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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y HUMANIDADES

ESCUELA DE GRADUADOS
DOCTORADO EN CIENCIAS HUMANAS,
MENCIÓN DISCURSO Y CULTURA

EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD COMO DISCURSO


DESDE LA PERSPECTIVA CONSTRUCCIONISTA

Trabajo Final para el Curso “Perspectivas sobre el Discurso”

Docentes:
Dra. Carolina Ávalos Valdivia
Dr. Sergio Mansilla Torres
Dr. Rodrigo Moulian Tesmer
Dr. Vicente Serrano Marín
Dra. Ana Traverso Münnich (coord.)

Estudiante:
Edison Leiva Benavides

Valdivia, 29 de julio de 2019


1. Introducción

El presente escrito tiene como propósito presentar algunas contribuciones del


Construccionismo Social –como perspectiva discursiva– a la comprensión del fenómeno de
la identidad desde una matriz psicosocial, es decir, en el ámbito de las interacciones entre el
sujeto y su sistema relacional inmediato. Desde este punto de vista, la identidad social, sí
mismo o self puede entenderse como “el conocimiento que tiene [un individuo] de pertenecer
a ciertos grupos sociales junto con la significación emocional y valorativa que él mismo le
da a dicha pertenencia” (Tajfel 1984: 296).

Esta definición de identidad se pretende complementaria tanto a la de identidad


individual o del yo, enraizada en procesos intrapsíquicos de naturaleza evolutiva y dinámica,
como al conjunto de diversos significados que se reúnen bajo la categoría de identidad
cultural. En cierta forma, la noción psicosocial de identidad opera como un mediador entre
los dinamismos psicobiológicos y los procesos socioculturales, y en particular nos interesa
poner énfasis en una dimensión interesante de dicha mediación: los modos a través de los
cuales algunas configuraciones de la identidad pueden ser vistas como producto del lenguaje,
o más directamente, como manifestaciones de un discurso en los términos propuestos por la
corriente socioconstruccionista.

Con este propósito, se llevó a cabo una revisión bibliográfica que permitiese obtener
un panorama acotado de este problema, seleccionando trabajos representativos de la tradición
construccionista en ciencias sociales y de la psicología social crítica en particular, que den
cuenta del uso de enfoques discursivos como la narrativa, el enfoque biográfico y más
recientemente, la psicología discursiva como ejemplo de teorización que explicita la relación
entre discurso y subjetividad sobre la base de una epistemología posmoderna.

Este trabajo está organizado en base al siguiente esquema: en primer lugar, una
revisión de las perspectivas construccionistas sobre el concepto de identidad; a continuación,
algunas contribuciones metodológicas en el ámbito del enfoque biográfico y los relatos de
vida; y finalmente, una reflexión respecto de las posibilidades del estudio de la identidad
desde una perspectiva discursiva.

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2. La identidad desde el construccionismo social

El construccionismo social –o perspectiva socioconstruccionista– se origina en la crisis del


individualismo metodológico en psicología, consistente en el declive del concepto moderno
del sujeto y sus atributos de autonomía y autosuficiencia, desde el cual la identidad opera
como una función que se configura a partir de un entramado de relaciones interpersonales,
sociales y simbólicas situadas espacial e históricamente. Desde un prisma diferente, la mirada
construccionista postula la dimensión narrativa del discurso como una herramienta de
construcción del sí mismo: desde esta postura, el lenguaje como producto relacional cobra
importancia decisiva, así como la articulación de dichas relaciones a través de la
conversación y, sobre todo, las narrativas como posicionamientos discursivos de dicha
identidad.

La orientación socioconstruccionista representa una de las formas más radicales de


los planteamientos relativistas en ciencias sociales, al afirmar el carácter meramente
construido del conocimiento y su reproducción a través de operaciones lingüísticas que se
enmarcan en la vida cotidiana, a través de formaciones discursivas preexistentes al individuo
(López-Silva 2013).

Desde esta perspectiva, la teorización sobre la identidad, sí mismo o self ha sido


abordada principalmente por el psicólogo norteamericano Kenneth J. Gergen (1996, 2006),
con la influencia de algunas teorías de fines del siglo XX, que han abordado la identidad
entendiéndola como construcción discursiva desde una perspectiva posmoderna. De manera
complementaria, desde la tradición metodológica cualitativa, debemos considerar los aportes
del enfoque autobiográfico y de los relatos de vida como ejemplos de análisis discursivos
sobre la construcción de identidad, aportaciones que revisaremos un poco más adelante.

Entendido como producto relacional, el lenguaje es el medio a través del cual no sólo
se expresan las experiencias vitales, sino que también se les confiere sentido y se tratan de
hacer inteligibles para el sí mismo y para las otras personas. Esta concepción construccionista
del lenguaje pone de relieve su función generadora de significados, la cual permite la
coordinación de la acción humana social; en este sentido, Gergen analiza la función del
lenguaje en las interacciones que ocurren en la vida cotidiana:

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Aquí, quiero proponer una visión relacional del autoconcepto, que vea la
concepción del yo no como una estructura cognitiva privada y personal sino
como un discurso acerca del yo, el desempeño de los lenguajes disponibles en la
esfera pública. Reemplazo el interés tradicional por las categorías conceptuales
(autoconceptos, esquemas, autoestima), por el yo como una narración que se
vuelve inteligible dentro de relaciones en curso (Gergen 1996: 163).

Esta perspectiva nueva sobre las relaciones entre lenguaje e interacción social tiene
su antecedente en el giro lingüístico introducido por Wittgenstein y divulgado a fines de los
años ’60 por Richard Rorty en sus trabajos filosóficos: la idea central es la afirmación de que
la realidad social se constituye a partir del lenguaje, donde el enunciado es visto como el
producto de la interacción entre lengua y contexto histórico, situado en una dimensión
sociocultural (Rorty 1990).

3. Las autonarraciones

A partir de sus trabajos acerca de los usos de la narrativa en psicología, Gergen propone un
análisis del lenguaje como proceso social a pequeña escala. En esta perspectiva, define las
autonarraciones como “la explicación que presenta un individuo de la relación entre
acontecimientos autorrelevantes a través del tiempo” (Gergen, 1996: 164). Las
autonarraciones son los relatos que las personas hacen sobre sí mismas, son los discursos que
se enarbolan sobre el propio yo situado en la vida social, y representan lenguajes disponibles
en la esfera pública, que se traducen en relaciones y prácticas sociales diferentes; como
resultado, el sí mismo formulado desde la perspectiva construccionista es un producto que se
logra a través de la autonarración en la vida social.

Pero las autonarraciones no son sólo relatos: son acciones por derecho propio, con
efectos particulares, capaces de crear, mantener y modificar mundos en el tejido social; no
son meramente productos de la mente, sino que son abordadas como un fenómeno lingüístico.
Desde este planteamiento, Gergen señala la existencia de ciertas convenciones en la cultura
actual sobre cómo construir una narración inteligible del sí mismo –las llama “narraciones
bien formadas”–, y cuyas propiedades están situadas cultural e históricamente, teniendo en
cuenta los siguientes elementos (Gergen 1996):

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a) Establecer un punto final apreciado: un relato bien formado debe establecer una
meta, un acontecimiento, un estado o un resultado significativo; esto introduce un fuerte
componente cultural en la narración, usualmente llamado sesgo subjetivo. Los
acontecimientos en sí mismos no poseen valor intrínseco, sino lo adquieren según una
perspectiva relacional y cultural que los hace inteligibles.

b) Seleccionar los acontecimientos relevantes para el punto final: éste determina los
tipos de acontecimientos que pueden aparecer en el relato, reduciendo en gran medida el
rango de posibilidades para que un hecho cualquiera sea llamado acontecimiento; la
narración exige tener consecuencias ontológicas: el individuo no es libre de incluir todo
cuanto ocurre en su devenir, sino sólo aquello que es relevante para la conclusión del relato.

c) La ordenación de los acontecimientos: una vez establecida la meta y seleccionados


los acontecimientos relevantes, éstos son habitualmente dispuestos según una disposición
ordenada, cuyos criterios (importancia, valor, oportunidad, etc.) pueden cambiar con la
historia.

d) La estabilidad de la identidad: los personajes u objetos de la narración poseen una


identidad coherente a lo largo del tiempo; una vez definido por el narrador, el individuo u
objeto tenderá a retener su identidad y función dentro del relato. Las excepciones a esta
tendencia, en su mayoría, se refieren a situaciones en que el relato intenta explicar el cambio
mismo, por ejemplo, en razón de fuerzas causales superiores al individuo.

e) Vinculaciones causales: la narración debe proporcionar una explicación del


resultado, seleccionando los acontecimientos vinculados causalmente; las formas posibles de
relación causal también son histórica y culturalmente determinadas.

f) Signos de demarcación: los relatos utilizan señales para indicar el principio y el


final de la narración, la cual es enmarcada por variados dispositivos indican cuándo el
individuo entra o sale en el mundo del relato.

En complemento a lo anterior, Gergen identifica tres formas básicas para construir


una historia narrativa, que resumen las opciones respecto de la dirección del movimiento en
el espacio narrativo: la narración de estabilidad, que vincula los acontecimientos de tal modo
que la trayectoria del individuo permanece esencialmente inalterada en relación a una meta
o resultado; la narración progresiva, en que el movimiento a lo largo de la dimensión
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narrativa es incremental en el tiempo, y la narración regresiva, en la que el movimiento es
decreciente (Gergen 1996).

El relato que el individuo hace de sí mismo, para ser inteligible en la cultura a la que
éste pertenece, debe emplear las reglas de uso común mencionadas anteriormente, para lo
cual las construcciones narrativas de amplio uso cultural ofrecen una gama de recursos
discursivos para la construcción social del yo, formando un “conjunto de inteligibilidades
confeccionadas” (Gergen 1996: 175): Si bien el número de formas de relato potenciales
tiende al infinito, determinadas formas de relato se emplean con mayor facilidad que otras;
por consiguiente, las convenciones narrativas no rigen la identidad, sino que inducen
determinadas acciones y desalientan otras (Gergen 1996).

Gergen asigna a estos relatos la función de servir como vehículos que permiten la
inteligibilidad propia y la de los demás: están insertos en la acción social, favoreciendo que
los acontecimientos sean socialmente visibles y permitiendo su comprensión para
acontecimientos futuros.

Ahora bien, respecto a la estabilidad de la identidad, el autor señala que:

desde el punto de vista privilegiado del construccionista no existe ninguna


demanda inherente en cuanto a la identidad de coherencia y estabilidad. El
enfoque construccionista no considera la identidad, para uno, como un logro de
la mente, sino más bien, de la relación. Y dado que uno cambia de unas relaciones
a muchas otras, uno puede o no lograr la estabilidad en cualquier relación dada,
ni tampoco hay razón en las relaciones parar sospechar la existencia de un alto
grado de coherencia. (…) Uno no adquiere un profundo y durable “yo
verdadero”, sino un potencial para comunicar y representar un yo (Gergen 1996:
180-181).

Las identidades se construyen mediante narraciones, y éstas a su vez son propiedades


del intercambio comunitario: en apariencia la narración es individual, pero el logro de
reconocimiento para la identidad se basa en el diálogo. Con el fin de sostener la validez
narrativa del relato identitario dentro de una comunidad, se requiere una negociación exitosa
cada vez, y esto representa un desafío para la convivencia. En otras palabras, la narración se
negocia socialmente, ya sea en forma pública, ya sea elaborando un relato previo y destinado

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a auditorios imaginarios, en un ejercicio anticipatorio de su posible aceptación o rechazo
(Gergen 1996).

De lo anterior se deduce un hecho esencial para la vida social: la reciprocidad como


requisito para la negociación de significados. Esto implica una situación de interdependencia
precaria, ya que al igual que la inteligibilidad de sí mismo depende del acuerdo de los demás
sobre su propio lugar en el relato, también la identidad de ellos depende de la afirmación que
de ellos haga el actor: que éste logre sostener una autonarración depende de la voluntad de
los demás de seguir interpretando determinados roles del pasado en relación con él. A su vez,
esta interdependencia de las narraciones se traduce en una red de identidades en relación de
reciprocidad:

Dado que la identidad de uno puede mantenerse sólo durante el espacio de tiempo
que los otros interpretan su propio papel de apoyo, y dado qué uno a su vez es
requerido para interpretar papeles de apoyo en las construcciones de los otros, el
momento en el que cualquier participante escoge faltar a su palabra, de hecho
amenaza a todo el abanico de construcciones interdependientes. (…) Las
identidades, en este sentido, nunca son individuales; cada una está suspendida en
una gama de relaciones precariamente situadas. Las reverberaciones que tienen
lugar aquí y ahora —entre nosotros— pueden ser infinitas. (Gergen 1996: 183).

En suma, las identidades se construyen y se establecen en una comunidad mediante


narraciones que son puestas en tensión y apropiadas por sus miembros a partir del diálogo, y
la sostenibilidad de dicha identidad se relaciona con su validez narrativa dentro del tejido
comunitario: la narración se negocia socialmente, ya sea en espacios públicos y privados, o
bien en el límite borroso entre ambos dominios, lo cual se vuelve problemático en el
escenario de la posmodernidad.

4. Enfoque autobiográfico e historias de vida

Desde el punto de vista metodológico, esta conceptualización de la identidad construida a


través de narrativas adquiere materialidad en las formas de producción, interpretación y

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análisis del enfoque autobiográfico, en particular del relato de vida como método específico
de investigación. En efecto, la descripción que se hace del sí mismo en un determinado
momento –la narrativa de su identidad– adopta la forma de historia en el enfoque
autobiográfico y el relato de vida, en la cual la persona que asume un rol protagónico se
explica a sí mismo a través de una serie de hechos y relaciones relevantes, haciéndose
inteligible para su entorno, y a la vez justificando de alguna manera su inserción en él.

Los relatos de vida o narrativas autobiográficas han sido definidos como un recurso
para reconstruir las acciones sociales ya realizadas, a través de una versión que el autor de la
acción da posteriormente acerca de su propia acción pasada (Lindón 1999). Cuando el
individuo cuenta fragmentos de su vida, de sus experiencias, estamos accediendo a una
narrativa sobre ciertos procesos y relaciones sociales puestos en juego en una vida concreta,
la cual puede ser interpretada al menos en dos niveles: primero, las interpretaciones que
realiza el investigador como interlocutor, desde su repertorio de nociones de sentido común;
y segundo, vuelve a interpretar lo escuchado desde sus inquietudes e interrogantes teóricos.

Uno de los rasgos que identifican a las narrativas o los relatos autobiográficos es,
precisamente, su carácter experiencial: “se narran experiencias vividas por el narrador,
recordadas, interpretadas, conectadas, en las que hay otros actores, pero siempre son
experiencias de quien habla. Por esto en las narrativas autobiográficas el narrador construye
un ‘personaje central’ –un ‘héroe’– con sus propias experiencias” (Lindón 1999: 298).

Además, la narrativa implica la articulación de un relato: es decir, el narrador le da


una estructura propia a su narración, enhebrando un hilo conductor entre las experiencias
vitales –tanto próximas como remotas– que considera significativas, al tiempo que “se
reconoce lealtad a sí mismo” por ese hilo conductor seguido (Lindón 1999: 299). Esto implica
un proceso de selección y articulación de vivencias para relatarlas de manera comprensible
para los demás, en el cual el sujeto recurre a su memoria y también a un contexto sociocultural
que le provee el sentido común que confiere sentido a dichas experiencias.

Otra característica de las narraciones autobiográficas es que son socialmente


significativas: se produce una traducción de la vivencia interiorizada de las experiencias por
parte del sujeto a formas socialmente compartidas, por medio del lenguaje; esto ocurre
gracias a las estructuras narrativas que preexisten al individuo, que han sido incorporadas a

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través de la socialización y que pueden ser transformadas por el narrador mediante los
procesos de formación y entrelazamiento de las ideas. Las experiencias vitales sólo pueden
ser transmitidas por medio del lenguaje: el acto de colocar la experiencia en manos del
lenguaje la hace perder su carácter privado e íntimo, para transformarla en un hecho con
existencia propia, singular. Así, el relato autobiográfico no sólo es experiencial, sino también
produce significado social: cada experiencia escogida para integrar una narración ha sido
traducida a un contexto sociocultural compatible gracias al lenguaje.

En el relato autobiográfico, el sí mismo es construido a la manera de un personaje: se


trata de una representación que hace, ante sí, de su propia identidad como persona. Este
personaje está ligado al nombre propio que protagoniza el discurso autobiográfico, que vive
en él como producto lingüístico del relato, y que queda definido por las relaciones de
confluencia o de oposición que establece con otros personajes, relaciones que también
pueden ir variando en el devenir del discurso.

Por lo tanto, la identidad está vinculada a una situación biográfica, es decir, nos señala
desde dónde y desde qué ubicación temporal, espacial, social y cultural se relata la vida
cotidiana, y a medida que transcurren los diversos episodios que componen la vida de un
sujeto, se va modificando permanentemente esta identidad, pero no sólo respecto a su
ubicación en el futuro, sino también en su referencia al pasado: es un proceso continuo
mediante el cual cada persona reinterpreta la totalidad de su existencia y reconstruye el sí
mismo a partir de su actualidad definida como presente. Por ello, la construcción del sí mismo
no sólo varía a través del tiempo, sino que además posee, al menos como posibilidad, una
multiplicidad de identidades que coexisten, y la materialización de una u otra de esas
identidades específicas depende, en parte, de las circunstancias históricas y coyunturales de
su generación (Piña 1989).

El relato de vida se articula en torno a la trayectoria existencial del sujeto, con el fin
de establecer una cronología de experiencias vinculadas con el desarrollo de su identidad
social y personal, para lo cual se recurre a fuentes orales que constituyen, de manera coral y
polifónica, una matriz compleja de producción de sentido, expresada mediante la narración
oral, la vivencia, la evocación, los recuerdos, la memoria, etc.; todo lo cual comunica una
versión y una visión de la experiencia vital desde una situación y un medio social, en el

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tiempo presente, con una raigambre más o menos problemática con el pasado y una
proyección más o menos definida hacia el futuro.

Desde otro lugar, Santamarinas y Marinas (1995) plantean que en todo relato siempre
hay más de dos sujetos que posibilitan la existencia del mismo: en primera instancia, está
presente el narrador que se va haciendo a sí mismo a medida que cuenta; y también está el
que escucha y participa en lo narrado, pues una vez dicho el relato deja de pertenecer a su
narrador, pasando a formar parte de la experiencia de quien recibe. Pero aún más: se hace
presente un otro u otros, ese alguien ausente que el narrador reconoce sin siquiera nominarlo,
y que oficia como referente mudo, testigo y copartícipe del relato la historia.

Desde una perspectiva dialéctica, Santamarinas y Marinas sugieren que las historias
de vida deben entenderse como historias articuladas en un sistema: las historias de un
individuo o grupo que se construye en las determinaciones del sistema social, y vuelven sobre
ese sistema para nombrarlo, haciendo circular ese discurso en la memoria de los sujetos y los
grupos. La historia que el individuo compone y difunde no es una mera contingencia, sino
que tiene un carácter estructurante de su propia subjetividad (Santamarinas y Marinas 1995).

Un rol central le corresponde aquí a la memoria en la construcción discursiva de la


experiencia humana, trasladada al presente por los relatos de las fuentes orales. Esto permite
una aproximación a los procesos identitarios, ya que indaga las formas como se construyen
los elementos que le confieren sentido a la experiencia humana: la manera como la gente
recupera el pasado, describe su presente o proyecta el futuro, está enmarcado por el contexto
social de sus experiencias y su propia ubicación en el sistema sociocultural (Aceves 1998).

En la historia de vida, suelen emerger y quedar expuestas diferentes dimensiones


conflictivas de la construcción de la identidad, evidenciando un estado de tensión entre ellas
que es característico de la posmodernidad (Santamarinas y Marinas 1995).

5. Construccionismo, sujeto y posmodernidad

En el enfoque construccionista, el sujeto es también una construcción social: la noción


del yo no sólo es el enunciado de una forma de autoconciencia, sino que la palabra yo en sí
misma, como una entidad lingüística preexistente al individuo, es lo que permite la existencia

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de una agencia consciente. De esta forma, la enunciación de la propia existencia es permitida
sólo por los términos socialmente construidos que empleamos para realizar tal acción: el
sujeto no es más que el engranaje de operaciones lingüísticas en las cuales se desenvuelve,
como una “construcción conversacional” (López-Silva 2013). En consecuencia, la persona
identifica un sentido compartido de sí mismo solamente en las formas conversacionales en
las que participa, surgiendo esta identificación desde los roles sociales que uno desempeña
en ciertos contextos.

En el marco de la posmodernidad, la perspectiva construccionista plantea que las


nociones sobre el sí mismo que fueron hegemónicas durante el siglo XX, a la vuelta del siglo
se tornaron obsoletas como resultado del proceso de saturación social, llevando al sujeto a
una condición en la cual la identidad se experimenta como fragmentada, pues el individuo es
descentrado y dividido en su conciencia y agencia; ya no posee una identidad fija, o más bien
debiéramos decir, ya no encarna una única posición identitaria: el sujeto se vuelve una
amalgama de significaciones, relatos, discursos y significaciones externas, y paulatinamente,
como resultado de la asunción de diversos roles en una multiplicidad de contextos sociales,
el sí mismo es colonizado por los significados externos provenientes de esta superposición
de contextos vitales.

Así, Gergen señala que cuando el sujeto no soporta el exceso de información que
proviene de esta multiplicidad contextual, el sí mismo se satura, posteriormente se fragmenta
y finalmente es vaciado (Gergen 2006). El sujeto se diluye en medio de la polifonía
conversacional, y se escinde para permanecer como un mero entrecruzamiento de narrativas
ajenas, fenómeno denominado “sujeto multifrénico”, lo cual sería, para el autor, la
característica principal del sujeto posmoderno.

En este estado de cosas, la inteligibilidad del sujeto depende del grado en que los
otros participantes en la trama conversacional confirman y legitiman el rol que el sí mismo
toma en la red conversacional, y así, el sujeto es una negociación constante e inestable, que
lo hace vivir en una condición de constante interdependencia precaria:

Este depender de los demás sitúa al actor en una posición de interdependencia


precaria. Ya que del mismo modo que la autointeligibilidad depende de si los demás
están de acuerdo sobre su propio lugar en el relato, también la propia identidad de los

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demás depende de la afirmación que de ellos haga el actor. El que un actor logre
sostener una autonarración dada depende fundamentalmente de la voluntad de los
demás de seguir interpretando determinados pasados en relación con él (Gergen 1996:
183).

En su reemplazo, postula una concepción relacional del yo, según la cual la conciencia
de su construcción llevaría a plantear que quién y qué somos es el resultado de cómo somos
construidos en diversas relaciones sociales (Gergen 2006).

De manera similar, Cabruja (1996) asume que las diversas construcciones identitarias
que emergen en el discurso socialmente construido se producen en una red intersubjetiva que,
como efecto del lenguaje, construye el yo en referencia con el otro u otros, proceso del cual
también participan los demás. Sin embargo, esta autora señala la persistencia de un rasgo
moderno en la construcción posmoderna de la identidad: si bien predomina la posibilidad de
transitar a través de múltiples identidades, aún se conserva la dicotomía entre individuo y
sociedad como una visión individualizada del sujeto, tensionado por la contraposición entre
la fijeza de la identidad y su movilidad.

Además, agrega que las dos versiones de la identidad, la moderna y la posmoderna,


se producen simultáneamente: por una parte, una visión moderna, psicologizada de los
procesos sociales, que revela la persistencia de la concepción del sujeto como libre y
autónomo, del individuo como un núcleo desde donde todo es creado y definido, con el efecto
de no considerar las restricciones sociales, culturales, económicas y políticas propias de la
hegemonía discursiva liberal y de la sociedad de consumo; por su parte, desde lo posmoderno
la identidad es vista como fruto de la elaboración conjunta de cada sociedad a lo largo de su
historia, algo indefinido y borroso que de algún modo se relaciona con el lenguaje, las normas
sociales, el control social y las relaciones de poder: es decir, con la producción de
subjetividades (Cabruja 1996).

6. Reflexiones finales

La perspectiva socioconstruccionista es una de las orientaciones teóricas que ha contribuido


de manera decisiva, en los dominios de la psicología social crítica y sus alrededores (como,

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por ejemplo, en la psicología discursiva), a concebir los fenómenos del lenguaje y el discurso
como formas de acción social en un sentido que va más allá de las implicaciones de su uso
meramente instrumental. Como otras corrientes de pensamiento posmoderno, ha supuesto un
estímulo al debate ontológico y epistemológico acerca del campo psicosocial, poniendo en
evidencia la estrechez de la concepción cognitivista del sujeto individual como centro
articulador de la conciencia y de la agencia, con sus pretendidas características de autonomía,
omnicomprensión y totalidad.

Por el contrario, la inclusión del lenguaje como una dimensión central que no sólo
permite nombrar las experiencias, sino darles “carta de ciudadanía” en el interjuego de lo
social, permite presentar el discurso sobre la identidad como una bisagra entre la vivencia
del yo –íntima, continua, estable– y la experiencia del ser y estar en el mundo –volcada al
exterior, fragmentada, tensionada por demandas, aceptaciones y rechazos. Discurso que
permite al sujeto oscilar entre los sentidos que le otorga la constatación del yo viviente y
sintiente, y la interpelación que su medio social le hace de involucrarse en la historicidad
concreta, en el ejercicio de roles y agencias múltiples.

Se trata de entender el discurso como una práctica social, una praxis como diálogo de
saberes y quehaceres entre actores diversos, una convocatoria abierta y permanente a los
otros a crear y validar significados: un trabajo colectivo que aspira a generar una comunidad
de visiones y nominaciones, comunidad siempre atada con nudos provisorios y a la cual le
llamamos, a falta de mejor nombre, el mundo.

La labor que el individuo hace con el lenguaje, de tejer el mundo y su propia hechura
con palabras, además de destejer los nudos problemáticos y volver a tejer los flecos
inconclusos de la realidad, lo convierte en sujeto, esto es, en autor de la realidad y a la vez
sujetado por ésta. El sujeto es un yo narrador y narrado, y esta doble condición ontológica se
despliega de modo particularmente elocuente en la construcción de su identidad: el discurso
acerca del sí mismo tiene como telón de fondo la conversación social sobre la presencia o
ausencia de un nosotros posible, y la validación del yo se juega en la auto-inteligibilidad,
pero fundamentalmente en el sentido de la autorrelevancia que puede encontrar en la
participación de lo colectivo.

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En este sentido, las nociones esencialistas de la identidad, ideas del sujeto con
aspiración a la completitud que caracterizaron la reflexión moderna sobre lo humano, pierden
pie con los movimientos epistémicos que ha acarreado la reflexión posmoderna. Como
respuesta, desde el socioconstruccionismo se postula la noción del yo relacional, pero el costo
a encarar ha sido (está siendo) la pérdida de certidumbre y de autonomía como ilusiones de
la modernidad.

En efecto, el carácter co-construido del conocimiento sobre lo social y sobre sí mismo


pone en juego la noción de responsabilidad compartida del discurso identitario: no es ya el
sujeto el titular exclusivo de éste, sino que su propiedad se distribuye a través de las diversas
relaciones en las cuales el individuo está implicado; por ello, la negociación del significado
del sí mismo que se realiza con los otros significativos, pone en juego el problema de las
formaciones discursivas y del poder en los términos señalados en detalle por Foucault en La
arqueología del saber y en Microfísica del poder.

A este problema se agrega la cuestión de las posibilidades de inteligibilidad y


credibilidad para las identidades alternas, aquellas que no cuentan con los repertorios
narrativos eficaces señalados por Gergen. Esto abre la discusión acerca del poder con que los
sujetos puestos en situación de precariedad ontológica (las minorías, o quienes orillan la
marginalidad) pueden negociar el relato de sí mismo, o bien quedar sometidos a la imposición
de un discurso heteronormativo acerca de su identidad.

Finalmente, cabe relevar el valor del discurso como analogía de la corriente vital, y
del relato de la identidad como un intento siempre inconcluso de apropiación, de marcaje
sobre los territorios de la existencia, y las posibilidades de exploración del hilo discursivo de
la biografía personal, como huellas del devenir colectivo.

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Bibliografía

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