palabras de Hymes: «la competencia
adquirida se refiere a cuándo hay que hablar y cuándo no, así como de qué hablar con
quién, cuándo, dónde y de qué manera» (Hymes: 1972, p. 277). En otras palabras, el
dominio del Ienguaje es inseparable del dominio de la variedad de contextos en los que
se usa el lenguaje.
Las obras de autores tan diferentes como Wittgenstein y Garfinkel nos han hecho
conscientes de las implicaciones que esto conlleva para la comprensión de la
naturaleza del lenguaje y la captación del carácter de la vida social. Conocer un
lenguaje supone, ciertamente, conocer sus reglas sintácticas pero, y esto es igualmente
importante, conocer un lenguaje es adquirir una serie de instrumentos metodológicos
que se aplican tanto a la construcción de frases como a la constitución y reconstitución
de la vida social en los contextos cotidianos de la actividad social (Giddens: 1984, cap.
1). No quiere esto decir que conocer un lenguaje suponga conocer una forma de vida o,
más bien, una multiplicidad de formas de vida que se entretejen: conocer una forma de
vida significa poder desplegar ciertas estrategias metodológicas en conexión con
cualidades indéxicas de los contextos en los que se llevan a cabo las prácticas sociales.
En esta concepción del lenguaje la lingüística no tiene el grado de autosuficiencia que
Saussure, la escuela de Praga, Chomsky y otros pretendían, ni tampoco tiene mucho
sentido sostener, como ha afirmado en ocasiones Lévy-Strauss, que la vida social es
«como un lenguaje». La lingüística no puede ofrecer un modelo para el análisis de la
agencia [agency] social o de las instituciones sociales, pues en un aspecto básico la
lingüística solo puede explicarse mediante estas. El «giro lingüístico» puede
interpretarse como un distanciamiento de la lingüística concebida como una disciplina
independiente, un giro hacia el examen de la coordinación mutua entre lenguaje y
Praxis.
La escritura y el texto
Comparando a Wittgenstein con Derrida, es interesante considerar por qué el
último concede tan fundamental prioridad al tema de la escritura, mientras que en el
primero apenas se da la preocupación por el significado de la escritura. La
preocupación de Derrida por la escritura está estrechamente ligada con su rechazo de
la metafísica de la presencia. En palabras de Derrida:
Ningún elemento puede funcionar como signo sin estar en relación con otro elemento que no
está simplemente presente. Este nexo significa que todo «elemento» —fonema o grafema— se
constituye con referencia al trazo que dejan en él los restantes elementos de la secuencia...
Nada, ni en los elementos ni en el sistema, está jamás presente o ausente sin más. (Derrida:
1981, p. 92)
Por tanto, en opinión de Derrida es erróneo suponer que la escritura es un modo
particular de dar expresión al habla. La escritura —en el sentido ampliado que Derrida
le atribuye— expresa con más claridad que el habla la naturaleza relacional de la
significación en cuanto constituida en el espacio y en el tiempo. Podríamos referirnos,
Hablando con mayor exactitud, a la «ordenación temporal y espacial» [timing and
spacing] de la significación, más que a su «ocurrencia» en un contexto dado. Existen
similitudes con lo que Wittgenstein diría en este punto con respecto a la
«deconstrucción» de las cuestiones metafísicas relativas al tiempo y al espacio y con
respecto a su sugerencia de que el espacio-tiempo es constitutivo de la identidad de los
objetos y sucesos. Comentando críticamente las reflexiones de San Agustín sobre la
naturaleza del tiempo, Wittgenstein afirma que los enigmas con que lucha San Agustín
están vacíos de contenido, pues se basan en la errónea atribución de una esencia a la
temporalidad. Lo que de verdad es preciso elucidar es la «gramática» del tiempo. El
tiempo no tiene esencia, y por consiguiente no existe una formulación abstracta que
pueda expresar su naturaleza. Solo podemos experimentar y observar la temporalidad
en el desarrollo de los sucesos. Puede aducirse que Wittgenstein no dio de hecho el
siguiente paso, y que no trató, como Derrida (y antes que él Heidegger) el tiempo como
constitutivo de sucesos y objetos. Pero pienso que no existe más forma de entender la
filosofía de Wittgenstein que suponer que esta idea es intrínseca al análisis que
desarrolla.
Las luchas de Wittgenstein con la forma —su aversión a escribir en un estilo
narrativo y el aparente desorden de sus Investigaciones filosóficas— guardan una clara
afinidad con el uso que hace Derrida de varios tipos de innovaciones gráficas; pues
ambos escritores de-sean expresar concepciones refractarias a la «descripción». Los
dos afirman que no es la presencia de algún tipo de realidad, física o mental, lo que
sirve para fundamentar los componentes significativos de los sistemas de significación.
Pueden entenderse las limitaciones de la concepción de la escritura de Derrida
cuando consideramos las implicaciones de su «ordenación temporal y espacial». La
concepción de la escritura de Derrida es un desarrollo directo de la separación
saussuriana del significante de un mundo externo de objetos y sucesos. Derrida
participa en la «retirada al texto», al universo de significantes, característica de las
tradiciones de pensamiento estructuralistas y post-estructuralistas en su conjunto. Su
«texto» es el del juego de diferencias intrínsecas a la significación en cuanto tal.
Aunque el concepto de différance le permite a Derrida comprender la temporalidad, su
tratamiento del espacio es puramente nominal. O, dicho de otro modo, aunque habla de
«ordenación temporal y espacial», a todos los efectos ambas cosas son idénticas. La
«extensión» de la escritura está implicada en la ordenación de los sonidos o los signos
escritos, pero este es un fenómeno exactamente idéntico a su diferenciación temporal.
La descripción del carácter relacional de la significación de Wittgenstein tal como se
expresa en la organización de prácticas sociales, sin embargo, no implica que el tiempo
se colapse en el espacio. El espacio-tiempo no entra en la estructuración de la signi-
ficación a través de la dimensión «horizontal» de la escritura —conceptualizada incluso
como proto-escritura—, sino a través de la contextualidad de la propia praxis social.
Durante mucho tiempo, la idea de que el significado de las palabras o proposiciones
consiste en su uso confundió a los filósofos influidos por Wittgenstein; pues podría
parecer que de esto se sigue que lo único que hacemos es sustituir «uso» por los
objetos a los que, según las anteriores teorías del significado, corresponden las
palabras. Pero lo que está en cuestión no es el «uso», sino el proceso de usar las
palabras y frases en contextos de conducta social. El significado no es construido por el
juego de los significantes, sino por la intersección de la producción de significantes con
objetos y sucesos del mundo, enfocada y organizada por el individuo que actúa. Si esta
concepción es básicamente correcta, hemos de cuestionar la prioridad que Derrida
confiere a la escritura sobre el habla. Pues el habla —o, más bien, la conversación
informal— recupera la prioridad sobre otros medios de significación. La conversación
informal que se lleva a cabo en los contextos cotidianos de actividad es el principal
«vehículo» de significación, por-que actúa en contextos conductuales y conceptuales
saturados. La escritura (en un sentido convencional más restringido) tiene ciertas
propiedades distintivas que solo pueden ser explicadas con precisión contrastándolas
con el carácter de la conversación cotidiana. Es más: la constitución del significado en
este tipo de conversación es la condición de las propiedades significantes de la
escritura y los textos.
El énfasis de Derrida en la escritura inspira toda una filosofía. Pero hay otros tres
sentidos, de menor importancia, en los que las tradiciones de pensamiento
estructuralistas y post-estructuralistas tienden a generar una preocupación por la
escritura. Uno se refiere al nexo entre escritura y poder. Tanto en Lévy-Strauss como
en Foucault este tema se estudia mediante la relación entre oralidad y escritura.
Supuestamente, el método estructuralista de Lévy-Strauss solo se aplica a culturas
orales. Las sociedades sin escritura son «culturas frías» porque existen dentro del
marco de una tradición reiterada, transmitida mediante el ejemplo y la palabra hablada.
Las civilizaciones suponen la existencia de la escritura, que es en primer lugar y sobre
todo un instrumento del poder administrativo, no simplemente un nuevo modo de
expresar lo que ya se había formulado de forma oral. La escritura no solo genera la
«historia», sino que también exige nuevas formas de ajuste al mundo social y material.
La sociedad y la naturaleza pasan a considerarse desde el punto de vista del
dinamismo y la transformación, no ya desde el de la saturación del presente por el
pasado. En la obra de Lévy-Strauss este tema nunca se desarrolla con detalle, pues no
propone un análisis de las civilizaciones. Antes bien, las sociedades con escritura
forman un telón de fondo en contraste con el cual se pueden concretar con mayor
facilidad las características distintivas de las culturas orales.
En Foucault se manifiesta de forma mucho más directa y extensa una
preocupación por los nexos entre escritura, oralidad y poder. Foucault muestra que el
discurso de las ciencias sociales y de la psiquiatría no forma simplemente un conjunto
de teorías y hallazgos sobre un objeto «dado». Por el contrario, los conceptos y
generalizaciones desarrollados en estas disciplinas llegan a constituir nuevos ámbitos
de operación del poder. Tales ámbitos de poder son codificados mediante la escritura, y
dependen de ella. El mantenimiento de registros escritos —como, por ejemplo, el
registro de las actas de los tribunales o de las historias clínicas psiquiátricas— es
esencial para las formas de organización disciplinar que Foucault trata de analizar.
Al mismo tiempo que la escritura «hace historia» mediante el registro de los
acontecimientos, aquellos cuyas actividades no llegan a la atención de los registradores
son excluidos de la «historia». Es decir, que si bien, como es natural, sus actividades
constituyen «historia» en el sentido de decurso de acontecimientos, ni sus acciones ni
sus ideas forman parte de esa apropiación reflexiva del pasado que es la historia
escrita. Como Foucault señala en Yo, Paul Riviere (1978), el historial de un criminal o
de un vagabundo es uno de los escasos modos que tienen de figurar en el campo de
discurso de la historia escrita aquellos que, de ordinario, no son registrados en ella.
Un segundo sentido en el que el tema de la escritura es recurrente en el
estructuralismo y el post-estructuralismo es como simple fascinación por los textos en
general. Al bosquejar un programa semiológico, Saussure introdujo la posibilidad de
estudiar sistemas de signos más allá de los materiales textuales. No se ignoró esta
invitación a un desarrollo de la semiología, y muchas obras subsiguientes desarrollaron
la idea de que toda diferencia cultural puede suministrar un medio de significación. Pero
aunque la idea de una disciplina semiológica unificada, o semiótica, tiene sus
defensores, hemos de decir que, en conjunto, el estudio de los signos culturales sigue
siendo una empresa escasamente desarrollada. Quienes se encuentran bajo la
influencia del estructuralismo y del post-estructuralismo siguen volviendo al texto como
su principal preocupación. Seguramente no es una casualidad que estas tradiciones de
pensamiento hayan tenido mayor influencia en el campo de la literatura que en ningún
otro ámbito.
La atención excluyente que se presta a los textos simboliza algunos de los
puntos más fuertes, al tiempo que más débiles, de las tradiciones estructuralistas y
post-estructuralistas. Por un lado, ha permitido a autores pertenecientes a dichas
tradiciones desarrollar análisis sin parangón en la filosofía anglosajona. La teoría del
texto se hace esencial para ciertas cuestiones filosóficas elementales y se elucida
mediante la consideración de estas cuestiones. Dejando aparte a quienes pertenecen al
campo relativamente especializado de la crítica literaria, los filósofos y teóricos sociales
anglófonos han hecho una contribución muy escasa a tal discusión. Por otra parte, la
preocupación absorbente por los textos refleja limitaciones en las teorías de la
naturaleza de la significación, deficiencias que se remontan a Saussure. La tesis de la
arbitrariedad del signo, tal como la desarrolló Saussure, tiende a elidir la diferencia
entre textos que pretenden proponer algún tipo de descripción verídica del mundo y los
textos de ficción. El valor positivo de tal elisión se demuestra fácilmente, por ejemplo,
en los sutiles tratamientos del uso de mecanismos figurativos en textos científicos. Sus
debilidades son manifiestas por lo que respecta al problema básico que ha obsesionado
a estas tradiciones: cómo volver a relacionar el texto con el mundo exterior. Las
tradiciones estructuralistas y post-estructuralistas no solo no han logrado generar
explicaciones satisfactorias de la referencia, explicaciones capaces de hacer
comprensibles los logros científicos, sino que han dejado a un lado de forma más o
menos total el estudio de la conversación ordinaria. La conversación ordinaria es
precisamente aquel «instrumento para vivir en el mundo» en el que engarzan la
referencia y el significado. Creo que es esto, como mínimo, lo que ocurre, y pienso que
el ahondar en esta cuestión puede permitirnos abordar algunas de las deficiencias más
profundas del estructuralismo y del post-estructuralismo.
El tercer sentido en que estas tradiciones de pensamiento tienden a producir un
interés por la escritura se refiere a la escritura como proceso activo. El término
«escritura» es ambiguo, pues puede referirse a lo que se registra en un medio dado o al
propio proceso de elaborar tal registro. Con respecto al segundo de estos significados,
el término «escritura» ha venido a adoptar el significado particular de redacción de
libros de imaginación o invención. En la cultura moderna existe la inclinación a otorgar
una estima especial al «escritor», o autor literario. Al fijar su atención en el tema del
«autor», los estructuralistas han podido hacer contribuciones esenciales a nuestra
comprensión de la producción cultural. En este punto es evidente que existe un
solapamiento muy importante con el tema más general del descentramiento del sujeto.
No se descubrirá en el individuo o individuos que los escribieron la fuente de la
creatividad que se manifiesta en los textos. El texto genera su propio y libre juego de
significados, constantemente abierto a la apropiación y re-apropiación por diferentes
generaciones de lectores. También aquí existen nexos interesantes entre el
estructuralismo, el post-estructuralismo y los recientes desarrollos de la hermeneútica.
En la obra de Gadamer y otros autores, como ya he mencionado anteriormente,
encontramos también una afirmación de la autonomía del texto con respecto a su autor
y un énfasis en la multiplicidad de lecturas que puede generar un texto. Los procesos
de escritura y lectura se entretejen íntimamente, y la lectura se considera la
estabilización temporal del espectro indefinido de significados generado por los pro-
cesos de escritura. Pero una vez más encontramos debilidades características. A veces
se describe la escritura como si los textos se escribieran a sí mismos; el relegar al autor
al papel de un oscuro ayudante de la escritura es manifiestamente insatisfactorio.
Podemos aceptar la importancia del tema del descentramiento del sujeto, y por tanto la
necesidad de elaborar una idea de lo que es un «autor». Pero no captaremos
adecuadamente el proceso de escritura a menos que podamos recombinar los
elementos «descentrados». En mi opinión, el estructuralismo y el post-estructuralismo
han sido incapaces de elaborar explicaciones satisfactorias de la agencia humana, en
gran parte a causa de las deficiencias que ya se han mencionado, y esta debilidad
reaparece en forma de la tendencia a equiparar la producción de textos a su
«productividad» interna.
Historia y temporalidad
Podría parecer que el tema de la temporalidad se encuentra totalmente reprimido
en los escritos de Saussure. Después de todo, la mayor innovación de Saussure
consistió en tratar la langue como si tuviera una existencia extratemporal. Mientras que
las lingüísticas anteriores se habían centrado en seguir los cambios en el uso de los
componentes de la lengua, Saussure situó el lenguaje en cuanto sistema en primera
línea del análisis lingüístico. La langue no existe en un contexto espacio-temporal: se
construye infiriéndola de la praxis real de los hablantes de un lenguaje. Naturalmente,
Saussure reconoció la diferencia entre el estudio sincrónico propio del análisis de la
langue y el estudio diacrónico propio del seguimiento de los cambios reales del uso
lingüístico. Pretendiera o no Saussure otorgar prioridad a la sincronía sobre la
diacronía, lo cierto es que gran parte de la atracción que más tarde despertaron sus
escritos concierne al análisis de las propiedades de la langue. Resulta paradójico que
sea este énfasis lo que ha estimulado una preocupación recurrente por la temporalidad
en el pensamiento estructuralista y post-estructuralista.
Algunas de las cuestiones aquí implicadas se manifiestan con bastante claridad
en la obra de Lévy-Strauss. La represión metodológica del tiempo que conlleva el
concepto de largue de Saussure es traducida por Lévy-Strauss a la represión sustantiva
del tiempo que implican los códigos organizados mediante el mito. Los mitos, más que
despojar la vida social de su temporalidad, lo que hacen es pro-curar una determinada
movilización del tiempo, separándolo de lo que más tarde se entiende por «historia». La
idea de tiempo reversible de Lévy-Strauss se contrasta deliberadamente con el
movimiento del tiempo en la historia, entendiendo «historia» como esquema lineal del
cambio social (Lévy-Strauss: 1966). Como Lévy-Strauss ha subrayado en su debate
con Sartre, la preocupación por la historia no es necesariamente lo mismo que la
preocupación por el tiempo. La máxima marxista de que «los seres humanos hacen la
historia», más que representar una descripción de la existencia pasada de la
humanidad considerada en su conjunto, expresa en realidad la dinámica de una cultura
particular. Las culturas «calientes» existen en intercambio dinámico con su entorno, y
se movilizan internamente en la persecución de la transformación social. La cultura
moderna acelera de forma esencial este dinamismo. Por tanto, la historia se convierte
para nosotros en el desarrollo lineal de las fechas en las que se desarrollan ciertas
formas de cambio. Las culturas orales son genuinamente «prehistóricas» comparadas
con este dinamismo. Para ellas el tiempo no se moviliza como historia. De este modo,
la escritura de la historia está en relación con esa misma historicidad que separa las
culturas «calientes» de sus precursoras orales.
Aunque con frecuencia se ha tachado de ahistórica la concepción de las
estructuras mentales de Lévy-Strauss, sería más exacto considerar que lo que él
pretende es ofrecer una explicación sutil y matizada de lo que significa la historia con
relación a la temporalidad. A Lévy-Strauss se le ha llegado a acusar a veces de
.antihistórico», pero tal crítica no acierta a distinguir la sutileza con que su discusión
contrasta tiempo e historia. No cabe duda de que la forma levy-straussiana del
estructuralismo no se ha demostrado refractaria a la historia, como algunos han
pretendido. Lévy-Strauss lleva efectivamente a cabo lo que Foucault denominaría más
tarde una «arqueología», excavando bajo la conciencia histórica de las culturas
calientes para sacar a la luz la base de temporalidad que caracteriza a aquellas formas
de cultura que dominan la «historia» humana.
En Derrida, la temporalidad aparece, naturalmente, como un elemento
fundamental de la crítica a la metafísica de la presencia. Diferir de algo es también
diferir algo, y se considera que el tiempo es inseparable de la naturaleza de la
significación. El deslizamiento de la presencia hacia la ausencia se convierte en el
instrumento para la comprensión de la temporalidad. Aquí no se trata tanto de la «his-
toria», real o escrita, como de la comprensión del ser en cuanto que deviene. El tiempo
es para Derrida una cuestión íntimamente ligada a su estimación de las limitaciones del
estructuralismo tal como lo ejerce Lévy-Strauss. Forma parte intrínseca del proceso por
el cual la significación genera un juego de significados (Culler: 1979). En palabras de
Culler, al sustituir la «angustia del retorno infinito por el placer de la creación infinita»,
Derrida afirma el carácter evanescente de los procesos de significado: todo debe
entenderse «como un movimiento activo, un proceso de desmotivación, y no como la
estructura dada de una vez por todas» (Derrida: 1981, p. 103). Ya he criticado este
punto de vista, pero añadiría que la tendencia a reducir el tiempo al espacio de
significación imposibilita de hecho tratar de forma satisfactoria las relaciones espacio-
temporales dentro de las cuales se da la praxis significativa.
Foucault escribe como historiador, y en su obra se estudian sobre todo los temas
de la temporalidad y el análisis estructural. La crítica de Foucault a la «historia
continua» está, en su opinión, estrechamente relacionada con la necesidad de
descentrar el sujeto. La historia no solo carece de una teleología global, sino que
tampoco es, en un aspecto importante, el resultado de la acción de los sujetos
humanos. Los seres humanos no hacen la historia; por el contrario, la historia hace los
seres humanos. Es decir, la naturaleza de la subjetividad humana está configurada en y
por los procesos de desarrollo histórico. La historia continúa depende de la certeza de
que el tiempo no dispersará nada sin devolverlo como unidad reconstituida; la promesa
de que algún día el sujeto —en forma de conciencia histórica— volverá a apropiarse de,
a tomar de nuevo bajo su dominio todas aquellas cosas que se mantienen distanciadas
mediante la diferencia, y a encontrar en ellas lo que podríamos llamar su morada.
(Foucault: 1973, p. 12)
El estilo de historia que escribe Foucault no discurre, por tanto, en concordancia
con el tiempo cronológico. No depende de la descripción narrativa de una secuencia de
acontecimientos. La lectura de Foucault no es una experiencia agradable para quienes
están acostumbrados a formas más ortodoxas de escribir historia. Los temas no se
discuten en orden temporal, y hay cortes en la descripción cuando el lector espera
continuidad. Hay muy pocas indicaciones sobre las influencias causales que pueden
actuar en las transformaciones o cambios que analiza Foucault. Por oscuras que
puedan ser en tantas ocasiones sus reflexiones epistemológicas, Foucault manifiesta
con suficiente claridad que su estilo histórico se deriva de una particular concepción del
tiempo y de la naturaleza histórica de la escritura que tiene por objeto la historia. El
pasado no es un área de estudio formada por la secreción de tiempo. Si puede decirse
que el transcurrir del tiempo pasado tiene alguna forma, dicha forma es la del
entrecruzamiento de estratos de organización epistémica, es-tratos que deben ponerse
al descubierto por medio de la «arqueología». Hay algo más que un eco de Lévy-
Strauss en la idea foucaultiana de que la historia es una forma de conocimiento entre
otras —y, por supuesto, como otras formas de conocimiento, un modo de movilizar
poder.
El haber separado el tiempo de la historia, el haber mostrado que existen
propiedades de los sistemas de significación que existen independientemente del
espacio y del tiempo, y el haber relacionado estas propiedades con una revisión de la
naturaleza del sujeto humano constituyen los logros principales del estructuralismo y
post-estructuralismo. Pero en estos aspectos, igual que en los que se han discutido
previamente, los resultados no son del todo satisfactorios. La forma de escribir historia
de Foucault tiene, sin duda, gran valor revulsivo. Pero a pesar de sus elaboradas
discusiones metodológicas, el modo en que practica la historia no deja de ser
sumamente idiosincrásico. No se consigue una unificación verdadera entre la diagnosis
de epistemes en tanto que existentes «extratemporalmente» y el proceso generativo
implicado en la organización y el cambio históricos. Una vez descentrado el sujeto,
Foucault no es más capaz de desarrollar una explicación convincente de la agencia
humana que otros autores pertenecientes a las tradiciones estructuralista y post-
estructuralista. Puede aceptarse sin dificultad que la «historia no tiene sujeto». Pero la
historia de Foucault tiende a no tener ningún sujeto activo en absoluto. Es historia
desprovista de agencia. Los individuos que aparecen en los análisis de Foucault se
muestran impotentes para determinar sus propios destinos. Además, esa apropiación
reflexiva de la historia, esencial para la historia en la cultura moderna, no aparece en el
nivel de los propios agentes. El historiador es un ser reflexivo, consciente de la
influencia de la escritura de la historia sobre la determinación del presente. Pero esta
cualidad de autocomprensión no parece extenderse a los propios agentes históricos.
Conclusión
En este análisis no he pretendido abarcar todos los temas importantes
suscitados por las tradiciones del estructuralismo y del post-estructuralismo. Existen
numerosas divergencias entre las ideas de los autores mencionados, divergencias que
he ignorado o pasado por alto sin más. He tratado de describir grosso modo las
aportaciones del estructuralismo y el post-estructuralismo a fin de sugerir ciertas
cuestiones generales que han planteado a la teoría social actual. Sin duda, la
afirmación de que estas tradiciones se han mostrado inca-paces de tratar los mismos
problemas que han sacado a debate es discutible. Sin embargo, confío en haber
justificado esa acusación, y en haber mostrado cómo pueden analizarse de forma más
satisfactoria algunos de estos problemas.