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Aquel remanso donde se queda el tiempo

El zambullidor es la segunda novela de Luis Do Santos (1967), escritor nacido


en el pueblo de Calpica (Artigas), pero radicado hace muchos años en Salto. Con
ella obtuvo una mención de honor en la categoría Narrativa del Concurso Literario
Juan Carlos Onetti en 2014. La última frontera, editada en 2008 por la Intendencia
de Salto y de escasa circulación, fue su primera experiencia en el género: allí
desarrollaba el espacio ficticio de Abaité, un caserío que recuerda mucho al
Macondo, de Gabriel García Márquez. Además, el autor ha publicado Tras la niebla,
donde reúne cuentos y poemas, al tiempo que participó en algunas antologías.

La novela comienza contando una escena que involucra al padre del joven
protagonista: él es el “zambullidor” del que versa el título, pues además de su oficio
en una empresa de riego (su trabajo consiste en instalar chupones en la parte más
honda del río), tiene el “don increíble de encontrar ahogados”. El episodio del
padre sumergiéndose en las aguas turbias y volviendo con un cadáver deja una
marca irreversible en su hijo, que lo contempla oculto entre el follaje: “Nadie llegó
a darse cuenta del cambio, pero esa tarde empecé a ser otro para siempre”. La
narración de Do Santos viene a sumarse a otros proyectos de escritura que, en los
últimos años, han tratado los procesos de aprendizaje y los vínculos de parentesco
desde la lente infantil, principalmente algunas novelas del fernandino Damián
González Bertolino (1980). En El fondo (2013), por ejemplo, la figura paterna tiene
un trabajo que se sale de lo convencional (buzo y soldador), y que a lo largo del
texto incorpora fuertes resonancias simbólicas. En ambos casos –aunque con
facturas muy distintas-, narrar la percepción del niño supone trasladar una
representación de la familia como territorio de lo enigmático, donde la ausencia y
la incomunicación funcionan como puntos de fuga que disparan toda una
imaginería.

Luego de la apertura, el libro se dedicará a contar el periplo del protagonista


en el seno de una familia numerosa, su gradual alejamiento y su refugio en ese
“nuevo mundo, el hogar sin reglas, la felicidad desierta” que es el monte ribereño,
con los personajes que lo pueblan. Así, la amistad cobra relevancia como un
contrapeso al desarraigo: Emilio es el compañero de andanzas y travesuras, “un
gringuito flaco, audaz y extrovertido”. La novela tiene un epígrafe de Viralata
(2015), del escritor artiguense Fabián Severo (1981): la cita –que retoma la
metáfora largamente difundida de la vida como tejido- destaca ese nervio
evocativo que es un rasgo decisivo de ambas propuestas. Sin embargo, en Do
Santos el espacio fronterizo del norte uruguayo es abordado en sus continuos
flujos y movimientos, lejos de ese tono denso y espiralado en el que termina por
empantanarse la estructura de Viralata (del mismo modo está empantanado en
recuerdos dolorosos el propio narrador, que hace de la escritura en clave poética
un ejercicio de autoconocimiento para salir de la melancolía que lo paraliza).

Hay en Do Santos una raigambre en la tradición oral: su ficción está poblada de


anécdotas, leyendas y supersticiones. En este punto, tiende a tocarse con la
narrativa de Martín Bentancor (1979), quien además escribió la contratapa. En su
novela El inglés (2015), hay un momento en un velorio de campaña donde la voz de
un fantasma –la de William Collingwood, un misterioso inglés arribado a Uruguay
en 1922 y sobre el que se tejen una serie de especulaciones- parece querer
irrumpir en el tejido textual (allí el libro luce una gran mancha que vuelve sus
palabras ininteligibles). La aparición en Bentancor genera una desestabilización o
un cortocircuito, y cifra ese tramo insondable de la noche en que lo real y lo irreal
se confunden irremediablemente, dejando al lector perplejo; en El zambullidor, el
niño tiene el don de conversar con su abuelo muerto años atrás. El elemento
fantástico entra en la lógica del texto sin mayores estridencias, sostenido por el
fuerte poder imaginativo que define el mundo del personaje principal: “Al verlo así,
de improviso, lo primero que pensé fue estar ante un fantasma. Después me di
cuenta de que el hombre estaba ahí, el sol le caía sobre la cejas exagerando su
sonrisa verdadera, y las moscas le molestaban demasiado para estar tan muerto
como estaba”.

El zambullidor es una novela que, al tiempo que establece proximidades con


otros proyectos narrativos, no termina de parecerse a ninguno. Una voz original,
de esas a las que hay que seguirle el rastro, cuyos atributos se lucen cuando la
acción se permite quedar suspendida en pasajes contemplativos de la naturaleza,
para los que el escritor evidencia un gran pulso: “El río seguía turbio como en los
días de creciente, encrespado por el viento norte, ya con pocos camalotes que
bajaban temblando pero vistiendo aún su irresistible marrón de luto”. Sin
embargo, la trama es devorada por esa sucesión continua de acontecimientos y
peripecias, al tiempo que la proliferación de personajes -pese a estar prevista por
la propia forma de la novela de aprendizaje-, en algunos casos deja al lector con
ganas de un mayor desarrollo. Quizá el innecesario giro del final, con cambio de
escenario incluido, sea un último ademán por contrarrestar toda esa dispersión, en
un texto breve que respira con su prosa poética, pero donde lamentablemente
suceden demasiadas cosas.

Mathías Iguiniz

El zambullidor, Luis Do Santos, Fin de Siglo, Montevideo, 2017, 96 págs.

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