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Amor a ojos cerrados

Michel Henry

PRESENTACIÓN Y TRADUCCIÓN DE

LEONARDO RODRÍGUEZ DuPLÁ

-
BAC
Título de la obra original: L 'amour lesyeux Jermés

© 2009, Les Belles Lemes (collection Encre Marine), París


© Biblioteca de Autores Cristiano s, 2016
Añasrro, 1. 28033 Madrid
Tel. 91 343 97 91
www.bac-editorial.com

Depósito legal: M-41625-2016


ISBN: 978-84-220-1940-4

Preimpresión : BAC
Impresión: CLM Artes Gráficas, Fuenlabrada (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain

Ilustración de cubierta: Ojoscerrados(1890), de Odilon Redon (Museo de Orsay, París)

Diseño: BAC

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Índice

PRESENTACIÓN............
........ ............... ........... .............. .... ............ 7
A.nior a ojos cerrados...................... ... ........................................ 19
Presentación

Michel Henry fue, además de un buen novelista , un ex-


traordinario filósofo. La reflexión teórica y la creación literaria
eran para él dos vías complementarias en la exploración del
tem a recurrente de su pensamiento: la «vida » tal como cada
uno de nosotros la experimenta en sí mismo de manera in-
mediata. Una rápida ojeada a su trayectoria vital e intelectual
nos permitirá situar Amor a ojos cerradosen el conjunto de la
dilatada y compleja obra del autor.
Hijo de un oficial de la marina francesa destacado en
Indochina, Henry nació a comienzos de 1922 en la ciudad
vietnamita de Hai Phong. Cuando tenía siete años, la familia
regresó a Francia y se instaló en París. Andando el tiempo,
Henry sería alumno del prestigioso liceo Henri IV de esa ciu-
dad, donde tuvo maestros de la talla de Jean Guéhenno o Jean
Hyppolite, para posteriorm ente ingresar en la Escuela Normal
Superior. Concluyó sus estudios en la Universidad de Lille,
con un trabajo dedicado a Spinoza.
A mediados de 1943, Henry se incorpora a la Resistencia,
uniéndose al maquis del Alto Jura, que , desde su refugio en
las montañas, operaba en la zona de Lyon. Esta experiencia de
clandestinidad dejará en él una profunda huella, de la que el
lector encontrará abundantes rastros en las páginas de este libro.
Concluida la guerra, pasa el examen de agregación en filo-
sofía. Seguirán quince años de intenso trabajo intelectual, que
fueron posibles merced a becas de investigación y períodos
intermitentes de docencia. Durante estos años Henry echará
los cimientos de su posición filosófica, desarrollada luego con
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gran coherencia a lo largo de toda su vida. Dos son las obras


capitales de este primer período creativo. La primera es Filo-
softay fenomenologíadel cuerpo, redactada entre 1946 y 1949,
pero que no verá la luz hasta 1965. Partiendo de los análisis
de Maine de Biran, esta obra se propone superar el dualismo
tradicional de cuerpo y alma reivindicando la importancia de
la experiencia del «cuerpo subjetivo », que no forma parte del
mundo, sino que pertenece a la esfera inmanente de la sub-
jetividad. Con este trabajo, Henry da el primer paso hacia la
formulación de una «filosofía de la inmanencia », en la que el
sujeto no será entendido como un yo abstracto, sino como un
ser humano concreto, encarnado .
Este proyecto alcanzará amplio desarrollo en la obra ca-
pital de Henry, La esenciade la manifestación,comenzada en
1947 y concluida en 196 l. Este libro propone una rectifica-
ción de la fenomenología clásica, y más en particular de su
atención unilateral a la «intencionalidad » entendida exclusiva-
mente como relación entre el acto de conciencia y su objeto.
Henry sostiene que si se considera esta dimensión centrífuga
de la intencionalidad como forma original del aparecer, se
pasa por alto la realidad más decisiva: la auto-transparencia
de la «vida» misma. Al reivindicar de este modo el fenómeno
inmanente de la vida, previo a la intencionalidad orientada a
objetos, Henry afirma la importancia de la individualidad de
cada sujeto humano y se opone a la tendencia a entenderlo
como una parte de la exterioridad , del mundo.
En 1960 Michel Henry se incorpora a la Universidad de
Montpellier, donde permanecerá hasta su jubilación. Durante
este período rechaza numerosas ofertas de traslado a la Sor-
bona. En este retraimiento voluntario hemos de ver un gesto
significativo: el filósofo de la inmanencia evita ser absorbido
por la exterioridad, aquí el gran mundo académico.
En el ambiente tranquilo de esa pequeña universidad de
provincias, perturbado solo por los desórdenes universitarios
PRESENTACIÓN 9

de comienzos de los años 70, se inicia la segunda fase de la


actividad creadora de Henry. El filósofo irá componiendo una
serie de sugerentes trabajos en los que aplica los principios de
su fenomenología de la vida a muy diversos objetos de estudio.
En 1976 ven la luz los dos volúmenes de su obra sobre Marx,
que polemiza abiertamente con el pensamiento marxista reci-
bido y en especial con Althusser.
Otra obra importante es la Genealogíadel psicoanálisis,en
la que se pone en tela de juicio el concepto freudiano del in-
consciente, ese fetiche de la cultura contemporánea. Mediante
un recorrido histórico que parce de Descartes, Henry muestra
que dicho concepto no es exactamente una contribución ori-
ginal de Freud, sino una secuela más de la tendencia moderna
a entender el ser como exterioridad y, en consecuencia, a des-
conocer la esencia de la vida.
Pero quizá el trabajo de este período que más resonancia
ha alcanzado es el ensayo de crítica cultural La barbarie.El tí-
tulo tremendo alude a la crisis sin precedentes que, a juicio de
Michel Henry, atraviesa nuestra civilización. La causa inme-
diata de dicha crisis es puesta en el predominio absoluto de la
técnica, que hoy invade todos los dominios de la existencia y
amenaza con destruir los mejores logros de la cultura humana.
En 1988 aparece Ver lo invisible, un estudio dedicado a
Kandinsky, el iniciador de la pintura abstracta. Su ruptura con
la tradición del arte figurativo es interpretada por Henry como
rechazo del objetivismo dominante en la cultura moderna, que
alcanza su exacerbación última en la técnica. El arte de Kan-
dinsky no persigue representar la exterioridad, sino el fondo
de nuestro ser, nuestra vida invisible. En realidad, representar
la vida ha sido la aspiración del gran arte de todas las épocas.
En la medida en que reconduce al hombre a sí mismo, todo
verdadero arte es abstracto.
La tercera y última fase de la reflexión teórica de Michel
Henry está dedicada a la elaboración de una filosofía del cris-
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tianismo. Fruto de este empeño son sus tres últimas obras: Yo


soy la verdad (1996), Encarnación (2000) y Palabrasde Cristo
(publicada en 2002, pocos meses después de la muerte de su
autor). Henry propone una lectura del Nuevo Testamento, so-
bre todo del evangelio de Juan y las cartas paulinas, a la luz de
su propia fenomenología de la vida. Pese a que se ha visto en
estas obras el inicio de un «giro teológico» de la fenomenolo-
gía francesa, Henry entendía su propósito como propiamen-
te filosófico. Lo distintivo de la verdad cristiana, comparada
por ejemplo con la verdad tal como la entiende la ciencia, es
que en la verdad cristiana no hay distancia entre el mostrar y
lo mostrado: Dios es auto-revelación pura que no revela otra
cosa que a sí mismo. Henry sostendrá que la fenomenología
inmanente, cuando se practica con radicalidad, remite a la
Vida transcendental (Dios como auto-revelación pura) como
al origen primero, como a aquello que precede a nuestra vida
pero está, de un modo misterioso, presente en ella.

***

A la abundante obra filosófica de Michel Henry reseñada


hasta ahora se suman sus creaciones literarias, íntimamente li-
gadas a aquella. Compuso un total de cuatro novelas (Eljoven
oficial,Amor a ojoscerrados,El hijo del reyy El cadáverindiscre-
to), más una pieza teatral pensada para su emisión radiofónica
(La verdad es un grito). En lo que sigue nos centraremos en
Amor a ojoscerrados,que fue publicada en 1976 y galardonada
con el premio Renaudot.
La novela narra la destrucción de Aliahova, ciudad que en-
carna los más altos logros artísticos y espirituales de la cultura
humana. El desastre es resultado de un imparable proceso de
descomposición social y política, descrito de modo minucio-
so, a veces con gran crudeza. No se indica la localización exac-
ta de Aliahova, si bien todo hace pensar en una ciudad situada
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a orillas del Mediterráneo. Tampoco se conoce la época en


que se producen los acontecimientos narrados, pero el hecho
de que la prolija descripción de esta sociedad rica, moderna
y avanzada no haga nunca mención del uso de aparatos eléc-
tricos ni de vehículos a motor hace pensar, digamos, en la se-
gunda mitad de siglo XIX. Este hecho tiene su importancia, ya
que pone límites a la habitual comparación de esta novela con
La barbarie. Como hemos recordado anteriormente, en ese
ensayo se sostiene que el desarrollo tecnológico es responsable
de la crisis actual de nuestra cultura. En cambio, la acción de
la novela se desarrolla en un contexto donde la técnica no ha
alcanzado aún el desarrollo exponencial con el que hoy esta-
mos familiarizados y que ha terminado por convertirla en una
amenaza para el hombre. De ahí que las causas de la catástrofe
sufrida por Aliahova haya que buscarlas en un nivel más pro-
fundo, menos condicionado por accidentes o particularidades
históricas.
Al igual que en sus otras novelas, Michel Henry recurre
aquí al relato en primera persona. Es el protagonista, Sahli, un
profesor extranjero contratado por la Universidad de Aliaho-
va, el que narra los acontecimientos. La renuncia al narrador
omnisciente, impersonal, está sin duda relacionada con la crí-
tica del objetivismo moderno que encontramos en las obras
filosóficas de Henry. Sus novelas no presentan de manera asép-
tica los hechos en su exterioridad, a la luz neutra del mundo,
sino la perspectiva del narrador, es decir, el modo como esos
hechos se refractan en una existencia individual. Esta decisión
en el plano de la técnica literaria anuncia ya uno de los mensa-
jes fundamentales de la novela, su decidida reivindicación del
valor de la vida concreta, subjetiva.
No es casualidad que la novela comience ofreciendo una
panorámica de la ciudad, aún intacta, desde la ventana de la
habitación del protagonista. Esa ventana simboliza la perspec-
tiva individual, la apertura originaria al mundo exterior y su
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belleza. Es la primera de las muchas descripciones de los teso-


ros artísticos de Aliahova que encontraremos a lo largo de la
novela, dando pie a elaboradas reflexiones sobre el sentido del
arte y, por extensión, de la cultura humana. El protagonista
sostendrá que los grandes logros en este terreno son siempre
obra del genio individual, y que es absurdo por tanto tratar
de explicarlos a partir de condicionamientos sociales, econó-
micos o de otro orden. La historia de la humanidad no es una
sucesión caótica de hechos sin sentido, sino que está jalonada
por conquistas de orden espiritual que, realizadas por hombres
concretos, pueden ser revividas y compartidas por sus seme-
jantes. La conservación y transmisión de lo trabajosamente
logrado por algunos hombres extraordinarios es condición de
una existencia verdaderamente humana.
La furia destructora de los habitantes de Aliahova persi-
gue, precisamente, terminar con esa cadena de transmisión e
identificación espiritual. Puesto que «toda creación es indi-
vidual, ·como la vida », la aniquilación física de la ciudad es
precedida del intento de borrar de ella todo rastro de indi-
vidualidad personal. El camino elegido es la exaltación de
los instintos primario s y la consiguiente animalización de la
conducta humana. El caso más extremo es el de Néreze, el
distinguido profesor universitario forzado a vivir y compor-
tarse como animal entre animales , caminando a cuatro patas
entre los excrementos de una porqueriza. Pero la purga de la
individualidad no sólo es una consecuencia natural de la ideo-
logía de los «niveladores », sino también una decisión de orden
táctico que aumenta su poder real al crear un hombre masa
fácilmente manejable. Ese poder será empleado en la instaura-
ción de un régimen de terror que se aplicará a la destrucción
sistemática del legado cultural de Aliahova: la universidad deja
de funcionar, las estatuas son mutiladas , los frescos encalados,
los edificios más bellos entregados a la piqueta ... También es
perseguida la religión, esa extraña práctica empeñada en man-
PRE
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tener vivo el recuerdo de los muertos. En el monasterio de la


Gran Jora, centro de la espiritualidad de Aliahova, se instala la
nueva universidad revolucionaria, que provee de fundamentos
teóricos a la depravación programada de la juventud.
Todo este proceso es narrado, como queda dicho, desde la
perspectiva de Sahli, el protagonista. Al comenzar la novela,
hace ya un año que la antigua y prestigiosa Universidad de
Aliahova ha dejado de impartir clases. La desaparición inexpli-
cable de Denis, el amigo inseparable de Sahli, impulsa a este
a buscar al gran canciller, máxima autoridad de la ciudad en
tiempos de paz. No da con él, pero su búsqueda le lleva hasta
Oébora, una misteriosa joven de la que se enamora y que da
muestras de estar muy al tanto de cuanto sucede en Aliahova.
A través de Débora, Sahli se incorporará a un grupo clandesti-
no que hace cuanto puede por salvar el patrimonio espiritual
de la ciudad de la barbarie que lo amenaza. A ese grupo per-
tenecen el poeta Ossip y su esposa Nadezhda -figuras inspi-
radas en el matrimonio Mandelstam, víctimas, como se sabe,
del estalinismo-. Ossip recorre infatigablemente la ciudad
reuniendo noticias acerca de los que acaban de ser asesinados,
y luego compone poemas en su memoria y los copia y distri-
buye entre quienes quizá logren conservarlos.
Mientras tanto, el proceso de descomposición del tejido
social de Aliahova prosigue imparable. En las escuelas se ense-
ña a los niños a denunciar a los padres desviacionistas; la pro-
paganda ideológica hace estragos en la juventud; se extiende el
desprecio por el trabajo asalariado , sinónimo de explotación,
y se cierran por la fuerza los talleres que aún funcionan; se
expropian primero los bienes de consumo y luego las vivien-
das; una masa depauperada es realojada en condiciones de
hacinamiento que excluyen toda forma de privacidad, toda
relación auténticamente personal. Sobre todo, cunde el terror.
Las desapariciones -muchas veces precedidas por el símbolo
ominoso de una cruz de color rojo pintada en la puerta de la
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víctima- son cada vez más frecuentes. También los asesinatos


y, en ocasiones, la exposición admonitoria de cadáveres horri-
blemente mutilados. Para exasperación de Sahli, la población
de la ciudad no ofrece resistencia alguna al régimen del terror ,
pese a que los revolucionarios son, al menos al principio , una
minoría-sin duda, Michel Henry ha leído a Solzhenitsyn-.
Esta pasividad obedece a menudo a la ambición personal de
quienes esperan la caída de un rival para pasar a ocupar su
puesto, pero es sobre todo fruto de un miedo paralizante. To-
dos hacen ademán de no ver las atrocidades que se suceden a
su alrededor, pues toda muestra de sorpresa o de alarma puede
ser interpretada como síntoma de disconformidad con el nue-
vo orden y convertirlos a ellos, los que muestran su miedo,
en las próximas víctimas. Por descontado, la población ate-
rrorizada anhela que se ponga término a la violencia desatada
por grupos aparentemente incontrolados, circunstancia que es
diabólicamente aprovechada por las nuevas autoridades para
afianzar su poder bajo la apariencia de una muy necesaria y
legítima restauración del orden. Ni que decir tiene que ese po-
der, ahora consolidado, se empleará para extender los mismos
males que estaba llamado a combatir.
Al lector le resultarán consabidos los procedimientos men-
cionados en el párrafo anterior. Pertenecen al repertorio co-
mún de los más espantosos regímenes políticos que ha conoci-
do nuestro tiempo, todos caracterizados por el aplastamiento
de la individualidad. La crudeza de algunas páginas de esta
novela y el lenguaje descarnado que a veces emplea el autor
no son, por desgracia, gratuitos, sino que refuerzan el carácter
admonitorio del relato. Lo que ha ocurrido ya en la historia de
los hombres, no una vez sino muchas, puede sin duda volver
a repetirse.
La última parte del libro describe la hecatombe final: pri-
mero la voladura del polvorín, que destruye buena parte de
Aliahova y la sume en el caos; luego el incendio programado
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que la aniquila por completo. Este desenlace termina demos-


trar la naturaleza del mal que aqueja a la ciudad. El nuevo or-
den instaurado por los revolucionarios no intenta perpetuarse.
El poder trabajosamente alcanzado por ellos no es más que un
instrumento al servicio de la destrucción. Se busca el mal por
el mal. De nuevo se hace inevitable recordar ciertas enseñanzas
espantosas de la historia reciente de la humanidad. ¿No con-
tinuó el régimen nazi con su política de traslado de millones
de hombres y mujeres a las fábricas de la muerte de Europa
Oriental en una fase de la guerra en la que era ya evidente
que este modo de proceder era muy contrario a sus propios
intereses bélicos?
La comprobación pavorosa de que las fuerzas del mal es-
tán dispuestas a inmolarse con tal de llevar a término su obra,
sume en la perplejidad al protagonista del relato. En su lar-
ga conversación nocturna con el gran canciller, a quien por
fin ha logrado conocer, no puede por menos de plantearse la
pregunta por las causas últimas de este «idealismo del mal»,
si se puede hablar así. La respuesta sugerida es que en la vida
misma, raíz de toda verdadera cultura espiritual, late siempre
el peligro del hartazgo de sí misma, la tendencia o al menos
la posibilidad de la autodestrucción: en palabras del gran can-
ciller, «una especie de esclerosis puede habitar el esfuerzo más
intenso, y el egoísmo invadir al amor mismo». La vida es en
su fondo último necesidad, y por ello mismo praxis, esforzada
creación cultural, alternancia del sufrimiento de la carencia y
del gozo de la realización. Por eso siempre está dada la posibi-
lidad de la fatiga, del hastío que desea terminar con todo. Por
cierto que este pensamiento no es nuevo en la obra narrativa
de Michel Henry. Su primera novela, Eljoven oficial,describe
los esfuerzos del protagonista por exterminar la plaga de ratas
que ha invadido el barco en el que está destinado. Tiene éxito
en la empresa e incluso es condecorado por ello. Pero al final
del relato , al revisar las provisiones que acaba de recibir de un
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barco de avituallamiento, descubre que en los sacos de hari-


na ... pulula una multitud de pequeñas ratas. Seguramente el
fracaso del joven oficial simboliza la vanidad de todo intento
de amputar la vida, apartándola de lo que le pertenece inse-
parablemente en forma de pulsiones y necesidades, de gozo y
desesperación, de posibilidades para el bien y para el mal. El
barco representa, en efecto, al individuo concreto, en cuyas
sentinas se agita la vida misma.
Pero volvamos a nuestra novela. ¿Por qué la red clandes-
tina de resistentes no ha organizado una oposición más eficaz
contra los revolucionarios? La respuesta la ofrece, de nuevo, el
gran canciller, responsable último de la legalidad derrocada.
La naturaleza del proceso revolucionario sufrido por Aliahova
es tal que sólo se habría podido hacerle frente combatiéndolo
en su propio terreno y con sus propias armas, es decir, actuan-
do con calculada perfidia en el contexto de una realidad políti-
ca y social corrompida en su raíz. Solo la doblez, el engaño y la
traición, solo el recurso constante a los instrumentos del mal
habría procurado eficacia a los esfuerzos de quienes deseaban
salvar la ciudad. «Nada triunfa en el mundo sin la complicidad
del mal», dirá el anciano magistrado. Pero el triunfo del bien
por esa vía sería, en realidad, la peor derrota, pues revelaría
que el amor mismo se ha corrompido. Así las cosas, solo queda
dar testimonio y velar por que se conserve la memoria de lo
sucedido. «Yohe dado testimonio de la verdad», afirma el gran
canciller en la escena de su suplicio, que tantas concomitan-
cias presenta con el relato de la pasión de Cristo.
Pese a todo, la novela concluye con una declaración de
esperanza. «La vida no morirá jamás», dice el protagonista al
huir de la catástrofe final en compañía de Débora. La vida
subjetiva es gozo de sí, pujanza siempre renovada que busca su
propia plenitud y se proyecta en creaciones culturales, de las
que Aliahova es un exponente preclaro. Son estas creaciones
las que pueden ser destruidas, pero no su fuente invisible. La
PRESENTACIÓN 17

vida es, en una palabra, amor. Pero en primer lugar «amor a


ojos cerrados», interioridad apasionada que, por preceder a la
revelación del mundo y sus prestigios violentos, se resiste a
enajenarse en ellos. La clandestinidad en la que viven los pro-
tagonistas de esta novela -reflejo de la experiencia vital del
autor en el seno de la Resistencia- es símbolo de la existencia
verdadera. Es este retraimiento, este repliegue de la subjetivi-
dad sobre sí misma lo que hace posible el verdadero encuentro
personal, la fundación de una comunidad de individuos que
no han renunciado a serlo. Sólo la individualidad salvará el
mundo.

Leonardo RODRÍGUEZDuPLÁ
Amor a ojoscerrados
Desde la estrecha ventana de mi habitación se abarca la
ciudad entera con una sola ojeada. Apoyándose en las cu-
biertas de pálidas tejas que con su alineamiento irregular dan
testimonio del trabajo tenaz de generaciones de antaño, la
mirada, como llevada por la perfección de las formas ligeras
de los múltiples edificios y siguiendo la ley inflexible de su
encadenamiento riguroso, se desliza de una en otra sin poder
detenerse en parte alguna. Tras haberse abandonado a la cur-
va voluptuosa de esas pesadas cúpulas a las que Aliahova es
tan aficionada y en las que tanto abunda, la mirada, escalan-
do las amplias terrazas sobre las que arquitectos de genio han
dispuesto, como en estratos superpuestos que siguen el juego
sabio de un escalonamiento progresivo, el alma de esta ciudad,
subiendo las escaleras sinuosas que las unen, demorándose en
las altivas fachadas cuyos entablamentos repiten a veinte, a
treinta, a cincuenta pies del suelo el orden y la disposición de
las callejas, las plazas y las calles, para terminar encontrándose
con la masa grandiosa de la catedral y con su cúpula, más po-
derosa que las otras (pese a ser bastante más antigua que ellas)
y más hermosa, cortada por la línea vertiginosa del campanile
que Tharros osó lanzar como un grito sobre el horizonte de
piedra, la mirada, sí, la mirada de los habitantes de Aliahova,
pero también la de cualquier extranjero que, como yo, que-
dara un día hechizado por esta ciudad, despega de la tierra, se
suma al movimiento sin fin de las estructuras monumentales
y, como purificada y fascinada por ellas, proyectada hacia el
cielo, se pierde en él, en el azul sin fisuras de la noche.
Mientras tanto el sol declinaba, encendiendo en los teja-
dos, las torres, los frontones de los palacios, las cubiertas de las
cúpulas y las agujas de los relojes un resplandor de oro. Todo
quedó inmóvil y como suspendido en la luz. Es una ciudad
22 Amor a ojos cerrados

de ningún lugar, pensé, y fuera del tiempo. Que nadie se con-


funda. No es mi intención pronunciar frases enfáticas, pero
querría que se supiera que aquellos con los que había decidido
compartir mi vida, y sin duda mi destino, no se definían por
las particularidades de su raza, por notables que estas fuesen.
No era sólo el arco tensado de las cejas, la nariz recta, el talle
largo y fino, esa manera de caminar con la cabeza ligeramente
hacia atrás, no sé qué distinción inherente a todos los gestos,
esa inflexión áspera de la voz y la extraña nobleza de esas muje-
res de rostro grave, a un tiempo sonriente y altanero. Todos los
que iban y venían por las estrechas calles de la Señoría o por
las plazas despejadas del Foro, con los que uno se cruzaba a lo
largo de las escaleras de mármol que descendían hacia el puer-
to o en las ruidosas tiendas del Trasvedro, todos ellos estaban
unidos por una cosa distinta y más sutil que el tono mate de
su cuerpo ágil o la almendra de sus ojos sombrío. Iba a decir,
y esto provocará sonrisas, que lo que les unía era ... ¡la propor-
ción de sus edificios! Esta ciudad había estado obsesionada por
una Idea, y era esta la que iluminaba todas esas miradas con
las que me cruzaba, la que privaba a los habitantes de estos
parajes de toda nacionalidad precisa para hacer de ellos sus
servidores, y adoradores de la belleza. A causa de ella, porque
ella los había marcado sin que lo supieran, Denis y Débora
habían terminado perteneciendo a la ciudad y, al igual que yo,
queriendo defenderla de sus propios hijos y de sí misma. Es-
cuchábamos aquí el murmullo ligero de una fuente soterrada
en nosotros desde el comienzo de los tiempos y que no podría
agotarse sin que nos perdiéramos con ella.
El sol se había puesto. Toda la ciudad cobró una blancura
de leche, y sólo lo alto de las murallas que la rodeaban de este
a oeste y escalaban al norte las primeras pendientes del Eritreo
se iluminó con un tinte rosa que se borraba rápidamente. Se-
guí con la mirada la línea continua de los muros que corrían
de una torre a otra como un trazo vigoroso, mientras que las
Michel Henry 23

múltiples almenas que los remataban aún ofrecían al último


rayo de sol el relieve de su arquitectura precisa.
¡Ay! ¿De qué te sirven rus murallas, Aliahova? ¿Dónde es-
tán, más allá de las colinas y del monee Eritreo -que desapa-
recía progresivamente en la oscuridad-, esos enemigos cuyo
ataque suscitaría en ti y en cu gran cuerpo debilitado una ener-
gía nueva, una fuerza pura capaz de abatirlos y anee todo de
permitirte renacer a ti misma y vivir? ¡Aliahova! ¡Aliahova! De
rus basílicas de mármol y de tus palacios suntuosos no quedará
piedra sobre piedra. Tus higueras se secarán, y arrojarán sal en
cu tierra desolada.
¿Era el frío de la noche que estaba cayendo? Me estremecí,
al tiempo que me pareció oír detrás de mí, en la habitación
misma en la que me hallaba, un ruido insólito, como un roce
fugitivo y ya desvanecido. Dejé la ventana, todavía deslum-
brado por los resplandores de poniente y me dirigí a tientas, a
través del desorden de la pieza, al lugar de donde había venido
el ruido. Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra,
distinguí en el suelo una mancha clara y, agachándome hacia
ella, cogí una hoja de papel deslizada bajo mi puerta. Era un
mensaje de los que se decía que circulaban cada vez más en
Aliahova. Leí, creo que sin temblar, una letra grande y firme, y
lo que decía hacía superfluo todo comentario: Sahli, te vamos
a reventar.
Abriendo bruscamente la puerca, me precipité al corredor
que, en el úlcimo piso del palacio en el que vivo, comunica las
habitaciones en otro tiempo reservadas a los domésticos, una
de las cuales es mi vivienda. Estaba vacío. Escuché, jadeante.
¿Lo que se oía abajo del todo eran los últimos pasos del hom-
bre que huía, o los de un transeúnte, o el rumor de la calle? En
codo caso ahora ya sabía qué futuro me esperaba.

***
24 Amor a ojos cerrados

Aunque los cursos de la prestigiosa Universidad de Alia-


hova se hubiesen interrumpido hacía un año, el gran canciller
había hecho que se ordenara a los profesores -incluso a mí,
simple lector extranjero llamado aquí merced a un favor mis-
terioso más que por la notoriedad de mis primeros trabajos
(que sin embargo habían recibido, lo confieso, una acogida
muy favorable, por no decir aduladora, de varias asociaciones
eruditas, entre ellas una de Aliahova)- que acudieran ciertos
días a la facultad, a fin de recibir a aquellos estudiantes que, a
pesar de los acontecimientos, desearan proseguir sus estudios.
Y así fue como, bajo el calor tórrido del comienzo de aquella
tarde de junio, a través de la ciudad desierta, por callejuelas
tortuosas en las que buscaba la sombra protectora, me dirigí
al imponente edificio que, al este del puerto, domina el barrio
de los comerciantes.
Edificada sobre un cerro transformado en una especie de
zócalo gigantesco merced al añadido de espesas murallas, cuya
construcción había exigido varios años, y elevada además gra-
cias a una plataforma hecha de enormes piedras almohadilla-
das, Villa Caprara era, de todos los palacios que he visto, el más
extraordinario. Se presentaba como un inmenso hexágono, de
modo que el observador, situado delante de lo que creía ser la
fachada principal, divisaba además -como las dos orejeras de
un gorro, divergiendo hacia el horizonte, desafiando las leyes
más elementales de la perspectiva- los dos lienzos de las caras
laterales, cuya separación del cielo hacía que el suelo se hundie-
ra bajo sus pasos. Si, superando el malestar o el vértigo del que
no era difícil ser víctima, el visitante emprendía el ascenso de la
monumental escalera doble que le llevaba primero al nivel del
primer rellano, luego ante la grandiosa puerta de entrada y si,
apenas repuesto de sus emociones y todavía inseguro acerca de
las intenciones a las que obedecía la extraña construcción, atra-
vesaba la colosal disposición del vestíbulo, quedaba maravilla-
do: en el pesado habitáculo hexagonal se inscribía el círculo del
Michel Henry 25

patio interior, y la armonía de sus cuatro pisos circulares, que


presentaba un juego alterno de columnas corintias y de pilas-
tras, le cortaba la respiración. Sin embargo, bastaba regresar al
vestíbulo y volverse a la derecha para descubrir, más asombrosa
todavía, la fabulosa escalera de Verzone, que proyectaba hacia
un techo de trampantojo la espiral blanca de su barandilla al
ritmo que le imponía, entre una curvatura y otra, la cesura
ligera de sus pequeñas columnas gemelas.
Abandonándome, como cada vez que me era dado venir
a este lugar, a esa especie de exaltación que hace nacer en
nosotros el espectáculo de la belleza, subiendo lentamente los
peldaños de mármol, saboreaba, tras el duro ascenso bajo el
sol, el frescor umbrío de la vasta estancia. Ni un ruido venía
a inquietar la paz que se extendía bajo las altas bóvedas. Los
anchos batientes se abrían y cerraban a mi paso sin un solo
chirrido. Siempre me ha gustado el silencio. Pero era preciso
reconocer que aquí había algo de fúnebre. Este majestuoso
navío de cuatro puentes cuyas crujías desiertas yo recorría,
encallado en medio de un barrio que hervía de vida y en el
que, a cada paso, un comerciante os interpelaba, al tiempo
que pilluelos risueños os cortaban el paso, ya no era, como
lo demostraba mi cruel experiencia, más que el fantasma de
un universo desaparecido. La multitud de estudiantes de otro
tiempo ya no se derramaba por estos corredores, ahora de-
masiado grandes, la biblioteca estaba vacía, las discusiones
habían cesado. Y preguntas inoportunas se agolpaban en el
espíritu: ¿qué iba a ser de la antigua institución si aquellos a
los que estaba destinada la abandonaban? ¿Qué iba a ser del
mundo si el pensamiento ya no le importaba? Esta sociedad,
a decir verdad, ya no sólo rechazaba su cultura y la enseñanza,
sino que se apartaba de sí misma y era ella la que perdía todo
sentido a sus propios ojos.
Llegué a mi despacho. Era una habitación estrecha, con un
techo demasiado alto que acentuaba su angostura. Una mesa
26 Amor a ojos cerrados

de madera y dos sillas constituían su mobiliario. Hacía meses


que nadie me visitaba allí. Había dejado de meditar respuestas
a preguntas no planteadas. Dedicaba mi tiempo a la lectura.
Al final de la tarde dejaba allí el libro, para encontrarlo a la
semana siguiente abierto por la misma página. Además, las
frases, las palabras se embarullaban, su significado se perdía,
yo reflexionaba horas enteras sobre aquello que estaba pasando
y que según parece escapaba a observadores más perspicaces
y mejor preparados que yo. Mi mirada vagaba de un modo
indefinido por el muro, cubierto de un amarillo apagado, y
luego me quedaba allí sin ver nada.
Aquel día, sin embargo, llamaron a mi puerta. Una joven
se coló en la habitación y, antes de que hubiera tenido tiem-
po de levantarme y de bosquejar un gesto de acogida, estaba
sentada ante mí. El bronceado excesivo de su cuerpo, que aso-
maba por un vestido ampliamente escotado, las pulseras exó-
ticas que llevaba en las muñecas y, como advertí más tarde,
en uno de sus tobillos, sus manos distraídas, su rostro vivaz
que adoptaba a cada momento las mímicas más diversas, una
mirada azul que ella te clavaba de golpe en los ojos antes de
retirarla con un pudor fingido, su voz sobre todo, a imagen de
su rostro, cambiando sin cesar de registro y de tono, ya clara,
cristalina, como el agua de una fuente de montaña, ya grave,
calurosa y a veces amenazante, una voz que ella tañía como
un instrumento musical y que, tras haber recorrido la curva
ascendente y descendente de su gama, se mudaba repentina-
mente en una carcajada a la que se daba la libertad de pro-
longarse indefinidamente, que parecía escucharse a sí misma,
embriagarse de sí misma y abandonarse a su vez al juego sin
fin de sus trinos, hasta que, faltando bruscamente la respira-
ción, una tos sacudía el pecho de la joven, descubriendo su
fragilidad al tiempo que su gracia; todo esto me habría hecho
creer que estaba tratando con una comediante o una histéri-
ca, si no hubiera sido porque el recital estaba demasiado bien
Michel Henry 27

preparado: era una especialista en este género de discursos,


quiero decir en el discurso que me dirigió y que fue poco más
o menos este:
-Ya ve cómo están las cosas -decía ella-, vengo a verle
y es casi indecente. Nos hemos vuelto a tal punto estúpidos
que, en este lugar en el que se debería enseñar la verdad y
la franqueza, un hombre como usted y una mujer como yo
no pueden reunirse si no es para hablar de cosas que les son
completamente extrañas e indiferentes, ¡para hablar de todo
excepto de ellos mismos! Y cómo podríamos hacerlo si, desde
que fuimos a la escuela, se nos ha enseñado a avergonzarnos
de nosotros y de todo lo que nos interesa, de nuestro cuerpo,
de nuestros deseos ...
Me miró y, como yo guardaba silencio, continuó en un
tono más vivo:
-¿Pero en qué cree usted que piensan los adolescentes
cuando están solos? ¿Y los adultos? Nosotros mismos, si nos
hubiéramos conocido en otro lugar que en esta barraca sinies-
tra, en una playa o en casa de unos amigos, ¿cree usted que
estaríamos colocados de esta manera ridícula a tres metros el
uno del otro, separados por una mesa coja, usted con aire de
haberse tragado un palo y yo obligada a violar las grotescas
leyes del decoro, que han hecho morir de aburrimiento a ge-
neraciones enteras, para atreverme a ser por fin yo misma?
-Es verdad -dije- que en el pasado a las relaciones
universitarias a menudo les ha faltado naturalidad ...
-Es verdad ... -ironizaba ella- ¿Y sabe por qué?
Indiqué que no.
-Porque, evidentemente, la sinceridad de una conversa-
ción, por simple que sea, es imposible si uno de los interlocu-
tores tiene al otro a su merced.
Fingí asombrarme:
-¡Y qué decir de los exámenes!
Golpeó ligeramente el suelo con el tacón del zapato:
28 Amor a ojos cerrados

-¿No es extravagante pensar que la posibilidad de que


alguien encuentre un oficio, la posibilidad de que coma, de-
pende del asentimiento de un señor satisfecho de sí mismo? Y
no es sólo el día del examen cuando hay hacerle zalemas, ¡es
a lo largo de todo el año! Habrá que ir a sus cursos, escuchar
con ojos brillantes las chifladuras de un viejo imbécil, con el
fin de volvérselas a servir bien clientes, llegado el día, en un
envoltorio adecuado.
-Hay, sin embargo, conocimientos objetivos ...
-¡Hablemos de ellos! ¿Usted encuentra verosímil esa di-
visión de la humanidad en dos: por un lado los que saben,
pues se sobreentiende que en un examen el examinador lo
sabe todo, y por otro los que no saben nada y en el mejor de
los casos no pueden hacer otra cosa que repetir lo poco de ese
saber iniciático al que se les ha otorgado el privilegio de tener
acceso? ¡Como si cada uno de nosotros no supiera tanto como
cualquier otro sobre lo que hace falta conocer en esta vida!
¡Cómo si el menor de nuestros gestos, el más simple y también
el más indecente, no testimoniara lo que somos de un modo
más seguro que las peroratas abstractas! ¡Cómo si todo lo que
hacemos espontáneamente, y a ser posible olvidando lo que
nos han enseñado, no fuera una expresión directa de nosotros
mismos, incluso una creación, el producto de lo mejor que
tenemos ... nuestros instintos!
Yo seguía callado. La voz se hizo más agresiva, silbaba a
veces como un desafío, en tanto que el rostro de mi interlo-
cutora se animaba y una especie de pasión habitaba ahora sus
palabras:
-Y en cuanto a ese famoso saber que se pretende incul-
carnos, ¡qué cosa tan extraña! No es más que cuestión de es-
fuerzo, de trabajo, de la actividad en su forma más repelen-
te. ¿Y qué clase de esfuerzo? El esfuerzo contra uno mismo y
contra lo que hay de vivo en nosotros. ¡Hay que refrenar los
impulsos, escapar a la influencia de las pasiones, desconfiar
Michel Henry 29

de los sentimientos, rebasar la sensibilidad hacia el concep-


to -destacaba estas palabras con una satisfacción evidente-,
en suma , negar que tenemos un cuerpo y tratar de matar la
vida por todas partes! ¿Y por qué este proyecto espantoso? ¿No
lo ve todavía, profesor? Porque -continuó tras una sonrisa
forzada- se quiere desviar nuestra energía de su verdadero
fin: el placer. Se nos quiere hacer currar , ganar pasta. ¡Toda la
educación ascética que recibimos aquí no tiene otro objetivo
que prepararnos para el empleo que la sociedad nos reserva!
¿Qué mejor preámbulo al servicio a los demás, quiero decir
al servicio del patrón explotador, del comerciante cínico y del
granjero ahíto, que la renuncia de sí?
Arriesgué una objeción:
-No se trabaja sólo para el provecho de los demás. Cuan-
do veo esta ciudad, este puerto, esos navíos cargados hasta los
topes, estas calles, estos palacios ...
-¡Está claro que quienes los habitan no son los que los
han construido!
Experimenté una fatiga repentina, una especie de lasitud
como cuando se avecina una de esas discusiones interminables
que no llevan a nada más que al agotamiento de los participan-
tes. ¿Compartía ella este sentimiento? Hubo un largo silencio.
-Yo vengo -le dije finalmente- de un país lejano. Des-
de luego, la vida es allí más simple que entre ustedes, más cer-
cana al cuerpo, como usted desea. Para la mayoría de la gente ,
en mi país, se trata sobre todo de no morir de hambre o de
frío. Es verdad que, cuando estas dos condiciones se cumplen,
uno se considera un privilegiado. Durante toda mi juventud ,
sin embargo , he soñado con Aliahova. He trabajado sostenido
por la esperanza de venir aquí un día. Y lo que he encontrado
aquí ha rebasado mis expectativas. Me acuerdo de mi llegada.
Era tarde, el día declinaba, yo corría como loco hacia la plaza
de la catedral , por temor a que la noche se la hurtara a mis
ojos. Todo lo que veía me dejaba pasmado. No era una ciudad
30 Amor a ojos cerrados

extranjera , una comarca nueva, era otro mundo. Y comprendí


por qué. Porque en esos lugares que contemplaba maravillado
y que usted quiere destruir, lo hombres habían inventado lite-
ralmente otra cosa -me sorprendió repentinamente la dureza
de mi propia voz-, una cosa que no existía en ninguna parte
de la naturaleza, entiende, sino sólo en el fondo de nuestro ser,
y que es más antigua que nosotros. Esta ciudad ha sido para
mí la confirmación de lo que yo vislumbraba confusamente ,
la prueba ...
Y fue entonces cuando su risa estalló de nuevo, ligera, feliz,
luminosa, llena de una energía que sólo se desplegaba progre-
sivamente y de la que parecía seguir teniendo una parte en
reserva, mientras que, a semejanza de un paisaje de colinas que
el viajero descubre un poco más a cada nueva cresta, esa risa
subía y bajaba indefinidamente , reiniciada por el mismo júbi-
lo incontrolable que volvía a lanzarla hacia adelante, hasta que
el silencio regresó por fin al pequeño despacho, dejándonos a
uno frente al otro como viejos conocidos, como si este inter-
medio se hubiera escrito desde la eternidad y ahora formara
parte de nosotros mismos.
-En el simple plano material -proseguí- creo que us-
ted se hace bastantes ilusiones en lo tocante a esta existencia
más ... auténtica -destaqué a mi vez esta palabra- a la que
pretende regresar. Que hay un cierto gozo en sembrar trigo o
recoger madera, no lo discuto. Pero cuando vuelvo a mi país y
veo a estas personas perdidas en una naturaleza inmensa , mi-
rando sin decir palabra, días enteros, con la sola compañía de
sus rebaños dispersos por vastas extensiones informes , apresu-
rándose, cuando viene la tormenta, hacia un refugio irrisorio ,
o bien agolpados en invierno alrededor de un fuego mediocre,
siempre a merced del capricho de las estaciones, y todo ello en
medio de un solemne hastío, no tengo más remedio que de-
cirme que estos hombres valerosos están completamente em-
brutecidos . Porque, sabe usted , viviendo en el frío, demasiado
Michel Henry 31

cerca de la cierra que cuando llueve se convierte en barro, se


hace muy rápidamente imposible concebir la menor idea.
-¿De qué sirve pensar?
-Tampoco se puede leer -dije con impaciencia- si
no hay lámparas de aceite, artesanos que hayan fabricado las
lámparas, comerciantes que hayan vendido el aceite, codo ese
universo mercantil...
Esperaba su risa, pero ya no me escuchaba. Ciertas perso-
nas están hechas de cal modo que, cuando ya no se habla de
su obsesión, se aburren. Leí esta ausencia en su rostro. Volvió
a empezar:
-Lo quiera usted o no, este mundo va a desaparecer. El
tráfico, la explotación, la acaparación , las diferencias, ya no
queremos eso. Y los que se aferren a esas antiguallas desapare-
cerán también.
-Es asunto suyo -le dije-. De todas formas, yo no soy
aquí más un extranjero, y el espectáculo de lo que pasa entre
ustedes me servirá de distracción.
-¡Desengáñese! ¡Hoy nadie puede limitarse a ser obser-
vador!
Su voz era a la vez dulce y amenazante:
-Sé que durante mucho tiempo usted se ha refugiado de-
trás de su nacionalidad ... eso se acabó: es preciso elegir porque,
de codos modos , ¿no es verdad?, se elige.
La miré a mi vez a los ojos:
-No hablo de mí. Pero ¿cómo pueden atentar contra
hombres ... estimables y de gran valía, simplemente porque no
son de su opinión?
-No hay más que una verdad.
Y entonces fue como cuando, de golpe, el sol atraviesa las
nubes y el paisaje resplandece:
-Todo esto -prosiguió muy rápido- son palabras. Y lo
que intento hacerle entender no se explica con palabras. Esté
m añana a las tres en la playa de Levante. Más allá de la casa de
32 Amor a ojos cerrados

Hércules -me interrogó con la mirada y yo le hice signo de


que conocía ese lugar- hay una duna más alta que las otras.
La encontrará sin dificultad. Le esperaré allí. Entonces verá,
todo quedará claro. ¡Ah!, se me olvidaba: me llamo Judit.
Oí el ruido entrecortado de sus tacones en las baldosas
de piedra. Disminuyó progresivamente y, al llegar al final del
corredor, comenzó a describir la espiral de la gran escalera. El
silencio del pesado edificio volvió a formarse lentamente y yo
me abandonaba de nuevo a su paz engañosa, así como al calor
de esta presencia todavía difusa a través de la habitación, cuan-
do el brusco chasquido de la inquietud me hizo levantarme.
Decidí ir a ver a Denis.

***

En torno a Villa Caprara, el barrio de los comerciantes se


despertaba de su sopor de sobremesa. El viento del mar sopla-
ba suavemente en las callejuelas, agitando la ropa tendida en
las ventanas, haciendo temblar las flores variopintas, difun-
diendo por todas partes el frescor y la esperanza de alta mar.
Tras el agobio del día, las tardes de verano en Aliahova tienen
un encanto que no se puede olvidar. Es como si repentina-
mente la vida nos hiciera señas, una vida cercana, amistosa,
sin misterio. No es que sea posible comprenderla por entero
o verla de verdad mientras ella va y viene sin cesar alrededor
de nosotros, en todas direcciones, y estos rostros múltiples re-
posados por la siesta se tensan de nuevo hacia una meta que
ignoramos (y que debe de ser ir a buscar una tarta de cum-
pleaños para la hermana pequeña o pescado para la sopa de la
abuela). Pese a ello, a causa de ello, debido a que, sean cuales
sean, sus preocupaciones son tan simples y nosotros podría-
mos entenderlas como ellos comprenden las nuestras, los que
caminan a nuestro lado en la muchedumbre, más rumorosa
conforme avanza el día, se detendrían de buena gana, creo
Michel Henry 33

yo, si les pidiéramos una información o una ayuda cualquiera.


¿Qué otra cosa han hecho entre ellos desde hace siglos? Esto
es lo que les ha permitido subsistir, apoyándose unos en otros
y prestándose pequeños favores, ahorrando fuerzas en la lucha
por la vida.
El Trasvedro, que ahora atravesaba con paso rápido, pre-
senta una hilera de casas estrechas que tienen en el frontón
(hasta las viviendas más modestas están marcadas aquí con el
sello del amor a la belleza) una polea con una cuerda, al final
de la cual están atadas, reposando en el suelo, cestas hechas de
lamas de corteza de tilo trenzadas. Y cuando pasa el lechero o
el panadero, y deposita su mercancía en una de las cestas sabia-
mente alineadas, da un grito, mientras en la ventana más alta
aparece el rostro de una vieja, que atrae hacia ella la preciosa
carga.
Al igual que un hombre que se sabe afectado por una
enfermedad mortal y descubre con angustia el esplendor in-
alterado del mundo, me aparté con el corazón oprimido de
estos lugares familiares y subí la colina del Tinto, al oeste de
la ciudad. Cuando se conoce a Denis, su temperamento aris-
tocrático, su sentido de lo natural, su pragmatismo típica-
mente nórdico, su gusto por las cosas «más simples», que son
siempre, como por azar, las mejores, uno ya no se asombra
de que haya encontrado el modo de alojarse aquí. El Tinto es
el barrio chic de Aliahova. Desde que se levanta, la brisa del
mar lo alcanza, rozando sus jardines, ocultos tras altos muros.
De los palacios que en otro tiempo cubrían la colina y que las
invasiones de los bárbaros y las incursiones de los piratas, una
tras otra, habían despojado de su revestimiento de mármol y
de sus bronces, con los que se hicieron cañones, no quedaba
hoy más que los largos muros de ladrillo rosado, cubiertos de
la pátina del tiempo, por encima de los cuales brotaban las
mareas de una vegetación polimorfa y la inmensa arboladura
de los pinos gigantes, que balanceaban su silueta silenciosa
34 Amor a ojos cerrados

por los caminos desiertos. Esta es la seducción del Tinto, el


cromatismo refinado de ese rosa y de ese verde, que se repite a
lo largo de vastas avenidas, de una encrucijada a otra. Es esta
armonía secreta, más fuerte que los acontecimientos que os
asaltan, la que, según creo, me había devuelto un poco de cal-
ma y me llevaba ahora a la vivienda de Denis, una habitación
situada en el segundo y último piso de una villa cuya elegante
fachada palladiana se ocultaba tras un seto de cipreses y tejos.
Se accedía a ella, extrañamente, por una escalera exterior, una
especie de pasarela de navío pegada al antiguo muro rugoso.
Unos laureles gigantes que en ese lugar se apretaban contra la
casa servían para esconder lo que este dispositivo podía tener
de poco estético, y Denis ganaba con ello el disponer de una
entrada independiente para lo que llamaba su palomar.
Al llegar a Aliahova, me aconsejaron que me relacionara
con alguien del país. «Sólo él le ayudará -me decían- a su-
mergirse en una existencia que le es a tal punto extraña; es más,
en contacto con usted él reparará en ella por vez primera. Edi-
ficios, paisajes, gentes a las que no prestaba la menor atención,
resplandecerán para él con una luz nueva, estará orgulloso de
ellos, sabrá hacerlos valer ante los ojos de usted y podrá ha-
blarle de ellos con la familiaridad de un amor reencontrado».
Tengo que reconocer que no logré dar con nadie semejante
en esta ciudad. Sus habitantes ya no la veían, se habían vuel-
to incapaces de apreciar su grandeza y su valor -como esos
maridos que tienen una mujer maravillosa y van a acostarse
con jovencitas-. Un sordo descontento se manifestaba aquí
contra todo el despliegue anterior y lo que lo había producido,
un resentimiento sistemático que hacía preferir lo «nuevo»,
aunque fuera ridículo o incluso inexistente, a lo «antiguo»,
cargado de todos los pecados. Incluso se producían escenas
increíbles. Habiendo roto un desequilibrado la mano de una
de las esculturas más bellas de la catedral, un grupo de pinto-
res vanguardistas que se distinguían por la forma de su barba,
Michel Henry 35

y por la longitud y el desorden de su cabellera, celebró este


crimen como el «primer acto revolucionario serio empren-
dido en Aliahova». Numerosas personalidades -y no de las
menores- se unieron a estas declaraciones, multiplicando las
peticiones con vistas a lograr la liberación del presunto cul-
pable. Y lo que es más sorprendente, la justicia se sometió. Al
término de una sesión agitada y tensa, el propio fiscal general
reconoció que los hechos estaban mal establecidos (pese a que
el trastornado había actuado en el curso de una ceremonia
religiosa, ante varias decenas de testigos, un cierto número de
los cuales, es verdad, no se habían presentado a la vista) y que
«en todo caso su sentido era problemático».
Más o menos por las mismas fechas tuvo lugar una expo-
sición de escultura cuyo tema obligatorio era «el excremento
humano», la cual suscitó un entusiasmo nunca visto con an-
terioridad. Los resultados, proclamados en medio del regocijo
general, otorgaban el premio a Coulouviese, un charlatán que
no se había distinguido hasta entonces más que firmando ma-
nifiestos provocadores, llenos de las elucubraciones más ton-
tas. Pero esta vez tuvo una ocurrencia genial, por retomar la
expresión de la muy seria Gaceta de Aliahova, a saber: puesto
que era cuestión de excrementos, llevó los suyos, tal cual, «sin
deformación ideológica de ningún tipo» y, en definitiva, tal
como acababa de producirlos. El artista añadió dos observa-
ciones: la primera, que su actitud no era en absoluto irreve-
rente con el pasado, ya que no hacía otra cosa, en suma, que
retomar la gran enseñanza de los antiguos, dejar hablar a la
naturaleza; la segunda, que pese a todo le había faltado auda-
cia en su voluntad innovadora, por lo que pedía que se tuviera
a bien excusar su timidez, es decir, su deseo de no contrariar
a sus conciudadanos. Pues, evidentemente, no habría debido
ejecutar su obra tal como lo había hecho, en su casa, a solas,
como un artista pretencioso apartado del pueblo, sino aquí
mismo, en medio de todos, y entonces todos, dispuestos en
36 Amor a ojos cerrados

un amplio círculo, habrían podido unirse a su gesto creador


y ejecutarlo con él, sin que en la obra común pudiera ya dis-
tinguirse la parte de cada uno. Porque ahora el arte debía ser
una actividad colectiva, y lo sería a condición de apartar todo
tecnicismo superfluo, todo saber académico, para volver a la
simple inmediatez material, a lo que de alguna manera somos.
Y Coulouviese evocaba, con suaves inflexiones en la voz, la
escena memorable en que, en el calvero primitivo, en torno a
la hoguera, los adolescentes rivalizaban en una justa fraternal
jugando a quién mearía más lejos, apagando delante de ellos,
a la mayor distancia posible, las llamas rebeldes bajo la mirada
admirada de chicas de largos cabellos.
Y he aquí el motivo -al relatarme las palabras de Cou-
louviese, Denis no podía evitar desternillarse de risa-, he aquí
el motivo por el que se ha confiado a las mujeres el cuidado del
fuego: ¡porque les faltaba esa cosita que les habría permitido
apagarlo! ¡A la vez, desgraciadamente, se les daba la nostalgia
de lo que ellas no tienen y se las traumatizaba peligrosamente!
De nuevo rompíamos a reír.
Naturalmente, prosiguió Denis cuando hubo recuperado
la seriedad, todo eso es de Duerf, palabra por palabra. Nuestro
laureado no era más que un loro. ¡Lo que daba fuerza y unidad
a sus proclamas era, por lo demás, el atenerse a lo poco que
sabía!
Vuelvo a ver el rostro de Denis cuando me explicaba, a lo
largo de aquellas veladas, los extraños sucesos de los que había
sido testigo desde su llegada a Aliahova, dos años antes que yo.
Su rubia cara se animaba entonces y se coloreaba hasta volver-
se rubicunda, al tiempo que unas arrugas alegres atravesaban
su alta frente y la movilidad de sus rasgos se hacía semejante a
la de su espíritu. Esto solía ocurrir en alguna de esas tabernas
del Trasvedro que, al pie del Tinto, marcan el límite de los
dos barrios, casí diría de dos mundos. La gente bien se dejaba
caer por allí a la tarde, cuando el frescor había alcanzado la
Michel Henry 37

vieja ciudad, a fin de mezclarse con el pueblo llano y degustar


con él sus brochetas y sus gambas a la plancha . Lo que nos
empujaba, a Denis y a mí, a unirnos a esta muchedumbre des-
preocupada, era el vino de lava que se servía en estos mesones
de simplicidad afectada, un vino casi negro, áspero, que se
adhería a la lengua y bajaba por la garganta como un reguero
de fuego y de sangre. Bebíamos, creo, un poco de más, pero
Denis se las arreglaba siempre para dar a este exceso el aire de
un comportamiento científico, la nobleza de una demostra-
ción; pues, según decía, sólo un vino absolutamente natural,
absolutamente sano podía ser absorbido en cantidad no des-
preciable sin subirse a la cabeza ni obscurecer el espíritu. El he-
cho es que, cuando las calorías de estos festines felices daban a
nuestras discusiones un sesgo más exaltado -a tal punto que
a veces se hacía el silencio alrededor de nosotros, como si nues-
tros vecinos de una tarde desearan participar en esta diversión
nuestra tan visible-, la lucidez de mi compañero me deja-
ba estupefacto. No era sólo la manera infinitamente divertida
con la que narraba los últimos incidentes, en los que la vida
cotidiana de Aliahova era tan pródiga ahora; tras el prisma de
su humor siempre al acecho, un juicio que no debía nada a
nuestra situación tan particular, un juicio político, implacable,
a cuya evidencia uno se veía forzado a rendirse, se vertía sobre
las cosas, y lo que este juicio dejaba ver de la marcha de los
acontecimientos no tenía nada de divertido.
Durante mucho tiempo, es verdad, la sola presencia de mi
amigo, su alegría contagiosa, la precisión de sus apreciaciones
-que tenían toda esta agitación como a distancia, cuando no
le conferían un carácter pueril o simplemente bufonesco-
nos había mantenido en la euforia de nuestra condición de
espectadores que se divierten. Pero ¿cómo olvidar las palabras
de Judit y la advertencia inequívoca que contenían? A fuerza
de analizar el suceso, nos parecía que no iba con nosotros. Sin
embargo, he aquí que ahora me veía implicado, por lo que,
38 Amor a ojos cerrados

mientras subía de cuatro en cuatro los peldaños de la inestable


escalera que llevaba a su vivienda, pensaba en preguntarle a
Denis qué margen de maniobra nos dejaba aún la comedia
que se estaba desarrollando aquí.
Cuando llegué al balcón que servía de vestíbulo a la habi-
tación, me llevé un sobresalto: las persianas estaban echadas
y vi por primera vez su pintura verde desconchada por la sal,
de una palidez desolada. No era sólo la ausencia de Denis lo
que me sorprendía, aunque, desde que éramos amigos, yo lo
había encontrado siempre a esta hora, fumando una última
pipa, terminando «en ese instante», como me hacía creer con
su encantadora cortesía, su jornada de trabajo, ya en pie, po-
niéndose la chaqueta y listo para acompañarme en nuestro
deambular nocturno a través de la ciudad de nuestros sueños.
No sé qué impresión de abandono emanaba de esta puerta
cerrada, de este silencio nada habitual. Por un momento tuve
el presentimiento -absurdo, lo sé, pero al fin y al cabo irre-
cusable mientras notaba cómo me invadía y cómo, a través de
todo mi ser, me oprimía-, incluso la certeza, de que nunca
volvería a ver a Denis. Me tambaleé y me agarré a la barandi-
lla. Me esforcé por respirar profundamente. Finalmente abrí
los ojos. El espectáculo que había contemplado tantas veces se
extendía ante mí: oleadas de follaje invadían la mar, las filas de
cipreses y de grandes pinos cruzaban un espacio con reflejos de
oro, que cambiaba dramáticamente al ponerse el sol.
Volví a bajar lentamente y, tras haber estado errando por
el parque, me dirigí hacia la puerta principal de la villa. Sólo
entonces caí en la cuenta de que estaba cerrada, al igual que
los postigos de las ventanas. Toqué, llamé, di la vuelta a la vas-
ta mansión; mi voz era lo único que turbaba el silencio. Que
Denis se haya ausentado unos días, sin haber tenido tiempo
de advertirme, sea; pero que el propietario, uno de los médicos
más famosos de Aliahova, que había elegido retirarse a este
refugio de verdor y que precisamente nunca lo dejaba, haya
Michel Henry 39

partido también, él y la numerosa servidumbre que lo aten-


día, esto era lo sorprendente. A menudo, cuando pasaba por
la tarde, el viejo me saludaba y cambiábamos unas palabras,
mientras su acompañante, cuyo rostro exhibía la gracia de los
seres que no tienen otra preocupación que la de entregarse, me
traía, en un zarzo cubierto con una servilleta blanca, frutas del
jardín o, en invierno, pasteles hechos por ella misma. De todo
esto no quedaba nada, y yo descubría, asombrado, aquellos
lugares que la vida acababa de abandonar. Fui todavía hasta la
finca vecina y accioné furiosamente la campanilla, que, como
un pájaro viejo, dejó oír su voz fatigada. Pero tampoco allí
respondieron a mi llamada.
Como en un sueño, por senderos llenos ahora de som-
bras, volví a la parte baja de la ciudad. Desviándome hacia
el norte, me dirigí, no sé por qué, al barrio en que habitada
Néreze. ¿A tal punto estaba necesitado del alivio de una pre-
sencia, fuera cual fuera? ¿O simplemente de volver a pisar te-
rreno firme y, hablando con alguien de cuyo buen sentido no
cupiera dudar, contemplar la situación a una luz más tranqui-
lizadora? Sin duda, la rápida sucesión de todos estos hechos
imprevistos no se debía sino al azar, para cada uno de ellos
existía una explicación y Néreze me ayudaría a encontrarla.
No le había visitado desde hacía tiempo, es verdad, y quizá
estaba ofendido por ello. Por otra parte, ¿convenía contarle la
visita de Judit y, sobre todo, pedirle su opinión sobre el cu-
rioso lugar que había fijado para nuestra cita? En todo caso,
Denis formaba parte, como yo, de la sección de lingüística,
de la que Néreze era director, y era normal, por esta razón,
que se preocupara de la suerte de cada uno de nosotros. Me
di cuenta, de pronto, de que ya tenía motivo para mi visita
y, dejando atrás toda vacilación, acelerando el paso, me hallé
pronto ante la angosta casa de dos pisos, separada de la calle
por un jardincillo. Atravesando la cancela, agarré la aldaba y
golpeé la puerta con fuerza.
40 Amor a ojos cerrados

Y entonces se produjo lo increíble. Había dado varios gol-


pes en vano y me disponía a irme cuando se oyeron unos pasos
que se aproximaron con precaución y, después de un tiempo
de espera que me pareció no tener fin, la puerta se entreabrió.
En la silueta rechoncha que se recortaba sobre el fondo oscuro
del pasillo reconocía a Néreze, ese aire de campesino prudente
y testarudo propio de él. Apenas me hube fijado en cuánto
había envejecido -los pelos blancos se mezclaban en abun-
dancia con su bigote rojizo, y también su cabellera me pareció
la de un anciano-, su comportamiento acaparó mi atención
y aumentó mi perplejidad. Movimientos inseguros primero,
cada vez más vivos y agitados luego, recorrieron su ser, mien-
tras que sus torpes manos, tras haberse agitado sin objetivo
aparente, esbozaban un gesto de denegación. Y como si todo
este esfuerzo desordenado, estas tensiones múltiples nacidas
en todos los rincones del cuerpo se unieran por fin en un re-
sultado coherente, la boca se abrió o más bien se deformó en
un rictus estúpido y una voz ronca, sorda y fuerte , suplicante
e imperativa a la vez, resonó de manera insólita:
-¡Váyase, váyase inmediatamente y -recobró la respira-
ción como si se ahogara- no vuelva jamás!
Y la puerta se cerró de nuevo.
¿Durante cuánto tiempo me quedé inmóvil ante aquella
casa que se desvanecía en la noche y cuyas ventanas me mi-
raban como dos ojos muertos? La primera hipótesis que me
había venido a la cabeza -que había cometido alguna torpeza
con respecto a Néreze, alguna infracción de las costumbres
que creía conocer- no resistía el examen. Primero, porque
no encontraba nada en mi actitud de lo que realmente pudiera
resentirse. Y además -fue como una evidencia que se me im-
ponía con una fuerza desgraciadamente incoercible- porque
no era yo quien había motivado su conducta inverosímil, ni
tampoco podía ser su destinatario. Mucho antes de que supie-
ra que era yo quien llamaba, desde el instante en que habían
Michel Henry 41

resonado los golpes y él había decidido no responder, no oír, y


luego cuando, al no poder hacer otra cosa, había venido hacia
el visitante desconocido que yo era todavía para él, con esa
lentitud y esa indecisión que yo había adivinado a través del
batiente que aún nos separaba, desde ese instante, sí, el mie-
do, un miedo de tu todo su ser y todo su cuerpo, el miedo
cuya mueca yo iba a captar en su cara, se había adueñado ya
de él. Y no fue a mí -ahora estaba seguro de ello- a quien
vio ante él, mientras que se mantenía como alelado en el um-
bral y sus gestos de pánico lo agitaban como a un pelele, sino
que su mirada se dirigía, por encima y mucho más allá de mí,
hacia algo horrible que le dejaba sin palabras y de lo que yo
no había percibido más que una imagen debilitada sobre sus
rasgos descompuestos. Me giré bruscamente: detrás de mí la
calle estaba vacía.
Caminé rápidamente en la oscuridad. En el primer cruce
tomé una calle perpendicular y me aseguré de que nadie me
seguía. En varias ocasiones repetí la maniobra. Esa noche evité
las arterias animadas en las que os pueden observar sin que lo
sepáis. A veces rodeaba una manzana desierta para ocultarme
bajo un porche. Cuando estuve seguro de estar solo, volví a
casa. Subí la escalera en silencio y, tras haber pegado la oreja a
la puerta de mi habitación, la abrí de golpe. Con ayuda de una
lámpara exploré cuidadosamente mis cosas. Bloqueé la puerta
con un mueble cargado de libros y, palpando con la mano el
forro de mi cofre, cogí el puñal corto del que nos valemos en
mi país para defendernos de los animales y a veces de los hom-
bres. Lo había traído conmigo sin saber muy bien por qué.
Lo dejé en el suelo, al lado de mi cama, al alcance de la mano.

***

Al este del puerto, más allá de los almacenes y de los han-


gares en los que se acumulaban en otro tiempo mercancías
42 Amor a ojos cerrados

venidas del mundo entero y de los que sólo algunos se utilizan


todavía -de los otros no quedan más que sus carcasas vacías,
sus paredes deslucidas o reventadas por los saqueadores-, la
ciudad se acaba bruscamente. Ante la mirada se extiende la
planicie de arena, surcada a lo lejos por la ondulación de las
dunas. Unas pocas líneas de carrizo ayudan delimitarlas, pero
a esta hora del día, mientras el sol bombardea con sus rayos
de fuego, uno no las percibe. A decir verdad, no se ve nada,
a no ser, a ras de tierra, el temblor del aire recalentado, como
un velo de luz por donde se escurre la sustancia de las cosas
o se borran sus formas. Y uno lo atraviesa como una niebla,
avanzando a tientas, sondeando el suelo que se desliza bajo
los pies, y como si también uno mismo fuera a disolverse en
este deslumbramiento blanco. Entre tanto, las suelas de cuerda
de mis sandalias ya no me defendían de la grava abrasadora;
buscaba el mar y lo adivinaba, más allá de la palidez gris de la
playa, como una inmensa corriente lechosa, semejante al cie-
lo. Habiéndome desatado los zapatos, caminaba por el límite
del arenal, y algunas olas ligeras venían a bañarme los pies.
Advertía también que, al surgir las dunas a mi izquierda, la vi-
sibilidad mejoraba y me ponía a resguardo de una sorpresa. A
mi pesar, en varias ocasiones me tenté la ropa, asegurándome
de que llevaba mi arma.
La brisa se levanta a menudo en Aliahova al comienzo de la
tarde. Ya se disipaba la neblina que acababa de atravesar y, allí
donde la costa comienza a girar hacia la punta del Tenabro y
hacia alta mar, vi destacarse una masa oscura. Situada al borde
de la playa, hecha de grandes bloques de piedra negruzca (a
menos que el color fuera resultado de un incendio), rompien-
do la curva perfecta de la orilla que huye ante nosotros hasta
el infinito, único punto de referencia en un paisaje fluido y
que, como el mar, no tiene ni comienzo ni fin, punto de mira
del paseante y del navegador y conocida por esta razón (más
que por las turbias historias que sobre ella se contaban), des-
Michel Henry 43

pojada de sus ventanas, su puerta y, según parece, una parte


de su techumbre, la casa de Hércules alzaba ante mí su silueta
insólita, dando a los lugares que la rodeaban, por violenta que
fuera la claridad del día, por alegre que fuera el rumor del agua
en la cercanísima orilla, un aire siniestro. Pero yo tenía otros
motivos para evitarla. Empecé a rodearla hacia el interior y,
hundiéndome en la tierra, comencé a describir el largo bucle
que iba a llevarme adonde quería. Avanzaba prudentemente,
evitando los pasos demasiado estrechos entre los montículos,
con la mirada al acecho. Frente a mí, una cresta más elevada
formaba una barrera. La subí lentamente, mientras algunas
chimeneas de arena se hundían bajo mis pasos. Había alcanza-
do la cumbre, en la que se agitaban, formando una vegetación
más tupida, carrizos cuyas puntas me arañaban las piernas. A
mis pies se desplegaba una depresión circular cuya regularidad
admiré al tiempo que me hundía en ella, jugando a borrar las
imperceptibles ondas que el viento había formado en la super-
ficie inmaculada. Como una barca en el seno de una ola, me
elevaba llevado por la siguiente ondulación hacia la maraña
de carrizos cuando, en este universo de blancura cuya luz me
cegaba, una forma más blanca aún pareció moverse, estirarse,
exhibirse, para finalmente quedarse inmóvil cerca de mí: era
una mujer joven, completamente desnuda, de pie en la cima
de la duna y contemplándome, volviendo hacia mí un rostro
sin expresión.
Quedé desconcertado, ajeno al sentimiento que habría de-
bido suscitar en mí la presencia de ese cuerpo tan cercano y
que, aparentemente, se ofrecía por completo a las punzadas
del deseo. Pero era como si, en un museo, tendiera la mano
hacia él y no encontrara más que el frío de un mármol, ex-
plorando el borde insensible de su volumen privado de vida.
Además, la conciencia aguda, la conciencia dolorosa de mi
situación hizo que la sangre me subiera a las mejillas. Levanté
los ojos hacia la desconocida, buscando su mirada, acechando
44 Amor a ojos cerrados

una señal, cuando oí detrás de mí risas ahogadas. Volví lenta-


mente sobre mis pasos y de nuevo me encontré en el fondo de
la depresión. Entonces apareció, sobre el promontorio que es-
taba enfrente del que acababa de dejar, otra forma más móvil,
y era de ella de donde venía esa risa que yo habría reconocido
entre mil: demasiado alejado de ella para discernir sus rasgos,
sabía ya que era Judit.
Como la fuente de la plaza del Moro, cuando llega la tar-
de y el hábil dispositivo de sus tuberías ocultas se pone en
marcha, hace brotar de la boca de los ríos, de los gigantes, de
los sátiros y de los tritones que pueblan el plano cuadrifolio
de su estanque, no uno sino múltiples rastros luminosos de
sus chorros entrecruzados, también aquí, en este lugar que yo
creía desierto, a esta hora, la más silenciosa del día, vi todavía,
surgiendo del suelo virgen, dos nuevas apariciones, dos muje-
res más, también ellas desnudas, manteniéndose una enfrente
de la otra, sobre las dos crestas simétricas. Y yo era como el
personaje principal de una alegoría cuyo sentido no descifra-
ba, mientras, situado en medio del pequeño circo, examinaba
sucesivamente cada una de las cuatro estatuas que componían
el cuadrilátero imaginario cuyo centro yo ocupaba.
A la más bella no le veía el rostro, que mantenía apartado
de mí, y su inmensa cabellera negra, que se desplegaba siguien-
do la curva suntuosa de sus sucesivas ondas y venía a morir en
el arco de cintura, parecía asimismo querer ocultar lo que fin-
gía enseñar. Pero era toda su actitud, quiero decir el modo de
comportarse en lo alto de su loma, la que traicionaba el mismo
propósito. Pues, mientras sus compañeras se me mostraban de
cara, exponiendo complacientemente todo aquello de su cuer-
po que un hombre podría desear ver, de suerte que yo habría
podido saber de cada una de ellas, por ejemplo, si se teñía el
cabello, comparando su color al del original, aquella en la que
ahora se concentraban mi atención y mi interés turbados se
me presentaba, en cambio, de perfil y como para sustraerme lo
Michel Henry 45

más íntimo de su ser. Y yo admiraba, fascinado, la figura irre-


prochable, sus colores nacarados, su contorno sinuoso, cuya
perfección era como un rechazo dirigido a la sensualidad.
A través de la ensenada que prolongaba entre las dunas
la depresión en que me encontraba, vi el mar. Se ahuecaba al
soplo de la tarde. De todos los puntos del horizonte acudían
las cimas innumerables de las olas. Abandonando al viento
su cabellera de espuma, se hinchaban, se erguían , disponían
sus masas inestables siguiendo inmensas líneas paralelas que
guardaban las distancias, mientras ellas se aproximaban ame-
nazadoras. Desde la línea del cielo a la línea que trazaba a
lo largo del arenal el desmoronamiento fosforescente de sus
columnas de agua viva, todo avanzaba al mismo tiempo, todo
venía hacia mí. Era como si, en el fondo del océano, un poder
sin límite hiciera surgir el flujo ini°'terrumpido de sus zonas de
color y de sombra, que, una tras otra, venían a golpear la arena
y a morir en ella. Pero detrás de ellas, sin fin, otras se alzaban ,
avanzaban, y otras más, de tal manera que lo que había aquí
no eran estas formas que se deshacían sin cesar para volver a
formarse una y otra vez, ni sus contornos efímeros, sino el
movimiento de su venida infinita, ese poder que desplegaba
sus anillos y me hacía señas.
Fui hacia la gran avanzada líquida, dejando tras de mí,
divertidas o decepcionadas, cuatro efigies mudas, más la pe-
santez onírica de mi malestar. Al llegar a la orilla, me quité la
ropa y entré en el agua. Quien ha tenido ocasión de ver un día
el mar de Aliahova y de sumergirse en él, comprende por qué
desde siempre este acto fue considerado sagrado por los que
lo realizaban. Quien se ha sumergido no solo ha dicho adiós
al mundo y a los múltiples objetos entre los que se disper-
sa su mirada; mientras cierra los ojos y se entrega a la fuerza
inmensa que lo sostiene, el nuevo elemento se deja sentir en
cada punto de su cuerpo, no hay ninguna parte de su ser que
no lo experimente y no se vea afectada por él, y la plenitud
46 Amor a ojos cerrados

a la que se confía lo envuelve por entero. Flotaba entre dos


aguas, balanceándome a merced de las corrientes que subían
del fondo. Un resplandor glauco me rodeaba y yo lo percibía
confusamente cuando entreabría los párpados. A veces me de-
jaba llevar hasta la superficie para recobrar el aliento en medio
del tumulto y la agitación de las olas blancas que rompían
contra mí y me empapaban el rostro. Cuando finalmente fue
preciso abandonar el abrazo de aquel elemento amargo y, tras
hacer pie, avanzaba por la playa, el agua todavía me chorreaba
por la cara. Estaba lleno de la exaltación y del contacto de
esta presencia desnuda en la que no hay laguna ni limitación
de ninguna clase. Y comprendía a los que, en otro tiempo, al
abandonarla, no podían hacer otra cosa que huir al desierto.
Durante mucho tiempo quedé tendido en la arena. Cuan-
do el aire, más fresco, me ;¡1nuncióel declinar del sol, abrí los
ojos. Una bandada de flamencos rosados atravesaba el cielo
pálido. La seguí con la mirada: desapareció por encima de la
casa de Hércules, donde se elevaba -me incorporé para verlo
mejor- la espiral perezosa de una columna de humo blanco.
Creí ver varias siluetas que se agitaban entorno al edificio. En
seguida me levanté y, poniendo cuidado en evitar todo nuevo
encuentro , volví a la ciudad.

***

No dormí nada aquella noche. La imagen de Catalde ocu-


paba mi espíritu. Era uno de los catedráticos más prestigiosos,
y había sido el primero en recibirme cuando, a mi llegada,
emprendí la larga y fastidiosa serie de visitas protocolarias a
los dignatarios de la universidad. Confieso que me hizo una
gran impresión entonces, por la elegancia de su indumentaria,
la facilidad de su conversación, que ocultaba bajo la simpli-
cidad y la naturalidad de una actitud siempre amistosa una
especie de distinción altiva y refinada. Y vuelvo a ver el brillo
Michel Henry 47

de su mirada, mientras se dirigía a mí como a un igual y a un


amigo, preguntándome con renovado interés por mi país y mi
persona, maravillándose de mis respuestas, fingiendo descu-
brir gracias a mí un montón de cosas que no había imaginado
hasta entonces. Y al despedirme, el placer que le había pro-
porcionado conocerme se hizo palpable , evidente, habitaba su
sonrisa y pasó a mí a través de un apretón de manos a la vez
suave y fuerte.
Néreze hablaba de Catalde en términos poco elogiosos.
«Es un arribista y un demagogo -d ecía-, lo que busca es
simplemente ocupar el puesto de gran canciller . Su amabilidad
no tiene otro motivo, y verá que siempre es de la misma opi-
nión que su interlocutor del momento ». Este juicio un poco
sumario me había parecido dictado por la envidia, pues lo que
no se le podía negar a Catalde, por muy oscuras que fueran las
intenciones que se le atribuían, era un brillo, una clase de la
que Néreze estaba desgraciadamente desprovisto. Y sin embar-
go, cuando tuvo lugar la memorable asamblea general de los
profesores de la universidad ...
Aquel día Denis y yo subimos la monumental escalera ex-
terior de Villa Caprara flanqueando a Néreze, como debía ser.
Una muchedumbre considerable se apresuraba hacia el impo-
nente edificio y comprendimos, al verla tan densa , que algo
raro iba a suceder. Cuando penetramos, no sin dificultad, en
el gran anfiteatro, lo encontramos ya invadido por chicos y
chicas jóvenes, algunos de los cuales, según me indicó Néreze
al oído, ni siquiera eran estudiantes. «La gran reforma de la
universidad a la que se nos invita -añadió- va a ser dictada
por estos pequeños cretinos ». Crucé con Denis una mirada
cargada de inquietud por la inoportunidad de estas palabras.
Pero los que se apretaban contra nosotros en el peldaño en el
que finalmente habíamos tenido que sentarnos no nos presta-
ban la menor atención. De cerca, me parecieron más jóvenes
aún, eran adolescentes, casi niños. Miraban ante ellos el lugar,
48 Amor a ojos cerrados

en el centro de la sala, en el que se edificaba, ensamblando


tablas, una especie de estrado. Comenzó una larga espera y me
sorprendió la paciencia de la que daba pruebas este amplio pú-
blico. Lanzando la mirada a mi alrededor, lo examiné con más
detenimiento: los profesores desaparecían, literalmente, entre
los raudales de estudiantes y escolares. Se les reconocía por el
atuendo severo, que sólo ellos llevaban. Más difíciles de iden-
tificar eran los ayudantes, tan melenudos y barbudos como sus
alumnos. Esos -pensé- corren tras su juventud. No lejos de
nosotros divisé a Pacino: camisa abierta, fular rojo, mandíbu-
las crispadas, tenía aspecto de prepararse para un combate. Y
fue a un combate, en efecto, a lo que asistimos.
Catalde acababa de ascender, en medio del silencio y la
atención general, al estrado improvisado y ya surgía la primera
interrupción. Farioli, jefe de fila de los conservadores y uno
de los juristas más conocidos de la ciudad, se había levantado:
-Si entiendo bien, señor Catalde, tiene usted la intención
de presidir esta reunión. ¿Con qué derecho, si puede saber-
se? ¿No se designa al presidente al comienzo de cada sesión
mediante votación secreta, y ello bajo la responsabilidad del
profesor más antiguo?
-Veo, señor mío -respondió Catalde-, que los grandes
acontecimientos que estamos viviendo no le hacen perder el
sentido de los detalle s.
Un estallido de risa saludó las primeras palabras de quien
parecía ser el dueño de la situación.
-Pero tranquilícese, señor Farioli -prosiguió Catalde-,
estoy completamente de acuerdo con usted -de nuevo el pú-
blico se reía-; pienso, como usted, que corresponde a esta
asamblea designar a su presidente y es lo que habría propuesto
si usted me hubiera dejado tiempo para decir una palabra.
No he subido a esta tribuna para imponer mi punto de vis-
ta personal o sacar alguna ventaja mezquina de una situación
que en verdad es demasiado grave, sino porque, usted lo sabe
Michel Henry 49

bien, múltiples voces, en especial las de las organizaciones más


representativas, me lo han pedido. Sólo intento hacer avanzar
las cosas; y volviendo a esta cuestión tan secundaria de la pre-
sidencia, si usted estima que otro será más útil que yo en este
lugar, yo se lo cedo de buena gana.
Y Catalde hizo ademán de descender, pero ya su nombre
era repetido, gritado, aullado por mil gargantas. Del mismo
modo que una presa que se rompe libera de golpe el poderío
formidable de las aguas acumuladas, la multitud reunida bajo
las altas bóvedas de Villa Caprara dejó escapar, por primera
vez, la fuerza colosal contenida en ella, y todos quedamos sor-
prendidos, asustados ante este poder incontrolado que nos do-
minaba y que hacía sentir bruscamente su presencia.
Pero Farioli era valiente (en ese momento todavía estaba
permitido serlo).
-Puesto que es solo el interés por el bien público lo que
le impulsa a esta presidencia -prosiguió dirigiéndose a Ca-
talde-, no se la disputaré. Pero ¿presidente de qué? ¿De una
aglomeración?
Se oyeron rumores, pero Farioli levantó la voz:
-De que es necesario modificar la naturaleza y las formas
de nuestra enseñanza, soy tan consciente como cualquiera, ¡y
lo he dicho antes que usted, señor Catalde!
De nuevo brotaron las risas, y Farioli gritaba ahora para
intentar hacerse oír:
-Sólo que, para que sea eficaz, duradera y útil, esta mo-
dificación no debería obedecer al impulso del momento o a
una presión cualquiera, sino que debe ser meditada y libre, ¡li-
bre, señor Catalde! Ha de ser legítima también, es decir, con-
forme a la constitución de nuestra universidad. Ahora bien,
precisamente nuestros estatutos prevén la posibilidad de una
transformación semejante, quiero decir de su propia transfor-
mación. El consejo de profesores tiene el derecho de modificar
todo lo que quiera en esta constitución, teniendo una mayoría
so Amor a ojos cerrados

de tres quintos de sus miembros, reunidos a puerta cerrada.


¡Por tanto, si es ese cambio lo que usted quiere, y el que yo
también quiero, le ruego, señor presidente, que dé orden de
evacuar la sala a quienes la ocupan en este momento, a excep-
ción de los profesores titulares!
La perorata de Farioli fue recibida con abucheos, insultos
y risas sarcásticas. El tumulto duró mucho tiempo. Mientras
tanto, Catalde se mantenía de pie sobre el estrado la cabeza li-
geramente inclinada, y una sonrisa iluminaba su rostro. Cuan-
do volvió la calma, todas las miradas se dirigieron a él, y se veía
que la mayor parte del auditorio contaba con una réplica a
esta «provocación», según la palabra que revoloteaba en torno
a nosotros. Pero Catalde, como si saboreara de antemano el
efecto de sus palabras, o cal vez para hacer que aumentaran
la expectación y el silencio, se tomaba tiempo. Finalmente,
cuando la atención fue extrema, se puso a hablar en voz casi
baja y siempre amistosa:
-¡Dios mío! ¡Dios mío! En la universidad de Aliahova hay
centenares de estudiantes y pronto serán miles, y el ver hoy a
muchos de ellos reunidos a nuestro alrededor no me escandaliza
como a usted, todo lo contrario. Me alegro de su presencia y, en
vez de rogarles de modo muy poco amable que se vayan, más
bien querría darles las gracias por haber venido e invitarles a
participar, en pie de igualdad, en nuestros debates. Pues se trata
a fin de cuentas de cuestiones que les afectan, y esta institución
fue hecha, creo yo, para ellos. En cuanto a la cuestión de la le-
gitimidad que con toda razón plantea usted, señor Farioli, me
temo que es del todo ilegítimo que los treinta miembros del
consejo continúen decidiendo, ellos solos, la suerte de cientos,
de miles de personas. Las medidas concernientes a la vida de los
estudiantes serán legítimas en la medida en que sean decididas
por ellos y por nosotros. Todos juntos vamos a ...
La arenga de Catalde se prolongaba como un ronroneo
feliz, apoyado, sostenido por las aclamaciones, el júbilo, la eu-
Michel Henry 51

foria de un público que, a fuerza de oír lo que tenía ganas de


oír, parecía perder poco a poco su agresividad. En el fondo,
pensaba yo, Catalde es mucho más inteligente de lo que dan
a entender sus hábiles maniobras. Y veía ya cómo las grandes
tensiones que atravesaban Aliahova y amenazaban peligrosa-
mente su existencia se disolvían bajo la magia de su brillante
retórica. Pero la realidad no se deja olvidar fácilmente y, mien-
tras nosotros hablamos, ella a menudo nos pone la zancadilla.
En el curso bien lubricado de los acontecimientos que parecía
desembocar en algún desenlace premeditado, se produjo de
pronto un deslizamiento imprevisto, como un encadenamien-
to loco que se nos escapaba a todos, incluso a Catalde.
Fue, en primer lugar, la obstinación de Farioli en defender
palmo a palmo un terreno que era preciso abandonar. Sus in-
terrupciones constantes, sus exégesis puntillosas de textos, có-
digos y artículos que ya no interesaban a nadie, reavivaban los
enfrentamientos, los rencores, la combatividad difusa en ese
público heteróclito, el cual estaba a pique de perder en cual-
quier momento su inestable calma. Una mayoría aplastante
acababa de admitir que todos los miembros de la universidad,
los estudiantes y ayudantes al igual que los profesores, debían
tomar parte en su gestión. La discusión se orientaba hacia el
número de representantes de cada colegio en la asamblea que
iba a sustituir al antiguo consejo, cuando Farioli, volviendo
atrás, puso en tela de juicio la validez de la votación.
-No se ha precisado primero -decía- si los represen-
tantes de los estudiantes y ayudantes tendrán voz deliberativa
o consultiva. Y ha de ser voz consultiva.
-Precisamente acabamos de garantizar lo contrario -le
interrumpió Catalde con fuerza.
-De todos modos, este escrutinio no tiene ningún va-
lor -se empecinó Farioli-. Pues usted ha hecho votar a los
estudiantes y a los ayudantes, cuando precisamente esta era la
cuestión.
52 Amor a ojos cerrados

-La asamblea ha decidido que ella es constituyente, señor


Farioli, y soberana: sus decisiones no están sujetas a ninguna
norma previa.
-No sólo ha dejado usted votar a los estudiantes y a los
ayudantes, sino también a los escolares que se hallan en gran
número en esta sala. ¿Por qué no a los alumnos de los parvula-
rios y a los ancianos de los hospicios, señor Catalde?
Creo que se le habría perdonado a Farioli, como a un ene-
migo vencido, esta última saeta, que, por lo demás, no hizo
reír a nadie, salvo desgraciadamente a Zaquías. Sacado sin
duda de sus ensoñaciones por alguna asociación de ideas insó-
lita, se puso en pie de un salto y, pese a su estatura irrisoria, se
le vio agitarse, cabellos y manos al aire.
-Soy de la opinión de Farioli -proclamó con su voz de
falsete-. ¿Por qué no los ancianos y los niños? Yo iría más
lejos: ¿por qué no los locos? ¿Por qué habrían de ser excluidos?
Entonces el anfiteatro prestó atención, porque la inten-
ción polémica era clara. Todas las miradas se volvieron ha-
cia Glimbra, cuyo resonante Elogio de los locos,con su crítica
despiadada de la sociedad que era su contrapartida y quizá su
razón secreta, constituía uno de los caballos de batalla de la
vanguardia revolucionaria.
-¿Por qué no los locos? -repetía Zaquías como en un
sueño. Y después rompió a reír-. Me pregunto si una reu-
nión como esta tiene verdaderamente sentido. Es en este pun-
to en el que discrepo de Farioli. Él piensa que es necesario un
cambio. ¿Es seguro esto? Se trata en el fondo de dar no sólo el
derecho de hablar, sino el de enseñar, a los marginados de esta
sociedad, los cuales, al no estar corrompidos por ella, son los
únicos que pueden percibir y denunciar sus taras. Pues bien,
nosotros, los profesores, ¿no vivimos en una torre de marfil
que equivale a un verdaderamente internamiento? ¿No per-
seguimos en la abstracción la más completa de las quimeras,
que no tiene ninguna relación con el mundo real? ¿No hemos
Michel Henry 53

huido de él, no lo hemos rechazado? ¿No somos como locos?


¿No nos corresponde a nosotros, y sólo a nosotros, enseñar?
Zaquías seguía riendo , en medio de un silencio glacial.
Y fue entonces, quizá, cuando el destino de Aliahova se
volcó del lado del abismo. ¿O tal vez lo que ocurrió se habría
producido de todos modos, y la intervención pueril de Za-
quías no fue más que la ocasión? En el anfiteatro asombrado,
recorrido por un fluido mágico que a todos nos llegaba al
corazón, nos dejaba la garganta seca, nos cortaba el alien-
to, hubo como una aceleración de la historia. Todo lo que
acababa de pasar ante nuestros ojos, esas discusiones sutiles
o eruditas, esa alusión a reglamentos que quizá habría que
cambiar, pero sólo para instituir otros mejores, esas alusio-
nes pérfidas pero de buen tono, esas fintas presididas por los
buenos modales, ese respeto en definitiva por las personas,
ese ideal democrático del que se extraían las consecuencias
lógicas, concediendo a cada cual el derecho de expresar su
opinión y imponiéndole solamente la obligación de some-
terse a la decisión general, todo esto fue barrido de golpe y
desapareció como en la trampilla de un mago. Y tampoco el
porvenir se curaba de las reglas de urbanidad. Ignorando los
análisis de los políticos y de sus estrategas, las estimaciones
y cálculos, todos esos caminos que los hombres han trazado
hacia él y que se le invita a seguir juiciosamente a fin de que
llegue allí donde lo esperamos y de la manera en que nos
conviene, el susodicho porvenir, burlándose resueltamente
de nuestras previsiones, se nos echaba encima por un iti-
nerario más directo, en el que no habíamos pensado, a la
velocidad de un corcel al galope.
Zaquías ya no se reía. Sobre su estrado, Catalde no era
más que e1comediante sin voz de un espectáculo concluido.
Diez, veinte, después cuarenta, después doscientas perso-
nas se levantaron, casi al mismo tiempo. Y vimos dibujarse,
a ambos lados de la sala, como un cortejo que se puso en
54 Amor a ojos cerrados

marcha con dificultad, por entre el apiñamiento compacto.


Llegadas al fondo del anfiteatro, las dos corrientes se unie-
ron para formar una única marea. Volviendo entonces sobre
sus pasos, por el pasillo central, dispuestos en cuatro hileras,
los que habían obedecido aquella orden misteriosa avanza-
ban lenta, calmosamente, con algo de solemne en su actitud,
como al ritmo de una marcha fúnebre. A la cabeza venían los
líderes de los movimientos extremistas y, entre ellos, Cho-
quet, alto él, el rostro aureolado de una cabellera rubia y
una barba rizada, la mirada brillante. Todos se dirigían hacia
Zaquías, que sin moverse y sin comprender, veía acercarse la
extraña procesión. Esta se inmovilizó por fin y Choquet se
separó, dio solo los pasos que le separaban de Zaquías y, por
dos veces, le abofeteó.
Y lo que siguió fue más extraordinario todavía. Nadie dijo
ni hizo cosa alguna. No se elevó ninguna protesta, no se pro-
dujo ninguna declaración, ninguna intervención de ningún
tipo, y las caras mismas no expresaban nada. Fue como si na-
die hubiese visto nada ni oído nada, como si no hubiese pa-
sado nada. Zaquías, todavía en pie, inmóvil, petrificado, no
hizo gesto alguno. Desde su estrado, Catalde farfulló algunas
palabras. ¡Creí entender que ahora todos necesitábamos un
tiempo de reflexión y que se levantaba la sesión! Choquet se
reunió con su tropa, que se puso en movimiento en dirección
a la salida, dando la señal de partir. Insensiblemente, el anfi-
teatro se fue vaciando. La multitud circulaba sumida en una
especie de aturdimiento. Era tan densa en el vestíbulo que casi
nos asfixiábamos, pero el silencio seguía reinando y apenas
se percibían los pasos sordos de la multitud o el batir de una
puerta contra la pared.
Cuando llegamos a la escalinata, allí donde las dos alas de
la escalera gigante se separan, antes de converger hasta juntarse
sobre el rellano, una nueva sorpresa me esperaba. Ya no era po-
sible avanzar hacia la izquierda porque, en medio del tumulto,
Michel Henry SS

allí se agolpaba la mayoría para seguir los pasos a sus jefes.


Un grupo de profesores, algunas decenas de jóvenes que flan-
queaban a Farioli, junto con Denis y conmigo, que seguíamos
escoltando a Néreze, bajamos por la derecha. Llegados al re-
llano, volvimos a encontrarnos al nivel de los revolucionarios
y avanzamos unos al lado de los otros, sin vernos. Y la extraña
sincronía se produjo de nuevo cuando, tras haber tomado las
escaleras inferiores, llegamos al pie de la colina, ames de per-
dernos por las callejas de la ciudad antigua.
A partir de ese día, toda actividad continua se volvió prác-
ticamente imposible en la universidad de Aliahova. La antigua
y venerable institución no tenía medios para defenderse de los
ataques insidiosos de que fue objeto. Pronto se puso de ma-
nifiesto que algunos grupúsculos habían decidido impedir el
normal funcionamiento de las clases. Los procedimientos a los
que recurrieron se revelaron infalibles. Las bandas irrumpían
en un aula, rodeaban el estrado del profesor y le invitaban
sin miramientos a callarse e irse, sin dudar en maltratarle en
caso de que se negara. Cuando aparentaban dejarle hablar, los
perturbadores mezclados con el público le interrumpían sin
cesar con preguntas estúpidas o canciones obscenas. O bien
cada período del orador era puntuado con un clamoroso «¡qué
culo!», expresión muy de moda y con la cual se había impuesto
la costumbre de aludir en Aliahova no sólo al mundo miste-
rioso del sexo, sino absolutamente a cualquier cosa. Cuando
una conversación se desarrollaba normalmente, era seguro que
se estaba asistiendo a un golpe cuidadosamente preparado.
Trinqua, un degenerado que solía encontrarse en compañía de
Choquet, tenía la especialidad de subirse de pronto a la mesa
y, vuelto hacia la cátedra, ponerse a orinar, alegando una in-
continencia que no lograba dominar. Tras algunas semanas de
este régimen, la universidad estaba vacía. Cansados de perder
el tiempo, los estudiantes serios ya no venían; los otros habían
ganado la partida.
56 Amor a ojos cerrados

Sin embargo, a veces el viejo edificio recuperaba durante


unas horas la animación de antaño, de las idas y venidas que
despertaban antiguos ecos en los corredores. ¿Qué convocato-
ria misteriosa reunía entonces, en torno a un conferenciante
improvisado, un público dispar cuyos miembros, sin embar-
go, parecían conocerse? Luego Villa Caprara volvía a sumirse
en un sueño de muerte, volvía a hacerse el silencio, interrum-
pido solamente por la venida episódica de algún profesor que
se apresuraba hacia su despacho, y cuyo paso furtivo hacía
huir a las ratas asustadas. Sólo continuaban, de tarde en tarde,
los cursos «autorizados», aquellos cuyos autores habían dado
garantías suficientes; y también el de Farioli, al que sólo asis-
tían sus guardaespaldas. Uno de los últimos en tener derecho
a la palabra fue Catalde, quien, en su deseo de estar siempre
a la vanguardia, se dejaba arrastrar a todas las concesiones y
a todas las demagogias. Su último recurso fue la lucha por
la liberación sexual. En sus seminarios se revolvía contra los
tabúes que «alienaban » a la juventud ... hasta el día en que , en
primera fila, ante sus ojos, dos mujeres jóvenes empezaron a
desnudarse y, tumbándose sobre una mesa, se pusieron a hacer
el amor. Catalde se fue. Murió un mes después.
La superchería de la que yo había sido víctima aquella tar-
de en la playa no carecía de semejanza con la trampa tendida
antes al anciano. ¿Estuvieron Judit y sus amigas entre las que
causaron su perdición? En todo caso, no me parecía indispen-
sable llegar a ese extremo por el cuerpo blanco de una mujer.
El aire frío del alba entraba en mi habitación. Fui a la ventana.
El sol naciente nimbaba de oro los edificios de la ciudad. Cerré
los postigos antes de desmoronarme en la cama.

***

Me desperté tarde, con la cabeza cargada. A pesar del ca-


lor del mediodía, decidí volver de inmediato al Tinto. Sus
Michel Henry 57

caminos desiertos, sus muros rojos y los grandes árboles que


trazaban sobre el cielo los signos de la vida despertaban en mí
una emoción indecible. Luchaba contra la esperanza loca que
me hacía correr. Cuando divisé, por encima de las frondas, el
ático de la villa, aminoré el paso, me aproximé con precau-
ción y, habiéndome deslizado por el portal entreabierto, volví
a dar la vuelta a la casa. Nada había cambiado desde la víspe-
ra, y mis llamadas fueron en vano. Las fincas vecinas, que exa-
miné sistemáticamente, parecían deshabitadas tras las puercas
cerradas. Volvía a la ciudad cuando, a través de la verja de
un gran parque en sombra, divisé a un anciano sentado. Me
dirigí a él con una voz cada vez más fuerte, casi enfadado . Al
fin me vio y se dirigió a mí con dificultad. Después de varias
tentativas de explicarme, me di cuenta de que estaba sordo.
Pero me invitó a esperar y se alejó lentamente en dirección a
unos edificios que yo no veía. Seguí la escena con angustia,
como si el ruido de estos pasos vacilantes sobre la grava de un
jardín desierto fuera el único lazo que todavía me ligaba a De-
nis y mi última oportunidad de volverlo a encontrar. Aspiré
profundamente el olor seco de los pinos bajo el calor. Por fin
volvió el viejo, escoltado por una mujer todavía joven , de ros-
tro dulce e inteligente, que declaró ser su ama de llaves. Ella
me escuchó con paciencia y pareció muy asombrada de todo
lo que le contaba. Ellos, según me contó, no veían ni oían a
nadie , e ignoraban qué pasaba. En suma, no pudo contestar
a ninguna de mis preguntas, pero me invitó a volver si seguía
teniendo problemas.
El encuentro con estos seres silenciosos y benévolos puso un
poco de bálsamo en mi corazón. La tristeza que experimentaba
al volver, a los pies del Tinto , al barrio de nuestras vagabundeos
favoritos, no estaba exenta de dulzura. Mientras el mundo se
hundía en torno a mí y los hilos que me unían a él se iban rom-
piendo uno a uno, me parecía reconocer en el fondo de mí mis-
mo, tan indiferente a lo que me sucedía como a mi creciente
58 Amor a ojos cerrados

desánimo, el mismo poder sin nombre que me empujaba hacia


adelante, hacia alguna cosa que yo ignoraba, y que sin duda
no era sino la ebriedad de su abrazo. Sí, la fuerza de la vida no
me abandonaba : qui zá me sería dado amarla más y compren-
derla mejor viéndola brillar en el rostro de mis amigos. Quizá
un día todos nos volveremos a reunir en una taberna. Denis
y yo, el hermano Otto, el frágil conservador del Erídano, el
viejo médico y su mujer, el viejo sordo y su acompañante. El
gran canciller posará sobre nosotros esa mirada suya en la que
resplandece la verdadera bondad. Ossis y Nadezhda se unirán a
nosotros, y el chantre Manolis también. Y tú, rozando con tus
manos ligeras el mantel blanco me alargarás la copa en la que
apagaremos nuestra sed, ¡oh tú!, ¡oh Débora!
Marchaba al azar, a través de la ciudad. Por instinto mis
pasos me llevaban hacia los lugares y monumentos que prefe-
ría. Sin embargo, pasaba sin verlos, incapaz de fijar en ellos mi
atención, insensible al gozo que tantas veces me había propor-
cionado su contemplación. En lo hondo de mí mismo se lle-
vaba a cabo un trabajo oscuro que me absorbía por completo.
Y por fin comprendí qué me llevaba a través de esos lugares
pavimentado s de mármol, por el rodeo de esas callejas, ante
esos palacios cuya austera grandeza me abrumaba: buscab a un
camino que me condujera a Denis. Y fue el recuerdo de Denis
el que vino en mi ayuda para indicarme la pista. Cuando me
encontraba en la plaza de las Cuatro Fuentes, sentado en uno
de esos mojones que están frente a la iglesia y desde los que se
pued e admirar la increíble fachada de Gorryne, que no temía
transformar una superficie de piedra en la curva loca de una
ola, escuché de nuevo , pronunciada a media voz, una de esas
interminables discusiones que había tenido con Denis, en este
lugar y acerca de él.
-Animar una fachada -m e decía- , hacer surgir del sue-
lo poderosas fuerzas ascendentes para aplastarlas bajo el peso
de una cornisa en saliente, suscitar por todas part es tensiones
Michel Henry 59

que se suman o se combaten, a fin de que, uniéndose al gesto


de la piedra y repitiendo en él los impulsos de las columnas y
las pilastras, el cuerpo del espectador se despierte y, poniendo
en movimiento, al menos de modo imaginario, sus propios
poderes, se abandone a su juego y cobre vida todo él, ¡eso es
arquitectura, eso es Práxedes! Pero para hacer eso -y con un
gesto provocador señalaba el objeto de mi admiración-, hace
falta estar completamente loco. Gortyne, por lo demás, lo es-
taba. ¡De eso murió!
-Es decir -repliqué-, que Gortyne ha puesto una pal-
ma de la mano a cada lado de la iglesia, ha empujado, la mu-
ralla se ha hundido hacia atrás, en el centro se ha formado
un segundo pliegue hacia adelante, que es el que proyecta la
puerta de entrada hacia el espectador, mientras que la fachada
se borra por los lados antes de volver hacia la plaza en un mo-
vimiento envolvente de las alas. Práxedes arrancó sus fuerzas a
la tierra para exhibirlas en estas pantallas que llamamos fron-
tón de iglesia, fuente, estatua. Gortyne ha cogido el mundo y
lo ha doblegado con sus manos para hacer otra cosa, Denis ,
porque el mundo no le bastaba. ¡Porque sabía que lo que hay
en el fondo no es el elemento fijo, sino el agua! ¡Porque la vida
perecería al mismo tiempo que las cosas si no diera este salto
lateral, este paso hacia el abismo de su ebriedad! ¡En Gortyne
está la diferencia, la salvación!
Denis sabía imitar el grito del pavo , y es lo que hizo de
repente , provocando la risa de dos campesinas que pasaban
delante de nosotros. Llevaban bajo el brazo grandes cestas pla-
nas que ensanchaban sus siluetas, cuya sombra movediza yo
admiraba en el pavimento luminoso. Inmovilizándose un ins-
tante, nos miraron riendo, como si quisieran hablarnos.
-Que Gortyne, en todo caso, no nos impida tocar nues-
tro dinero: tenemos el tiempo justo para ir a la Casa de la
Moneda antes de que cierre. Por lo demás -añadió Denis-,
puede que dentro de poco ya no tengamos que hacer esta pe-
60 Amor o ojos cerrados

regrinación mensual y que se nos pague directamente en la


universidad.
Sí, eso es lo que dijo, y esta observación incidental ascen-
día ahora del fondo de mi memoria, abriéndose un camino
difícil hasta la claridad desierta en la que yo erraba sin rumbo:
era ella la que , como un hombre dormido que se gira una y
otra vez en la cama antes de despertar, se impacientaba en mí,
se agitaba hasta que por fin le presté atención y percibí la lla-
mada que me dirigía.
-Veamos -había objetado yo- nunca habrá manipula-
ción de dinero en Villa Caprara. Los extremistas no tardarían
en echarle mano.
-¡No estés tan seguro!
Y vi correr por el rostro de mi compañero, como las olas de
un mar feliz, mil arrugas anunciadoras de alguna idea diverti-
da que se aprestaba a comunicarme.
-¡Parece ser que en la cuarta planta funciona un embrión
de secretariado, porque nuestros revolucionarios ahorran fuer-
zas y no pueden subir hasta allí! ¡A Néreze ya se le había ocu-
rrido la idea de dar su curso a esa altura y, lo que es más, a las
seis de la mañana, pero fueron sus propios oyentes quienes no
pudieron seguir este proyecto fantástico y se encontró comple-
tamente solo allá arriba, al amanecer!
En vez de proseguir mi camino en dirección al Foro, don-
de había pensado ir a sentarme a la sombra de los cedros gi-
gantes del príncipe Comageno, para allí reflexionar en calma,
di bruscamente media vuelta y, a través de la ciudad todavía
adormecida, fui a toda prisa a Caprara. Se me ocurrió que
tampoco yo había sentido nunca la curiosidad de visitar su
último piso y no había subido más que una vez a lo alto de la
famosa escalera a fin de admirar en su conjunto el despliegue
de su espiral y de examinar desde más cerca el artesonado del
hermano Anemas. Pero esta vez no dediqué ni una mirada
a estas maravillas, sino que, emprendiendo de inmediato mi
Michel Henry 61

inspección, comprobé con sorpresa que, a diferencia de los ni-


veles inferiores, en los que las grandes salas habían conservado
su aspecto original, desplegándose según el ritmo fastuoso que
había querido insuflarles Verzone, el piso que ahora recorría
estaba dividido en una multitud de piezas pequeñas y pasi-
llos estrechos, y esto gracias a un juego de tabiques ligeros,
cubiertos de papel blanco, cuya instalación parecía reciente y
hacía irreconocible la disposición inicial del edificio. La sim-
ple posibilidad de descubrir un camino a través de esta red
compleja y desconcertante era problemática. La mayor parte
de las puertas cuya cerradura probaba estaban cerradas, y solo
algunas me dejaban el paso franco. Tras varios ensayos efectua-
dos en distintas direcciones, que siempre me daban la impre-
sión de haberme extraviado, comprendí que me encontraba en
un verdadero laberinto, y entonces me decidí a proceder con
método. Volviendo, no sin dificultad, a mi punto de partida,
me propuse explorar todas las vías posibles. Probaba todas las
puertas, marcando con una cruz de lápiz las que se abrían y
daban acceso a una habitación o a un pasillo, donde nueva-
mente trataba de franquear todas las salidas. Los trayectos in-
fructuosos eran tachados entonces -rodeaba la cruz con un
cuadrado- y, procediendo de esta manera a la eliminación
sistemática de todos los falsos caminos, avancé lento pero se-
guro hacia el objetivo de mi pesquisa, si es que lo había. Pero
la misma dificultad de este extraño itinerario me pareció un
indicio favorable. No se habría tomado tanto trabajo en borrar
la pista si no hubiera una efectivamente. Por eso, pese a la mi-
nuciosidad de las sucesivas operaciones que realizaba con un
cuidado extremo -la menor omisión habría podido compro-
meterlo todo-, pese a la molestia de tener que recorrer varias
veces y en sentido opuesto los mismos corredores, para llegar,
tras larga búsqueda, al mismo punto, sabía que en realidad no
me hallaba en el mismo punto, ya que había descartado nu-
merosas pistas falsas y el tiempo, ya que no el espacio, que me
62 Amor a ojos cerrados

separaba del final de mi esfuerzo, iba disminuyendo, o al me-


nos yo conservaba la esperanza de que así fuera. Algunas veces
mis peregrinaciones me conducían cerca de una ventana que
daba al patio interior, y, tomando como punto de referencia la
majestuosa puerta situada en el reverso de la fachada principal
de la villa, tenía la impresión de avanzar sobre seguro.
¿Cuánto tiempo estuve prisionero del laberinto y de sus
trampas? Por fin se abrió una puerta, la última, que daba a una
amplia sala que había conservado sus proporciones de antaño.
Por dos aberturas laterales, enmarcadas por elegantes colum-
nas al pie de las cuales estaban dispuestos dos bancos de obra,
el sol poniente deslizaba sus rayos de oro, iluminando un pa-
vimento antiguo. Más allá de esta playa de luz cegadora, divisé
en la penumbra, en el extremo contrario de la pieza, una tabla
de madera sostenida por dos caballetes e, inclinada sobre ella,
una mujer cuyo rostro yo no veía, sino solo su inmensa cabe-
llera negra que caía en grandes ondulaciones sobre la superfi-
cie de este escritorio improvisado. Me aproximé lentamente,
pero el trabajo debía ser demasiado absorbente como para que
se me oyera venir o se juzgara útil advertir mi presencia. Por
fin, del mismo modo que en el escenario de un teatro se abre
el telón para que comience el espectáculo, aquella mujer de la
que ahora estaba tan cerca echó hacia atrás la cabeza, el oleaje
de sus cabellos se separó en dos y, en el espacio liberado, como
una sombra blanca y luminosa, vi por primera vez el rostro de
Débora.
El espectáculo de la belleza que se encarna en un ser vivo
es infinitamente más conmovedor que el de la obra de arte
más grandiosa. No porque, al estar ligada a un cuerpo, esta
belleza parezca más frágil y, al igual que él, abocada a la muer-
te. También las obras de arte son pasajeras, y aquí, en Aliaho-
va, donde las amenazaba no sólo la usura del tiempo sino la
desesperación de un pueblo, esta precariedad de los edificios
y de la ciudad entera hacía planear sobre ella una angustia
Michel Henry 63

intolerable. Pero cuando se trata de la belleza de alguien, ya


no se agota en el esplendor de las formas o el colorido, ni en
la armonía de una composición; ya no es posible definirla por
estos caracteres, como los hacen tantos tratados eruditos, muy
valiosos por lo demás, que había tenido ocasión de leer desde
mi llegada a Aliahova. La belleza es la belleza de la vida, no es
sino su aspecto, que hace surgir en nosotros el deseo de ir, a
través de él, hasta ella, de atrapar, bajo la blancura de la carne,
el latido de la sangre. Mientras que, inclinado sobre el rostro
de Débora, seguía fascinado las líneas perfectas de sus rasgos,
la increíble finura de la nariz, el arco puro de las cejas, el alar-
gamiento de los ojos, el temblor imperceptible de la boca, eran
estos ojos, era esta boca lo que yo acechaba, como si, al en-
treabrirse fisuras cortadas en la plenitud carnal de la joven, me
fueran a conducir al fondo de ella misma y hasta el abismo en
que quería perderme.
Quedé sin habla. Dos ojos inmensos se elevaban hacia mí.
A través del batir fugitivo de los párpados, vi lucir en la som-
bra el gran río negro de la vida. Como seguía sin decir nada,
me preguntó, creo, el objeto de mi visita.
Un día descubrí la magnificencia de la voz humana. Llegué
a Aliahova y, no habiendo podido cumplir las formalidades
necesarias ni encontrar un alojamiento, pasé la primera noche
en un hostal del Trasvedro que me habían recomendado por
sus precios módicos. Cansado del viaje, dejando para el día
siguiente la visita a la ciudad, que la oscuridad acababa de
sustraer a mi admiración, había vuelto temprano a la pequeña
habitación de muros encalados y mobiliario modesto. Ya me
entregaba al descanso, alegrándome del silencio de este lugar
apartado, cuando, a través del tabique, demasiado estrecho,
oí entrar a los ocupantes de la habitación vecina. Al cabo de
un cierto tiempo, amueblado sólo por el ruido de los pasos
que iban y venían, de las maletas que deshacían, del agua que
vertían, se entabló una conversación entre el hombre y la mu-
64 Amor a ojos cerrados

jer, y fue entonces cuando, sin ver los rostros ni distinguir las
palabras, percibiendo sólo las voces, quedé embargado por el
esplendor de este río áspero y dulce, murmullo inimitable de
la vida venido de las fuentes más profundas, vibraciones que se
desplegaban en el espacio para llenarlo de un soplo animado,
cendales sonoros que conservaban una cierta opacidad de su
origen invisible, esa inflexión sorda y tenebrosa que se hurtaba
a la inteligibilidad del sentido. Y luego las voces se callaron, los
cuerpos se mecieron sobre la cama , se agitaron, oí la crecida
jadeante de las respiraciones, el estertor de placer de la mujer.
Me vestí y salí. Entonces , desde una de sus callejas, descubrí
el cielo de Aliahova: por encima de inmensas murallas de pie-
dra, en el estrecho intervalo que ellas recortan y que también
limitan las cornisas salientes de los tejados, atrapadas en la
línea inflexible de la arquitectura y el desplazamiento de las
fachadas, las grandes estelas de color de la noche arrojan a la
cara del paseante la violencia de su índigo puro, el rigor de sus
formas recortadas abruptamente.
La voz de Débora se elevó de nuevo. En el río de su llegada,
vocales y consonantes, sílabas y silencios se destacan con una
nitidez perfecta, organizando el oscuro flujo que se despliega a
través de ellos con la fuerza y la gravedad de un canto sagrado.
Me puse a hablar con dificultad, buscando las palabras.
Finalmente, al pensar en Denis me acordé del motivo de mi
visita. Relaté los hechos, sin ocultar nada de mi inquietud.
Cuando pronuncié el nombre de mi amigo, Débora declaró
no conocerlo. Como yo preguntara qué cabía hacer de entrada
para buscarlo y averiguar su suerte, no obtuve en respuesta
más que un gesto vago. ¿Convenía hacer una denuncia ante
la policía? Supe entonces que los servicios del Estado estaban
desorganizados. No era sólo que las huelgas incesantes, fomen-
tadas por agitadores, paralizaran su actividad, dejando que los
expedientes se amontonaran sin ser examinados y sin que se
les diera la menor continuidad -cuando no eran vendidos
Michel Henry 65

al peso a los traperos-. Más grave aún era que elementos


dudosos se habían infiltrado en el personal encargado de las
misiones más confidenciales, de suerte que toda intervención
ante ellos corría el riesgo de ser contraproducente, provocando
las consecuencias más imprevistas y funestas.
Quedan, dije yo, las autoridades universitarias. ¿No les co-
rrespondía a ellas instruir el caso planteado por la aventura
inexplicable de mi colega?
Una sonrisa tristemente irónica fue la única respuesta.
-A fin de cuentas -dije alzando la voz-, hemos sido
contratados mediante documentos que cumplen todos los re-
quisitos legales, emanados de la cancillería. Es a ella a la que
debemos dar cuenta de nuestras actividades, y es ella a su vez
la que es responsable de nuestra presencia aquí, y ante todo de
nuestra seguridad.
Era al gran canciller en persona a quien quería informar
del caso de mi amigo. He venido, dije, para solicitar una au-
diencia. El carácter de esta desaparición justifica mi proceder
e incluso lo exige.
La joven me escuchaba con los ojos bajos, pero, al pronun-
ciar yo el nombre del gran canciller, un resplandor brilló a través
de la ranura de los párpados entreabiertos. Una mirada implaca-
ble se posó un instante en mí, como si yo ocultara alguna inten-
ción oscura o monstruosa. Pero repetí con fuerza que no tenía
intención de abandonar a mi amigo a su suerte y que, pasara lo
que pasara, proseguiría mi búsqueda. A mi vez, miré fijamente
a la joven y, esta vez, no trató de rehuir mi mirada.
-¿Dónde se alojaba? -prosiguió con una voz más dulce,
nada hostil.
Mi respuesta hizo que una sombra pasara por su bello ros-
tro, y de nuevo me oprimió la inquietud. El sol se había pues-
to. En la oscuridad, la habitación parecía más vacía.
-El gran canciller no está. Pero su petición le será trans-
mitida, así como un informe sobre el asunto que le preocupa.
66 Amor a ojos cerrados

-¿ Y cuándo tendré la respuesta?


-Dentro de una semana ... aquí, a la misma hora.
Expliqué entonces que esa demora me parecía demasiado
larga. Permanecer inactivo era inconcebible, intolerable inclu-
so. Si se me tenía al corriente, podría aportar mi colaboración
a una empresa urgente.
-Por si acaso -dije- volveré mañana.
-Pero mañana se arriesga a no encontrar a nadie.
-¡Qué importa! ¿Qué otra cosa puedo hacer?
¿Mi angustia y mi pena hablaron a mi favor? ¿O bien mi
interlocutora sabía ya a qué atenerse en lo tocante a mi per-
sona? Cuando me despedía, me acompañó a través del dédalo
de pasillos y, en el momento de dejarme, me dio la clave del
misterioso laberinto.

***

Durante toda la tarde y buena parte de la noche pensé en


Débora. No era sólo la emoción suscitada por este encuentro
imprevisto lo que me tenía desvelado. Cuando me esforzaba
por apartar de mi espíritu la imagen indeciblemente bella que
lo ocupaba por entero, la novedad de los elementos de que dis-
ponía se me presentaba con claridad. Sin duda, muchas cosas
seguían siendo enigmáticas, por no decir inquietantes, para
empezar la persona misma de la joven. Pero ¿cómo no pre-
sentir la importancia del papel que ella desempeñaba en este
asunto? Las incertidumbres, la impotencia, la ignorancia en
que ella envolvía sus respuestas ¿no eran otras tantas máscaras
destinadas a disimular su juego ante el desconocido que yo
era? Las pocas indicaciones, cuidadosamente calculadas, que
me había proporcionado, ¿tenían otra mira que la de sacar a la
luz las intenciones de quien había surgido bruscamente en un
lugar cuyo carácter clandestino, por no decir secreto, apenas
podía ponerse en duda? Y mi interlocutora, ¿no estaba mucho
Michel Henry 67

más próxima al gran canciller de lo que había querido hacerme


creer? Era preciso localizarlo para contemplar al menos la po-
sibilidad de una cita con él, estar al corriente de sus andanzas
para fijar la modalidad del encuentro. ¿Y quién iba a decidir
la respuesta que había que dar a mi petición, quién, a fin de
cuentas, iba a acogerla o descartarla, sino la propia joven? El
camino que conducía al señor de la ciudad pasaba necesaria-
mente por ella, embaucarla era el único medio de alcanzar mi
objetivo, quiero decir alcanzar el lugar en el que me sería dado
ver todas las cosas, no desde el exterior y sin entender nada,
sino a partir del principio que las organizaba y explicaba. Por-
que ya no era posible continuar viviendo como yo lo hacía, su-
friendo los acontecimientos sin captar su sentido, recibiendo
los golpes sin poder preverlos ni pararlos. El desorden mismo
en que estaba sumida Aliahova tenía que tener alguna razón,
existía una ley de su descomposición y se debía poder conocer-
la. Una mirada que lo ve todo desde el interior y entiende lo
que sucede y lo que se prepara, estaba tendida sobre la ciudad;
se trataba de entrar en su luz. Cuando por fin me sumía en el
sueño, sentí cierto vergüenza al pensar que, a fin de cuentas,
me iba a servir de Débora, pero este pensamiento no estaba
exento de dulzura.

***

La idea de que mi deber coincidía con aquello de lo que


tenía tantas ganas me daba una fuerza extraordinaria mientras,
en plena hora de calor, ascendía una vez más por las intermi-
nables rampas de Villa Caprara. Provisto de la clave, me desli-
cé con facilidad por los meandros del laberinto. Y cuando, con
el corazón palpitante, llamé a la última puerta, reconocí la voz
que me invitaba a entrar.
-Como pensábamos -me dijo-, el gran canciller no
podrá recibirle hasta dentro de diez días, en el mejor de los
68 Amor a ojos cerrados

casos. Crea que su preocupación por encontrar a su amigo es


compartida y que ya se han dado varios pasos en este sentido.
En cuanto las informaciones solicitadas estén en nuestro po-
der, se lo comunicaremos.
Y luego el tono en el que hablaba se modificó insensible-
mente.
-Me temo que no debería impacientarse. Los incidentes
como este en el que está implicado el señor Keen se han vuelto
cada vez más frecuentes. A tal punto, que ahora es casi impo-
sible exigir una investigación sobre cada uno de ellos. A la vista
del número y de la importancia de los casos de este género, la
policía se declara impotente y no hace nada. Así que hace falta
recurrir a investigaciones privadas ... siguiendo líneas paralelas,
y forzosamente más largas. Le repito que le tendremos al co-
rriente.
La joven me miró como si hubiera dicho todo, como si la
conversación hubiera terminado.
-No entiendo muy bien -dije-. Dice usted que los
sucesos semejantes a aquel de que ha sido víctima Denis Keen
se han multiplicado. Pero entonces sí que se sabe de qué se
trata . ¿Qué sucede en estos casos? -pregunté con un nudo
en la garganta.
De nuevo, a través de los párpados semipesados, se filtró
una mirada que trataba de tomar la medida de mi ingenuidad
o de mi astucia.
-No olvide que soy extranjero. Desde el cierre de la uni-
versidad he vivido en un aislamiento casi completo, práctica-
mente no me veía más que con el señor Keen. Pero me mez-
claba con la muchedumbre, escuchaba lo que la gente decía . Y
nunca he oído nada semejante a la desaparición de mi amigo.
Mi interlocutora parecía pensativa.
-Es verdad -repuso- que en apariencia nada ha cam-
biado. Lo que caracteriza la situación es precisamente este in-
tento de hacer creer que todo es normal, que las cosas van in-
Michel Henry 69

cluso muy bien. No sólo los habitantes se ocupan de sus asun-


tos como si no pasara nada, sino que lo hacen con una sonrisa,
con una ligereza y una despreocupación que pueden fácilmente
engañarnos. No hay, desgraciadamente, ningún heroísmo en
esta flema con la que hacen frente al aumento de la inquietud.
Las gentes tratan simplemente de salvar el pellejo. Quien dejara
que se manifieste su angustia reconocería que lo que está pa-
sando no le agrada, que el empuje irresistible que cada día hace
caer algún privilegio amenaza con alcanzarle a él, que teme por
sí mismo o por sus bienes, en suma que tiene miedo. Y es este
miedo el que ha de ocultar a toda costa si no quiere que haga
de él una víctima. La ciudad está llena de soplones. El que lea
en los ojos de alguien poca confianza o falta de entusiasmo
ante los cortejos vocingleros que surcan las calles, se apresurará
a echarle el guante y a conducirlo a la comisaría más próxima.
Y allí tendrá que responder. Responder de su silencio, de sus
reservas, de su mirar para otro lado. ¿Por qué no está usted con
nosotros, camarada? Vamos, hable libremente: ¿Que añora del
pasado, de esa podredumbre nauseabunda? ¿O es que está te-
niendo algún problema? ¿Le han causado algún perjuicio? ¿Su
bodega llena de viejos vinos ha sido saqueada? ¿Posee usted una
finca de trescientas hectáreas que proyectamos repartir entre los
desdichados? ¿O una vivienda de ocho habitaciones de la que
usted es el único ocupante?
Por primera vez, oí la risa de Débora.
-¡Pero no, usted no tiene nada de eso! ¡Usted no es más
que un hombre corriente, un trabajador, usted simpatiza con
las nuevas ideas, usted quiere la justicia y celebra asistir, por
fin, a su llegada! Y por eso se mezcla alegremente con la mu-
chedumbre, relajado, afable y diligente. ¡He aquí por qué
todo el mundo tiene un aire tan feliz en Aliahova! Si usted se
despierta por la noche por los gritos de aquellos a los que se
saca de la cama para arrojarlos fuera de su casa, hará como si
no hubiera oído nada , y a la mañana siguiente le encontrarán
70 Amor a ojos cerrados

fresco y dispuesto. Si le cuentan la desaparición de un vecino,


de un amigo o un pariente, fingirá asombro, o mejor duda.
Quien habla de esa manera ha de ser tenido por sumamente
sospechoso: es un mentiroso o un provocador. Lo mejor es
volverle la espalda. Pero no tendrá que hacerlo, nadie le dirá
cosas semejantes. Todos cierran los ojos y callan. Y cuando la
verdad te golpee con el codo, cuando sea tu vecino, tu amigo
o tu hermano el que ya no responde a tu llamada, no te perca-
tarás de nada y continuarás sonriendo.
-Ese no es mi caso -le hice notar.
La joven pareció salir de un sueño. Posó sobre mí la mirada
y palideció.
-¿Cree usted -añadí- que Denis Keen ha sido vícti-
ma de la elección de su alojamiento? Un barrio residencial ha
debido de ser el blanco favorito de los abusos de que usted
hablaba.
-La última vez que usted fue a visitarlo, ¿no notó nada?
¿No había quizá ... una cruz en la puerta de la villa?
-¿Una cruz?
- ... pintada en rojo.
-No vi nada de eso. ¿Qué quiere decir ese signo?
-Sería largo de explicar -dijo con cansancio.
Vi el expediente colocado sobre la tabla de madera y me
levanté.
-Querría hablar de todo esto con usted, sin molestarla en
su trabajo. ¿Aceptaría cenar conmigo esta noche?
Me temblaba la voz. Todas las razones que tenía para ha-
blar con mi invitada no eran más que un pretexto, y se des-
lizaban llevadas a la deriva sobre un río inmenso que se puso
a correr en mí con una fuerza invencible, llenando con su es-
truendo el silencio de la pieza.
La joven siguió impasible.
-Eso no va a ser posible -dijo finalmente-. Estoy ocu-
pada toda la tarde y toda la velada.
Michel Henry 71

Y luego, luego añadió -estas palabras están todavía en mi


memoria-:
-Volveré tarde por la plaza de la Señoría ... hacia media-
noche. Si está usted allí, manténgase cerca de la fuente. Pero
tenga cuidado, y ocúltese en un callejón si alguien viene.

***

El sol estaba todavía alto. Pasé por casa para coger mi arma
y volví al Tinto. Los grandes muros de ladrillo, la pesada ve-
getación, la transparencia del aire inmóvil, la armonía inefable
de este universo petrificado, todo esto parecía inalcanzable,
bañado en una luz de eternidad. Y me costaba creer que los
odios de los individuos y las vicisitudes de sus luchas hubieran
venido a turbar el esplendor del espectáculo que se me ofrecía
de nuevo , y que el eco de enfrentamientos asesinos hubiera
resonado en esas alamedas desiertas. Con una prudencia ma-
yor aún que la que había mostrado en mis visitas precedentes,
espiando los ruidos, rozando los muros, procedí a una nueva
inspección. Al ver la villa y su parque en el estado exacto en
que los había dejado , bajo el mismo azul del cielo, en la luz
declinante de la tarde que daba a las piedras el mismo brillo
dorado, a las sombras que proyectaban los árboles en la hierba
la misma profundidad oscura y a mi corazón la misma exal-
tación, yo era como el hombre dormido que repite un sueño
antiguo y vuelve a encontrar, fuera del tiempo, el mismo mun-
do sin cambios, el mismo instante , tan alejado de aquellos
en los que se pierde el curso de nuestros días como lo estaría
ahora el rostro de Débora de todas las percepciones que yo
pudiera tener de él. Tendido bajo las ramas bajas de un cedro,
volvía a ver la imagen de mi felicidad pasada, y la angustia
que experimentaba se mezclaba con la dulzura de pensar en
la joven . Miré durante mucho tiempo, observando los árboles
uno tras otro, vigilando el vuelo de los pájaros. Escuchaba el
72 Amor a ojos cerrados

formidable silencio que sube de la tierra. Deslizándome final-


mente fuera de mi escondite, fui derecho hacia la fachada y
me detuve atónito. Sobre la puerta estaba trazada una enorme
cruz roja.
Era imposible que no la hubiera advertido la víspera o los
días precedentes, dado que había venido en varias ocasiones al
lugar preciso en el que me hallaba. Y había dado a esa puerta
numerosos golpes. Acercándome, pasé la mano por la madera,
y una pintura completamente fresca dejó en mi dedo su marca
sangrienta e indeleble.

***

La plaza de la Señoría es la más bella de Aliahova, o al


menos es la que yo prefiero. Ningún lugar mejor que este para
sentir de una manera física, por decirlo así, el poder creador,
la sensibilidad plástica de los constructores de esta ciudad. El
hecho mismo de que se acceda a ella por callejones sinuosos, a
lo mejor por una de esas calles estrechas y enlosadas, sin acera,
que dan su encanto al barrio medieval, de suerte que al salir
de un largo corredor de piedra el espacio se abre repentina-
mente y se despliega tanto más libremente después de haber
sido larga y severamente contenido en límites rigurosos y a la
larga intolerables; esta alternancia feliz de lo que nos remite a
nosotros mismos y lo que nos abre al mundo, estas apreturas
seguidas de esta expansión, esta respiración, sí, esto es lo que
hacía de Aliahova un ser vivo y un compañero maravilloso de
nuestra propia vida.
Pero había más: no era un espacio cualquiera el que se
ofrecía a la mirada. La plaza de la Señoría tiene la forma de
una amplia concha de Santiago, y si, como era mi caso aquella
tarde, llegáis a ella por la calle de los Hermanos, que en reali-
dad había pasado a ser la de los anticuarios -la mayor parte
de los cuales ha echado el cierre y ha ocultado sus tesoros en
Michel Henry 73

otro lugar-, digo que si abordáis el admirable conjunto por


su parte superior y por el centro, el inmenso abanico muestra
a vuestros pies sus pliegues de mármol, y la disposición radial
del pavimento, cuyas nervaduras están marcadas en piedra co-
loreada, conduce vuestra mirada hasta las líneas maestras que
la ciñen; y entonces es todo vuestro ser el que se esponja y
dilata como la propia concha, mientras que las espléndidas
construcciones que la bordean abrazan y repiten, en la tierra
como en el cielo, su curva armoniosa.
La luna llena se elevaba al este por encima del palacio de
los Priores, cuya fachada a contraluz vibraba en la sombra con
misteriosa severidad. Una escalera exterior que conducía a
un pequeño púlpito de mármol rosado, desde el cual en otro
tiempo los priores arengaban a la multitud reunida, atempera-
ba un poco la austeridad de esta superficie desnuda. Sujetando
con sus garras y zarpas las cadenas arrancadas a una ciudad
rival, cadenas con las que en otro tiempo se cerraban las puer-
tas, un águila y un león, fieramente plantados, coronaban un
pórtico cuadrado cuya modestia se aliaba, siguiendo la ley de
una afinidad clandestina, a la simplicidad grandiosa y la des-
nudez de todo el edificio.
Más austero todavía, más sobrio si cabe, con algo de mili-
tar y ya no de religioso, se alza el antiguo palacio que le hace
frente y que, por cierto, en origen no era sino una fortaleza.
Iluminado de frente por la luna, su masa formidable -y sin
embargo de un equilibrio riguroso- no perdía nada de su
poder salvaje: los enormes matacanes, los caminos de ronda,
las almenas que lo coronaban y se recortaban contra el cielo de
la noche, recordaban una época guerrera muy reciente -¿qué
es un siglo o dos en la historia?-, una época de inseguridad,
de violencia, de luchas e intrigas, es cierto, pero en la que las
fuerzas de la vida no habían abandonado aún a Aliahova; en la
que, en el furor de su alegre efervescencia, múltiples energías
corrían por su venas y su callejones; una época en suma que
74 Amor a ojos cerrados

vio construir tales edificios, no por azar, en una suerte de acu-


mulación ciega, como se dice con precipitación, sino siguien-
do una disposición que no era sólo la de la razón, sino que era
una exigencia de amor, una ebriedad de la imaginación. Ya el
solo diseño de esta plaza daba testimonio de ello.
La primera vez que había oído hablar de la Señoría, me
había dicho: dar a un barrio habitado el aspecto de una con-
cha, ¡qué idea tan ingeniosa! ¡Qué pueblo tan creativo! Pero
los niños que juegan en la playa modelan también sus figuras
de arena a imagen de lo que perciben a su alrededor, y sólo se
admira su aptitud ingenua para reproducirlo con más o menos
exactitud o habilidad. Aquel que, como tan a menudo hacía-
mos Denis y yo, ha venido a sentarse en medio de la plaza y ha
permanecido allí durante largo rato, en ocasiones días enteros,
se da cuenta poco a poco de que se encuentra en el centro de
un dispositivo concebido con sutileza y cuyos elementos han
sido calculados cuidadosamente. Al principio no puede dejar
de estar atento a los juegos de la iluminación, que no deja de
cambiar, no sólo según la hora, sino en un mismo instante,
de un lugar a otro de la plaza, de una a otra de las murallas
que la ciñen. Matices innumerables, transiciones infinitas, una
continuidad maravillosa de la claridad que se desliza de un
objeto a otro y se matiza sin cesar, de tal manera que cada
volumen parece no existir más que por la parte de luz que
retiene y que se condensa en él: tal es el espectáculo del que
la mirada no logra sustraerse. Y como si las obras más bellas
quisieran también darnos a entender el principio de su ser, la
ley interior de su constitución, la razón de esta fiesta óptica se
revela ante nosotros. Comprendemos, sí, que esta continui-
dad de superficies y planos, cuyo brillo se modifica según los
grados de una intensidad más o menos grande, resulta de la
disposición de los lienzos sucesivos de las fachadas, cada uno
de los cuales se ofrece a la incidencia de los rayos bajo un án-
gulo diferente, por más que este ángulo varíe insensiblemente;
Michel Henry 75

comprendemos que la curva de esta modulación progresiva no


es otra que la de la plaza. La disposición en concha ya no es,
como pensábamos al principio, una fantasía llena de ingenio
o una alegre chiquillada, sino que traza las líneas a lo largo
de las cuales se despliega la luz, y asigna a cada elemento su
situación y le confiere el ser. Toda realidad procede del Uno,
sus diferenciaciones mismas y sus particularidades provienen
de él, resultan de los modos de su difusión y de su refracción,
y las formas son estos modos.
He aquí por qué -lo supe más tarde- Ossip admira-
ba tanto la arquitectura, por qué el día en que fuimos juntos
por última vez al Tinto, a pesar del peligro y de la inquietud
que nos embargaba, se tomó el tiempo de admirarse ante una
piña, oponiendo la fuerza persuasiva de su geometría rigurosa
a lo deshilvanado de una conversación o a la marcha loca del
caballo por el tablero de ajedrez. Él presentía en las formas
naturales, en su gesto imperativo, el origen de la arquitectura .
No es que esta se limite a imitarlas. Pero existe, en un lugar
en el que las cosas no han nacido todavía, detrás del mundo,
un punto del que él procede, donde se elaboran los modelos,
donde la luz escoge las vías de su fulguración. Al igual que los
otros, los grandes artistas del Renacimiento de Aliahova no
fueron capaces de remontarse a este punto original de la crea-
ción, pero se acercaron a él con pasión, escrutando la natura-
leza en sus profundidades, anotando sus huellas misteriosas, el
sistema nervioso de las tormentas, los pájaros y los hombres,
el diseño interior de cada fenómeno y las líneas de fuerza de
su producción.
Y si ahora nos situamos en el centro mismo de la Señoría
en el deslumbramiento del mediodía, mientras que, semejante
a un líquido en fusión en el crisol de la concha, la luz que
fluye de un desnivel a otro del pavimento proyecta mil gotas
cuyo brillo nos ciega y, bajo las pesadas cornisas, la violencia
de las sombras se vuelve asimismo intolerable; si, asediados
76 Amor a ojos cerrados

por el exceso de esta vibración y corriendo el peligro de disol-


vernos en ella, cerramos los ojos, encontraremos en nosotros
la misma fuerza, y en el fondo de nuestro ser surge el empuje
que se diversifica a través de nosotros y -como un río que
para calmar su pujanza se ramifica al infinito- hace surgir
aquí un brazo, allí una pierna, un ojo, otorga la facultad de
hablar, engendra la estructura de nuestro cuerpo para abrirse
camino retumbando a través de él. Lo que nos es dado per-
cibir, lo experimentamos primero en nosotros mismos, y yo
comprendía la profusión del follaje y por qué la pulsión, al no
conservar nunca su dirección primera y única, compone por
la irradiación de su energía y siguiendo la línea oblicua de las
nervaduras divergentes del limbo el juego sin fin de las figuras
que admiramos.
Bajo la claridad difusa de la luna, los poderes de la Señoría
parecían dormir . Siguiendo el consejo que se me había dado,
me aseguré de que la plaza estaba vacía. Si a lo largo del día
la gente se ocupaba de sus asuntos con la misma energía de
siempre y, como decía Débora, con una tranquilidad aparente,
lo cierto es que por la noche se escondían. ¡Qué cambio, en
menos de un mes! Aliahova era célebre por su vida nocturna,
y sobre todo por ese momento febril en el que, tras el trabajo,
las calles se llenaban bruscamente de todo un gentío habla-
dor, deambulando en todos los sentidos, recorriendo incansa-
blemente los mismos trayectos. Los grupos se formaban y se
deshacían sin cesar, la gente iba de uno a otro, los viejos mi-
raban a los jóvenes, los chicos seguían con la mirada a las chi-
cas, las chicas gritaban y corrían como locas, se metían en las
pastelerías famosas por sus yogures de oveja y sus pasteles de
miel. Grandes soportales iluminados, atestados de legumbres
y frutas, resplandecían con el color alegre de sus montones de
racimos y de sandías. La vida parecía no querer acabar nunca,
y verdaderamente era necio irse a acostar cuando tantas cosas
maravillosas podían pasar a cada instante. En los callejones del
Michel Henry 77

vieJO puerto, convocados por orquestas improvisadas, hom-


bres y mujeres que no se conocían se ponían a bailar. En las
plazas vecinas, nubes de niños se disputaban una pelota de
trapo que hacía las veces de balón. En algunas semanas, sí,
en algunos días, todo eso había enmudecido, el centro de la
ciudad se había vaciado, como también los otros barrios, y, al
venir esa tarde a la Señoría, no había encontrado a nadie, cosa
increíble.
Bajé lentamente los peldaños inclinados de los grandes
bloques de mármol del pavimento, dirigiéndome a la fuente
de Arsinoé , que , en medio de la plaza, alza por encima de su
estanque rectangular los tres lienzos de su fachada provista de
nichos , en los que Simónides ha colocado, para simbolizar las
virtudes, esos admirables cuerpos femeninos cuyas torsiones,
último eco del impulso místico de los siglos pasados, se in-
movilizan en una suerte de equilibrio intemporal. En el gran
silencio nocturno no se oía más que el rumor vacilante de un
agua ligera. Me senté a la sombra del muro exterior , a fin de
no ser visto. En varias ocasiones fui a echar un vistazo en torno
a mí, pero, durante todo el tiempo que duró mi espera, no vi
un alma. Esta soledad desacostumbrada en lugares que fueron
el corazón palpitante de una gran ciudad tenía algo de incom-
pren sible, y habría podido creerme prisionero de un sueño
si no hubiera sentido que volvía a atenazarme una angustia
sumamente real. Me levanté una última vez, recorriendo con
la mirada la inmensidad desierta de la plaza abandonada. Dé-
bora estaba a mi lado.
¿Había cedido al sueño? Interrogué a la joven sobre su lle-
gada silenciosa, pero se limitó a sonreír. Tuve ocasión de obser-
var a continuación, cuando deambulábamos por los callejones
inundados de luna , que ella caminaba sin hacer el menor rui-
do. Sospeché que llevaba zapatos escogidos con esta intención,
ya que el carácter muy particular de las actividades de mi com-
pañera comenzaba a manifestárseme más claramente. Pero yo
78 Amor a ojos cerrados

tenía otra cosa en mente. Probé a exponerle a Débora mis ideas


sobre los principios que habían presidido la organización de
esta plaza y la disposición de los edificios; desarrollé mi teoría
de la luz, afirmando que no valía sólo para las famosas pinturas
del hermano Cipriano, sino también, y de manera evidente,
para esta plaza; que, en consecuencia, ni la arquitectura ni la
pintura encontraban sus principios en ellas mismas, en los co-
lores o en el material de que estaban hechas, sino en una ley
absolutamente general, emanada de las profundidades del mis-
mo ser, ley que era preciso poseer para entender el lugar en el
que nos encontrábamos. Combinaba mis demostraciones con
consideraciones más o menos fantasiosas destinadas a provocar
alguna reacción de parte de mi oyente, que guardaba silencio.
-¿Cree usted que estas ideas son exactas?
-Completamente -dijo ella.
-¿Eran las ideas de los constructores, de los maestros de
obra y sus ayudantes?
-¡Pregúnteselo a ellos!
-Pero ellos están muertos -dije.
Al pronunciar estas palabras me invadió una tristeza in-
comprensible, como si una frase dicha al azar tuviera el poder
de poner término a la felicidad de esta charla despreocupa-
da. A la luz fantasmagórica del claro de luna, alrededor del
gran espacio desolado, los edificios no componían más que
un decorado de teatro, y las altas fachadas desnudas en cuyas
ventanas no brillaba luz alguna ya no existían para nadie. Los
palacios, los templos, las catedrales siempre mueren dos ve-
ces: cuando sus muros se derrumban, cuando la vegetación
se incrusta en los intersticios de las piedras desencajadas y los
pájaros cuelgan sus nidos de las vigas vacilantes de una te-
chumbre desplomada, hace mucho que la vida ha abandonado
estos edificios severos o estas deliciosas obras maestras; desde
que el pueblo ya no los visita, desde que las palabras escritas
sobre su frontón han perdido su sentido, desde que los ca-
Michel Henry 79

racteres que trazaban con sus siluetas poderosas sobre el cielo


de la ciudad ya no suscitan en el corazón de sus habitantes ni
amor, ni deseo, ni alegría. La historia sagrada que contaban
no era una serie de acontecimientos increíbles, sino la suma
de lo que puede ser reproducido, vivido de nuevo por una
humanidad más amplia. ¿Qué ocurriría cuando los hombres
ya no pudieran repetir ni comprender lo que llevaba el sello
de la eternidad?
-Es muy sencillo -dijo Débora-. Eso se llama barba-
rie.
Pero la notaba inquieta, y ya no me escuchaba. Se levantó
de un salto.
-Venga -dijo-, sígame. Hay que darse prisa.
Con asombrosa rapidez subió el vasto plano inclinado. Me
costaba seguirla. Nos precipitamos en un callejón tan estrecho
que la luz del cielo no podía penetrar en él. Pegada a la esqui-
na, Débora, cuya respiración jadeante recuperaba poco a poco
un ritmo normal, observaba los lugares que acabábamos de
abandonar precipitadamente. Sólo entonces percibí a lo lejos
como un rumor. Al hacerse más nítido, el ruido se convirtió
en un himno salvaje. Se empezaron a ver reflejos sobre las lo-
sas. Repentinamente, un cortejo desembocó en la plaza. Por-
tadores de antorchas escoltaban la columna humana, que se
desplazaba rápidamente. Todo el mundo corría y gritaba. Los
acentos entrecortados, las palabras aulladas más que cantadas,
alternaban con las órdenes y los eslóganes. Y se hizo evidente
que el río de vociferantes que remontaba la plaza por su centro
se dirigía derecho hacia nosotros. Tuvimos que retroceder por
el callejón y, en el primer portal que encontramos, nos pega-
mos a la puerta. Débora se volvió hacia mí, muy pálida, y no
trató de disimular su pavor.
-Si vienen por aquí, es preciso que no me reconozcan,
¿entiende? Me apretaré contra usted y haremos como si fuéra-
mos enamorados.
80 Amor a ojos cerrados

El cortejo estaba ahora muy cerca. Los que iban delante


con las antorchas aparecieron en la prolongación del callejón.
Bajo aquella luz violenta, los rostros resplandecían, los ojos
relucían con un brillo inquietante, las carnes enrojecían, y
por el suelo saltaban manchas enloquecidas. Por más que me
decía que el carácter fantástico de este espectáculo salido de
un universo de pesadilla, de esta multitud espantosa vomitada
por las bocas del infierno, se debía únicamente al decorado, a
la oscilación de las llamas, ya altas ya sometidas al viento de
la carrera, y cuyo movimiento arrojaba por turno sobre esos
cuerpos desarticulados, sobre esas caras joviales, un exceso de
claridad y un exceso de sombra; por más que me decía esto,
no podía olvidar, demasiado semejantes a la ebriedad de esta
cohorte desordenada, las voces discordantes y furiosas lanza-
das por todas partes y que parecían no poder unirse más que
en el odio. Y mientras aparecían uno a uno, iluminados por un
instante, los personajes grotescos de este carnaval surgido de la
noche de los tiempos, logré distinguir las palabras terribles que
servían de estribillo a lo que sin duda pretendía ser un canto:
«¡Yla muerte, y la muerte, no se detiene ante una puerta!»
Y luego las últimas sombras desfilaron delante de nosotros,
los clamores se alejaron, los reflejos de las antorchas denegri-
das se fundieron en el suelo al resplandor de la luna y, por un
callejón paralelo a aquel en el que habíamos encontrado refu-
gio, el siniestro cortejo se alejó.
-Qué pena -le susurré a la joven al oído- que estos
imbéciles no hayan venido por aquí.
Y me incliné sobre su rostro para leer en él algún signo.
Pero ella volvió la cabeza y no sentí, muy cerca de mí, más que
la oleada de la inmensa cabellera. Ya se apartaba de la muralla
y se dirigía hacia la plaza cuando, girándome sin saber por
qué, atisbé en las tinieblas el resplandor silencioso de la cruz
roja. Ahogué un grito y señalé la marca escrita en la puerta
misma en la que nos habíamos apoyado.
Michel Henry 81

-De estas verá más de una.


-En efecto -dije, y cuando al salir del callejón entramos
en el espacio de la inmensa concha, mostré a la luz mi dedo
enrojecido-. He vuelto al Tinto esta tarde -confesé vaci-
lante.
Un banco de piedra se ofrecía en la oscuridad a los pies
del palacio de los Priores. Fuimos a sentarnos en él, juzgan-
do prudente no ponernos al descubierto. El silencio se rehízo
alrededor del rumor frágil de la fuente, y de nuevo la Señoría
extendió sobre nosotros su encanto mágico, haciendo más in-
congruente, más irreal, el desfile fantasmagórico al que acabá-
bamos de asistir.
-Los que trazan las cruces son los mismos que acaba de
ver pasar -dijo Débora.
Me explicó que existía en Aliahova un tribunal revolucio-
nario cuyo objetivo inicial había sido castigar a los enemigos
del pueblo, todos aquellos, ricos o poderosos, a quienes había
que reprochar alguna fechoría, cuando no su simple existen-
cia. Sólo que como este tribunal era secreto, al igual que la
organización cuyo centro él ocupaba, las detenciones realiza-
das ignoraban toda medida, no había ni multas ni penas de
prisión, era todo o nada, la absolución o la muerte, y las más
veces esta última. La cruz significaba la sangre, y aquellos so-
bre cuya residencia se había dibujado el signo no tenían más
remedio que huir, y esto era lo que hacían sin vacilar. Se echó
de ver entonces que el mencionado tribunal operaba en rea-
lidad de dos maneras diferentes. En el caso de una condena a
muerte, la ejecución -otros decían asesinato- venía prime-
ro: la víctima era cogida de improviso, cobardemente, muerta
sin remisión, y sólo después, a la noche siguiente, se firmaba la
sentencia. En cambio, cuando la siniestra cruz hacía aparición
antes del asesinato, la condena resultaba en cierto modo con-
dicional, y se le ordenaba al condenado que abandonara todos
sus bienes y que, ese mismo día, se fuera de la ciudad. Esta
82 Amor a ojos cerrados

distinción era ingeniosa. Al otorgar una apariencia de matiz y


de objetividad a lo que estaba completamente desprovisto de
ella, se hace creer que se trataba de un verdadero juicio que
sopesaba los pros y los contras, que tenía en cuenta situacio-
nes particulares y, llegado el caso, circunstancias atenuantes.
Se intentaba disuadir a las futuras víctimas -los miembros
de las grandes familias- de emprender una verdadera acción
defensiva, que no podía sino precipitar su perdición, mientras
que el reconocimiento de sus errores, o al menos una actitud
pasiva, tendría como consecuencia que se les respetara la vida.
Estos cálculos maquiavélicos tuvieron, desde su puesta
en práctica, un efecto que sin duda sobrepasó con mucho las
expectativas de sus autores. En unas semanas, la nobleza de
Aliahova fue diezmada, dispersada, sin capacidad de respues-
ta. Pero como tenía en las manos una gran parte del poder y
sus miembros, muchos de los cuales eran hombres muy emi-
nentes, ocupaban los puestos más importantes del gobierno,
de la administración, del ejército o del clero, todo el edificio
del Estado quedó descabalado de un solo golpe. Fue así como
se hizo transparente el carácter revolucionario de la empresa.
Parecía que se atacaba a algunas personas, algunos privilegios,
ciertas excepciones chocantes, pero en realidad era el régimen
lo que se tenía en la mira y lo que se quería destruir.
-Lo sorprendente -dije- es que la realización de se-
mejante proyecto no haya chocado con ninguna resistencia
organizada o incluso individual.
-Es que cada uno tenía la vista puesta en el cargo que
dejaba libre la eliminación de su superior. ¡Cada uno -con tal
de que no perteneciera también él a alguna familia demasia-
do conocida- esperaba secretamente el momento en el que
quien estaba colocado por delante de él fuera derribado! ¡No
sabía que, a sus espaldas, otro par de ojos le observaba a él con
una mirada que le habría producido escalofríos! ¡Porque los
instigadores de todo este tejemaneje tenían otro objetivo que
Michel Henry 83

sustituir a un duque o un conde por un vendedor de telas o


por el presidente de la corporación de curtidores! En lo más
bajo de la escala, el hijo de un zapatero o el de un campesino,
jóvenes que no tenían nada que perder y que tenían todo por
ganar, cada uno de los cuales pensaba: «No soy nada, debería
serlo todo», técnicos, ideólogos y demagogos, becarios y se-
minaristas, que odiaban al mundo entero, habían dictado la
orden de eliminar a todos aquellos que poseyeran algo, que
fueran más que ellos, que se interpusieran entre el poder y
ellos. Comenzaba la era de las depuraciones sucesivas y, como
en una partida de damas la pieza principal, surgiendo de im-
proviso, suprime filas enteras de fichas sobrevolándolas, en
Aliahova las cabezas iban a caer en serie y en mayor número
que las tejas en época de tormentas.
Débora había dicho todo esto muy rápido, llevada de una
suerte de pasión, y adiviné a través de las sombras la anima-
ción de su rostro. Se calló de golpe, paralizada quizá por algún
temor, y me observó con una intensidad extraña.
-Volviendo a las cruces -prosiguió lentamente-, desde
algún tiempo proliferan. ¿Sabe por qué?
-¿Es una manera de procurarse una habitación a buen
precio?
Acababa de acordarme de una broma de Denis sobre el
precio del bote de pintura, que se había triplicado en una
semana. Él tenía la costumbre de captar al vuelo los acon-
tecimientos más importantes, en este caso las convulsiones
sociales que acababan de producirse, para su desdicha , en
Aliahova. El horror al trabajo manual -decía-, el rechazo
de una existencia modesta, la difusión de ideas subversivas
que fueron su consecuencia o su causa, habían llevado a los
jóvenes a abandonar los campos. Pero no era para consagrar-
se en la ciudad a un trabajo que se habían negado a realizar
junto a sus padres. Comenzaron a formarse entonces bandas
de desocupados cuya timidez inicial se mudó rápidamen-
84 Amor a ojos cerrados

te en agresividad y en reivindicaciones de toda clase. Y fue


entonces cuando se planteó la cuestión del alojamiento . La
población de la ciudad se había duplicado en unos años , y
esto precisamente en el momento en que nadie quería hacer
nada, en que era imposible encontrar un albañil, incluso un
simple peón. Aliahova se encontró entonces en una situación
inversa a la que había conocido dos siglos antes, cuando la
gran peste había diezmado a sus habitantes. De esta época
databa la creación de un cuerpo de aguaciles cuya misión era
llevar un censo de las viviendas desocupadas y asignárselas a
los supervivientes. Pero como se les obligaba a restaurarlas
siguiendo normas precisas , esta medida tuvo por efecto el
embellecimiento de toda la ciudad. Los inmuebles más ve-
tustos, las manzanas insalubres fueron derribadas, dejando
espacios libres en los que se hicieron estas plazas armoniosas.
Las principales arterias fueron trazadas de nuevo, la ciudad
entera fue reestructurada a la luz de teorías arquitectónicas
rigurosas. Y fue entonces cuando Aliahova se convirtió en
esta cosa maravillosa que tanto admiramos. Luego ...
Luego todo había cambiado. Con una especie de rabia
triunfal, Denis desmontaba el mecanismo inflexible del proce-
so que iba a corromperlo codo. A partir del momento -expli-
caba adelantando las manos hacia su interlocutor y mientras
su amplia frente se coloreaba un poco más-, a partir del mo-
mento en que se logró persuadir a los obreros, y más en parti-
cular a los jóvenes, de que el trabajo era sinónimo de explota-
ción y que, tan pronto como emprendieran el menor esfuerzo,
serían engañados por alguien , la producción comenzó a caer
y se dejó de construir. El flujo continuo de los que llegaban
del campo llenaba poco a poco todas las viviendas de la ciu-
dad. Al principio las cosas fueron relativamente bien, porque
todavía había sitio, porque los recién llegados tenían padres,
amigos , conocían gente o instituciones capaces de albergarlos,
al menos de manera provisional. Incluso se puede decir que
Michel Henry 85

fue un período feliz, del que Denis y yo participamos a nuestra


llegada como testigos. Las calles nunca habían estado tan ani-
madas, las tiendas tan llenas de mercancías así como de com-
pradores. También los restaurantes estaban abarrotados. En las
tabernas los asientos se tomaban al asalto. Ante la perspectiva
de negocios ventajosos, se abrían nuevos comercios. Las tran-
sacciones iban a buen ritmo. Se hacía cola en las notarías. Los
locales disponibles, las últimas casas se vendían rápidamente
por sumas exorbitantes. En las calles, hombres de sienes blan-
cas se cogían del brazo, cuchicheaban confidencias, guiñaban
los ojos antes de irse a beber juntos. El que salía por la mañana
nunca sabía a qué hora volvería por la tarde; en cada cruce, a
cada paso, un amigo, un conocido venía a darle palmadas en
el hombro con toda familiaridad, solicitando su ayuda, propo-
niéndole participar en alguna combinación dudosa.
¿Qué hacer, en efecto, cuando no se hacía otra cosa que
especular? Las mismas cosas se vendían y se compraban varias
veces en un mismo día, los precios subían a una velocidad
vertiginosa, y cuando ya no hubo nada más para vender, uno
se vendía a sí mismo. Mujeres con indumentaria provocado-
ra hicieron su aparición en todos los barrios de la ciudad, en
todos los medios sociales. Se las encontraba por todas partes,
en los lugares de placer, en torno a las mesas de juego, que se
multiplicaban. En los tugurios los vendedores de flores ofre-
cían drogas. Al alba, grupos pálidos se dispersaban, los que ya
no poseían nada se aglutinaban alrededor de quien al menos
poseía una habitación, las chicas volvían hacia uno el rostro
de la muerte antes de desaparecer, haciendo sonar sus tacones,
por un callejón.
-En el fondo -le dije a Débora- lo que ha ocurrido
es que una población desarraigada, separada de sus creencias
y de sus sacerdotes, entregada de golpe a la ociosidad, a la
duda, a todas las propagandas, se ha echado a perder. Lo que
se ha conmovido es el fundamento mismo de la civilización
86 Amor a ojos cerrados

de Aliahova, quiero decir la idea de que nada inmediato tiene


valor, sino sólo lo que resulta de una lenta elaboración que se
confunde con la historia de la ciudad y que cada cual debe
reproducir por cuenta propia. Cuando basta con desnudarse
o con tragar una pastilla para encontrarse de golpe en presen-
cia de lo extraordinario, todos estos rodeos y el esfuerzo que
cuestan parecen bastante inútiles. Sin duda es por esto por lo
que en las escuelas ningún alumno quiere escuchar ya a sus
maestros. Estos, igual de necios, atribuyen a los métodos al
uso su falta de éxito, y la pedagogía está de moda. Puesto que
los adolescentes ya no quieren la verdad que se les impone, hay
que hacer de modo que la descubran por sí mismos, suprimir
las clases y dejarles hablar. No se ha entendido todavía que es
esa verdad lo que no quieren, porque la verdad ya la han en-
contrado ellos la noche anterior con sus camaradas, y no saben
qué hacer con todos esos cuentos.
Le conté a Débora el espectáculo teatral al que Denis y
yo habíamos asistido allí mismo, en la plaza de la Señoría,
no hacía mucho tiempo -y al recordarlo volví a sentir un
escalofrío-. Se trataba de la violación y posterior asesinato de
una mujer por una banda de desalmados ante los ojos de su
marido, que estaba atado. Lo asombroso era el increíble éxito
de esta pieza, las discusiones apasionadas a que había dado
lugar. A los reaccionarios y a los reprimidos que pretendían
prohibirla, los espíritus avanzados les replicaban que tales he-
chos existen, de modo que no es escandaloso representarlos.
El eco mismo que estas prácticas encontraron, ¿no demuestra
de modo evidente que contienen, no una perversión singular,
sino una aspiración universal, una verdad, y el rechazo de todo
límite? Porque también el amor -decían- ha de dejar de ser
un asunto privado, y las mujeres deben pertenecer a todo el
mundo.
Débora me interrumpió:
-¡Todo eso no es más que la parte delantera del decorado!
Michel Henry 87

Entre bastidores -afirmaba- una mirada ávida medía


los rápidos progresos del proceso que parecía conducir ineluc-
tablemente a esta sociedad a su perdición. La lenca podredum-
bre y luego la descomposición acelerada del antiguo estado de
cosas eran los signos de la llegada del nuevo mundo. Todos los
que se prometían hacer carrera en él se frotaban las manos,
actuaban en la sombra, fom entaban los desórdenes , incitaban
a los obreros a la rebelión, a los jóvenes al vicio. Las publica-
ciones licenciosas se multiplicaron, en el puerto se descubrían
cantidades cada día mayores de opio. En cuanto a las gentes
de bien, se las invitaba a estarse tranquilas, y ello por diversos
procedimientos, el más eficaz de los cuales resultó ser el terror.
Agrupaciones de toda clase, comités revolucionarios que se
constituían en principio espontáneamente, pero de hecho im-
pulsados por organizaciones secretas, reemplazaban por todas
partes a las autoridades legales y pretendían actuar ocupando
el lugar de estas. Se vio aparecer en cada barrio un comisario
del pueblo que, escoltado por una banda semejante a la que
acabábamos de ver pasar, iba de puerta en puerca informán-
dose de las necesidades de la población y, al mismo tiempo,
llevando cuenta de los medios adecuados para satisfacerlas.
-Imagine -insistía Débora- el pavor de aquel a cuya
casa viene a llamar esa multitud vociferante. ¿Cuántas perso-
nas residen aquí? ¿De cuántas habitaciones disponen? ¿Cuán-
tas tinajas hay en la bodega? ¿Cuántos haces en la leñera? Haga
el favor, camarada, de abrir este baúl, de quitar el cerrojo de
esta habitación. Pero el «registro general de recursos » orde-
nado por el comité revolucionario central se realizaba sobre
todo de noche, con intención de producir en el espíritu de las
víctimas un efecto más fantástico al hacer imposible cualquier
resistencia. Acurrucados en su cama, conteniendo la respira-
ción, temblando de miedo, la gente escuchaba con corazón
palpitante la aproximación de las terribles brigadas antes de
poder -después de que hubieran pasado y cuando, por suer-
88 Amor a ojos cerrados

te, no se habían detenido ante su puerta- confiar al sueño la


prórroga que se les acababa de conceder.
Ya no es sólo el sadismo -proseguía ella- lo que hoy
motiva estas pesquisas y estos controles cada vez más frecuen-
tes. Para recuperar a los jóvenes a los que se desea adoctrinar,
las organizaciones revolucionarias están obligadas a ocuparse
de ellos y en primer lugar a darles alojamiento. Sobre todo
porque desde hace algún tiempo se asiste a la formación de
bandas incontroladas que pretenden arreglar por sí mismas
sus propios asuntos y se apoderan sin más de todo lo que
necesitan.
-Entonces, ¿el tribunal y los comités revolucionarios to-
leran que otros usurpen sus prerrogativas, si se puede hablar
así, y actúen en su lugar?
-Su actitud sobre este punto parece ambigua. Puesto que
les es imposible controlar verdaderamente la situación, prefie-
ren dejar que se desarrolle la anarquía y provocar de este modo
un movimiento de reflujo. La gente empieza a estar harta de
noches en blanco, de amenazas cotidianas, de lo desconocido.
No es infrecuente ver a los que acaban de descubrir el signo
maldito dibujado en su puerta arrojarse en brazos del comisa-
rio del pueblo más próximo para saber si la condena viene de
él. Le estrechan las manos, proclaman su inocencia, su buena
voluntad y solicitan su arbitraje. Y he aquí a nuestro hombre,
flanqueado de algunos acólitos, que viene a examinar la situa-
ción sobre el terreno. Delante del asombrado jefe de familia,
tacha la cruz roja con un trazo de pintura blanca y el resto del
grupo parte hacia nuevas tareas. La subversión se erige en ley,
el objeto del miedo se ha convertido en el poder a cuya sombra
uno se refugia.
-Pero, ya que se abre paso un apetito de orden, ¿son las
escuadras revolucionarias las únicas capaces de satisfacerlo?
¿Las autoridades legítimas se han quedado sin iniciativa y sin
poder? ¿O bien han desaparecido pura y simplemente?
Michel Henry 89

-No exactamente. Al lado de los servicios permanentes,


ocupados por los comités revolucionarios y sus cabecillas, sub-
sisten las antiguas comisarías, con su personal al completo.
Después de haberse mostrado muy discreto durante algún
tiempo, este acaba de reaparecer y, ya lo habrá comprobado,
lleva de nuevo el uniforme. La policía incluso realiza arrestos
y la prisión ha reabierto sus puertas, valga la contradicción.
Solamente que el comisario de policía cena todas las noches
con su colega, el comisario del pueblo. Viéndoles brindar jun-
tos, se tiene la impresión de que la época de sus disputas ha
pasado. Los que aspiran al poder han aprendido los caminos
que llevan a él. ..
-Y el gobierno -dije encolerizado-- ¿no dispone de nin-
guna otra fuerza que esta policía corrupta? ¿No tiene al ejército?
-Un ejército que no se bate desde hace mucho tiempo,
ya sabe ... una simple milicia de ciudadanos. Hace maniobras
todos los domingos por la mañana en la explanada del castillo.
Vaya a verlo.
Mientras Débora hablaba y el áspero acento de su voz se
mezclaba misteriosamente con el esplendor de los palacios,
con el ritmo de las fachadas, me maravillaba de la coinciden-
cia de las explicaciones que acababa oír con las que Denis y yo
formulábamos por nuestra propia cuenta. Y mientras advertía
con renovada sorpresa, más allá de las ondulaciones sonoras
que venían lentamente hacia mí, como su cresta de espuma
luminosa, un sentido que no dejaba de relucir y de renacer, me
preguntaba cómo esta mujer tan guapa penetraba con tanta
sagacidad asuntos habitualmente reservados a los políticos. Y
lo cierto es que por momentos me sentía tentado a imaginar,
más allá de los análisis que se me ofrecían y como su secre-
ta fuente clandestina, no sé que asamblea de hombres graves
reunidos para intentar salvar la ciudad. Una vez más, me pre-
guntaba cuál era el papel de mi compañera, presintiendo en
ella más que una simple subalterna. Pues a cada pregunta que
90 Amor a ojos cerrados

yo planteaba ahora, la respuesta era tan elaborada, tan perti-


nente, tan bien adaptada a las circunstancias, que no se podía
dudar que brotaba al instante como fruto de la reflexión per-
sonal de quien estaba a mi lado. Y debería haberme alegrado
al comprobar una vez más cuán cerca me encontraba de este
pensamiento al que quizá se le escapaba el destino de Aliaho-
va, pero que seguía escudriñando con su mirada implacable
que todo lo veía; debería haberme alegrado al advertir que era
este pensamiento omnisciente y completamente lúcido el que
me hablaba por medio de aquella boca que yo habría querido
apretar contra la mía, a través del ritmo de esta voz de timbre
negro que me embriagaba. Pero también, a medida que las
palabras emergían del seno de esta melodía y, sustrayéndome
a su encanto, seguía el discurso inflexible que componían, y
cuyos resultados me eran comunicados con una especie de evi-
dencia que los hacía más agobiantes, la razón misma que yo
tenía para escuchar esas palabras se desvanecía, y esa presencia
tan querida -cuyo hombro sentía a veces contra el mío, y
cuyo perfume se mezclaba con los efluvios de la noche-ya no
me aportaba esperanza, sino esa clase de resignación que sin
duda había cundido entre los últimos defensores de la ciudad.
Abrí los ojos. Los orgullosos edificios de la Señoría pare-
cían hacerme señas a través del tiempo. Experimenté como un
sufrimiento intolerable mi incapacidad para responder a su
llamada silenciosa. Tan grande era mi consternación, que se
expresó a mi pesar:
-Denis ha muerto -dije sin reflexionar.
Débora se estremeció.
-¿Por qué dice eso?
-Lo ha dicho usted misma: los habitantes del chalet han
desaparecido antes de que se ponga la marca.
-Me ha entendido mal. Todo eso era así hace algunas
semanas, algunos meses. Hoy la confusión es cal que no se
pueden sacar conclusiones.
Michel Henry 91

-De todos modos, si Denis estuviera vivo, lo habríamos


visto.
-Tal vez haya tenido que abandonar el país precipitada-
mente. Algunos lo han hecho.
Recorriendo su largo trayecto en el cielo de la noche, la
luna apareció por encima del Palacio Antiguo, y el banco en
el que estábamos sentados entró en el campo de su claridad. A
mi lado, el rostro de Débora tenía la palidez y la impasibilidad
de las piedras. La joven había bajado los párpados. Al admirar
la fragilidad de sus muñecas, la delicadeza y largura de los de-
dos, semejantes a los que se descubre en los cuadros religiosos
antiguos de Aliahova, vi que retorcía los flecos de su chal.
Y luego se levantó de golpe, rozando mi brazo con la mano.
-Venga-dijo-, aquí hace frío.
De nuevo nos sumimos en el laberinto de callejas y seguí
dócilmente a mi guía, asombrándome de la seguridad de su
marcha silenciosa a través del dédalo de la ciudad vieja y, más
aún, de su energía y de esa valentía que hacía que la silueta
irreal que se deslizaba a mi lado se indinara un poco hacia
adelante, tensada hacia algún nuevo objetivo cuyo contenido
yo ya no veía. Mientras recorríamos las altas murallas bañadas
en sombra y yo me entregaba al desasosiego, a la pena intole-
rable que suscitaba en mí el recuerdo obsesionante de Denis,
extraños movimientos agitaban mi espíritu, mi sufrimiento
mismo se modificaba imperceptiblemente, mudándose poco a
poco en su contrario, en una especie de exaltación y de gozo.
Un ardor nuevo me penetraba, recorriendo todo mi cuerpo,
empujándolo también a él hacia adelante, insensible al esfuer-
zo, inaccesible a toda fuerza hostil y a la gravedad del mundo.
Varias veces adiviné, a través de la oscuridad, la mirada de
Débora vuelta hacia mí, veía, imaginaba, semejante a la de un
gato, el círculo dilatado de su pupila que atravesaba la noche,
adivinando los secretos de mi alma. Cuando intentaba, a mi
vez, leer en mí y en la embriaguez que me invadía el moti-
92 Amor a ojos cerrados

vo capaz de suscitarla, comprendí de pronto, al preguntarme


sobre la intención que había podido empujar a Débora a ha-
blarme tan largamente y revelarme tantas cosas cuando ya no
servían para nada y todo estaba perdido, digo que comprendí
que en realidad no había ninguna, como no fuera precisamen-
te la de hablarme, la de estar a mi lado, y mi sangre se puso a
latir locamente. ¡Tal es el misterio del corazón humano, pese
a los progresos de la ciencia! Mientras la imagen de mi amigo
muerto abría en mi pecho un tajo que quemaba, era como si
este dolor se anegara en su propio exceso, como si desvelara el
fondo de mi ser; una dicha total me invadió por entero, y yo
me abandoné a la dulzura inefable de su abrazo. Por más que
todo pudiera derrumbarse en torno a nosotros, yo me decía
que hay una realidad más poderosa que las que actúan en la
naturaleza y en la historia, una realidad que nada podría matar
y al final triunfaría. Siempre habrá mujeres -pensaba- y
todo empezará de nuevo.
Estábamos en la plaza de los Inocentes. Fuera el influjo
del gran centelleo nocturno o el de mi acompañante, cuya
gentileza y cuyas sonrisas arrebataban todo mi ser, lo cierto
es que estos lugares a los que había venido tan a menudo no
me habían parecido nunca más cercanos, ni su mensaje más
evidente. A cada lado de la superficie cuadrangular, limitada
al fondo por la fachada de una iglesia, corría, legible como
un plano, la logia del hospital, cuyos arcos de medio punto
repetían al infinito el asentimiento de su curva perfecta. A la
pálida claridad de la luna, la austeridad estricta de estas formas
se transformaba, merced a su simplicidad rítmica, en un canto
de alegría. Era la alegría que seguían comunicando la sabia
alternancia del enlucido de los muros con las cenefas de gres
oscuro, las estrías de las columnas y pilastras, las molduras li-
geras de los frisos y marcos, los medallones redondos labrados,
como otros tantos múltiplos de la belleza, en las mochetas de
las arcadas.
Michel Henry 93

Atravesando el pórtico situado en el centro de la logia, pe-


netramos en el patio interior, que reproducía ante nuestros
ojos fascinados la plaza que acabábamos de dejar. Las mismas
arcadas desplegaban su disposición rigurosa en torno al mis-
mo rectángulo, las mismas sombras estructuraban el mismo
volumen, compartían la misma claridad. Tomando la mano
de la joven, la llevé a través del bosque de columnas y, volvién-
dome hacia ella, sentí el placer de verla surgir de la oscuridad
de las bóvedas, expuesta por un instante al resplandor celes-
te, antes de volver a desaparecer bajo la logia. Pero como ella
cerraba los ojos en cuanto entrábamos en el espacio resplan-
deciente del patio y no volví a abrirlos más que al abrigo de
los arcos, yo corría tras una presencia inalcanzable, sin llegar
nunca hasta ella, hasta el lecho de arena que se ve a través de
la transparencia del río. Le reproché a Débora que se ocultara,
que intentara rehuirme, pero ella reía. Por fin nos sentamos en
una losa, apoyados en un mismo pilar, admirando en el suelo
la imagen negra de este edificio de luz.
-Y todo esto -decía Débora- para los más deshereda-
dos, para las personas más abandonadas ... ¡Qué amor!
Y luego las sombras se borraron, por encima de los tejados
el terciopelo de la noche cedía el sitio al cielo pálido de la
mañana y el viento del mar llegaba hasta nosotros. Débora ya
se había levantado y yo seguía su marcha rápida a través de las
callejas que se iban iluminando. Nos separamos en una plaza
pequeña, no lejos de la Señoría. La joven debía ausentarse va-
rios días y nos citamos. Con una insistencia que sentí como
bálsamo en el corazón, me rogó que no volviera al Tinto. Una
última vez leí en sus ojos la certeza que yo tenía de existir.
Hizo todavía un gesto con la mano y desapareció.

***
94 Amor a ojos cerrados

Las palabras de Débora me habían quedado en el espíritu,


y ese domingo me levanté temprano para sopesar las últimas
fuerzas de las que todavía disponía Aliahova para salvarse. El
aire estaba ligero, los colores y los perfumes eran de una de-
licadeza sutil: experimenté, como a veces ocurre, el gozo ex-
traordinario vinculado a las acciones más simples, por ejemplo
caminar. Había olvidado que la muerte no tiene rostro, que
no es nada, que habita el vacío, la claridad de la mañana o las
alamedas desiertas donde crecen las sombras de la tarde.
Las calles que llevan al barrio norte de la ciudad suben
por las primeras pendientes del monte Eritreo; los vestigios
del arte gótico son más numerosos allí que en otros lugares,
las viviendas más modestas. Algunas de ellas todavía tienen
salientes que se apoyan en puntales, lo cual permite, gracias
a los voladizos, ganar algo de espacio habitable. Me encanta-
ba la pobreza de estas fachadas que permitían adivinar desde
fuera un poco del secreto de la vida humilde que albergaban.
Hay algo de caluroso, de acogedor en esta arquitectura nada
rebuscada que aspira a que la proximidad de las personas sea
compatible con el pudor.
Sin embargo, conforme subía con facilidad las escaleras
que unen las terrazas superpuestas de la ciudad medieval, un
espacio extraño se abrió en torno a mí, todo parecía mante-
nerse a distancia, los escasos viandantes que me cruzaba no me
veían, y las altas murallas que recorría emergían lentamente de
un sueño. Por encima de ellas, rematado por una galería de
madera, vi recortarse contra el cielo sin color el rectángulo for-
midable de la basílica de la Periblepta. Era, según creo, la torre
más alta de Aliahova; su silueta siniestra y severa parecía estar
todavía cargada de las energías implacables que habían hecho
y defendido esta ciudad. Durante el último asedio, los enemi-
gos muertos eran tan numerosos, que habían apilado sus cadá-
veres en este edificio inmenso, cubriéndolos de sal para evitar
que se pudriesen y alejar todo riesgo de epidemia. Había oído
Michel Henry 95

decir que la iglesia, o mejor dicho el fuerte, servía ahora de


arsenal, y esta es la razón por la que me dirigía hacia él, aunque
las posibilidades de entrar en él fueran prácticamente nulas.
¡Cuál no fue mi sorpresa, tras haber probado sin convicción el
dispositivo herrumbroso de la única puerta que atravesaba la
vertiginosa pared, al sentir cómo el pesado batiente cedía a mi
presión! Habiéndome asegurado de que nadie me veía, entré
rápidamente. Una sola sala de aspecto monumental ocupaba
toda la base de la construcción, pero, en cuanto a armas y má-
quinas de guerra, no contenía nada, excepto media docena de
balas de cañón que reposaban sobre un lecho de paja seca. La
altura del techo, sostenido por enormes vigas encastradas en el
muro, era impresionante. Una escalera de madera conducía al
piso superior, constituido también él de una única pieza, en la
cual tampoco había nada. Exploré también la antigua galería
de madera que coronaba la torre. Por todas partes, las formas
arquitectónicas se me ofrecían en el esplendor de su desnudez.
El gigantesco edificio estaba vacío.
Unas escaleras sinuosas y húmedas, con peldaños hundi-
dos, llevaban de la iglesia fortificada al cercanísimo castillo.
Fui a parar cerca de una amplia explanada completamente cu-
bierta de soldados, cuyos abigarrados uniformes se exhibían
con una solemnidad infantil sobre el fondo gris de la bruma
matinal. Quedé atónito antes esta estampa, digna de figurar
en alguno de los libros de las horas que se conservan en el Pala-
cio Civil y que debieron pertenecer a algún conde-mariscal al
que Aliahova debe una parte de su gloria. Luego, recordando
el objeto de mi preocupación, me puse al abrigo de un viejo
cañón para poder contemplar más cómodamente la marcha
de las operaciones. ¿Cuántos eran los hombres en armas sabia-
mente alineados sobre el inmenso terraplén? Varios centenares
con seguridad. Distinguí dos clases: unos iban vestidos con
un traje blanco con forro morado. Como armas llevaban una
espada y una pica damasquinada con labor de plata. Los otros
96 Amor a ojos cerrados

llevaban un uniforme de paño azul, con ribetes de oro y plata;


el forro, las bocamangas, la chaquetilla, el calzón y las medias
eran de color rojo. Además de la espada al cinto, llevaban en la
mano un mosquetón.
El ejercicio al que me cupo asistir consistía en esto: tras
haber realizado en buen orden un cuarto de giro, los guardias
armado con mosquetones de los que acabo de hablar y que se
encontraban en primera línea, emprendieron un movimien-
to hacia la derecha que los llevó a ocupar las últimas filas,
abandonadas al mismo tiempo por sus camaradas vestidos de
blanco y provistos de picas, los cuales vinieron por la derecha
a ocupar el lugar que habían dejado libre los primeros. Este
intercambio de posiciones se repitió varias veces, dando cada
vez la señal de comenzar un tambor cerca del cual estaba un
capitán con un uniforme lleno de adornos. Y después hubo
todavía una rotación prolongada, que enseguida comprendí
que indicaba el fin del ejercicio. Las alineaciones perfectas del
cuerpo de guardia se deshicieron, pero los hombres se queda-
ron allí, acercándose unos a otros, encendiendo la cachimba,
formando pequeños grupos y poniéndose a charlar.
Lo que hacía tan curiosa la representación que acababa de
presenciar, es que se había desarrollado en ausencia de espec-
tadores. Con todo, había algunas personas dispersas alrededor
de la explanada, y cuando la ceremonia hubo terminado, pe-
netraron en el terreno reservado a las maniobras, a fin de reu-
nirse con algún conocido o con algún pariente. Les seguí los
pasos. Si de lejos la guardia tenía un aspecto arrogante, cuando
uno se acercaba no tardaba en comprobar que estos guerreros
valerosos ya no eran tan jóvenes. Bajo los cabellos cuidadosa-
mente peinados y los bigotes orgullosamente rizados, de cerca
se veía una frente despoblada, las arrugas y pliegues de una
piel blancuzca y floja, mejillas fláccidas o una papada -por
no hablar del vientre abultado que más hacía pensar en comi-
lonas prolongadas que en el ardor guerrero que propicia las
Michel Henry 97

victorias-. Y estos hombres maduros -¡qué cosas!- eran


los padres de los que qu erían destruirlo todo y cambiarlo todo.
No sólo cabía preguntarse si aceptarían batirse contra sus pro-
pios hijos, sino que la cosa era más grave. ¿No estaban conta-
giados en el fondo de ellos mismos, no estaban adoctrinados
ellos también? De tanto oír a sus hijos burlarse de todo aquello
en lo que ellos creían vagamente, de todo aquello a lo que
estaban acostumbrados al menos, ¿no llegaban a preguntarse
sobre la legitimidad de un estado de cosas o de un sistema de
convicciones que todo el mundo a su alrededor declaraba per-
nicioso , anticuado o absurdo?
Ossip me contó un día la historia de un campesino al que
sus hijos , que frecuentaban la escuela, explicaban que no hay
nada en el cielo; que ellos habían subido hasta la cumbre del
monte Eritreo y no habían visto a Dios. El buen hombre los
había llamado imbéciles, pero no había dejado de rumiar sus
palabras. Y cuando , yendo al día siguiente a sus campos, se
había cruzado con el pope, no lo saludó, sino que le lanzó una
mirada llena de suspicacia.
A decir verdad, hasta las buenas gentes de Aliahova esta-
ban sumidas en la duda, y yo lo vi claramente en uno de esos
sucesos insignificantes , imperceptibl es, en los que se lee el des-
tino del mundo. Cuando, desanimado, me disponía a irme,
un grupo de jóvenes que se había mezclado con los miembros
de la guardia se aproximó a uno de ellos que había quedado
apartado, y colocándose en círculo en torno a él lo contempla-
ron con aire irónico, por no decir insolente. Comprendí que
se pregunt aban unos a otros cuál podía ser el significado de ese
disfraz ridículo -sí , esta fue la expresión que utilizaron-. El
guardia, un hombre viejo de expresión triste, de rasgos fatiga-
dos -me di cuenta de ello cuando pasó a mi lado- se alejó
lentamente.
Puesto que tantas cosas se me escapaban de la situación
real de Aliahova -me daba cuenta de ello un poco tarde-,
98 Amor a ojos cerrados

tantas cosas que iban a determinar el futuro inmediato, resolví


aprovechar la libertad que me brindaba esa jornada vacía y
continuar mis pesquisas. Fui a la Logia de los Marineros. Con
una despreocupación que hablaba elocuentemente de cuáles
eran mis intereses, hasta entonces no le había concedido más
que una atención por sí decir arquitectónica, admirando la
elegancia de las tres arcadas, cuyo juego rítmico era contenido
por dos pilastras angulares y el pesado friso decorado con los
emblemas heráldicos de la ciudad. Pero eran sobre todos las
preciosas estatuas que albergaba las que la habían hecho céle-
bre, hasta el día reciente en que la política lo había convertido
en su morada y en el centro de la vida de la ciudad. Sobre el
inmenso muro del fondo estaban puestos los famosos carteles
que, según parece, eran cambiados cada día, y que consistían
en una serie de proclamas, de reivindicaciones y, cada vez más,
fuerza es reconocerlo, de denuncias, al pie de las cuales solía
verse una lista de firmas que en ocasiones era muy larga. Al
llegar a la plaza de la catedral, vi que, a pesar de la hora todavía
matinal y del carácter dominical de aquel día, un público nu-
meroso ya se apretaba allí, particularmente denso en la logia
hacia la que yo me dirigía. Documentos de toda clase y color,
pasquines múltiples, proclamas sin cuento cubrían, en efecto,
las paredes de la vasta construcción, y yo trataba de orientarme
entre aquella multitud de papeles emborronados. La mayor
parte de los textos tenían por contenido la invitación apre-
miante, dirigida a los ciudadanos, para que los firmaran, y me
acordé de una de las conversaciones que había tenido, en una
época que ya me parecía lejana, con Néreze.
-Aquí -decía él-, en la universidad, en este lugar que
se definía por la libertad de pensamiento y el respeto de las
convicciones personales, se nos ruega a diario que pongamos
nuestro nombre en una lista de apoyo a algún candidato,
programa o manifestación, todos ellos revolucionarios por
supuesto. O firmas, y te conviertes en un peón en manos de
Michel Henry 99

alguien que te manipula desde lejos y que ya no te dejará,


o no firmas , y entonces has sido identificado. Esta comedia
se desarrolla incluso durante las elecciones , de suerte que la
cabina electoral y el voto secreto, al igual que, en general, el
conjunto de las reglas democráticas que garantizan el libre
examen de cada cual, son constantemente eludidas por los
mismos que siempr e tienen la palabra democracia en los la-
bios. Se nos obliga a tomar partido públicamente. Es el reino
de la intimidación.
Un cartel más vistoso que los otros destacaba con letras
color de sangre sobre el enlucido blanco. Me aproximaba para
leerlo cuando mi pie golpeó un bloque de piedra . Era un frag-
mento de un busto y cuando, al agacharme, constaté acónito
la fineza del vestido, qu e permitía adivinar la anatomía de un
cuerpo extraordinariamente poderoso, el corazón me dio un
vuelco . Acababa de reconocer al Predicador , de Corvare , que
se alzaba precisamente aquí, en el centro de la logia. Me di
cuenta entonces de que todas las estatuas colocadas a su lado
habían desaparecido también -no exactamente desaparecido:
sus restos alfombraban el suelo, y la muchedumbre que pasaba
ante este muro de la delación ya se había acostumbrado a ro-
dearlos e ignorarlos-.
Estupefacto, me dirigí al espacio libre de la plaza, a fin de
disimular mi emoción . Respiraba lentamente. Coulouviese y
los suyos, pensaba, han pasado por aquí. O tal vez fuera otra
de esas bandas nocturnas la que , en su ebriedad y su incons-
ciencia, había cometido estos actos irreparables. Me propuse
interrogar a Débora sobre esta cuestión, si bien ¿qué podría
decirme ella, sino lo que yo veía con mis propios ojos? Me
invadía una cólera sorda. Haciendo un esfuerzo por dominar-
me, volví a la logia. Una nueva emoción me esperaba. El car-
tel que, merced a un fluido misterioso, me había llamado la
atención reclamaba la condena a mu erte para el gran canciller.
Golpeemos en la cabeza -rezaba aquella soflama que yo leía
100 Amor a ojos cerrados

asombrado-, ¡aplastemos las últimas fuerzas de la reacción y


la revolución triunfará!
El tiempo es un animal taciturno que se queda a nuestro
lado y dormita durante días, meses, años. O bien , si se mue-
ve, es a una marcha constante y como adormecida, y apenas
lo notamos, a tal punto su ritmo, siempre el mismo, se mez-
cla con nuestra respiración, con la monotonía de nuestras
vidas y de nuestros trabajos. Pero su despertar es terrible, y
de pronto salta y nos acosa y nos propina tantos golpes que
no podemos pararlo ni seguir el encadenamiento frenético
de los acontecimientos, repentinamente enloquecidos. Aca-
baba de apartar la vista del llamamiento asesino y de repre-
sentarme la imagen todavía desconocida de aquel ante quien
Débora debía conducirme, cuando una risa cercana hizo que
me sobresaltara.
-No se ve a menudo su nombre al pie de estos carteles
-me dijo Judit, cuyo rostro expresaba gran diversión.
Logré reírme a mi vez.
-En efecto -dije-. Imagínese, es la primera vez que
vengo aquí. Por lo demás, reconozco que el espectáculo vale la
pena. Aunque sigo sin entender gran cosa de estas arengas: me
parece que proceden de formaciones diferentes y que de hecho
no son de la misma opinión, a juzgar por los improperios que
se dedican.
-¡Así es la vida! ¿No es maravilloso verla reflejarse fielmen-
te en esta pantalla de piedra? Porque aquí no hay sitio para la
sensiblería. El mundo está hecho de una multitud de fuerzas
que compiten, y es la más fuerte, la más noble, la que vence.
-Y de todas las que encuentran una representación tan
estética en esta pared, ¿cuál es la que vencerá?
-Eso es imposible de prever. Porque el pensamiento no
puede medir una fuerza . Por eso la vida es tan divertida. Nun-
ca se sabe de antemano quién será muerto y quién matará .
-Su universo está un poco falto de amor, ¿no?
Michel Henry 101

-¡Amor! Sólo existe el deseo, que es precisamente una


fuerza. El amor no es más que una invención lamentable de
los débiles para salvarse, para que esta fuerza renuncie a sí mis-
ma en vez de aplastarlos.
-¡Qué invención tan extraordinaria! ¡Haber imagina-
do una cosa como el amor cuando nadie tenía la menor
idea de ella, cuando no existía! ¡E incluso haber conseguido
precisamente que exista, que la gente se empiece a experi-
mentarla!
Judit me miró con aire inquisidor, dividida entre el placer
de la disputa y la irritación que le producía el escepticismo que
yo mostraba ante sus teorías.
-Ya que está de humor para razonar, señor lector, ¿vendrá
con nosotros a la Jora?
Puse mala cara. La Gran Jora era un claustro del que se ha-
bían apoderado los extremistas para fundar allí la «anti-univer-
sidad» destinada a remplazar a Caprara. El embrutecimiento
ideológico burgués dispensado por esta había de ser sustituido
por las enseñanzas teóricas y prácticas de un instituto revolu-
cionario cuya finalidad era la subversión del régimen y de la
sociedad.
-¿Al menos conoce la Jora? -prosiguió Judit.
-Ni siquiera eso -dije con una desenvoltura calculada.
-¿Es posible? Pero si todo lo que cuenta, todo lo novedo-
so procede de allí.
-¿De veras? ¡Y yo que creía que todo lo que se cuenta allí
tenía más de un siglo!
-Se las da de inteligente, sólo que ignora «todo lo que se
cuenta allí». Venga a comprobarlo sobre el terreno.
-De todas maneras -dije- hoy es domingo y la casa
seguramente estará cerrada.
Judit exultó:
-Mire cómo no sabe nada de la Jora. Entérese de que se
trata de una universidad popular, hecha para los trabajadores y
102 Amor a ojos cerrados

abierta precisamente el domingo para que puedan asistir tam -


bién ellos.
-¡Los pobres! Tras una semana de trabajo, tener que so-
portar esa logomaquia. Espero que al menos sea voluntario.
-¡Basta ya!
Su tono cambió, su rostro se endureció al igual que la mi-
rada inflexible que me clavó en los ojos.
-¿Viene?
Me tomé mi tiempo.
-Dios mío, ¿por qué no? ¿Me promete que será diver-
tido?
Judit sonrió de manera indefinible y, cuando dejábamos la
plaza, vi que tres jóvenes nos seguían los pasos. Eran amigos de
Judit , que los tuteaba. En todo caso pertenecían -pensé- a
la misma organización o al mismo grupúsculo. Todos tenían
el pelo largo y rizado, y una barba cuidada, y quedé sorpren-
dido por la dulzura de su fisonomía, su mirada soñadora , así
como por su amabilidad, que contrastaba singularmente con
la opinión que les merecía el mundo. Todo en él les parecía
malo, hipócrita, depravado. Todo se explicaba, según decían ,
por el lucro. Hablaban sin maldad, con una especie de tristeza,
pero también con una convicción total, una certeza sin mati-
ces y casi aterradora. Yo hacía el papel del extranjero curioso y
de buena voluntad y, bajo la mirada sarcástica de Judit, hacía
preguntas ingenuas sobre todo lo que veíamos por el camino .
Al pasar bajo la columnata del palacio de lreneo, formulé ob-
servaciones elogiosas que, esta vez, no tuvieron ningún eco.
Nada de lo que yo admiraba tanto en Aliahova tenía el menor
interés a sus ojos; todo eso simplemente no existía.
Había mentido al pretender que no conocía la Gran Jora .
En una época en que la abadía no había sido privada de su
primitiva función, había ido allí con Denis para admirar los
extraordinarios frescos de Cipriano. Me preguntaba con an-
gustia cuál había sido su suerte. Circulaban los rumores más
Michel Henry 103

inquietantes sobre esta cuestión, así como sobre el modo como


el convento se había convertido en anti-universidad. Como
siempre ocurría en AJiahova, era difícil saber la verdad. Según
unos, comandos pertenecientes a grupos anarquistas habían
expulsado salvajemente a los monjes. La amenaza, incluso la
fuerza se había empleado con los recalcitrantes, algunos de
los cuales, yendo hasta el extremo en su rechazo y en su fe,
habrían sido torturados. Otros relatos, bien es verdad que pos-
teriores, afirmaban que no había pasado nada de eso, por la
sencilla razón de que los edificios estaban ya vacíos cuando la
gente joven había decidido establecerse allí para organizar una
' enseñanza más acorde con las necesidades de nuestro tiempo .
Eran los monjes los que se habían ido, unos para mezclarse
con el pueblo, para tomar oficio, otros para casarse; algunos
incluso habían entrado en estas organizaciones revoluciona-
rias, convirtiéndose en militantes particularmente activos.
Era de temer, con todo, que hubieran aniquilado aquellas
obras, cuyo profundo significado religioso o al menos estético
les era conocido. En cuanto a los frescos, ¿realmente habían
sido destruidos? Si había aceptado la invitación de Judit era,
en realidad, para averiguarlo, y era en esto en lo que pensaba
mientras charlaba con mis compañeros ocasionales. ¿También
ellos ocultaban ideas ajenas a nuestros despreocupados co-
mentarios? Eché un vistazo en dirección a Judit: precisamente
me estaba mirando.
La Gran Jora se nos presentó en el recodo de un camino
cuidadosamente empedrado y bordeado de árboles magnífi-
cos. Reconocí con emoción este paraje de una sobriedad de-
liberada y cuya sola vista, sin embargo , me llenaba de exalta-
ción. Por encima de los muros del convento, de una blancura
inmaculada, emergían los finos cipreses del claustro. A la iz-
quierda el campanario dejaba ver el cielo a través de su caja de
mármol claro, cuyas aberturas resultaban más ligeras merced a
un juego de semicolumnas jónicas adosadas a las parástades de
104 Amor a ojos cerrados

las esquinas. Por todas partes destacaba, sobre los valores ele-
mentales de las grandes superficies pálidas, el cromatismo de
las piedras grises, de los tejados rojos, de los bosques y de los
árboles. Era fácil reconocer en esta desnudez la influencia de
Arquipo, si bien Teclo, su discípulo, había añadido la suavidad
extrema de un purismo casi místico.
Como me demoraba ante la abadía, mis compañeros me
llevaron hacia los edificios, porque antes de la esperadísima
intervención de Glimbra (a causa de la cual, según supe de
camino, se dirigían ese día a la Gran Jora) querían escuchar un
fragmento del curso de «nueva pedagogía fundamental », sobre
el que nada más me dijeron. Y cuando dije asombrado: «Pero
entonces, ¿todavía hay cursos?», no obtuve por respuesta más
que sonrisas divertidas.
Entramos en el antiguo refectorio, en el que había un pú-
blico numeroso y muy atento, a juzgar por su silencio . En un
extremo de la amplia sala abovedada, sobre un estrado, iba y
venía un hombre que no decía nada y parecía querer expresar
alguna cosa por medio de gestos solamente. Al principio creí
que se trataba de una sesión de mimo, pero aquel hacia el
que se dirigían todas las miradas quedó inmóvil de pronto
y, dejando de gesticular, se puso a hablar, con una dificultad
extraordinaria por lo demás. Las palabras parecían pegársele
al paladar, las extraía una tras otra con tal lentitud que uno
estaba tentado de atribuir a esta el carácter confuso de su dis-
curso. A la larga, sin embargo, se caía en la cuenta de que
contaba una historia y que esta historia era la suya. Se trataba
de incidentes que no tenían relación entre sí, pero todos los
cuales traslucían una misma dificultad, una especie de hosti-
lidad general del mundo para con él, la cual no se manifesta-
ba directamente, sino más bien por una serie de trampas que
le tendían constantemente y en las que había terminado por
caer. Primero era el dueño de la empresa el que le proponía ta-
reas irrealizables, tales como colgar un cuadro de una pared sin
Michel Henry 105

clavar un clavo, o clavar el clavo sin hacer ruido. Debo advertir


aquí que en buena medida estoy dando mi interpretación del
magma sonoro que el hombre parecía expulsar por la boca al
precio de una contorsión de todo su rostro y de todo su cuer-
po, mientras las manos comenzaban a agitarse cada vez que la
palabra se revelaba incapaz de proporcionar la expresión ade-
cuada. Se ponía a caminar de un lado para otro, simulando los
gestos y las actitudes de la concentración mental, y retomaba
sus balbuceos de hemipléjico.
Con todo, un argumento se iba destacando sobre este fon-
do de bruma, o al menos fue posible reconstruirlo porque es-
taba hecho de sucesos que todo el mundo entiende. Ocurría
en su aldea, en una pobre casucha, mirando por la ventana del
sobrado que le servía de vivienda: él miraba a las chicas que
pasaban por la calle. Ocurría sin cesar, a tal punto que cabía
preguntarse si no eran las mismas, dando la vuelta a la casa
para volver a pasar delante de él. Cuando una de ellas esta-
ba sola, cosa de la que ella se aseguraba bien, y precisamente
cuando se encontraba ante sus ojos, con una rapidez descon-
certante se desabrochaba la blusa y sacaba de ella sus senos
desnudos, sosteniendo cada uno de ellos en una mano. O bien
se agachaba bruscamente, se subía la falda y se mostraba tal
como la naturaleza la había hecho. En cambio, tan pronto
como alguien aparecía, o incluso justo antes, la chica se volvía
a colocar la ropa en un abrir y cerrar de ojos y seguía su cami-
no como si tal cosa. E incluso, más astuta aún, alertaba a los
transeúntes, señalando con el dedo el tragaluz tras el cual él se
hallaba, acusándole de arrojar sobre ella una mirada impúdica.
Y él tenía el tiempo justo de acostarse bajo la paja mientras la
muchedumbre llamaba a la puerca del granero con golpes tan
violentos que sacudían toda la granja.
Y luego se había repetido la misma historia, salvo que
esca vez no había tenido tiempo de ocultarse. Era una carde
de verano, él volvía de su trabajo, sin pensar en nada, feliz de
106 Amor a ojos cerrados

haber terminado, cuando una chica, una de las que pasaban


con más frecuencia delante de la granja, le había abordado y,
tomándole la mano, la había deslizado bajo su vestido, apre-
tándola contra su pecho, muy desarrollado pese a que ella era
muy joven. Ella le había llevado hacia los campos y se había
desnudado completamente. Y él, claro, por fuerza ... Fue en-
tonces cuando un grupo irrumpió en el pequeño prado en el
que acababan de tenderse. La chica se puso a aullar, a gritar
pidiendo socorro, a acusarle de querer violarla. Un guardia
había llegado y lo había detenido. Lo pusieron en una habi-
tación más desagradable aún que su granero. Al principio,
alguien venía cada día a interrogarle y atormentarle. Le acu-
saban de haber impedido respirar a la chica mientras ella
se encontraba debajo de él. Ella tenía señales alrededor del
cuello y a punto había estado de matarla. Los padres no de-
jaban de quejarse. Afortunadamente, este señor que estaba
aquí había terminado por ir a buscarlo, lo habían llevado a
otra casa donde la comida era mucho mejor y donde le tra-
taban mejor -sin que por ello bajara la guardia-. Pues las
chicas de su pueblo se había vuelto a presentar; llevaban una
blusa blanca y adoptaban un aire indiferente, pero a él no le
había costado reconocerlas. Un día, por lo demás, al encon-
trarse una de ellas a solas con él, se había apretado contra él,
mordiéndole la boca antes de darle una bofetada magistral
porque un médico entraba. Pero este no se había dejado en-
gañar y, por una vez, no le habían hecho nada.
Y ahora él estaba ante nosotros, con las piernas flexiona-
das, los brazos colgando, agotado, al parecer, por el esfuerzo,
parpadeando, mirando a los que le miraban. Era una mirada
singular, penetrante y velada a la vez, la mirada de un come-
diante que ha terminado su número, trata de estimar el efecto
que ha logrado, y se asombra. Porque nadie se levanta y nadie
aplaude. Nadie viene hacia él para tomarle las manos. Y nadie
le da las gracias. Los graves señores que le escuchan, y también
Michel Henry 107

los jóvenes , y las mujeres que no tienen aspecto de ser mu-


jeres, todos se quedan sentados y callan , como si no hubiera
diferencia entre el momento en que él les hablaba, les comu-
nicaba el inmenso saber que atesora , y este momento presente
en que, sin poder más, tiene que detenerse y ya no dice nada.
Entonces avanza sobre el borde del estrado y se inclina sobre
ellos. Divisa al psiquiatra satisfecho , que le escucha con las
manos cru zadas sobre el vientre, alzando a veces la cabeza, el
psiquiatra cuyos client es se han suicidado uno tras otro, y a su
vecina de rasgos duros , que ha propu esto sucesivamente cinco
teorías sobre la frigide z femenina y se ocupa de las depresio-
nes nerviosas -excepto la suya- , al estudiante barbudo qu e
ha venido para hacer lo que todo el mundo, al periodista de
vanguardia movido por el mismo motivo, a la mujer de mun-
do que se aburre y, por último , a la chica a la que él torció el
cuello y a la que, asombrado , vuelve a encontrar ante él en
esta sala; los reconoce a todos y los odia con el mismo odio
implacable porque, más allá de estas caras que le escarnecen,
hay en toda esta gente y en el modo como osan mirarlo de
arriba abajo algo que él no puede soportar ni alcanzar. .. algo
que quiere destruir.
A nuestro lado, el psiquiatra mira su reloj y se levanta, su
ayudante hace otro tanto y lo mismo Judit, que estaba situada
entre ellos y yo. Todo el mundo los imita: era la hora de ir a es-
cuchar a Glimbra. Mientras marchábamos con pasos cortos en
medio de la muchedumbre que se deslizaba lentamente hacia
el patio del claustro, nos encontramos unos junto a otros y Ju-
dit, que aparentemente conocía a todo el mundo, me presentó
a quien pasaba por ser una de las eminencias de la medicina y
del pensamiento de Aliahova. Era un hombre de talla media,
de fuerte corpulencia , de aspecto muy cuidado, con una gran
capa negra , la cara redonda y regular, los cabellos echados ha-
cia atrás, la mirada viva, una sonrisa errante perpetuamente en
los labios.
108 Amor a ojos cerrados

-Ya lo ha visto -me dijo-, ¡extraordinario! ¡Absoluta-


mente extraordinario! Debo confesar que es mi mejor paciente.
Y quizá -añadió volviéndose a Judit- ha estado particular-
mente brillante esta mañana. ¡Qué lógica, qué transparencia,
que lucidez increíble en eso que se llama la demencia! Todo es-
taba ahí, todo quedaba dicho. Si no nos ponemos a la escucha
de los esquizofrénicos, si continuamos negándonos a entender
su lenguaje, el mundo está perdido. Hace falta derribar urgen-
temente todos los tabúes, de lo contrario continuaremos fabri-
cando criminales, quiero decir estos héroes que se encargan de
actuar en nuestro lugar. Ha sido conmovedor, ¿verdad?
Mientras él hablaba, Judit se mantenía con desenvoltura
sobre un pie, apoyándose en mí para conservar el equilibrio,
y la ayudante se bebía las palabras del Maestro, que sin duda
ella había escuchado cien veces antes de encajarlas ella misma
a la menor ocasión. Tuve la impresión de estar en el centro de
un grupo importante, pues los que pasaban nos echaban esa
mirada rápida que se reserva a las celebridades. Y entonces al-
guien tocó el hombro del psiquiatra, que giró sobre sí mismo
antes de ser absorbido por un nuevo flujo humano en el que
se hablaba en voz alta y con autoridad; su compañera fue arre-
batada por un grupo de mujeres jóvenes y elegantes de mirada
audaz; y Judit, finalmente, me llevó hacia la biblioteca en la
que debía tener lugar la intervención de Glimbra.
-Démonos prisa, de lo contrario ya no será posible entrar.
Efectivamente, la gran escalera que lleva al primer piso
estaba bloqueada por una verdadera barrera humana y sólo
pudimos colarnos gracias a la audacia de Judit, que declaró ser
colaboradora de Glimbra. Compuesta de tres naves separadas
por dos líneas de columnas jónicas, la maravillosa biblioteca
de Tecle estaba irreconocible. De la densa muchedumbre que
la ocupaba se elevaba un alboroto insoportable. La intensa cla-
ridad de este gran navío blanco en el que la luz circulaba por
todas partes, modelando las formas puras de los pilares y de
Michel Henry 109

los arcos, estaba oscurecida por un humo gris que ascendía de


los grupos de jóvenes tumbados por el pavimento de losas. Los
muros laterales y una parte de las bóvedas estaban cubiertos
de grafitis obscenos. Por encima de nosotros, en la columna
en la que Judit y yo habíamos terminado apoyándonos -ya
no era posible sentarse en el suelo- leí: «Conciencia = ciencia
del coño».
No lejos de nosotros, apoyado también él en un pilar, un
hombre joven y calvo, con la cara un poco fofa, los labios sen-
suales, vestido con gran elegancia, se puso a hablar con voz ne-
gligente, en la que era difícil separar lo natural de la afectación
más extrema. Sin querer entrar en detalles ni emprender ver-
daderos análisis, deseaba simplemente reconstruir a grandes
trazos, o simplemente recordar, la historia desastrosa que nos
había llevado a donde estábamos. La catástrofe inicial, desde
luego, fue la verticalización. A consecuencia sin duda de un
cierto número de modificaciones climáticas que habían pro-
vocado una profunda perturbación de la fauna y de la flora y
permitido, por tanto, una alimentación más rica en proteínas,
el hombre -en fin, ese o más bien eso a lo que llamamos así y
que, en todo caso, en aquella época no era tal-, el caso es que
eso se levantó y, echando el tronco hacia atrás, pretendió te-
nerse derecho, sin apoyarse más que sobre dos patas y dejando
que colgaran a los largo de su cuerpo los dos miembros ante-
riores, ahora sin empleo. Hay que advertir, en primer lugar, lo
ridículo de esta postura, su carácter abstracto, irracional... eso
es -prosiguió Glimbra-, irracional, dicho con una palabra
absurda. Y puesto que la costumbre nos impide hoy ver cla-
ramente la estupidez de tal comportamiento, que nos parece
natural cuando en realidad es la sociedad y su moral la que
nos lo imponen a diario, bastará aquí, para tomar conciencia
de este condicionamiento ideológico, que nos imaginemos un
perro al que su amo intentara hacer que se mantuviera sobre
las patas traseras ofreciéndole un terrón de azúcar, o el mis-
110 Amor a ojos cerrados

mo espectáculo que se nos ofrece, representado esta vez por


caballos, elefantes o tigres, en los circos. ¡Oh hombre, pobre
animal amaestrado, arrancado a su condición primera, a la
plenitud de la vida horizontal!
Glimbra se calló, cerró los ojos, con la mano derecha apre-
taba la piedra detrás de él como para mejor sujetarse a ella,
como si lo que acababa de advertir fuera tremendo, capaz de
hacer vacilar incluso a un pensador tan habituado como él a
las rudas revelaciones. El silencio era absoluto, durante algún
tiempo la espiritualidad de estos lugares reservados a la medi-
tación pareció revivir y extender de nuevo sobre nosotros su
pacífico poder.
-Pero sobre todo no creáis, amigos -continuó Glimbra
con una voz débil y vacilante- que comprendemos verda-
deramente aquello que por ahora no podemos más que pre-
sentir. ¿Qué puede haber más simple, en apariencia, que la
verticalización? Un animal camina, come, mea a cuatro patas,
y de pronto helo aquí erguido. Nos representamos las dos po-
siciones sucesivas en el espacio, en el mismo espacio, cuando
se trata de dos espacios profundamente diferentes. Desde el
momento en que el hombre ya no fue más que un bípedo, su
percepción del mundo, y por tanto este mismo mundo, cam-
biaron por completo. Mientras nos arrastrábamos a ras de sue-
lo, nuestro campo de visión era muy reducido, limitado por
los matorrales, los menores desniveles, los obstáculos de todo
tipo. Apenas era posible fiarse de la vista, ya fuera para encon-
trar el camino, buscar a los semejantes o rehuir los peligros.
Pero la atrofia de un sentido va a la par del hiperdesarrollo de
otro. Si nuestros ancestros apenas veían, a cambio disponían
de un olfato de un poder, de una riqueza, de un refinamiento
extraordinario. Y aquí, de nuevo, hace falta captar bien lo que
esto significa. No era sólo el medio de conocimiento lo que
difería; era su objeto. No debe decirse, por tanto, que las cosas
eran olidas en vez de ser vistas: no eran las mismas cosas; se
Michel Henry 11 l

confundían inicialmente con estos ricos cendales olorosos sus-


pendidos por doquier y con los que nos mezclamos nosotros
mismos; no eran diferentes de nosotros, ni nosotros éramos
diferentes de ellas. Y por eso he dicho que el individuo no exis-
tía, porque nada separado existía, nada había venido a romper
la unidad original del hombre y la cierra. En esta unidad vi-
víamos, ella nos guiaba, ella era a cada instante la pregunta y
la respuesta, no había problema alguno. Cuando el viento del
norte barría la llanura y, con las cuatro pacas bien plantadas en
el suelo seco, le hacíamos frente, con las narices bien abiertas,
sin presentir nada, entonces sabíamos con un saber más seguro
que el de nuestros sabios y nuestros meteorólogos de hoy, que
no pasaría nada, que la jornada sería tranquila, y con un galo-
pe rápido íbamos a agazaparnos en la espesura, en una de esas
marañas de lianas en las que los jabalíes hacen su madriguera.
Pero el aire de la tierra está casi siempre cargado de olores,
fuerte olor a pino que a mediodía nos indica el camino de la
sombra, olor más sutil e infinitamente variado a excrementos
que nos pone sobre la pista de nuestros semejantes, permitién-
donos saber de quién se traca, quién ha ocupado estos lugares
y cuánto tiempo hace ... olor voluptuoso a orina seca, que flota
a lo largo de los caminos, en las raíces nudosas de los árboles, y
cuyo aroma, sabiamente matizado, es un regalo para el esteta.
Y cuando se levanta la brisa de la primavera, trayéndonos los
ricos efluvios de las hembras en celo, saltamos alegremente en
pos de nuestras hermanas, y este gozo es total, ninguna duda
lo habita, ninguna incertidumbre sobre el consentimiento de
la pareja, el olor está ahí, no miente, esta emanación cálida y
fuerte que sube de las partes sexuales y nos hace resoplar de
placer incluso antes del apareamiento.
De nuevo Glimbra hizo un alto y quedó silencioso, la ca-
beza echada hacia atrás, los ojos semicerrados.
-Y he aquí -prosiguió con desánimo-, he aquí todo lo
que se perdió de golpe cuando al hombre se le metió en la ca-
112 Amor a ojos cerrados

beza caminar como un pato o como un pingüino. La posición


vertical marca el comienzo de eso que se denomina la civiliza-
ción. Esta ha de ser entendida a partir de una posición corporal
precisa. Erguido sobre sus miembros posteriores, la mirada a
buena altura, el hombre veía mucho más lejos, pero a la vez
codo se alejaba de él, las cosas se mantenían a distancia: vacia-
das de su sustancia, de su gusto, de su sabor, ya no fueron más
que objetos, representaciones de cosas, como imágenes mudas
pintadas en un cuadro, signos a los sumo, y luego conceptos,
ideas: copias en lugar del original. El mundo exangüe del espí-
ritu había nacido. Y no sin grave pérdida. Quien se ha revolca-
do voluptuosamente por la hierba tibia de los prados, quien ha
aspirado todos los perfumes de la tierra húmeda , y ante todo
el que asciende de la parte inferior de su propio cuerpo, o de
la hembra ardiente, quien ha lamido con delicia las fuentes
de donde emana , ese en el futuro no se contentará fácilmente
con mirar. Sin embargo, eso es lo que se le va a exigir. Pues
es preciso mantener a toda costa la nueva fase evolutiva, esta
posición vertical todavía can frágil. No es que el hombre, inse-
guro sobre sus dos piernas , corra el riesgo de caer. Sino que con
toda la fuerza de sus instintos, que no se dejan aniquilar tan
fácilmente, desea volver a encontrar el universo bienaventura-
do de las excitaciones olfativas que tienen un efecto inmediato.
La civilización no es otra cosa que esca represión aberrante de
codo lo olfativo por lo visual, el conjunto de las prohibiciones
que deben impedirnos el regreso de la suavidad primitiva. Así
se explica, como can bien lo ha visco Duerf, el tabú de la mens-
truación, cuya influencia orgánica suscita inmediatamente el
apareamiento, las molestias sin número por la cuales, desde su
más tierna edad, se aparta al niño del vivo interés que mani-
fiesta por sus deposiciones y en general por su cuerpo y cuanto
proviene de él. Porque la eliminación sistemática de lo olfativo
es idéntica a la de la sexualidad en todas sus formas, oral, anal y
genital. Y como semejante eliminación es, en rigor, imposible ,
Michel Henry 113

resulta muy notable ver cómo nos esforzamos por minimizar,


por borrar estos fenómenos elementales, antes de, en un segun-
do momento, invertir su sentido.
Borrar: se trata de lavarse a lo largo del día, de hacer desa-
parecer todos los olores asociados a las axilas, al sexo, al ano, a
los excrementos, cuya vista ya ni siquiera se soporta. Invertir:
como, pese a ello, los olores y los excrementos subsisten, unos
y otros son sometidos a una completa inversión de sus valores,
de suerte que lo que provocaba atracción y placer se vuelve
objeto del asco y la repugnancia, y ha de ser repudiado. Seme-
jante depreciación sería imposible si no fuera deliberada, si el
ser que se ha levantado del suelo no siguiera atormentado por
el poder del reino del que ha salido y al que sueña con regresar
como a su primera mañana.
Glimbra hizo una última pausa:
-El malestar de la civilización, ese malestar que, como
veis, no ha nacido en ella sino con ella, con este proyecto loco
de reprimir todo lo que amamos, de apartarnos de nuestra
condición original; digo que veo un síntoma particularmente
llamativo de ese malestar en el modo como nos comportamos
con los animales domésticos -una voz me susurra: con noso-
tros mismos- y en particular con los perros. Es curioso, para
empezar, el número de perros que uno encuentra en nuestras
casas. Perros guardianes, se dirá. ¡Y un cuerno! ¿No es el perro
el animal olfativo por excelencia, el que sigue las pistas que no
se ven, el que no teme sus excrementos sino que los husmea
con complacencia, el que no se avergüenza de sus partes ni de
sus funciones sexuales? Y esta es la razón por la que el nombre
de este amigo fidelísimo, y que nos fascina, es al mismo tiem-
po un insulto: porque es el nombre del erótico anal, de todo
aquello que la civilización ha negado, prohibido, despreciado.
No nos hagamos demasiadas ilusiones. Al apartarse peli-
grosamente de sus instintos más primitivos y de sus placeres,
el hombre ha recorrido un camino que no le será fácil rehacer
114 Amor a ojos cerrados

en sentido inverso. Y ello porque en el mismo momento en


el que se convertía en el animal menos logrado, el más enfer-
mo, el más incapaz de encontrar satisfacción en sí mismo, este
bípedo ladino ha tenido la astucia de hacer pasar todas sus
deficiencias por otras tantas pruebas de su pretendida superio-
ridad sobre los demás animales. ¡No sólo era superior a ellos,
era de otra naturaleza, de una naturaleza divina, si se quiere,
y su esencia era espiritual! Sabemos bien que eso no son más
que pamplinas, que todo lo que hoy se comprende del hom-
bre no excede de lo que se puede comprender de él en tanto
que máquina, que su pretendida libertad no es más que la
resultante de una multitud de solicitaciones que se combaten
o se completan, que, lejos de ser un signo de superioridad, el
acceso a la conciencia y al espíritu es el síntoma de un fracaso,
de una imperfección del organismo incapaz de hacer las cosas
directamente -como el tigre su salto-, obligado a dar un
rodeo, a andar a tientas, a reflexionar. Este gasto inútil de fuer-
za nerviosa, este modo de hacer con retraso, malamente, tras
múltiples vacilaciones, lo que no se puede hacer por instinto,
con la fulgurante maestría de la inconsciencia, ¡esto es el espí-
ritu, señal de impotencia, pura necedad!
No nos libraremos fácilmente de él, ya lo sé. ¡Tal vez, pro-
bablemente, no nos libraremos jamás! ¡El optimismo no es
nuestro fuerte, desgraciadamente! Tras siglos de civilización,
cargaremos todavía durante mucho tiempo con esa tara. Pero
si nos es imposible escapar al universo del pensamiento, si es-
tamos condenados a representarnos las cosas en vez de perder-
nos en ellas, al menos no olvidemos esta tierra natal en la que
hemos vivido y que quizá nos sea dado recuperar un día.
Glimbra recobró el aliento; y luego articuló con solemni-
dad:
-¡El espíritu piensa, es verdad, pero solo el culo caga!
Lo que constituía manifiestamente un final patético pro-
dujo su efecto, y fue seguido de un largo silencio. Imitando la
Michel Henry 115

actitud de mis vecinos , que parecían sumidos en un ahismo de


reflexión, y la del propio Glimbra, que tenía la mirada perdida
a lo lejos, olvidando hasca el lugar en el que se encontraba,
prosiguiendo a solas su meditación, intenté, sin moverme,
darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor. Lo que me
llamó la atención de entrada fue la seriedad del público , en
el que no advertí ninguna sonrisa; era evidente que la idea de
que pudiera tratarse de una broma sólo a mí se me pasaba por
la cabeza. Vi también cuán jóvenes eran los oyentes de Glim-
bra , distintos de los del loco o del psiquiatra de poco antes.
Vestidos descuidadamente con un pantalón de cela basta y una
casaca informe, con los cabellos mal peinados, sin lavar -esto
me llamaba la atención, chocándome sobre todo en las chi-
cas- , todos estos adolescentes tendidos en el suelo, apoyados
unos contra otros, habían puesto ya en práctica los consejos
qu e acababan de escuchar, comportándose como animales ,
pero sin la gracia de estos. Pero no podía negarse la especie de
satisfacción que emanaba de ellos -y en esto había que dar
la razón a Glimbra- , el bienestar casi físico que se extendía
sobre estos rostros fláccidos, como si ahora la felicidad fuera a
obtenerse sin esfuerzo, por el simple abandono a lo que hay de
orgánico y de automático en nosotros.
Sin embargo, yo conocía muy poco la psicología de los
períodos y de los grupos revolucionarios. Mientras una fuerza
espiritual no imponga la ley de su continuidad a los actos del
individuo o de una sociedad, todos los sobresaltos son posi-
bles, la calma es solo aparente y, como en la naturaleza, la tem-
pestad llega de golpe. Apenas había tenido tiempo de dejarme
llevar de la euforia somnolienta de aquellos grupos tirados por
el suelo, cuando una voz silbó en mis oídos:
-Dinos, Glimbra, ¿es que te estás riendo de nosotros?
Me sobresalté. Todas las miradas se volvieron en nuestra
dirección, quiero decir hacia Judit y hacia mí, que seguíamos
apoyados, codo con codo, en la misma columna. Contero-
116 Amor a ojos cerrados

plando el techo, indiferente a los movimientos cercanísimos


del público, fingiendo no estar sorprendido en absoluto por
esca intervención inopinada, me esforzaba por mantener un
aíre natural mientras Judit, imperturbable, continuaba:
-¿Es que vamos a escuchar indefinidamente los mismos
discursos sin que nada cambie en nada? Lo que acaba de pasar
aquí me hace pensar, inevitablemente, en el caso de la escuela
del Velabro. ¿Todo el mundo conoce esca historia?
Judit no obtuvo otra respuesta que el asombro.
-¿ Y tú, Glimbra? ¿La conoces?
Glimbra negó con un gesto.
-Es extraordinario -dijo Judit-. ¿Cómo queréis hacer
la revolución si ni siquiera estáis al corriente de los sucesos
más importantes y más sintomáticos, que, para colmo, pasan
delante de vuestras narices? La escuela del Velabro, ya sabéis,
queda a medía hora de aquí.
En el extremo opuesto de la biblioteca, en un lugar que
nos ocultaba parcialmente la fila de columnas , hubo como un
principio de agitación; me pareció ver a alguien que levantaba
la mano mientras sus vecinos reclamaban silencio. Pero a los
jóvenes siempre les cuesta superar la timidez. El que tomó la
palabra se expresaba con una voz débil e insegura, y sus frases
torpes, vacilantes, puntuadas sin cesar de «entonces» o inte-
rrumpidas por penosos silencios, era las de un niño al que es
preciso arrancarle las palabras una a una. Por fin entendimos
que se trataba de un alumno de la escuela que se acababa de
mencionar, sin que supiéramos más claramente si había estado
implicado en el asunto evocado o bien intervenía a título de
testigo. Todo era tan confuso y molesto, que Judit juzgó ade-
cuado retomar las riendas. Sorteando los grupos de asistentes,
saltando por encima de los cuerpos, avanzó hacia quienes aca-
baban de manifestar tan torpemente su presencia. Se entabló
un diálogo, y Judit no cardó en hacer las preguntas y dar las
respuestas, y fue ella quien narró toda la historia.
Michel Henry 117

Nos enceramos de este modo de que , en la susodicha es-


cuela, en medio de una clase, un profesor había sorprendido a
dos alumnos, sentados en la última fila, tocándose uno al otro .
De inmediato los había expulsado, dirigiendo al director un
informe detallado. En una reunión urgente, el consejo de dis-
ciplina (¡increíble! -había explotado Judit-, ¡increíble pero
cierto: todavía existe un consejo de disciplina!), había decidi-
do la expulsión definitiva de los culpables. Estos , sin embargo,
tras algunos días de ausencia, se habían presentado de nuevo
a las puertas del centro para reiniciar unos estudio s a los que,
en definitiva, tenían derecho. Y fue entonces cuando se asistió
a este espectáculo escandaloso: todos los profesores del centro ,
y que quede claro: todos, todos los que llevaban meses, años,
generaciones enseñando que el hombre es un ser natural, que
sus necesidades son necesidades naturales, simples procesos
físicos que conviene dejar que se desplieguen según su tenden-
cia propia, que no hay ningún otro criterio y que por tanto
es absurdo intentar oponerl es otra cosa, todos aquellos que
querían limpiar el espíritu de todas las escorias que lo entorpe-
cen, desembarazarlo de supersticiones y tabúes, del conjunto
de constricciones seculares con las que lo hemos amordazado,
todos los que pretendían liberar al hombre y para ello ani-
quilar las instituciones que son el vehículo de esas creencias y
de esas prohibiciones, los agentes de este adiestramiento que
nos enseña, como lo ha explicado magníficamente Glimbra,
a mantenernos erguidos, todos estos y todos lo que aquel día
se unieron a ellos a las puertas de la escuela, los representantes
de los padres, de las organizaciones políticas y sindicales, los
niveladores, los paraniveladores, los hiperniveladores , los re-
generadores, los liberales y los ultraliberales , los darwinistas,
los amigos de la naturaleza y, ¡oh paradoja!, los amigos de los
animales, ·los partidarios de los alimentos completos, en fin,
sin olvidar al comisario de policía flanqueado por sus esbirros,
ni al comisario del pueblo que había acudido apresuradamen-
118 Amor a ojos cerrados

te con su tropa: todos ellos, sí, codo con codo, utilizando sus
cuerpos como obstáculos, habían impedido a los dos adoles-
centes estudiosos -a los que no se podía reprochar, a fin de
cuentas, más que haber tomado en serio lo que se les había
dicho- volver a ocupar su lugar en la escuela.
Porque -y la voz de Judit restalló por encima de nuestras
cabezas como un grito helado- la libertad sexual está muy
bien, ¡pero solo de palabra! Sobre todo, queridos niños, no
se os ocurra poner en práctica lo que os han expuesto en un
plano puramente teórico y destinado a no pasar de allí.
Yo esperaba su risa, un nuevo estallido de carcajadas, una
pulla, insultos, pero, como ya había tenido ocasión de obser-
var, Judit se quedó bruscamente sin aliento, se puso a toser de
una manera que finalmente me pareció involuntaria y ya no
hubo, bajo esas bóvedas estupefactas, en ese lugar del que el
espíritu se había apartado, sobre esa muchedumbre insegura
e idiotizada, en medio de un silencio que tomaba cuerpo a la
vez que ella, más que los altos y bajos de un acceso de tos que
no terminaba de morir.
Glimbra intentó aprovechar este instante para recuperar
el terreno perdido. Hizo sonar los dedos como para atraer la
atención de una muchedumbre que ya lo había olvidado. A mi
pesar, pensé en Catalde, en la dura condición de los represen-
tantes de la vanguardia, obligados a correr cada vez más depri-
sa para no ser alcanzados por su sombra, hasta el momento en
que, ya sin aliento, se desploman en la fosa, mientras que la
cohorte que los seguía los deja atrás sin siquiera dirigirles una
mirada, a la búsqueda de nuevas engañifas.
-Nunca he impedido a nadie -declaró Glimbra con aire
desenvuelto, si bien su voz se había vuelto insegura-, nunca
he impedido a nadie que tome en serio lo que digo.
Entonces vi que estaba rodeado de una corte de efebos
dispuestos en círculo en torno a él, y que estos jóvenes, de
aspecto mucho más cuidado, con algo de gracia en el rostro y
Michel Henry 119

de impertinencia en la mirada, aprobaban calurosamente a su


maestro de pensamiento. Uno de ellos, además, se levantó. No
comprendía muy bien qué significaba todo aquello, ni por qué
había quien se permitía poner en tela de juicio a Glimbra, el
cual había sido, si no el único, al menos uno de los pocos en
denunciar la verticalización, así como las ideologías inherentes
a ella. Que coda teoría debía comportar una energía prácti-
ca, es verdad. Pero las primeras tentativas de reeducación que
tuvieron lugar aquí mismo, en la Gran Jora, ¿no ponían de
manifiesto el poder revolucionario de los análisis de Glimbra?
¿No se habían llevado a cabo a la luz de sus presupuestos, a
fin de devolver a los enfermos en tratamiento el sentido de su
cuerpo, el sentido del suelo, el sentido de los olores, el sentido,
en general, de la animalidad y de la vida que le es propia?
-Está bien -interrumpió Judit, que había vuelco hacia
ellos, al centro de la sala-. Pero ¿por qué pretendéis reservar
a los intelectuales extraviados por diez siglos de espiritualismo
el privilegio de ese regreso a la erótica anal? ¿Acaso se trata un
castigo?
-Pero después de codo -dijo una voz afligida-, no que-
rréis que nos pongamos a caminar a cuatro patas, que haga-
mos nuestras necesidades en la calle, que nos reconozcamos y
nos elijamos por nuestros olores ...
-¿ Y por qué no? -dijo Judit-. No veo que se pueda
sacar otra conclusión de las tesis que han sido expuestas y que
codos nosotros aprobamos. Escuchad lo que os propongo ...
Durante todo el tiempo que duró este incidente y la dis-
cusión que acabo de relatar -o más bien de resumir, porque
fue larga-, y aprovechando el alejamiento de Judit, yo había
abandonado nuestra columna, acercándome insensiblemente
y con gran esfuerzo a la salida. Me había abierto camino a tra-
vés de la muchedumbre , que seguía obstruyendo la gran esca-
lera, cuando las últimas palabras de Judit se volvieron inaudi-
bles. Pese a la curiosidad que despertaban en mí, proseguí mi
120 Amor a ojos cerrados

camino. Los frescos se encontraban al otro lado del claustro,


en el corredor que unía las celdas de los monjes y en el interior
de estas. Llegué a los lugares donde Denis y yo nos habíamos
quedado horas enteras admirando el arte sin límites del último
período del hermano Cipriano. Pero, con el corazón oprimi-
do, tuve que aceptar la evidencia: ya no había nada, todas las
pinturas habían sido recubiertas de cal, y en su lugar no se
encontraba más que algún grafiti de una pobreza lamentable.
¿Durante cuánto tiempo erré por esos pasillos, de una sala
a otra, prosiguiendo mi búsqueda alocada? Varias veces hube
de sentarme, o bien iba a la ventana a respirar un poco de aire,
a mirar el cielo, a pedir a la belleza intacta del claustro que me
ayudara a superar el espectáculo de la demencia. Al apartarme
una vez más del espectáculo terrible de esas superficies devas-
tadas y asomarme al exterior, vi un patio cruzado por acequias,
rodeado de edificios bajos en bastante mal estado, con los te-
jados cubiertos de paja y que parecían los de una granja. En
medio del espacio desolado, una cosa que al principio había
tomado por un animal pero que, para mi asombro, resultó ser
un hombre, caminaba a cuatro patas, empujando delante de
él una especie de carrito lleno de estiércol, o eso me pareció.
Lo empujaba a varios metros, para a continuación alcanzarlo,
siempre a cuatro patas, y propinarle un nuevo empujón, repi-
tiendo esta maniobra todo el tiempo que tardó en atravesar el
patio. Inquietantes asociaciones de ideas se produjeron en mi
espíritu. Decidí ir a comprobarlo sobre el terreno.
Encontré sin dificultad, fuera del recinto abacial, el patio
rodeado por tres lados por paredes de entramado visto cuyo re-
voque estaba jaspeado de manchas verdosas. El patio daba ha-
cia el norte a unos jardines y huertos invadidos por hierbajos y
arbustos parásitos. Llegué al edificio en el que había desapare-
cido el extraño peón con su carga. Era una pocilga. Los anima-
les estaban separados en estrechos compartimentos hechos de
planchas toscamente ensambladas; vi la fila que formaban sus
Michel Henry 12 1

lomos a lo largo de toda la amplia construcción. Todo era de


una suciedad repulsiva, en especial el suelo pegajoso de purín
tanto en el interior de los compartimentos como en el pasillo
que conducía a ellos. Molesto con la fetidez del lodo y por los
gruñidos incesantes de los animales, me quedé inmóvil un ins-
tante, asombrado de no descubrir a quien buscaba. Y entonces
divisé una forma más clara, más alargada y más plana, en con-
traste con la redondez de las pesadas masas grises: en medio de
ellas se veía una espalda humana. Me acerqué sin hacer ruido,
cuidando de elegir los lugares en los que pisar en medio de la
porquería. Llegué por fin frente al compartimento en el que el
hombre iba y venía a cuatro patas alrededor de una marrana
a la que traía remolachas ajadas y una artesa cuyo contenido
ya estaba medio desparramado por el suelo. Se puso a cepillar
al animal -cuyo espinazo, vientre y patas estaban cubiertos
de costras de barro seco- sin obtener otro resultado que la
emisión de gruñidos redoblados. Finalmente, con sus propias
manos, recogió los excrementos que rodeaban a la bestia y,
sosteniéndolos en las palmas, desplazándose sobre las rodillas,
con el busto erguido a medias, quiso abandonar aquel lugar en
el que acababa de afanarse. Y fue entonces cuando, al descu-
brir que yo obstruía la entrada del recinto, se detuvo y levantó
la vista. En aquel rostro manchado, de cabellos hirsutos, de
cejas enmarañadas, de bigote encanecido, con la piel arrugada
y los labios temblorosos, reconocí, estupefacto ... ¡reconocí a
Néreze! Un mismo horror llenó por un instante nuestras mi-
radas al cruzarse. Entonces separó las manos y su contenido se
deslizó en el suelo con un ruido apagado, al tiempo que, con
la cabeza gacha y empujándome al pasar, huía encorvando la
espalda y salpicando purín en su precipitada retirada.
Volví cautelosamente al claustro y me senté al abrigo de la
galería. Quería reflexionar, pero tenía la cabeza vacía. Hubiera
debido indignarme, pero no sentía nada . Lentamente fui recu-
perando el ánimo, reuní fuerzas y ya me dirigía hacia la puerta
122 Amor o ojos cerrados

principal de la abadía, con intención de dejar definitivamente


este lugar, cuando, a la vuelta de un pasillo, me tropecé con
Judit.
-¿Dónde se había metido?
Expliqué que, sintiéndome mal en la atmósfera llena de
humo de la sala atestada, había tenido que salir para tomar el
aire.
-¿No ha escuchado usted el final de mi intervención?
¡Qué pena! ¡Figúrese, les he obligado a sacar todas las conse-
cuencias de sus afirmaciones!
Como en el despacho de la Villa Caprara, como la primera
vez, la risa de Judit brotó como un chorro de agua bajo el em-
puje de la onda tumultuosa de la primavera, que se precipita
por doquier desde la montaña y empapa las praderas. No pude
evitar conmoverme, a tal punto parecía la vida estar presente
y cercana, sacudida en estas exclamaciones como la vela de un
gran navío empujado por los vientos alisios.
-¡He desenmascarado todos los subterfugios, he vencido
las vacilaciones y la lógica ha terminado por imponerse! Se
ha constituido una comisión presidida por Glimbra y por mí
misma -de nuevo Judit escalió en carcajadas-. La comisión
ha decidido la inmediata puesta en práctica del regreso a esa
erótica anal cuya represión nos ha causado tanto daño. Venga
a verlo.
Judit, que parecía divertirse muchísimo, me llevó fuera de
la abadía. A nuestra izquierda el terreno se elevaba progresiva-
mente para formar un montículo cubierto de una vegetación
deliciosa. Dimos algunos pasos por un camino de tierra roja
que serpenteaba en medio de arbustos aromáticos, jaras, bojes,
madroños y cipreses jóvenes.
-Dentro de una hora todo el mundo debe encontrarse
aquí, completamente desnudo, a cuatro patas y con una venda
sobre los ojos. Las relaciones que se establezcan deberán basar-
se exclusivamente en el sentido del olfato y del tacto.
Michel Henry 123

Judit exultaba:
-¿No es extraordinario? ¡Qué espectáculo!
-Pero ustedes -dije- han declarado que está prohibido
muar.
-Quizá haya algunos tramposos... ¡mirones! ¡Imagine
el gran trasero blanco del psiquiatra meneándose, con la na-
riz aplastada contra el suelo y husmeando el rastro de alguna
hembra!
Judit no podía más, la risa la atravesaba por entero como
una ros, las lágrimas se le saltaban de los ojos, y una extraña
alegría le brillaba en el rostro. Luego su expresión cambió, su
risa terminó, sus facciones se endurecieron. Todavía puedo oír
su voz breve y seca:
-¿ Vendrá usted, verdad?
-No pienso.
-Comprendo -de nuevo fingió divertirse- que usted
todavía no está formado en el espíritu colectivista. Pero no
estamos obligados a mezclarnos con los otros. Al otro lado
de estos bosquecillos, la maleza es más alta, más espesa ... más
poética: más parecida, quizá, a la de su país. Se va por este
camino. ¿Lo seguimos?
Dije que tenía que irme.
-¿De inmediato?
-De inmediato.
Judit me dirigió su inefable mirada azul, en la que ya nun-
ca habría perdón.

***

Caminaba rápido , como para sacudirme el malestar que se


había apoderado de mí desde mi llegada a la Gran Jora, o, mejor
dicho, desde mi inesperado encuentro con Judit bajo la Logia
de los Marineros. Pero cuanto más avanzaba, más aumentaba
mi malestar. Múltiples imágenes afluían a mi pensamiento .
124 Amor a ojos cerrados

Del mismo modo que ante los ojos de quien va a morir todos
los sucesos de su vida reviven, según se dice, en un desfile ver-
tiginoso, todos los hechos de aquella jornada asombrosa se me
presentaban con una claridad y una precisión temibles, en la
irrealidad de una distancia insalvable, como si concernieran a
otra persona distinta de mí, pese a lo cual tenía un nudo en la
garganta y, si avanzaba tan rápido, era para vencer, a cada ins-
tante , la inercia de mi cuerpo ausente. ¿Qué poder era el que
me agobiaba? ¿Era el remordimiento de haber abandonado a
Néreze a su suerte siniestra? Había pensado por un instante,
mientras escapaba como un animal asustado, en darle alcance.
Abandonar juntos la abadía era cosa fácil. El patio daba a los
jardines, los jardines al bosque. No había encierro del que es-
capar ni guardia que esquivar. Eso era lo espantoso. Así como
verlo someterse a las instrucciones más degradantes pese a que
no había allí nadie para obligarle a hacerlo. ¿Qué le habían
hecho sufrir, pensé con espanto, para reducirlo a esa infamia?
Ese resultado , evidentemente , era consecuente con sus teorías,
según las cuales el hombre es un ser natural, determinado, y
que por tanto es posible condicionarlo completamente; teorías
según las cuales no hay en el individuo nada de irreductible,
de absoluto, iba a decir de eterno, como afirmaban en cambio
las extrañas doctrinas religiosas que dominaban hasta hacía
poco en Aliahova y sobre las que yo me preguntaba si, bajo
su aparente locura, no ocultaban una verdad cuya caracterís-
tica era no revelarse más que en presencia de la muerte, del
desprecio y del crimen. En todo caso, no era posible salvar a
Néreze; habría hecho falta liberarle de sí mismo, y yo no tenía
los medios ni el tiempo para ello.
Los frescos me inspiraban reflexiones análogas. No eran
ellos lo que había que proteger en primer lugar, sino el alma de
un pueblo capaz de venerarlos en vez de aniquilarlos. Desgra-
ciadamente, la siniestra asamblea de imbéciles con los que me
había codeado por dos veces en un mismo día me parecía como
Michel Henry 125

una fuerza a la que su dogmatismo primario volvía invulnera-


ble. Sólo me quedaba una esperanza. Había oído decir que las
pinturas, en ciertos casos, podían subsistir bajo la capa de cal,
y que así había ocurrido en el palacio de Monómaco que los
invasores venidos de occidente habían transformado en cuartel
y cuyas magníficas representaciones murales habían reapareci-
do intactas, tres siglos más tarde, ante los ojos deslumbrados de
los restauradores. Tal vez ocurriera lo mismo con la Gran Jora.
Nadezhda me diría más tarde que habíamos entrado en un pe-
ríodo en el que todo lo que cuenta -obras de arte, poemas,
libros, manuscritos de roda clase- tenía muchas más posibili-
dades de desaparecer que de ser transmitido a otros hombres.
Y que todo lo que les llegara a estos no se salvaría sino por la
pasión silenciosa y el sacrificio oscuro de algunos.
La dura ley de Aliahova se había vuelto la mía: no conser-
var más que lo esencial, lo que tuviera la posibilidad de revivir
en algún lugar -iba decir la posibilidad de resucitar-. En lo
tocante a los seres humanos, yo veía la significación terrible de
semejante mandamiento. Pero este no procedía de una elec-
ción, sino a lo sumo de una constatación. Yo no podía hacer
nada por Néreze, esa era todo. Quien estuviera dispuesto a
combatir, ese era el único que todavía contaba. Y comprendí
la razón de mi angustia .
Las casas del Trasvedro me miraban con un aire familiar.
Imaginé que me había ido hacía tiempo, mucho tiempo , y
que volvía, envejecido , de un país lejano. Nosotras no hemos
cambiado, me explicaban aquellas casas. Eres tú, Sahli, quien
no eres el mismo ... ¡la vida pasa can rápido! ¡La vida no dura
más que un momento! Has pasado tan a menudo delante de
nosotras, despreocupado, sin dirigirnos al principio más que
una ojeada de estera, para en seguida dejar de vernos, absorto
en tus sueños. Creías que tenías tiempo. Pero el tiempo no
tiene realidad, en vano te buscas en el pasado, sólo existes tú
en este instante.
126 Amor a ojos cerrados

Con el día declinando dulcemente, subí con resueltamente


las empinadas rampas del Tinto, y lo hice con extrema facili-
dad , deprisa, demasiado deprisa . A lo largo de las grandes ala-
medas abandonadas a las sombras de la tarde no pensaba sino
en aquel cuyo rastro quería seguir una vez más; quizá algún
indicio, desconocido hasta entonces , me permitiría encontrar
por fin la pista que había buscado en vano. Que no hubie-
ra prácticamente ninguna posibilidad de volver a encontrarla
ahora, que mi tentativa fuera probablemente la última, esta
tensión dolorosa en la que venían a fundirse todas las fuerzas
de mi cuerpo y de mi espíritu, esta voluntad en mí de descifrar
pese a todo el misterio y, a pesar de su carácter aparentemente
insuperable, derribar el obstáculo, el malestar que sentía por
volver aquí a pesar de la prohibición de Débora y de la pro-
mesa que le había hecho , tal vez la ansiedad que me invadía y
me volvía como indiferente al mundo entero, todo esto hizo
que me olvidara de tomar las precauciones habituales e indis-
pensables -¡y tanto que lo eran!-. Caminaba con la misma
rapidez y mis pisadas crujían sobre la grava cuando, dejando
la alameda, desemboqué en medio mismo de la terraza que se
extiende ante la fachada principal de la villa.
Cuántas veces, oculto tras un tronco, agazapado bajo las
ramas, había contemplado la maravillosa pradera de hierbas
silvestres que bordeaban los árboles del parque, los grandes
pinos cuya cima se confundía con el cielo. Cuántas veces había
escuchado aquí el rumor lejano de alta mar, había asistido a
la lenta retirada de la luz y había admirado la cresta de arbus-
tos iluminada por los últimos rayos. ¡Qué bello es todo en la
soledad!
Pero el paraje no tenía su encanto habitual. Alrededor de
todo el espacio descubierto, por todas partes alrededor de mí,
había jóvenes, había hombres sentados, entregados a tareas tan
insignificantes como agitar los dados o cargar una pipa. Uno
de ellos lanzó una bola semejante a la que se utiliza en un juego
Michel Henry 127

del que había contemplado partidas interminables bajo los plá-


tanos, por las tardes en los suburbios de Aliahova. Otro tenía
una mandolina sobre las rodillas , pero no pulsaba las cuerdas.
También se encontraban allí varias mujeres de vestimenta des-
cuidada. Sin duda esa ociosidad, ese dejadez, esa indolencia
eran aparentes. La conversación se interrumpió, los gestos se
detuvieron, todas las miradas estaban puestas en mí. Algo de
insólito, de peligroso, emanaba de esta asamblea petrificada.
Por fin uno de los participantes, que se mantenía apartado,
apoyado en un árbol, sin que yo hubiera notado su presencia, se
levantó y vino lentamente hacia mí. Los largos cabellos rubios
con la raya en medio enmarcaban una fisonomía de facciones
puras. La ligera barba ensortijada que corría por sus mejillas
daban a toda su persona un aire juvenil. La suma atención con
la que me observaba con sus ojos azules -que, no sé por qué,
me hicieron pensar en Judit-, la moderación de su voz, su
amabilidad afectada, redoblaron mi inquietud al preguntarme
él, de manera por lo demás tan natural, qué era lo que buscaba.
La inminencia del peligro , que ahora experimentaba como
una sensación física, me había sugerido una respuesta: que te-
nía una pariente anciana que había estado empleada en esta
casa como criada durante años , que en vano me esforzaba por
encontrarla, habiendo encontrado la puerta cerrada estos últi-
mos días. Pero aquello suponía perder para siempre la posibi-
lidad de saber qué había pasado aquí.
Miré a los ojos al asesino de Denis.
-Busco al señor Keen -dije.
-¿Keen?
-Denis Keen.
En el rostro inmóvil , impasible, inmutable, que me obser-
vaba con mansedumbre, leí, semejante al destino de mi ami-
go, el mío propio, muy cercano, ya ineluctable.
-Quizá alguien pueda informarle . Espere un instante,
por favor.
128 Amor a ojos cerrados

El desconocido entró en la casa, el tiempo se detuvo, eché


un vistazo distraído a mi alrededor, contando cuidadosamen-
te el número de los que me rodeaban, evaluando la agilidad
probable y la fuerza de cada uno. Detrás de mí dos siluetas se
desplazaban insensiblemente hacia la puerta de la villa, a fin de
cerrarme el paso -pensé- en caso de retirada .
Ya estaba preparado cuando volvió mi interlocutor, flan-
queado por dos hombres fornidos a los que identifiqué inme-
diatamente como guardaespaldas. Advertí sus grandes manos,
la especie de certeza que se desprendía de su caminar pesa-
do. Una calma fingida hacía que su máscara resultara a la vez
inexpresiva y decidida. Mientras su jefe se quedaba atrás, ellos
avanzaban ya hacia mí, cada uno por un lado, para atraparme,
y fue como si hubiera sentido sus pesadas manos abatirse sobre
mis hombros.
Di un salto hacia atrás, cogí mi puñal y, con la mano en
alto para golpear, arremetí contra ellos. Recularon en desorden
y yo, girando sobre mí mismo, me precipité hacia la puerta y
sus guardianes. El primero dio un grito y huyó por el parque;
el segundo retrocedió también y, tropezando con el talón en
una raíz, cayó de espaldas en un macizo de magnolias. Por un
instante, pude leer en su mirada asustada el miedo a la muerte.
Un salto más y ya estaba en la alameda. La línea rosada de
los muros subía y bajaba al ritmo entrecortado de mi desenfre-
nada carrera. Los grandes pinos se agitaban desmayadamente.
Ralentizando la marcha , recuperando el aliento, al llegar a la
primera encrucijada me detuve y me giré. Al final del sendero,
ya lejos, aglutinados entorno a la puerta de la villa, asombrados
por una resistencia que les había tomado por sorpresa, parali-
zados por un miedo que hasta entonces habían reservado para
los demás, un miedo en el que fundaban su modo de actuar
y que quizá experimentaban por vez primera, aquellos cuya
identidad o función yo había adivinado me contemplaban in-
móviles, renunciando, al parecer , a perseguirme. También yo
Michel Henry 129

los examinaba, habiéndome asegurado de que las avenidas que


convergían hacia el punto en el que me encontraba seguían
desiertas. Luego, girando a la derecha a fin de sustraerme a su
vista, retomé la carrera y, bajando precipitadamente por las
rampas más empinadas , volví al Trasvedro.
La muchedumbre invadía la ciudad vieja. Todos los que
me cruzaba me miraban de arriba abajo y de pronto cobré
conciencia del estado en que me encontraba. Sudaba copiosa-
mente por el torso y las sienes, mi camisa empapada colgaba
informe, las manos me temblaban y oía el soplo formidable de
mi propio pecho . Ocultándome en las callejuelas más oscuras,
entré en un patio estrecho y me senté en el suelo, la espalda
contra el muro. Me quedé mucho tiempo así, atento a cómo
se iba sosegando en mí ese gran tumulto, al lento regreso de la
vida al ritmo de su interminable nuevo comienzo. La oscuri-
dad llenaba aquel refugio provisional , pese a lo cual cerré los
ojos como para protegerme de toda nueva intrusión. Mezcla-
do con el frescor del aire que soplaba imperceptiblemente bajo
el porche, el aroma de una planta llegaba hasta mía y yo trata-
ba de identificarlo , saboreando el placer de sentir y de respirar.
De pronto tuve la intuición de una presencia muy cercana.
Empuñé mi arma, mi cuerpo se puso a temblar de nuevo y me
castañetearon los dientes, algo que no había sucedido desde
hacía años -desde mi infancia, cuando con otros camaradas
de mi edad iba a sumergirme en las aguas demasiado frías de
los mares de mi país, y salía lívido y amoratado, y seguía he-
lado durante largos minutos pese a los juegos, las carreras y
las galletas que mi espantada niñera me obligaba a tragar-.
Extraño fenómeno : un cuerpo repentinamente distinto de
uno mismo que se aparta para seguir su ley propia, como el
vuelo zigzagueante e imbécil de una libélula en la espesura
de la vegetación húmeda o la brusca huida del lagarto por la
piedra caliente. Y comprendí mejor por qué mi padre me ha-
bía enviado, siendo muy joven, al monasterio de la Montaña
130 Amor a ojos cerrados

Alta, en el que los maestros instruían en el dominio perfecto


del cuerpo y me enseñaron a nunca ser un extraño para mí
mismo.
Delante de mí -había debido de dormirme, puesto que
no la había notado antes- estaba una niña de tres o cuatro
años. Un vestido blanco que se ensanchaba a la altura de las
rodillas daba a su silueta inmóvil la gracia de una forma sa-
lida directamente de un capricho de la vida. A través de la
sombra fui distinguiendo poco a poco sus agradables faccio-
nes, que eran a la vez las de una niña y las de una mujer . Sus
grandes ojos negros me contemplaban tranquilamente, pero
sobre todo me fijé en su boca, que se movía suavemente como
si hablara sin que yo oyera sus palabras o como si se limita-
ra a bosquejar sonidos cuyo sentido yo no entendería hasta
más tarde. Era de esta manera -como había de decirme Na-
dezhda- como Ossip componía sus poemas. Mientras iba y
venía por la habitación, con la mirada fija, repentinamente
ajeno a cuanto le rodeaba, sus labios empezaban a temblar, se
contraían, se deformaban, se agitaban, componían el desglose
fonético y las grandes divisiones de un canto cuyas frases sólo
surgían al final, del mismo modo que, sobre el oleaje del océa-
no, la luz arroja de pronto los brillos dispersos de su reflejo de
oro. También yo quería hablarle a la chiquilla, desde el fondo
de mi ser ascendía el movimiento que me llevaba hacia ella,
pero no tenía palabras para aquello que se alzaba en mí y me
quedé sin hacer otra cosa que mirarla como ella me miraba a
mí. No pude evitar sonreírle y, a través de la noche, que llena-
ba ahora el pequeño patio, creí ver también su sonrisa. Por un
cuadrado de luz colgado muy alto en cielo, como un fanal de
navío, una forma se inclinó y llamó a la niña, cuyo nombre oí.
Algo cambió en la cara de la chiquilla, que se alejó lentamente.
Me deslicé con la muchedumbre de la tarde y volví a mi
habitación, en la que me atrincheré con más cuidado aún que
de costumbre. Tendido en la cama, me decía que una docena
Michel Henry 131

de individuos dispuestos a todo, para los que la ideología ha-


bía dejado expedita la senda del asesinato, llevaban mi imagen
grabada en la memoria, y que bastaría que uno de ellos me
divisara, sin que yo a mi vez lo reconociera, para que me si-
guiera, alertara a algunos cómplices suyos y viniera con ellos
a atacarme de improviso y a prenderme sin que yo pudiera
defenderme.
Tengo que irme, pensé al dormirme.

***

Dos días me separaban de la cita fijada por Débora. De-


cidí aprovecharlos para preparar mi partida, que fácilmente
podía precipitarse. Esa mañana temprano había comprado
frutos secos y galletas marineras, que metí con cuidado en un
cofrecillo. Lo puse en mi bolsa, con una piel de cordero y una
cantimplora. Había calculado, fiándome de los mapas que me
había prestado Denis, que hacían falta tres o cuatro días de
camino para alcanzar el altiplano que limita por el norte el
territorio de Aliahova. Algunos nómadas apacientan allí sus
rebaños. La monografía que había dedicado a su dialecto me
había permitido familiarizarme con su modo de vida, sus cos-
tumbres, sus creencias. Como ocurre a menudo en los pueblos
pobres, entre ellos las leyes de la hospitalidad son sagradas. En
época reciente estos montañeros venían todavía, con ocasión
de ciertas fiestas, a vender en Aliahova sus animales más bellos,
así como productos de artesanía, y se les veía, envueltos en al-
bornoces de colores suntuosos, caracolear a través de la ciudad
montados en sus sementales.
Lo más extraordinario era, al parecer, el espectáculo que
ofrecían por la tarde en la Señoría. Narradores, tragafuegos,
encantadores de serpientes, bailarines, domadores de codo
tipo dejaban atónitos a los niños y los paseantes dispuestos en
grandes círculos en la plaza llena del humo de los vendedores
132 Amor a ojos cerrados

de brochetas y buñuelos. Los empleados de la universidad es-


cuchaban riendo los pintorescos relatos de una mitología que
les parecía infantil, mientras que otros se interrogaban sobre
el significado de estas historias procedentes de tiempos muy
antiguos, buscando en ellas un tesoro enterrado en el alma
humana y el sustrato permanente de la vida. Pero luego, como
Aliahova se había aparrado de sí misma, la espiritualidad de
los otros pueblos, al igual que la suya propia, había dejado de
interesarle. La sexualidad se había converrido en la única pre-
ocupación, y la de los habitantes del altiplano no tenía, según
parece, nada de extraordinario. La Señoría se había vaciado al
mismo tiempo que las iglesias de la ciudad, y los que ofrecían
algún espectáculo por la tarde ya no eran más que bufones
para extranjeros, en busca de algún óbolo.
Mi intención no era, aquella mañana, la de ponerme en
ruta hacia la meseta. Sólo quería reconocer la primera parte
del camino, hasta la frontera situada a una jornada de marcha,
pues era importante saber si todavía estaba vigilada. Una cres-
ta escarpada que divisaba, cuando el tiempo era bueno, desde
la ventana de mi habitación marcaba su trazado. El camino
que lleva allí atraviesa el desfiladero del Viento, donde antes
íbamos a pasear. Pero dicho camino serpentea casi siempre al
descubierto, de modo que vigilarlo es una tarea fácil; así que,
para subir hacia el norte, juzgué preferible utilizar uno de los
numerosos barrancos que se hunden en la montaña, al fondo
de los cuales corren, al abrigo de una vegetación a menudo
espesa, las trochas de los pastores o las sendas de los cazadores.
El sol ya quemaba cuando, tras haber atravesado una ex-
tensión de viñedos, llegué al pie de los grandes entablamentos
calcáreos que dominan la llanura. Divisando a mi derecha uno
de esos apriscos poderosos donde se reúnen en primavera los
ganados trashumantes, me aproximé y encontré sin dificultad
el camino que debía tomar. Una gran parte de la jornada la
pasé caminando por un valle sombrío, con la sola compañía
Michel Henry 133

de los pájaros o de algún animal invisible que huía a mi paso.


Los rebaños , los pastores y sus perros habían pasado hacía más
de un mes, así que iba a poder seguir tranquilamente su rastro,
aprovechar sus refugios, conocer los puntos de agua , y todo
ello sin tener que dar ni pedir explicaciones.
El valle terminaba bruscamente ante una pared vertigino-
sa por la que corrían ríos de agua que rebotaban en el suelo.
La vía pecuaria subía hasta la meseta, convertida en una pista
pedregosa y difícil, pero el día tocaba a su fin, el aire estaba
ligero y yo ascendía rápidamente. Tras haber franqueado varias
declives del terreno, divisé un amplio rellano, y la impresión
de haberlo visto antes se confirmó pronto: a la izquierda, cla-
vado en los pliegues del peñasco, ceñido por una vegetación
más abundante y más bella, a mitad de camino entre la tierra
y el cielo, el Eremitorio ofrecía a los últimos rayos la silueta
conmovedora de su minúsculo monasterio y de su campana-
rio infantil. Los monjes lo habían abandonado también, pero
corría el rumor de que uno de ellos había vuelto , un pintor de
iconos, y un día Denis y yo fuimos, con intención de encon-
trarlo, a ese lugar que yo ahora reconocía a través del espacio
transparente que me separaba de él. No encontramos a nadie,
sino sólo este lugar de luz y de silencio al que los hombres
ya no tenían acceso y que yo redescubría, deslumbrado, en el
esplendor de la tarde.
Más allá del Eremitorio , la última cresta que se curva len-
tamente hacia el norte es la de la frontera. Una especie de
escotadura en la que convergen los senderos -el que viene
del Eremitorio y la vía pecuaria que yo seguía- constituye
el único pasaje abierto en la abrupta muralla. Aprovechando
las últimas luces del atardecer, enterré mis provisiones y mar-
qué con cuidado las señales que me permitirían encontrarlas,
aunque fuese en la oscuridad. Esta no tardó en llegar, y la
última parte de mi recorrido la hice de noche, guiado por el
resplandor de las rocas calcáreas, forzado a veces a comprobar
134 Amor a ojos cerrados

con el pie la consistencia del terreno. Me aproximé con pre-


caución al desfiladero, evitando hacer el menor ruido. Recorrí
a rastras los últimos metros que me faltaban para la cima, que
se recortaba débilmente contra un cielo salpicado de estrellas.
Al llegar arriba, averigüé lo que quería saber. Más abajo, so-
bre una especie de plataforma, un fuego iluminaba grandes
pinos inmóviles, y había dos hombres acuclillados en torno a
la hoguera. Los observé largamente. Uno de ellos tuvo tiempo
de fumarse una pipa, y vi su cara soñolienta recortarse a la
luz de la llama cuando se sirvió de un tizón para reanimar el
tabaco. Los dos soldados, siempre silenciosos, terminaron por
levantarse y, después de envolverse en una manta, se tendieron
directamente en el suelo, al pie de los árboles, en el límite de la
sombra. El camino que caía en picado hacia el norte se desvia-
ba muy a la derecha de la plataforma, lejos de su resplandor:
sería fácil pasar, incluso con Débora, cuando los centinelas
estuvieran dormidos.
Volví a la meseta, encontré sin dificultad las marcas de mi
escondite y me acosté a mi vez, no lejos de allí. El frío del alba
me despertó; estaba aterido. Mordisqueé unas bayas silvestres
y emprendí el camino de regreso. Tras el largo descenso por
la grava, fue un placer encontrar la sombra protectora del va-
lle. Al terminar el día, desemboqué en la llanura. A lo lejos,
Aliahova resplandecía en el oro de la tarde. Por encima de las
murallas, escandidas por las masas geométricas de las torres es-
paciadas con regularidad, las locas construcciones de la ciudad
erguían hacia el cielo pálido su señal misteriosa. Todo el tiem-
po que duró mi aproximación y mientras el ocre de las piedras
viraba gradualmente al rosa caramelo del dosel de una joven
esposa, tuve la mirada pue sta en este espectáculo fascinante.
Su resplandor me acompañaba a través de las callejuelas som-
brías de la ciudad vieja. En una plaza que tuve la impresión de
haber atravesado ya, uno de esos restaurantes populares que
en otro tiempo hicieron nuestr as delicias alineaba sus mesas a
Michel Henry 135

lo largo de una acera que mostraba ligeras salpicaduras de una


fuente. Me dejé llevar por aquel frescor, por aquellos recuer-
dos. Un anciano afable me trajo pan, calamares y vino negro
que saboreé lentamente. Todo era posible todavía, todo podía
renacer, y subí casi alegremente las escaleras de mi casa. En
la puerta de mi habitación, una cruz roja lucía vagamente a
través de la sombra.
Vacilé. Volver a irme, errar por la ciudad sin tener cobijo,
sin poder descansar de veras ni tan siquiera refrescarme, ahora
que, más que nunca, necesitaba estar en posesión de todas mis
fuerzas, era pura locura. Dudaba, por otra parte, que los asesi-
nos del Tinto me hubieran seguido la pista; y en ese caso im-
probable, se habrían guardado de hacérmelo saber. Se trataba
más bien de una venganza de Judit ... ¿o de una última farsa?
Entré bruscamente, añadí el peso de mi cama a la barri-
cada que edificaba cada tarde ante mi puerta. Cualquiera que
fuera el origen de la intimidación, el círculo se iba apretando
en torno a mi modesta persona. La expedición que acababa
de hacer cobraba todo su sentido. Pero apenas me consolaba
saber, al regresar a la ciudad de mis sueños, que todavía era
posible dejarla.

***

Esta idea no pareció entusiasmar a Débora cuando se la


comuniqué al día siguiente. Advertí la palidez de la joven, que
me pareció preocupada, inquieta e incluso un poco nerviosa.
-Por mi parte, no tengo ninguna intención de abandonar
Aliahova. Y no veo de dónde le viene ese deseo súbito -aña-
dió de un modo un tanto seco.
Le conté el incidente del Tinto. Caminábamos por una de
esas calles que rodean la Señoría y que bordean los grandes pa-
lacios severos que yo admiraba tanto. Débora se quedó quieta,
se calló, cerró los ojos. Me pareció que la vida había desertado
136 Amor a ojos cerrados

de su rostro liso e impasible. Finalmente me miró con las pu-


pilas fijas y, por primera vez, me dirigió amargos reproches .
¿No le había prometido no volver allí? ¿No me había advertido
ella de la inminencia del peligro? Y si yo quería hacer gala de
semejante inconsciencia en lo tocante a mi seguridad perso -
nal, no por ello tenía derecho a comprometer la de otros .
Esta acusación me afectó y, a mi vez, guardé silencio. Por
justificada que pudiera parecer la amonestación de la joven,
contrastaba demasiado con lo que habían sido hasta enton-
ces nuestras conversaciones , que se parecían mucho, fuerza es
reconocerlo, a una charla amorosa; me sentí de golpe como
perdido e infinitamente desgraciado. Un universo de libertad ,
de humor, de belleza se alejaba de mí para siempre, semejante
a esa ligera nube blanca que, levantando los ojos, vi huir a
través de la estrecha cinta de cielo que serpenteaba por encima
de la callejuela.
¿Experimentaba también ella la angustia de sentirse priva-
da de la inmensa fuerza que se había apoderado de nosotros y
nos arrastraba, inundando cada instante de mil placeres furti-
vos, de la posibilidad de un descubrimiento, de una emoción,
de un proyecto? Lo cierto es que, acercándose de nuevo a mí ,
Débora me interrogó en un tono que volvió a ser semejante al
de nuestras conversaciones pasadas. ¡Quería saber lo que había
hecho, lo que había visto allí arriba en la montaña, y si había
pensado en ella! Me apresuré a responder, narrando pormeno-
rizadamente todos los incidentes de los que había sido testigo
o protagonista, hablando mucho, como si las palabras fueran
puentes tendidos sobre un abismo siempre a punto de abrirse ,
como si esas frágiles ataduras que nos unen al mundo pudie-
ran, con sus hilos entrelazados, tejer la trama de nuestras vidas
y hacer más sólido nuestro amor. Pero las cosas están hechas de
modo que cuando, sin saber por qué, toman un curso contra-
rio a nuestros deseos, siempre vuelven, tras un rodeo y a pesar
de nuestros esfuerzos, o a causa de ellos, a entorpecer nuestro
Michel Henry 137

camino. Apenas había hecho surgir de las brumas del olvido


las marionetas de colores a cuyos movimientos había asistido
en la explanada del castillo y había empezado a contar, en un
tono que quería que fuese divertido, las increíbles sesiones de
la Gran Jora, cuando fui víctima de un prurito de lógica del
todo inútil y, deseoso de encadenar acontecimientos que en
Aliahova no obedecían a otra ley que a la de la locura, creí
conveniente dar cuenta de mi encuentro, bajo la Logia de los
Marineros, con Judit, y pronuncié su nombre.
-¿Conoce usted a esa chica? -preguntó Débora con un
hilo de voz.
-¿No la conoce usted también?
Y, sin saber muy bien lo que hacía, con la presciencia del
desastre inminente, acaso para conjurarlo, añadí neciamente:
-¿No estaba usted con ella en la casa de Hércules?
Han pasado muchos días y pasarán muchos más, la marea
de los acontecimientos irá borrando el lento y precioso des-
pliegue de nuestra vida cotidiana, al ritmo silencioso de sus
exigencias familiares, pero nunca olvidaré la cara de Débora,
más allá de la tristeza, más allá del perdón, ni su mirada que
me contemplaba por última vez, que ya no me veía.
Y entonces la joven partió como una flecha, deslizándo-
se por la estrecha sombra del callejón que se abría ante ella.
Reaccioné a mi vez. Ella había doblado a la derecha por una
callejuela transversal en la que la encontré, corriendo todavía,
rechazando con un gesto vivo la mano que puse sobre la suya,
rechazando la explicación que le ofrecía, que le imploraba, que
le exigía. Al final, ya sin aliento, se detuvo, encastillada en
un silencio que mis protestas desordenadas parecían no poder
vencer. Intenté ablandarla y, como recurso supremo, le conté
la última de mis tribulaciones, el descubrimiento, a1regreso de
mi exploración, de la cruz siniestra en mi propia puerta.
-¡Tranquilo -exclamó Débora-, vaya a ver a su amiga
Judit, ella lo arreglará todo!
138 Amor o ojos cerrados

Quedé atónito, estupefacto ante esa parcela de verdad que


se descubría ante mí, y Débora ya había huido de nuevo. No
sabía muy bien qué actitud adoptar, cómo hacerla olvidar mi
última torpeza; dudé, y eso fue fatal. Cuando por fin me de-
cidí a buscarla para intentar persuadida de mi inocencia y me
lancé tras ella, la calle en la que desemboqué estaba, esta vez,
llena de gente y no logré divisar la silueta que buscaba en me-
dio de aquella muchedumbre con mujeres cargadas de bultos
y de cestas, niños que chillaban con el rostro embadurnado,
lamiendo helados o comiendo buñuelos, chicas parlanchinas ,
hombres aglomerados o acuclillados , fumando interminable-
mente sus pipas. Fui a derecha e izquierda, intentando abrirme
camino en la muchedumbre, empujando a la gente, provocan-
do andanadas de insultos a mi paso, cogido en la trampa de
esa multitud que se cerraba sin cesar sobre mí. Tomé por una
callejuela lateral, rodeé a la carrera el cuadrilátero imaginario
en el que seguía situando la presencia de Débora, esperando
toparme con ella en uno de esos callejones que iba exploran-
do a toda velocidad. Cuanto más tiempo pasaba , tanto más
ampliaba yo el círculo de mi búsqueda, me apresuraba, se me
imponía la certidumbre de que había dejado escapar, con el
rastro de Débora, la posibilidad de volver a verla alguna vez:
ignoraba su dirección y no habíamos acordado ninguna otra
cita.
Me desplomé, agotado , junto a un escaparate cerrado.
Había caído la noche, las calles se vaciaban. Cada día, a esta
hora, cuando se manifestaba la verdad de toda esta agitación
ruidosa y alegre, las puertas y también las ventanas, una tras
otra, resonaban con un ruido seco, y la ciudad se abandonaba
a su miedo. ¡Qué indiferente me resultaba ese miedo, cómo
flotaba lejos de mí! Y si, al fondo de la callejuela, algún grupo
hubiera irrumpido al resplandor oscilante de las antorchas , en
medio de los gritos de los alborotadores, no me habría levan-
tado, ni habría vuelto la cara. ¡Cuánto más terrible era el frío
Michel Henry 139

que se apoderaba de mí! ¡Un suceso más despiadado que una


revolución acababa de devastar mi vida! Pensé en el momento
en que, al tomar posesión de mi alojamiento en el sobrado del
antiguo palacio y mirar por primera vez la ciudad desplegada a
mis pies, no pude evitar la sensación de angustia por saberme
solo en medio de tantos seres humanos; cada tejado, cada casa
me indicaba su presencia innegable, al tiempo que me la ocul-
taba. Entre todos estos hombres, entre todas estas mujeres ha-
bía una a la que yo hubiera querido conocer, una cuya rostro
grave y atento tal vez me habría sonreído. Teníamos montones
de cosas que decirnos, que amar en común, éramos parecidos,
¡nos fundiríamos en uno! Esa vida por comenzar, esa vida para
compartir estaba ahí, detrás de una de esas paredes, muy cer-
cana pero inaccesible para siempre. Y cuando el azar, un azar
increíble, milagroso, me hubo conducido ante esta mujer, más
bella que todas las que había imaginado, más noble e, iba a
decirlo, más semejante a mí, yo me las había arreglado para
perderla, y por una tontería, una torpeza, un malentendido.
¡Y yo, que estaba orgulloso de mis reflejos, que presumía de
eliminar seis adversarios antes de que tuvieran tiempo de decir
nada, había atentado contra la más elemental psicología, no
había sabido encontrar la réplica, el argumento, la alusión que
me hubiera permitido restablecer la situación tan neciamente
comprometida y recuperar el corazón de Débora!
Erré mucho tiempo por la ciudad. Cada callejuela triste-
mente desierta desplegaba ante mí su espacio inútil. De cuan-
do en cuando, cada vez más raramente conforme avanzaba la
hora, una ventana iluminada me recordaba el precio de lo que
había aniquilado.
Pensaba también en Vania. Cuando estudiaba la enseñan-
za secundaria, mi vecino de dormitorio se levantaba a escon-
didas, después de la última ronda de vigilancia, y se largaba
sin hacer ruido. Al despertar lo encontrábamos a nuestro lado,
como si tal cosa. Creíamos que había ido a reunirse con chicas,
140 Amor a ojos cerrados

y esta transgresión que le atribuíamos lo envolvía a nuestros


ojos de una irrealidad prestigiosa. Luego supe, cuando se hizo
amigo mío, que no había nada de eso. O mejor dicho, esta era
su manera de frecuentar a las chicas, buscándolas no donde
están, a la salidas de las escuelas, en el baile, en casa de amigos,
sino en el silencio y en la soledad de la noche. Nuestra capital
ofrecía el aspecto de una modesta aldea al lado de Aliahova, las
calles no eran, en su mayor parte, más que caminos de tierra,
en invierno se caminaba con dificultad por las plazas, pero la
luz que brillaba en las ventanas al anochecer era la misma, y
también el misterio de los que dormían, de la que se mantenía
despierta en su cama. Vania se detenía delante de cada fachada
en la que resplandecía el signo de una presencia, calculando
largamente, según el emplazamiento y el tamaño de la venta-
na, si se trataba de la habitación de los padres o de la joven hija
-suponiendo que la tuvieran-. Permanecía apostado inde-
finidamente, a la espera de ver surgir, tras las cortinas echadas,
una figura cuyo contorno, agilidad y gracia respondieran a su
interrogación. Al cabo de un rato más o menos largo, la luz
se apagaba. Vania volvía a partir, en medio de la noche, hacia
algún resplandor lejano cuyo reflejo se desvanecía al acercarse
él, y el periplo no terminaba hasta el alba, cuando estaba se-
guro de estar definitivamente solo. Esto era lo que decía, por
la mañana, su mirada nerviosa, en la que nuestros espíritus
sin imaginación no querían ver sino el efecto de presuntos
desórdenes.
Y sin embargo -me explicaba Vania más tarde- es evi-
dente que en cada vivienda alguien esperaba, y que habría bas-
tado, en resumen, atreverse a ir hasta él para que todo cambia-
ra y para que se disipara por fin la inmensa tristeza que recorría
la tierra. Poco antes de mi partida para Aliahova, había oído
decir que Vania se había vuelto loco. Entre todos los rumo-
res que corrían sobre su actitud, que se había vuelto cada vez
más extravagante, circulaba una historia oscura según la cual
Michel Henry 14 l

lo habrían sorprendido, en el pueblo al que se había retirado,


escalando una tarde el balcón de una vecina muy joven. Esto
sería, además, lo que habría motivado su internamiento. En
cuanto a la muchacha, traumatizada por esta irrupción noc-
turna, y más aún, al parecer, por las reacciones de sus padres
y los comadreos, no había tardado en recuperarse y acudía
regularmente al asilo en el que trataban a Vania, para llevarle
provisiones y hablarle, pero él no la reconocía.
Las ventanas que se veían en los muros de Aliahova esta-
ban todas cerradas. Sentí el frío de la noche y me decidí a vol-
ver. La costumbre, por sí sola, me hizo levantar mi barricada
y apoyar contra ella los pies de la cama. Pese a lo avanzado de
la hora, no lograba dormirme. Mi pensamiento no dejaba de
trazar los caminos imaginarios que debían permitirme encon-
trar a Débora. Después de todo, era posible pasar largas horas
en la antecámara secreta de la Villa Caprara. Tendido sobre el
precioso pavimento, esperaría el tiempo que fuera necesario y
la joven terminaría por volver allí.

***

Unos golpes violentos en la puerta me despertaron con


un sobresalto. Pero había previsto esta eventualidad. Me le-
vanté sin prisa, me puse la ropa, aparté la cama con la rodilla
y coloqué el hombro contra la hoja de la puerta. Es al alba
cuando se realizan los arrestos, pero los agresores o los asesi-
nos nunca son muy numerosos. Basta con volver contra ellos
el efecto sorpresa en el que fundan su estratagema. Había
calculado que, entreabriendo la puerta, que yo bloquearía
fácilmente con el cuerpo, los asaltantes sólo podrían penetrar
uno a uno, de tal manera que quien pasara por ese hueco tan
estrecho tendría muy limitados sus movimientos y gestos.
Nada más fácil, entonces, que hundir mi puñal en su cuello
inclinado hacia delante, y luego hacer sufrir la misma suerte
142 Amor a ojos cerrados

al segundo y al tercero. Y cuando, al otro lado de la puerta,


los supervivientes de la matanza comenzaran a comprender
y retrocedieran en desorden para buscar refuerzos, el camino
quedaría libre para la huida. Sabía de una claraboya cuyo
armazón frágil, fácil de romper, me permitiría llegar a los
tejados y desaparecer.
Mientras tomaba mis últimas disposiciones, nuevos gol-
pes, más imperiosos, sacudieron la puerta. Quité el cerrojo.
Pero mi brazo no se abatió sobre la frágil silueta que intentaba
pasar. Débora, desconcertada, contemplaba el arma que había
levantado por encima de ella. Me reí y luego, tras colocar la
hoja en su vaina, separando los dedos como si formaran un
peine, alargué la mano hacia la joven y le acaricié lentamente
los cabellos. Nos miramos sin decir nada. Débora se apartó
suavemente:
-Es una locura quedarse aquí un instante más -dijo
muy rápido-. Hay que marcharse en seguida. No lleve más
que lo indispensable.
-Pero ¿a dónde voy a ir?
-Unos amigos le esperan. Apresúrese, yo estaré vigilante.
Recogí a toda prisa algunas pertenencias, consciente de lo
arbitrario de mi elección. Sacrifiqué mi maleta, dando prefe-
rencia a mi saco, más adecuado para los largos trayectos que
me parecían inminentes. Débora, que vigilaba el pasillo, se
impacientaba. Vi, bajo el largo vestido, cómo golpeaba el sue-
lo con el talón. Cuando mi equipaje estuvo completo, deslicé
dentro el manuscrito de mi libro. Débora me pidió que la si-
guiera a una decena de metros y que hiciera lo mismo que ella.
-Y si nos perdemos, si un incidente nos separa, ¿cómo
la volveré a encontrar? Este pequeño problema -añadí con
cierto énfasis- me ha impedido dormir.
Me encantaba, en casos así, el furtivo pestañeo que me
advertía de que, pese al aspecto severo que ella adoptaba, me
había entendido perfectamente.
Michel Henry 143

-En la Señoría -dijo Débora-. Pero ante todo será pre-


ciso que no nos vean entrar en el lugar al que le llevo.
Cerré la puerta, pasé la palma de la mano por la madera
gastada. La cruz estaba seca.
Al poco de llegar a la calle, un pequeño grupo -con-
té rápidamente diez individuos- vino a nuestro encuentro.
Débora, que me precedía como habíamos acordado, prosi-
guió su camino. Con un gesto se había puesto el chal, como
una mujer que vela por su reputación y a la que no le gusta
ser reconocida al alba en la vía pública. Yo me había echado
el saco al hombro para ocultar igualmente el rostro, y con la
mano en la cadera, como un porteador, apretaba el mango
mi puñal. Débora volvió la cara al cruzarse con los miembros
de la inquietante patrulla, que marchaba en fila india. Seguí
la escena con angustia: no la detuvieron y pronto estuvieron
a mi altura. Evité su mirada, avancé sin apresurarme, absor-
to en mi tarea, doblándome bajo la carga, con las piernas
flexionadas, listo para saltar y golpear. Pero, tras un instante
de vacilación, siguieron su camino, como yo el mío, con el
mismo paso indiferente. Débora desapareció en la primera
callejuela, y en el momento de ir a tomarla a mi vez, me giré
y vi cómo la banda se precipitaba bajo el porche del inmueble
en el que yo vivía.
Débora se había echado a correr y yo la imité. Dobló a
la derecha, luego a la izquierda, y la rapidez de la carrera, la
ausencia de toda detención expresaban elocuentemente a qué
peligro acabábamos de escapar. La alcancé por fin al abrigo de
una arcada. Su rostro descompuesto chorreaba, le pasé por las
sienes el pañuelo que, por azar, había llevado conmigo.
-Ya ve -dijo al recuperar el aliento-. Habrá que pres-
tar mucha atención ahora.
Partió de nuevo sin esperar, marchando cautelosamente
esta vez, deteniéndose en cada cruce para asegurarse de que
el camino estaba libre. Finalmente nos metimos en una ca-
144 Amor a ojos cerrados

lleja en la que la luz del alba todavía no penetraba. El muro


inmenso de un palacio se alzaba por encima de nosotros.
Débora se detuvo ante una minúscula puerta del entresuelo
y, tras una última ojeada, la abrió rápidamente. Cuando me
hube habituado a la oscuridad de una sala abovedada y hú-
meda, Débora ya había hecho girar la puerta sobre sus enor-
mes goznes y había colocado con cuidado la viga destinada a
hacer invulnerable, al parecer, la hoja de entrada. Una escale-
ra de caracol conducía al piso principal. A media altura, una
cavidad excavada en la mampostería permitía acceder a una
claraboya enrejada; dos espejos simétricos colocados sobre
el marco reflejaban la callejuela. Así podía uno, recurriendo
a este observatorio clandestino, asegurarse de que nadie le
había visto entrar, así como preparar cada salida. Débora me
rogó que no omitiera estas precauciones, que se habían vuel-
to indispensables.
Atravesamos una especie de antecocina. Distinguía en la
penumbra provisiones de todo tipo, diversos frascos, cántaros.
Débora llamó a una puerta . Una amplia sala presentó a mis
ojos maravillados la armonía de su espacio, que nada entorpe-
cía. Por una abertura continua, hecha de una sucesión de ven-
tanas góticas de cristales teñidos, se filtraba una luz coloreada
que rozaba las maderas oscuras de las que estaba revestida la
habitación. Contemplé el artesonado, los suntuosos reves-
timientos sobre los que se recortaban, en su marco dorado,
grandes cuadros de tonos deslumbrantes, que me pareció eran
primitivos.
Pero no pude dedicarles más que una ojeada furtiva. En
medio de la sala, dos personas se levantaron y vinieron hacia
nosotros.
-E sta es Nadezhda -decía Débora.
Bajo su cabellera blanca, una mujer con rostro de chiqui-
lla, con los pómulos bien modelados, me miraba con ojos ri-
sueños.
Michel Henry 145

-Y este es Ossip.
Como un bailarín que salta ante el público y permanece
un instante en el aire con las manos en las caderas, revelan-
do de golpe la formidable amplitud del torso humano y el
esplendor de su fuerza, de la misma manera Ossip, aunque
estuviera inmóvil, silencioso, ligeramente inclinado hacia mí,
buscando mi mirada, me pareció habitado de un poderío sin
límites, obstruyendo el espacio con la explosión de su presen-
cia. Adiviné que la elevada armazón de su cuerpo no era en él
sino la manifestación de una energía que era expresada por la
lenta edificación del poema mejor que por las formas físicas y
la grandeza creadora.
Balbuceé unas frases, rogando a mis huéspedes que excusa-
ran mi irrupción matinal.
-Los guerreros intrépidos, incluso un poco temerarios,
no tienen horario -declaró Nadezhda con una risa a la que
respondió la complicidad de Débora.
Me tomó la mano y me condujo hasta un diván, junto a
una mesa baja.
-Debe de estar muriéndose de hambre. En otro tiempo
le habría dado pan hecho por mí misma. Ossip no toleraba
ningún otro. Por hoy, nos contentaremos con productos del
panadero.
Pregunté por qué Ossip no tenía ya derecho a una receta
personal, y las risas bajaron de tono.
-Estos palacios que rodean a la Señoría -prosiguió Na-
dezhda- eran la sede del gobierno y de las principales ad-
ministraciones. Están cerrados y teóricamente vacíos. Por eso
ahora cocino lo menos posible. No conviene que el olor de un
asado o de una hogaza bien caliente cosquillee la nariz hiper-
sensible de un paseante demasiado curioso.
-Sabemos -añadió Ossip- que la ciudad ha sido divi-
dida en zonas y es ahora objeto de una vigilancia rigurosa. El
recuento sistemático de personas y bienes se realiza en cada
146 Amor a ojos cerrados

manzana, cada inmueble, cada vivienda. Todo es examinado


minuciosamente, del patio al granero.
-Entonces vendrán aquí.
-Probablemente. La cuestión es saber cuándo. Ya sería
casualidad que la batida del barrio empezara por este palacio.
Cuando los veamos actuar, será el momento de largarse. De
todos modos, en algún lugar hay que vivir.
Nadezhda me sonreía. Las arrugas delicadas que surgían
alrededor de sus ojos se animaban con la corriente clara de la
vida. Ayudada por Débora, colocó ante nosotros quesos fres-
cos, frutas, pasteles.
Después, las dos mujeres vinieron a sentarse a nuestro lado.
Mientras mis huéspedes hablaban, y para evitar mirar demasia-
do ostensiblemente sus rostros, cuya distinción me fascinaba,
contemplaba, por encima de ellos, los cuadros que adornaban
la larga pared de roble. El más cercano era también el más bello.
Sobre un escaño monumental incrustado de gemas y cuyo res-
paldo de columnas tenía la majestad de un baldaquino, estaba
sentado un personaje con el busto inclinado, la frente rodeada
de una aureola, la mirada perdida en la lejanía. Vestido sun-
tuosamente de rosa y púrpura, tenía en una mano un cuchillo
afilado -sin duda el instrumento de su suplicio-, mientras la
otra, colocada sobre un libro abierto, apretaba entre sus dedos
una cadena al final de la cual se agitaba una bestia monstruosa,
furiosa e impotente, atada para siempre, volcada sobre la es-
palda, cornuda, a medias pájaro y a medias cuadrúpedo, y que
escupía por su boca abierta una lengua de fuego. Como si la
palabra escrita, pensaba yo, tuviera, por la sola virtud de su pre-
sencia, poder para derribar el mal. Detrás del escaño, un muro
bajo separaba el jardín paradisíaco del primer plano, provisto
de vegetación simbólica, de un paisaje misterioso en el que los
azules y los verdes se fugaban al infinito.
Ossip había advertido mi admiración. Se levantó y se situó
ante el cuadro.
Michel Henry 147

-Lo ha entendido bien -me dijo-. Este -señaló al


personaje sagrado, cuyo rostro hierático estaba nimbado de un
círculo de oro- soy yo. Esto, el libro que estoy escribiendo.
Y esta -su dedo trazaba en el espacio el contorno sinuoso y
enmarañado de la bestia derribada- es Nadezhda.
Oí detrás de nosotros la risa de las mujeres.
-¿Cabe pensar -susurró Nadezhda-- que un santo ten-
ga la vanidad y la pretensión desmesurada de un escritorcillo?
- ¿Saben ustedes -dijo Débora en tono medio burlón-
que también Sahli emborrona papeles?
Ossip me dirigió una rápida ojeada.
-Pese a todo -dije a mi vez-, lo cierto es que el asceta
tiene un libro y que es él quien lo ha escrito.
-¡Eso es! -aprobó Ossip.
-Cómo se aprecia la distancia que separa al teognosra de
todo lo que le rodea. ¡Qué indiferencia, qué humildad en me-
dio de toda esta riqueza!
-E so se debe a la mirada, que se dirige a otro lugar. Es
la asimetría de los ojos -un procedimiento clásico- la que
produce esta expresión.
-¿Se conoce al autor de esta pintura?
-No , pero las influencias son evidentes; también lo son
los contrastes entre la perspectiva italiana, legible en la for-
midable frontalidad de la composición, y la línea gótica que
invade la superficie como una hierba silvestre. Miren la curva
de la espalda y de los brazos, los pliegues de las ropas, las con-
torsiones de la bestia, la forma del puñal, la ondulación del
follaje. Pese a ello, el misticismo me parece típico de este país.
Pero el paisaje es flamenco.
Yo admiraba la fusión de todos estos elementos:
-Se han convertido -dije- en las fibras de un indivi-
duo, su manera de sentir. Toda creación es individual, como
la vida.
-U sted va a entenderse bien con Ossip -dijo Nadezhda.
148 Amor a ojos cerrados

-Sí -asintió este-. Todas las obras, pese a que son tan
diferentes y parecen expresar los acontecimientos, las creen-
cias, las civilizaciones más diversas, en realidad cuentan una
misma cosa, la historia de su venida al ser. Pero esta historia
es la de cada uno de nosotros. No es una historia exterior, no
es una historia pasada, es el movimiento de la vida que nos
dona a nosotros mismos a cada instante. Y por eso el instante
no es una cosa fugitiva a la que habría que aferrarse. A través
de su resplandor brilla el poderío que lo pone y no cesa de
ponerlo.
-Toda producción -dije yo- procede de una Idea;
pero una Idea es esencialmente una manera determinada de
experimentar el ser, es un sentimiento, un individuo dado.
Nadezhda preguntó cómo se explicaban entonces las gran-
des realizaciones colectivas. Por cierto que en Aliahova no fal-
taban, comenzando por la catedral.
-Excelente ejemplo -repliqué-. Pese al campanile de
Tarros que intenta aligerarla, la masa excesivamente grande
y carente de gracia de la catedral no habría sido más un ca-
parazón ciego, el cadáver enorme de algún monstruo vara-
do en medio de la ciudad, si, por una genialidad, Arquipas
no le hubiera añadido esta cúpula cuya sección ojival y no
semiesférica era la única capaz de contrapesar las dimensio-
nes de la basílica, más aún, de establecer el acuerdo entre el
edificio, la ciudad, sus murallas y el espacio natural que la
rodea. Arquipas ha recuperado todo, ha reequilibrado todo,
ha salvado todo.
-¿Es que no trabajaron con él muchas personas, creo que
centenares, durante quince años?
-Acuérdese, querida Nadezhda, de que fue Arquipas
quien inventó no sólo el dispositivo arquitectónico de con-
junto, sino las técnicas con ayuda de las cuales había que eje-
cutarlo, los instrumentos adecuados para cada función y para
cada obrero.
Michel Henry 149

-Habla usted del individuo, Sahli. Pero entonces hay que


hacer una distinción: de un lado, el que crea todo; del otro, la
multitud de los que no son nada.
-Hace usted como si no entendiera. Cuando Vital acabó
su gran retablo, toda la población fue a admirarlo. En cuanto
a la ya mencionada cúpula de Arquipas, al conjunto de sus
conciudadanos le pareció un prodigio. Todos sentían , todos
reencontraban en sí mismos aquello hacia lo cual la obra del
artista les había abierto un camino.
Al tiempo que me reprochaba mis argumentos especiosos,
Nadezhda me tendía una cesta de higos reventados que mos-
traban la miel de su pulpa por las hendiduras de su oscura piel
violeta.
Ossip se volvió hacia mí:
-Lo que hicieron los constructores de esta ciudad es exac-
tamente lo contrario de lo que está pasando hoy. Es verdad
que se pueden distinguir varias fases en la historia de estos
últimos años, pero todas tienen algo en común, un mismo
presupuesto del que se desprenden lógicamente: es la supre-
sión de la individualidad, su negación como principio de toda
actividad y, en consecuencia, de la actividad y la vida social. Se
sigue, en primer lugar, que no existe, a título de realidad, más
que una realidad supraindividual a la que se da los nombres
más diversos -historia, movimiento de la sociedad, determi-
nismo económico, estructura política, etc.-, todos los cuales
designan en realidad una misma cosa, a saber, esta realidad
única. La segunda consecuencia es que el individuo, al no ser
nada por sí mismo, al no ser más que una sombra, según la
expresión de uno de esos falsos profetas que hoy abundan en
Aliahova, no puede aspirar a ninguna parcela de ser a menos
que participe de esta realidad que lo sobrepasa y se convierta
en su servidor, en agente incondicional y fanático. La tercera
consecuencia es la inseguridad como principio de toda exis-
tencia personal y por tanto como regla de la vida cotidiana de
150 Amor a ojos cerrados

la gente. A partir del momento en que , efectivamente , cada


cual ya no vale por sí mismo, sino solo por la medida en que
participa en el movimiento irresistible que empuja a la socie-
dad hacia su plenitud, no puede ser justificado o condenado
más que por ese movimiento: justificado si su acción se con-
forma con el proceso histórico y va en la misma dirección que
este, y condenado en caso contrario. Y dado que solo cuenta
el gran Todo, este puede ejercer violencia sobre sus miembros,
diezmando las filas de los que no han podido renunciar por
completo a ser algo por sí mismos. El terror y las purgas no
serán la obra de un malvado o de un jefe que se ha vuelto loco
de repente, sino la consecu encia ineluctable de una metafísica
y del sistema que se pretende fundar en ella. Por eso, cuando
tantos hombres y mujeres se lanzan a todo tipo de asambleas,
me echo a temblar, pues me parece verlos apresurarse hacia el
lugar de su futuro suplicio , invocarlo sin saberlo, hacerlo a la
vez inevitable y legítimo. La cuarta consecuencia ...
No sé por qué nos echarnos todos a reír y Ossip aprovechó
esta interrupción para degustar algunas galletas que Nadezhda
le pasaba, una eras otra , con una solicitud teñida de ironía. Os-
sip comía lentamente, indiferente a nuestras sonrisas. De vez
en cuando se detenía para beber un sorbo de té, antes de con-
tinuar masticando. Fue entonces cuando Nadezhda nos dijo
que el movimiento de labios de Ossip era aproximadamente
el mismo cuando rumiaba sus versos y cuando comía galleras.
-¡Por eso su obra es tan elaborada!
Me volví hacia Ossip:
-Me parece que, según las teorías a las que acaba de alu-
dir, la condenación no se abate únicamente sobre el que ha
tenido la desdicha de apartarse de la línea, convirtiéndose con
ello en un desviacionista, un revisionista, un reformista, etc.,
según una terminología que resultaría entretenida si no signi-
ficara cada vez la eliminación o la muerte de alguien. Incluso
antes de haber emprendido cosa alguna, el individuo está ya
Michel Henry 151

juzgado, no por lo que ha hecho, sino por lo qu e podría llegar a


hacer. Es la individualidad misma la que es culpable, ese secre-
to de una vida que se hurta a la objetividad de la cosa pública
y común. Porque el individuo es sospechoso en sí mismo, se
trata de hacer olvidar hasta su existencia. No sólo de vestirse,
de vivir, de pensar como todo el mundo , de decir y de leer las
mismas cosas. Sino de llegar, merced a alguna contorsión su-
prema, a abolirse a sí mismo, a desaparecer. Ved ya en las calles
a esas personas que se cruzan apresuradamente , como si tuvie-
ran prisa, esos rostros que se apartan, esas miradas que huyen,
que se esfuerzan por no ver nada, por no mirar. Porque mirar, a
fin de cuentas , es ser alguien que mira , que percibe las cosas de
una cierta manera que le es propia y que quizá no es la buena;
es sentir aquello que uno es el único en sentir de esa manera; es
separarse ya de lo visto para hacer con ello no sé que compuesto
de nuestra propia invención; es, en suma, ser uno mismo y no
otro, y eso es lo que está prohibido. Por eso todos se esforzarán
cada vez más por fundirse con la muchedumbre , por no llamar
la atención , por no ser nada, para obtener a este precio, si no el
derecho, al menos la posibilidad de sobrevivir.
-Por otra parte -agregó Ossip, que acababa de terminar
su colación-, nos ayudarán poderosamente a no recaer en el
surco de una existencia personal. Como esta es, pese a todo,
una tentación muy fuerte, por no decir irresistible, preveo que
el régimen que lleva camino de instituirse impondrá a cada
ciudadano el empleo del tiempo al que ya están sometidos los
miembros de las organizaciones revolucionarias.
-Es decir ...
-Es decir que, tras el trabajo de la jornada , será obligato-
rio acudir a una reunión en la que cada uno contará todo lo
que ha observado en quienes le dan trabajo, en la calle, en el
restaurante y en su propia casa. Se trata de extender la delación
elevándola al rango de principio cívico. En un segundo mo-
mento, cada participante tendrá que hacer eso que llaman su
152 Amor o ojos cerrados

«aucocrítica », es decir, denunciarse a sí mismo de alguna ma-


nera. Y sea cual sea la moderación que muestre en la ejecución
de esta tarea, el objetivo, en todo caso, está claro: que nada se
sustraiga a la mirada de todos, que ninguna parcela de la vida
privada subsista en lo hondo del corazón de cada cual.
-¿Ni siquiera las cosas del amor?
-Sobre todo esas. En ellas consiste, evidentemente, el
principal obstáculo. Porque la pasión es una fuerza irresisti-
ble, consustancial al individuo. Pero al tener en vilo a la gente
durante toda la jornada, con problemas y objetivos generales,
la multiplicación de esas reuniones políticas tendrá por con-
secuencia el agotamiento de las energías individuales. Lo que
subsista de estas será cuidadosamente canalizado. Usted verá
el erotismo reglamentado, de la longitud los vestidos a la edad
del apareamiento. Por lo demás, toda relación sexual será im-
posible, ya que los alojamientos serán colectivos y nadie dis-
pondrá de una habitación en la que se sienta verdaderamente
en casa. Un chico se lo pensará dos veces antes de abordar a
una chica, si esta cree su deber denunciarlo.
-No está mal.
-De todos modos -dije-, hay que entender bien la
palabra amor. Las relaciones verdaderas se fundan en los indi-
viduos mismos. Pero si el individuo no existe ...
-A lo que parece, somos una superestructura -dijo Os-
sip-. Nadie se define por sí mismo, sino como ejemplar de un
género, por ejemplo del género «burgués» o «pequeñoburgués».
-Y será liquidado como tal.
-¿Sabe que eso ya ha sucedido? -intervino Débora-.
Hemos conocido recientemente una historia espantosa. El
hijo de un granjero, que había venido a la ciudad para pro-
seguir sus estudios, se había enrolado en un grupúsculo ultra-
revolucionario, del que llegó a ser jefe. Después de algunos
meses, volvió a su pueblo con su banda para juzgar a sus pa-
dres, cuyas tierras rebasaban los límites que acababan de ser
Michel Henry 153

asignados a la propiedad privada. Arrodillado, con una venda


en los ojos, el padre tuvo que responder durante tres días a las
preguntas y reprimendas de esos jóvenes canallas . Al final, fue
su propio hijo quien lo mató.
-Lo que todavía se considera un caso aislado -añadió
Nadezhda- , pronto se convertirá en ley. Se exterminará a la
gente por capas entera s, se eliminará a le:, niños culpables de
ser hijos de sus padres , se ejecutará a todos los habitantes de
un barrio demasiado elegante, a todos los militares que tengan
dos galones o más, y a sus esposas con ellos.
-Exi ste un racismo más espantoso que aquel del que to-
dos nosotros, en mayor o menor medida , hemos sido víctimas.
-Lo más horrible -dijo Ossip- es que todo esto se hace
en nombre de la ciencia. Es el conocimiento riguroso del de-
terminismo social el que permite decir quién es reaccionario y
quién no lo es, el que asigna su papel a la víctima y al verdugo.
-Habla usted, Os sip, de una presunta ciencia , de ese dog-
matismo sumario que se extiende hoy en Aliahova como una
mancha de aceite. Desgraciadamente , creo que es a la ciencia
en general a la que hay que hacer el reproche de que lleva a los
peores daños y finalmente al crimen. No porque ella condene
cosa alguna, sino precisamente porque es incapaz de hacerlo,
de establecer una distinción cualquiera entre el bien y el mal.
A sus ojos no hay más que procesos naturales, y todos son
equivalentes. Si coge a un hombre y lo sumerge en invierno en
un río helado para ver cuánto tarda en morir y cómo lo hará,
la biología no tiene medio alguno de alzarse contra esa empre-
sa; anees bien, no se puede sino servir a su desarrollo actuando
de esta suerte.
Nadezhda protestó: numerosos sabios habían sido hom-
bres de bien. Uno de ellos incluso había fundado un hospicio
y había dado su patrimonio para su gestión.
-No lo hizo en tanto que sabio , Nadezhda, sino en nom-
bre de otro saber que la ciencia ignorará siempre.
154 Amor a ojos cerrados

-¿Qué saber?
-El que hizo que un día, por vez primera, un hombre
dejara pasar a su hermano antes de pasar él.
-A fin de cuentas -dijo Nadezhda- es el saber religio-
so. Pero la ciencia ¿se opone a él verdaderamente?
-Tiende invenciblemente a hacerlo en la medida en que
ella se considera la única forma de saber. Hasta el punto de
reducir la religión a un conjunto de representaciones capri-
chosas que florecen en ciertos dominios en tanto el conoci-
miento racional no ha logrado dar cuenta de ellos. Lo sagrado
ya no es lo esencial, el saber original que la vida tiene de sí
misma y que es el único que puede decirle lo que ella es, lo
que tiene que hacer, sino una suerte de sucedáneo provisional
de la ciencia, la cual es, sin embargo, completamente incapaz
de desempeñar este papel. Así se ve que cuanto más progresan
los conocimientos, tanto más queda el mundo entregado a la
incertidumbre.
-En el fondo -dijo Ossip-, esto nos retrotrae a lo que
usted decía hace un momento sobre el individuo, a saber, que
la ciencia lo ignora, que incluso lo niega al tiempo que preten-
de explicarlo totalmente. Lo que hoy ocurre en un terreno que
tengo la debilidad de considerar como mío, el de la literatura
y la crítica literaria, es particularmente esclarecedor. Se niega,
en resumidas cuentas , que la obra se explique por su autor, es
decir, precisamente por un individuo . El concepto mismo de
la ciencia de la literatura que se intenta justificar en la Jora y
que pretende reducir toda producción a su condicionamien-
to social, lingüístico o natural, no sólo implica la negación
misma del fenómeno literario en su especificidad , sino que es
reveladora de una época en la que se trata de refutar por prin-
cipio la posibilidad de un pensamiento personal para así estar
en las mejores condiciones de suprimirlo de hecho. Los que
profesan esas doctrinas serán los proveedores de los campos de
concentración.
Michel Henry 155

-Además, ¿cómo entender, incluso desde su punto de vis-


ta, el contraste entre la torpeza de esos escritos teórico-críticos,
todas cuyas fórmulas emanan una mediocridad nauseabunda,
y la fascinación que ejerce una obra verdadera, en la que todo
es diferencia, sorpresa, invención, como cada paso del galope
de un caballo?
-Es normal -repuso socarronamente Ossip- que quie-
nes no tienen ningún genio tampoco estén dispuestos a reco-
nocer el concepto correspondiente.
Las mujeres objetaron que derivábamos hacia la polémica.
-Les voy a contar algo -dije-. Miren, cuando llegué a
la universidad de Aliahova, de la que tenía una idea extraor-
dinaria, lo que más sorprendió a ese extranjero ingenuo que
yo era fue asistir a un fenómeno de psitacismo sin preceden-
tes. Todo el mundo repetía que el individuo no era nada, que
era preciso «evacuarlo de la problemática», y otras asnadas. Y
entonces me hice esta pregunta: ¿por qué todos, digo bien: to-
dos, acogen tales ideas antes de hacerse sus portavoces? Porque
esas ideas les vienen muy bien, porque nada resulta tan cómo-
do como aceptar que todo sucede de acuerdo con un proceso
irreversible, que solo hay que dejar que las cosas sucedan. Esto
es mucho más fácil que encontrarse frente a uno mismo. ¡Qué
fantástico trabajo sobre la propia sensibilidad supone la vida
de alguien que quiere ser él mismo! La política nos exime de
todo eso.
-¿A dónde quiere llegar?
-A esto: que esta negación del individuo tiene su fuente
en el individuo mismo.
Ossip se excitó:
-¿Qué dicen los que hacen política? Que toda acción
singular es irrisoria, vana, porque no se podrá lograr nada en
tanto no se haya reemplazado este sistema por otro. Hay que
cambiar el Todo, y entonces todo cambiará. ¡Con un golpe de
varita mágica!
156 Amor a ojos cerrados

-Por lo demás -dije-, es a ese Todo, es a la sociedad a


la que reclaman cuanto necesitan.
-Desgraciadamente -repuso Ossip- nunca se ha visto
a la sociedad excavar un pozo o construir una casa. Para hacer
eso, hacen falta hombres.
-Y como la sociedad que debe hacerlo todo precisamente
no puede hacer nada, no se hace nada. Ya no queda sino admi-
nistrar la escasez. Es la época de la justicia y de la igualdad. Es
muy llamativo que el tipo de régimen que se está instituyendo
comienza siempre con un inventario, con pesquisas y requisas.
-Y continúa con los planes -suspiró Nadezhda-. Y
cuanto más vastos, precisos, racionales y extraordinarios sean
esos planes, tanto más numerosas las reuniones en las que se-
rán elaborados por comisiones de toda clase, y tanto más po-
bre, áspera y lúgubre se volverá la existencia cotidiana.
-Y peligrosa -añadió Ossip-. Porque ¿saben lo que
va a pasar? Cada individuo que supuestamente no es nada y
no existe, va a venir con exigencias y necesidades bien reales;
querrá comer y que le den alojamiento, será la lucha por la
vida, el quítate tú para que yo me meta, el sálvese quien pueda
generalizado. Cada cual se enfrentará a los otros con los peores
procedimientos. Cuando no se hace nada, queda ese tipo de
acción tan particular que se llama intriga y delación.
-¡Pues apañados estamos! ---exclamó Nadezhda.
Y de nuevo -¿merced a qué fluido mágico, a qué afinidad
misteriosa?- nos echamos todos a reír, agitados por una ale-
gría que tenía menos que ver con nuestra conversación -poco
alegre en verdad- que con la oscura conciencia de esa fuerza
todopoderosa que era la razón de creer los unos en los otros y
que nos reunía para lo mejor, y sin duda para lo peor. Me giré
a medias sobre el diván y dejé que mi mirada resbalara por las
estatuas, encerradas en sí mismas y que, sin embargo, pare-
cían proseguir fuera del tiempo, a través del espacio silencioso
que ellas organizaban, alguna conversación sagrada. Ossip me
Michel Henry 157

preguntó si conocía el museo de la catedral. Me había sido


imposible visitarlo, pese a múltiples tentativas. Al principio
los vigilantes estaban en huelga. Después encontré la puerta
siempre cerrada.
-¿Qué diría de verlo hoy?
Me levanté.
-Sahli debe de estar cansado -protestó Nadezhda-.
No es cuestión de volver a irse de inmediato.
-Sería una gran imprudencia -se opuso Débora-. Ol-
vida que hay gente particularmente peligrosa que le conoce y
puede encontrarlo en cualquier momento.
Pero Nadezhda prometió ocuparse de todo y me condujo
hasta una habitación cuyo tamaño podía parecer mediano en
comparación con la pieza de la que veníamos. Su centro lo
ocupaba una cama baja, cubierta de una tela blanca semejante
a la que ocultaba la alta ventana . Las paredes, también blancas,
estaban desnudas. Todo se desvanecía en la luz. No sabía que
mis anfitriones me acababan de dar su habitación, y en cuanto
se retiraron me dormí.

** *

A través de la puerta entreabierta, Débora me miraba. Me


incorporé en la cama y me espabilé.
Cuando entré en la gran sala, Nadezhda y Débora se des-
ternillaban de risa en torno a un coloso con barbas. La cabe-
llera extravagante formaba alrededor de su cráneo una especie
de halo enmarañado. Lo que quedaba del rostro comido por
los pelos no era más que una playa de carne pálida desprovista
de rasgos, privada de significado. Yo miraba sin comprender. Y
fue por el sonido de la voz como reconocí a Ossip.
-No sé si es la mejor manera de pasar inadvertido.
-Haz como quieras -replicó Nadezhda-. Pero para
Sahli es indispensable.
158 Amor a ojos cerrados

Las dos mujeres se volvieron hacia mí.


-Mientras usted dormía -me explicó Ossip-, estas lo-
cas se han escapado a un ropavejero, y mire lo que han traído .
Sobre la mesa yacían múltiples pelucas, mostachos y otros
disfraces, por no hablar de los quevedos de acero.
Nadezhda se había apoderado ya de una barba rizada y se
esforzaba por ajustármela mientras Débora me ponía las gafas
en la nariz. Por fortuna, el color del postizo no pegaba, pero
Débora encontró un conjunto de peluca, barba y bigote, todo
en una pieza, que me pusieron en la cabeza a pesar de mis
protestas.
Se reían sin parar .
-Es perfecto -exclamó Nadezhda cuando por fin pudo
hablar-. ¡Parece un trotskista!
-¡Ya veréis cómo es elegido jefe de distrito nada más que
por su aspecto!
-¡Comisario de moral!
Me indicaron un espejo y no pude evitar sonreír también.
-Débora tiene razón -prosiguió Nadezhda-. No pue-
de salir más que con disfraz; este es perfecto y sólo le chocará
a usted.
-¡Espero -repliqué- que también a ustedes les choque
un poco!
Para convencerme, el propio Ossip había escogido una so-
tabarba , que se puso con cuidado.
-Creo que estamos listos -dijo-. Además, es ahora
cuando hay que ir.
Nos comprometimos a ser prudentes. Débora nos acompa-
ñó para vigilar nuestra salida. Nos gritó desde su observatorio
que teníamos vía libre y en seguida estuvimos en la callejuela .
Ossip caminaba un poco como Débora. Tenía sus gestos
desembarazados, su distinción nativa , también su indiferencia,
esa manera de seguir su camino sin preocuparse del resto del
mundo. Sin embargo, un observador atento habría notado la
Michel Henry 159

penetración de la mirada, el juicio instintivo que le hacía so-


pesar de lejos el peligro de un cruce de caminos, de un retén,
de una comisaría, de una silueta. En tales casos, y como si esta
hubiera sido su intención desde el principio, cambiaba de ruta
y desaparecía en algún recodo. Aunque la ciudad estaba todavía
bastante desierta, asistí y participé varias veces en tales manio-
bras durante el breve lapso de tiempo que duró nuestro trayecto.
Ossip se detuvo ante una especie de tenderete y, habiéndo-
se asegurado de que estábamos solos, dio varios golpes rápidos
sobre la espesa contraventana de madera, que estaba herméti-
camente cerrada.
Después de que una voz vacilante nos hubo preguntado
qué queríamos y de que Ossip se hubo identificado, se abrió
un postigo para permitirnos el paso. El hombre que nos abrió,
un hombre frágil con un rostro fino, de color terroso y fac-
ciones fatigadas, vestido pobremente con un hábito gastado,
retrocedió al vernos y pude leer la inquietud en su mirada.
Ossip dejó oír su risa calurosa y, apartando a medias su barba,
explicó a su asombrado interlocutor que se había disfrazado.
-En cuanto a mi amigo -dijo presentándome-, todo
es falso: peluca, barba y bigote.
El hombre nos examinó sucesivamente, su cara se ilumi-
nó y soltó de pronto una risita seca y nerviosa. Luego, tras
haber cerrado precipitadamente la contraventana, nos llevó
hasta una trastienda en la que se acumulaban objetos de todas
clases, todos ellos antiguos, la mayor parte deteriorados y dis-
puestos sin orden aparente.
Ossip expuso el motivo de nuestra visita a quien nos re-
cibía con tan poca confianza. Poco a poco comprendí que no
era otro que el conservador del museo del Eridano. Aceptó de
inmediato «mostrarnos sus tesoros» y, tras habernos recomen-
dado, también él, que fuéramos prudentes, nos invitó seguirle.
El magnífico palacio renacentista que albergaba las co-
lecciones estaba muy cerca. Su fachada regular, rematada por
160 Amor a ojos cerrados

una poderosa cornisa, ocupaba toda la longitud de una plaza


que bordeaban otras residencias de la misma época y del mis-
mo estilo. Llegamos ante la alta puerta a la que tantas veces
había llamado en vano, cuando advertí que nos seguían dos
hombres que tenían aspecto de no vernos. Antes de que tu-
viera tiempo de advertirles, mis dos compañeros continuaron
tranquilamente su camino, y comprendí que estaban al tanto.
Llegados al final del edificio, dimos media vuelta: no eran dos
sino cuatro los individuos que venían, y vi a otro más y a un
sexto que salían de las casas de enfrente del museo y se dirigían
a él. Sin embargo, el conservador volvió lentamente sobre sus
pasos, todo el mundo se juntó ante la puerta que, en un abrir
y cerrar de ojos, dejó paso a nuestro pequeño grupo y luego
volvió a cerrarse. Escoltamos entonces a nuestro guía a través
de las vastas estancias de este palacio deshabitado. Recupera-
do de mi asombro, observé a los que un azar aparente había
reunido para esta visita insólita. A excepción de un adolescen-
te de cabellos rubios y ojos de una transparencia irreal, eran
hombres de una cierta edad, de aspecto modesto y que nada
habría permitido distinguir de la muchedumbre de artesanos
y gentes humildes que se agolpan por las tardes en las calles de
la ciudad vieja.
Me sabía de memoria el catálogo del museo y reconocí
sin dificultad las obras que tanto ansiaba ver. En una rotonda
clara estaban colocadas las estatuas más antiguas, que en otro
tiempo se encontraban en la fachada principal de la basílica y
que habían sido puestas a resguardo de las intemperies, tras
haber colocado copias en su lugar. Una extraña violencia, un
furor sagrado se desprendía de estos rostros de apóstoles, de
profetas, de evangelistas, de ascetas, de facciones tensas, mus-
culatura prominente, mirada abrasadora. Todos llevaban con-
sigo esa voluntad de la vida de rechazar todo límite, de romper
los obstáculos, de dar libre curso al empuje de su fuerza y a la
irrupción de su alegría. Imaginé el flujo de peregrinos pene-
Michel Henry 161

trando en el lugar santo bajo la altiva mirada de estos testigos


de otra raza. Quedamos en silencio ante esas figuras macizas
donde parecían haberse reunido todas las energías que deserta-
ban de la ciudad. Experimenté una sensación singular: cuanto
más fijaba mi atención en estos cuerpos de bronce ennegre-
cidos por los siglos, tanto más se filtraba en mí la fuerza que
estaba contemplando, y experimentaba su venida irresistible
como una exaltación y como un acrecentamiento de todo mi
ser. Todo expresaba hasta el vértigo la dulzura de esta plenitud.
La luz que me rodeaba se oscurecía como la de un día que no
existía en ningún lugar de la tierra. Una calma de otro mun-
do, un silencio audible semejante al rumor del mar, en el que
venían a fundirse nuestras respiraciones, extendía su contacto
físico sobre vivos y muertos. Tarde o temprano, pensé, habrá
que pagar el precio de esta ebriedad.
Nuestro guía nos llevó a la sala más célebre, la de Agatocles,
en la que estaban reunidas, entre otras, las obras más famosas
de Corvara. El dominio soberano de los medios técnicos, la
imaginación de las formas, cuyo encadenamiento desemboca-
ba en la creación de una inmensa sinfonía plástica, la intensi-
dad dramática y psicológica de los personajes o de las escenas,
subyugaban al espectador. Nos habíamos detenido en el cen-
tro del amplio espacio abandonado a las siluetas voluptuosas
de las estatuas. Poco a poco, cada uno de nosotros se acercaba
a una u otra de ellas, la rodeaba lentamente, retrocediendo y
tomándose tiempo para descubrir sus sucesivos perfiles, sus
volúmenes cambiantes. Y luego volvía hacia el grupo, alzando
la cabeza y susurrando una observación al oído de su vecino.
Entonces este emprendía el mismo trayecto, ocupaba el lugar
de su maravillado predecesor, y se quedaba allí mucho tiempo,
haciendo desde lejos una señal a aquel que le había permitido
renovar su disfrute.
Al acabar mi recorrido a través de aquel archipiélago de
cuerpos extremosos, un irresistible sentimiento de angustia se
162 Amor a ojos cerrados

apoderó de mí, una impresión de vacío, corno si estas formas


cuya perfección se cerraba sobre ella misma hubieran perdido
su sustancia, una fuerza más esencial que la belleza.
-Es el comienzo del fin -dije en voz alta, y creo que mis
palabras me sorprendieron tanto como a mis vecinos.
El joven de la cabellera rubia se volvió hacia mí y sonrió.
-Sin embargo, estos sentimientos son verdaderos -ob-
jetó con voz suave.
-Se alimentan de sí mismos -dije-. Me parece que se
ha cortado el cordón umbilical que unía al hombre con su
origen.
-¿ Usted también estima -preguntó nuestro anfitrión-
que el Renacimiento marcó el comienzo de nuestra decadencia?
-He sentido esto de golpe -repliqué embarazado-,
nunca había pensado en ello hasta ahora.
-Comprendo lo que quiere decir -contestó el joven ru-
bio-. Pero la más extremada elaboración formal no excluye
necesariamente el poderío de lo sagrado. Piense en la Cantaría.
-Nunca la he visto -confesé-, es la primera vez que
vengo aquí.
-¡Pues allá vamos! -susurró con alegre vivacidad.
Detrás de nosotros se volvió a formar el cortejo. Noté al-
rededor de mí la cercanía benefactora de estos compañeros
desconocidos. Uno de ellos se inclinó hacia mí:
-Tiene usted razón. No hay más que una excepción a eso
que usted ha sentido tan bien, y es la que vamos a ver.
En la sala en la que penetramos, los diferentes elemen-
tos de una tribuna prevista para la catedral y cuya realización
había sido confiada a Sagredo, estaban alineados a los largo
del muro. Sobre placas de mármol blanco figuraban en relieve
ángeles cantores entonando su alabanza al son de la trompeta,
del arpa, del salterio, del tamboril, y tocando varios instru-
mentos más de cuerda y de campanillas. Lo más sorprendente
no era la increíble perfección de los cuerpos que bailaban, de
Michel Henry 163

los vestidos de línea sinuosas, de los rostros de niño de una


dulzura angelical. Cada uno de estos niños estaba tan bien
individualizado que era él mismo para siempre, cada uno de
esos rostros con los ojos semicerrados y los labios entreabiertos
se doblegaba al peso de un amor demasiado intenso, de una
alegría demasiado fuerte , estaba lleno de ella, y era una misma
alegría y un mismo amor el que habitaba a todos y el que,
atravesando el coro entero de los ángeles, derramándose por
doquier por el mármol , se hacía presente en cada uno de sus
relieves y sus pliegues. Sí, nada defraudaba, no había ningún
punto que no estuviera lleno; como tampoco había , en la pie-
dra, ningún lugar que no estuviera trabajado.
La oscuridad invadía lentamente la habitación. El conser-
vador hizo un gesto y todos nos arrancamos a nuestra contem-
plación. ¿Era la fatiga provocada por una atención demasiado
larga, la penumbra del día que moría, una simple ilusión de
mi espíritu, prisionero de su visión? Cuando alcanzamos la
salida me pareció leer en la cara de mis compañeros, semejante
a la de las figuras de mármol, la misma mirada que sucumbía
a su éxtasis y que ya no veía nada.
El conservador entreabrió la puerta, lanzó una ojeada y
nos hizo una señal. Nosotros salimos los últimos, tras haberle
estrechado la mano en silencio. La plaza estaba vacía.

***

¿Cómo hablar de los tiempos felices? ¿Cómo no verlos


adornados con el brillo del recuerdo, más hermosos de lo que
en realidad fueron, más conmovedores por haberse ido para
siempre? Pero la melancolía que su imagen radiante deja en
nuestras almas no es tan simple. No es sólo la nostalgia de
los gestos, las voces, las sonrisas, los besos, de todo cuanto se
mantiene ahora tan lejos de nosotros que nada, ni nuestras
manos, ni nuestros ojos, ni siquiera nuestro deseo es capaz de
164 Amor a ojos cerrados

alcanzarlo. Creo que también nos reprochamos no haber com-


prendido, al vivir esas horas, lo que ellas tenían de precioso,
de irremplazable. Nos abandonamos a su lento transcurso sin
detenernos, sin entrecerrar los ojos, sin pensar en todo mo-
mento: ¡qué bien está todo! Esta pena es más insidiosa, más
amarga, pero no es lo que siento cuando rememoro los días
que siguieron a mi encuentro con Ossip y Nadezhda. Pues
esto era lo que yo me repetía cuando los veía al levantarme
por la mañana, al dejarlos a la noche para volver a mi habita-
ción, al contemplar la morada que habían hecho a su imagen,
sí, esto es lo que me decía: ¡qué hermoso es todo esto, qué
hermoso eres, Ossip, qué hermosa eres, Nadezhda! E incluso
cuando Débora no estaba allí, tú me observabas a tu manera,
Nadezhda, y tu silencio divertido significaba: no te inquietes,
Sahli, no te retuerzas las manos. Y Débora llegaba, con aire
despreocupado dejaba sobre la mesa algún regalo para ti, te
besaba. Yo me había puesto en pie, tú nos mirabas, regañabas
a Débora, amenazándola con la ira de Ossip, y luego te ibas
a la antecocina para dejarnos solos. Débora se mantenía im-
pasible, dócil como el árbol al viento; yo me acercaba, pasaba
la mano por su inmensa cabellera, la estrechaba furtivamente.
Con alguna alegre profecía sobre la jornada, o bien haciéndo-
nos partícipes de la última impertinencia de Ossip, Nadezhda
nos advertía de su regreso.
No, no nos olvidamos de vivir esos instantes gustando su
sabor a miel, atentos a los movimientos de nuestros corazones.
No permitimos que pensamientos necios o preocupaciones
mezquinas empañaran esos días ajenos a las cuitas de los hom-
bres. Sabíamos que con cada saludo y cada despedida, con
cada palabra y cada silencio, a lo largo de las conversaciones
a las que nos entregábamos por las tardes, a través de cada
sonrisa apenas dibujada en las comisuras de los labios de las
mujeres, era la vida la que revelaba ante nuestros ojos deslum-
brados la abundancia de sus tesoros.
Michel Henry 165

También cuando Débora y Nadezhda volvían del mer-


cado, trayendo consigo una calabaza enorme, parecida a un
balón , o llevando en una servilleta las primeras fresas, que
uno s rapaces dorados por el sol habían ido a recoger en los
bosques de la Serana, ellas reían al mostrarnos estas primicias
del fecundo verano, que habían encontrado en abundancia y
a buen precio en la época en que Aliahova vivía en la paz del
trabajo, al ritmo perezoso de la estaciones. Lo que no decían
estas criaturas , tan frescas como los ramos de flores del campo
que desbordaban de sus cestos ventrudos, lo que no decían
es que en realidad el mercado ya no existía prácticamente. A
veces, campesinas ayudadas por niños o por algún anciano con
la piel tan agrietada como la tierra instalaban a toda prisa sus
puestos; las amas de casa, que se avisaban unas otras, surgían
de las callejas vecinas y los arrasaban en un abrir y cerrar de
ojos antes de dispersarse sofocadas, tan rápido como habían
venido. Pues se trataba, al parecer , de un tráfico reprensible
que los jóvenes guardias revolucionarios pretendían prohibir.
En algunos lugares todavía se permitían estas ventas precipita-
das, a la espera de que se instituyeran órganos colectivos cuya
misión sería suprimir el negocio . Con todo, esta tolerancia
no estaba exenta de vejaciones. En las Cuatro Fuentes, donde
se habían refugiado las proveedoras habituales de Nadezhda,
había pilluelos sentados en los escalones de la iglesia qu e con-
templaban con repugnancia los frutos de la tierra y a sus exte-
nuados productores y, mirando con descaro a las mujeres que
iban y venían, las trataban de putas.
Ossip conocía todas estas cosas que nuestras compañ eras
nos ocultaban, volviendo hacia nosotros sus rostros enrojeci-
dos por el placer de vivir, según querían hacer creer, cuando en
realidad también se debía a las carreras y quizá a los insultos.
Y fingíamos dar crédito a su abnegada artimaña, recibiendo
como una ofrenda sagrada los últimos frutos de la llanura.
Y cuando evocábamos , pese a todo , la suerte de una de esas
166 Amor a ojos cerrados

comerciantes rudas y familiares , venidas de las colinas para


traernos sus quesos perfumados, Ossip transfiguraba con su
humor el sombrío porvenir de la agricultura, preocupándose
de saber lo que comeríamos cuando ya no hubiera más que
esos pequeños imbéciles para escarbar en la tierra.
-Esté tranquilo -decía Débora-, harán trabajar a los
otros.
-¿ Y cuánto puede valer -preguntaba Ossip- una col
vendida por un funcionario?
Algunos días, sin embargo , ya no era posible mentir o fingir
y, volviendo precipitadamente de una tienda en la que se pro-
pagaba alguna horrible noticia, apretándose contra nosotros
con el rostro descompuesto y los ojos espantados, más bellas
aún, Nadezhda y Débora no esperaban de nosotros más que
una manifestación de lo que nos quedaba de fuerzas o la simple
conciencia de nuestra presencia. Corría el rumor, aquella ma-
ñana, de que los guardias habían empezado a demoler la puerta
de los Taxiarcas, la más bella de Aliahova, la única que no per-
tenecía al dispositivo militar de la muralla medieval. Habiendo
terminado la época de las guerras y no temiendo ya la ciudad
ser atacada, segura como estaba de su poderío nuevamente afir-
mado, el Consejo había decidido edificar, en el emplazamiento
de una vieja torre dañada por el último asedio y ahora inútil,
una puerta que había de ser como el símbolo de los nuevos
tiempos. Se convocó un concurso -fue el primero de una lar-
ga serie- abierto a todos los artistas de la ciudad. Fueron
seleccionados los más eminentes y se les confió las diferentes
tareas bajo la dirección del viejo Orlando. Así había surgido
la primera obra maestra arquitectónica del Renacimiento , que
retomaba y transfiguraba el tema del arco antiguo, una obra
tan notable por su ejecución como por su concepción, y que
había de servir de modelo a muchas otras, en Aliahova como
en otros lugares. Comprendimos de golpe que no era sólo este
edificio admirable, sino algo así como el alma del pueblo , más
Michel Henry 167

aún, la belleza misma, por ser una forma del espíritu, lo que
estos pequeños granujas querían aniquilar.
Ossip y yo nos levantamos, pese a las objeciones de las
mujeres. Para calmarlas, aceptamos volver a ponernos nuestros
disfraces. Me pareció que sus dedos, al ajustarnos las pelucas,
trazaban sobre nuestras frentes la marca de la invulnerabilidad.
Nos pusimos en camino. Ossip juzgó imprudente ir directa-
menee a la Puerta. ¿Qué aspecto presentaríamos, en la acera,
mientras contemplábamos la demolición? Seguramente nos
preguntarían qué hacíamos allí. Por esta razón, alejándonos de
la ciudad por los barrios del norte, hubimos de trazar un am-
plio círculo, fingiendo venir del campo. Divisamos desde lejos
a esos bribones trabajando como moscas posadas en la piedra .
Cuanto más nos aproximábamos, más visible se hacía lo in-
creíble. Cuando estuvimos cerca, y como si los sentimientos
que experimentábamos bastaran para hacernos sospechosos ,
abandonamos la carretera y alcanzamos una garriga moteada
de enebros, detrás de los cuales era fácil ocultarse. Eran sin
duda jóvenes guardias -se los reconocía por sus brazaletes-
encaramados al arco y a la muralla colindante, armados de pi-
cos y piquetas, arrancando los bloques de mármol del frontón,
lanzando al vacío capiteles y frisos en medio de gritos y risas.
Un polvo amarillo se levantaba, tan denso que a veces nos
ocultaba la escena, mientras que las pesadas piedras golpeaban
la tierra con un ruido sordo , quebrándose y chocando unas
con otras, y las vibraciones de los golpes en el suelo llegaban
hasta nosotros.
Mientras miraba estupefacto cómo se llevaba a cabo esa
tarea demente, de pronto tuve la impresión de que ya no es-
tábamos solos. Al volverme descubrí, escabulléndose entre de
los arbustos, una cabellera rubia que no tardó en desaparecer
tras un bosquecillo más espeso. Deseoso de conocer a quien
nos había sorprendido y que tal vez nos vigilaba -a menos
que hubiera venido a estos parajes movido por un motivo se-
168 Amor o ojos cerrados

mejante al nuestro-, me dirigí bajo la atenta mirada de Ossip


al lugar en el que se ocultaba. No me sorprendió demasiado
reconocer, más pálido aún, al parecer tan conmovido como
nosotros, al joven del museo. Vino hacia mí. La emoción le
cortaba la palabra, y en varias ocasiones hubo de tomar nueva-
mente aliento para acabar la frase.
-¡No se acerquen -nos dijo con un signo dirigido a Os-
sip, que se había reunido con nosotros-, correrían un gran
peligro!
Nos explicó que desde el comienzo de la mañana se había
desplegado un servicio de orden para proteger el trabajo de los
destructores. La víspera se habían producido verdaderas peleas
entre los jóvenes guardias y los izquierdistas venidos para es-
torbarles en su trabajo. El motivo del conflicto habría sido el
siguiente: mientras que los guardias querían demoler la Puerta
para edificar en su lugar un urinario, mucho más útil, ¡los iz-
quierdistas sostenían que no había necesidad de ocultarse para
mear y que la moral era una pervivencia del pasado infinita-
mente más perniciosa que un monumento!
-¿Se trataba de un truco para salvar el arco?
-Eso es lo que no se sabe. Lo cierto es que la demolición
acaba de reiniciarse. Debe de haber sido ordenada por las altas
instancias. De todos modos -añadió inquieto-, creo que
no es bueno quedarse por aquí -y, dirigiéndonos un breve
saludo, se eclipsó-.
No tardamos en imitarle, siguiendo, para volver a la ciu-
dad, la misma estratagema que a la ida. Ossip -que solía es-
tar tan pendiente del universo vegetal, cuyas diversas especies
conocía, manteniendo con cada una de ellas una relación par-
ticular, de orden a la vez sensible e intelectual- por una vez
caminaba sin ver nada, y era yo quien vigilaba el camino. Le
pregunté por el objeto de su preocupación.
-Pienso en el museo -me dijo-; la amenaza es inmi-
nente.
Michel Henry 169

Era necesario advertir al conservador, aunque seguramente


estaba al corriente.
-¡Qué hombre tan admirable! -prosiguió Ossip al cabo
de un momento-. ¿Sabe usted lo que ha hecho ya para salvar
sus colecciones? Hace un año, las primeras brigadas de jóvenes,
manipuladas por un tal Coulouviese, irrumpieron en el Eri-
dano con la intención de destruir sistemáticamente todas sus
piezas. Nuestro hombre logró llegar a un acuerdo con la banda,
dando a entender que pertenecía a un comité muy próximo al
tribunal revolucionario y que, por esta razón, sabía bien que no
se había ordenado ninguna destrucción. Los exhortó a la disci-
plina y los persuadió de que sus fuerzas estarían mejor emplea-
das en otro lugar, habida cuenta de que él acababa de decidir el
cierre definitivo del establecimiento y que, de este de modo, las
obras apestadas del pasado, al dejar de ser visibles, perderían de
golpe su influencia nefasta. Esa es la razón -concluyó Ossip-
por la que usted nunca había podido ver la Cantaría: ¡el museo
está realmente cerrado desde aquella época!
Nos habíamos detenido cerca de uno de esos grandes ro-
bles, vestigios también ellos del pasado, que se encuentran de
vez en cuando en el monte bajo y que se elevan muy por en-
cima de otros arbustos sometidos a la amenaza de las cabras e
incluso de las zarzas. El calor era intenso y la sombra nos ofre-
cía su frescor y su calma. Nos sentamos en una placa de piedra
caliza que afloraba al resguardo del viejo árbol. Me acuerdo
de este lugar en el que todo nos hablaba de reposo, en el que
comprendí hasta qué punto la bondad de Ossip corría parejas
con una lucidez que no se hacía ilusiones sobre la perfidia de
los hombres.
Presintiendo que no bastaría con haber engañado tempo-
ralmente a este grupito de imbéciles y a su imprevisible jefe,
y cerniendo además que volvieran para poner en ejecución su
plan, nuestro conservador -explicaba Ossip- terminó por
ingresar en uno de esos grupos revolucionarios que prolife-
170 Amor a ojos cerrados

raban hace unos meses y estableció relaciones con los dos co-
misarios del barrio , obligándose pese a su horror al alcohol a
brindar con ellos por las tardes cuando hacía falta; en suma,
ha hecho tanto y tan bien, que hasta el presente las obras se
han conservado.
-Entonces, ¿es posible practicar el doble juego?
-Eso será sólo por un tiempo -y la voz de Ossip se al-
teró-. Nuestro amigo arriesga su vida. Los argumentos que
da no han podido engañar a todo el mundo. Algunos, de eso
estoy seguro, fingen creerlo para mejor perderlo. Un día lo
pondrán entre la espada y la pared: es a él a quien encargarán
destruir las estatuas. Entonces tendrá que quitarse la máscara:
se negará y será a él a quien maten.
Ya ve -continuó Ossip-, él sabe todo esto, y eso es lo
que le hace tan magnífico. ¡Cuánta energía en un ser tan frágil!
¡Qué valor hace falta para pasar cada día en compañía de sus
futuros verdugos!
-¿Qué es lo que espera conseguir?
-Ganar tiempo . Tal vez un azar imprevisto cambie el cur-
so de las cosas. Tal vez el desgaste de las fuerzas del mal iguale
al de las potencias de la vida , y la destrucción, fatigada, se
detenga por sí sola antes de haber destruido todo.
Las sombras se borraban bajo las altas murallas cuando
regresamos a la ciudad; la geometría de sus calles desiertas se
sometía al escrutinio de una luz implacable.
-Intentemos, pese a todo , ver al conservador -dije yo.
El rodeo no era grande, pero cuando llamamos a la puerta
de la pequeña tienda nadie respondió a nuestra señal.

***

Habíamos acordado no decir nada, a la vuelta de nuestras


peregrinaciones, de lo que habíamos visto o hecho, como si
fuera un asunto de escaso interés. Hablamos a nuestras com-
Michel Henry 171

pañeras acerca de ellas, nos divertimos desconcertándolas con


nuestras preguntas, tratamos de encontrar a su lado, no un
sentido para nuestra vida, sino nuestra vida misma, tan pura;
del mismo modo que el agua rápida que corre sobre un cauce
de guijarros no se ve, no es más que el frescor de la corriente
que se precipita y se embriaga de sí misma.
Le pregunté a Nadezhda:
-¿Qué será lo que experimenta una mujer encantadora
cuando uno está tan visiblemente fascinado por ella, que ella
ni siquiera puede fingir que lo ignora?
-Es Débora quien nos lo tiene que decir.
Débora se levantó, declarando que la psicología ya no es-
taba de moda. Caminaba lentamente, su marcha ondulante
la llevaba a la biblioteca , cogía un libro, lo dejaba, cogía otro
y, si era una novela de comienzos de siglo, escogía un pasaje
adecuado para apuntalar su tesis. Esas largas frases en las que
los personajes hablan de sus sentimientos y los analizan nos
hacían reír.
-Pero es que no se puede decir ninguna otra cosa -de-
claraba Ossip-, y cuando uno lo dice, el discurso suena hueco.
Yo era de la opinión de que la psicología se reduce a esca
objetivación inadmisible de la vida .
-¿ Un método diferente no consistiría en expresar todo eso
de otra manera -preguntó Nadezhda- a través de la dispo-
sición de los objetos, por un simple cambio de la percepción?
-Entonces , ya no habrá más que esos objetos ... no habrá
nada. Es lo que ocurre hoy.
-Nada, es decir desesperación.
-E sa es la razón -continu é, insistiendo en mi idea-
por la que asistimos a esta inflación demencial de la política,
de la ciencia ...
-Se ve usted reconducido a aquello de lo que no quería
hablar más -ironizó Nadezhda-. Las mujeres sólo ocupan
durante un rato su pensamiento.
172 Amor a ojos cerrados

-Así son los hombres -decía Débora-, incapaces de


quedarse un mes a solas con una mujer sin bostezar. He leído
una novela en la que el héroe -un hombre extraordinario,
naturalmente- se enamora -de su hermana, evidentemen-
te-. Son seres superiores, de la misma raza -las dos mita-
des de la misma díada, si he entendido bien-, y eso es lo
que los une en una igual conmiseración respecto del común
de los mortales y de ciertos acontecimientos cuyo transcurso
les divierte. Así que se deciden a irse a vivir solos a una isla
griega; la casa tiene una única pieza, completamente vacía, y
orientada al mar. Entre abrazo y abrazo, comienzan a aburrirse
seriamente. ¡No, no es aburrimiento, eso sería psicológico! Es
el vacío. Así que vuelven a la ciudad, donde hay tantas cosas ...
-Yo no me aburro nunca -dije.
-¡Entonces aún quedan esperanzas!
Yo me había acostumbrado, cuando Débora se quedaba
con nosotros, a acompañarla por las noches hasta una plaza
cercana a la Señoría, donde nos separábamos. Pero esta vez yo
había decidido prolongar la conversación, y ella lo entendió
de inmediato.
-Quedarme a solas un mes, o más, en una isla, griega o
no, con una mujer a la que ame -con la mujer que amo- no
me parece una perspectiva intolerable -dije tan pronto como
estuvimos fuera-.
-¿Y qué sabe usted de eso?
Me aproximé a ella, buscando el oleaje de sus cabellos,
enrollando sus pesados mechones alrededor de mis dedos, es-
trechando por fin entre mis manos su rostro, cuyos grandes
ojos abiertos me miraban a través de la sombra transparente.
Pero, al inclinarme sobre ella, reanudó la marcha.
Avanzábamos sin hacer ruido, y el viento del mar lanzaba
sobre nosotros su aliento tibio. Yo conocía esta dulzura. Alto
en el cielo, el disco casi perfecto de la luna iluminaba el es-
pacio, y hasta en la callejuela, a la vuelta de pasajes estrechos,
Michel Henry 173

bajo el arco bajo de las casas antiguas, el aire vibraba con una
claridad invisible.
-¿Cómo poner en entredicho el futuro -le pregunté a
Débora- cuando nos habita una certeza semejante?
Y como ella guardara silencio:
-¿Qué otra cosa han hecho los profetas, sino proyectar
ante ellos la fuerza inmensa que pesa sobre ellos?
-¿No hace usted un uso bastante profano de la teología?
-La vida de la que habla la teología, ¿no es idéntica a la
nuestra?
-Reconozco que es usted ingenioso -dijo Débora, y su
risa se desgranaba como las finas partículas de luz adheridas a
los bloques de piedra de los muros de los palacios.
Esta presencia tan próxima pero que escapaba de mí, no a
causa de las circunstancias, extrañamente favorables, sino por
alguna duda soterrada en ella o por una voluntad deliberada,
hizo nacer en mí el deseo loco de alcanzarla y fundirme con
ella. De pronto esos juegos, esas fintas me parecieron intole-
rables, una quemazón cercana a la cólera invadió todo mi ser,
y con una violencia que ya no controlaba, me detuve, agarré a
la joven por los hombros y la apreté contra mí. Ella me apartó
con igual violencia y, aprovechando mi sorpresa, echó a correr
tan rápido que no podía alcanzarla. Pensé con terror en el día
en que la había perdido en las callejuelas de la ciudad y, con
corazón palpitante, me lancé en su persecución. Veía cómo su
cuerpo se precipitaba delante de mí, subía los peldaños de un
atajo, y entonces desembocamos en la Señoría. Me puse a su
lado; oía su respiración, más corta cada vez que me aproxima-
ba. Entonces me hizo frente, en medio de la plaza, jadeante,
dispuesta a rechazarme de nuevo. Su pecho se levantaba con
rapidez, el esfuerzo daba color a su rostro, y era como si la
sustancia de la vida aflorara a sus labios temblorosos.
Le dije lo bella que era y, manteniéndome a distancia, le
rogué que se calmara.
174 Amor a ojos cerrados

Me miraba de un modo extraño, sin decir palabra.


Le pregunté suavemente si se acordaba del Hospicio de los
Expósitos, porque la luna estaba llena y las arcadas del claustro
pondrían sobre el mármol su marca de tinta.
Finalmente aceptó ir allí, con ciertas condiciones.
Nos adentramos en el laberinto de callejas, prosiguiendo
nuestro camino fuera del tiempo. Yo no tenía conciencia de
caminar, ni de ninguna otra cosa. Cuando abrí los ojos, el
claustro del Hospicio se me presentó tal como había quedado
grabado en mí, la misma línea loca de pórticos que se repar-
tían la sombra y la luz. Como la primera vez, tomé la mano
de Débora, llevándola alrededor de las columnas en la misma
carrera desbocada. Cuando ya no podía más, la joven se que-
dó inmóvil bajo la galería, apoyada en la pared de la esquina.
Poco a poco, a través de la oscuridad, distinguimos nuestros
rostros.
-Necesito saber -dije-, ya no tengo fuerzas para es-
perar.
Entonces Débora puso sus dedos en mis labios, y su alien-
to y el sabor de su boca estuvieron en mí.

***

El último rumor que circulaba por Aliahova era el más


siniestro. Había surgido en el viejo puerto, a la hora en que la
ciudad moribunda reencuentra una apariencia de vida, cuan-
do vuelven los pescadores y alrededor de cada barco se forma
el círculo ruidoso de los mirones, los pescaderos, las mujeres
contentas que vienen a buscar al hermano, al amante, al ma-
rido. Las faldas abigarradas, la pañoletas color pastel flotan
en la brisa. Se ofrece en subasta el pescado, las voces se alzan,
resuenan las interpelaciones. Dos marinos se agarran y hacen
ademán de pelear en medio de las súplicas y las risas, pero el
extraño no tiene tiempo de averiguar si se trata de un juego.
Michel Henry 175

Los niños le tiran del brazo, lo rodean, pretenden limpiarle los


zapatos, cepillarle el traje o venderle alguna moneda antigua, y
si él rehúsa, le exigen dinero sin contrapartida alguna. Al mez-
clarnos con esta agitación estridente, Denis y yo admirábamos
el que no perdiera, de un día para otro, nada de su frescura y
el que los mismos ritos se realizaran aquí con la misma inge-
nuidad y el mismo fervor. Porque aquí estaba, a nuestros ojos,
el signo de la vida: que se repita y renazca cada vez semejante
a sí misma, y que todo sea como la primera vez.
El mismo oleaje mecía suavemente el malecón de ama-
rre, un disco rojo se hundía tras la bruma de julio, difumi-
nada en el horizonte, los barcos se acercaban lentamente, en
las terrazas de las casas bajas las mujeres, ocupadas en doblar
la ropa blanca de sol, habían vuelto la cabeza; interrumpien-
do bruscamente la tarea, desaparecían en un abrir y cerrar de
ojos, las tabernas de las plazas próximas se vaciaban, por las
múltiples callejuelas que llevaban al puerto las gentes modes-
tas se apresuraban hacia el espectáculo inminente. Pero esta
tarde la fiesta no tuvo lugar. Aquellos que volvían del Tena-
bro, aquellos cuyas siluetas iban creciendo hasta el punto de
que ya se distinguían sus rasgos faciales, no parecían ver a la
muchedumbre que había acudido a su encuentro. Absortos en
la maniobra, que conocían de memoria, con la mirada baja y
un aire ausente, no respondían a las señales de sus parientes, a
las alegres llamadas que saludaban tradicionalmente el regreso
de los marineros. «¡No digáis más -les gritaban-, os habéis
tragado un mástil!» «¡Mirad a los pobrecillos, no han cogido ni
una sardina! Pero ¿qué habéis hecho todo el día?» «Yalo tengo
-se oyó una voz-, los hippies han instalado su campamento
en las dunas, y estos holgazanes en lugar de pescar han ido a
ver a las chicas». «¡Eh, Mario! ¿Qué va a decir tu mujer si le
pegas la gonorrea?»
Mario no dijo nada, sus compañeros tampoco. Las velas
fueron cargadas, las amarras fijadas con cuidado, los bicheros
176 Amor a ojos cerrados

colocados a lo largo de la barandilla, las redes enrolladas. Se


arrojó por la borda el hielo que quedaba en la bodega. Los blo-
ques blanquecinos golpearon el agua con un ruido seco, giran-
do sobre sí mismos, agitando un instante la pesada superficie
oscura, antes de irse lentamente a la deriva en compañía de
detritus de toda clase y desaparecer. Uno a uno, los hombres
dejaron las embarcaciones, abriéndose paso a través de las apre-
tadas filas de espectadores, sordos a las preguntas, apresurán-
dose hacia alguna tarea imaginaria. Cuando uno de ellos había
alcanzado el espacio libre, una mujer venía a su encuentro. Él
se inclinaba hacia ella hablándole al oído, y los dos, cogidos por
los hombros, se precipitaban en la callejuela más próxima, de-
jando atónitos a parientes y amigos. Las chanzas habían cesado
y un pesado silencio se abatía sobre la concurrencia petrificada.
Y cuando, con un gesto del dedo, los patrones de los pesque-
ros confirmaron a los dueños de los pequeños restaurantes del
puerto que por hoy, en efecto, no tenían nada que venderles,
todos recordaron que en Aliahova el placer era cosa del pa-
sado. La oscura angustia que habían tratado de olvidar entre
esta muchedumbre sencilla que seguía viviendo, se abría paso
lentamente en su corazón. Lo que había ocurrido era otro duro
golpe, una de esas historias terribles respecto a las cuales uno
tenía que limitarse, para terminar la velada, a enterarse de ellas.
Nosotros la escuchamos de la boca de Ossip, quien, a pe-
sar de que usábamos pelucas, regresaba del barbero. Un lige-
ro viento de poniente soplaba esa mañana, numerosas barcas
cruzaban el Tenabro, pero, sin que se pudiera saber por qué, el
pescado no mordía. A tal punto, que a mitad de la jornada, la
Anunciara había decidido probar suerte más cerca de la costa
y se detuvo aproximadamente enfrente de la Casa de Hércules.
Al oír a Ossip pronunciar estas palabras me sobresalté, temien-
do que el recuerdo que suscitaban en mí provocara el enfado
de Débora. Pero la joven seguía inmóvil, mientras que, ante
la sonrisa irónica de Nadezhda, Ossip precisaba que refería
Michel Henry 177

fielmente el relato que había escuchado en la peluquería y que


mencionaría, sin tomar partido, las distintas versiones que cir-
culaban sobre ciertos puntos controvertidos.
Eran como las dos de la tarde y, apenas comenzada la pes-
ca, la Anunciata creyó poder felicitarse del emplazamiento
elegido. La red que los hombres recogían con dificultad pa-
recía anormalmente cargada. Se contaba ya con una captura
excepcional, a menos que se tratara de algún tiburón perdido
o de un cachalote joven. Lo que surgió del agua, haciendo
brotar al contacto de la superficie una franja luminosa, fue
un par de botas cuyas puntas retorcidas se abrían como un
pico de pájaro. Hubo que disimular la decepción con una ri-
sotada. Pero lo que vino después no era para bromear. De las
botas, que al mismo tiempo que el borde de la red se eleva-
ban lentamente en el aire, salían dos piernas grises, el vientre
y el pecho boca abajo de un ahogado. El rostro descansaba
en el centro de la nasa, a ras del agua cuyo oleaje mecía sus
largos cabellos esparcidos. Estaba tan hinchado que tenía un
aspecto lunar. Los ojos fuera de sus órbitas, los labios viole-
ta daban a la carne muerta y flácida un último poder, el de
expresar lo indecible. El cuerpo empapado de agua estaba
cubierto de placas cianóticas, pero una de ellas, que tenía
una forma diferente y también distinto color, llamaba la
atención: era una mancha de sangre ennegrecida y mezclada
de pelos que se extendía entre la entrepierna y el ombligo. Y
es que el ahogado ya no tenía genitales, sino que su lugar lo
ocupaba una herida abierta, que su estancia prolongada en el
mar hacía más horrible.
Valera, el patrón, dio órden es de izar el cadáver sobre el
puente, lo que se hizo no sin esfuerzo. Carne blanda y res-
baladiza, el cuerpo desarticulado no ofrecía asidero a las ru-
das manos que trataban de asirlo. La tripulación hacía círculo
ahora en torno a esta pesca imprevista y nadie decía palabra.
¿Por qué -había dicho Mario a su mujer-, por qué dijo
178 Amor o ojos cerrados

Valera que lo pusiéramos de espaldas? Un ahogado se puede


encontrar, pero uno al que le faltan los genitales, es demasia-
do. Mario no sabía -prosiguió Ossip- que a un jefe siempre
se le ocurre una idea más que a sus subordinados.
-Es como en un matrimonio -dijo Nadezhda, que in-
tentaba, creo yo, distraernos.
-Pero ¿cómo sabe todos esos detalles? -preguntó Débo-
ra con impaciencia.
-Escuchad -dijo Ossip-, Mario es el hermano del bar-
bero.
En vez de reír, nos quedamos en silencio.
-¿ Y entonces?
-Entonces -prosiguió Ossip al cabo de un momento-
dieron la vuelta al fiambre; en la espalda tenía una cruz roja
que el agua del mar no había borrado.
Siempre a decir de Mario, Valera había consultado a sus
hombres, que comenzaban a comprender, como nosotros, de
qué se trataba. Todos estaban pálidos , incluido un tal Stavro
que se había hecho propagandista de las ideas revolucionarias
en los ambientes del puerto y a quien Valera todavía no había
osado echar. Ante el silencio general, Valera había propuesto
devolver el cadáver al agua y no decir palabra del asunto a
nadie, pero había pedido a cada uno su consentimiento y su
palabra, y todos se la habían dado, incluido Stavro, cuya voz
se había vuelto inexpresiva.
Fue entonces cuando él, Mario, mirando por encima del
hombro de sus compañeros ocupados en prestar juramento ,
creyó divisar una cosa alargada que flotaba y que él había ad-
vertido a causa del ligero cabrilleo que se formaba en ese lugar.
La Anunciata se dirigió hacia aquella masa oscura que ape-
nas emergía, pero que se distinguía ahora a través de las olas
que se deslizaban sobre ella y que la mecían suavemente. Era
otro cuerpo, así de simple. El barco había descrito un círculo,
y estaba vez se habían guardado mucho de subirlo a bordo,
Michel Henry 179

pero lo alcanzaron con los bicheros, lo giraron y lo mantuvie-


ron un instante fuera del agua. Parecía que le habían quitado,
también a él, los genitales; la cruz roja, en todo caso, estaba
trazada entre los omoplatos. Lo soltaron. Con un «ploc » desa-
gradable y siniestro, el cuerpo abotargado y grisáceo, jaspeado
de moratones violáceos, había vuelto a caer pesadamente, ha-
ciendo saltar nubes de gotitas blancas , quedándose un instante
en la superficie, girando sobre sí mismo, como si se negara a
hundirse. Y luego una ola lo había cubierto y, en un remolino
de espuma , había desaparecido entre dos aguas.
¿Fue al seguir su trayectoria supuesta o, por el contrario,
al apartar la mirada? El caso es que Stavro, a su vez, tendía un
brazo tembloroso hacia otra cosa distinta pero semejante: un
tercer ahogado se balanceaba en la cresta de una ola. Y vimos
otro más, y luego otro. El rostro de los muchachos, a bordo,
empezaba a parecerse a lo que contemplaban. Hay que decir
que Valera no ahorró esfuerzos. Como si considerara que era
su deber dar cuenta a la Comandancia del puerto no solo del
estado de la mar sino también de lo que esta arrastraba, dirigía
con precisión su barco hacia cada una de estas formas inmun-
das cuya presencia adivinábamos por el estremecimiento que
presentaban sus perfiles, antes aun de haber divisado alguna
extremidad que emergía un instante en medio del remolino o
una masa negruzca que se perfilaba bajo las aguas. Y en todos
los casos se discernía, a través de las aguas transparentes, de-
formado por el medio líquido y agitado por sus oscilaciones,
el mismo reflejo ensangrentado que corría sobre la sombra
muerta de las carnes descompuestas.
Zigzagueando de un ahogado a otro, la Anunciata se había
aproximado a la orilla y hacia allí miraban todos los ojos. Ya no
se podía contar todos aquellos cuerpos alineados en la playa,
uno al lado de otro, como para una ceremonia fúnebre gran-
diosa. Algunos, que acababan de encallar, todavía eran alzados
por la corriente que venía a morir a su lado. Otros flotaban a
180 Amor a ojos cerrados

algunos metros del arenal, se los veía girar al romper las olas y
a veces voltearse cuando una capa de espuma se precipitaba y,
chocando con el reflujo, los alcanzaba de través.
Valera, que se demoraba allí sin que se supiera por qué, ha-
bía terminado por advertir la desaprobación muda de la tripu-
lación. De golpe, puso rumbo a alta mar, en dirección a la flo-
tilla que regresaba. Había rumiado sus pensamientos durante
todo el trayecto y había tomado su decisión sin consultarnos.
Tan pronto como hubimos alcanzado a los otros, para nuestra
sorpresa, lo contó todo. Pero sus palabras no asombraron a
nadie. El San Quiriaco, que bogaba a nuestro lado, también
había pescado un muerto; otros habían descubierto varios. Por
una especie de temor supersticioso, el poco pescado capturado
aquel día había sido arrojado de nuevo al mar. A bordo todo
el mundo estaba silencioso. Y fue así como volvimos a puerto.
-Esto es -dijo Ossip- lo que Mario ha contado a su
hermano.
Y yo, por mi parte, no entendía por qué Ossip había con-
tado a su vez todo esto, es decir, por qué le había parecido
oportuno hacerlo en presencia de Nadezhda y Débora.

***

Por la mañana temprano, llamaron a mi puerta. Nadezhda


acababa de salir, las compras se hacían a horas cada vez más
inusuales, y Ossip me proponía que aprovecháramos para dar
una vuelta por la playa.
Por las callejas umbrías, llenas todavía del frescor de la no-
che, caminábamos casi felices, con paso resuelto. Había que
proceder con cautela, a causa del riesgo que comportaba esta
pequeña incursión en la zona del Tenabro. Pero la ironía de
ese día quiso que fuera precisamente en el momento en que,
habiendo decidido llegar directamente, a través las dunas, a la
playa donde estaban varados los cadáveres, en lugar de acercar-
Michel Henry 181

nos siguiendo la orilla, y estando deliberando sobre la mejor


manera de evitar el peligro, este nos salió al paso y nos cogió
de improviso.
Acabábamos de desembocar en una de esas calles modestas
que marcan la transición entre el barrio de los palacios y el del
puerto. Eché una mirada distraída a la fachada de una iglesia
reciente, de estilo barroco. Uno encuentra en Aliahova múlti-
ples casos de estos edificios que valen más por el encanto que
aportan a una plaza o a una perspectiva que por una verdadera
originalidad. Pese a que mi admiración por Gortyne persistía,
yo había cambiado de opinión en lo tocante a mi gusto inicial
por esta arquitectura demasiado explícita y repetitiva en su
aparente variedad, sobre todo después de haber contado, en
compañía de Denis, el número de basílicas más antiguas que
los promotores del estilo nuevo no habían tenido reparo en
desfigurar, recargándolas de estucos y de pinturas mediocres,
pretendiendo adecuarlas al gusto del día a base de imponerles
sus propias concepciones.
Es verdad que no era la primera vez que se procedía de un
modo tan desinhibido al tratar con el genio del pasado y sus
producciones. Estas iglesias romanas que tanto nos gustaban
estaban llenas de préstamos antiguos. ¡En cuántos templos se
habían desmontado las columnas para construir alguna nave
soberbia! Pero estos eran tiempos de cambio: cada construc-
ción se proponía entonces como el único medio y la condición
de la obra nueva. Por trágico que fuera, semejante historia se-
guía siendo la de una espiritualidad cuyas manifestaciones se
suceden sin pausa: en el desprecio o el olvido de lo antiguo,
surgía otra forma del arte o de la vida que dirigía hacia el fir-
mamento la exclamación de su fe. Mientras que hoy ...
Me volvía a Ossip para preguntarle su opinión sobre cues-
tiones que me preocupaban desde hacía mucho, cuando vi
una multitud al pie de la fachada que acababa de examinar.
Pensé que se trataba de fieles que acudían a misa y me alegré
182 Amor a ojos cerrados

al constatar que la actividad religiosa no estaba prohibida en


Aliahova. Pero unos gritos , verdaderos aullidos, no tardaron
en sacarnos de nuestro engaño. Saliendo por la gran puerta,
uno de cuyos batientes estaba abierto, escapando al parecer de
agresores invisibles, un pope irrumpió en la calle. Alzando los
brazos, poniendo al cielo por testigo, continuaba vociferando,
y le oímos maldecir a los saqueadores que se apoderaban del
tesoro de la iglesia, arramblando con los objetos de culto y
las reliquias sagradas. Creímos que había sorprendido a algún
ladrón en su sacristía y que pedía ayuda a los transeúntes y
vecinos. Pero los que estaban dispuestos en círculo en los es-
calones del atrio se precipitaron sobre él, intentando hacerle
callar y hacerle volver al interior del edificio. Vi a dos brutos
esforzándose por ponerle una mordaza, mientras otros, detrás
de él, le tiraban de los cabellos, que eran largos y abundan-
tes. La gran cruz que colgaba de una larga cadena de plata
que llevaba sobre el pecho , le fue arrancada, y oí, en medio
de las imprecacion es, el ruido metálico que hizo al contacto
con el suelo. En este momento salió de la iglesia otro grupo
cuyos miembros, en su mayoría muy jóvenes , se unieron a
los asaltantes del viejo sacerdote para intentar dominarlo. Se
produjo entonces un hecho extraordinario, a menos que haya
que atribuirlo a la torpeza o la falta de coordinación de los
jóvenes revolucionarios -yo acaba de reconocer, en medio de
la refriega, su brazalete-. El hombre, de estatura elevada y,
como he dicho, de cierta edad, giró sobre sí mismo y logró por
un instante escapar al control de los granujas que lo agarra-
ban, algunos de los cuales ya le estaban propinando golpes. Y
fue entonces cuando, atropellando las filas de los que estaban
en los escalones inferiores -uno de los cuales, bajo su peso,
cayó de bruces-, se escapó, atravesó en un instante el espacio
vacío de la calle, vino directo hacia nosotros y, arrojándose
a nuestras rodillas , agarrándonos las manos, nos suplicó que
impidiéramos el saqueo del santuario y su requisa.
Michel Henry 183

Pero ya el grupo de perseguidores se había vuelto a cerrar


sobre nosotros y éramos sus prisioneros. De nuevo el viejo
pope fue agarrado y, pese al obstáculo de nuestros cuerpos,
derribado hacia atrás e inmovilizado en el suelo. Su mano nu-
dosa, de venas pronunciadas y piel arrugada, soltó la mía. Du-
rante un instante, su pupila apasionada me miró fijamente. Y
luego se interpusieron brazos, piernas, espaldas. Se lo llevaron
como a un animal vencido, pero no sumiso. Ossip me apretó
con fuerza el codo y me obligó a reemprender nuestro camino.
-No hay nada que hacer -me susurró, pero ya nos cor-
taban el paso.
-¿Qué hacían con este hombre?
Había que fingir, y pusimos ojos como platos.
Pero la pregunta fue repetida en un tono amenazante por
un hombre de una treintena de años a quien la calvicie precoz,
el aire autoritario y la tez pálida daban aspecto de jefe político.
-Pasábamos por aquí-dijo Ossip-, cuando se precipi-
tó sobre nosotros.
-¿Frecuentan esta iglesia?
-Jamás hemos entrado, ni siquiera recuerdo haber estado
en esta calle -continuó Ossip, cuya calma me admiraba.
-Pero ¿conocen a este hombre?
Ossip lo negó. Los jóvenes guardias nos rodeaban, mo-
viendo la cabeza con aire de duda; algunos se burlaban, uno de
ellos sacó un cuchillo e hizo ademán de cortarnos la cabeza. La
mirada implacable del líder calvo no se apartaba de nosotros.
Nosotros nos enfadamos, afirmando por tres veces que no co-
nocíamos al sacerdote, y sólo entonces nos dejaron ir.
Ossip marchaba con un paso regular. Yo veía de costado
su expresión endurecida, sus labios apretados. En cuanto a mí,
una sensación curiosa y nueva llenaba mi espíritu: me parecía
sentir mi rostro por el interior y hacía funcionar sus diferen-
tes músculos, pensando que allí estaba lo que me quedaba de
libertad, en esa parte de mi cuerpo que escapaba a las mira-
184 Amor a ojos cerrados

das cuya amenaza seguía pesando sobre nuestras espaldas. Así


avanzamos sin apresurarnos, guardándonos de escabullirnos
por algún callejón lateral, siguiendo nuestro camino hasta una
pequeña plaza en la que terminaba la calle. Sólo entonces es-
tuvimos fuera de su vista.
¿Qué convenía hacer?
-¡V enga! -dijo bruscamente Ossip-, vamos a la playa.
Retomamos el camino en silencio. Yo me guardaba de per-
turbar la sombría medicación en la que mi compañero parecía
sumido, pero él se puso a hablar, como para sí mismo, y el
disgusto que le causaban sus pensamientos hacía difíciles sus
palabras.
-Todas las épocas -decía- han cometido grandes crí-
menes. Si uno se pusiera a recordar las abominaciones de las
que la humanidad se ha hecho culpable, caería en una pro-
funda depresión. Pero lo que hoy pasa, lo que distinguirá esta
época de todas las demás, es que se hace cometer todos estos
horrores a niños de quince años.
No es que no sean responsables de sus actos -continuó
Ossip al cabo de un momento-. Basta ver el temblor de sus
orificios nasales para comprender que, lejos de ser inocentes,
saben perfectamente lo que quieren. Tal es, por lo demás, la
esencia del mal: lo contrario de una ignorancia. No, lo es-
pantoso es la seguridad que dicta a estos pequeños imbéciles
sus acciones, esta ausencia monstruosa de duda que lleva a las
peores atrocidades y al asesinato sin la menor vacilación, sin el
menor remordimiento.
Ossip hizo una nueva pausa.
-Todo esto es, evidentemente, el resultado de un adoc-
trinamiento sin precedentes y, cualesquiera sean sus móviles o
sus propias ilusiones, quienes imponen esta ideología simplis-
ta a gentes incapaces de discutirla, para a continuación señalar
a los «malvados» a costa de los cuales podrán saciar sus peores
instintos, esos son los mayores criminales de todos.
Michel Henry 185

Habíamos franqueado las murallas de la ciudad, pero lo


que el paseante encuentra más allá del recinto antiguo no es
el campo. Multitud de jardincillos, flanqueado cada uno de
ellos de una construcción rudimentaria, forman hoy como un
barrio nuevo en el que se hacina una población numerosa. Lo
que antes servía de refugio a los animales, de cobertizo para
las herramientas, de gallinero, se ha convertido en un lugar
en que habitar. Casuchas más o menos arruinadas han sido
reparadas, los agujeros tapados, las techumbres afianzadas. Ra-
majes apilados, planchas de madera, trozos de trapo, por no
hablar de la ropa colgada, de los utensilios desparramados en
medio de los huertos , de los fuegos en los que se hace hervir
el agua para el té, o se asan las sardinas a mediodía, dan a este
conjunto heteróclito y mugriento un no sé qué de cálido y de
poético, y el color de la vida.
¿Quién vive en estas conejeras? No son tan solo, como se
podría creer, todos los que habían sido empujados hacia la ciu-
dad por el hastío de los campos, esas mareas de refugiados a la
busca de asilo y que han rebotado fuera de los muros de la ciu-
dad cuando esta se ha revelado incapaz de acogerlos. ¡También
los propietarios de estos jardines vienen a establecerse en ellos
a fin de que no se los quiten! Afirmando que no tienen otro
alojamiento, acampan en medio de calabazas y judías. Y es que
la defensa de la propiedad pasa hoy, en Aliahova, por la simu-
lación de la miseria. Se ha visto separarse a familias, la mujer
guardando la casita del Transvedro mientras el marido repara la
cabaña del extrarradio, y los niños yendo y viniendo para dar el
relevo. Y es que una parcela de tierra parece cada día más valiosa
cuando los almacenes sucumben a las requisas, cuando las tien-
das de comestibles cierran una tras otra y se instala la escasez en
la ciudad. Todos empiezan a comprender que, para sobrevivir,
tendrán que criar por sí mismos o cultivar lo que vayan a comer.
Al pasar aquella mañana entre aquellos jardines que habían
vuelto a cobrar vida, a lo largo de los setos recién recortados
186 Amor a ojos cerrados

o de vallas que parecían levantadas hacía poco, la transforma-


ción de todo aquel suburbio me chocaba tanto como la can-
tidad de sus habitantes, fueran recién llegados o propietarios
obligados a ocupar su propio terreno. Una humareda flotaba
sobre cada casucha. A pesar de la hora temprana, había gente
trajinando en todos los huertos, en todos los prados, escar-
bando en la tierra, regando, cuidando los árboles. Por todas
partes, y a pesar de la exigüidad de cada parcela, se veían asnos,
cabras, corderos, gansos, gallinas. Todo este pequeño mundo
se agitaba, resoplaba, bramaba, cacareaba, huía al acercarnos
nosotros. Recorríamos un sendero húmedo y estrecho entre
bosquecillos de espino y de cerezo silvestre, cuyas ramas nos
rozaban las mejillas, bañándolas de múltiples gotas de rocío,
vertiendo en nuestros corazones el bálsamo de su perfume de
miel, cuando, en medio de esta soledad remojada y feliz, oí-
mos repentinamente el canto del gallo. Bajé la cabeza y, de
nuevo, la amargura me invadió el alma .
Los jardines se acaban a la vez que el terreno arcilloso. Les
sucede una lengua arenosa , que se extiende hasta las dunas y
hasta el mar. Tras el abrigo del boscaje, había que marchar al
descubierto . No temíamos demasiado aquellas vastas exten-
siones áridas , pues el peligro se divisa en ellas desde lejos y
uno tiene tiempo de volverle la espalda . Además, estos lugares
están casi siempre desiertos. ¡Cuál no fue nuestra sorpresa al
divisar, semejantes a manchas sobre la inmensidad luminosa,
las múltiples siluetas que se esparcían entre la última línea de
árboles y el horizonte de arena! Ossip quedó inmóvil y, como
un animal de raza, levantó la cabeza: sus ojos se desplazaban
rápidamente y creí leer en su rostro el juego de sus deduccio-
nes, mientras él contemplaba con la frente arrugada a todos
aquellos paseantes insólitos, de los que algunos iban en peque-
ños grupos mientras que muchos otros estaban solos.
-Esa gente no tiene aspecto de pertenecer a ninguna orga-
nización. Así que no son asesinos en potencia -añadió riendo.
Michel Henry 187

Reemprendimos el camino.
El sol se elevaba en el cielo, envolviéndonos en su calor.
El suelo, cada vez menos firme, cedía bajo nuestros pasos. Se
levantaba una bruma blanca , anegando el paisaje, borrando al-
gunos puntos de referencia perdidos en este desierto de polvo,
disimulando a todos estos pequeños personajes que camina-
ban en la misma dirección. Nos encaminábamos hacia el dis-
co deslumbrante que se desplazaba lentamente sobre la línea
invisible del mar, señalándonos el objeto de nuestra angustia.
Se nos hizo más difícil avanzar. Habíamos entrado en la
zona de dunas y fuimos atravesándolas una tras otra, como
olas inmóviles y abrasadoras. Por fin ascendimos a una cresta
más elevada , que creí reconocer. El viento del mar nos azotó
la cara. Se levantaba de golpe, disipando la bruma polvorienta
que se nos pegaba a la piel. Jirones de algodón se alejaban
en todas direcciones: a través de las escotaduras cada vez más
numerosas se descubría la gran estela rubia de la playa, el mar
que se animaba y cobraba color. Por su superficie corrían rá-
fagas de viento; la orilla se puso a susurrar y, arrastrado por la
brisa, su murmullo llegó hasta nosotros . Las últimas hilachas
blanquecinas se dispersaron como bajo la varita de un mago,
el inmenso paisaje se nos presentó en su totalidad, y hubo que
rendirse a la evidencia: había gente por todas partes.
Muy cerca de nosotros, a nuestros pies, una familia subía
al alto en el que nos encontrábamos. Un hombre de mediana
edad, una dama corpulenta con un vestido de terciopelo que
hacía más insólita aún su presencia en medio de los carrizos,
dos niños altos, pálidos y tristes, se aproximaban a nosotros
sin vernos. Llegados a nuestra altura, se apartaron bruscamen-
te, volviendo la cabeza, apretando el paso. Me invadía una
sorda cólera contra esta ciudad cuyos habitantes ya no osaban
mirarse abiertamente . Pensé en la vieja guardia en la explana-
da del castillo y, por tercera vez aquel día, toda la miseria del
mundo se abatió sobre mí.
188 Amor a ojos cerrados

Me acordé de una anécdota tragicómica que me había


contado Débora. Ella había asistido, yendo a la universidad, al
encuentro involuntario de dos profesores a los que ya separaba
la discrepancia y el odio político de la ciudad. Uno de ellos,
al divisar de lejos a su colega que venía por la misma acera,
cruzó la calle para evitarlo. Pero el otro había hecho lo mismo
y, con la mirada baja, casi se chocaron, para después separarse
precipitadamente farfullando palabras confusas.
Era, a fin de cuentas, el mismo espectáculo que se desple-
gaba ante nuestros ojos. Uno tras otro, los pequefios grupos, o
bien los paseantes solitarios, dejaban la playa para volver len-
tamente a la ciudad. El aspecto vacilante, la expresión ausente,
decían a las claras a qué preocupación obedecía su caminara.
-Toda esta gente -dijo Ossip- hace lo mismo que no-
sotros. Sorprendidos al igual que nosotros de ver a tanta gente,
no parecen deseosos de encontrarse con nadie.
Mientras los primeros en llegar se alejaban, otros venían
sin cesar, ocupando su lugar en la playa y entregándose, con
aire indiferente, a la misma investigación. Algunos fingían
meterse en el agua para bafiarse, otros habían traído sedales
que arrojaban con una convicción muy artificiosa.
-Al parecer, ya no hay nada -dije.
-Vamos a cerciorarnos.
Recorrimos la orilla, no encontrando sino a los que busca-
ban como nosotros. En cierro momento, Ossip se metió en el
agua: había creído percibir una sombra bajo la corriente, pero
era un montón de algas. Cerca de allí, una mujer sumergía a
un bebé en medio de gritos, y un poco más allá un hombre
se zambulló varias veces. Íbamos a dar media vuelta cuando
vimos, a un centenar de metros, a varias personas inmóviles,
ocupadas, al parecer, en examinar el suelo. Al acercarnos, se
volvieron a poner en camino. Había profundas rodadas mar-
cadas en la arena en el aquel lugar. Describían un círculo y se
desdoblaban, como si una carreta hubiera llegado hasta aquí y
Michel Henry 189

luego hubiera dado media vuelta. Las huellas se alejaban hacia


el este. Las seguimos durante mucho tiempo. Numerosos gru-
pos nos precedían, mientras que otros volvían y se cruzaban
con nosotros sin decir palabra.
Llegamos por fin al lugar en el que todo el mundo se de-
tenía: dejando la orilla, las huellas trazaban un brusco recodo
para hundirse en la cierra. Se las podía seguir con la mirada.
Sin duda, no fuimos los únicos en advertir una última ano-
malía: en vez de rodear los montículos de arena y de perderse
tras ellos, las rodadas los escalaban en línea recta, como si
se hubiera querido hacerlas más manifiestas y visibles desde
lejos.
La gente observaba, se apartaba unos pasos, hablaba a me-
dia voz y daba media vuelta.
-O esto es una pista falsa -le dije a mi vez a Ossip-, o
es imposible seguirla, a menos que seamos muchos.
-Intuyo que se trata de una escenificación -me respon-
dió-. Lo que caracteriza a nuestra época es que los asesinos
ya no ocultan sus crímenes, sino que esperan de ellos un efecto
psicológico mucho más importante que su resultado material
inmediato.
-De codos modos, parece difícil que una carreta traslade
todos estos cadáveres. La corriente debe de haberlos llevado
mar adentro. Ellos se han limitado a devolver al agua a los que
habían quedado varados.
-El caso es que hay un punto en el que discrepan los re-
latos de los pescadores: según unos había «sólo» tres o cuatro
ahogados en la orilla, si es que se puede hablar así; según otros,
eran docenas.
-En codo caso -le dije a Ossip-, no somos nosotros los
que hemos inventado todos estos muertos.
Volvimos sobre nuestros pasos, atajando hacia la ciudad
en cuanto pudimos. El sol estaba en su cénic, la brisa aflojaba,
la marcha a través de las arenas se volvía agotadora. Entorné
190 Amor a ojos cerrados

los ojos para defenderme de aquella luz que parecía confun-


dirse con las dunas cegadoras. Era como si la sustancia de mi
ser se escurriera fuera de mí para fundirme en unidad con el
ardor de la tierra, con esta inmensidad de polvo sin límite y
sin forma. Caminaba en un sueño, tambaleándome a veces. El
asco y la tristeza de aquel día me llevaban al borde del desma-
yo. Por fin, la hilera de árboles apareció en el horizonte de la
cegadora planicie. Los grandes chopos, los sauces, los álamos,
los finos cipreses, los bosquecillos de avellanos nos ofrecían el
velo de su tono sombrío y el refugio de su frescor. Recobré la
conciencia de mí mismo y formulé en voz alta la pregunta que
me había obsesionado durante nuestro vagabundeo por ese
aire inflamado:
-¿No es posible reunir a todas esas buenas gentes? He
estado a punto -le confesé a Ossip- de ponerme a gritar en
la playa, de ir de grupo en grupo y decirles que no teníamos
derecho a seguir pasivos y que teníamos que organizarnos para
defendernos.
Ossip me puso la mano en el hombro.
-De todo eso volveremos a hablar pronto -me dijo sua-
vemente.

***
La fuerza de Ossip me admiró durante aquellos días, de-
masiado escasos, en que me fue dado vivir en la luz de su
amistad. Apenas habíamos vuelto a nuestro palacio desierto
cuando, a una señal de Nadezhda, yo me había dejado caer en
un diván, cerrando los ojos y dejando que el sudor me corriera
por las sienes; pero Ossip ya se iba de nuevo.
-Le reservamos una sorpresa agradable para esta noche
-dijo al dejarnos, y me hizo un gesto con la mano.
Rechacé la comida que me ofrecía Nadezhda. El frescor,
el silencio, la penumbra de la vasta casa, la dulce simpatía de
Nadezhda, percibida de nuevo; las siluetas de las estatuas, los
Michel Henry 191

personajes de los cuadros cumpliendo para siempre el acto que


les marcaba su destino, paralizados en el mismo gesto de amor
o de orgullo, vestidos con las mismas ropas de ricas telas; la
cálida tonalidad de las maderas, en las que, destilada por la
sabia alquimia de vidrios de tonos degradados, jugaba el mis-
mo reflejo dorado; todo cuanto aquí expresaba el resultado del
trabajo paciente de la sensibilidad, una intención del espíritu,
provocaba en mí el regreso de mi ser a mí mismo y, al igual que
el agua cuando la tierra, removida por un momento, vuelve a
posarse en el fondo, mi vida entregada a su transparencia ya
no fue más que el lento fluir de la hora y su murmullo ligero.
-¡Así que los cadáveres se han evaporado! -decía Na-
dezhda.
Vino a sentarse cerca de mí, y su presencia resultaba tan
benéfica, tan íntimamente asociada a la de la sombra, que no
la advertía por los ojos, que, fatigado como estaba, mantenía
cerrados casi todo el tiempo, sino por algún fluido semejante
al que emanaba del personaje sagrado que tronaba detrás de
mí en su cátedra de mármol, o del ángel que revelaba a las
mujeres la victoria de la vida.
-Yo creo -continuó Nadezhda- que entramos en un
periodo muy particular: será el del olvido. En una ciudad en la
que cada día se comete algún crimen, alguna acción ignomi-
niosa respecto de un inocente, en la que se procede, de manera
clandestina pero sistemática, al exterminio de las personas no
gratas, el recuerdo está muy mal visto. Quien haya sido testigo
de una de esas ejecuciones sumarias que tienen lugar preferen-
temente extramuros, a la caída de la noche, hará bien en no
ser visto mientras ve, oye o adivina lo que pasa. No tardaría
en compartir la misma fosa con los desdichados cuya matanza
ha cometido el error de presenciar. Y además, sea cual sea el
medio elegido, hacer desaparecer un cuerpo, incluso si tiene la
impertinencia de volver a salir a la superficie, es cosa fácil. Ya
ve, la playa está vacía. Nosotros hablamos de los ahogados del
192 Amor o ojos cerrados

Tenabro, pero ¿quién se preocupará de ellos dentro de un mes,


dentro de un año? ¿Quién les dedicará aunque sea un pensa-
miento? ¿Y cómo dedicárselo cuando ya nadie sepa, tal vez ni
siquiera sus verdugos, el nombre de esos que van a la deriva,
marcados por la señal de la infamia? Y si se encuentra en algún
lugar un catálogo de las víctimas, puede estar seguro de que se
producirá un incendio en el momento oportuno para reducir
a cenizas el último rastro de su existencia.
Ossip dice que una de las razones del horror que hoy se
siente por la religión es la solicitud que ella muestra hacia los
muertos. ¿No es mejor olvidarlos, cuando buena parte de ellos
han sido asesinados? E incluso los que han muerto de muerte
natural, ¿qué sentido tiene cargar al espíritu de su inútil re-
cuerdo? Ya no son más que una ilusión de nuestra conciencia.
¿Qué existe aparee de la luz de ese gran día y de codas las co-
sas positivas, bien visibles, que bastarán para emplear nuestras
energías si queremos perfeccionar su organización y entrar en
la vía del progreso? ¡Preocuparse de los muertos, rezar por ellos
como aún lo hacen algunas viejas beatas en las iglesias, entre
cirios consumidos, es ocuparse de la nada!
Además , estos muertos, hoy, no son simples muertos. Lo
que desaparece con ellos es lo que debe desaparecer, es todo
aquello en lo que han creído, lo que ha modelado el curso de
sus días, los valores que le dieron un sentido, por ejemplo esa
manera de detenerse en medio del trajín cotidiano, de hacer
silencio en el ruido del tiempo, de tomarse el trabajo de re-
flexionar. Para dejar hueco al futuro que se nos promete, hay
que eliminar todo eso, la medicación y su soledad , el anillo y
su fidelidad, los libros sagrados, todo lo que enseña al hombre
a respetarse a sí mismo y hace de él, a sus propios ojos, algo
infinito, el único objeto digno de su preocupación.
Ossip cree en la continuidad, piensa que una cadena inin-
terrumpida de seres, de instituciones , de obras, nos transmite
la verdad; que esta nació en cierto país, en cierto tiempo, que
Michel Henry 193

está ligada a ciertas tierras, que viene a nosotros por ciertos


caminos, en ciertas ciudades, que, elaborada en el curso de los
siglos, ella se nos propone hoy de manera que podamos com-
prenderla y vivir de ella, y que si esta cadena se rompe, si los
elementos que la forman son destruidos, ¡es la verdad misma
la que será dilapidada para siempre!
Nadezhda reía. Me incorporé en mi asiento. Por encima
de aquellos labios bien diseñados, los pómulos se animaban
dando al rostro que me miraba con los ojos bien abiertos la
frescura feliz y el encanto consumado de las mujeres maduras.
-Y he aquí -decía ella- cómo se explica nuestra gran
obsesión: ¡la memoria! ¿Sabe cuál es la principal ocupación de
Ossip desde hace unos meses? Recorre la ciudad; en cada ba-
rrio algún conocido le informa, le cuenta las últimas hazañas
de las bandas y de los guardias. Ossip anota en su cuaderno las
direcciones de los desaparecidos. Al volver, coteja las informa-
ciones que ha podido recabar y con todos esos recuerdos trata
de escribir un poema sobre el que ya no está. Aunque su rostro
no ofrezca ya más que una imagen incierta y oscura, los muer-
tos, dice Ossip, están más cerca de nosotros, su ser verdadero
se vuelve accesible, aunque solo sea porque nos interrogamos
sobre él y porque crece ante nosotros como una posibilidad
inmensa que nos sobrepasa con todas esas virtualidades, to-
dos esos deseos, todos esos pensamientos que ignoraremos por
siempre. Ossip escribe febrilmente algunas noches, y cuando
me despierto temprano por la mañana, él ya no está, se ha ido
a la búsqueda de uno de esos hermanos cuya huella, según
dice, podría borrarse si no llega a encontrarla a tiempo y a
inscribirla en su registro.
El rostro de Nadezhda se iluminó con un nueva sonrisa.
-Esta angustia-continuó- Ossip la proyecta ahora so-
bre sí mismo, quiero decir sobre los cuadernos en los que ha
consignado todo esto. Teme que sus poemas se pierdan y, con
ellos, los nombres de los muertos y lo que queda de ellos aquí
194 Amor a ojos cerrados

abajo. Por eso los copiamos a lo largo del día o de la noche,


en varios ejemplares, y los distribuimos entre amigos que a su
vez los vuelven a copiar y los pasan a otros clandestinamente.
Algunos se saben estos poemas de memoria y los enseñan a
sus hijos.
Sobre todo no vaya a creer que hay en esto vanidad algu-
na de autor. Las manos de Ossip tiemblan cuando traslada a
sus papeles las últimas informaciones espigadas en la ciudad.
El esfuerzo que hace para recoser estos retazos de existencia
dispersa lo agota, y se desespera cuando no puede lograr sus
propósitos.
Es como esto que ve usted aquí -y con un movimiento
de la cabeza Nadezhda señaló la habitación-. No somos
coleccionistas; ninguno de estos objetos nos pertenece. Es el
amigo de Ossip, el conservador, quien nos los ha confiado.
Él hace como nosotros, dispersa sus tesoros con la esperanza
de salvar algunos. Y es así como los hemos recibido, como un
depósito que está a nuestro cargo y que habrá que transmi-
tir a aquellos que puedan, a su vez, apreciar su sentido y su
belleza. Esta responsabilidad, por otra parte, parece abrumar
a Ossip, que ha cambiado mucho en los últimos tiempos.
Si en otra época se alegraba de la presencia de todas estas
obras, con las cuales él mantiene una relación casi sensual,
ahora le noto preocupado. Se imagina lo peor: la irrupción
de una banda de maleantes venidos para aniquilar todo lo
que tenemos.
Por eso -permítame que se lo diga, Sahli- me alegro de
su llegada. Vuelvo a encontrar al Ossip que siempre he cono-
cido; usted le ha devuelto el coraje.
El día declinaba. En la penumbra, el oro de las maderas,
de los grandes marcos finamente trabajados, de los nimbos
que aureolaban la frente de los personajes sagrados, vibraba
lentamente, encendiendo un último resplandor en la noche
que caía. Y entonces, al detenerse el tiempo, fue como si las
Michel Henry 195

cosas, los seres, los colores, reencontraran el camino que con-


duce hasta nosotros y, cediendo bajo el peso de su amor, nos
hicieran la señal de la infancia. Pero el mundo de los hombres,
cuando se pone furioso, no se deja olvidar tan fácilmente. Na-
dezhda continuó:
-No piense, Sahli, que nosotros somos completamente
iguales a aquellos a los que combatimos, partidarios del mis-
mo maniqueísmo sumario que divide el universo en buenos
y malos. De todo lo que hoy sucede debemos hacer, también
nosotros, nuestro mea culpa. En esta destrucción de valores
que termina con los fundamentos mismos de la civilización,
que suprime toda relación humana para sustituirla por la vio-
lencia y el desafío, que nos hace despreciar a todos los que no
piensan o no viven como nosotros, en todo esto hemos tenido
parte nosotros, Ossip y yo. Si, con nuestra generación, nos
hemos burlado de Dios, de la moral, del matrimonio, de todo
aquello en lo que creían nuestros padres, no era solo por asus-
tarlos. Hay en la juventud un sentimiento estimulante de su
propio poder, y, para poner a prueba su infinitud, pretendía-
mos rechazar todo lo que está acabado, congelado en su estado
actual, todo lo que nos parecía semejante a la muerte. No sa-
bíamos que por estos caminos ya recorridos por los hombres,
en estas instituciones en las que no veíamos más que prejuicios
sociales y tabúes, la vida había obedecido a prescripciones im-
periosas ocultas en lo más profundo de ella, a una voluntad
de moderación sin la cual ella no podría subsistir por mucho
tiempo. Fascinados por los abismos que nuestra libertad abría
ante nosotros, no pensábamos sino en gozar de ella plenamen-
te. ¿No era emocionante salir sin saber dónde estaría uno a la
noche, charlar hasta el alba con desconocidos que te abren el
fondo de su corazón y a los que no volverás a ver jamás, olvi-
dar por la mañana lo sucedido la víspera, recomenzar cada día
un nuevo día, agotar todas las posibilidades y dejarlas como
carcasas vacías en la trayectoria de un gran fuego purificador?
196 Amor a ojos cerrados

Sí, queríamos quemar todo y no ser más que la llama que se


alimenta de lo que devora.
Resulta que esta existencia apasionante me reservaba una
sorpresa. Voy a hacerle una confidencia, Sahli. Ossip, como no
podía ser de otro modo, conoció a otra mujer. Los hombres,
ya lo sabe, son tontos, basta un movimiento de cadera para
que deseen acostarse con nosotras. En lo que respecta a mi
dichosa rival, soy injusta, claro que sí. Era encantadora, de
buenas maneras, para colmo muy rica. Se presentaba cada vez
más a menudo, con la excusa de llevar a Ossip a una reunión
donde habría montones de gente a la que era muy útil cono-
cer, críticos literarios susceptibles de interesarse por su poesía
y de promoverlo. Y se iban ellos dos, dirigiéndome un breve
saludo, sin mayor pena. Ossip volvía a horas imposibles, has-
ta que finalmente ya no volvió. Pasaba deprisa y corriendo a
coger ropa, de la que yo, como una imbécil, seguía encargán-
dome. Lo que olvidan los partidarios de esa famosa libertad
sexual es que en general la reivindica uno de los miembros de
la pareja, mientras que el otro se hunde en un abismo.
Yo vivía aturdida, en un mundo oscuro. Una luz extraña,
la misma de día y de noche, arrojaba su brillo siniestro sobre
objetos carentes de sentido. El tiempo ya no se movía, una
sustancia sólida y pesada como el mar me separaba de un ho-
rizonte al que nunca me acercaba. ¿Qué podía hacer? ¿Correr
por la calle, ofrecerme a cualquiera? Hasta esto era imposible.
Basta con dejar a alguien para comprender que, igualmente,
los otros no son nada . Y sabía bien que al salir de cada habita-
ción no habría encontrado ante mí más que el mismo vacío.
Se ven muchas cosas en ciertos momentos, y yo veía todo esto,
yo veía la desesperanza y la degradación, la muerte y la locura.
Para al menos escapar a esto, me aferré durante días a eso que
se llama las tareas materiales. Me obligaba a preparar comidas,
masticaba lentamente el pan en la boca, me acordaba del con-
sejo de nuestro profesor de ciencias naturales: «¡Masticad bien,
Michel Henry 197

digeriréis mejor y tendréis claras las ideas!». ¡Porque esto es lo


que nos enseñaban!
Un día reuní todo el dinero de que disponía, hice el equi-
paje y me fui. Es extraño pensar que el destino depende a ve-
ces de unos segundos. Cuando abrí la puerta, Ossip estaba en
el descansillo. Le ahorro la escena que siguió. Yo quería irme
para siempre. Ossip ya no me interesaba, era un extraño, en
pie delante de mí. Pero era más fuerte que yo y me arrancó el
bolso de las manos. Pese a la cólera que sentía, me daba cuenta
del carácter ridículo de esta explicación en la escalera, y el mie-
do a los vecinos fue lo que me hizo entrar con Ossip en la casa.
En la confusión de las semanas que siguieron se puso de
manifiesto que Ossip había puesto término a su aventura, pero
fue la razón de esta ruptura la que hizo que me quedara y que,
de nuevo, todo fuera posible. Si Ossip había terminado por
dejar a su amiguita, pese a su belleza, sus relaciones, sus vesti-
dos, fue, creo yo, porque no había encontrado en ella ninguna
idea profundamente arraigada, una idea con la que su vida se
identificara y de donde se hubiera podido deducir la totali-
dad de sus sentimientos y de sus reacciones. Porque, a fin de
cuentas, eso es ser alguien: explicarse enteramente a partir de
un principio, de una determinada visión más amplia, de un
deseo al que se subordina todo lo demás; y esto es precisamen-
te lo que le faltaba a ella. Por el contrario, con la distancia de
la frialdad, al principio, y de un resentimiento que tardó en
pasar, me daba cuenta de que Ossip nunca había tenido otra
guía que esta especie de interés superior que él llamaba poesía
y que se confundía con el filo cada día más penetrante de una
mirada que quería adentrarse en el fondo de todas las cosas y
de sí mismo.
Tuve una nueva prueba de esto cuando, poco después de
esta aventura, tal vez conmocionado por ella y por mi falta de
empeño en consolarle, Ossip entró en una fase de duda, de esa
duda que es la más terrible para un escritor porque se refiere
198 Amor a ojos cerrados

a su propia obra. Tras el éxito alcanzado en otro tiempo por


sus primeros poemas, Ossip no podía por menos de advertir
el aislamiento cada vez mayor en que se hallaba. Ya nadie se
interesaba por lo que hacía, y lo que hacían los demás no le
interesaba a él. Hay que decir que en aquel momento una
literatura singular, tributaria de la actualidad política, del es-
cándalo y de las modas, hacía las delicias de un público que
sin duda intentaba, a través de estas distracciones más o menos
escabrosas, huir del vacío de su espíritu y de su corazón.
Fue entonces cuando Ossip llegó a ser él mismo. Él, el
solitario, el inadaptado, el que iba contra la corriente, aban-
donando los caminos por los que se dispersaba la multitud
ruidosa de los vendedores de felicidad, era quien tenía razón.
Y comprendió de golpe la necesidad ineluctable por la que las
cosas eran así, comprendió por qué tendría que aventurarse
solo, cada vez más alejado de la intelligentsia política que lo
juzgaba todo y que ahora pretendía dictar su modo de vida o
de muerte a los particulares, y por qué al mantenerse a distan-
cia se abría a lo que importa y nos funda. Porque fue precisa-
mente en el momento en que Ossip hacía su descubrimiento
del individuo y del conjunto de valores que no son más que
la formulación de su esencia intangible -eso que las religio-
nes llaman su eternidad-, cuando contempló nuestra época
a la luz trágica de su nulidad. Toda la inquietud que había
sentido a la vista de su aislamiento se convirtió en la fuerza
de una certeza inquebrantable, la certeza de su propia exis-
tencia. Aquel que extrae el saber de sí mismo, decía, sabe
lo que es siempre y, a la manera de las aves nocturnas, ve a
lo lejos. Yo creo -prosiguió Nadezhda- que fue la doble
prueba que por la que acababa de pasar, la ruptura con su siglo
y el riesgo de quiebra de nuestra relación, la que modeló su
idea de que el individuo constituye el suelo y el único origen
concebible de todos sus pensamientos y de todos sus actos.
Un individuo así, del que el poeta es para Ossip el símbolo, no
Michel Henry 199

puede ser más que un perturbador, ya que, en vez de aceptar


los lugares comunes que la sociedad trata de inculcarle, no sir-
ve más que a las ideas que provienen de él mismo y de lo que
siente. A Ossip no le gustan demasiado los niños que son una
réplica de lo que les rodea, y no considera como adulto, en
último término, más que al poeta. Así se explica, por ejemplo,
el método de lectura que él preconiza y que consiste, en pre-
sencia de una obra, en referir cada frase, cada enunciado, a la
experiencia personal y a lo que puede significar para esta. Esto
es lo que él llama rememoración, que no intenta recuperar un
pasado estéril y muerto , sino sumergirse en uno mismo para
actualizar las posibilidades más profundas de nuestro ser, las
cuales terminarán por dar un sentido a la palabra escuchada.
Consciente de esta verdad, Ossip se opone a su tiempo; dice
que es seguro que, si le llevamos la contraria a la retórica ac-
tual sobre cualquier cuestión, formularemos una proposición
inteligente. ¡El otro día se partía de risa leyendo un pasaje de
Duerf que explicaba el placer de la escritura por el hecho de
que la tinta que fluye de la pluma simboliza la eyaculación! ¡Si
ese cretino, decía , hubiera tenido la menor idea de lo que es el
acto de escribir, de ese puente tendido por la expresión comu-
nicable sobre el abismo de la desaparición sensible, no habría
confundido esta venida dolorosa de nuestra existencia a la cla-
ridad de lo inteligible con unas gotas que le cuelgan del pito!
Nade zhda se levantó :
-Discúlpeme -dijo-, tengo cosas que hacer. Y para
que no se sorprenda demasiado, sepa que esta tarde celebra-
mos, con Débora y con usted, el aniversario de nuestra boda.
Porque , finalmente, Ossip y yo nos casamos, poco después de
su conversión.
Me acordaré durante mucho tiempo de mi conversación
con Nadezhda. Había en esta mujer una capacidad para llegar
a lo esencial y, cuando hablaba de lo que rara vez se confiesa
a alguien, una sencillez cal, una naturalidad tan grande, que
200 Amor a ojos cerrados

quedé profundamente turbado. ¿De dónde viene esa natura-


lidad?, me preguntaba. La encontraba en todo lo que ella ha-
cía, en la levedad irreal con la que caminaba, en la increíble
rapidez con la que ponía la mesa y nos traía el plato que nos
acababa de ofrecer, en la luz de aquella mirada gris en la que
yo habría querido leer el reflejo del mundo. No es casualidad
que las personas se encuentren. No es el trayecto que siguen
en el espacio lo que hace que se junten, sino lo que han reali-
zado en sí mismos, y por eso su encuentro puede tener lugar
en un lugar distinto de la tierra, en el fondo del espíritu que
conoce. El parecido con Denis fue lo que me hizo dar a Ossip,
desde el primer momento en que lo vi, mi amistad incondi-
cional. Y no era un parecido físico, ya que la gran estatura de
Ossip, a quien, no sé por qué, me representaba siempre de
frente -quizá porque en las pinturas de Piero la frontalidad
es signo de poder-, no podía confundirla con la frágil figura
de Denis, cuya sonrisa ligera y cuyo rostro dulcemente irónico
se me presentaban de perfil. Había en uno y otro una misma
manera de acercarse al mundo sin dejar de ser ellos mismos, de
percibir las cosas con una claridad que irradiaba de la propia
mirada, y, curiosamente, la imagen que me traía el recuerdo
de Denis me vino a la mente desde mi primer encuentro con
Ossip: era la de la proa de un alto navío cortando las olas, des-
haciendo la pesada masa oscura en un polvo luminoso de sal y
espuma en el que yo veía un arcoíris.
Y creía comprender lo que Nadezhda me había tratado
de explicar al poner su historia en relación con la de nuestro
tiempo. Porque en el fondo, pensaba yo, estas dos historias
se funden en una, y la desolación de una época es idéntica a
la devastación de los corazones. Cuando reconocieron en el
fondo de sí mismos la misma fuerza sin límite que nos da el
ser, Ossip y Nadezhda no pudieron por menos de regresar el
uno al otro, apartándose de una sociedad a la deriva, o de una
mujer que no era sino el producto de esa sociedad.
Michel Henry 201

Han pasado muchos años, y la furia asesina de la ciudad


ha separado a los que se amaban. Pero sigo viendo, animán-
dose en la sombra al resplandor de la linterna, a aquel teog-
nosta que, por una broma de Ossip, para mí quedó ligado
para siempre a la imagen del poeta. Y entonces la tibieza
amarga de las lágrimas llena mis ojos, mi corazón se oprime,
y experimento en mí la certeza de su presencia. Sí, se puede
estar muy lejos de todo lo que le rodea a uno, muy cerca
de lo que ya no existe, ¡tal es el extraño espacio del mundo
espiritual! Sí, uno puede hacerse contemporáneo de los que
nos han dejado hace mucho. ¡Ossip, hermano mío a quien
ya no volveré a ver, te quiero más allá del tiempo y más allá
de la muerte!

***

Entró Ossip con los brazos cargados de paquetes. Las ex-


clamaciones de las mujeres le acompañaron y me di cuenta de
que Débora estaba allí. Pero ella se escabullía detrás de Na-
dezhda, la cual me rogó que les prestara mi habitación por
un instante. Ossip se deshizo de la carga y, al contemplar las
provisiones desplegadas sobre la mesa, vi que no había olvida-
do el vino.
-Es el de su proveedor -me dijo-. Creo que va a ser la
última vez que bebamos vino de lava en Aliahova.
De una caja de cartón salieron velas de una cera amarilla
que olía a miel, y ayudé a Ossip a fijarlas en un candelabro de
siete brazos que colocó sobre la mesa.
-¿Hágase la luz! -dijo Ossip, que quería iluminar toda
la sala.
La fuimos recorriendo, colocando las velas sobre la marcha
en dos candelabros circulares de admirable fervor lírico, un
tedero de bronce clavado a la pared y varias palmatorias desti-
nadas a indicarnos, cuando ya hubiéramos bebido demasiado,
202 Amor a ojos cerrados

la ubicación de los ceniceros. ¡Pues Ossip había traído tam-


bién cigarros «que olían tan bien como los cirios», y cigarrillos
orientales para las mujeres!
Luego, como cada tarde, pero con infinitas precauciones,
colgamos de las ventanas los cuadrados de tela negra que Na-
dezhda había cortado a la medida para ocultar al exterior el
resplandor de nuestra vida nocturna.
Entonces Ossip encendió las antorchas, múltiples llamas
brillaron, la habitación vaciló a su luz, ofreciéndonos de nuevo
la ofrenda de sus tesoros.
Nadezhda y Débora entraron de la mano. Llevaban largos
vestidos de brocado y collares que resplandecían en sus cue-
llos. Sus sienes maquilladas, sus ojos inmensos de párpados
azulados, sus bocas escarlatas, las piedras que brillaban en los
blancos dedos, las sandalias doradas que hacían palidecer en la
pared la vivacidad de los colores góticos.
Las condujimos a sus sitios. Vi a mi lado, sobre una mesa
baja, la minuta de la comida . Entre granadas y limones, en
medio de la suavidad de los tonos crema, un pescado de carnes
rosadas componía en la sombra un bodegón silencioso.
Ossip partió el pan y nos lo dio. Sirvió en nuestras copas
el vino negro. Ya adelantábamos las manos para brindar por
la felicidad de la vida, por el amor que no se acaba. Ya se en-
treabrían los labios en los rostros resplandecientes de nuestras
compañeras.
El reflejo de la claridad en la pared de roble que estaba
frente a mí cambió progresivamente. Busqué en la sala qué
fuente de luz era la que se desplazaba. Pero los candelabros
estaban en su lugar; lo único que temblaba, encima de ellos,
eran las llamas de las velas.
Volví a clavar la mirada en el tabique. Lenta, inexorable-
mente, se abrieron los dos batientes de una puerta practicada
en la carpintería y que yo creía condenada. Contemplé con
estupefacción la brecha cada vez mayor. Mis compañeros que-
Michel Henry 203

ciaron en silencio. Ahora su mirada seguía la mía. En el vano


de la puerta se apiñaba un grupo de hombres y mujeres, y ha-
bía también algunos niños con ellos. Nos miraron en silencio,
con el mismo asombro, al parecer, con que nosotros los mi-
rábamos a ellos. La mayoría de estos espectadores inesperados
se mantenían fuera de la claridad de la pieza, y yo solo veía en
la sombra la perspectiva de sus frentes y de sus cabelleras, que
se ocultaban unas a otras. En primer plano, con la tez pálida
cubierta por una pelambrera roja, un hombre de fuerte cor-
pulencia para su corta estatura caminaba balanceándose, agi-
tando sus manos gordezuelas, frunciendo sus ojillos crueles.
Evidentemente, era el único que sabía qué iba a pasar, así que
concentré mi atención en él, recordando bruscamente que mi
puñal estaba en mi habitación.
Apartándose de la masa oscura que le escoltaba, el hombre
saltó hacia nosotros y, girando sobre sí mismo como si ejecu-
tara un paso de baile, levantando los brazos, vino a plantarse
al extremo de nuestra mesa.
-¡Caramba, menudo banquete!
Doblándose por la mitad, adelantó la nariz en dirección a
los platos.
-¡Pero si aquí hay para dar de comer a un escuadrón de
revolucionarios! ¡Yaveo que no tienen intención de morir de
hambre!
Oí la voz de Ossip.
-Estamos celebrando un aniversario.
El hombre retrocedió un paso, hizo una nueva pirueta,
cerró los ojos un momento y los volvió a abrir.
-¿Celebrando un aniversario? ¡Eso está muy bien, muy
bien! ¡Nosotros estamos a favor de los aniversarios, a favor de
las fiestas, a favor de la felicidad ... de todos! De todos, cama-
radas.
Unas risas ahogadas, burlonas y tímidas, nos recordaron
la presencia del grupito que no había cruzado el umbral. Me
204 Amor a ojos cerrados

pareció, al ver sus vestidos tristes y aseados, que se trataba de


personas de una extracción muy modesta. Lo que impresionaba
era sobre todo su falta de seguridad, su mirada huidiza. Sobre
sus facciones indecisas, las sonrisas ya se habían petrificado, de-
jando paso a la vergüenza. Los últimos cuchicheos ya se habían
apagado cuando se elevó la voz de Ossip, siempre tranquila.
-Es el aniversario de mi boda.
-¡Está muy bien todo eso, está muy bien! También no-
sotros estamos a favor del matrimonio. ¡Mire -y se volvió
con un gesto amplio hacia quienes se mantenían en segundo
plano-, también ellos están casados! Igual que usted, igual
que yo. Pero con una diferencia: ellos no tienen alojamiento.
Hubo un largo silencio. El chisporroteo de las velas se hizo
audible, y seguí con los ojos el resplandor engañoso de su luz
en el rostro impasible de las mujeres.
Luego el hombrecillo se volvió a poner en movimiento,
midió la pieza con largos pasos, inclinado hacia delante, con
las manos en los bolsillos, la frente arrugada y el aspecto preo-
cupado. Finalmente volvió hacia nosotros sin apresurarse. Sus
brazos, con los que jugaba con un placer evidente, esbozaron
un signo de impotencia, y se dirigió a Ossip en el tono neutro
de un hombre de negocios:
-No veo más que una solución -dijo lentamente-, y es
que compartan su palacio con estas buenas gentes.
Y al no obtener respuesta:
-¿ Tiene alguna otra idea?
-Este apartamento -replicó Ossip-, y con mayor ra-
zón este palacio, no nos pertenecen. Hemos llegado a él por
azar. El propietario de nuestro alojamiento anterior lo ha re-
clamado para meter allí a su hijo, cosa a la que, según parece,
tenía derecho en ese momento. Al no encontrar otra cosa, fi-
nalmente nos hemos instalado aquí, reconozco que sin pre-
guntar nada a nadie.
-¡Han hecho ustedes bien! ¡Han hecho muy bien!
Michel Henry 205

Ossip pareció reconfortado por la aprobación de este per-


sonaje, al que yo trataba de situar en la jerarquía de los nuevos
amos de la ciudad.
-Pero entonces ---continuó este-, ustedes que han estado
en la calle, por no decir en la miseria, querrán, como yo, que se
saque a estas buenas gentes del aprieto en que se encuentran.
-Desde luego -dijo Ossip.
-¡Bravo! -dijo el hombre-, usted entiende rápido. Veo
que es inteligente.
De nuevo se escucharon risas en la antesala, pero, ignoran-
do su éxito, el animador del espectáculo prosiguió:
-¡Perfecto! Todo está arreglado . ¡Y ahora no perdamos
tiempo! ¡Eh, vosotros! ¿Por qué os quedáis ahí fuera como
mendigos? ¡Entrad! ¡Estáis en vuestra casa, diantre!
Con una leve vacilación, uno a uno, echando alrededor
miradas asombradas, los futuros ocupantes de aquellos luga-
res, primero los hombres y luego las mujeres, empujando ante
ellas a sus niños estupefactos, penetraron en la vasta sala en la
que resplandecían las luces.
Ossip se levantó y el lento cortejo que avanzaba se detu-
vo de golpe. El hombre dio media vuelta y, con la máscara
de comediante repentinamente inmóvil, vino a plantarse ante
Ossip.
-Estoy completamente de acuerdo -decía Ossip- en
que todo el mundo tiene derecho a un techo . Esta vivienda
es grande, pero, ya ve, aparte de una habitación ocupada por
mi amigo, se compone de una sola pieza. En estas condicio-
nes, me temo que al vivir juntos varios matrimonios ... en la
misma habitación a fin de cuentas, se nos plantee un proble-
ma de ... decoro, de dignidad a cada uno de nosotros. Han de
disculparnos -Ossip seguía marcando su discurso con pausas
calculadas-, evidentemente pertenecemos a una generación
que ya no es muy joven, tenemos ... costumbres, prejuicios tal
vez ...
206 Amor a ojos cerrados

-¡Nada de eso! ¡Nada de eso! ¡Tiene usted toda la razón!


También nosotros estamos a favor del decoro, de la dignidad.
Va usted a verlo, ¡hemos pensado en todo! ¡Eh, vosotros! -y
señaló con el dedo a dos mocetones en los que ya me había
fijado, pues eran los primeros y a menudo los únicos en aplau-
dir los visajes de su jefe-, ¿es que os creéis que se hace la re-
volución mano sobre mano, viendo perorar a la gente? ¡Venga,
abajo! Traed las cuerdas, los clavos, las telas y todo lo que hace
falta para instalarse aquí. ¡Y rápido!. .. ¡No, usted no! -retuvo
por el brazo a una mujer que se disponía a seguir a su marido.
En unos segundos, todos los hombres estuvieron abajo,
mientras que nosotros nos quedamos allí, silenciosos, alelados.
Las recién llegadas miraban de reojo a Nadezhda y a a Débora,
o a sus vestidos, amenazando con gestos a sus retoños para que
se mantuvieran tranquilos.
Aproximándose a nuestro histrión en jefe, que se había
sumido en una meditación solitaria, Ossip hizo una última
tentativa:
-¿Me permite, caballero, que haga una sugerencia? Este
palacio es inmenso, cuenta con numerosas salas que podrían
bastarnos a todos.
-¡Oh, sí! ¡Sí, señor! Le entiendo , le sigo. Usted querría
conservar esta comodidad. ¡Y también yo querría que eso fue-
ra posible! ¿Las otras piezas de este palacio? ¡Puede suponer
que ya he pensado en ello! Las conozco, las he contado, las
he medido, he venido a ellas a menudo. Concédame esto al
menos: no creo haberles molestado mucho, procuré ser silen-
cioso ...
El hombre, que caminaba de un lado a otro, se detuvo y
guardó silencio. Volvió hacia nosotros un rostro vacío de ex-
presión en el que había todo el júbilo del mundo.
-¡Hay muchas habitaciones en este palacio, sí! Pero hay
mucha gente en la ciudad . ¡Habrá que apretarse! ¡Todo esto, ya
ve usted, no puede decidirse al azar, ni resolverse con acuerdos
Michel Henry 207

personales, con artimañas! Hemos echado nuestras cuentas,


hemos calculado el lugar que corresponde a cada uno. Con-
sidérense afortunados si se les deja su parte, por el momento.
Nos volvió a mirar, y un resplandor brilló en sus ojos.
Pero ya regresaba el grupito. Los oímos subir penosamente
los escalones de lo que me imaginé que era la gran escalera
de piedra del palacio. Nadie hablaba, pero los golpes sordos,
los choques, los ruidos de todas clases, de papel o de cajas de
cartón arrastradas y abolladas, indicaban el traslado y la apro-
ximación de un cargamento complejo. Aparecieron los hom-
bres, unos llevando vigas y trípodes, otros grandes rollos de tela
oscura, así como pequeños baúles reforzados con hierro, que
resultaron ser cajas de herramientas. Quienes iban a ejecutar el
trabajo debían de estar familiarizados con él, pues su jefe, con
los pies separados y los brazos en jarra, se contentaba con ver-
los hacer. Se montaban caballetes, se desenrollaban cuerdas,
se desplegaban telas que, por su textura y color, me parecían
velas de barco. Pero el hombrecillo no podía estarse quieto
mucho tiempo. De nuevo medía la pieza, esta vez contando
cuidadosamente sus pasos. Aproximadamente cada cuatro pa-
sos, chasqueaba los dedos y uno de los ayudantes, que ahora le
seguía, trazaba una raya de tiza en el parqué de roble, mientras
los caballetes eran fijados contra las paredes a la altura de esas
marcas. Algunos hombres se subieron a los andamios, y vi con
horror cómo empezaban a clavar, en plenos recubrimientos de
madera y en frente de ellos, en el ligero enlucido que coronaba
los vanos de las ventanas, clavos de metal y ganchos.
Así es como iban a dividir esta vasta nave de silencio y
de luz en tantas parcelas como fueran necesarias para alojar
a los recién llegados, cuyos hijos comenzaban a agitarse. Pero
resultó que una de las divisiones previstas caía justo en medio
del cuadro que tanto me gustaba. Ya uno de aquello carpin-
teros improvisados levantaba el martillo para hundir un clavo
gigantesco en el lugar que acababa de marcar con una cruz
208 Amor a ojos cerrados

blanca, en la frente del ceognosta. Ossip y yo gritamos al mis-


mo tiempo, precipitándonos para impedir el acto criminal.
El hombre quedó con la mano derecha en alto, sujetando el
martillo, cuya cabeza oscilaba peligrosamente.
-Entonces, ¿qué? -dijo el hombre, con un gesto interro-
gativo dirigido a su jefe, que ya se acercaba.
Explicado el motivo de disputa, este levantó la mirada para
formarse una opinión.
-¿Qué representa?
-Eso da igual -dijimos-, es una obra magnífica. Ade-
más -añadió Ossip-, clavado al cuadro, el enganche no
tendrá ninguna resistencia; la tabla no es lo suficientemente
espesa, se desprenderá de la pared bajo la presión de la cuerda.
-¡De acuerdo! Pero el gancho hay que colocarlo en este
lugar. Así que retiren eso ustedes mismos -dijo volviéndose
a nosotros-. Y luego lo colocarán allí -indicaba la primera
subdivisión, aún imaginaria, de la sala-, en su habitación
-dijo dirigiéndose a Ossip-, ya que le gustan tanto las obras
de arte. Nos dimos prisa en obedecer, cortando con grandes
tenazas que nos facilitaron los hilos de hierro trenzados que
fijaban a la pared la gruesa tabla, cuyo peso nos sorprendió.
Con una emoción indecible, sujeté la madera dorada, cuya
rugosidad me rozaba en las palmas de las manos como si fuera
una caricia. Me acordé de pronto de las doctrinas más anti-
guas, de las que me había reído hasta entonces, las que afirma-
ban que las representaciones sacras lo son en sí mismas, en su
materialidad, que la sustancia de la que están hechas participa
de la naturaleza divina de lo que está pintado en ellas. Inte-
rrumpiendo su trabajo, los otros formaron un círculo en torno
a nosotros. Anees sus miradas burlonas, bajamos con precau-
ción el marco macizo, y fuimos a colocarlo contra el tabique,
en el lugar indicado.
Me aparcaba con la intención de reunirme con Débora,
quien, junto a Nadezhda, se había quedado sentada a la mesa
Michel Henry 209

dispuesta para el banquete del amor, cuando alguien me tocó


en el hombro.
-Puesto que tiene aspecto de saber hacer algo -me decía
el hombrecillo- vaya a ayudar a esta gente a subir sus cosas.
Ante el palacio, a lo largo de las aceras, se había detenido
una fila de coches. Las bestias, que habían quedado en los
varales, se mantenían inmóviles. Sin prestar atención al es-
plendor de la noche, parecían confundirse con el tiempo que
fluía. Denis decía que los animales son neurasténicos, que se
aburren a más no poder, y que si aceptan los sinsabores que el
hombre les hace padecer, es porque su presencia les ahorra al
menos un hastío insoportable. Cuando pasaba al lado de los
tiros y rozaba acaso con el codo la grupa de un mulo o de un
asno silencioso, veía sus ojos, apenas más expresivos que los
de un pez. ¿Cómo puede llegar a ver quien siente semejante
indiferencia hacia lo visto? ¿Cómo soportar la existencia sin el
espíritu? Y pensaba que nos encaminábamos a una época en
la que la mirada de los hombres se tornaría semejante a la que
me consideraba vagamente a través de la sombra.
Toda la noche estuvimos subiendo bultos, cajas, paquetes
de todas las formas. Yo daba muestras de buena voluntad, pero
tenía buen cuidado de disimular mi fuerza. Había de todo,
mobiliario y utensilios de cocina, mantas, botas e incluso zue-
cos, vestidos y múltiples provisiones. Había enormes fardos
redondos llenos de heno, pues algunos de estos emigrantes de
nueva laya contaban con conservar sus animales. Las anillas
fijadas a la fachada del palacio, que se usaban en otro tiempo
para los caballos de los viajeros y el séquito de los príncipes,
iban a encontrar un nuevo empleo.
Bajaba por trigésima vez los peldaños de la escalinata
cuando, con una dulzura infinita, una mano se puso en la
mía. Débora se presentó a mi lado y, aprovechando un ins-
tante en el que estábamos solos, me susurró al oído una cita
para el día siguiente. Rocé con mis labios su hombro y, al
210 Amor a ojos cerrados

acercarse una nueva cuadrilla de transportistas, desapareció


sin ruido.
En cierto momento hizo falta subir un viejo baúl maci-
zo. Dándome un nuevo empujón en la espalda, aquel a quien
todo el mundo llamaba «Comisario » -y de quien supe más
adelante que era, en efecto, el nuevo comisario político del ba-
rrio- me designó para hacerlo. El otro porteador era de corta
estatura; una sonrisa perpetua erraba en su rostro malicioso y
obtuso. Habíamos llegado con gran esfuerzo al primer piso y,
tras una pausa, en el curso de la cual examinó con cuidado el
camino que quedaba por recorrer, el hombre, que avanzaba
de espaldas , chocó con una estatua que fingió no haber visto.
Era la extremidad de un brazo que una virgen avanzaba hacia
un espectador imaginario con un gesto de solicitud y de ben-
dición. Volviéndose con un juramento, el muy bestia le dio
a la madera un empellón can violento, que la estatua estuvo
a punto de quebrarse, mientras el brazo caía al suelo con un
ruido sordo.
Di un salto, pero el comisario, que indudablemente estaba
en todas partes, se interpuso.
-Basta ya de tonterías -me dijo, y propinó una patada
al miembro dislocado , que vino a estrellarse contra la pared.
Los dos hombres estallaron en una gran carcajada que resonó
en la pieza como una provocación.
Poco después de este incidente, el comisario reunió a todo
el mundo alrededor de él. Sin elevar la voz, a la manera de
quienes son conscientes de ejercer un poder discrecional, fue
dando instrucciones. A cada familia se le asignó lo que él lla-
maba una pieza, es decir, una porción de espacio delimitado a
media altura por una cuerda tendida entre las dos paredes, de
la cual no quedaba más que colgar una cela a guisa de mam-
para. La cocina, que servía también para las abluciones, sería
utilizada por turno , por lo que se nos comunicó las horas de
ocupación.
Michel Henry 21 l

Contemplé por última vez la amplia estancia en la que,


en tan poco tiempo, había conocido alegrías tan grandes . Un
espacio arrasado se extendía allí donde, unas horas antes, rei-
naba el orden, la disposición armoniosa, la elegancia y, aho-
ra lo comprobaba, la profunda felicidad que infaliblemente
otorga la belleza. Los paneles de madera habían reventado al
clavar en ellos aquellos enganches groseros; por todas partes,
las magníficas planchas de roble estaban rajadas. En la pared
opuesta, el luminoso enlucido que hacía juego con el marco
sombrío de las ventanas góticas no había recibido mejor trato.
Debido a la violencia de los golpes, se habían abierto brechas
en la mampostería, atravesada de múltiples grietas, a tal punto
que era dudoso que los ganchos fijados a ellas pudieran aguan-
tar cuando las cuerdas se tensaran bajo el peso de las cortinas.
Al nivel del suelo el espectáculo era más desalentador aún,
con el entarimado cubierto de escombros, de trozos de ma-
dera, de cartones, de trapos, por no hablar de las cajas, los
fardos y el mobiliario siniestro que ocupaba casi toda la su-
perficie de la sala. En este desorden hacía falta un momento
para descubrir lo más horrible: casi todas las obras de arte que
el conservador había confiado a Ossip estaban destruidas. Un
magnífico san Sebastián barroco de nogal oscuro, de tamaño
natural, cuyos brazos en alto, que se apoyaban en un torso
desgarrado, dibujaban en el aire algo así como las ramas de un
árbol desvencijado y cuyo fino rostro expresaba con indecible
emoción esa mezcla misteriosa de sufrimiento y gozo que con-
fiere el martirio, ofreciendo su cuerpo mudo al impacto de las
flechas, este San Sebastián estaba literalmente hecho pedazos.
Sus fragmentos, mezclados con los de la estatua de la Virgen,
rota asimismo, no se distinguían más que por su tono más os-
curo. Todo esto, tirado en un rincón, formaba un montón que
había que conservar con cuidado porque, según había dicho
el comisario, haría mucha falta para calentar la casa cuando
llegara el invierno.
212 Amor a ojos cerrados

Con el corazón en un puño, me colé a escondidas en mi


habitación, esperando al menos encontrar en el sueño el alivio
del olvido. Pero también había sido dividida en dos. Colgado
de un cordel, el cobertor de Nadezhda establecía una separa-
ción teórica y, bien lo entendí, intencionadamente ilusoria. La
tela blanca no llegaba al suelo, de suerte que, acostado, uno
veía inevitablemente la otra mitad de la pieza. Dos hombres
estaban tendidos ya cerca de la puerta, en la cama de la que
se habían adueñado. Mis cosas habían sido colocadas en el
rincón opuesto y, con corazón palpitante, haciendo pantalla
con mi cuerpo, palpé en mi saco el sólido estuche de mi puñal.
Mis compañeros, si es que puedo llamarlos así, eran -me di
cuenta al día siguiente- los ayudantes del comisario. No po-
día entrar ni salir, ni ocuparme de cosa alguna, sin que misan-
danzas fueran conocidas y, no me cabía duda, inmediatamente
referidas. La promiscuidad -con su corolario infinitamente
precioso, la vigilancia de todos por todos- se había conver-
tido en un sistema y en el principio de la nueva organización
social de Aliahova.

***

De las semanas siguientes no guardo más que un recuer-


do confuso. ¿Cómo podría ser de otro modo, cómo poner
orden en las ideas cuando la existencia de cada día ya no
estaba iluminada por una necesidad y, no obedeciendo más
que a preocupaciones materiales inmediatas, se desplegaba
literalmente a ras de suelo? En la hermosa vivienda entregada
a todos estos cuerpos, transformada en dormitorio colectivo,
convertida en receptáculo de olores de cocina, de sudor y de
axilas mal lavadas; en la atmósfera llena de humo en la que
apenas se distinguía, tendidas directamente en el suelo o en
jergones informes, las siluetas de los recién llegados, hombres
y mujeres casi siempre desocupados, cuyo único elemento
Michel Henry 213

vivo estaba constituido por los chillidos de los nmos que


jugaban al escondite detrás de las cortinas, persiguiéndose
todo el día a través de la pieza, ya no teníamos más que un
ansia, un deseo: salir.
Esta posibilidad, al menos, todavía nos la permitían, pero
adivinábamos su carácter provisional. Cuando nos dirigíamos
a la puerta -adquirimos muy rápido la costumbre de hacerlo
por separado-, tres o cuatro pares de ojos se posaban sobre
nosotros, y había que responder a un interrogatorio mudo:
¿Dónde va? ¿Qué piensa hacer? ¿Por qué se ausenta tan a me-
nudo y durante tanto tiempo? ¿No está bien aquí? ¿Nuestra
conversación sobre el modo de preparar la sopa de pescado no
es lo bastante elevada para usted? ¿Se aburre quizá? Confíe en
nosotros, le encontraremos una ocupación. En varias ocasio-
nes el comisario había irrumpido por la mañana temprano, a
una hora en la que yo todavía estaba allí, y me había ordenado
cortésmente que le siguiera. En general se trataba de una de
esas expediciones que él llevaba en secreto y que consistían
en instalar a familias venidas del campo para reunirse con sus
hijos, incorporados a alguna organización revolucionaria. Y
era de hecho este vínculo de parentesco, el compromiso de sus
hijos, el que, incorporando a los recién llegados a la clientela
del régimen, les daba deberes y derechos, entre ellos el de dis-
poner de un jergón en un dormitorio común. Aunque esto no
era en verdad un derecho, sino un privilegio, y yo no termi-
naba de entender por qué nosotros habíamos disfrutado de él.
Pues lo más frecuente era que los antiguos ocupantes, incluso
los que no eran propietarios, fueran expulsados, cubiertos de
insultos, con sus bienes arrojados por la ventana o confiscados.
Y mientras que se los expulsaba y, en su desamparo, elevaban
hacia nosotros una última mirada suplicante que no estaba
permitido ver, mientras el comisario ponía sobre mi hombro
cubiertos de sudor su mano regordeta, como signo de aproba-
ción y de advertencia, yo pensaba en mi próximo encuentro
214 Amor a ojos cerrados

con mis amigos, extramuros, lejos de la ciudad, y en lo que


aún nos permitía escapar a la vergüenza.
Lo más frecuente era que nos reuniéramos en el barrio que
se extiende al este de las instalaciones del puerto. Los caminos
que llevan allí están desiertos, y es fácil esconderse entre los al-
macenes derruidos y los barracones derribados. Todo un siste-
ma de convenciones nos ofrecía la posibilidad de encontrarnos
más tarde cuando uno de nosotros no lograba liberarse. La cita
era aplazada a seis horas después, y luego pospuesta hasta el día
siguiente. Este modo de proceder era especialmente adecuado
para mí, ya que, de manera imprevisible y cada vez con más
frecuencia, se me requería para acompañar al comisario y a sus
hombres. En ese caso tenía el consuelo, al volver Nadezhda,
de saber que a alguien le había entristecido mi ausencia. Pero
la burla cedía a la bondad y yo recibía ánimos para esperar a la
próxima conversación a solas con Débora.
Un día Nadezhda me hizo una señal y me reuní con ella
en las Cuatro Fuentes, donde fingía examinar un cargamento
providencial de habas y de pimientos. Nos alejamos discreta-
mente, caminando todo el tiempo que duró la conversación y
hablando únicamente cuando estábamos solos.
-Vamos a irnos -me dijo-. Ya no es cuestión de que-
darnos más tiempo donde estamos, y no hemos encontrado
ninguna otra cosa ...
Quedé en silencio. El mundo vacilaba, los altos muros de
piedra que bordeábamos se elevaban amenazantes, dispuestos
a desplomarse sobre mí.
-No es solo esta promiscuidad insoportable -conti-
nuó-, ni el miedo, ya lo sabe. Hay cosas más graves: Ossip
no puede trabajar, y cuando no trabaja no vive ...
Es, por lo demás, lo que ellos buscan. A todos aquellos a
los que no se haya dado muerte, a los que no se haya encar-
celado o liquidado de alguna manera, se tratará de destruirlos
espiritualmente, y en esto consistirá a fin de cuentas el ver-
Michel Henry 215

dadero asesinato, su forma más insidiosa y eficaz. Tiemblo al


pensar en la muchedumbre de escritores, pintores, pensadores,
creadores de todas clases a los que se impedirá por siempre
cumplir la misión a la que estaban llamados, y que arrastrarán
una existencia miserable de muertos vivientes.
Ossip considera que no tenemos derecho a soportar eso. En
una ocasión me prohibió formalmente el suicidio porque, pase
lo que pase, la desesperación siempre le ha horrorizado. Ossip
dice que si nos quedamos aquí, dejaremos que nos destruyan, y
por tanto aceptaremo s esta destrucción de nosotros mismos y en
último término nos haremos cómplices de ella. Y, de nuevo, esto
es lo que ellos quieren, quieren aniquilarnos con nuestra compli-
cidad, con nuestra participación, con nuestro consentimiento,
porque entonces serán ellos en verdad los que tengan razón.
Bruscamente, Nadezhda volvió hacia mí un rostro des-
compuesto.
-Ossip tiene razón, Sahli. Hay que irse.
Un grupo venía a nuestro encuentro. Tomamos otras ca-
lles, y luego otras.
-Tengo joyas de gran valor -continuó Nadezhda- que
heredé de mi madre. Las hemos negociado con un contra-
bandista. Tendremos un barco seguro. Naturalmente, hay sitio
para usted. Ossip cuenta con que vendrá con nosotros.
Tomé la mano de Nadezhda. Una sonrisa maravillosa
iluminaba su tez rosada. Estábamos solos y caminábamos en
silencio; una misma pregunta nos rondaba y hacía frágil la
felicidad de aquel instante. Fui yo quien la formuló:
-¿ Y Débora? -dije en un susurro.
Me encamaba la mirada de Nadezhda, pero había apren-
dido a leer en ella. El gris de sus ojos se hizo más agudo y más
duro, y mi acompañante volvió la cabeza.
-Creo que a usted le corresponde ahora convencerla.

***
216 Amor a ojos cerrados

Era de noche, la dulce noche de Aliahova, noche de ve-


rano, de todos los veranos del mundo. La sombra azul de las
callejuelas bañaba nuestros rostros, las piedras de las fachadas
vibraban en la oscuridad, proyectando no sé qué luz invisible
más bella que la del día. Agitado por su gran movimiento si-
lencioso, el mar lanzaba sobre nosotros su respiración de algas
y de sal. Me parecía, mientras nos atravesaba la oscilación in-
mensa del universo, meciéndonos suavemente en ella, que los
pequeños odios y las irrisorias luchas de los hombres iban a
desvanecerse, que por fin íbamos a poder vivir en el esplendor
de nuestro deseo y de nuestro amor. Pero la menor lumino-
sidad de esta noche me hacía recordar la partida cercana de
nuestros amigos. El contrabandista quería aprovechar la luna
nueva y las horas estaban contadas .
-Me siento cada vez más incómodo -le dije a Débora-.
La actitud del comisario hacia mí cambia insensiblemente. Ya
no soy el enemigo de clase al que se va a liquidar después de
haberle hecho sudar hasta la última gota de su fuerza. Las pal-
madas en la espalda con las que me gratifica ya no persiguen
humillarme, ya no están llenas de hostilidad, siento que son,
cómo decirlo, casi cálidas, hasta amistosas. A poco que siga
dando pruebas del mismo celo, creo que terminaré convirtién-
dome en ciudadano de pleno derecho. Imagínate: ayer me dijo
«adiós» y esta mañana, al llegar, me ha estrechado la mano, para
colmo delante de los demás . Y la conducta de estos canallas ha
cambiado también. ¿Qué te parece de todo esto?
-Que tendremos un respiro.
-Tal vez más que un respiro. Tengo la impresión de per-
tenecer a una categoría social muy particular, la de la gente
que tiene que redimirse, que tienen una tara de origen en vir-
tud de la cual se podrá exigirles más que a los otros, aquello
que no se osa exigir a los otros. Se les podrá exigir ciertas tareas
que reclaman una inteligencia más viva y, cómo decirlo, esa
Michel Henry 217

energía sin reservas de la persona entera, ¡de la persona que


tiene que salvar el pellejo!
-¿No es esa, de hecho, tu situación?
-¿Sabes qué me valió el otro día el honor de ese apretón
de manos? El hombre al que habían desalojado era un escritor
solitario, creo que un historiador. La buhardilla que ocupaba
en el segundo piso de una casa antigua era bastante amplia,
pero llena de libros y sobre todo de un gran número de ma-
nuscritos, resultado, según nos dijo, de una investigación de
cuarenta años. Mientras la desordenada marea de encargados
de la mudanza y de nuevos inquilinos -dos parejas, una al
menos formada por borrachos- subía la escalera y depositaba
un desbarajuste de cosas en la habitación, el anciano recibió
la orden de salir de inmediato, con permiso para llevarse lo
que pudiera coger él mismo. Cuando se aferraba a sus do-
cumentos, se los arrancaron de las manos para arrojarlos por
la ventana, gritándole que fuera a buscarlos abajo si quería.
Cuando nuestra gloriosa tropa salió por fin para ir a beber un
trago, el desdichado, que parecía casi ciego, buscaba a tientas,
en medio de un círculo de chiquillos, sus papeles dispersos por
la calle.
Débora me puso la mano en el brazo. Yo percibía, de ma-
nera física, su sufrimiento, y me hacía reproches por ocasio-
nárselo. Pero deseaba alcanzar mi objetivo, y no era el momen-
to de enternecerse.
-Esta mañana -continué- ha sido más sencillo. No
había nadie a quien desalojar: ¡los ocupantes estaban todos
muertos! El lugar, por otra parte, tenía su encanto. Un antiguo
chalé con las ventanas cerradas y las paredes cubiertas de hie-
dra, separado de la calle por un jardín invadido por los hierba-
jos, oculto por arbustos enmarañados y tupidos; un lugar que
parecía fuera del mundo. Cuando empujé la puerta, creí que
se iba a convertir en polvo, y la casa con ella. Era, al parecer, la
sede de la Sociedad de Teosofía.
218 Amor a ojos cerrados

-¡Ah! -exclamó Oébora-, los conocíamos bien. Una


decena de ancianos vivían allí alrededor del mayor de ellos. Era
un hombre de ideas confusas, pero dotado de un extraordina-
rio poder de influencia. Por su fervor y por la especie de certeza
que emanaba de su presencia, ha mantenido con vida, literal-
mente, a los otros miembros de la hermandad, la mayor parte
de ellos al límite de sus fuerzas. Algunos no se tenían en pie y
no lograban levantarse más que a su llamada. Pero todo este pe-
queño grupo continuaba desarrollando una actividad intelec-
tual intensa, discutiendo a lo largo del día y de la noche sobre
la manera como el universo procedía del principio supremo.
Débora me miraba riendo.
-¡Mira, eran un poco como tú! Luego -continuó-, un
día vinieron a detener al venerable patriarca, a él precisamente
y solo a él. A la semana siguiente todos los demás murieron ...
Fueron los vecinos quienes los enterraron.
-¿Y qué fue del patriarca?
-No se sabe.
Estábamos sentados en el banco del palacio de los Priores,
con la espalda apoyada en la piedra rugosa y fría. Por primera
vez en mucho tiempo, no temía el espacio abierto de la plaza.
Como el inmigrante clandestino al que por fin se entrega un
salvoconducto, mi actividad equívoca al lado del comisario de
este barrio me daba como una identidad, el derecho de estar
allí y de pasearme libremente a través de la villa. Me entregaba
de buena gana a esta extraña impresión de seguridad, y tanto
más al advertir, ¡ay!, su carácter provisional.
Abrí los ojos: ahí estaba la Señoría, luciendo vagamente a
la luz pálida de esta noche, y era como si la viera por primera
vez; como si hiciera falta seguir de nuevo con la mirada el
trayecto que conducía de cada zona de sombra a aquella otra,
más borrosa, que le seguía; como si yo tuviera que reconstruir,
a partir de la fuente vacilante de la luz, el desarrollo de las for-
mas y los volúmenes de la concha original.
Michel Henry 219

Cerré los ojos: y no había nada, y me pregunté si la muer-


te era semejante a este ennegrecimiento de la imagen, si un
simple guiño de los párpados tenía el poder de abolirlo todo .
-Ossip y Nadezhda van a irse -le dije a Débora.
-Lo sé.
-Nos proponen que nos unamos a ellos. Tengo la in-
tención de aceptar . Es demasiado tarde para luchas y para
organizarse. La ciudad está completamente en manos de los
niveladores. Aquí no se puede hacer otra cosa que someterse,
y a aquellos que, como nosotros, son sospechosos, no les cabe
sino dar pruebas y más pruebas de adhesión. Habrá que acep-
tar todas las humillaciones, las tareas más viles. Y no todas
serán tan inocentes como convertirse en porteadores de esa
caterva de vagos e inútiles que llenan la ciudad. Tendremos
que elegir entre la degradación y la muerte. En cuanto a los
que hayan elegido la degradación, ni siquiera estoy seguro de
que salven el pellejo. Hasta este reyezuelo de barrio tendrá
que rendir cuentas, sacrificará un día a uno de sus ayudantes,
o a un amigo, o a su mujer si es preciso. Y luego, tras haberse
servido de él, lo liquidarán a él y a lo que quede de su equipo.
Dado que el nuevo modo de gobernar que se está imponien-
do aquí se funda, como usted ve, en el miedo, este no puede
cesar un solo instante. En cada nivel, cada uno cuando le
llegue el turno, los responsables de la ciudad serán eliminados
para que los que están a su lado cierren un poco más las filas
y obedezcan mejor todavía a un régimen que no tendrá otra
finalidad que la de mantenerse indefinidamente. ¡Hay que
irse, Débora!
-Tienes razón, Sahli. Te embarcarás con Ossip y Nadezh-
da. Esta oportunidad quizá sea la última. Yo te ayudaré.
-Pero ... ¿tú vienes con nosotros?
Débora volvió hacia mí su rostro bañado en luz. Sus ojos,
muy abiertos, me miraban intensamente. Al fin, una sonrisa
afloró a sus labios. Y luego, como la primera vez, adelantó la
220 Amor a ojos cerrados

mano hacia mí, rozándome la mejilla y los labios. Ya me indi-


naba hacia ella, pero ella me contenía con la palma de la mano.
-No iré, Sahli. Me gustaría . ¡Sí, claro que me gustaría!
Pero no puedo.
-¿ Te retiene aquí un lazo más fuerte que el que nos une?
-Es otra cosa. Lo que antes se llamaba un deber.
Se irguió:
-Pero tú, Sahli, tienes que partir. Es absolutamente ne-
cesario. Es lo que quiero. No soportaría que te quedases aquí
por mi causa.
Percibí el temblor de su nuca.
-Tú sabes bien -le dije- que no te dejaré jamás.

***

La marcha de Ossip era inminente. La preparamos a fon-


do, sin dejar que se notaran las medidas que tomábamos día
tras día. El principal problema era el que planteé a nuestro
pequeño grupo, a punto de disolverse. Habíamos acordado
que yo abandonaría nuestro alojamiento al mismo tiempo que
mis amigos, para no tener que responder de su repentina des-
aparición. Por lo demás, no podía soportar la idea de seguir
más tiempo a las órdenes del comisario y de pasarme poco
a poco al bando de los verdugos. Débora se había encargado
de encontrarme un nuevo refugio; era, según decía, lo me-
nos que podía hacer. Y no tardó en anunciarme, como la cosa
más natural -su rostro, sin embargo, estaba radiante- que
la cuestión estaba arreglada.
-Te encontrarás bien. Creo que harás un nuevo amigo, un
amigo de verdad. Es alguien muy diferente de Ossip. No inten-
ta, cómo decirlo, no intenta autoafirmarse, en el mejor sentido
de la palabra; no intenta producir algo que lleve su propio sello.
En definitiva, no es un creador. Todo lo contrario: es alguien
que se aparta, que ha olvidado todo, hasta su nombre.
Michel Henry 221

Trasladamos a escondidas nuestras escasas pertenencias,


ocultándolas en general en una bolsa con la que salíamos a
hacer nuestras compras. Habíamos elegido un escondite en
un depósito abandonado. A la vuelta, nuestras alforjas venían
llenas de legumbres y de fruta. Los múltiples ejemplares de los
poemas de Ossip habían sido repartidos entre manos seguras.
Nadezhda me entregó uno, que guardé con mis manuscritos.
También quiso darme un rubí pero, cuando vi su tamaño y
belleza, decliné este ofrecimiento demasiado generoso.
-No puede rechazarlo, es para Débora.
-Déselo usted misma -le dije.
De pronto comprendí la verdad.
-¿Ella no lo ha querido?
Nadezhda se ruborizó.
-No es por la joya. Pero puede serles de utilidad un día,
como en nuestro caso. ¿Quién sabe si les salvará la vida?
Su voz cobró un tono imperativo:
-Necesitamos pensar esto antes de partir, ¿comprende?
Las lágrimas nos empañaban los ojos. Cogí la piedra y la
deslicé en la funda de mi puñal.
La víspera de la partida Ossip vino a buscarme a mi media
habitación, rogándome que le acompañara a tomar un vino.
Los vecinos chasquearon la lengua ruidosamente y, al pasar,
les dirigimos un saludo de connivencia. Nos dirigimos a una
de esas tabernas bajo el Tinto que en tiempos yo frecuentaba
con Denis.
-Es preciso -decía Ossip- que todo quede claro entre
nosotros. Nos vamos para cumplir la última tarea de la que to-
davía somos capaces: denunciar en todas partes las atrocidades
de las que hemos sido testigos, con la esperanza de que esta
advertencia será provechosa para otros y les ahorrará, si así lo
quieren, sufrir el calvario de esta ciudad. Aquí todo se perderá,
hasta el testimonio que cabría dar acerca de lo que ocurre, y el
recuerdo de las matanzas no sobrevivirá a sus víctimas.
222 Amor a ojos cerrados

El día de la partida, las cosas salieron como deseábamos.


El comisario tuvo la feliz idea de reclutarnos de buena ma-
ñana, y regresamos en plena hora de calor, sudorosos y ago-
tados. Fui a tumbarme en un jergón con el que había sido
recompensado hacía poco, mientras los ayudantes se prepara-
ban unas gachas. La tarde estaba avanzada cuando me levan-
té. Mis amigos habían salido y sabía que ya no volverían a la
amplia morada que, por un momento, fue su viva imagen.
Nadezhda había dejado unos patés de carne que hacía a las
mil maravillas, y me había recomendado que los terminara.
Eran los últimos signos de su presencia en este lugar. Tenía un
nudo en la garganta y me costaba comer, tragando lentamen-
te, a la manera de Ossip. Creo que la vida se sostiene en cosas
muy sencillas, y por eso esas cosas son capaces, en ciertos
momentos, de emocionarnos. Me acordaba de aquel día ya
lejano en que había corrido a casa de mi madre, demasiado
tarde para encontrarla todavía con vida. En la modesta vi-
vienda que ocupaba, sus objetos familiares estaban colocados
en el lugar habitual; cada uno de ellos remitía a un gesto, una
costumbre, una necesidad desaparecida, y dibujaba en hueco
el vacío inmenso de mi dolor. Por la ventana veía el océa-
no bañado en sol. A menudo este espectáculo terrible se me
presenta ante los ojos y trato de apartar el recuerdo porque
entonces me parece que ya no tengo otra cosa que hacer que
morirme yo también.
Las salidas clandestinas por mar se habían multiplicado en
Aliahova, y las patrullas habían hecho su aparición en el puer-
to . Los movimientos de las escasas embarcaciones que todavía
navegaban eran severamente controlados. El pasador había
decidido levar anclas al alba, porque este era el momento en
que, considerando que su servicio había terminado, los guar-
dias agotados se iban a acostar. Era preciso aprovechar esos
instantes en que la vigilancia se relajaba para escabullirse en
la grisura del alba y ponerse fuera de peligro. Con su rápido
Michel Henry 223

velero, el piloto, una vez rebasada la salida del puerto, contaba


con escapar a sus eventuales perseguidores.
Ossip, Nadezhda, Débora y yo nos habíamos citado al
lado de nuestro escondite, en medio de la noche. Mis amigos
estaban allí cuando, a mi vez, me deslicé detrás de la valla.
Apenas hablamos, limitándonos a adivinar nuestra presencia
a través de la sombra. De vez en cuando nos cogíamos las ma-
nos y las apretábamos con fuerza. ¡Cómo huye el tiempo en
ciertos momentos! A pesar de nuestro silencio, la noche pasó
como un sueño. Ya, al este, el cielo palidecía. Abandonamos
nuestro refugio. Nuestra conducta había sido fijada en todos
sus pormenores. Débora -que había recorrido el camino con
Ossip en varias ocasiones- marchaba por delante. Silenciosa,
se deslizaba a lo largo de los cercados y las paredes, detenién-
dose en cada cruce antes de retomar la marcha. Ossip iba a
continuación con Nadezhda, y yo cerraba la marcha, con el
puñal en la mano. Habíamos acordado luchar si las cosas se
ponían mal. Mientras mis amigos resistieran, yo atacaría a sus
agresores por la espalda.
El pasador debía esperarnos dentro de un viejo taller de
reparación en desuso. Era una amplio cobertizo medio de-
rrumbado. Toda su extensión estaba llena de barcas que ya
no se utilizaban, algunas de ellas reducidas a carcasas vacías.
Allí se amontonaban desordenadamente tablas rotas, másti-
les, timones, anclas viejas, trozos de vela y jarcias roídas. Era
un verdadero laberinto, en el que era fácil ocultarse y huir.
Adivinábamos en la sombra los contornos amorfos de ese
astillero abandonado cuando un hombre saltó ante nosotros.
Dejando las bolsas en el suelo, ya nos precipitábamos sobre
él, cuando Ossip reconoció al patrón del barco. En voz baja
nos dio la orden de seguirle rápidamente y sin hacer rui-
do: una patrulla que había registrado el viejo depósito venía
en nuestra dirección. Corriendo en zigzag a lo largo de los
almacenes, seguimos a nuestro guía hasta una embarcación
224 Amor a ojos cerrados

colocada boca abajo para repintarla. Tuvimos que reptar para


refugiarnos bajo ella, y así comenzó una larga espera. El día
no iba a tardar en nacer. La inquietud se apoderaba de no-
sotros . El hombre salió a reconocer el terreno, tras habernos
recomendado que no nos moviéramo s bajo ningún pretexto.
Al sacar de nuevo mi arma, Ossip me susurró que se fiaba de
nuestro compañero : también él se exiliaba definitivamente;
su hermano había sido asesinado por haberse negado a ceder
su barco a una banda.
Por fin regresó el hombre:
-No hay moros en la costa -dijo sin aliento.
Corrimos de un tirón hasta un edificio pequeño de ladrillo
que controlaba la entrada del embarcadero y en otro tiempo
servía de garita a la policía del puerto. Con la tez animada y
la respiración entrecortada , Nadezhda y Débora no se que-
daron atrás. Unos metros delante de nosotros , apenas visible
en la penumbra, el casco gris de la embarcación que había de
trasladar a mis amigos se balanceaba suavemente, mientras el
crujido de las amarras respondía al balanceo de las olas.
-Saltaremos al barco y nos iremos de inmediato -dijo
el hombre .
Teníamos que despedirnos. Buscándonos los rostros y las
manos, nos abrazamos largamente. Entregué al marino la bol-
sa de Nadezhda. En la superficie , algo más clara, del muelle
tres sombra s se agitaron un momento , y apenas si las vimos
subir a bordo. Ya estaba levantada la vela, hinchándose al so-
plo del alba . La masa sombría comenzó a deslizarse lentamen-
te . Yo seguía, con un nudo en la garganta, el movimiento cada
vez más rápido del navío y el paso de su aparejo a través de
la maraña inmóvil de un bosque de mástiles. Habría querido
correr como un loco por el dique, entrever una última vez las
facciones de mis amigos, estrecharlos contra mí con todas mis
fuerzas, gritarles que los quería y estarían en mí cuando mu-
riera. Pero la embar cación había virado, se dirigía a la entrada
Michel Henry 225

del puerto y, al tiempo que la idea de que con ello escapaba a


toda persecución me reconfortaba un poco, la perdí de vista al
doblar el espigón.
Débora me apretaba las manos . Interrogábamos a la som-
bra con una mirada apasionada, acechando los últimos sig-
nos de una presencia a la que no era posible renunciar. Lue-
go, de pronto , incontables reflejos bailaron en una superficie
invisible. Al este, el alba sanguinolenta daba paso a un alto
cendal de oro resplandeciente. La frente amarilla del sol salía
del agua. Hasta el horizonte, el espacio se aclaró de golpe, las
ondas de luz jugaron sobre la marejada y, de nuevo, el mar sin
límites se ofreció a nuestra mirada. Un día , pensé , millares de
hombres sojuzgados vendrán hasta una playa para contemplar
la imagen móvil de su libertad.
Finalmente, en el estallido del día, divisamos la gran vela
blanca de la embarcación dirigiéndo se al oeste. Al tiempo que
mis ojos se abrían desmesuradamente , creí divisar al final de la
línea negra del puente, como un punto minúsculo, la inmensa
silueta de Ossip.

***

¡Felices los pueblos que tienen una frontera que defender,


los que han visto la faz de su enemigo! La estación giraba in-
sensiblemente sobre sí misma, y a la claridad cegadora de agos-
to le habían sucedido las brumas doradas de septiembre. Atur-
dida por el exceso de calor de un verano que no terminaba,
como una vegetación que se descompusiera en el bochorno
de una humedad agobiante, Aliahova se pudría lentamente.
Pero, al igual que un organismo debilitado que cae enfermo,
fatigada e irritada por su sueño, con su gran cuerpo inmóvil
recorrido por escalofríos, agitado por la fiebre, no pudiendo
soportars e más, la ciudad iba a despertar, volviendo contra sí
misma, en un arrebato final, sus últimas fuerzas.
226 Amor a ojos cerrados

Esto comenzó cuando los niños volvieron a ir a la escuela.


¡Curiosa vuelta a clase! Las aulas con los cristales rotos, aban-
donadas desde hacía un año al polvo y las ratas, resonaron de
pronto con cantos revolucionarios. En los patios, los juegos
inocentes eran reemplazados por diversiones más instructivas:
separados en dos bandos, armados con sables de cartón, con
expresión furiosa, los chicos y las chicas imitaban el combate
del bien contra el mal, es decir, de los jóvenes guardias revo-
lucionarios contra la burguesía ávida de sangre. Entre burlas
dirigidas a la divinidad, los cursos teóricos se empleaban para
actividades completamente nuevas. Se trataba sobre todo de
responder pormenorizadamente a complejos cuestionarios so-
bre la vida de los familiares, su empleo del tiempo, su trabajo,
sus aficiones y, de un modo general, su comportamiento so-
cial y su madurez política. Invitados a convertirse en agentes
y garantes de la Historia en marcha, los niños recibían una
lista de recomendaciones, de prescripciones, de exhortaciones
que leer, o hacer leer, por la tarde en su casa. Al día siguien-
te debían dar cuenta al maestro de su misión, indicar si se
habían seguido las instrucciones, si la actitud de los padres
y las madres había cambiado. En caso contrario, estos serían
convocados ante el consejo escolar a fin de que se justificaran
y se enmendaran. En suma, la escuela ya no estaba separada
de la ciudad, y se encontraba en el corazón de todas las luchas.
Esta nueva función no había que explicarla mediante ar-
gumentos, sino que había que convertirla en un hecho. En
Font-Calade la profesora ni siquiera había dejado entrar a los
adolescentes. Los recibió en el umbral de la puerta, con un
sayo rojo y las manos en las caderas. Sin decir palabra, fue
hasta ellos, abrió las carteras y esparció su contenido en el sue-
lo. Libros, agendas, cajas de plumas y de lápices, compases y
demás instrumentos estaban desparramados por el patio.
-Todo esto -había dicho con una voz neutra- se aca-
bó . Ahora nos vamos a ocupar de cosas serias. Seguidme.
Michel Henry 227

El pequeño y asombrado grupo había deambulado por la


ciudad, hasta la Empresa General de Forjas del maestro Ber-
trand, situada en las murallas, con gran pesar de los vecinos,
que no apreciaban ni el ruido que causaba ni a sus aprendices,
siempre dispuesto a pelearse al salir del trabajo, o a seguir a
las chicas e importunarlas . Hay que decir que el taller de Ber-
trand, un viejo obrero, tan hábil en los negocios como diestro
con las manos, daba empleo a no menos de dieciocho traba-
jadores, y era uno de los últimos que seguía funcionando en
Aliahova. A tal punto que los encargos afluían y que , para
satisfacerlos, se trabajaba a un ritmo que empezaba a parecer
excesivo a los empleados, a pesar de las propinas y demás su-
plementos que Bertrand les concedía.
Fue en esta amplia nave llena de humo, iluminada por las
altas llamas de las fraguas jadeantes, resonante de cien golpes
de martillo asestados a las placas de hierro dobladas por el
fuego , fue en esta nave donde irrumpieron, a media mañana,
la profesora y sus tropas. Sin vacilar, como sí conociera aquel
lugar desde hacía mucho, la joven fue a plantarse delante del
maestro Bertrand y, mirándolo sin pestañear, declaró en tono
perentorio que era un explotador y que, en consecuencia, el
consejo escolar le ordenaba poner fin de inmediato a su activi-
dad criminal y cerrar el taller.
En los rostros cubiertos de sudor, enrojecidos por el re-
flejo de las brasas avivadas por enormes fuelles, la estup efac-
ción fue general. Pero más asombroso aún fue lo que sucedió a
continuación: Bertrand , un coloso cuya mano era más grande
que el torso de su interlocutora y que, aparentemente, habría
podido aplastarla entre dos dedos; Bertrand, a quien sus com-
pañeros contemplaban aterrorizados, esperando uno de sus
acostumbrados estallidos, un juramento que haría temblar las
paredes y caer algún vidrio, o que, agarrando a la inconsciente
criatura que seguía plantada ante él con la misma insolencia
tranquila, la hiciera girar varias veces en torno a su brazo antes
228 Amor a ojos cerrados

de lanzarla por la puerta, a cinco metro de distancia; el suso-


dicho Bertrand no hizo nada de esto: levantó una ceja, luego
la otra, arrugó la frente y se rascó largamente la oreja. En sus
sienes el sudor corría más abundante, un resplandor cruzó su
mirada y entonces, entonces sí, obedeció, dirigiendo a todos,
con voz estentórea, la orden de dejar de trabajar y de volver al
día siguiente por la paga.
El pequeño grupo de invasores infantiles se elevó de golpe
al nivel de su prestigiosa jefa. Ejecutando una media vuelta
casi militar, se puso instintivamente al paso y salió con la cabe-
za alta. El maestro Bertrand se quedó el último, asegurándose
de que todos los fuegos habían sido apagados. Dejando pasar
sin verlos a sus compañeros de siempre, cerró por sí mismo
la doble puerta de hierro, con precaución y con la suficiente
lentitud como para quedarse solo en la calle.
Luego rehízo el camino que había seguido esa mañana,
como todas las mañanas. Hugues , su amigo de la infancia , casi
su hermano , hijo como él de un trabajador agrícola, empleado
en una carpintería y luego maestro también él, y que poseía,
a unos pasos del taller de forja, la mejor ebanistería de la ciu-
dad, que había recibido una semana antes a la misma extraña
visitante, a la que había tenido la imprudencia de echar, este
Hugues seguía allí, en la calle abandonada por comadres, tra-
bajadores y escolares, en el mismo lugar en el que había sido
descubierto a través de la luz gris del alba, en la misma posi-
ción , cabeza abajo, con los brazos caídos, las rodillas al aire, las
piernas dobladas , colgado por el sexo de la reja de su almacén.
Este fue el modo como, en esos primeros días indolentes
de septiembre, la muerte salió de la clandestinidad. A la par
que la intimidación, del brazo de esta, recorría ahora la ciudad
a cara descubierta, silbando a través de las callejas, llamando a
los cristales, surgiendo en los patios, en las explanadas , en me-
dio del trajín y del ajetreo cotidiano. Fue en pleno mediodía,
en la plaza del Mercado de las Hierbas, cuando por una vez los
Michel Henry 229

últimos hortelanos se hallaban allí y sus clientes también , y toda


la gente sencilla que acababa de dejar su trabajo, fue entonces
cuando colgaron de un gancho, bajo el reloj de la gran torre,
el cadáver de Farioli. En ese preciso momento , en el puerco,
sacaban del agua el cuerpo abotargado del escritor reaccionario
Eghias, al que todavía se había visto la víspera en el Círculo
Literario de la ciudad (el cual, dicho sea de paso, fue cerrado
definitivamente esa mañana, a las diez, por orden del comité
de Jóvenes Revolucionarios, subsección tercera, división este).
Para esta su última salida, Eghias, vestido con traje de gala, con
los dedos cargados de anillos antiguos, había llevado su bravata
hasta el extremo de atacar a los niveladores, declarando que las
tres cuartas partes de la gente es imbécil y que darles el poder
sería inaugurar una nueva era en la historia de la humanidad,
la del cretinismo. Que, por lo demás, el pueblo jamás ejercería
ese poder -eso sería demasiado simple-, sino quienes pre-
tendían hablar en su nombre. De modo que el único cambio
consistiría en la sustitución de la antigua dictadura por una
nueva, y por una nueva jerarquía qu e se distinguiría por que
sus miembros, al no ser designados por su educación, cultura
y talento, serían elegidos en función del grado de cobardía que
mostraran respecto a sus nuevos amos. He aquí lo que Eghias
había explicado a lo largo de toda la velada a todo aquel que
quisiera escucharlo. Pero ocurrió que nadie quiso escucharlo, y
mientras él hablaba la sala se vació a excepción de un solo oyen-
te, un joven admirador que aún seguía ahí cuando, en medio
de la noche, fueron a buscar a Eghias para atarle una piedra al
cuello y arrojarlo al agua en el puerco.
El joven fue arrestado. Hubo quien creyó reconocerlo en la
primera carreta que atravesó al día siguiente las callejuelas de
la ciudad alta. Aquel día, fecha del equinoccio, el Tribunal Re-
volucionario se había reunido por primera vez en sesión públi-
ca. Fue una sorpresa ver entre sus miembros , al lado de los je-
fes revolucionarios o de sus delegados, algunos dignatarios del
230 Amor o ojos cerrados

antiguo Parlamento: su presidente primero flanqueado de su


sustituto, el procurador general, así como un cierto número de
altos magistrados vestidos, por si fuera poco, con la toga con
tres vueltas de piel de armiño. El crimen no siempre se opone
a la legalidad, y esta puede, en ocasiones, pagarle con la misma
moneda. El caso es que, a la suave luz de un atardecer de sep-
tiembre, a la hora en que las calles están llenas -todavía era
sí-, una extraña procesión se dirigió hacia el castillo. Tirando
de un pesado vehículo cargado con una veintena de personas
atadas de pies y manos, con las miradas ausentes, personas
que parecían no pertenecer ya a este mundo; desprendiendo
haces de chispas al golpear el pavimento con las herraduras;
ayudados por una multitud de energúmenos que aullaban a
la muerte, todos los cuales tenían a gala empujar el carruaje,
que iba dando tumbos, cada vez que podían acercarse a él en
medio del tumulto; seis filas con tres fogosos sementales cada
una caracoleaban a la cabeza del tiro, el cual desembocó por
fin, cubierto de sudor y de polvo, en la explanada del castillo,
en la que había de tener lugar la ejecución, la primera de una
larga serie.
Pero el suceso más extraordinario de aquellos días de exal-
tación, el que produjo un mayor efecto en la población y seña-
ló, finalmente, el verdadero triunfo de la muerte, su reconoci-
miento oficial y, a la vez, el de la nulidad de la vida individual,
fue la decisión tomada una semana más tarde por el mismo
Tribunal Supremo. ¡Ante él, en el banco de los acusados, se
sentaba un jefe revolucionario! Y no uno cualquiera: el propio
Choquet, que había ordenado, organizado y, a la cabeza de su
banda, realizado las matanzas del Tinto, a saber, la liquida-
ción en tres días y tres noches de varios millares de personas
que tenían allí su residencia, la principal o la secundaria, pero
en todo caso una residencia suntuosa. A consecuencia decir-
cunstancias oscuras y que al tribunal terminaron por parecerle
difícilmente comprensibles, el joven fue llevado a una prisión,
Michel Henry 231

de donde lo sacaron aquel día. Sonriente, con voz serena, diri-


giéndose sucesivamente al severo grupito de los jueces sentado
en el estrado y a la multitud impresionante de caras jóvenes
vueltas hacia él, Choquet explicaba que su acción no tenía
nada de extraordinario, antes bien era la de un militante con-
secuente y serio, lleno de celo por el bien público y que había
sacrificado todo en aras de este.
La silueta imponente de Raccone, que presidía el tribunal,
pero que era el representante principal en aquel tribunal del
poder formidable de los niveladores, se agitó.
-¿Qué entiende usted por «celo por el bien público»?
Es lo que Choquet esperaba; había empleado a propósito
esa expresión vaga a sabiendas de que Raccone, por astuto que
fuera, por avezado que estuviera a este tipo de discusiones, iba
a caer en la trampa.
-Aplicar sin reserva, sin ninguna reserva -articuló clara-
mente estas palabras- las teorías de Tilin.
Un murmullo de aprobación recorrió el inmenso audito-
rio. Se tratara de la mayoría niveladora, o de los ultranivelado-
res, cuyo jefe era el inculpado, todos se proclamaban partida-
rios de Tilin, con lo que Choquet acababa de ganar la partida.
-Porque, a fin de cuentas -continuó con voz suave-
¿qué nos enseña Tilín, sino que la sociedad se divide en dos
clases, la de los explotadores y la de los explotados, la primera
de las cuales ha de ser aniquilada? Mi única aportación, si se
me permite emplear esta palabra, mi única aportación ha sido
la de hacer posible la puesta en práctica inmediata y eficaz de
esa prescripción fundamental, y ello por medio de la geogra-
fía. En efecto, aunque es extremadamente difícil seguir, en el
laberinto de los negocios, el rastro de los que mueven los hilos
y se llevan los beneficios, basta con darse cuenta de que esos
caballeros viven casi todos en el Tinto para que a uno se le
ocurra la idea sencillísima que yo he tenido: ir a atraparlos allí
en salto de cama. ¡Y lo conseguimos!
232 Amor a ojos cerrados

Choquet volvió santurronamente hacia el público silen-


cioso su rostro regular, iluminado por sus grandes ojos inge-
nuos. Una maestra vestida con una túnica roja se levantó y
gritó : ¡Viva Choquet! Toda su clase, alrededor de ella, hizo
otro tanto, y luego todas las demás, y el clamor se hizo for-
midable.
Con la cabeza inclinada sobre los papeles que recubrían la
mesa de la presidencia, pesadamente apoyado en los codos, im-
pasible, Raccone esperó largamente el final del huracán sonoro.
-¿Alguien -preguntó finalmente con fuerte voz-, al-
guien desea ser escuchado por el tribunal a título de testigo?
Interesante pregunta: aquellos a quienes se dirigía dormían
desde hacía meses bajo unas cuantas paladas de tierra.
-¡El tribunal -continuó Raccone- se va a retirar a de-
liberar!
Pese a haberse mostrado en numerosas ocasiones favora-
bles a las deliberaciones públicas con participación de los asis-
tentes, los jóvenes ultras, que predominaban visiblemente en
el público aquel día , guardaron silencio, contentándose con
quedarse allí como tropa vigilante y lista para batirse para li-
berar a su jefe.
En cuanto estuvo a solas con sus temblorosos acólitos,
Raccone interrogó a su primer asesor, ex presidente primero
del antiguo Parlamento, el honorable Andrónico , el cual se en-
jugaba la frente temiéndose una trampa, muy incómodo por
tener que hablar el primero. Buscando la mirada de Raccone,
acechaba una indicación que este no parecía tener prisa en
darle. Abandonado, Andrónico deliberaba a toda velocidad,
pero su pensamiento giraba en torno a dos únicas certezas
-¿lo era la segunda?-: en primer lugar, Raccone odiaba a
Choquet y no esperaba sino una ocasión para liquidarlo; pero,
en segundo lugar, ¿estaba bien escogido el momento, estando
la sala llena de sus partidarios? Era preciso hablar:
-Hum ... Evidentemente, este joven es simpático ...
Michel Henry 233

Iba a añadir: «pero», «pero su conducta no lo es». Dudaba


entre «excesiva» y «desconsiderada » cuando Mélagre, antiguo
cuarto asesor del Tribunal Revolucionario, ex primer asesor del
antiguo Parlamento, Mélagre, interpretando mal el pensamien-
to de su antiguo superior jerárquico y no entendiendo que este
había comenzado por una antítesis, olvidando que su propio
hermano, con toda su familia, había sido asesinado en el Tinto
y que él mismo debía su salvación al hecho providencial de que
su mujer, pretextando una crisis de neurastenia, había decidi-
do bruscamente, en vísperas de aquellas jornadas memorables,
retirarse a su casa de campo, adonde él la había seguido para
vigilarla, sospechando que ella iba a reunirse con un amante, este
Mélagre, a quien nadie pedía su opinión, creyó oportuno añadir:
-Simpático ... yo diría más, yo diría: sincero, incluso:
puro. Lo que me impresiona en eso que algunos llaman el
crimen de Choquet es que precisamente no es un crimen. Por-
que, a fin de cuentas, el crimen está siempre sumido en el
fango de la vida privada, sus motivos son personales y siempre
más o menos sórdidos. Por otra parte, el crimen persigue da-
ñar a ciertos individuos determinados a los que el asesino está
ligado por sentimientos de odio, de venganza ... Pero nada de
esto ocurre en este a quien ... en esto que ... ¡en el asunto qu e
tenemos que juzgar! El acusado ha actuado a la luz de una
Idea y, lo que es más, de la idea más alta, la más noble, la más
universal que existe: ¡el bien público! ¡Ha querido despejar el
camino por el que había de pasar la Historia!
Arrastrado por la corriente de sus palabras, Mélagre fue a
parar a una consecuencia imprevista , grandiosa, que formuló
como sigue:
-Lo que resulta de la aplicación de la sola idea universal
del bien público, independientemente de toda consideración
personal , es... ¡es un acto político!
Raccone soltó una carcajada enorme, proporcionada a su
envergadura de antiguo aparcero.
234 Amor o ojos cerrados

-¡Ya está! -gritó-, ya tenemos la respuesta.


Y cuando se calmó:
-¡Excelente fórmula! -continuó a media voz, mientras
sus vecinos palidecían-, ¡y se podrá utilizar en más ocasiones!
Y fue así, según parece, como se gestó la extraordinaria
sentencia del Tribunal Revolucionario, conocida después por
el nombre de «sentencia del equinoccio», cuyos considerandos
largos y tortuosos, redactados por los Andrónico y los Méla-
gre, explicaban cumplidamente que la liquidación en masa de
varios millares de personas, supuesto que hiciera abstracción
de toda consideración personal y por tanto no se interesara
por cada de ellos en particular, no era, evidentemente, un cri-
men, sino un acto político.

***

Mientras me contaba estos sucesos, y muchos otros, aquellos


de los que había sido testigo, aquellos de que le habían infor-
mado, o que un rumor vergonzante cuchicheaba en los patios al
caer la noche, el rostro del hermano Orto dejaba ver su esfuerzo
por hacer verosímil, comprensible de alguna manera, esa red de
absurdos y de locuras que componía ahora la historia cotidiana
de Aliahova. Originario de las grandes llanuras de Ermania, ex-
tranjero como yo en la ciudad, fascinado por ella, venido para
buscar la consumación espiritual a la que aspiraba con todas sus
fuerzas, iba desde su llegada de sorpresa en sorpresa. Esto daba a
su fisonomía un aspecto de asombro doloroso que yo no podía
por menos de comparar en el recuerdo con el júbilo de Denis
al considerar las hazañas revolucionarias a las que teníamos el
privilegio de asistir como si se tratara de las costumbres y las
maniobras de un grupo de macacos, o con la mirada, apenas
más indulgente, de Ossip, cuya rectitud interior y cuya fuerza
propia no le permitían tomar en serio esca agitación de polichi-
nelas ambiciosos y de tribunos hipócritas.
Michel Henry 235

Otto había hecho sus primero s votos. La orden en la qu e


había entrado hacía poco caso de eso que en otro tiempo se
llamaba las obras. Más bien, cada cual debía esforzarse por
seguir el Camino, es decir-según lo que llegué a entender en
el curso de estas conversaciones demasiado breves-, transfor-
marse apartando de su espíritu prácticamente todas las preo-
cupaciones habituales de los hombres, a fin de hacer sitio den -
tro de sí para el fundamento mismo de su ser. No se trataba ,
como se decía equivocadamente, de abolir la individualidad,
sino de restituirla a sí misma y a su esencia absoluta y divina.
Y como el problema era sobre todo el de esta transformación
que cada cual había de realizar en sí mismo -cosa que basta-
ba para volver absurda la idea una salvación pública-, Otto
había venido a Aliahova porque esta ciudad extraordinaria se
proponía como la encarnación material de la trayectoria que
hacía falta seguir, la que hacía posible el esfuerzo que había
que realizar, suscitándolo y estimulándolo a cada paso. Esca
metrópoli prestigiosa contaba en otro tiempo con numero -
sos edificios de forma octogonal de una gran belleza, llamados
baptisterios, en los cuales el iniciado, completamente desves-
tido, se sumergía en una piscina situada en el centro de la
construcción, a fin de recibir lo que queda cuando uno se ha
despojado de todo: la plenitud sin límites de la vida. También
abundaban los conventos, que ofrecían su espacio de luz y de
sombra a quienes venían a prosternarse allí, lejos del mundo ,
permiti éndole oír la llamada inmensa que asciende del silen-
cio y dejarse invadir por ella. Los mismos peldaños que hacía
falta subir para entrar en el santuario, los senderos escarpados
que conducen a las ermitas escondidas en las montañas leja-
nas, nada de esto era, a decir de Oteo, casual, sino iniciación
corporal del discípulo en la disposición espiritual adecuada.
Por eso, cuando se dio cuenta de que casi todos los edificios
que habían de modelar los movimientos de su cuerpo y de su
espíritu habían sido destruidos, confiscados o cerrados -de
236 Amor a ojos cerrados

todos los baptisterios de Aliahova no encontró más que dos,


uno de los cuales había sido transformado en cuadra, mientras
que el otro servía de local de reunión a los jóvenes guardias del
barrio, con la piscina central haciendo las veces de urinario-,
Otto comprendió que el saqueo de los monumentos sagrados
no obedecía solamente a un odio ciego al pasado o a la belleza:
la voluntad de eliminar hasta la posibilidad misma de una vida
espiritual estaba en marcha y se practicaba sistemáticamente
en la ciudad. Ya he dicho que Otto hablaba de todo esto sin
cólera. Sobre aquel rostro de relieve imponente, que despren-
día bondad, algunas arrugas inesperadas trazaban de pronto
los estigmas de la edad y el sufrimiento.
Vivíamos en la segunda planta de una angosta casa de ma-
dera, uno de los últimos vestigios de esa Edad Media modesta
que tanto me gustaba. Se divisaban los balcones voladizos de
su fachada en un recodo de la calle del castillo, allí donde,
modificando su pendiente, comienza a ascender hacia la ciu-
dad alta. Débora me había conducido hasta allí a la luz pálida
de un alba desolada. Y fue entonces cuando experimenté por
primera vez hasta qué punto el ser más menesteroso y, al pare-
cer, más extraño a este mundo puede albergar en sí un poder
incomparable. El hermano Otto no ignoraba nada de nuestra
pena, pero la serenidad de su actitud nos inspiró coraje. Ha-
blamos poco. Sin embargo, cuando Débora nos dejó, el fluido
misterioso que emanaba de ella me unía ya a la vieja vivienda
y a sus ocupantes.
En la planta baja vivía una anciana que preparó nuestra
comida mientras estuvimos allí y que se ocupaba de nuestras
habitaciones. La planta superior la ocupaban en principio su
hijo, un marino que ya no navegaba, su mujer y sus tres hijos.
Digo en principio porque la familia pasaba la mayor parte del
tiempo en una pequeña masía, en medio de jardines de los
que obtenía, según parece, el grueso de sus recursos. Entendí
asimismo que los padres habían dejado la ciudad para arrancar
Michel Henry 237

a sus hijos de la escuela. De modo que nuestra morada estaba


casi siempre en silencio, al tiempo que escapaba a eventuales
requisas. La anciana, a la que yo había tomado por la guardiana
y por una mujer simple, me reveló poco a poco su excepcional
inteligencia , a la vez que la nobleza de su corazón. Era, en rea-
lidad, la propietaria de la casa, pero, sospechando lo que iba a
pasar, había aprovechado la incorporación de un sobrino a las
oficinas del gobernador civil para recuperar sus títulos de pro -
piedad y ocultarlos, cambiando su condición por la de simple
inquilina, mientras que el inmueble era puesto a nombre de un
tal señor Barthélemy, cuyo rastro se había perdido y no había
peligro de que volviera a encontrarse, por la sencilla razón de
que nunca había existido más que en los registros del catastro.
Muchas otras triquiñuelas terminaron de tranquilizarme.
Cuando ya tuve, por fin, permiso para salir, ella misma se ase-
guraba, antes de abrir la puerta y dejarme marchar, de que la
calle estuviera vacía, de que la hora fuera propicia, de que mi
nuevo disfraz me permitiera no ser reconocido por nadie. Pero
esta criatura de facciones toscas, de piel curtida, con ropas in-
formes y descoloridas, y que parecía una campesina venida a la
ciudad para servir a alguna familia de terratenientes o de ricos
propietarios de bienes inmuebles, escondía en su alma otras
preocupaciones, y son estas las que acabaron uniéndonos con
un afecto muy profundo. Un día, al bajar por nuestra pequeña
escalera de madera, más empinada que la de un barco de alta
mar, me la encontré sentada y teniendo de la mano a una niña
de cinco años a la que se esforzaba por enseñar las verdades
primeras de su religión. Como si, para mantener un depósito
sagrado a salvo del abismo del olvido, no hubiera otro lazo que
la mirada imperiosa de una abuela de aliento frágil sumiéndo-
se en los ojos abiertos de par en par de un ser obtuso, tensado
con todas sus fuerzas hacia lo desconocido e inconcebible. Re-
conocí a Lidia, la nieta de la anciana, a la que esta mandaba
repetir y aprender de memoria, a falta de comprensión.
238 Amor a ojos cerrados

-¿No podrá su madre -pregunté- enseñarle todas esas


cosas dentro de unos años?
-¿Mi nuera? ¡Qué va! Ella no sabe nada de esto. Por otra
parte, ya sabe, si tenemos a todos estos pequeños delincuentes
en el barrio es a causa de que sus padres no pensaban más que
en beber y comer. Ay, señor mío -me dijo-, somos muy
desgraciados. ¡Estamos perdidos!
También me gustaba el sonido, repentinamente gozoso, de
su voz al saludar la llegada de Débora. Se divertía reteniéndola
y embromándola, obligándola a llevarse al pasar unas flores o
una de esas frutas que se habían vuelto tan raras en Aliahova.
Unos pasos ligeros ascendían por la escalera. Otto, si estaba
conmigo, se escabullía con cualquier pretexto. Entraba Débo-
ra, tan bella que el mundo se borraba de golpe. Yo olvidaba
las caras asustadas, los montones de tierra recién removida, los
grandes planes delirantes, las bandas enloquecidas, los rostros
gesticulantes de sus jefes. Olvidaba la naturaleza inocente, las
largas alamedas que dividían la tierra amable, las audaces gar-
gantas de las montañas, el resplandor dorado de los campos
cuando el sol declina. Incluso el jadeo del mar y la lenta respi-
ración del viento en la llanura no eran otra cosa, en mi mejilla,
que el aliento de la joven.
Una noche, sin embargo, me desperté sobresaltado. Aca-
baba de oírse una detonación tan fuerce que hizo temblar el
aire. El estruendo de la explosión se completó con el despren-
dimiento de cristales que caían al suelo y el tintineo de mil
fragmentos de vidrio roto. Sentado en la cama, me pregunté
durante los primeros momentos de silencio sobre el origen
del siniestro. Llamaron a mi puerta. Orco me recomendaba
no andar con los pies descalzos. Decidimos ir a buscar noti-
cias. Nuestra aposentadora, que también se había levantado,
no pensaba en otra cosa, en medio del desastre de su vivienda,
que en invitarnos a ser prudentes. Afuera se oían gritos de
pánico. Sombras enloquecidas huían por todas partes, bajan-
Michel Henry 239

do a la carrera de la ciudad alta. Nos pegamos a los muros


para evitarlas. Cuando llegó un grupo provisto de linternas,
vimos rostros espantados, mujeres en camisón, hombres que
portaban toda clase de objetos, niños que lloraban. Avanza-
mos con dificultad, remontando la corriente de los que baja-
ban. Las aceras estaban cubiertas de fragmentos de vidrio y
de tejas, por lo que hubimos de caminar por el centro de la
calle. Caminábamos con las manos por delante para apartar
los cuerpos lanzados a toda velocidad y que, como animales
asustados, surgían de improviso ante nosotros. A veces nos
refugiábamos en un recoveco para dejar pasar a un grupo más
numeroso. En el curso de una de estas paradas, un hombre
cuya presencia sentimos repentinamente junto a nosotros nos
dijo que venía del castillo . El polvorín acababa de explotar,
haciendo que se vinieran abajo las murallas que lo rodeaban,
así como las casas vecinas. Había muertos, numerosos heri-
dos, pero ningún servicio de socorro, y él se dirigía hacia el
centro de la ciudad con la esperanza de encontrar gentes más
serenas dispuestas a organizarse. Una vez recobrado el aliento,
nos dejó bruscamente.
No pudimos penetrar en la explanada , pues un cordón
de guardias amenazantes prohibía la entrada. Volviendo so-
bre nuestros pasos, nos desviamos a un lado con la esperanza
de alcanzar el lugar de la explosión rodeando el castillo. Fue
entonces cuando vimos las primeras casas derribadas, que obs-
truían las callejuelas con sus escombros, los cuales alcanzaban
a veces de varios metros de altura. Marionetas desamparadas
trataban de abrirse paso a través de este laberinto de vigas y
cascotes. Por una alta ventana clavada en el cielo, en la cima de
un trozo de pared que había quedado en pie y que se asemeja-
ba a un pico fantástico , una lámpara seguía proyectando su luz
pálida. Interrumpido por gemidos que no se sabía de dónde
venían, o por un alarido aislado, un silencio terrible se iba
estableciendo poco a poco en aquellos lugares abandonados
240 Amor a ojos cerrados

por los vivos, cuando, detrás de nosotros, hizo irrupción una


tropa a paso ligero. Eran otros guardias que gritaban la orden
de evacuación inmediata de todo el barrio. Nos refugiamos en
una calleja por la que todavía se podía pasar entre bloques de
piedra de tapias derrumbadas. Escalaba entre jardines el gran
cerro del castillo, cuyos fosos comenzamos a recorrer hacia el
este. Nos encontrábamos con desconocidos. Topábamos sin
cesar con desprendimientos que cruzábamos con dificultad.
Otro cordón de guardias nos obligó a abandonar esta especie
de camino, cuya dirección al menos conocíamos. Habiendo
descendido de nuevo al laberinto de las callejuelas irrecono-
cibles, erramos durante horas, chocando con obstáculos invi-
sibles, despellejándonos las manos, susurrando consejos a los
que nos seguían a tientas.
El alba, sin embargo, nos encontró allí donde queríamos
ir. La gigantesca muralla despanzurrada del polvorín emergía
lentamente ante nosotros. Estábamos apoyados en el muro
macizo de un contrafuerte cuando sentí, en contacto con mi
mano, una cosa blanda . Volviéndome, vi por encima de no-
sotros un perfil de formas extrañas. Me alejé para ver mejor.
En la sombra, parecían tapices colgados de ganchos invisibles;
felpudos, como dijo Otto. Nuestros compañeros se habían re-
unido con nosotros y uno de ellos, de pronto, dio un grito.
En la superficie, por la que corrían los reflejos temblorosos de
la mañana, aparecieron cuatro cuerpos, proyectados por la ex-
plosión, pegados a la muralla, completamente aplastados, de
suerte que sólo los cráneos formaban un vago abultamiento.
De los vientres vacíos corrían hilos verdosos, y yo tenía, en mi
mano húmeda, las primicias de esas entrañas licuadas.
En la ciudad se pretendía que eran los cadáveres de los
terroristas que habían hecho saltar el polvorín. Porque nadie
dudaba de que la explosión había sido intencionada. Exacta-
mente igual que la muerte de sus autores, por lo demás. Sin
duda la mecha del detonador había sido dispuesta para que
Michel Henry 241

prendiera fuego a la pólvora al cabo de unos segundos, y no


de un cuarto de hora, como habían hecho creer a los ingenuos
adolescentes encargados de esa misión monstruosa. Conver-
tidos en felpudos -la expresión de Otto estaba en todas las
bocas-, ya no había cuidado de que hablaran de más: un
segundo crimen había borrado la prueba del primero.
Si alguien albergaba dudas al respecto, los acontecimientos
que siguieron se encargaron de despejarlas. Se había dado, de
entrada, un gran golpe, y ahora se iba a proceder mediante pe-
queños toques que se corregirían y completarían entre sí. Tras
la catástrofe formidable que había destruido una parte de la
ciudad -y de entrada había matado a la práctica totalidad de
los oficiales, suboficiales y soldados de la antigua guardia, que
se alojaba en el castillo y en las dependencias adyacentes-, se
produjeron múltiples siniestros aquí y allá, destinados a man-
tener el terror, cuidadosamente elegidos, cuidadosamente do-
sificados, de suerte que su frecuencia y su importancia obede-
cían a un ritmo progresivo en el que era imposible no recono-
cer la aplicación de un programa. Eran casi siempre incendios
dirigidos contra pequeñas empresas. El barrio de los talleres
se iluminaba todas las tardes. Uno tras otro, los almacenes de
Hughes, de Bertrand y de tantos otros fueron presa de las lla-
mas. Colgado de su portal, en el que se pudría lentamente,
llenando de hedor el barrio, el cadáver de Hughes ardió como
una tea. En cuanto a Bertrand, nadie volvió a verlo; en todo
caso, no estaba entre la multitud de los que contemplaban,
con ojos brillantes, el fuego furioso que iba aniquilando los
poderosos brazos de hierro, ahora incandescentes, de las fun-
diciones que hasta ahora lo habían domeñado.
Entonces comenzaron los grandes incendios de Aliahova.
Antes incluso de que se iniciaran, antes de la caída de la noche,
grupos de jóvenes guardias, a los que se había unido toda un
gentío equívoco -todos los que, no haciendo nunca nada,
vilipendiaban al universo entero, irradiando ante todo su hos-
242 Amor a ojos cerrados

tilidad sistemática de mediocres y la bilis de su envidia-, se


dirigían juntos hacia el próximo foco y su lugar supuesto. A
veces ocurría que se equivocaban, al haber circulado informa-
ciones falsas, por motivos sólo conocidos por los más crimi-
nales. Se les veía entonces irse a toda prisa al otro extremo
de la ciudad maldita, temiendo perderse la primera parte del
espectáculo. Sin duda, si en el mundo no hubiera nada malo,
ellos se habrían sentido muy incómodos, no teniendo nada
que odiar o de lo que renegar. Gracias a Dios, las cosas estaban
llenas de imperfecciones que les brindaban a diario la ocasión
para una vituperación virtuosa. Aglomerándose en los cruces,
animándose, llamándose unos a otros, corrían en masa para
entregarse a su júbilo de incendiarios. Cada obra maestra de
Aliahova era blanco de su furor. Ahora ya no se trataba de
entregar a las llamas las construcciones utilitarias, que, a decir
verdad, eran casi siempre muy feas (si bien las carcasas calci-
nadas de talleres y almacenes no ofrecían un cuadro mucho
más reconfortante). Eran las edificaciones más imponentes del
centro, sus monumentos más famosos, los que se convertían
ahora, noche tras noche, en objeto de devastación para vánda-
los. Todavía no habían osado atacar la Señoría, pero muchos
temían por ella. Estimaban que se había llegado a la ejecución
de la tercera parte de un plan secreto, que apuntaba a fin de
cuentas al alma misma de la ciudad y a lo que fue su razón
de ser. De hecho, palacios, fortificaciones, mercados, palace-
tes, todo lo que tenía relación con la vida aristocrática, civil
y militar de la ciudad, fue entregado al fuego purificador. El
gran cielo nocturno de Aliahova se enrojeció al resplandor de
las hogueras, que proyectaban hasta él sus haces de chispas y
velaban el brillo de las estrellas. Semejaba una larga cortina de
púrpura tendida por encima de un gigantesco sacrificio san-
griento. Quien para huir de estos horrores se precipitaba a su
casa y cerraba las ventanas para no oír crepitar las llamas, más
altas que las torres, veía cómo sus reflejos dementes dibujaban
Michel Henry 243

sobre los cristales sus arabescos de muerte; todas las habitacio-


nes se iluminaban de pronto, y una luz horrible abría los ojos
que no querían ver.
Pero al fuego devorador del odio le hace falta un alimento
renovado. ¡Qué lástima! Aliahova contaba con tantas iglesias
que hubo bastante para esas noches de cólera. Con esto el jú-
bilo llegó a su colmo: no sólo se profanaba la belleza, sino
cierta cosa misteriosa y que debía de ser infinita, a juzgar por
la inmensidad de la pasión que se desencadenaba contra ella.
Las campanas tocaban a rebato, convocando a quienes iban a
silenciarlas para siempre. En los campos, los guardias habían
requisado ya las carretas, los animales, los pesados leños de
roble, los montones de gavillas. De los campos, de los pue-
blos, de todos los barrios de la ciudad acudían, guiados por el
toque de alarma, largas filas de partidarios del despropósito.
Construyeron la inmensa pira en el crucero del transepto, en
torno al ábside, en lo más escondido de las criptas. A menu-
do, para divertirse, los que ponían en movimiento las pesadas
copas de bronce golpeadas por el badajo, tirando con todas
sus fuerzas de la cuerda que los hacía tambalearse, subiendo y
bajando con ella por el espacio de las altas naves, esperaban,
para saltar a un lado, a que rugieran bajo ellos las llamas de la
hoguera. En la Sapiencia, ebrios del martilleo de las campanas,
del humo que los envolvía, del clamor de la multitud que batía
palmas al ritmo de los balanceos de sus cuerpos en el vacío, los
que quisieron prolongar su placer, o incrementar su prestigio ,
se soltaron de la cuerda demasiado tarde. Aspirados por la ho-
guera, volviéndose de golpe pasto de las llamas, cayeron con
un gran grito, haciendo que se derrumbaran las enormes pilas
de leña mientras las llamas se multiplicaban.
Estas se elevaban ahora por encima de las bóvedas, siguien-
do la línea de las aristas, acariciando las cimbras, envolviendo
las columnas con un entorchado cruento. Como gigantescos
lagartos incandescentes que pasaran sus lenguas desmesuradas
244 Amor a ojos cerrados

por la faz desnuda de las piedras para atrapar alguna presa


oculta, las llamas hurgaban en las sombras de los recovecos,
iluminaban las trompas, se estiraban hasta la cima de la cú-
pula. Rompían contra el armazón de la nave, enroscándose
en sí mismas, aureoladas con una franja reluciente, dispersan-
do su espuma de humo rojizo. Al igual que la luz, el calor se
volvía insoportable, las vigas silbaban, se iban consumiendo
en medio de gritos de júbilo. Se formó entonces bajo el cielo
una hoguera más ardiente. Oscilando bajo el viento, las llamas
inmensas repetían las volutas de las arquerías, de las naves,
de los rosetones, arrancando por un instante de las tinieblas
las formas ampliadas de una catedral invisible. Finalmente,
batida por la tempestad de fuego, la techumbre se vino abajo,
esparciendo con gran desorden las mil piezas de su puzle, mil
vigas descoyuntadas, mil tizones ardientes que se aplastaban
contra el suelo deshaciéndose en un polvo de pavesas y res-
coldos.
Pero las altivas paredes de las naves, hechas de piedras po-
derosas, cada una de las cuales llevaba la marca de un cantero,
al igual que los macizos contrafuertes de las naves laterales,
aguantaban aún, alzando contra la noche sus rostros inmacu-
lados, insensibles a las mordeduras demoníacas del fuego y a
los alaridos de los hombres. Entonces las miradas se dirigieron
más alto, hasta la pesada masa sombría de la campana, suspen-
dida sobre el vacío, inmóvil y estúpida, semejante al caparazón
negro de un insecto asustado que ha encogido las patas y ya no
se mueve. Se acechaban los imperceptibles cambios de color
de la bóveda opaca. No era solo que los reflejos del incendio
jugaran en su superficie, sino que la temperatura terrorífica
que se desprendía de aquel horno reblandecía el metal. La es-
fera se deformaba lentamente bajo su propio peso y, como la
parte inferior de una gota que va a caer, semejante a una pera
o al trasero de una mujer corpulenta, se curvaba, se alargaba
y empezó a fundirse. A continuación, el enorme abejorro, la
Michel Henry 245

gota formidable se desprendió. En los rostros aturdidos, cuyos


labios se movían vagamente, hubo casi una decepción. No se
produjo ruido alguno. La campana se hundió suavemente ha-
cia un lado, se aplastó, regueros de metal líquido corrieron por
los escalones del atrio, avanzando solemnemente, como ríos
de lava o como los tentáculos de un monstruo que se dirigía
hacia los radiantes espectadores, dispuesto a tragárselos . Nadie
vio, nadie oyó las miríadas de gotas candentes que brotaban
del suelo como balas de fuego, reventando ojos, rompiendo
cráneos, abatiendo a la multitud por filas enteras.
Pero los cuerpos acribillados por el metal desprendían al
día siguiente su hedor en la plaza inundada de sol. Los ca-
dáveres se mezclaban con los que por doquier acababan de
corromperse a lo largo de las murallas, en los cruces, en las
calles. Porque las ejecuciones continuaban y nadie se tomaba
el trabajo, al alba, de llevarse a las víctimas a las fos<!Sdel cam-
po . La ciudad ofrecía en esos días enloquecidos un espectáculo
extraño. Las inmediaciones del castillo no habían sido despe-
jadas, los escombros seguían obstruyendo las callejuelas. La
explosión del polvorín había echado a perder los acueductos y
reventado las conducciones subterráneas. El agua se derrama-
ba al azar, antes de acumularse en los huecos. En el barrio de
más abajo había terrenos inundados, el agua había invadido
los sótanos y los patios, de los que ascendía un olor fétido. Las
alcantarillas se desbordaban, ratas muertas flotaban en medio
de grandes charcos en los que se metían niños harapientos
que tendían las manos hacia sus barcos de papel. Los escasos
transeúntes circulaban con esfuerzo a la busca de una panade-
ría todavía abierta, de una tienda de comestibles, de un poco
de madera. Pero las tiendas, incendiadas , saqueadas, cerradas
por orden de la autoridad, habían desaparecido. Y no había
otra agua para beber que la de las charcas estancadas. Cuando
la ebriedad de los juegos cruentos de la noche hubo acabado
y, detrás de los muros de los palacios o de los cuchitriles, el
246 Amor a ojos cerrados

populacho, hacinado en habitaciones atestadas, se desperta-


ba con el estómago vacío, empezaba a rezongar. Realizando
salidas, grupos amenazadores se esparcían por los jardines y
los campos circundantes, asediando las granjas, exigiendo
patatas, leche, pan, pollos. A su regreso, algunos guardias los
despojaban entre burlas del fruto de sus exacciones. Se habían
producido enfrentamientos. La situación empeoraba cada día.
La muerte se había puesto sus mejores galas. ¿Qué va a ser de
nosotros, decían los imbéciles, si ya no hay nada que comer?
Y los riesgos de epidemia son grandes, añadían los sabios. Los
más reRexivos se preguntaban quién había decidido hacer im-
posible toda vida en la ciudad, y por qué.
Corrió entonces el rumor, un rumor increíble y, pese a
ello, tan fuerte que no hizo falta propalarlo de puerta en puer-
ta, sino que atravesó las calles vacías, franqueando muros y
puertas cerradas, proclamando por doquier la fantástica no-
ticia: se iba a evacuar la ciudad, sí, ¡a vaciarla de todos sus
habitantes! Para forzar a los recalcitrantes, se cortó el agua, se
requisaron los víveres, se agitó el fantasma del hambre. Pero
os preguntaréis por qué este proyecto insensato, por qué arro-
jar a las carreteras a toda una población, desprovista de todo.
Ese era precisamente el objetivo: separarla del pasado, de la
ciudad, de su cultura. Separarla de todo lo que los hombres,
durante generaciones , han inventado para, a fuerza de astucia,
de valor y de entrega, convertir la existencia insoportable en
algo bello y a ser posible feliz, y preferible a la muerte. Sí, era
todo esto lo que había que derribar, todas esas disposiciones
y comodidades, ese bienestar y ese confort, esas habitaciones
bien caldeadas y esas camas mullidas, todos esos objetos inúti-
les y perversos, esos libros, esos pensamientos propios de cada
uno, esas pinturas, esas formas del espíritu, y el espíritu mis-
mo, todo cuanto es superior y que un campesino ignorante no
podía tolerar: ¡todo cuanto es burgués, burgués, burgués! ¿Y
para reemplazarlo por qué? ¡Por largas filas de toscos patanes,
Michel Henry 247

todos parecidos, con los pies descalzos, revolviendo, a guisa de


abono, sus propios excrementos con sus propias manos! ¿No
éramos de la misma opinión? Nadie nos lo preguntaba. Ya
entraríamos en vereda a base de patadas en el trasero, so pena
de ir a parar a la fosa.
En cuanto a mí, me preguntaba qué había venido a hacer
en medio de esos locos. ¿Adivinaba ella mi pregunta muda?
-El gran canciller desea verte -me dijo un día Débora al
llegar-. ¿Estás de acuerdo en reunirte con él? Podría ser esta
tarde.

***

Indiferente, al parecer, a todos los obstáculos que habían


surgido por todas partes , evitando sin verlas las callejuelas obs-
truidas, las escaleras con las losas cubiertas de cristales rotos,
recogiendo su larga falda al paso de los riachuelos que habían
surgido aquí y allá y que corrían por medio de las calles, po-
niendo con seguridad el pie sobre los inestables bloques de
piedra que se habían colocado para atravesarlos, con el paso
silencioso y rápido, siempre prudente, . Débora se deslizaba
a la sombra de las arcadas, y al seguirla yo experimentaba el
mismo sentimiento de seguridad que quien se fía, en una si-
tuación difícil , del instinto de un animal conocido. Íbamos
hacia el barrio de los comerciantes y, por más que ya cono-
cía la siniestra historia de esos últimos meses, sentí una viva
emoción al reencontrar los mercadillos, las galerías cubiertas,
el entrelazamiento de las callejuelas por las que había pasado
tan a menudo. En lugar de la actividad febril , de los gritos de
los vendedores, de la palabrería de los buhoneros, de las caras
regocijadas de los curiosos, del brillo de las luces por la tarde
iluminando los grandes porches en que se amontonaban las
frutas multicolores y las abigarradas telas, en lugar de todos
esos guiños de la vida que nos rodea, nos acompaña, nos inter-
248 Amor a ojos cerrados

pela, nos toma por el brazo , antes de dejarlo contrariada por-


que, decididamente, el encanto de esta algarabía confusa que
es su lenguaj e nos resulta incomprensible, no había más que el
silencio de los puestos vacíos, el muro de las cortinas bajadas
y esos charcos embarrados cuyos destellos se habían extingui-
do. Y me pregunté si era realmente yo quien había errado , en
compañía de Denis , en medio de toda aquella gente humilde,
atareada y alegre, dándoles las gracias con una mirada , con
una sonrisa, por ser el objeto renovado de nuestro asombro y,
a fin de cuentas, la afirmación de lo que yo creía.
Desembocamos al pie de una enorme colina. Caprara al-
zaba ante nosotros su silueta fantástica, desplegando contra
el cielo sus alas de ave nocturna. Regueros de luz realzaban
el almohadillado de las piedras; el ocre de la fachada vibra-
ba suavemente. Subimos la rampa de un tirón. De nuevo la
vasta morada extendió sobre nosotros su paz misteriosa. Nos
detuvimos un instante. Bajo las altas bóvedas reinaba el mis-
mo silencio que había escuchado tantas veces y que daba a
estos lugares no sé qué aspecto irreal , y a quien penetraba en
ellos de puntillas la impresión de estar tan lejos del mundo
que ya nada le podría hacer daño. Débora se dirigía hacia la
gran escalera de mármol. Al resplandor apenas perceptible
que se filtraba por una ventanilla invisible, la larga espiral
blanca desplegaba su curva inimitable , como una cascada
petrificada que no ofrecía más que las formas y la superposi-
ción de sus volúmenes mágicos. Cuando, llegados a la cima,
torcimos hacia la hilera de pasillos, una emoción intensa se
apoderó de mí y fue como si, en medio de la oscuridad, mis
ojos se abrieran. ¡Iba a ver al gran canciller en el lugar mismo
al que había venido tantas veces imaginándolo a cien leguas,
hasta el punto de llegar a dudar de su existencia, cuando
en realidad estaba en la casa, tal vez nada lejos sino al otro
lado de la puerta! Esta proximidad repentina me dio mi edo.
Ya estábamos al final del laberinto . Los labios de D ébora,
Michel Henry 249

al rozar mi mejilla, me recordaron que, por esta vez, había


prescindido de mi disfraz.
Reconocí la amplia estancia, la ventana estrecha, los bancos
de piedra excavados en el propio muro, el dibujo geométrico
del antiguo pavimento, iluminado por un rayo de luna. Una
silueta alta y oscura venía hacia mí. Me tomaron del brazo, me
condujeron hasta la mesa de caballete que servía de escritorio.
Dos palmas me estrecharon con dulzura los hombros, obli-
gándome a sentarme, pese a mis protestas, en el único asiento.
Balbucí unas palabras de gratitud por el honor que se me
había hecho al llamarme a Aliahova.
-Es cierto -susurró una voz muy baja-, lo escogimos
hace mucho.
La mirada, de una acuidad y una inteligencia casi feroces,
que se posó sobre mí era insostenible, y yo habría apartado la
vista si no fuera por la sonrisa indefinible que erraba por el ros-
tro del asceta. Indinado hacia mí, rozando apenas el borde de
la mesa con sus largas manos de dedos estilizados, me seguía
contemplando abiertamente. Advertí la extrema delicadeza de
sus facciones, la perfección de la nariz y de los labios, los pó-
mulos apenas destacados, y pensé, no sé por qué, en Débora.
Pero era el color de la piel lo que me fascinaba, una piel casi
transparente que, en vez de recibir la claridad, la irradiaba,
como si el cuerpo al que envolvía fuera de otra especie; y bajo
las ligeras trazas rojas que animaban sus mejillas como animan
las nubes un cielo de aurora, no era la sangre pesada y espesa
de los mortales lo que fluía, sino, según me pareció, algún
principio inmaterial, el soplo del espíritu.
Finalmente, se irguió en toda su alta estatura. Apartándose
de la mesa, se puso a recorrer la pieza, y su andar era tan ligero
que imaginé a un eremita hollando con los pies desnudos la
arena de un desierto cómplice. Caminó así hasta el alba, dete-
niéndose a veces, intercalando en sus palabras largos silencios
que yo aprovechaba para repetir en mí mismo lo que acababa
250 Amor a ojos cerrados

de decir e inscribirlo en lo más profundo de mi ser. A tal pun-


to estaba yo convencido de que aquel a quien tenía la suerte
de conocer aquella noche -cuya marcha inexorable se mean-
tojaba un tormento- lo sabía todo, no solamente de nuestra
situación y de sus mínimos detalles, sino también del futuro y
de alguna otra cosa que no pertenecía al pasado ni al futuro,
algo sobre cuya pista me ponía. En varias ocasiones vino a
sentarse en uno de los bancos que rodeaban la ventana. Bajo
el resplandor del cielo, su cara centelleaba, pero, perdido en sí
mismo, su mirada no veía nada, como no fuera esta especie de
certeza que emanaba de él. Conforme pasaba el tiempo, tuve
la impresión de que renunciaba a explicarme todo, y quizá a
obtener mi asentimiento, y que contaba conmigo para con-
servar en la memoria y transmitir a otros lo que él iba a hacer,
algo cuya naturaleza no precisaba en absoluto.
-Así pues -dijo al final de un largo silencio-, Alia-
hova va a morir. ¿Cómo hemos venido a parar a esto? Se han
producido fenómenos extraños que escapaban a nuestra com-
prensión y contra los que no hemos podido hacer nada. Ha
sido como un desprecio general hacia todo lo que, durante
generaciones, había iluminado la vida de la gente, indicándo-
les el camino a seguir, los obstáculos a evitar, estimulándolos
a la búsqueda del bien. Los que enseñaban todas estas cosas
seguían estando allí, continuaban hablando, pero ya nadie los
escuchaba, nadie se reía siquiera de lo que decían; simplemen-
te, aquello había dejado de existir. Entre tanto, un nuevo len-
guaje había surgido -aunque no del todo nuevo, en verdad,
puesto que se limitaba, a fin de cuentas, a llevar la contraria
al precedente-. Afirmando que lo que es malo, condenable,
no es la pulsión bruta, la violencia ciega, lanuda sexualidad, la
voluntad de hacer el mal, la venganza, la transgresión, la codi-
cia, la mentira y el asesinato; que todo esto, por el contrario,
está muy bien y constituye el fondo de nuestro ser y cuan-
to hay de mejor en nosotros. Lo vil, lo despreciable, lo que
Michel Henry 251

debe ser aniquilado, es lo que un pasado execrable ha opuesto


en todo momento a la fuerza: aquello con ayuda de lo cual
pretendía transformarla desde su interior, moderarla y, final-
mente, negarla, reemplazándola por la reserva, la humildad, el
pudor, la tolerancia y el respeto a los demás, el perdón y, para
decir todo con una sola palabra, el amor.
Evidentemente, es muy fácil abandonarse al impulso in-
mediato, y muy difícil sobreponerse a él. Los que predicaban el
desenfreno de los instintos contaron con la aprobación de los
individuos más abyectos, los cuales tomaron en todas partes la
palabra, y con tanta más arrogancia por habérseles impedido
hacerlo hasta entonces, demorándose y complaciéndose en lo
que hay de más bajo, en los matices de una sensualidad esca-
brosa, reconviniendo severamente a la moral y a todo cuanto
les había obligado a callar sus vicios hasta entonces. En ese
instante, las personalidades más eminentes, las lumbreras de la
ciudad a quienes se escuchaba con respeto en los cenáculos, las
conferencias, los cursos, aquellos cuyos libros eran leídos en
ocasiones, se callaron bruscamente. Muchos de ellos incluso
se sumaron al público de aquellos histriones y los charlatanes,
bailándoles el agua y repitiendo sus patochadas para no ser
totalmente olvidados.
Hay otra razón de este conjunto de hechos asombrosos, a
los que usted ha asistido igual que yo. Es, creo yo, el horror del
hombre ante lo que le sobrepasa. Toda diferencia es insoporta-
ble, sobre todo cuando no es de orden natural. Así se explica
el furor que se ha desencadenado contra todas las formas más
elevadas de espiritualidad que se han sucedido en Aliahova y
que han hecho de nosotros lo que somos. Dos fuerzas dirigen
el mundo: el amor y el resentimiento. Porque respecto de lo
que es superior, hay precisamente dos manera de comportarse:
el amor que nos mueve hacia ello, nos abre a ello y nos trans-
forma en su sustancia; y el resentimiento que rehúsa reconocer
su valor, lo rebaja a fin de sustituirlo por su propia bajeza.
252 Amor a ojos cerrados

Había alguien que sabía mucho de resentimiento porque


estaba lleno de él: el siniestro Niets. Comenzó por poner lo
inferior en el lugar de lo superior, pretendiendo que lo que
tiene valor es el animal con sus garras, el bruto, la soberbia
bestia rubia, como él decía. ¡Y esto porque hace falta menos
tiempo para dar un salto y abatir una presa que para escribir
un tratado de metafísica! Pero este falso profeta llevó su astucia
demasiado lejos, invirtiendo no sólo la escala de valores, sino
también la explicación que cabe dar de ellos. Mientras era el
resentimiento lo que motivaba en su alma criminal la denigra-
ción sistemática de cuanto es noble y divino, y sobre todo del
amor sin límites que, ebrio de sí mismo y tomándose por el
ser de todas las cosas, no queriendo excluir de él ninguna cosa,
se hizo amor de todo, incluso del débil, del enfermo, hasta del
enemigo; él, en cambio, pretendía que estas doctrinas subli-
mes eran obra de los seres menos perfectos -que eran, a su
juicio, los más débiles en sentido biológico-, que las habían
inventado para protegerse de los fuertes, persuadiéndoles de
que los trataran con deferencia e incluso los sirvieran.
El gran canciller se detuvo de golpe y, mirándome mien-
tras reía, buscó mi complicidad:
-¡Son los recién nacidos, según parece, los que han pues-
to el amor en el corazón de sus padres, a fin de que estos les
den de comer en vez de tirarlos al río!
Estos absurdos -prosiguió sin dejar de sonreír- resulta-
ron confirmados, si es que se puede hablar así, por los presun-
tos trabajos científicos de un presunto médico, el tristemente
famoso Duerf, un obseso sexual, como sabe, un enfermo más
enfermo que el más enfermo de sus enfermos. Como todos los
que se encuentran en su situación, veía la sexualidad por todas
partes, y explicaba todo por ella o por su lamentable represión.
Esta última, a su vez, había que explicarla, es cierto, y él creyó
hacerlo imaginando que la sociedad reprimía las tendencias
sexuales de sus miembros para así sobrevivir y desarrollarse.
Michel Henry 253

¡Como si la sociedad fuera una tercera persona, como si tuvie-


ra intereses, metas, problemas distintos de los de los propios
individuos! ¡Como si el principio de la represión pudiera en-
contrarse en ella sin estar previamente en ellos! Pero si está en
nosotros, toda la teoría cae por tierra.
De nuevo oí el aliento ligero y puro de su risa. Y luego fue
como si una fatiga repentina se apoderara de él.
-Poco importan, por lo demás, estas elucubraciones . Lo
que cuenta, lo que me dejó estupefacto en aquel momento,
fue su difusión fulminante, el hecho de que fueran asumidas
por aquellos que tenían por misión defender los valores y ha-
cérselos ver a todos. ¿Cómo se produjo este vuelco tan singu-
lar? ¿Cómo es que la inteligencia dio en ensañarse con lo que
constituía su razón de ser y llegó, de este modo, a negarse a
sí misma? El caso es que lo hizo, y de distintas maneras. Afir-
mó que sólo existe la fuerza material -cosa que bastaba para
dejarla fuera de juego, ya que carecía por completo de ella-,
que las ideas no tienen ninguna consistencia por sí mismas y
no son, precisamente, más que productos o disfraces de esta
fuerza, se trate de la fuerza de los instintos o de la clase más
poderosa o de todo lo que se quiera.
De nuevo el rostro de mi interlocutor se iluminó con una
sonrisa.
-Lo cierto es que se podría confrontar a esta gente con su
propia pregunta; se les podría preguntar qué fuerza es la que
los impulsa a afirmar esta idea de que las ideas no son nada.
Ya sabe usted que en nuestra ciudad se produjo un grave suce-
so hace alrededor de un siglo. Los que tenían la responsabili-
dad de los valores, aquellos a los que se denominaba clérigos,
llevaban una existencia completamente dedicada a esta tarea,
viviendo aparte y renunciando a casi todos los placeres de los
hombres. A cambio, estaban eximidos de los trabajos materia-
les, eran libres para consagrar toda su energía a las cosas del
espíritu . Pero luego, bruscamente, se puso fin a esta condición
254 Amor a ojos cerrados

terrible y privilegiada. Se pretendió continuar pensando todo


al tiempo que se compartía la existencia confortable de todo
el mundo, y el lecho de las mujeres. ¡Sólo que, eso sí, había
que ganarse la vida! Los que siguieron este camino se convir-
tieron, inevitablemente, en maestros de escuela. Ellos, los más
inteligentes, eran de este modo los más pobres. Y esto sucedió
precisamente en el momento en que lo único que contaba
en el espíritu de sus conciudadanos era el dinero. Con sus
ropas deformadas y sus toscos zapatos, tenían buen aspecto en
medio de los comerciantes que los miraban con aire condes-
cendiente. Se vieron entonces a través de los ojos con los que
los demás los veían: ¡el espíritu no es más que una ilusión, la
materia lo es todo! A los primeros en gritar esta verdad que
les hacía rechinar los dientes y encolerizarse, a los preceptores
ulcerados, ya los he nombrado: ¡Niets y Duerfl
Cien, mil desdichados que eran como ellos y se insultaban
entre sí retomaron la larga letanía de los vituperios. La can-
taron a coro con sus alumnos. ¿Y qué cantaban? Dado que el
espíritu no es nada y que sólo cuentan los bienes materiales de
los que los burgueses se han apoderado -pero que también
deseaban ellos, los criados de los retoños de estos burgueses-,
dado que la única sustancia y la única esencia es la riqueza, la
riqueza abundante y verdadera, las casas y las ropas, las tierras
y los caballos, el oro y los brazaletes de plata, ¿qué otra cosa
había que hacer, sino dividir todo esto y repartirlo a partes
iguales entre todos? Si se trata de lo que siente y experimenta
el que ha seguido su propia trayectoria y ha velado hasta tarde
en la noche, de lo que percibe de la belleza del mundo y com-
prende de sus misterios, si se trata del amor, ¿qué puede sig-
nificar la igualdad? Pero los cerdos y los pavos, los mulos y los
asnos, se cuentan, se pesan y se comparan. Cada cual tendrá
la misma ración de patatas congeladas, el mismo número de
metros cuadrados que compartir con sus vigilantes. He aquí
lo que enseñan a sus alumnos, a los que vienen de la ciudad,
Michel Henry 255

a los que vienen del campo: ¡la igualdad! La igualdad había


encontrado su tierra elegida en el sentido literal del término:
¡a ras de suelo!
El viento maloliente de la envidia se puso a soplar por to-
dos los huertos, agitando las lechugas, las largas mazorcas del
maíz, el agua de los charcos en la que huían los patos temero-
sos, las hojas de los álamos, cuyas hileras recortaban la llanura
por el este. Cuando, al final de la semana, volvían a casa para
alguna fiesta o porque una vez más se habían puesto en huelga,
aquellos hijos insolentes reprendían severamente a sus padres
y los trataban de imbéciles. «Tenéis diez medidas de tierra,
mientras que los vecinos tienen veinte y los Capelli, al otro
lado del arroyo, treinta y de la mejor tierra, no un pedregal lle-
no de ortigas como la mierda en la que estamos nosotros. Os
matáis a trabajar todo el año, como pobres idiotas, y sois los
más pobres del cantón. En todo caso, no contéis con nosotros
. para hacer este trabajo». «¿Qué queréis? -preguntaban losan-
cianos temblando-». «¿Tenéis horca, verdad? Para abrirle el
vientre al señor Mélagre, que posee toda la colina del Granion
con sus viñas y la cañada que le sigue, con su bosque de olivos.
¿Que qué queremos? Que todos los granjeros posean la tierra,
que todos tengan treinta medidas, y de la misma calidad ... ¡y
tantas vacaciones como en la ciudad! »
¡Estos imbéciles -continuó el gran canciller tras una pau-
sa- se imaginan que los niveladores quieren dar la tierra a los
campesinos! Pero el caso es que sus discursos han dado frutos.
El campo, que junto al comercio constituía el principal sostén
del régimen, comenzó a inclinarse del lado de la revolución, y
esto en el mismo momento en que, en la ciudad, la situación
se hacía cada vez más grave. No hablo de la situación material,
todavía muy próspera, incluso más próspera que nunca. Pero
el descontento se abría paso en todas las clases de la sociedad,
sobre todo entre quienes nunca habían conocido un bienestar
semejante . Era un malestar vago, informe, solapado, profundo,
256 Amor a ojos cerrados

que echaba a perder todo lo que tocaba, alterando por doquier


el esplendor de la vida a fuerza de denunciar lo dado. ¿Por qué
este malestar? Porque ninguna realidad espiritual afloraba ya
en el fondo del corazón de los hombres como razón gozosa de
su existencia, como su esencia misma, su único sentido posible
y su legitimación. ¡Ni que decir tiene que yo era el único que
opinaba así! A cada uno de mis conciudadanos se le susurro
una explicación diferente. El objeto de su resentimiento era
claro, evidente: era todo lo que tenía su vecino y que él mismo
no tenía. ¡Ya lo ve, el despecho crecía al mismo ritmo que los
bienes de este mundo! El menor incidente desencadenaba la
furia de los envidiosos. Arrojaban a la calle a bandas de jóvenes
que destrozaban todo a su paso ... ¡Desdichados! No sabían
qué universo de penuria y de miseria les estaban preparando.
Fue entonces -prosiguió el gran canciller- cuando se
produjeron dos acontecimientos importantes en mi vida, el
primero de los cuales fue que fui llamado al gobierno. Vacilé,
pues nada me inclinaba a esca tarea. He de decirle que, ha-
biendo perdido a mi mujer hace veinte años, había tomado
la decisión de consagrarme a lo que ahora me parecía lo esen-
cial. Entré en una orden, a la que di mi fortuna para no tener
que ocuparme ya de ella. Regresar a aquello que había elegido
dejar para siempre no tenía mayor atractivo. Sin embargo, la
inquietud, la angustia, era general. Mis allegados me urgieron
a aceptar para, según decían, salvar la ciudad. Pese a que yo
era escéptico sobre las posibilidades de un pueblo que ha per-
dido hasta la idea de su destino espiritual, me dejé convencer .
El Alto Consejo del que pasé a ser miembro se componía de
negociantes sin escrúpulos. Su presidente lo era también del
gremio de pañeros. Los representantes de los propietarios de
bienes inmuebles, los de la industria, la banca y los grandes
negocios ocupaban los principales departamentos. Había tam-
bién un jurista distinguido, encargado de hacer que las opera -
ciones sobre las que discutíamos fueran conformes a las leyes
Michel Henry 25 7

y, en caso de imposibilidad insuperable, de poner la ley de


acuerdo con esas operaciones. Igualmente, se había concedido
su parte a la demagogia. A mi lado se sentaba una criatura en-
cantadora, de quien me dijeron que era jefa de fila de las amas
de casa descontentas. ¡Menuda asamblea! La discusión más in-
teresante a la que asistí se refería a la cuestión de si la venta de
productos debía dejarse a los mayoristas, a los semi-mayoristas
o a los minoristas; discusión de la que me acuerdo porque
fue interrumpida debido a que los líderes de las profesiones
concernidas habían intentado pegar fuego al palacio donde
estábamos reunidos. Se habló, es cierto, de libertad: la de las
mentadas amas de casa de ir a la playa a bañarse con los senos
desnudos, reivindicación que mi vecina defendió con furia .
Ninguna preocupación de orden elevado llegó a plantearse en
mi presencia, y si se llegó a hablar de la universidad, fue, según
creo, debido al temor que suscitaba.
Cuando se me preguntó por este espinoso asunto , no pro-
nuncié más que una sola frase, proponiendo que se doblara
de inmediato el sueldo de todos los profesores. Grande fue el
asombro de quiene s esperaban un discurso al ver que me situa-
ba de entrada en su terreno. Pero la suma exigida era impor-
tante y los rostros graves. Fue mi vecino de la derecha quien
forzó la decisión. Pese a que no ocupaba en el gobierno más
que un pue sto subalterno , representaba allí al todopoderoso
gremio de los armadores, que estuvieron en el origen de la
inmensa prosperidad de Aliahova y también , he de decirlo, de
su grandeza. Su filosofía, tal como la reconocí en la interven-
ción de quien tomó la palabra y luego me retuvo a la salida
del consejo, podía resumirse así: una vida espiritual, al menos
para toda el pueblo, es decir, comprendida como un conjunto
de actividades múltiples, estéticas, científicas, religiosas, etc.,
no es posible más que si se apoya sobre una riqueza material
considerable, la cual a su vez sólo tiene sentido si sirve de so-
porte a estas actividades superiores. «Discúlpeme», añadió al
258 Amor a ojos cerrados

despedirse, «por haber sostenido esta opinión delante de un


monje». «Pero si soy de la misma opinión», le respondí.
Así que nuestra gente echó sus cuentas haciendo muecas, y
se me encargó que tomara contacto con los responsables de las
distintas asociaciones de profesores. Y fue entonces cuando se
produjo mi segunda sorpresa. Cuando, tras múltiples dificul-
tades -no se discute con un gobierno como ese, a qué viene
una conversación que no servirá para nada, etc.-, llegué a
reunirme con ellos y les comuniqué nuestra increíble propues-
ta, quienes se mantenían en pie ante mí -se habían negado
a sentarse- siguieron impasibles y su mirada, lo confieso, me
dio miedo. Por fin, uno de ellos, el delegado más joven, el de
los maestros de primaria -ha dado que hablar después, no sé
si su nombre le dice algo: Choquet-, digo que este Choquet
me contempló con su aire angelical. Tenía unos ojos grandes y
muy dulces, en los que yo creía percibir un brillo gozoso.
-Los profesores -dijo lentamente- no han pedido nin-
gún aumento.
Y, después de haber esbozado un saludo irónico, me deja-
ron plantado. Su intención, lo comprendí un poco tarde, no
era mejorar las cosas, sino avivar el descontento entre los que
serían los encargados de propagarlo a través de todo el país.
Después de esta conversación, que para mí supuso un hito
en la larga historia de nuestro fracaso, los acontecimientos no
han dejado de llevarnos la delantera, desbaratando nuestros
planes, volviendo ridículos nuestros cálculos. Cuando, ya sin
aliento, pensábamos alcanzarlos y echarles mano, un quiebro
brusco nos hacía perder la presa, la cual huía a toda velocidad
en una dirección imprevista y nos dejaba atónitos, cada día
más desanimados. Y así ocurría con las cosas pequeñas y con
las grandes, suponiendo que se las pudiera distinguir, ya que
hasta el menor incidente llevaba, escrito en la frente, el fin de
nuestro mundo y el signo precursor de la barbarie. Así ocurrió
con la historia tragicómica del gran bonzo. Ya sabe que, en
Michel Henry 259

el tiempo de su mayor esplendor, Aliahova se había abierto a


todas las formas de espiritualidad, sin desdeñar ningún estí-
mulo venido de fuera, ninguna ocasión de mantenerse alerta.
Pues una especie de esclerosis puede adueñarse del esfuerzo
más intenso, y el egoísmo puede invadir hasta al mismo amor.
Por eso, desde hacía varias generaciones, una orden extranjera
había obtenido la autorización para establecerse entre noso-
tros e incluso para erigir su templo. Lo que distinguía a estos
monjes era su ascetismo extremo, así como unas costumbres
muy antiguas, algunas de las cuales podían parecer obsoletas.
Mantenido por doce vírgenes, un fuego ardía en el corazón del
santuario y no debía extinguirse. El jefe de esta comunidad,
que despertó por un momento el interés e incluso un verdade-
ro entusiasmo entre quienes siempre creen encontrar en otro
lugar aquello cuya presencia no han podido reconocer en sí
mismos, era precisamente el gran bonzo del que le hablaba,
y que murió un día, o más bien una noche, de golpe, pero
no practicando la meditación , sino en los brazos de una de
sus vestales. E inclu so se aseguraba que otras personas jóvenes
participaban en sus juegos y que no se trataba ni más ni menos
que de una orgía.
Pues bien -continuó el gran canciller tras encogerse de
hombros-, ¿qué cree que sucedió? ¿Que se tapó el asunto?
¿Que se dieron muestras de la tristeza, de la compasión que
provoca la debilidad humana? Como todas las noticias en las
que cabía leer el anuncio de la descomposición de nuestro uni-
verso, también esta se extendió por doquier , provocando a su
paso, no sonrisas divertidas, sino verdadero júbilo, una especie
de arrebato que venía de lo más profundo de las personas , con
el que todos parecían deleitarse y que le decía a cada uno de
ellos: ¡tú no eres, después de todo, más que un animal, una
bestia, y los instintos son lo mejor que tienes! En cuanto a los
que pretendían vivir de otra realidad , supuestamente superior,
bien se veía que no eran más que hipócritas, tartufos, ¡todos
260 Amor a ojos cerrados

esos monjes ensalzadores de un espíritu que nadie había visto


nunca, ni en un cruce de calles ni en el interior de una probe-
ta! Vosotros, los sacerdotes ascéticos, sois como todo el mun-
do: ¡como nosotros!, ¡como nosotros!, ¡como nosotros!
¿Y quiénes eran -de nuevo el gran canciller se volvió ha-
cia mí-, quiénes eran los que afirmaban tales cosas? ¡Los pro-
pios sacerdotes, los monjes! Muchos de ellos se unieron a la
comitiva que Coulouviese organizó y dirigió al templo de la
Calma Interior, donde empezaron a demoler la techumbre a
fin de poder introducir un inmenso falo de piedra que sería el
símbolo de los nuevos tiempos y, ante todo, de la nueva fun-
ción del santuario. En medio de alaridos, una muchedumbre
histérica persiguió a las vestales que no habían tomado parte
en las orgías, pretendiendo convertirlas en las primeras pupilas
de una casa de citas.
Pero si la apología y el desenfreno de los instintos más
bajos eran capaces de provocar escenas semejantes a la que
estoy relatando, no ocurría lo mismo con el trabajo, conside-
rado en todas partes como una carga insoportable o, mejor
dicho, como un escándalo. No se veía en él otra cosa que una
invención diabólica destinada a contravenir esos instintos, a
impedir que los hombres se entregaran a ellos sin reservas. No
era posible dirigirse a una ventanilla de mensajería, a una caja
de tesorería -hablo de la época en que los servicios públicos
todavía funcionaban a medias- sin experimentar el malestar,
la sorda hostilidad de aquel con quien había que tratar, el cual
ponía cara de no verle a uno, de no comprender lo que uno
quería, para terminar alegando alguna avería que impedía que
uno fuera atendido. Y esta avería, momentánea en apariencia,
remitía a un fallo permanente, a una imperfección en la orga-
nización de toda la empresa, imperfección que no se debía a
una causa circunstancial, sino en último término al sistema.
En suma, era nuestra civilización entera la que poco a poco
era puesta en tela de juicio y había de ser transformada por
Michel Henry 261

completo. Si entraba usted en una tienda cuyo dueño estaba


ausente, el empleado, que esperaba a que usted se aproximara,
no desplegaba el encadenamiento de las implicaciones que lle-
vaban a la necesaria transformación radical de todas nuestras
instituciones, sino que daba muertas del mismo mal humor y
la misma incompetencia deliberada; y cuando se iba uno con
las manos vacías, no podía dejar de pensar, ante la similitud de
los argumentos o de su conclusión, que una propaganda ince-
sante repetía por doquier las mismas consignas y alimentaba
por doquier el descontento creciente.
Interrumpiendo sus idas y venidas a través de la vasta pie-
za, el gran canciller hizo un nuevo alto:
-Sí -susurró con una voz aún más baja y que parecía
abrumada por un desánimo sin límites-, Aliahova se ha con-
vertido en el lugar en el que todo puede ocurrir ...
-¿ Y qué va a ocurrir?
La alta silueta negra, en la que sólo entonces advertí, a
través de la penumbra, que llevaba la estricta indumentaria
eclesiástica que había desaparecido por completo de la ciudad,
se volvió lentamente hacia mí:
-La revolución ha recorrido la primera mitad de su ca-
mino, la del desorden y la descomposición, la de la crítica y la
oposición sistemática, con todas las consecuencias deseadas:
la parálisis progresiva de todas las actividades, el despertar y el
desencadenarse de la violencia. Ahora va a realizar la segunda
parte de su recorrido, y lo que se está aproximando a nosotros
a grandes pasos dejará estupefactos a todos los ingenuos que
se imaginan a punto de inventar el futuro: será exactamente lo
contrario de lo que esperan. No se ha dejado de bramar contra
los pretendidos ataques a la libertad, y se adopta un régimen
que abolirá todas las libertades, un régimen en el que la idea
misma de una violación de la libertad individual ya no tendrá
sentido, pues la idea de la individualidad tampoco lo tendrá.
Se ha predicado la emancipación total del deseo, la elimina-
262 Amor a ojos cerrados

ción de las trabas -que no eran, sin duda, sino el conjunto


de las vías elegidas por la naturaleza para satisfacerlo del modo
más noble-, ¡pero esta supuesta liberación desembocará en
el control absoluto del instinto por un poder político! Se han
denunciado por doquier los excesos de la policía, la influencia
del ejército, la severidad de la justicia, el poder del Estado, y
he aquí que se avecina un Estado en el que el Estado lo será
todo, un Estado militar y policíaco en el que se mandará a un
hombre a prisión por un sí o por un no o por menos todavía,
a fin de aterrorizar a sus semejantes y que se mantengan tran-
quilos. Se han llevado al extremo las reivindicaciones materia-
les, se ha convencido a todos de que ninguno tenía lo que le
correspondía, que tenía necesidad de esto y de aquello, pero lo
cierto es que la penuria que va a extenderse a nuestro alrede-
dor va a ganar todos los ámbitos: hasta el menor utensilio se
volverá inencontrable, habrá que trocar una lámpara de aceite
por unas onzas de trigo. En vez de bañarse desnudas en las
playas, las mujeres formarán largas filas silenciosas, inmóviles
delante de las tiendas vacías. Se grita, se agita, se organiza una
manifestación con el menor pretexto; van a aprender a callarse
y a tratar de pasar inadvertidos. Los escritores ya no saben
qué inventar para que se hable de ellos, qué escándalo contar
de modo complaciente, qué institución denigrar, qué realidad
sagrada de la vida profanar; van a marchar al paso, a recitar
piadosamente el catecismo de sus nuevos amos, a arrastrarse
ante ellos o a desaparecer en las mazmorras. Se ha rechazado
toda jerarquía, y va a establecerse la jerarquía más rigurosa, la
más espantosa de todos los tiempos; pero ¿qué digo?, ¡ya está
ahí, sus engranajes ya se ajustan en la sombra, en una sombra
de la que ya no saldrá nunca! Hacía falta, en fin, liberar a la
sociedad de su división en clases, y esta sociedad va a quedar
cortada en dos, como no lo ha estado nunca. Por un lado, el
rebaño que no tiene que hacer otra cosa que obedecer; por
otro, los que saben lo que es bueno para el rebaño, los que
Michel Henry 263

conocen los secretos de la historia y las leyes de las cosas, y que


se encargarán de aplicarlas. Porque es en esto, ¿sabe?, en lo que
esta nueva casta dirigente se distinguirá de la antigua: no se
compondrá de seres humanos sino de autómatas, y en vez de
basarse en la debilidad humana o de tenerla en cuenta, funcio-
nará como un organismo ciego y todopoderoso, semejante a
una máquina monstruosa que avanza al ritmo de su mecanis-
mo interior, triturando todo a su paso y en primer lugar a los
que creían escapar al peligro poniéndose a su servicio.
Sin embargo, se preguntará usted, ¿cómo va a salir ese régi-
men de hierro de la confusión actual, de la licencia y la depra-
vación, de la recriminación permanente, de las exigencias sin
cuento, de las agitaciones cotidianas, de las destrucciones, de
los atentados? En realidad, puede creerme, es precisamente de
allí de donde está a punto de nacer, de toda esta descomposi-
ción, y la podredumbre será el laboratorio de este orden nuevo
y terrible. Porque, ya ve, no se puede jugar indefinidamente
con la vida, ella tiene sus exigencias, sus necesidades profun-
das que no admiten que se burlen de ellas. Hace falta beber,
comer, calentarse y unas cuantas cosas más. Hace falta que el
agua corra de nuevo por los acueductos, que haya harina y
leña en la panadería. Contemple el estado en que se halla la
ciudad y comprenderá por qué son cada día más numerosos
los que piensan, aunque todavía no se atrevan a decirlo en voz
alta: ¡basta!, ¡basta ya!, los que aspiran a que se establezca un
poder implacable y se haga la limpia necesaria . Y mientras van
y vienen con la frente baja, mascullando entre dientes, dando
patadas coléricas a las piedras que encuentran en el camino,
otros, agazapados tras las persianas echadas, los miran y los
cuentan, ¡cuentan el número de sus futuros partisanos! Los
revolucionarios, a día de hoy, parecen profundamente dividi-
dos, escindidos en facciones rivales. Por la noche, se producen
duros combates entre los bandos, que se odian. A tal punto,
que algunos de nosotros dieron en creer que la salvación ven-
264 Amor a ojos cerrados

dría del propio mal que, en su furia ciega, se vuelve contra sí


mismo y se autodestruye. O bien debido a que el mal se verá
amenazado por el mismo peligro que el bien, y la fuerza que
lo mueve y lo habita será entregada igualmente a su declinar
inevitable, a esta especie de fatiga que desgasta solapadamente
toda actividad, la más noble como la más vil, y la lleva inevi-
tablemente a la ruina.
Yo no era de esta opinión. Pues en medio del alboroto
reiterado, de la efervescencia y el motín, veía crecer cada día
el camino que conducía a su contrario exacto. Por más que
gesticuladores y niveladores se enfrentaran, los primeros tra-
bajaban para los segundos, y los segundos lo sabían. Tuvimos
pruebas de que muchos de ellos se mezclaban con los extre-
mistas y los agitadores, bramando como ellos, fomentando el
desorden para empujarlo hasta el paroxismo y hacer surgir,
de su propio exceso, esa necesidad de orden en respuesta a la
cual ellos tenían ya listos sus increíbles planes, su poderosa
organización, confesada o secreta, con sus esbirros, su policía,
su jerarquía, sus técnicos preparados desde hace mucho para
ocupar todos los puestos importantes, sus jefes y sus lacayos.
-Este orden nuevo -dije-, cuya venida inevitable us-
ted describe, ¿en qué medida se distinguirá del antiguo? Y el
rodeo por la sedición y el asesinato, ¿para qué habrá servido?
-Los niveladores han dejado vía libre a agitadores del
tipo de Coulouviese, a toda la camarilla de anarquistas y ni-
hilistas, con la única intención de provocar la exasperación
de la gente honesta y el deseo de una vuelta a la calma, a esos
grandes equilibrios sin los que la vida no puede pasarse por
mucho tiempo. Si se han hecho cómplices de la destrucción,
es porque la necesitaban, porque les hacía falta suprimir pri-
mero el antiguo estado de cosas, que se basa en eso que sella-
ma los valores espirituales, es decir, y esto hay que subrayarlo,
en un conjunto de obras o de normas que en cada dominio
de la sensibilidad, de la inteligencia o del corazón, se sigue
Michel Henry 265

en cada caso de lo mejor que un individuo, el mejor, había


inventado o producido. Eso que se llama cultura es una cordi-
llera escarpada que eleva al cielo las formas fantásticas nacidas
de una imaginación ebria; la civilización tiene la mirada fija
en esas lejanías fabulosas y se esfuerza por avanzar hacia ellas.
La historia no es una sucesión incomprensible de hechos ab-
surdos, de catástrofes, de intrigas, de asesinatos. Tras este fres-
co sanguinario e imbécil se desarrolla otra aventura, la de un
espíritu testarudo que construye lentamente los peldaños del
camino que lleva hasta él. Fue él quien un día inspiró a un
hombre la idea de compartir su pan y su vestido con su com-
pañero, quien enseñó a las mujeres a la vez el pudor y el don
total de sí, quien nos ha abierto los ojos a la verdad en el lugar
en que ella habita, en el templo sagrado en que ha establecido
su morada, me refiero a nuestro hermano en la luz de la Vida.
Sí, todo esto es lo que han intentado aniquilar ... para realizar
sus designios criminales.
-¿Qué es lo que quieren, entonces?
La voz era tan sorda que, pese al silencio impresionante,
hube de aguzar el oído, al acecho del soplo imperceptible de
las sílabas, que parecían perderse en un abismo de pena.
-¿Que qué quieren? ... Algo horrible, el derecho de aten-
tar contra sus semejantes ... ¡el poder!
-Pero -repuse- ningún poder es absoluto, es decir, to-
talmente abstracto. Usted mismo lo ha dicho, la gente tendrá
necesidad de comer, habrá que producir los enseres indispen-
sables, regular toda esta actividad. Y el poder, en cierto modo,
siempre ha existido, no se puede evitar tomar decisiones ge-
nerales ...
-Es verdad. Sólo que una organización que se limite a las
necesidades materiales y se desentienda de la formidable con-
tribución realizada a lo largo de los siglos, de toda adquisición
espiritual de la humanidad y de su elaboración por los gran-
des genios de la historia, una organización así no puede ser,
266 Amor a ojos cerrados

pese a su complejidad, más que una organización primaria,


una civilización primaria, y es en ella en donde nos estamos
adentrando. La prueba es que hoy todo se vuelve político, y
todo lo que es político está podrido. En efecto, cuando la úni-
ca actividad intelectual que subsiste se refiere a las cosas mate-
riales y su disposición, es que ya no hay actividad intelectual,
es que el orden del espíritu ha desaparecido. Dice usted que
siempre ha habido un poder, que no puede uno prescindir
de determinar la producción de bienes, su consumo y qué
se yo qué más. Precisamente, el poder no aspira a otra cosa.
Durante este tiempo la gente pensaba, sentía, rezaba, tenía
un alma. La paradoja de la sociedad niveladora cuya som-
bra amenazante se cierne sobre nosotros consiste en que, a la
vez que niega esta alma, pretende aniquilarla hurgando en el
secreto de los corazones, imponiendo a cada cual sus opinio-
nes, su culto, una sola creencia, la creencia en que el alma no
es nada y ella lo es todo, y que todos, en consecuencia, son
semejantes ... ¡«todos iguales»! Esta es la razón por la que han
aullado como lobos, han avivado las brasas incandescentes de
la envidia, suscitando verdadero resentimiento, ese que no
se dirige, en último término, al número de gallinas o a las
hectáreas de tierra, sino al fondo de las personas. Que puedan
ser diferentes, que haya en alguien no sé qué aristocracia de
la sensibilidad y la mirada, no sé qué distinción del espíritu
y del corazón, y que se tenga la osadía de proponernos esa
distinción como modelo: precisamente esto es lo intolerable.
Se pasará por todas partes el cepillo igualador, y la igualdad
no puede establecerse como principio más que al nivel más
básico. Que el guiso del sábado pase a ser, por tanto, la pena
y la alegría de todos. Y esta será también la condición del
poder: una masa informe, homogénea, en la que no sobresal-
ga ninguna cabeza, ningún razonador que pretenda decir su
opinión, ningún artista que invente lo que otros no pueden
captar al primer vistazo o que represente algo distinto de la
Michel Henry 26 7

mediocridad inmediata. Y cuando los iconos sagrados hayan


ardido al mismo tiempo que las iglesias, y todas las obras de
arte hayan sido cubiertas de cal o hechas pedazos , verá cómo
se alzan en las plazas las efigies gigantes y grotescas de los
señores de la muerte y el desfile interminable, ante ellas, de
multitudes inmensas reducidas a la imbecilidad.
Sobre el precioso pavimento de piedras incrustadas, en el
que ya no alcanzaba a distinguir los hábiles dibujos , la claridad
del cielo se había convertido en un fulgor impreciso y gris.
Sentí cómo el frío del amanecer se apoderaba de mí.
-Entonces -dije con un nudo en la garganta- , ¿ese es
el futuro próximo de Aliahova?
-Calculo que se producirán aún algunos episodios. Los
propios niveladores están profundamente divididos. Tras ha-
berse adueñado del poder, que quieren a toda costa y que
abrirá a codos sus jefes y subjefes la puerca de los privilegio s
que tan ardientemente han deseado, los unos instituirán una
burocracia policial todopoderosa que reglamentará la penuria
y todo ese universo mediocre en el que el resentimiento envi-
dioso podrá, al menos, adaptarse. Los otros llevarán la locura
hasta el extremo. Si quieren destruirlo todo, absolutamente
codo, es para cambiar la vida misma. Figúrese: ¡gente que pre-
tende saber mejor que la vida lo que la vida quiere! ¡Y que para
realizar sus delirantes propósitos -al tiempo que se adueñan,
también ellos, del poder- van a lanzar a la batalla a quienes
precisamente no saben nada: a unos cuantos chiquillos! ¡Tras
ellos está el terrible Vieillard que odia cuanto no puede com -
prender y, desgraciadamente, no comprende casi nada, salvo
sus recuerdos infantile s, el olor de las coles, de los cerdos y de
su estiércol!
-¿Se refiere a los extremistas que preparan el éxodo ma-
sivo de la población a fuerza de hacer la ciudad inhabitable,
anees de reducirla a cenizas?
-¡Esos mismos, que además se están imponiendo!
268 Amor a ojos cerrados

Me levanté, fui directo hacia aquella figura móvil, que no


había dejado de ir y venir durante toda la noche. Nos queda-
mos parados, uno frente al otro. Percibí, justo enfrente de mí,
su respiración acelerada; de la sombra emergía vagamente la
palidez de un rostro demacrado, y unos ojos febriles me con-
templaban con asombro.
-Pero después de todo -dije con violencia-, usted que
ve tan bien las cosas, que sabe de dónde vienen y a dónde van,
¿por qué no ha hecho nada? ¿Por qué no haber combatido
contra el universo inmundo que se aproxima, que ya está ahí?
Recobré la calma:
-¿No era preciso probar al menos, intentar algo?
-¿Combatir? Quiere decir establecer un dispositivo ar-
mado, organizar cuerpos de soldados irregulares, milicias se-
cretas, infiltrar espías en el enemigo , conseguir informadores,
controlándolos bajo algún chantaje. Y al mismo tiempo prac-
ticar la política que hará que la lucha sea eficaz, aliarse con
el fuerte en cada momento para abandonarlo al mes siguien-
te o golpearle uno mismo cuando haya dejado de servir y se
haya vuelto molesto, calcular, fingir, tender trampas, utilizar
a inocentes, sacrificar a los amigos. ¡En una palabra, hacer lo
que ellos hacen, ser como ellos! Al descender a esa arena, no
habríamos sido más que una banda más entre las que se están
matando.
Y además voy a hacerle una confidencia: ¡en ese juego de
la felonía, habríamos sido derrocados! Porque para apuñalar
por la espalda a aquel a quien acabamos de tenderle la mano,
hace falta tener el alma de otro temple que la nuestra. ¡Hace
falca, cómo decirlo , sentir un cierto placer en la mentira, en
todos esos preparativos secretos, amar la sombra y los propósi-
tos tortuosos, las reuniones clandestinas y los planes que sólo
uno conoce, adivinar el punto débil del hermano para poder
golpearle en el lugar y en el momento justo, cuando por fin
se confía! Nada tiene éxito en el mundo más que con la com-
Michel Henry 269

plicidad del mal. No, nosotros no estamos llamados a esto, la


prevaricación no es nuestro oficio. Mezclarse en esta batalla es
ya perder nuestra razón de ser. Negándonos a hacerlo, comen-
zamos a vivir.
-Cuando ya no quede ningún convento o seminario y el
último templo esté cerrado o convertido en depósito de basu-
ras, cuando no haya un libro en el que se pueda descifrar la
verdad, una sola obra en la que destaque la diferencia creadora
del genio del hombre, cuando se enseñe a los niños, desde su
más tierna infancia, que todo es materia y tiene el mismo va-
lor, que no existe nada espiritual, aparte de la ilusión de que sí
existe, ¿qué quedará de su Vida? ¿Dónde quiere usted que ella
despierte cuando el lugar en que reside y que se llama alma no
sea más que objeto de burla?
-Sé todo eso. ¡Cuántas veces hemos soñado con ello,
durante largas noches! Yo no he descartado en absoluto el
combate espiritual. Fue afrontándolo como, día tras día, la
terrible evidencia se nos ha mostrado. Al comienzo, ante la
aparición de las elucubraciones más locas, y a decir verdad a
menudo muy mediocres, pensamos que después de todo es
normal que las ideas pasen y que, entre las que se engalanan
con el prestigio de la novedad, las haya estúpidas o peligro-
sas. No son, decíamos, más que pompas de jabón que estallan
en el aire sin siquiera dejar en la pared sus reflejos irisados.
Nosotros mismos, para mantener el contacto con la juven-
tud, hemos fingido que tomábamos en serio esas doctrinas
superficiales y hemos usado el lenguaje del día. Pero mientras
ellas proliferaban y su público no dejaba de crecer, todas esas
opiniones que hacían tabla rasa del pasado dejaban ver a tra-
vés de ellas, a pesar de su confusión, un mismo fondo. Y del
mismo modo que un mismo cielo de tormenta se refleja en
múltiples charcos, lo que se leía en ellas era, cómo decirlo,
una especie de fatiga nunca hasta ahora experimentada, un
desfallecimiento de la vida que no era pasajero sino durade-
270 Amor a ojos cerrados

ro, definitivo; y esa apatía visible por doquier no era más que
la expresión y el resultado de todos los fenómenos cuya lle-
gada nos alarmaba: la aversión al oficio, el horror al esfuerzo,
la ausencia de todo ejercicio voluntario -físico, intelectual
o espiritual-. Y hasta el resentimiento que desgarraba las
clases de la sociedad y que los revolucionarios atizaban para
derrocarla, este derrocamiento, el deseo de destrucción, la
sed de la nada, se enraizaban en la conciencia oscura del va-
cío interior. Y el gusto de la política también, esa aspiración
a un poder fuerte, terrible acaso, pero al que bastará que uno
se entregue, esta nostalgia de un modo de vida colectivo, es
decir, esta dimisión respecto a toda existencia personal; la
creencia en el determinismo y en la marcha inflexible de la
Historia y, en todos los ámbitos, en reglas y en leyes ante las
cuales no cabe hacer otra cosa que someterse; la afirmación,
por último, de que todo es material y que el propio hombre
no es más que una máquina, todo esto proviene, si puedo
hablar así, de la misma fuente, delata el mismo fracaso. He
denunciado a la inteligencia de nuestra época y lo cierto es
que ella ha traicionado su misión; he nombrado a Duerf y a
otros, pero ellos no fueron más que corchos en la superficie
del mar, de este mar inmenso que ha comenzado a retirarse
y nos va dejar, como a restos de barco en un lecho de arena
seca, en el desierto que se avecina.
Ya ve, hay en el fondo de la vida una cierta dulzura, un
sentimiento de despreocupación y de seguridad, cómo decir,
una certeza absoluta que, al parecer, nada podrá hacer temblar ,
que corre por el cuerpo de los vivientes, atraviesa sus miem-
bros, suscita sus movimientos y los hace fáciles, una certeza
que, ebria de sí misma y de su propio gozo, proyecta siempre
alguna empresa nueva, el plan de algo que nunca ha existido
hasta ahora, una existencia ampliada y más plena, en la que
la felicidad de ser será mayor aún. Y es esta fuerza la que, por
primera vez, vacila, aquí, en esca ciudad ...
Michel Henry 27 1

-¿Por qué?
Con infinita ternura, su mano se posó sobre mi hombro,
su rostro se aproximó aún más al mío, y su susurro se volvió
tan perceptible, tan claro lo que decía, que sus palabras perma-
necen en mí todavía hoy:
-¿Por qué ... , sí, por qué? He comenzado a atisbar una
respuesta cuando la cuestión se me ha presentado en su forma
más precisa, más exacta: ¿por qué aquí, en Aliahova, allí don-
de la vida había alcanzado un grado de esplendor, de profu-
sión, de altura y de riqueza que no había alcanzado nunca en
ninguna parte?; sí, ¿por qué era precisamente allí donde iba a
fracasar y a perdernos con ella? Es que ... este triunfo, este éxi-
to excepcional del que nuestra ciudad da un testimonio des-
lumbrante, no se manifiesta sólo en el dominio de la creación
artística o de la experiencia espiritual. Al mismo tiempo que
estas formas superiores y, en muchos aspectos, como condicio-
nes y también como resultados de ellas, se ha desarrollado un
conjunto de técnicas de toda clase, un formidable dispositivo
instrumental, procedimientos ingeniosos y eficaces, cada uno
de los cuales, sin embargo, ocupaba el lugar de alguien y de
su esfuerzo, haciéndolo ahora inútil. Y fue así como la tensión
interior de la vida, esta fuerza de mirada penetrante y de una
tenacidad invencible que había luchado y aguantado contra
la intemperie, el hambre, el enemigo, los obstáculos, llegando
hasta su límite y, en aras de la vida, hasta la muerte, esta pasión
que absorbía a la persona entera y la lanzaba hacia delante, ha
sido reemplazada en todas partes por mecanismos que funcio-
nan solos, sin que podamos hacer otra cosa que verlos trabajar.
Es una extraña historia: cada progreso de la vida se ha vuelto
contra ella, cavando bajo sus pies el hoyo en el que había de
enterrarse. Tome la actividad en su forma elemental, el depor-
te; todo el mundo habla de él, pero nadie lo practica. Y usted
ve a la muchedumbre sentarse en las gradas del estadio para
asistir a las proezas de unos histriones a sueldo -cuando no
272 Amor a ojos cerrados

es para apostar por ellos- y luego volver a la tarde, vagamente


descontenta porque, según cree, sus favoritos no han ganado,
y en realidad porque no ha hecho nada, porque ha perdido el
sentido del sufrimiento y por tanto del gozo. Mire a todos esos
hombres cebados denunciar el hambre, del que ya no tienen
la menor idea. ¡Qué simplista es la ideología materialista que
pretende explicar la maldad moral y los desórdenes del espíritu
por la miseria física! Ningún hambriento ha sido nunca neu-
rasténico, y es este mundo atiborrado de todo el que vacila y
sufre vértigo ante su propia nada. Porque este poderío del amor
salvaje que no cesaba de actuar persiguiendo el bien de las per-
sonas y la mejora de las cosas está hoy a tal punto enterrado
bajo los múltiples logros que ha suscitado, que se ha perdido
de vista por completo y se niega que exista. Ya no se trata de
abrirse a ese amor, de invocar su venida, de darle las gracias, de
hacer silencio en medio del día y ponerse a su escucha. Todo lo
que recuerda esta fuente secreta de cuanto hay o la conducta
de quienes quieren volver a encontrarla y sumergirse de nuevo
en ella, se ha vuelto objeto de abominación. También todo lo
que procede evidentemente de ella, toda obra diferente, toda
marca de superioridad. Esta es la razón por la que, cuando ya
no se conocen más que los bienes materiales, el resentimiento
se desencadena, y la razón por la que van a arder los claustros
y los conventos y la ciudad misma.
El fundador de la orden a la que tengo el honor de perte-
necer y cuyo cargo he debido asumir era un cierto Atanasio.
Su vida se conoce mal y su nombre ha sido totalmente olvi-
dado. No se sabe de él más que una cosa: que obligaba a los
monjes a vender sus caballos y les prohibía el trabajo manual,
que procura dinero, organiza un mayor bienestar y engendra
el progreso. ¡Qué lucidez!
En la pieza, en la que un resplandor tenue combatía el
influjo de la sombra, se hizo de nuevo el silencio, repentina-
mente tan lleno de angustia, que me parecía que la noche que
Michel Henry 273

estaba acabando se llevaba con ella los últimos jirones de nues-


tra esperanza.
-¿Entonces -pregunté-, el espíritu puede morir?
-Algunos , entre ellos uno de nuestros mejores escritores,
dicen que el hombre ha inventado a Dios para no tener que
matarse, y que este ídolo sublime sólo subsistirá mientr as que
el astuto pensamiento que lo ha producido conserve , en su
deseo de sobrevivir, la fuerza para engañarse a sí mismo.
El gran canciller se volvió hacia mí, casi amenazante, su
rostro se tensó y vi batir la sangre en su cuello escuálido.
-Se lo pregunto -continuó-: ¿y si Dios fuera esto: vi-
vir sin querer matarse? ... Nos hemos fiado de un principio
espiritual, nada de lo que está relacionado con él, nada de lo
que amamos ni de lo que queremos perecerá.
-¿Qué debo hacer, entonces?
-Diga todo lo que ha visto aquí , y también lo que va a
ocurrir ... muy pronto.
Elevé una mirada inquisitiva hacia él, que parecía repen-
tinamente habitado por una calma sobrenatural. Una sonrisa
indefinible fue lo único que respondió a mi expectativa.
Comprendí que nuestra conversación había terminado y
me incliné para despedirme. Pero la mano se posó de nuevo en
mi hombro , guiándome con una presión imperceptible a tra-
vés del dédalo de pasillos, por el que mi huésped se deslizaba
sin ruido, avanzando con tanta seguridad que parecía ver en la
oscuridad el secreto de aquellos pasadizos.
Nos detuvimos en lo alto de la gran escalera. Sentí la pre-
sión, ahora más fuerte, de la palma de su mano y, al separarme
de él, su brazo levantado dibujó en el espacio borroso un signo
de bendición.
Había alcanzado, como en un sueño, los últimos peldaños
cuando oí resonar extrañamente bajo la inmensa bóveda estas
palabras desconcertantes:
-¡Ah, me olvidaba -decía la voz-, cuide de Débora!
274 Amor a ojos cerrados

Me volví; la alca silueta negra desaparecía tras la balaustra-


da de mármol.

***

Se dice que en Aliahova, en la época de su esplendor, las


mujeres, para mejor ejercer su fascinación y volver sus ojos
más grandes aún, no dudaban en utilizar ese veneno al que
se ha dado luego el nombre de belladona. Verdad o leyenda,
este recuerdo se presentaba a mi espíritu cada vez que me re-
unía con Débora, a tal punto su seducción parecía resultar de
alguna alquimia subterránea, de algún acuerdo mágico entre
la naturaleza y el artificio; y por más que reconocía en aquel
rostro encantador, cuyas facciones recorría ávidamente, todo
lo que ya había admirado en él, era como si surgiera de pron-
to ante mí alguna cosa desconocida y que hasta entonces me
hubiera estado oculta, como si el instante en que yo hacía este
descubrimiento hubiera precedido a todos los instantes que yo
viviría, el único objetivo y la única razón de los cuales sería re-
conducirme al lugar de mi admiración. Aún dormía cuando el
aliento de Débora me sacó del sueño; su mirada inmensa me
contemplaba con atención y me pregunté si acaso pertenecían
al dominio de los sueños el anciano fatigado que me había
expuesto durante la noche el destino terrible de la ciudad o
esta mujer indeciblemente bella que se inclinaba sobre mí. Me
reprochó entre risas que me hubiera olvidado de nuestra cita
y se fue a charlar con Otro en canto yo me vestía apresurada-
mente. Habíamos acordado ir a comer juntos y pasar aquel
día preocupándonos, no del resto del mundo, sino de nosotros
mismos y de esta felicidad que parecía hacernos invulnerables
como ella. Todos los restaurantes de la ciudad habían cerrado
sus puertas, pero el mercado negro, compañero habitual del
hambre, había hecho su aparición y ya florecía. Se decía que
en las inmediaciones del puerto los pescadores se encargaban
Michel Henry 275

de cocinar en sus chamizos el pescado que capturaban en las


raras salidas autorizadas o de modo clandestino por la noche,
volviendo a traer las redes a nado. Bastaba con darse a conocer
a uno de ellos para que le invitara a uno a su casa y, a puerta
cerrada, se alcanzaba fácilmente un acuerdo sobre el precio
según el tamaño de la presa, aún palpitante. Es verdad que
circular por la ciudad no carecía de riesgos. En la época en
que las calles todavía estaban llenas de vida, la gracia irreal
de mi amiga atraía sobre ella todas las miradas y yo siempre
temía que hubiera alguien que nos reconociera y nos perdiera.
Pero ahora Débora se ocultaba, cambiando cada día de disfraz,
llevando casi siempre un velo a la manera de las mujeres nó-
madas venidas de la meseta, una marca de alheña entre los ojos
y un albornoz oscuro sobre su caftán bordado. ¿Quién habría
podido reconocer, bajo el velo negro, aquel rostro resplande-
ciente, que, según me parecía, ya sólo cobraba color para mí? Y
además los curiosos eran cada vez menos numerosos. A conse-
cuencia del terror y el hambre, las plazas se habían vaciado. A
la salida de los callejones los mercados pavimentados desplega-
ban sus espacios vacíos como símbolos de muerte. Tras las fa-
chadas, emboscados en los patios, caminando presurosamente
por una callejuela cercana, adivinábamos la presencia de seres
muy próximos pero asustados, que rehuían más que nunca el
menor encuentro, y así era tanto con los animales como con
los seres humanos. Expulsadas de las alcantarillas inundadas u
obstruidas, grupos de ratas de pelaje grasiento pasaban junto
a las paredes; los gatos no osaban maullar, sino que desapa-
recían por un tragaluz en cuanto veían a alguien. Por todas
partes, hasta en las entrañas de la tierra, una vida acorralada
estaba al acecho, aprovechando el silencio para sacar la nariz
y lanzarse a la búsqueda de algún alimento imaginario antes
de agazaparse ante el menor signo de peligro. Y hasta la brisa
del mar, cuando susurraba en los árboles, parecía dar voz a un
pánico mudo.
276 Amor a ojos cerrados

Había oído contar a Denis que durante un viaje que hizo


siendo muy joven a la lejana Norcadia, el país más septentrio-
nal del mundo, en el que, en verano, el sol no se acuesta, en
una ocasión le despertó la luz, que él creyó ser la de la maña-
na. Habiéndose levantado, erró por una ciudad deshabitada,
maravillado al principio, asombrado, pasando ante las casas
cerradas como por un decorado de teatro, escuchando el silen-
cio de los parques desiertos, antes de desembocar en el puerto,
ante una mar absolutamente lisa. Y entonces se apoderó de él
una especie de terror, se puso a gritar, a correr a la búsqueda de
alguien, fuera quien fuera, empleando, como el hombre dor-
mido que quiere evadirse de una pesadilla, todas sus fuerzas
en la huida, hasta el momento en que, ya sin aliento, se había
derrumbado sobre las losas de un malecón. Hay que confesar
que en aquellos días de angustia Aliahova se parecía a la capital
nórdica abandonada a su claridad polar, de modo que Débora
y yo no sabíamos muy bien si nos movíamos en el espacio del
sueño o en el de la locura.
Al acercarnos al puerto reconocí un antiguo porche en el
que una piedra saliente llevaba gravado el escudo de la ciudad.
Conducía a un patio que un olmo centenario cubría con su
follaje majestuoso. A su sombra estaban dispuestas la mesas de
un restaurante regentado por una mujer, todavía joven y casi
obesa, pero asombrosamente viva y activa, y que preparaba
platos deliciosos. Era allí donde Débora y yo habíamos comi-
do juntos por primera vez. Habíamos vuelto allí a menudo,
para mezclarnos con un público de asiduos discretos, a los
que unía, al parecer, la misma afición a aquel lugar retirado.
No pudimos resistirnos a la tentación de volverlo a ver, pese
al riesgo de encontrarlo abandonado. Cuál no fue nuestra sor-
presa cuando, al salir del porche, encontramos el espectáculo
que tanto nos gustaba: ¡los comensales numerosos, el rumor
de las voces, los camareros yendo y viniendo con los brazos
cargados de platos! Conduje a Débora al único lugar que ha-
Michel Henry 277

bía quedado libre. La patrona nos vio y, tras haber servido a


algunos clientes, se acercó a nosotros con una bandeja. Me
devolvió la sonrisa, se indinó sobre la mesa para disponer los
cubiertos y nos susurró en voz baja:
-No pueden quedarse aquí. ¡Váyanse de inmediato!
Me quedé atónito. Débora me tocó la mano. Nos escabu-
llimos, cuidándonos de evitar las miradas que nos acompa-
ñaban. En la calle desierta nos pusimos a correr, girando a la
derecha y luego a la izquierda, como nos habíamos acostum-
brado a hacer.
-¿Qué ha ocurrido? -pregunté en cuanto estuvimos le-
jos y seguros de estar solos-. Me parece que nos ha reconoci-
do a pesar de nuestros disfraces.
-Ha visto, en todo caso, que no formábamos parte de su
nueva clientela.
-¿Qué quieres decir?
-Que, según parece, este lugar tan agradable sirve de can-
tina a los nuevos amos. Por eso se ha abierto de nuevo y la
comida abunda en él. ¿Has visto esas cabezas? Iba a decirte
que había que irse cuando la patrona vino a advertirnos del
peligro .
Ya no teníamos hambre.
-Vamos al Zagore -dijo Débora.
Al oeste de la ciudad el litoral cambia de aspecto. Ya no
es el desierto de arena, la curva huidiza de las largas playas, el
mar sin color que parece perderse en la ausencia de formas.
Las colinas verdecidas del Tinto caen en picado hasta la orilla
del mar y la cortan en una sucesión de pequeños golfos y de
promontorios de caliza blanquecina sobre la que destaca , hasta
el límite de la tierra, desafiando al cielo, un ejército de pinos
gigantes. Toda esta costa sinuosa está llena de sorpresas, cada
recodo descubre un paisaje nuevo , limitado , es verdad, pero
a la manera de aquel jardín primitivo del que se dice que fue
el paraíso. Pequeñas llanuras se abren sobre una cala de guija-
278 Amor a ojos cerrados

rros; una vegetación exuberante, de la que emergen las siluetas


de los álamos, las invade; filas de rosales descoloridos ocultan
construcciones enjalbegadas. Cada bahía alberga un puerto en
miniatura. Hechos de planchas ligeras, algunos frágiles embar-
caderos reptan al nivel de las mareas. Pegados al peñón, hay
espigones cortos que ofrecían su punto de anclaje a los nu-
merosos barcos que descansaban en estas aguas resguardadas.
Aquel día ya no vimos ninguno, y no fue una sorpresa. Estas
riberas de fantasía eran frecuentadas desde la primavera por
los habitantes del Tinto, que habían vuelto a pintar las viejas
casetas de los pescadores para convertirlas en cabinas de baño.
Y las embarcaciones que se sacaban a tierra en invierno y que
venían a reparar los obreros en paro del arsenal ya no eran las
pesadas barcazas de antaño, sino veleros de categoría. ¿Qué
había sido de ellos? ¿Qué había sido de sus propietarios? Se me
hizo un nudo en la garganta.
Pero Débora, a mi lado, parecía cautivada por el encanto
de esta comarca marítima. Y mientras pasábamos ante algún
hostal con los postigos cerrados y cuya pintura ya se descon-
chaba, o mientras, al recorrer estos campos idílicos, adivinába-
mos a través de sus frescos cercados de follaje viviendas com-
pletamente abandonadas, la extraña soledad de estos lugares,
antaño reservados al placer, el silencio en el que se habían
extinguido las confidencias y las risas de una muchedumbre
elegante y frívola, venían a presentar a nuestro amor la ofrenda
de su dulzura un poco triste.
¿Experimentaba ella, como yo, la alegría inmotivada que a
veces se mezcla con la melancolía? Débora se puso a canturrear
antiguas endechas, tan diferentes de las vulgares cancioncillas
de nuestra época. Oí, como si fuera la primera vez, el chorro
oscuro y áspero de la voz que se elevaba y caía al ritmo de una
respiración que ya no era la suya, sino la del poema al que ella
prestaba la vibración de todo su ser. Las palabras se me esca-
paban a menudo, perdidas en la brisa, recubiertas por el cha-
Michel Henry 279

poteo sedoso de las olas. Pero lo cierto es que no importaban


tanto cuando se trataba, más allá de ellas y del lugar donde se
formaban, del puro movimiento y del sobrecogimiento de la
vida, de su primera aprensión muda, de su pulsión oscura ha-
cia el objeto desconocido del sufrimiento. Reconocí la canción
de la prometida negra, de la que nadie sabía de dónde venía, y
que se fue sin dejar rastro.

Era la prometida negra.


Su nombre semejantea la luz
Se ha desvanecido...

Así decía aquella romanza, que me gustaba porque esa


mujer misteriosa y esquiva era la que, por un favor incom-
prensible del destino, caminaba a mi lado, con los pies des-
nudos en el agua, las sandalias en la mano, y sin intentar
dejarme.
Fue entonces cuando Débora me habló del poeta Manolis,
que compuso estos versos poco antes de volverse loco. Desde
hacía ya varios años se negaba a ver a sus amigos, teniéndo-
los por responsables de la corrupción de una sociedad que no
le había reconocido. Y precisamente en el momento en que
ellos comenzaban a quererle por él mismo y no por su gloria
hipotética o por las largas veladas pasadas bebiendo y cantan-
do juntos, fue cuando se apartó de ellos con cólera, antes de
abandonar a su propia mujer, que no había dejado de servirle.
Así hace la vida, decía Débora: termina por producir en los es-
píritus más sensibles una obnubilación creciente, cuando uno
creía que iba a revelarles por fin su propio secreto y el de las
cosas.
-¡Y pensar que Manolis -continuó pensativa- quemó
con sus propias manos todos sus poemas!
Débora se había vuelco a anudar las sandalias, aparcando
con un golpe seco un guijarro , que rodó por el agua.
280 Amor a ojos cerrados

-Yo soy como Ossip -dijo con fogosidad-: odio la


destrucción, sea del tipo que sea. Es verdad que esta clase de
crímenes, que nos resultan insoportables, se han cometido
en todas las épocas. Hace varios siglos, el dueño de la ciudad
había dado la orden de aniquilar todas las representaciones
sagradas. Mi padre dice que el esplendor de Aliahova sobre-
pasaba entonces lo más sublime que la imaginación pueda
concebir. Los iconos más bellos que el conservador te ha
mostrado, el teognosta resplandeciente que admirabas tanto
en casa de Ossip, los frescos de la Gran Jorá, antes de que
esos granujas los embadurnaran de cal, parecían insignifi-
cantes al lado de los mosaicos que recubrían de arriba abajo
el interior de las basílicas. La luz no iluminaba las escenas
pintadas, sino que brotaba de ellas conforme a la hábil dis-
posición de una miríada de cubos de vidrio con matices, re-
flejos y efectos que variaban al infinito a merced del instante,
del paso de las nubes, como si la eternidad del signo sagrado
inscrito en el muro hubiera decidido no brindarse a la mira-
da deslumbrada del catecúmeno más que por medio de una
imagen armonizada con el ritmo natural del mundo al que
todavía pertenecía. Sí, fue la totalidad de estas obras mágicas
lo que se decidió destruir sistemáticamente, y eso en una
época de fe, bajo un gobierno creyente, con el asentimiento
de los jefes religiosos. ¡Y corcaron la mano a los artistas que
habían concebido esas obras maestras, para asegurarse de que
no volverían a hacerlo!
Es verdad -continuó Débora con un trazo sombrío en
la frente-, es verdad que había un viso de razón en ese com-
portamiento monstruoso . La fascinación ejercida por los mo-
saicos y su poder de persuasión eran tales, que una muche-
dumbre cada vez más numerosa se agolpaba a la puerta de los
conventos. Sin embargo, los monjes no pagaban impuestos
y estaban exentos del servicio militar. A cada conversión, se
perdía un contribuyente a la hacienda pública y un soldado
Michel Henry 281

para la defensa de la ciudad, precisamente en un momento en


que estaba amenazada por las hordas bárbaras, por todos los
pueblos celosos de su grandeza y de su magnificencia. Esta es
la razón, según se dice, por la que los consejeros del gobierno
instaron a que se tomaran estas medidas de salvaguardia que
juzgaban indispensables ... Hoy, en cambio, es mucho peor, no
hay otro móvil que el odio ...
Puse la mano en el hombro de Débora:
-No pensemos más en ello. Mira la belleza de este día,
mira el mar.
El otoño, en Aliahova, es como un verano que no acabará
nunca. Las brumas de septiembre se han ido, perseguidas por
la tempestad del equinoccio. Llegan entonces días inmóviles,
cada uno semejante al que lo precedió. Tan perfecta es la trans-
parencia del aire que el horizonte parece muy próximo, los co-
lores comienzan a vivir con una intensidad nueva y las formas
adquieren un perfil tan vigoroso que uno cree ver el mundo
por primera vez. Los sonidos tienen eco, el silencio se vuelve
audible. Sobre el esqueleto mineral de los grandes faldones
calcáreos que descienden hacia la llanura, sobre los edificios
de piedra de la ciudad, sobre sus murallas de luz, se extiende el
cielo como un color puro. Y cuando llega el día de los difun-
tos, hace falca perderse en la concavidad de los pequeños valles
para descubrir, con las primeras hojas de oro, la señal del cam-
bio. Poco a poco, por matices imperceptibles, porque el aire de
la mañana es más fresco y el cielo más desesperadamente azul,
uno advierte que una amenaza se cierne sobre el verano, que
el tiempo pasa pese a todo, hasta el instante en que el viento
abrasador venido de más allá de los mares se levantará como
un loco, chocando de frente con el cierzo helado que le escu-
pe su desafío y le sale al encuentro descendiendo rápidamen-
te por la meseta. Entonces el cielo se enroscará en sí mismo
como una ola gigantesca suscitada por corrientes furiosas, y
los relámpagos la atravesarán como espadas sangrientas antes
282 Amor a ojos cerrados

de que ella se precipite de golpe sobre la tierra estupefacta para


sembrar en ella la desolación.
Noté el cuello de la chaqueta contra la piel húmeda. El
aire estaba tibio; en torno a nosotros el paisaje se velaba in-
sensiblemente; la profundidad de los planos, la precisión de
las formas, el resplandor sombrío, muy cerca de nosotros, de
un laurel junto a un muro inundado de sol, todos los detalles
agradables del lugar en el que nos habíamos detenido se borra-
ron, anegados en una especie de bruma de color de cinc que
lo invadía todo.
-Volvamos -dijo Débora.
Busqué su mano, pero ella corría ya delante de mí, tan
rápido que me costaba darle alcance. Creí que se trataba de un
juego, pero al llegar a su altura vi su rostro pálido, sus labios
exangües y su mirada perdida en la lejanía.
-No pasa nada -susurré-, no es más que una tor-
menta, encontraremos refugio en una de esas cabañas aban-
donadas.
-¡Buena falta nos hace!
Y cuando le pregunté que qué temía, no obtuve otra res-
puesta que su respiración entrecortada y la prolongación de
esta carrera desbocada, a un ritmo que, bien lo veía yo, no
podríamos mantener hasta llegar a la gran ciudad lejana.
El ruido del mar ahogaba el de nuestras pisadas sobre los
guijarros batidos por el oleaje, cada vez más furioso. El viento
del sur soplaba con violencia dispersando la bruma, inclinaba
hasta el suelo los troncos de los árboles doblados por la mitad,
y cuyas hojas huían de golpe como una bandada de pájaros
alarmados. Mientras recorríamos un pequeño puerto, cuyo
viejo y gastado embarcadero se adentraba en el mar trazando
un arco, las trombas de agua se abatieron sobre él, sumergién-
dolo por completo. Las nubes pasaban por encima de nosotros
a toda velocidad, se alargaban en todas direcciones, adoptando
formas extrañas que no tardaban en desaparecer. Tan pronto
Michel Henry 283

semejaban el rostro de una mujer o su cabellera suelta, como


un dragón con la boca envuelta en humo, o incluso, desvián-
dose oblicuamente a través del espacio pálido, las dos alas gri-
ses de un águila enorme. Semejantes a toques de trompeta de
un guerrero ebrio, el restallido de los truenos sacudían el aire
y su estruendo se propagaba hasta los flancos abruptos de la
montaña antes de refluir hacia nosotros con un clamor sordo.
Los relámpagos se multiplicaban, iluminando el mar y el curso
crecido de los arroyos, arrojando sobre las grandes superficies
tumultuosas su siniestro reflejo rojo, como si tuvieran el poder
de transformar las aguas en sangre. En la claridad provocada
por el rayo se abrían bruscas perspectivas hacia el firmamento
salpicado de innumerables globos irisados, hacia un sol invi-
sible. Por cien valles abiertos en el cielo se deslizaba por un
instante una luz de oro, nimbando con resplandores mágicos
las acumulaciones monstruosas de nubes; y cuando un rayo
se posaba en la tierra, arrancando a la noche una parcela de
landa, un bosquecillo, una mata de hierba, su resplandor fugi-
tivo descubría a nuestros ojos deslumbrados la vida secreta de
las plantas, los grandes pinos que temblaban en una claridad
irreal, semejante a la de la mañana.
Sin embargo, la tempestad arreciaba. Sobre la mar de cris-
tal incandescente, una muralla de basalto cerraba el horizonte.
Era el frente del tornado, y lo vi avanzar hacia nosotros pre-
cedido de relámpagos y brumas. En vano intenté arrastrar a
Débora a algún refugio. Se obstinaba en seguir su camino, a
un ritmo lento y regular cuando ya no podía más, indiferente
al desencadenamiento de la tormenta, echándose a correr de
nuevo en cuanto recuperaba el aliento.
De pronto nos vimos en el centro del ciclón. Un torbellino
se elevaba de la tierra en el mismo lugar en el que nos encon-
trábamos, lanzando al aire una nube de polvo, de ramajes,
de grava que nos azotaba el rostro, al mismo tiempo que una
ráfaga de agua de mar tan violenta que a punto estuvimos de
284 Amor a ojos cerrados

caer. Unas olas enormes y turbias hacían rodar por la playa sus
crestas amenazantes antes de hundirse a nuestros pies con un
estruendo ensordecedor. Me temí un maremoto y logré per-
suadir a Débora de que nos adentráramos en tierra. Al volver-
nos, vimos subir de la superficie espumosa un vapor de alabas-
tro que se transformó en bruma; sus espirales blanquecinas se
elevaron a su vez, chocando contra el vientre de unas enormes
nubes malvas y negras alrededor de las cuales se enrollaban
como volutas que se confundían con las cimas nevadas de una
montaña gigantesca, cuyas poderosas estribaciones chocaban
entre sí, mezclándose unas con otras antes de desaparecer en
una noche repentina, mientras que a lo lejos un sol de oro di-
bujaba mundos nuevos. Miré estupefacto la alquimia de estas
formas luminosas que subían y bajaban, transformándose sin
cesar, aclarándose y oscureciéndose sucesivamente, mientras
que, semejantes a una serpiente gigante que se despierta y ex-
tiende la fantasmagoría de sus anillos multicolores, las fuerzas
inmensas del universo escapaban de las cosas o se mantenían
adormecidas para luego desplegar de golpe su poder sin freno.
Y mientras nos balanceábamos bajo la borrasca demencial, pe-
gados a los arbustos, que nos arañaban al pasar, cegados por
el chaparrón, cruzando sin verlos mil arroyos que acababan de
nacer y nos cortaban el paso, agarrándonos a las piedras para
evitar ser arrastrados por la corriente, me parecía que ya no ha-
bía arriba y abajo, que no era solo el suelo por el que dábamos
traspiés, sino la tierra entera la que se hundía bajo nuestros
pies, atraída hacia algún torbellino cósmico para, perdida en
él al igual que otros universos, ya no ser más que una esfera
insignificante.
Pese a ello, plantando cara a la tormenta, luchando con
todo su cuerpo, Débora continuaba avanzando, y cuando el
resplandor de un relámpago descubrió ante nosotros una ruta
libre de obstáculos, emprendió de nuevo la carrera hasta caer
agotada en mis brazos, con el rostro bañado en lluvia y en
Michel Henry 28 5

lágrimas. Y entonces, volviendo hacia mí sus ojos agrandados


por el miedo, me suplicaba que nos pusiéramos en marcha
de nuevo; yo la llevaba o la sostenía, y continuamos nuestro
camino, semejantes a ciegos.
Cuando nos aproximábamos a las puertas de la ciudad,
una línea de ópalo cortó en dos el cielo de seda, dejando que
se filtrara una luz pálida que hacía más fácil nuestro avan-
ce. El camino de tierra que seguíamos serpenteaba entre dos
huertos, al pie del Tinto. Estaba cubierto de ramas rotas, de
regueros de barro y de arena que las aguas acababan de dejar
al retirarse. Aplastábamos bajo nuestros pies frutos verdes que
el viento había arrancado a las higueras que había junto a los
muros bajos de piedra. Las ranas huían torpemente de noso-
tros . Nos estábamos esforzando por rodear un gran charco que
nos cortaba el paso cuando se presentó delante de nosotros la
alta silueta de un caballo rojo desbocado. Asperjes de espuma
salieron despedidos a su paso y, para cuando cayeron sobre no-
sotros, él ya no era más que un fantasma verdoso caracoleando
sin rumbo en medio de la noche.
Se hizo de nuevo la oscuridad. Avanzábamos a bulto, y
nuestros pies se hundían en el suelo reblandecido o se empa-
paban al paso de alguna corriente cuya superficie granulosa se
confundía con la de sus inestables orillas. De vez en cuando,
cuando se repetían los truenos, era como si, en medio de su
restallido terrorífico, nos fueran devueltos por un instante los
fragmentos de un mundo maravilloso y pretérito. Se ilumina-
ba entonces el campanario de una iglesita blanca, una plaza
en torno a la cual se agolpaban casas humildes de fachadas
acogedoras, con techumbres de tablillas sujetas con piedras.
El arcoíris se alzó por encima de un cementerio de tumbas
desbaratadas.
Y luego, de golpe, nos vimos en la ciudad. Estaba abso-
lutamente desierta. Del Tinto bajaban torrentes de lodo. No
nos molestamos en evitarlos; a cada paso el agua refluía de
286 Amor a ojos cerrados

nuestros zapatos con un gorgoteo nauseabundo y nos cho-


rreaba por la piel bajo nuestras ropas informes. Débora se
había echado a correr de nuevo, pero yo veía en su rostro
descompuesto que no había recuperado las fuerzas, sino que
era la inquietud lo que le proporcionaba esa última ener-
gía. Cuando la vi dirigirse a Caprara, la angustia se apoderó
también de mí. La interminable calle de los Comerciantes
parecía anunciar el fin del mundo. Las papeleras, que ya no
se vaciaban, estaban volcadas . Zigzagueamos entre montones
de detritus rodeados de pequeños charcos aceitosos. Ayudé a
Débora, que estaba agotada, a subir las grandes escaleras de
la villa. La enorme colina ofrecía un espectáculo increíble.
Batidos por la lluvia que arreciaba, reluciendo vagamente en
la claridad crepuscular, millares de papeles grasientos, restos
de comida, mondas de naranja, cajas de cartón, libros des-
trozados, trozos de sillas rotas, cubrían el suelo encharcado.
Débora se precipitó lanzando un grito. La majestuosa puerta
estaba abierta de par en par, con las dos hojas pegadas contra
el muro; la borrasca penetraba bajo las altas bóvedas. Fuimos
derechos a la escalera de mármol. En los últimos escalones
vimos una larga silueta negra rendida cabeza abajo, con una
mejilla apoyada sobre la piedra y con los ojos cerrados. De la
boca salía un hilo de sangre. El gran canciller estaba muerto.
Arrodillada ante él, Débora buscaba en vano en las manos,
en el corazón, en la mirada ausente, un último signo de vida.
Y entonces, con el pecho sacudido por los sollozos, los cabe-
llos revueltos, el rostro pegado al del muerto, cubriéndole de
besos la frente, las mejillas, los labios, los párpados, tendida a
su lado, estrechándolo en sus brazos, antes de quedar inmóvil,
pareció que también ella había dejado este mundo.
Mientras contemplaba este espectáculo asombroso, un
ruido de pasos resonó detrás de mí. Saqué el puñal, feliz de
batirme y de poder morir por fin. Pero el sorprendente corte-
jo que avanzaba hacia nosotros pasó cerca de mí sin detener-
Michel Henry 287

se. Dos hombres vestidos de negro, con la frente cubierta por


el capuchón, iban delante, seguidos de seis mujeres con lar-
gas túnicas de lino fino, veladas también. Al llegar al pie de
la escalera, dos de ellas tomaron a Débora por los hombros,
levantándola y apartándola dulcemente. Las otras habían ex-
tendido una gran sábana blanca en la que, ayudadas por sus
compañeros, envolvieron el cuerpo del gran canciller. Luego,
tomando cada cual una parte del sudario, con los hombres
colocados esta vez en el centro, donde el cadáver pesaba más,
y con una mujer sosteniendo a Débora, el cortejo partió de
nuevo hacia una de las puertas interiores de la gran sala, la
misma por la que había venido. Saliendo de mi estupor, qui-
se unirme a los porteadores y reclamé mi parte de la carga.
El monje al lado del cual me encontraba descubrió su rostro:
era el hermano Otto.
-Vaya a casa -me susurró sin mirarme-, yo me reuniré
con usted.

***

Estaba sentado sobre mis piernas plegadas, con las manos


cruzadas detrás de la nuca, como me habían enseñado en el
monasterio de la Montaña Alta, pero el cuerpo no podía ha-
cer nada por el alma, quebrantada en lo más profundo; no
conseguía alcanzar un estado de paz. Seguía con los ojos muy
abiertos, contemplando el horror de aquella visión que nada,
ni la noche ni el tiempo del olvido, me ocultarían jamás, y
la conmoción me paralizaba todavía cuando Otto entró en
mi habitación. Se sentó pesadamente en el borde la cama, sin
aliento. Noté en él, a través de la oscuridad, pensamientos se-
mejantes a los míos, o más bien la misma obsesión, y un dolor
tan fuerte, que sin duda fue este el que, sucumbiendo a su
propio exceso, le llevó a hablar y a relatarme el largo calvario
de aquel a quien él amaba.
288 Amor a ojos cerrados

-Ayer estaba aquí, al comenzar la tarde, cuando oí en


la calle idas y venidas poco habituales. Alertado por un pre-
sentimiento funesto, decidí ir a enterarme, pese a los repro-
ches de nuestra buena casera, de la causa de este trajín. La
ciudad estaba conmocionada. Bandas de jóvenes recorrían
las calles, llegando de todos lados. Algunos venían de lejos,
de la llanura, de las colinas, de la montaña, montados en lar-
gas carretas que arrastraban laboriosamente tiros sin aliento.
Otros, más numerosos, iban a pie, con la cara descompuesta
y las camisas empapadas de sudor. Otros, en fin, salían de
las grandes casas requisadas del centro de la ciudad. Apenas
cerradas las puercas del porche tras la marea de la gente que
acababa de salir, resonó un coque se silbato y los adolescentes
se alinearon; uno de ellos, apenas mayor que los otros y que
se mantenía a un lado, dio la señal de partir y el grupito se
puso en movimiento. Este espectáculo se repetía a lo largo
de codo el recorrido que hice a través de la Señoría. Todo el
mundo se dirigía al mismo lugar por itinerarios cuidadosa-
mente estudiados, rodeando las zonas devastadas, evitando
las calles obstruidas, los espacios inundados. Cuanto más
avanzábamos, más numerosos eran los grupos. Era fácil ver
que había un plan que presidía la activación de un disposi-
tivo de envergadura, y, cuando entramos en el barrio de los
comerciantes, tuve la intuición terrible de lo que se prepa-
raba. Eché a correr como un loco y, dejando el camino que
seguíamos, intenté adelantar a la muchedumbre que lo ates-
taba tomando por callejuelas laterales. Pero por más que ade-
lantaba a numerosas formaciones, todas constituidas según
el mismo orden, siempre aparecían otras delante de mí, y así
fue hasta la colina de Caprara, que logré alcanzar pese a las
protestas o las amenazas de aquellos a quienes apartaba sin
contemplaciones de mi camino. La explanada estaba com-
pletamente cubierta de escuadras de guardias, y aproveché
el escaso espacio libre entre sus recuadros organizados mili-
Michel Henry 289

tarmente para abalanzarme hasta el gran portal, que alcancé


temblando. Tardé muchísimo en deslizarme dentro del edi-
ficio, hasta que me encontré definitivamente inmovilizado,
con la espalda pegada a la pared, nada más llegar al interior.
Lo que yo temía se desplegó ante mis ojos. Por encima
de una muchedumbre tan densa que era imposible hacer el
menor movimiento y costaba respirar, se había erigido una
especie de pretorio sobre los primeros peldaños de la gran es-
calera. Un hombre estaba al borde del improvisado estrado,
alta silueta oscura de rostro pálido, con los ojos cerrados sobre
su sufrimiento, tan lejos de todo lo que lo rodeaba, inmerso
en una ausencia tal, que, dirigidos hacia él, agrandados por la
impaciencia y el odio, mil ojos trataban en vano de atrapar no
sé qué secreto eternamente sustraído a su furor.
Había seis hombres plantados detrás del gran canciller, de
pie también ellos. A diferencia de las caras gesticulantes de la
masa encolerizada que se agolpaba a sus pies, de todos esos
rostros contraídos por una curiosidad sórdida, sus caras, más
refinadas, permanecían impasibles y reconocí fácilmente en
ellas la ponderación, la expresión abierta, la inocencia fingida,
la astucia que caracterizaba a los principales jefes revoluciona-
rios de Aliahova. Yo había llegado en medio del interrogatorio
y comprendí que, a pesar del silencio despectivo de su futura
víctima, se esforzaban por seguir siendo dueños de sí mismos y
del gran espectáculo que habían decidido ofrecer al populacho
pasmado.
El silencio se volvía agobiante, el sol se había velado. Sobre
la pantalla nocturna de las paredes de la inmensa sala sumida
en la oscuridad se destacaban vagamente todas esas personas
que parecían no existir ya por sí mismas y no querer otra cosa
que abandonarse a los excesos y a las delicias de la fiesta que
se les prometía. Observé atentamente los rostros que veía a
mi alrededor, los labios que temblaban ligeramente como al
estimar un placer, las bocas deformadas ya por el rictus de
290 Amor a ojos cerrados

los torturadores, las expresiones ávidas, y me pareció que cada


uno de ellos estaba ligado a todos los demás, animado de la
misma sed de un cataclismo inminente, fragmento de una
misma violencia ebria, demasiado tiempo contenida y lista
para desencadenarse. Tal era la dureza de las miradas, su brillo
fijo, la rigidez fúnebre de las facciones de todos estos verdu-
gos en potencia, que creí contemplar en sueños el siniestro
desfile de máscaras de papel de un carnaval monstruoso. Pero
por todas partes afloraban bajo la carne débil -más terribles
que esas imágenes espantosas, más verdaderas por desgracia
que sus caricaturas coaguladas- los sentimientos demasiado
reales de quienes habían venido a congregarse ante las puer-
tas de la nada. Y me pregunté si sabían lo que hacían, lo que
veían, en qué muerte participaban al deleitarse en el martirio
del inocente, si es que no en la suya propia. ¡Sí, era espantosa
aquella hueste aturdida, fascinada por el progreso inexorable
de su propia destrucción, nauseabunda, desprendiendo un
olor como de un alma que se pudre!
La espera, sin embargo, no podía durar indefinidamente.
Ya aparecían en el público signos de exasperación y de fati-
ga. Algunos comenzaban a arrastrar los pies, otros batían pal-
mas. Las siniestras marionetas alineadas en el estrado detrás
de nuestro Maestro se agitaron también. Tras un simulacro de
interrogatorio del que yo no había sido testigo y que quedó, al
parecer, sin respuesta, los polichinelas hipócritas que acumula-
ban las funciones de jueces y de animadores habían intentado,
uno tras otro, arrastrar al gran canciller a uno de esos diálo-
gos invertebrados y sin fin cuyo manejo habían aprendido en
nuestra universidad, convertida en campo de entrenamiento
antes de que ellos mismos cerraran sus puertas. Pero estas nue-
vas interpelaciones no fueron más que insultos, a los que el
gran canciller replicó con el mismo mutismo.
-Sus discursos -dijo el personaje del centro, a quien
una abundante cabellera con mechones rubios desordenados,
Michel Henry 291

los carrillos hinchados y un principio de sobrepeso conferían,


a pesar de su juventud , los primeros signos de la decrepitud- ,
sus discursos eran la cosa más coñazo que yo haya escuchado.
Y pensar que había que tragárselos si uno quería hacer carre-
ra y repetirlos en voz alca en todas partes, en la iglesia, en la
cama, en la oficina.
Por fin el público se sonrió, se escucharon aquí y allá risitas
nerviosas y, de pronto, satisfecho finalmente el deseo escondi-
do en el alma oscura de la multitud, se produjo un inmenso
clamor gozoso, un grito agudo venido del fondo de ella mis-
ma. Y entonces , del mismo modo que un fuego que se ha
declarado en medio de un bosque reseco por la canícula salta
las zanjas cortafuego que los guardias forestales han dispuesto
previsoramente en él, la risa histérica se propagó por encima
de nosotros y se la oyó repercutir a lo largo de interminables
pasillos y -a través de los pisos, que se pusieron a zumbar
uno tras otro con un eco satánico- ganar todo el edificio, y
de este modo descubrí que estaba lleno, hasta arriba, de escua-
drones de jaleadores.
Sobre el estrado, los seis fantoches lívidos comprendieron
que el fuego que acababa de prender no debía extinguirse.
-No comparto tu opinión , Gavrio -declaró con voz
pastosa el pelirrojo qu e se balanceaba a su lado-; esas ho-
milías no sólo eran un coñazo , ¡eran las más vacías jamás pro-
nunciadas por todos esos moralizadores que nos jodían la vida!
En la penumbra, mil caras vacías se animaron ; una mueca
deformó los espantosos perfiles, descubriendo, bajo el rictus
demencial, dientes semejantes a los de los lobos. Un alarido
venido de abajo silbó como un beso helado, se introdujo bajo
la espiral de la escalera blanca, y aquellos que, por estar arriba,
no habían oído nada ni entendido nada, se sumaron también
al corro del júbilo imbécil.
Mientras tanto, el último juez, el que estaba más a la dere-
cha, ponía gran atención en mantener el intervalo que le sepa-
292 Amor a ojos cerrados

raba de su vecino piripi, el cual, como un pelele, continuaba


balanceándose de una pierna a otra .
Era un hombre joven y esbelto, cuya estricta indumentaria
negra resultaba sorprendente, a tal punto se parecía a la del
gran canciller. Bajo sus cabellos rasos, su rostro demacrado no
se había movido en medio de las risas. Cuando estas se cal-
maron, avanzó con paso seguro por el inestable pretorio , diri -
giéndose a nuestro maestro con una voz tan áspera que, a pesar
del calor agobiante de aquella sala sin aire, me eché a temblar.
-Guarda silencio porque es incapaz de responder, de decir
una palabra sobre lo que ha hecho durante los años en los que
era el tirano de esta ciudad, ¡el único que tenía derecho a ha-
blar, a predicar y a hacer que se enseñara lo que usted quería, a
repartir empleos entre los tartufos que remedaban sus devocio-
nes! ¡Caramba, hoy se le ve está usted menos elocuente!
Entonces el gran canciller se volvió lentamente hacia el
que le interpelaba, y pronunció las que creo que fueron sus
últimas palabras :
-Yo he dado testimonio de la verdad.
-¿Qué es la verdad? -repuso el hombre de negro .
Pero nuestro Maestro volvió a callarse y no respondió nada.
El hermano Otto puso su gran mano sobre la mía. Ca-
lló también él, sin poder reprimir los sollozos. La tormenta
se había alejado, retumbaba todavía a lo lejos, atravesada de
largos relámpagos que iluminaban con una claridad rosada el
mobiliario devastado de nuestra pequeña pieza. Entreví por
un instante la fisonomía descompuesta de mi amigo, sus pár-
pados hinchados. Por sus pálidas mejillas las lágrimas corrían
lentamente.
-¿Qué habría podido decirles? -prosiguió apenado-,
¿qué había de común entre ellos y él? Durante todo el tiempo
que duró su suplicio y durante las horas siguientes, mientras
que las mujeres cuidaban de su cuerpo y nosotros excavába-
mos, en el centro del claustro de nuestro monasterio, la rumba
Michel Henry 293

en la que lo hemos enterrado, me he preguntado por qué ha-


bía muerto así, hundiéndose a cada paso en un soledad mayor,
esforzándose por no ver nada y dejando de ver mucho antes de
ser cegado por su propia sangre, haciendo como si no oyera y
como si, en realidad, ya no tuviera nada que decir, no sólo a la
muchedumbre de sus enemigos sino a quienes, ocultos en ella,
esperaban no sé qué signo, qué prueba de la verdad de todo lo
que nos había dicho.
Otto dejó mi mano y, tras levantarse con esfuerzo, fue a
apoyarse pesadamente en la pared, al lado de la única ventana.
No es sólo el espectáculo de esa multitud que avanzaba
con los ojos cerrados por el camino del asesinato, ni nuestra
propia cobardía, lo que le hizo perder la voz. Tal vez -Otto
buscaba las palabras, articulando con dificultad- tal vez lo
que quería decir ya no podía expresarse con palabras , sino so-
lamente ... solamente con lo que iba a hacer. Porque estoy per-
suadido de que ha sido él quien ha decidido todo, de que él se
ha prestado voluntariamente a la increíble comedia que se ha
producido luego.
-¿Qué comedia?
-Fue como el desarrollo de un argumento teatral prepa-
rado desde hace mucho. Mientras el gran canciller, nuestro
Maestro, seguía negándose a hablar y se oyeron, procedentes
de las bandas que ocupaban las primeras filas, los primeros gri-
tos de «¡tiene que morir! », coreados en seguida por un público
delirante y repetidos por el eco de los distintos pisos, el hom-
bre de negro avanzó un paso más sobre el estrado, oponiendo
al asombrado público un «no» trazado delicadamente en el
espacio con la punta de su dedo índice. Por sus labios pérfidos
erraba una sonrisa tan inquietante que hasta los más ingenuos
entre quienes acababan de vociferar comprendieron que tenía
una idea mejor.
-No, revolucionarios -decía en un tono que no admitía
réplica, y comprendí que había de ser uno de los lugartenien-
294 Amor a ojos cerrados

tes del espantoso Vieillard-, nosotros no somos ni verdugos


ni asesinos. No queremos destruir sino construir, y en lo que
se refiere a los restos del antiguo mundo, antes de tirarlos a la
basura conviene darles la oportunidad de rehabilitarse. ¿Qué
le ha faltado a este viejo pájaro desplumado, perdido en el uni-
verso fantasmagórico de los espíritus, del que se había hecho el
gran especialista? ¿Qué le ha faltado, en realidad, durante toda
su vida? Le faltado saber qué significa labrar un campo, trillar
el trigo a pleno sol, subir por la colina con las espaldas carga-
das de pesados cestos de estiércol que, mezclado con la tierra,
la hará fértil, permitiéndonos vivir, comer. No le ha faltado,
en el fondo, más que un poco de ejercicio y el sentido de la
realidad, el cual es muy posible proporcionárselo aquí mismo ,
sin esperar más. He aquí lo que propongo: ¡que se le obligue
a subir y bajar esta escalera tanto tiempo como sea necesario
para que estas buenas verdades elementales reemplacen en su
cerebro abotargado a las quimeras que lo llenan!
Al conocer el horrible suplicio reservado a nuestro Maes-
tro -dijo Orto-, me apreté el corazón con las manos para
protegerlo de su exaltación loca. Bastó un momento a los im-
béciles que me rodeaban para representarse el refinado goce
que les prometían y sumar su entusiasmo al de los cabecillas
que gritaban hasta desgañitarse, agitando los brazos en el aire,
gesticulando todo lo posible para manifestar su aprobación.
Luego, a una señal del hombre de negro, muchos de ellos,
sobre todo los que rodeaban el pretorio , comenzaron a subir
lentamente la escalera, colocándose al extremo de cada pelda-
ño, formando una especie de guardia de honor y de servicio
de orden en torno al lugar que se dejó libre para el paso de la
víctima. Al descubrir entre personas tan jóvenes una expresión
tan implacable, tuve la sensación de asistir a la institución de
una nueva jerarquía, en la que el desprecio de la sensibilidad
y de toda forma de humanidad sería la regla, y en la que el
individuo, sin embargo, en cada uno de estos futuros jefes, se
Michel Henry 295

tomaría secretamente la revancha en un sálvese quien pueda


generalizado, inseparable ahora de la ambición política y del
arribismo sin piedad.
Mientras, otros aprendices de verdugo recibieron la orden
de desmontar el estrado. Se pusieron manos a la obra con mu-
cho ánimo, en tanto que los jueces y su víctima ascendían un
escalón. Fue entonces cuando el pelirrojo, que se había eclip-
sado, regresó cubierto con una toga de terciopelo oscuro, ceñi-
da al talle por un cinturón incrustado de pedrería. Un cordón
azul cerraba el cuello de armiño. De las amplias mangas bor-
dadas con galones de oro y placa salían finos guantes de ante
gris claro. Era la antigua ropa de gala de los grandes cancilleres
de Aliahova, tal como fue concebida en una época en la que el
fasto de las ceremonias tenía por objeto restituir a la imagina-
ción el gusto de lo infinito. Sobresaliendo de aquel vestido de
bordados suntuosos, cuya pesada capa parecía sostenerse sola,
las facciones caricaturescas del bufón y sus greñas hirsutas des-
encadenaron la hilaridad. El que se había revestido con aquel
traje deslumbrante se deshizo de él con fuertes contorsiones
y, ayudado por dos acólitos, se lo puso a nuestro Maestro. El
clamor se redobló cuando trajeron, a guisa de sombrero, una
gran cucurucho de cartón escarlata terminado en una punta
de metal de la que colgaba, de un cordel atado a una de sus
patas, una rana viva.
Bajando algunos escalones, volviéndose hacia el gran can-
ciller así vestido, el pelirrojo lo saludaba con gestos enfáticos,
inclinándose hasta el suelo, multiplicando las genuflexiones
y otras señales de respeto y de veneración habituales en las
ceremonias sagradas.
Sin embargo, el personaje de negro todavía tenía una pa-
labra que decir. Lo hizo en un tono casi jovial, para no turbar
la alegría general ...
-No olvidemos -continuó con una sonrisa indulgente
dirigida a su compinche-, no olvidemos que no es fácil, por
296 Amor a ojos cerrados

buena voluntad que ponga el interesado, pasar de la condición


de intelectual ocioso a la de trabajador manual. Nuestro deber
es ayudarle activamente.
Hizo una nueva señal. Cuatro guardaespaldas se aproxi-
maron insensiblemente al gran canciller. Apenas este inició el
gesto de volverse hacia los recién llegados, se arrojaron sobre
él y lo golpearon con tal violencia que, sorprendido, desequi-
librado, calló de espaldas y su cabeza vino a chocar violenta-
mente con el mármol de la balaustrada.
Los gritos se extendieron por todo el edificio, que se puso a
resonar como un rompeolas batido por la tempestad. Metién-
dose por todos los rincones, anunciando a todos el comienzo
del ajusticiamiento, los ecos triunfantes del júbilo asesino vol-
vieron a los oídos de los verdugos, redoblando su ardor. Ya los
guardias habían agarrado al varón de dolores, ordenándole que
se levantara y subiera. La frágil silueta se puso en movimiento
con dolor, vacilando de un peldaño a otro, mientras las oscila-
ciones de su cuerpo eran repetidas por el cucurucho escarlata,
que trazaba en el espacio zigzags demenciales en tamo que la
rana, atada al cordel, iba de un lado para otro. Jefes, jueces y
guardias estorbaban el paso del condenado. Jadeantes, unos de
placer y otros de terror, todos seguimos con la mirada el ex-
traño cortejo que recorría la amplia espiral que llevaba al piso
superior. ¿Acaso la ascensión era demasiado lenta para el gusto
de muchos? Se pusieron a batir palmas a ritmo, acompañán-
dose de un grito ronco cada vez que el canciller subía un es-
calón. Panderetas , tamtams, gongs cuya presencia yo no había
advertido en la oscuridad, retomaron la cadencia, y se formó
un ritmo obsesivo al que cada miembro de la muchedumbre
parecía dar vida al tiempo que se entregaba a él: el ritmo del
paso de la víctima. Y cuando, llegado al final de la primera
curva, el hombre y su escolta se sustrajeron a nuestra mirada,
la batahola siniestra continuó, instruyéndonos por dentro de
nosotros mismos de la prosecución del crimen y de sus avances.
Michel Henry 297

A veces, la batería demoníaca se interrumpía. Sabíamos


entonces que también la comitiva se había detenido por al-
guna canallada, alguna ocurrencia odiosa de los asesinos. No
había entonces el silencio habitual, sino exclamaciones, invec-
tivas, bromas cuyo sentido no entendíamos, sino solamente su
grosería y su carácter infamante. Y luego volvía a comenzar el
martilleo de los tamtams y de los gongs, y adivinamos, hasta el
fondo del edificio, el rumor del frenesí y el trayecto del mártir.
El ritmo se aceleró bruscamente. El descenso había debido
de comenzar; todas acechábamos al hombre en la curva de la
gran escalera, y cuando la silueta bamboleante hizo su apari-
ción en medio de los hurras y los abucheos, comprendí por
qué iba todo tan rápido. Cayendo de cuatro en cuatro tras
él, aquellos canallas armados con bastones acosaban al gran
canciller golpeándole en los riñones, obligándole a correr,
arriesgándose en todo momento a hacerle perder el equilibrio
y arrastrarlo en una caída fatal. Y es que el vulgo no se interesa
por los espectáculos más refinados; su paciencia apenas sopor-
ta el tiempo que la vida agotada se concede para morir. Así que
los organizadores de esta mascarada vergonzosa habían decidi-
do precipitar las cosas. Apenas llegaron abajo, fue preciso vol-
ver a subir. Los picadores se reemplazaban detrás de nuestro
Maestro, al que ahora obligaban a subir toda la escalera a la
misma velocidad a la que acababa de bajarla.
Y la ronda infernal se prolongó bajo el ruido ensordecedor
de los platillos y los tambores, escandido por los aplausos y
gritos de un público de mirada enloquecida. Sin embargo, el
admirable asceta aún resistía, inaccesible a las burlas, atento a
su cuerpo, como un corredor que ignora el espacio y se aban-
dona, con los ojos cerrados, al despliegue de la fuerza que lo
habita y que no lo deja. Entonces la furia de los torturadores se
redobló. Presintiendo al hombre como a una criatura extraña,
acercaban a él sus hocicos amenazantes, lo insultaban al pasar,
se esforzaban por darle algún golpe. Los más pérfidos, cuando
298 Amor a ojos cerrados

bajaba, tendían insidiosamente el pie para que tropezara. Pero


él, sin verlos, se desviaba evitando sus trampas. En la multi-
tud, que se agotaba al seguir el ritmo desenfrenado impuesto
a su víctima, el cansancio aumentaba al mismo tiempo que
la cólera. A pesar del guirigay de la orquesta, los abucheos,
las exclamaciones y el alboroto, perdían fuerza. Acercándose
al hombre de negro, el pelirrojo le susurró unas palabras al
oído. Los dos avanzaron hasta el centro de la pista. La escol-
ta de nuestro Maestro se inmovilizó. En el rostro surcado de
arrugas, por el que se deslizaban unas finas gotitas de sangre,
le colocaron una venda.
Aguijoneado de nuevo por sus perseguidores, que le gol-
peaban con cañas, el ciego volvió a iniciar una marcha incier-
ta, alzándose con dificultad de un escalón a otro, chocando
alternativamente con la pared y con la barandilla. Y entonces,
como si alguna cosa en el fondo de él vacilara, se detuvo. Su
elevada estatura se indinó peligrosamente, mientras las palmas
abiertas buscaban un apoyo.
-A este canciller lo vamos a cancelar -chilló una voz.
Ante este juego de palabras ridículo, las risas se reanudaron
por un momento. Dos brutos se acercaron al hombre, que
no podía más, y, tomándolo bajo los hombros, empezaron a
llevarlo una vez más a lo alto del edificio. Las piernas en vilo
tropezaban contra el borde los escalones; el gran cuerpo que
levantaban parecía privado ya de vida.
De nuevo las panderetas dejaron oír su percusión rabiosa.
Las últimas imprecaciones nos instruyeron sobre el cruel pe-
riplo de la agonía. Quien reapareció ante nosotros fue un fan-
tasma solitario, descendiendo con precaución, con extremada
lentitud, con las manos separadas como las de un funámbulo
que camina sobre el vacío. Estaba casi abajo cuando, surgiendo
por un costado, el pelirrojo alargó repentinamente la pierna:
-Oh tú, gran maestro del saber, tú que conoces todas las
cosas, dime: ¿quién te pone la zancadilla?
Michel Henry 299

El Canciller cayó hacia delante y, con los brazos tendidos


como quien se arroja al agua, desapareció tras la barrera eriza-
da que formaba la muchedumbre.
El formidable estruendo de un trueno sacudió Capra-
ra como si el rayo la hubiera alcanzado. El relámpago rojizo
iluminó un instante las caras pálidas y en los rostros inclina-
dos hacia nuestro Maestro, que había caído a tierra, vi relu-
cir miradas dementes. Una lluvia torrencial se abatió sobre la
ciudad. Mezclado con el rugido de las aguas, arrastrado por
la borrasca, el griterío del populacho que no había podido
encontrar sitio en el interior del edificio penetró bajo la alta
bóveda. Sentimos un violento empujón y creí que me iban a
aplastar contra la pared. Se gritaron órdenes en la oscuridad.
Aumentando la presión, bajo la que corríamos riesgo de pe-
recer, los guardias se desplazaron hacia la puerta para cerrar el
paso a los recién llegados. Blandieron sus bastones por encima
del tumulto, amenazantes y listos para golpear. Fuera efecto
del miedo o simplemente porque ya no era posible moverse, la
avalancha se acabó. Azotada por el huracán que dejaba oír su
silbido furioso, empapada por el chaparrón que redoblaba, la
multitud reunida en el terraplén y que había tenido que con-
tentarse con los ecos de la fiesta no tuvo más remedio que salir
corriendo. En cuanto a nosotros, amontonados en las bodegas
de aquella nave inmensa arrastrada por la tormenta, absorbi-
dos en una masa amorfa en la que ya no se distinguía nada
salvo el jadeo de respiraciones anónimas y ese vago calor féti-
do que desprende la transpiración colectiva, nos manteníamos
inmóviles, sin decir palabra, sin atrevernos a pensar. De vez en
cuando el resplandor de un relámpago, el de una antorcha que
encendía un guardia, arrancaba a la sombra la cara deshabita-
da de mi vecino barbudo, o bien, delante de mí, una espalda
mugrienta que me aplastaba el pecho.
Por fin la lluvia pareció amainar, la tormenta se alejó, algu-
nas bocanadas de aire fresco entraron en el porche, recordán-
300 Amor a ojos cerrados

donos la vida. Aprovechando el claro, muchos escaparon, y el


ejemplo fue contagioso. Entre tanto, el servicio de orden se
había vuelto a colocar a lo largo de la gran escalera, iluminada
de nuevo por el resplandor de las antorchas. Comprendí que
se impedía a la muchedumbre hacinada en los pisos superio-
res tomar este camino y se la desviaba por otras salidas. De
este modo, la amplia sala en la que me encontraba se vació
poco a poco. Mientras el público se dispersaba y comenzaba a
despejarse la vista entre los grupos que remoloneaban aquí y
allá, a la espera de no se sabe qué, miré con angustia el lugar
donde había caído el gran canciller y que tapaba todavía la
cohorte de guardias. Se dio una nueva orden, la de evacuar el
lugar. Por las buenas o por las malas, las aglomeraciones eran
dispersadas y los últimos espectadores eran empujados hacia
la puerca. Yo seguía sin ver a nuestro Maestro y me pegué al
muro con la esperanza de escapar un momento a la atención
de los milicianos, que vociferaban al tiempo que golpeaban
las losas con sus picas y sus porras. Entonces ocurrió un su-
ceso extraordinario que me salvó. Se acababa de desalojar a
alguien que se escondía detrás de una de las poderosas pilastras
que sostienen la gran bóveda. Dejando a los que lo interpela-
ban, el recalcitrante corrió delante de los cabecillas, dedicados
a charlar entre ellos. Pasó delante de mí como una flecha y
sólo pude entrever, bajo una cabellera rubia que ondeaba, la
mirada de fuego de un hombre muy joven. Se enfrentó a los
agitadores y a sus guardias, tratándolos de verdugos y asesinos.
La estupefacción impidió una reacción inmediata. Luego, de
todas partes, se precipitaron sobre él. Escapando a las manos
que se abatían sobre él, no dejando entre sus dedos más que
su ropa, que se desgarró de golpe, el cuerpo desnudo del joven
surgió de aquel barullo, atravesó la sala en tres saltos y alcan-
zó la puerta. Todos se lanzaron en su persecución, y yo con
ellos. Como una estrella fugaz en la noche de san Juan, vimos
al adolescente multiplicado en sus saltos fantásticos, mientras
Michel Henry 301

sus miembros luminosos trazaban en el espacio oscuro de la


colina la curva loca de su danza victoriosa.
Aquellos brutos miraron sin decir palabra la estela de cla-
ridad que se desvanecía en la noche. Algunos aún tenían en
las manos los trozos desgarrados de la túnica. Cuando la lluvia
comenzó de nuevo, volvieron al vestíbulo, errando un mo-
mento sin rumbo. Al volver a mi escondite, nadie me prestaba
atención. Apagaron las antorchas. Los últimos grupos se mar-
charon. Quedé solo en el vasto espacio entregado al silencio
y a la oscuridad. Entonces, avanzando hacia la gran escalera,
vi a nuestro Maestro tendido cuan largo era sobre los últimos
escalones, cabeza abajo, con el rostro tumefacto y cubierto de
sangre. A través de sus ojos vacíos, abiertos de par en par, me
miraba la muerte. Al girar sobre mí mismo, aturdido, vi en
el suelo un trozo de tela blanca. Enjugué el rostro amado y le
cerré los ojos. Después corrí a nuestro convento para buscar
ayuda y trasladar el cadáver antes de que los verdugos se apo-
deraran de él. Cuando volvimos, ustedes estaban allí.
El hermano Otto calló. Yo oía su respiración dificultosa,
entrecortada por los sollozos de una pena que no intentaba
ocultarse. Me levanté. A través del cristal, los úhimos relámpa-
gos lejanos de la tormenta se confundían con los resplandores
rojizos de la aurora. Atravesando mi angustia, una pregun-
ta no había dejado de atormentarme durante esa noche de
pesadilla. Pese al abatimiento de mi compañero, me decidí a
planteársela.
-Débora -le dije- está terriblemente afectada por la
muerte del gran canciller. ¿Cómo decirlo? Ha manifestado
ante su cadáver un sufrimiento ... un apego apasionado que
sobrepasa al de un simple discípulo hacia su maestro ...
La pesada silueta de Otto se enderezó y noté su rostro hin-
chado.
-Pero ... ¡si era su padre!
-¿Su padre?
302 Amor a ojos cerrados

-¿No lo sabía?

***

La noche que aprovechamos para huir fue terrible. Yo esta-


ba impaciente por cruzar la frontera, pero había que esperar a
que Débora, agotada por la pena, hubiera recuperado fuerzas
para poder afrontar el largo viaje, al que había consentido.
Afortunadamente, habíamos decidido partir antes de que sa-
liera la luna, y esta precaución nos permitió escapar a la tram-
pa que atrapó a la ciudad unas horas después. Pues fue al alba
que siguió a nuestra partida -nos dimos cuenta de ello de
camino- cuando tuvo lugar el éxodo de toda la población.
Judit me había explicado que, en una revolución, los grupos
extremistas siempre son los que se imponen. Fueron, en todo
caso, los más dementes y los más viles, pero un favor del cielo
nos permitió no contemplar su obra más que de lejos.
Otto se había negado a separarse de los miembros de su
orden que habían sobrevivido a las persecuciones. Poco nu-
merosos, se reunían clandestinamente lejos de su convento,
que habían tenido que dejar. Por más que había expuesto
a mi amigo el peligro, la imposibilidad de que pudiera ac-
tuar en aquel universo que iba cobrando forma anee nuestros
ojos, él se había mostrado inflexible, oponiendo a mis adver-
tencias la obstinación de una sonrisa llena de bondad. In-
sistió en acompañarnos hasta las puertas de la ciudad, y fue
él quien condujo a Débora a nuestra casa, donde comimos
juntos por última vez. La anciana había preparado lo que a
esas alturas era todo un festín. Su hijo y su nuera estaban
presentes. Todos teníamos lágrimas en los ojos y comíamos
con esfuerzo. Cuando hubo oscurecido, nos despedimos de
nuestros huéspedes estrechándolos en nuestros brazos, ha-
ciéndonos promesas y votos. Previendo la evacuación de la
ciudad y considerando que en todo caso la existencia en ella
Michel Henry 303

muy pronto se volvería insoportable, contaban con retirarse


a su casita en el campo y vivir allí de lo que produjera su
pequeño terreno. Nos dieron a entender que Otto siempre
encontraría allí un refugio.
Desde el momento en que estuvimos afuera, temblaba
pensando hasta qué punto estos proyectos corrían el riesgo
de revelarse ilusorios. Aunque las calles solían estar desiertas a
esta hora -que habíamos escogido por esta razón-, mientras
subíamos la calle del castillo veíamos sombras que se desliza-
ban por todas partes alrededor de nosotros y, pese a la oscuri-
dad, comprendimos, al toparnos con grupos organizados, que
se trataba de jóvenes guardias. La ayuda de Otto fue precio sa.
Cambiábamos de acera al aproximarse las patrullas, a las que
descubríamos por el ruido de sus botas en el empedrado; nos
adentrábamos por una callejuela cuando un obstáculo más
importante iba a cortarnos el paso; una vez más, practicamos
este deambular en zigzag que, merced a un conocimiento con-
sumado de la ciudad vieja, resultaba tan eficaz. Con todo, si
aquella noche escapamos, fue, creo yo, porque aquellos con los
que nos cruzábamos tenían en mente otras preocupaciones.
Sospeché que se iba a desencadenar una operación decisiva y
tuvimos la prueba de ello cuando, sujetándonos unos a otros
con las manos, nos detuvimos bruscamente a la entrada de la
plazuela de la Panaghia. Ante la estrecha fachada todavía in-
tacta , a la que su columnata en rotonda daba una gracia irreal,
se había detenido un carro de heno. A la luz de las antorchas,
algunos adolescentes armados con horcas lo descargaban para
a continuación extender su contenido por el interior de la igle-
sia. Me puse a temblar como una hoja.
-Van a quemar la ciudad -le susurré a Oteo-. ¡Venga
con nosotros!
Oí su voz dulce y tranquila, y fueron las últimas palabras
del monje de las que guardo memoria.
-¡ Pasaré a través de las llamas!
304 Amor a ojos cerrados

Dimos media vuelta y, por otros callejones, llegamos a las


murallas, donde tuvimos que rendirnos a la evidencia: todas
las puertas estaban vigiladas. Mientras nos manteníamos en
observación ante una de ellas, una fila de carretas procedentes
del exterior y llenas también de paja empezó a cruzarla. El car-
gamento era tan alto, desbordaba tanto el flanco de los vehí-
culos, que estos avanzaban con esfuerzo, arañando los muros
y perdiendo numerosos haces al querer pasar a la fuerza. Fue
la angustia la que dictó mi decisión:
-¡Vamos a la vez que ellos!
Dejamos bruscamente a Otto y, atravesando el espacio de
luz vacilante que proyectaban las linternas colgadas de los ti-
ros, nos deslizamos, agachándonos al máximo, entre sus masas
ventrudas y la muralla, arriesgándonos a ser aplastados por
las enormes ruedas. Varios convoyes esperaban en fila al otro
lado, en una carretera llena de gente . Nos adentramos en una
viña que la bordeaba, hundiéndonos en la tierra, agarrándo-
nos a las cepas, y logramos alejarnos sin ser advertidos. Sólo
entonces caí en la cuenta de que tenía la mano de Débora en la
mía y la apretaba con fuerza; y luego , volviéndome hacia ella,
tomé su cara en mis manos y se la llené de besos.
Teníamos que llegar hasta el valle, desde el que había pen-
sado volver a ascender por caminos de campo. Los rumores,
las vagas luces, los mugidos de los animales, el chirrido de los
carruajes, los gritos, a veces los cantos, nos indicaban la proxi-
midad de las carreteras, y entonces dábamos media vuelta a la
busca de otro camino hacia el este. En las proximidades de un
pueblo que debía de servir de campamento a un grupo, nos
vimos rodeados de siluetas ocupadas en sabe Dios qué prepa-
rativos. Una compañía vino a nuestro encuentro por la sen-
da que seguíamos y sólo tuvimos tiempo de arrojarnos en un
matorral. Otros grupos andaban cerca. Arrastrándonos bajo
los arbustos, apartando las ramas que surgían a ras de suelo,
fuimos a parar a un pequeño cementerio. Estábamos recupe-
Michel Henry 305

randa el aliento apoyados en una estela, cuando la superficie


amarilla de la piedra se iluminó de pronto. Las letras, grava-
das hacía poco, se reunieron ante nuestra mirada estupefacta
y leímos ¡el nombre de Catalde! Me levanté con precaución,
temiendo la proximidad de un fuego cuya luz pudiera descu-
brirnos. Pero no divisé ninguna hoguera; el débil resplandor
que se extendía por la zona de las tumbas y nimbaba de rosa,
por encima de nosotros, las ramas de los cipreses, que tembla-
ban suavemente, parecía ser uniforme y no venir de ningún
lugar. Fue entonces cuando, detrás del convento, una inmen-
sa llama púrpura ascendió por el cielo. Apartando el ramaje,
contemplamos sin decir palabra el espectáculo alucinante que
desgarraba la noche: Aliahova ardía a lo lejos. Arrojando una
claridad cegadora sobre todo lo que iba a devorar, sobre los
altos edificios de la Señoría, sobre las torres, los palacios, los
tejados, los campanarios, el furio so incendio nos ofrecía por
última vez, en el instante de su destrucción, nuestra razón de
vivir y todo cuanto amábamos. ¡Y vi su reflejo en la pupila
dilatada por el espanto de mi amiga!
Me la llevé. Pegados a los muros del cementerio, deslizán-
donos bajo el follaje, a lo largo de los cercados y setos, a tra-
vés de los campos, logramos tras muchas tentativas alejarnos
del pueblo. Nos acogió una campiña desierta. Encontré pistas
mejor trazadas, y hasta las carreteras estaban libres. Avanzá-
bamos con celeridad, experimentando no sé qué júbilo por
esta marcha rápida y por el movimiento de nuestros cuerpos.
La visibilidad aumentaba, el paisaje surgía de las sombras. La
claridad del alba borraba los resplandores del incendio. La
poderosa masa de la quinta que marcaba la entrada al valle
apareció por encima de un pliegue del terreno. En ese lugar,
la montaña se deshacía en un inmenso pedregal cuyos estratos
calcáreos brillaban bajo los primeros rayos de sol. Subimos por
los desprendimientos hasta una pequeña elevación rodeada de
robles y pinos.
306 Amor a ojos cerrados

Al otro lado, más abajo, la vasta llanura extendía ante no -


sotros el manto opulento de su vegetación. Bajo la luz rasante
destacaban las filas de plátanos y de eucaliptos, entre las que
relucía la placa de plata de un arroyo. La geometría de los cam-
pos ajedrezados nos impuso su evidencia, dando tranquilidad
a nuestro espíritu y llevando a nuestro corazón el beneficio de
su armonía. Entre los recuadros de tierra cultivada flanquea-
dos de árboles, algunas casitas de adobe esparcían las manchas
blancas de sus cubos minúsculos.
Pero los rayos del sol y nuestras miradas se dirigían más
lejos, hasta la ciudad golpeada de pleno por la luz. Sobre la
pantalla oscura del cielo nocturno, la alta y larga muralla, ce-
ñida por cuatro torres y perforada por las tres puertas de Le-
vante, relucía como una piedra de jaspe cristalino. Por encima
de ella, entre los tejados de oro y las flechas escarlatas de los
campanarios, las oleadas de sangre se elevaban lentamente por
el aire púrpura, y sus lentas ondulaciones venían a lamer una
enorme nube de seda de contornos anaranjados. Tal era el bri-
llo de la ciudad, que en este instante parecía no necesitar para
alumbrarse ni del sol ni de la luna, ni siquiera de nuestros ojos.
Se abrasaba entera y se consumía, nutriéndose para morir de
su propia sustancia.
¡Aliahova! ¡Yano se escucharán en tus plazas las risas de los
niños, los gritos de los hortelanos, el susurro de los enamo-
rados al atardecer, ni el del viento en tus frondas! ¡Los poetas
ya no leerán sus versos en tus teatros dorados, los artistas ya
no edificarán tus santuarios, tus soberbias fachadas! ¡La luz ya
no jugará en tus escalinatas de mármol, en tus callejuelas no
resonará la carrera feliz de los aprendices al terminar la jorna-
da! ¡Ya no se adivinará, tras las cortinas de lino blanco de tus
casas recién repintadas, a la esposa arrodillada ante su cítara,
cantando al esposo el canto del amor!
Una multitud de navíos dispersos por el metal relucien-
te del mar atrajo de pronto nuestra atención. Toda la flota
Michel Henry 307

de Aliahova, al menos todo lo que quedaba de ella y se pu-


dría lentamente a lo largo de los muelles abandonados, cien
embarcaciones fuera de servicio que sus propietarios habían
reparado en secreto, lanchones y gabarras que no estaban des-
tinadas a surcar el océano, carracas que retomaban el servicio,
ureas apáticas, lugres hinchadas por delante, jabeques alarga-
dos, tartanas de velas triangulares, filibotes y kraechs venidos
del norte, malteses y falúas del país, galeotas requisadas por
los civiles, bateles privados de su enganches y ahogados como
abejorros , barcazas carcomidas transformadas en navíos de lar-
go recorrido, naves de formas irregulares, y todos los navíos
de todos los pescadores, todas las velas al viento, todos los
sancos y saneas del paraíso, codo lo que el ruidoso arsenal había
producido con fines diversos, todo lo que resultaba del duro
trabajo de la ciudad, de sus expediciones y de su alegría, y que
ahora ya sólo servía para huir de ella, barcas, balsas, lanchas
de todo tipo, elegantes veleros del Tinto, ¡todos estaban allí,
dispuestos en un amplio abanico, la proa hacia alta mar!
-¡Escapan!
¡Oh Valera, y tú, Mario, y tu bella esposa pelirroja, divi-
sada entre la muchedumbre, apoyada en tu hombro el día en
que volvisteis de pescar muertos, y tus hijos, y los hijos de la
anciana, todos los que llenabais las plazas del viejo puerco con
el rudo acento de vuestras voces, cansados, gritando vuestra
alegría! ¡Ojalá os halléis todos en esas embarcaciones frágiles
que no serán devoradas por el infierno de los locos!
A Débora se le ocurrió el mismo pensamiento que a mí:
-Oteo no está entre ellos -dijo mirando la flota que se
alejaba- . ¿Qué será de él?
-Temo que sea como vuestro Dios; carde o temprano su
pureza lo condenará a muerte.
Quise retractarme de mis palabras, pero las lágrimas co-
rrían ya por el bello rostro enflaquecido.
-¡No -exclamé-, la vida no morirá jamás!
308 Amor a ojos cerrados

Cuando bajábamos los escalones de deslumbrante mármol


del pedregal, jalonado de robles verdes y de enebros que no se
sabía de dónde sacaban sus fuerzas en este caos mineral estria-
do por las sombras azules de la mañana, la ciudad se presentó
ante nosotros por última vez. Absorbidas por la luz, las llamas
ya no eran visibles; sólo el temblor del aire indicaba su lento
desperezo. Los orgullosos caballetes de los palacios habían per-
dido su brillo de oro, y vimos cómo las vigas de sus cornisas
-agrios desechos de carbón convertidos en ascuas- se do-
blaban por el medio y se hundían sin ruido. Ante las murallas
incandescentes, largas procesiones negras, semejantes a hileras
de hormigas en la arena, se alejaban de la pira mortuoria. Y
yo pensaba en esta pobre gente, cargada con sus ancianos y
sus hijos, entregada a la tierra; es gente a la que ideólogos pre-
tenciosos e ignorantes, cínicos y ávidos, iban a precipitar a la
desolación.
-Después de todo -dije suavemente a Débora-, el des-
tino del individuo no es el del mundo.
El valle estaba sumido en la noche. Una vegetación espesa
se entrelazaba por encima del sendero y no se veía el cielo. El
aire remansado entre las escarpaduras estaba tan húmedo y
tan frío, que tuvimos la impresión voluptuosa de quien entra
en el agua helada. Avanzábamos, ignorando el esfuerzo y la
fatiga. Esta ebriedad duró todo el día, sin que advirtiéramos su
transcurso más que a través del juego de los rayos en el follaje
dorado. No se oía ningún ruido, fuera del piar de los pájaros
bajo las ramas inferiores. Huían al aproximarnos nosotros, y
me sorprendía la torpeza y la lentitud de su vuelo. De vez en
cuando el agua goteaba bajo una roca reluciente. El viento
pasaba por encima de nosotros, resbalando por las pendien-
tes, inclinando suavemente las copas de los árboles. Era difícil
imaginar que este mundo apacible, en el que todas las cosas
parecían dar su consentimiento a alguna ley consustancial a
su ser y dispensadora de su belleza, pudiera existir tan cerca
Michel Henry 309

del que nosotros dejábamos. Así recorrimos maravillados estos


lugares en los que la hostilidad y el miedo estaban fuera de
lugar. Yo desconfiaba de esta facilidad casi irreal, e hicimos
varios altos.
El sol estaba todavía airo cuando alcanzamos la meseta.
En el aire puro de la tarde que tocaba a su fin se elevaban len-
tamente algunas volutas de humo rojizo. A nuestra izquier-
da , a lo lejos, ardía el Eremitorio. Y justo en el momento en
que dirigía la mirada al pequeño y encantador campanario
blanco y a su minúscula campana, se desplomaron. El fuego
se había comunicado a los grandes pinos suspendidos de los
entablamentos de caliza y, devorándolos uno tras otro , el re-
guero sangrante trepó por la cresta, que se inflamó de golpe.
Al mismo tiempo que el horror, me embargó la inquietud.
El incendio no tomaba la dirección del puerto de montaña,
pero los incendiarios no estaban lejos. Dejamos el camino.
Desenterré las provisiones que había escondido y obligué a
Débora a comer. Reflexionaba sobre el modo de superar este
último obstáculo cuando se oyó un ruido de pasos. Agazapa-
dos detrás de un peñasco , contuvimos la respiración. Intenté
calcular la importancia del grupo, que pasó sin detenerse y
se sumió en el valle. No tenía duda de que venían del Eremi-
torio; la cuestión era saber si habían dejado una guardi a en el
desfiladero. Decidí esperar a la oscuridad para cerciorarme.
Nos pusimos en marcha con precaución; llevaba mi puñal en
la mano para ser el primero en golpear. Cuando estuvimos
a algunos metros de la cumbre , dejé a Débora, me quit é la
mochila y avancé a escondidas, agazapándome y con todos
los músculos en tensión. Las piedras calizas desmenuzadas
del puerto proyectaban la claridad de la noche sobre la tierra
roja del sendero. Una masa oscura lo obstruía, y a punto
estuve de tropezar con ella. Era el cadáver de un soldado,
tal vez el que había visto dormir cerca de la fogata. Tenía la
garganta abierta y vi la imagen del cielo en sus ojos revueltos.
310 Amor a ojos cerrados

Sin moverme, escuché largo rato el silencio. Volví a buscar a


Débora y cruzamos la frontera.
Había estudiado los mapas. El camino atraviesa un valle
deshabitado, cubierto de bosques, rico en agua y en fuentes
en las que se abrevan los ciervos. Hacen falta dos días seguidos
para ganar el altiplano. Era allí adonde queríamos ir. Un pue-
blo orgulloso habita esas extensiones inmensas. Yo había dedi-
cado mis investigaciones y mis primeros trabajos al estudio de
su modo de vida. Conocía las preocupaciones de aquellos an-
tiguos nómadas, su simplicidad, su hospitalidad . Cultivando
la tierra, cuidando de sus rebaños, dan gracias, maravillándose
de estos dones y viviendo en la admiración de todas las cosas.
Un pudor nativo, una admiración espontánea dan a las rela-
ciones entre hombres y mujeres un sesgo fraternal y gozoso.
Son trabajadores sufridos, no temen ni la fatiga ni el ardor del
día. Y cuando llega la tarde y el sol se pone tras los bosques de
hayas, su luz los alumbra, rodeando su rostro de una aureola
de oro. Yo conocía su lengua y ellos nos acogerían.
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR ESTEVOLUMEN DE HAMOR A OJOS
CERRADOS», DE LA BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, EL
DÍA 14 DE DICIEMBRE DE 2016, FESTIVIDAD DE SAN JUAN DE
LA CRUZ, PRESBÍTERO Y DOCTOR DE LA IGLESIA, EN LA
IMPRENTA CLM

Laus Deo Virginique Matri

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