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Quiero reseñar que tuve el privilegio de una amistad sin eclipses con
Pablo Emilio Ramírez Calderón, y si alguna vez hubo intercambio de
palabras con acaloramiento fue en alguna Asamblea general de la
Academia de Historia, donde surgen intereses particulares y es apenas
natural, pero cuando pertenecíamos a la misma Junta directiva todo era
armonía, respeto y unción.
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MARIO VARGAS LLOSA
15 OCT 2017 - 00:00 CEST
FERNANDO VICENTE
OPINIÓN
SOBRE LOS AMIGOS MUERTOS
Estación Tiempo, que en el mito griego es Cronos y devora a sus hijos y, en la física
moderna, es Entropía y tiene como objeto que todo lo que tiene forma y
movimiento llegue a su fin, lo que incluye aún a las palabras. Y a esta estación
llegamos todos, los flacos y los gordos, los que hicieron y los que pasaron vacíos,
los poderosos y los débiles, los instruidos y los ignorantes, los famosos y los
incógnitos. Todos nacemos y morimos y, en este lapso, damos cuenta de nosotros.
Los humanos somos los únicos que contamos el episodio entre aparecer y
desaparecer: la historia. Y esta, en el caso de los amigos, trasciende fechas y
lugares, no se somete a la política ni a la economía, no da cuenta de intereses
mezquinos ni se aferra a rencores. Con los amigos pasa que se mueren y, en esta
desaparición, hay que comenzar a vivir por ellos situándolos en la memoria, para
que no se mueran.
Decía Thomas Bernhardt, en su libro el sobrino de Wittgnestein, que uno no
entierra a los amigos, que no va a su funeral, que solo se hace a la idea de que han
salido de viaje y en alguna parte, una calle, la puerta de un bar, una música, un
libro, nos volveremos a encontrar con ellos, así sea viéndolos de lejos, como
alguien que entra en un bus y parte o voltea una esquina y desaparece. El caso es
que los amigos no se mueren y, en el asunto de la entropía, se convierten en otra
cosa que no importa lo que sea, pues la amistad no es un asunto de formas y
lugares sino de palabras en las que se confía y con las que se construye. Los
amigos muertos, que son imágenes que nos llegan a la mente, se introducen en lo
que hacemos, en la percepción del otro, en lo que ya estamos viviendo teniéndolos
presentes.
Los amigos nos hacen buena sombra. Y cuando mueren, la entropía no da cuenta
de la amistad que se tejió con ellos. Esta es la única que no se destruye, pues en
esto de ser amigos ha mediado el conocimiento (lo único que no se acaba), la
confianza que hace el camino, la alegría compartida, lo que pasó aquí y más allá
del mar, la seguridad de haber tocado a alguien cierto, el haberlo sentido triste y
darle acogida. Y si muere, Yehi Zijron Baruj, expresión en hebreo que significa
descanse en paz y sea bendito.
Acotación: por estos días murió León Manevich, un amigo. Con ese amigo brindé
por la vida (L’jaim), compartí alegrías, asistí a sus tristezas y ampliamos cada vez
la amistad porque el uno no dudaba del otro. Y ese amigo se ha ido de viaje. Esto
es todo lo que ha pasado
SOBRE LA MUERTE
Perder a alguien querido es un golpe para la razón y para la vida emocional. Es difícil
encontrarle sentido a que algo indeseado ocurra, por más que algunos piensen que todo
pasa por algo y que de las pérdidas se sale fortalecido.
Más que fortaleza, la muerte trae consigo el recordatorio de que nada es para siempre y que
aceptarla con ecuanimidad es la única alternativa. Ecuanimidad no es equivalente a evitar
que las lágrimas inunden pequeños o grandes espacios de los días por venir. El dolor de la
pérdida es directamente proporcional a la importancia del vínculo: mientras más profundo,
cotidiano y esencial, mayor el dolor y más difícil recuperarse.
Cuando alguien que amamos muere se pierde un pedazo de nosotros, porque el vínculo que
nos unía a esa persona era unos de los faros y soportes con los que andábamos por la vida.
Quizá preferimos olvidar que toda historia de amor o amistad es una historia de aflicción en
potencia, porque la muerte es parte de vivir.
Julian Barnes escribió “Niveles de Vida” (Anagrama, 2014) y en él afirma que “lo que no te
mata puede debilitarte para siempre”. La idea no es grata ni consuela pero quizá por su
dureza puede describir el sentimiento de la pérdida; la certeza de que nunca nada volverá a
ser igual, aunque sabemos que tarde o temprano, una alegría frágil y un placer moderado
reaparecerán con la reincorporación a la vida cotidiana.
Los creyentes están convencidos de que todo pasa por algo, porque creen en un Dios con un
plan y en que hay vida más allá de la muerte. Para los no creyentes, no todo lo que pasa
tiene sentido pero sí una razón de causa-efecto. Para los no creyentes, la muerte es parte del
caos del universo o parte de la fortuita concurrencia de los átomos. No puede
responsabilizarse a nadie de la muerte de quienes amamos. La única explicación es que
cada uno formamos parte de un todo gobernado por leyes naturales.
Amar el destino, decía Nietzche. Amori fati. ¿Cómo amar el destino cuando alguien que
amamos muere? Tal vez aceptando que el universo no siempre se comporta como nos
gustaría; aceptando que lo que nos pasa le pasa a todos; renovando el compromiso de
disfrutar de nuestra familia y amigos mientras los tengamos; pensar que hemos tenido la
fortuna de amar y ser amados. Contemplar la impermanencia de nuestras relaciones,
aumenta el aprecio que sentimos por ellas mientras las tenemos.
Nadie nunca estará preparado para aceptar con tranquilidad la muerte. El dolor no tiene
cura y el duelo es un proceso íntimo con manifestaciones irrepetibles. La muerte es un
tiempo para llorar a quienes amamos y se han ido. Tal vez un día sentiremos menos dolor y
podremos traer de la memoria todas las cosas buenas, todas las palabras y actos cariñosos
que intercambiamos con quienes ya no están.