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Recordando a un amigo

Pablo Emilio Ramírez Calderón, médico notable y expresidente de la Academia de


Historia de Norte de Santander.

El pasado martes 29 de enero falleció en la ciudad el doctor Pablo Emilio


Ramírez Calderón, médico notable y expresidente de la Academia de
Historia de Norte de Santander. Si de calificar su ausencia se trata debo
recordar las palabras de Alfonso López Michelsen cuando en marzo de
1974, siendo candidato presidencial, recorría el departamento de Chocó
y en Istmina le llegó la noticia del fallecimiento del expresidente Eduardo
Santos Montejo, a quien no dudó en llamar “recurso natural no
renovable”. Pues eso constituye la desaparición física de Pablo Emilio
para su familia, sus amigos, las numerosas asociaciones a las que
perteneció y a la sociedad en general.
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Quiero reseñar que tuve el privilegio de una amistad sin eclipses con
Pablo Emilio Ramírez Calderón, y si alguna vez hubo intercambio de
palabras con acaloramiento fue en alguna Asamblea general de la
Academia de Historia, donde surgen intereses particulares y es apenas
natural, pero cuando pertenecíamos a la misma Junta directiva todo era
armonía, respeto y unción.

Varias veces me citó en su casa de habitación, y luego en su espaciosa


biblioteca donde recibía a sus contertulios, para hablar de temas que le
interesaban como política en todos los niveles, su ciudad y sus lecturas
recientes, que eran los de su predilección, y de paso sondeaba sobre la
marcha de la Academia de Historia de Norte de Santander, la que él
revivió con la colaboración irrestricta del empresario cucuteño José
Urbina Amorocho, y nuestra misión hoy es mantenerla activa cuidando su
patrimonio.

Era un lector voraz y ello lo llevó a escribir columnas de opinión. Al ver


que coleccionaba los periódicos donde publicaron sus artículos le sugerí
que hiciera una selección de ellas, principalmente aquellas donde batalló
por su ciudad, y su respuesta era: “Después, doctor Olger”. Siempre
recuerdo las palabras de Alfonso Fuenmayor: “Lo que no se deja en un
libro se pierde. Y podría decirse que se pierde de manera irremediable y,
en ocasiones, en forma lamentable”. De todas maneras nos dejó su libro
“Bavaria en Cúcuta, un superestado dentro del Estado”. Pero, aun así, se
pierde un gran acervo cultural que a los investigadores del futuro
aportaría luces sobre la Cúcuta de la segunda mitad del siglo XX.

Hace poco más de un año lo acompañé a Ocaña, donde se posesionó


como recipiendario en la Academia de Historia de esa ciudad, y me pidió
que lo acompañara en un recorrido por el centro histórico de la villa, lo
que no fue difícil, y al final, dándome palmaditas en el hombro, me dijo:
“Aproveché mi estadía en Ocaña con tan buen cicerone”.

Nos hará mucha falta su amistad y su forma tan particular de ser, y es


mejor que guardemos de él sus mejores recuerdos.

La muerte del amigo


Eran las tres cuando mi hija llamó para decirme que Lila y Fernando de
Szyszlo habían muerto. El mundo a mi alrededor se va despoblando y
quedando más vacío

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MARIO VARGAS LLOSA
15 OCT 2017 - 00:00 CEST
FERNANDO VICENTE

Eran las tres de la madrugada en Moscú cuando sonó el teléfono.


Mi hija Morgana llamaba para decirme que Lila y Fernando de
Szyszlo habían muerto, desbarrancados por una escalera de su
casa. Ya no pude dormir. Pasé el resto de la noche paralizado por
un atontamiento estúpido y un sentimiento de horror.

Oí tantas veces decir a Szyszlo (Godi para los amigos) que no


quería sobrevivir a Lila, que si ella se moría primero él se mataría,
que, pensé, tal vez había ocurrido así. Pero, minutos después,
cuando pude hablar con Vicente, el hijo de Szyszlo, quien estaba
allí trémulo, junto a los cadáveres, me confirmó que había sido un
accidente. Después alguien me informó que habían muerto
tomados de la mano y, según los médicos, la muerte había sido
instantánea, por una idéntica fractura de cráneo.

Lo que me queda de vida ya no será lo mismo sin Godi, el mejor de


los amigos. Fue un gran artista, uno de los últimos, entre los
pintores, al que se podía aplicar ese adjetivo con justicia, y una
espléndida persona. Culto, entrañable, divertido, leal. Enriquecía la
noche con sus anécdotas y sus chistes cuando estaba de buen
humor y sus juicios eran agudos y certeros cuando recordaba a las
personas que había conocido y que admiraba, como Tamayo,
Breton u Octavio Paz. Había en él una decencia indestructible
cuando hablaba de política o del Perú, una falta total de
oportunismo o cautela, una integridad que, sin buscarlo y a su
pesar, en sus últimos años lo fue convirtiendo en su país en una
autoridad moral cuya opinión era solicitada sobre todos los temas.
Cuando estaba de mal humor se encerraba en un mutismo de
sílabas, una inmovilidad de estatua y se le respingaba la nariz.

Godi estaba más que apenado con la gran confusión que


caracteriza al arte en nuestros días

Su pasión era el arte, claro está, pero la literatura le apasionaba


también y había leído mucho, y leía y releía siempre a sus autores
favoritos, y era una delicia para la inteligencia oírlo hablar de
Proust, de Borges y oírlo recitar de memoria los sonetos más
barrocos de Quevedo o el poema de amor que Doris Gibson inspiró
a Emilio Adolfo Westphalen.

Cuando lo conocí, en julio o agosto de 1958, estaba casado con


Blanca Varela. Vivían en un pequeño altillo de Santa Beatriz que
era a la vez hogar y estudio. Desde el primer instante supe que
seríamos íntimos amigos. La amistad es tan misteriosa e intensa
como el amor, y la amistad de Blanca y Godi fue una de las
mejores cosas que me han pasado en la vida, a la que debo
experiencias estimulantes, cálidas, ésas que nos desagravian de
los malos momentos y nos revelan que, hechas las sumas y las
restas, la vida, después de todo, vale la pena de ser vivida.

Blanca y Godi se casaron muy jóvenes y fueron excelentes


compañeros; ambos se ayudaron a ser, él, un magnífico pintor y,
ella, una poeta delicada y sensible. Pero el gran amor-pasión de
Szyszlo fue Lila, una mujer maravillosa que lo entendió mejor que
nadie y le dio esa cosa elusiva y tan difícil que es la felicidad.
Recuerdo ahora la alegría que chisporroteaba en cada línea de esa
carta que me escribió cuando por fin pudieron casarse. Pensándolo
bien, que hayan compartido ese final tan rápido y aparatoso, ha
sido tal vez la mejor manera que tenían de morir. El problema ya
no es de ellos, es de quienes nos quedamos todavía aquí,
“intratables cuando los recordamos”, como dice el poema de César
Moro, otro de los que Godi tenía siempre intacto en la memoria.

Creo que Godi estuvo siempre cerca, ayudándome con su amistad


generosa, en casi todas las cosas importantes que me han
ocurrido. Nunca pude agradecerle bastante que, en los tres años
en que las circunstancias me empujaron a actuar en política, él se
dedicara también en cuerpo y alma a ese quehacer tan poco afín a
su carácter, y, con otros dos amigos –Cartucho Miró Quesada y
Pipo Thorndike- en la más delicada e incómoda de las
responsabilidades: controlando la limpieza de las entradas y gastos
de la campaña. Por supuesto que fue la primera persona en la que
pensé cuando fui a recibir el Premio Nobel de Literatura y allí
estuvo, pese a lo interminable del viaje y a los trastornos que a su
salud infligían las largas travesías en avión. Muchas veces me
había prometido que, si alguna vez incorporaban mis libros a La
Pléiade, iría a acompañarme y, en efecto, allí apareció de pronto,
en París, con Vicente, y su intervención, en el Instituto Cervantes,
fue la más personal y celebrada de todas.

Tengo la seguridad de que durará más que su generación y


que la mía y que muchas otras más

Muchas veces lo vi enfrentar, con estoicismo, las decepciones, tan


frecuentes en la vida peruana. Pero hay una que lo desmoronó y no
pudo superar nunca: la muerte de su hijo Lorenzo, en un accidente
de aviación. Una herida que sangraba sin cesar, incluso en
aquellos periodos en los que trabajaba mejor y parecía estar más
animado. Nunca olvidaré la extraordinaria elegancia con que
encajó esa carta pública, tan mezquina, de sus colegas peruanos,
protestando porque se quisiera poner su nombre a un museo de
arte moderno en Lima.

Esta mañana, mientras visitaba la galería Tretiakov, sin dejar un


solo minuto de pensar en él, imaginaba cuánto mejor hubiera sido
hacer este recorrido con él por la Rusia artística de los años diez y
veinte del siglo pasado, la de Kandinsky, Chagall, Malevich, Tatlin,
la Goncharova y tantos otros. Y recordaba lo mucho que aprendí a
su lado, visitando exposiciones u oyéndole hablar de su propia
pintura, algo que hacía rara vez y siempre para lamentarse de que
cada cuadro que salía de su taller fuera, no importa cuán arduo lo
trabajara, “una derrota irremediable”.

Estaba más que apenado con la gran confusión que caracteriza al


arte en nuestros días, como confiesa en la autobiografía, que se
publicó en enero de este año (Alfaguara), con los embauques que
se perpetran y que son consolidados por críticos y galeristas sin
escrúpulos y coleccionistas codiciosos e insensibles. Él no embaucó
nunca a nadie y sudó la gota fría para salir adelante, desde que
abandonó sus estudios de arquitectura y comenzó a pintar, todavía
muy joven, lienzos ligeramente influidos por el cubismo. Desde que
descubrió el arte no figurativo se entregó a él, con disciplina,
perseverancia y tenacidad, redescubriendo poco a poco, con el
paso de los años, la realidad a través de su país. El arte de los
antiguos peruanos se convertiría en una obsesión de su edad
adulta e iría insinuándose en sus pinturas, confundiéndose con las
formas y los colores más osados de la vanguardia. Hasta constituir
ese mundo propio del que dan cuenta los misteriosos aposentos
solitarios y geométricos, que tienen algo de templo y algo de sala
de torturas, los extraños embelecos y tótems que los habitan y que
con sus semillas, nudos, incisiones, rajas y medialunas, sugieren
un mundo bárbaro, anterior a la razón, hecho sólo de instinto,
magia y miedo. Pese a ser tan lúcido, probablemente ni él hubiera
podido explicar todo aquello que su pintura convoca y mezcla, y
que la clarividencia de su intuición y su buen oficio artesanal
integraban en esos bellos cuadros inquietantes, incómodos y
turbadores. Ahora que él ya no está más, nos queda su pintura.
Tengo la seguridad de que durará más que su generación y que la
mía y que muchas otras más.

El mundo a mi alrededor se va despoblando y quedando cada día


más vacío.

OPINIÓN
SOBRE LOS AMIGOS MUERTOS
Estación Tiempo, que en el mito griego es Cronos y devora a sus hijos y, en la física
moderna, es Entropía y tiene como objeto que todo lo que tiene forma y
movimiento llegue a su fin, lo que incluye aún a las palabras. Y a esta estación
llegamos todos, los flacos y los gordos, los que hicieron y los que pasaron vacíos,
los poderosos y los débiles, los instruidos y los ignorantes, los famosos y los
incógnitos. Todos nacemos y morimos y, en este lapso, damos cuenta de nosotros.
Los humanos somos los únicos que contamos el episodio entre aparecer y
desaparecer: la historia. Y esta, en el caso de los amigos, trasciende fechas y
lugares, no se somete a la política ni a la economía, no da cuenta de intereses
mezquinos ni se aferra a rencores. Con los amigos pasa que se mueren y, en esta
desaparición, hay que comenzar a vivir por ellos situándolos en la memoria, para
que no se mueran.
Decía Thomas Bernhardt, en su libro el sobrino de Wittgnestein, que uno no
entierra a los amigos, que no va a su funeral, que solo se hace a la idea de que han
salido de viaje y en alguna parte, una calle, la puerta de un bar, una música, un
libro, nos volveremos a encontrar con ellos, así sea viéndolos de lejos, como
alguien que entra en un bus y parte o voltea una esquina y desaparece. El caso es
que los amigos no se mueren y, en el asunto de la entropía, se convierten en otra
cosa que no importa lo que sea, pues la amistad no es un asunto de formas y
lugares sino de palabras en las que se confía y con las que se construye. Los
amigos muertos, que son imágenes que nos llegan a la mente, se introducen en lo
que hacemos, en la percepción del otro, en lo que ya estamos viviendo teniéndolos
presentes.
Los amigos nos hacen buena sombra. Y cuando mueren, la entropía no da cuenta
de la amistad que se tejió con ellos. Esta es la única que no se destruye, pues en
esto de ser amigos ha mediado el conocimiento (lo único que no se acaba), la
confianza que hace el camino, la alegría compartida, lo que pasó aquí y más allá
del mar, la seguridad de haber tocado a alguien cierto, el haberlo sentido triste y
darle acogida. Y si muere, Yehi Zijron Baruj, expresión en hebreo que significa
descanse en paz y sea bendito.
Acotación: por estos días murió León Manevich, un amigo. Con ese amigo brindé
por la vida (L’jaim), compartí alegrías, asistí a sus tristezas y ampliamos cada vez
la amistad porque el uno no dudaba del otro. Y ese amigo se ha ido de viaje. Esto
es todo lo que ha pasado

SOBRE LA MUERTE

La fortuna nos ha quitado pero también nos ha dado. Permitámonos


disfrutar al máximo a nuestros amigos, porque no sabemos cuánto
tiempo tendremos este privilegio
,
Séneca

Perder a alguien querido es un golpe para la razón y para la vida emocional. Es difícil
encontrarle sentido a que algo indeseado ocurra, por más que algunos piensen que todo
pasa por algo y que de las pérdidas se sale fortalecido.
Más que fortaleza, la muerte trae consigo el recordatorio de que nada es para siempre y que
aceptarla con ecuanimidad es la única alternativa. Ecuanimidad no es equivalente a evitar
que las lágrimas inunden pequeños o grandes espacios de los días por venir. El dolor de la
pérdida es directamente proporcional a la importancia del vínculo: mientras más profundo,
cotidiano y esencial, mayor el dolor y más difícil recuperarse.

La emoción que mejor describe un duelo es la aflicción, que es un sentimiento de


abatimiento y tristeza que no respeta reglas en cuanto a duración y profundidad. Aunque
queramos adivinar cuánto puede dolerle a una madre la pérdida de un hijo, jamás estaremos
ni siquiera cerca de saberlo. El dolor por la muerte pertenece a la intimidad y el proceso del
duelo se expresa de modos diversos. Barthes en su “Diario de duelo” (Paidos, 2009)
sostiene que algunos enfrentan la muerte con una “construcción enloquecida del porvenir”
que puede reflejarse en un cambio de casa, en escribir un libro o en volverse a casar. El
duelo tiene un carácter discontinuo, dice Barthes. Unos días parece que se está de regreso al
mundo de los vivos y otros la tristeza y la inoportunidad de la muerte vuelven a arrasarlo
todo.

Cuando alguien que amamos muere se pierde un pedazo de nosotros, porque el vínculo que
nos unía a esa persona era unos de los faros y soportes con los que andábamos por la vida.
Quizá preferimos olvidar que toda historia de amor o amistad es una historia de aflicción en
potencia, porque la muerte es parte de vivir.

Julian Barnes escribió “Niveles de Vida” (Anagrama, 2014) y en él afirma que “lo que no te
mata puede debilitarte para siempre”. La idea no es grata ni consuela pero quizá por su
dureza puede describir el sentimiento de la pérdida; la certeza de que nunca nada volverá a
ser igual, aunque sabemos que tarde o temprano, una alegría frágil y un placer moderado
reaparecerán con la reincorporación a la vida cotidiana.

Los creyentes están convencidos de que todo pasa por algo, porque creen en un Dios con un
plan y en que hay vida más allá de la muerte. Para los no creyentes, no todo lo que pasa
tiene sentido pero sí una razón de causa-efecto. Para los no creyentes, la muerte es parte del
caos del universo o parte de la fortuita concurrencia de los átomos. No puede
responsabilizarse a nadie de la muerte de quienes amamos. La única explicación es que
cada uno formamos parte de un todo gobernado por leyes naturales.

Amar el destino, decía Nietzche. Amori fati. ¿Cómo amar el destino cuando alguien que
amamos muere? Tal vez aceptando que el universo no siempre se comporta como nos
gustaría; aceptando que lo que nos pasa le pasa a todos; renovando el compromiso de
disfrutar de nuestra familia y amigos mientras los tengamos; pensar que hemos tenido la
fortuna de amar y ser amados. Contemplar la impermanencia de nuestras relaciones,
aumenta el aprecio que sentimos por ellas mientras las tenemos.

Nadie nunca estará preparado para aceptar con tranquilidad la muerte. El dolor no tiene
cura y el duelo es un proceso íntimo con manifestaciones irrepetibles. La muerte es un
tiempo para llorar a quienes amamos y se han ido. Tal vez un día sentiremos menos dolor y
podremos traer de la memoria todas las cosas buenas, todas las palabras y actos cariñosos
que intercambiamos con quienes ya no están.

Vale Villa es psicoterapeuta sistémica y narrativa, así como conferencista en temas de


salud mental.

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