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¿Sabemos desear?

Tipología de los deseos


M.ª Josefa GARCÍA-COLLADO*
En el fondo de muchos estanques y de muchas fuentes se ven monedas de muy diferentes países,
también de muy diferente valor. Todas ellas han sido mensajeras de algún deseo.
Hace algunos días, visité una de las muchas cuevas que tenemos en España y en las que el agua
ha tejido y sigue tejiendo palacios bellísimos y fantasmagóricos. En uno de sus rincones, en el fondo de
un pequeño estanque se veían muchas monedas.
La mayoría de los visitantes, según íbamos pasando -unos entre risas, otros con cara de
condescendencia-, arrojábamos nuestra moneda. Me llamó la atención, delante de mí, un señor de
bastante edad y que no había dejado de toser, quizá por lo húmedo del ambiente, el cual también arrojó
su moneda.
Me dio por pensar con curiosidad cuál habría sido el objeto de su deseo a esas alturas de su vida:
¿curación de alguna enfermedad? ¿suerte?, ¿amor?, ¿felicidad para los suyos? ¿venganza? ¿una
buena muerte?. .
¿ y los demás?.. Los había de todas las edades, de ambos sexos y de toda condición. ¿Qué parte
de nosotros habríamos puesto al pensar nuestro deseo?
¿Qué ponemos al pensar nuestros deseos?
¿Qué reflejamos en nuestros deseos?
¿Sabemos desear?....
Según salíamos de la cueva, deseé que todos hubiéramos acertado en pensar un buen deseo, un
deseo que pudiera ser cumplido sin perjudicar a nadie.
Por la noche cerraron la cueva. Las monedas se quedaban dentro, como seres vivos, palpitando en
el fondo del estanque, en un constante testimonio del deseo (al menos hasta que algún infiel actúe un
mal deseo) .
¿Sabemos desear?..
¿Cuanto esfuerzo cuesta educar el deseo?
Y desde otro punto de vista, ¿cuánto cuesta recuperar el derecho a desear?
Desde aquel día, cuando pienso en el contenido de este artículo, viene a mi imaginación una
estampa en la que las monedas van desplazándose por el agua, como pececillos redondos, hasta
distribuirse en varios grupos. Un grupo se queda en el fondo del estanque: es el grupo de los aciertos.
Los otros grupos todavía flotan por el agua. El uno representa al deseo-pasión, ese deseo que se
impone al yo apoderándose de su voluntad. Otro puede representar al deseo negado. Y otro podría ser
el del deseo inducido. Intentaré explicar algo de cada uno.
Con el permiso de los lectores, voy a seguir hablando de moneditas, pues ésta, como todas las
clasificaciones, tiene -además de la consiguiente arbitrariedad- mucho de abstracción.
Conviene tener claro de antemano que en ningún momento esta clasificación se refiere a personas,
sino a diferentes posiciones o momentos de la vida de las personas y de los grupos. Aplicar una
etiqueta es reducir complejidad, y de todos los organismos vivos el humano es el que reúne mayor
complejidad.
Pasemos, pues, a conocer algo de estas cuatro posiciones del deseo.

1. Adecuación del deseo a la experiencia social de realidad

Es ésta una posición en la que el deseo es súbdito y no rey. Es, desde luego, un súbdito fuerte y

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rico, que enriquece al yo empujándole a la actividad, pero favoreciendo su desarrollo y su
incorporación social.

Es un deseo que necesita haberse templado, por una parte, en la tolerancia de la frustración y, por otra,
en la conciencia del «otro», de un otro-semejante. Aquí el yo dialoga con el deseo desde una posición
de señor, decidiendo cuándo sí y cuándo no conviene su satisfacción.
Esta posición es el resultado de un aprendizaje. Desde la infancia. multitud de experiencias
fracasadas por una u otra razón, y que generalmente han supuesto un tanto de dolor, van enseñando al
yo a canalizar el deseo, a satisfacerlo, a frustrarlo o a transformarlo creativamente.. .
Desde esta posición aprendemos a esperar, a disfrutar del placer, a compartirlo, y a agradecerlo. El
beneficio de la gratificación en un nivel más evolucionado enriquece nuestras huellas en la memoria, del
Yo se va aficionando a repetirla.
La posibilidad de transformar la fuerza del deseo de una forma creativa permite al Yo, en las
ocasiones en que le sea necesario, emprender la tarea de la sublimación.

2. La perentoriedad del deseo-pasión

Naturalmente. no nos referimos aquí a la pasión amorosa o a la pasión por el conocimiento, que, más
que «pasiones», podríamos denominarles «enfermedades», aunque, eso sí, enfermedades benditas y
necesarias para un normal desarrollo. Nos referimos especialmente a esas ocasiones en las que el Yo
desaparece ante la fuerza de un deseo más imperioso cuanto más frágil se encuentra el Yo. No se llega
a nublar el pensamiento, pero se queda supeditado a la consecución del deseo. Desde esta posición, el
Yo puede usar una aguda inteligencia. pero de un modo perverso, es decir, desviada de lo que en sí
deberían ser los objetos del conocimiento. y funcionando a merced de procesos emocionales primarios
(procesos en los que impera la necesidad de descarga de la tensión por encima de la reflexión sobre la
experiencia de la realidad).
Esta condición de anonadamiento del Yo es la que nos hace considerar esta posición del deseo
como una verdadera pasión. Las situaciones de espera se hacen intolerables y el Yo se consume en la
ansiedad.
En ocasiones, le hace desembocar en un conflicto ético, porque ningún otro valor será suficiente
para apoyar al Yo contra esta presión.

Imaginemos a un grupo de jóvenes que necesitan afirmarse en el seno de una sociedad muy
consumista... Imaginemos a una familia embarcada en la carrera del enriquecimiento a toda costa; o a
un grupo que no se detendrá hasta ver cumplida una venganza; o a una persona enzarzada en su
rivalidad con otra u obsesionada por el deseo de gloria o de poder... En casos como éstos, es muy
posible que no haya lugar para plantearse la existencia del «otro» como un otro-semejante, sino como
una pieza más de la satisfacción de su deseo.
Paradójicamente, viene a resultar que los momentos de felicidad suelen ser breves, y encontramos
en su fondo una cierta insatisfacción. Ello se debe a que, al quedar el deseo retenido en un nivel de
evolución primario, de satisfacción de tensiones, desarrolla un circuito muy corto, que pide su pronta
repetición.
En esta posición, el Yo tiene pendiente el aprender a desear, lo cual implica aprender a soportar la
tensión de la espera para que el deseo pueda orientarse también hacia objetos mas evolucionados in-
telectual y éticamente.
Eso sí, como tal grupo de moneditas, resulta muy destellante.

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3. El deseo negado-proyectado

Esta posición, en cambio, resulta más apagada y se mueve muy lentamente dentro del agua. Junto con
la cuarta posición, ésta es la que más veces vamos a encontrar, al menos en nuestra cultura. Sucede
cuando el conocimiento y la expresión del deseo despiertan temor o vergüenza. El Yo teme correr un
riesgo o quedar en evidencia, y a fuerza de negar el deseo se va acostumbrando a no desear,
sustituyendo sus deseos básicos, conformándose o desplazándolos hacia satisfacciones subsidiarias
que le plantean menos riesgos y menos complicaciones. A primera vista, da la impresión de que su
objetivo es la comodidad; pero una visión más detallada nos permite descubrir la angustia.
La angustia puede provenir de primeras experiencias en las que el deseo haya sido frustrado y en el
que su frustración haya planteado excesivo dolor: el Yo teme repetir la experiencia. También puede pro-
venir de la simple ansiedad que plantea la fuerza del deseo cuando el Yo se siente frágil ante él, lo cual
le hace condenable.
De cualquier forma, se convierten en fragmentos de vida amordazada. La inteligencia es también
utilizada de un modo perverso, pero esta vez con la habilidad de cometer pocas equivocaciones y de
sortear el peligro.
En esta posición, el Yo desfallece en una adaptación acomodaticia, pero profundamente infeliz.
Con respecto a su comportamiento ético, tiene menos roces; no es generoso, pero sí es
condescendiente, y puede desarrollar una gran capacidad de sacrificio.
Puede perfectamente darse el caso de que el Yo busque en el «otro» a esa persona sobre la que
proyectar la satisfacción del deseo que a sí mismo se está negando. Suele suceder con frecuencia en la
relación familiar: se espera de algún hijo o de algún hermano que disfrute de aquello que uno no pudo
permitirse a sí mismo. Sobre el depositario de este deseo se establece una actitud de control que se
confunde frecuentemente con el cariño o la protección, pero que suele esconder una tendencia
posesiva, y a veces anuladora, del otro.

4. El deseo inducido

Aquí, el grupo de monedas se mueve, pero de un modo titubeante. Hablamos de esa posición en la que
el Yo es conducido por el deseo del «otro» o, mejor dicho, es el otro el que impone su deseo al Yo.
También podrían entrar dentro de este grupo los llamados «depositarios», de los que hablábamos en
el apartado 3. Es también una de las posiciones mas frecuentes. También es la que produce más falsa
sensación de seguridad. Falsa. porque desde ahí, para sentirse seguro. el Yo no puede usar su propia
mirada. sino la mirada del «otro»; y no puede ir construyendo su comprensión de la vida y de la ley a
través de su propia experiencia. sino a través del cumplimiento acrítico del deseo del otro, del deseo
impuesto.
Lo más probable es que el Yo no se aperciba de ello. En el substrato de sus identificaciones
internalizó el deseo del otro. y se acostumbró a vivir desde ahí. El silencio de su propio deseo es tal
que, cuando no es pronunciado el deseo del otro. se siente inseguro, como alguien que no sabe cuál
es su sitio ni su tarea. Es un ciudadano sumiso, un hijo sumiso, un alumno sumiso. un empleado
sumiso...
Puede que, desde otra posición, el Yo se aperciba de esta falta del propio deseo. pero le queda por
hacer un duro trabajo si quiere reencontrarse con su propio deseo: tendrá que desalojar el deseo
inoculado y, a la vez, ir vivificando su propio deseo, a veces muy desconocido y que, probablemente,
también inspirará temor.
En esta posición podemos advertir situaciones de rebeldía; pero creo importante aclarar que detrás
de una manifestación de rebeldía no siempre encontramos a un Yo conocedor de sus propios deseos,
sino que a veces nos encontramos con una gran necesidad de oposición no reflexiva.

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5. Acerca de la «educación» del deseo

Nos preguntábamos al principio si sabemos desear. Hemos visto cómo los destinos del deseo son
varios, y cómo éstos dependen de la evolución psicológica.
El deseo puede acompañar a una evolución sana o. por el contrario, quedar atrapado en el capricho,
o en la represión, o en la realización del deseo-necesidad de otros.
Quizá resulte algo sorprendente el que nos refiramos a la educación del deseo. En cambio, sería
ingenuo creer que el deseo es una fuerza total, pura y auténtica. Ya nos advirtió Freud de la diferencia
que conviene establecer ente la necesidad y el deseo. Si la necesidad es algo tan genuino como comer,
dormir, jugar, conocer o comunicarse, el deseo, en cambio, viene conducido por la necesidad de repetir
primeras experiencias gratificantes. El deseo es, pues, algo que es despertado. Se despiertan los
deseos para después establecer costumbres. Es algo que conoce muy bien un técnico en Publicidad.
Ello nos lleva a poder afirmar: 1) que el deseo no siempre es un acto libre; y 2) que no siempre sirve
a un auténtico y sano desarrollo humano. Casi podríamos asegurar que el deseo es algo muy delicado,
que corre mucho peligro de ser mal encauzado.
Ahora bien, cabría preguntarse: ¿por qué puede el deseo desviarse de unos fines adecuados?
Hay una primera respuesta que nos llevaría a pensar en las diferencias caracteriales, dado que,
efectivamente, hay caracteres más espontáneos y caracteres más reflexivos, caracteres más activos y
caracteres más pasivos. Pero esto nos llevaría a caer en la trampa del determinismo caracterial, que a
su vez nos aportaría un cierto tipo de datos procedentes de la biofisiología, con algún sesgo psicológico;
pero no nos permitiría en absoluto contemplar la influencia de la relación humana en el proceso de
formación de la identidad o, dicho de otro modo, la influencia de la cultura en el desarrollo psíquico o en
la educación.
Una segunda respuesta, a la vista de lo anterior, nos llevaría a buscar en la familia y en la escuela
a los agentes responsables, pues una y otra son los centros humanos en cuyo seno se da la crianza y
el desarrollo del sujeto, y es en relación con ellos como éste va a ir tejiendo los núcleos de sus
identificaciones y, por tanto, su identidad.
Centrados en esta segunda respuesta, podríamos incurrir en el error de pensar que todo depende
del grado de represión o de permisividad que se diera en la educación familiar o en la escuela; y
quedaríamos estancados en la inadecuada cuestión de si es mejor una educación autoritaria o una
educación tolerante, cuando la importancia reside en el análisis de cómo un determinado tipo de
educación atiende a la cantidad, la calidad y el grado de desarrollo de las funciones del psiquismo.
1. ¿Cómo se atiende el desarrollo intelectual?; ¿cómo a la incorporación de contenidos?
2. ¿Cómo se atiende al desarrollo de la socialidad?; ¿cómo a la incorporación de una ética?
3. ¿Cómo se atiende al desarrollo de la creatividad, de la curiosidad científica, de la contemplación
estética, de las vivencias religiosas?
Las personas acabamos deseando aquello a lo que estamos acostumbradas, aunque el origen de
una costumbre haya quedado depositado en las profundidades de la memoria inconsciente. Por eso
conviene tener en cuenta cómo empieza una costumbre... y conviene también saber que unas
costumbres más evolucionadas van substituyendo a otras más primitivas, es decir, que el proceso
educativo es constante. Es muy importante tener esto en cuenta, pues gracias a lo constante del
proceso educativo podemos planteamos la posibilidad del cambio cuando el deseo resultó mal
encauzado.
Pero ¿dejaríamos en la familia y en la escuela nuestra búsqueda de respuesta? ¿Son la familia y la
escuela los únicos agentes conformadores de los deseos-costumbres-deseos? ¿No son la familia y la
escuela piezas de una cadena de transmisión que recibe impulso y energía de muchos otros
eslabones, piezas de un conjunto de mayor complejidad?...
Si queremos mantener un cierto rigor en nuestra reflexión, debemos seguir buscando una tercera

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respuesta, que nos lleva a pensar en las características de una determinada sociedad y de una
determinada cultura.
La familia y la escuela son a la vez consumidores de mercado y cumplidores de una preceptiva. Si
una sociedad es democrática, la familia y la escuela podrán participar en la confección de esa
preceptiva, siempre que acepten combinar sus demandas con las demandas procedentes de otros
sectores del mercado y de la sociedad.
Nos encontramos así con que las principales instancias educativas son a su vez «educadas» en
todo un entorno cultural, de cuyos fenómenos sociales participan.
Esto resulta razonable siempre que familia y escuela no pierdan su condición de centinelas del
desarrollo humano. Una aspiración social
sana consiste en que las ciencias investigadoras del desarrollo humano ejerzan rigurosamente su
responsabilidad. Consiguientemente, es lógico esperar de una cultura que negocie con las instancias
educativas, en términos de paridad, los contenidos que deben transmitir --conocimientos, valores y
costumbres, es decir, los rasgos de identidad de esa cultura- para mantener una sana continuidad en el
intercambio con otras culturas. Cabe también esperar que dichas instancias reserven para sí la tarea
de la investigación científica, la formulación teórica y la aplicación metodológica.
Pero ¿es fácil esto?
¿Se negocian realmente en términos de paridad los conocimientos, valores y costumbres a
transmitir?
Una ligera reflexión sobre la historia que nos cuentan nos permite observar cómo con frecuencia
estos valores no son en sí producto de una negociación, sino más bien de una imposición. Y suele ser
la dimensión cultural la conformante, y la dimensión educativa la conformada; y conformada a unos
valores no siempre adaptados a la medida de la dignidad humana.
Un ligero vistazo a nuestro momento actual nos muestra datos por ello preocupantes, pues la
educación aparece como una ciencia que está abandonando los aspectos más formativos del punto 2 y
del punto 3 -aquellos que referíamos a la ética y a la creatividad-, en aras de los aspectos más
puramente tecnológicos. Viene a resultar así que, como consecuencia de esta desproporción, se
generará inevitablemente un desequilibrio en el perfil humano de algunas generaciones.
Se nos podrá argüir que este «sometimiento» viene a su vez exigido para poder ser competitivos...
Este fenómeno de servidumbre a unas exigencias impuestas por una cultura competitiva causa
dolor, al menos a aquellos para quienes el sujeto y el objeto de una cultura son de naturaleza
específicamente humana.
En una coyuntura de este tipo, el deseo, junto con el resto de las funciones en desarrollo, queda
hipotecado, porque las personas tienen que desear aquello que conviene a la sociedad; pero a la vez de
la impresión de que la sociedad no desea aquello que conviene al hombre. y puesto que «se cumplen
los deseos», se produce una cierta sensación de felicidad, felicidad que nos deja con un aire invadido
de sospechas. Esta sensación de felicidad se convertirá en algo que la persona deseará repetir y que se
acostumbrará a disfrutarla, sin poder permitirse el derecho (o el lujo, en este caso) de preguntarse si de
verdad esa felicidad le hace feliz.
Propongo compartir conmigo un ejercicio de imaginación: imaginemos un estanque muy grande
donde la mayoría de la población arroja su monedita; imaginemos también que las monedas empiezan
a agruparse, hasta constituir los cuatro grandes grupos que hemos descrito anteriormente: ¿en qué
proporción quedarían repartidas?; ¿cuál sería el grupo más grande?; ¿hacia dónde quedarían
orientados los deseos?; ¿qué aspectos del desarrollo quedarían garantizados y cuáles traicionados? ..
¿ Sabemos desear?..
Está claro que la mayoría de la población necesita un empleo estable, buena salud y buenas
relaciones humanas. Pero, no lo olvidemos, ésas son necesidades. Así que arrojemos de nuevo otra
moneda los que hayamos confundido deseo con necesidad, y hagamos de nuevo el recuento.. .
Me temo que el grupo mayoritario va a resultar ser el grupo cuarto, que nuestros deseos van a
quedar excesivamente despertados por ofertas de la publicidad y atrapados por objetos de consumo.
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Me temo que las parejas no se puedan casar cuando lo deseen, sino cuando tengan el piso del todo
amueblado; que no tengan los hijos cuando lo deseen ellos, sino cuando su situación económica les
permita desearlo. Me temo que los estudiantes no se atrevan a conocer sus verdaderos deseos, porque
éstos no coincidan con un trabajo competitivo. Me temo que no se pueda desear ser amigo de una
persona pobre, negra o inculta, aunque nos atraigan otros aspectos de su personalidad. Me temo que
algunas personas tengan que acabar «deseando» algo que repugna a su sentimiento moral. Me temo
que algunas personas lleguen al día de su muerte sin haber podido desear desde sí mismas...
Prefiero expresar este «diagnóstico-pronóstico» como un temor, porque debajo se esconde el deseo
de estar equivocado; un extraño deseo que a veces sentimos los profesionales de la clínica
psicoanalítica.
Es posible que esta última reflexión parezca inducida por un cierto pesimismo; sin embargo, nada
más lejos de mis intenciones, pues creo que una observación diagnóstica siempre tiene un objetivo
fundamental: advertir dónde se ven posibles errores, para incorporar una rectificación, mejorar las
cosas, actuar terapéuticamente si es necesario. En fin, no desviar nuestra aspiración hacia lo bueno
posible, que es, me parece a mí, lo que debería constituir el sentido moderno de la utopía.

--
* Psicoanalista. licenciada en Filosofía y Letras. Madrid.

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