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en este conjunto de capítulos que reúne la figura de un burro muy simpático llamado Platero, hay mucho

que un niño impresionable encontrará difícil de sobrellevar y, además, mucho más allá del interés de los
niños.

Por lo tanto, parece mejor imaginar a Platero y a su amigo como una impresión de la vida de un pueblo
del cual se está hablando en la obra, que es la ciudad nativa de Juan Ramón Jiménez, Moguer en
Andalucía, que es percibido por un adulto que, siendo un poeta de gran sensibilidad, no ha olvidado
tener contacto con la rapidez de lo vivido en la niñez.

Además, la obra es relatada con tanta delicadeza y contención como es propia cuando a nuestro lado, nos
acompaña en nuestro recorrido diario alguien especial. Además de la mirada omnipresente del niño, hay
una segunda y más obvia mirada en el libro, la mirada del propio Platero.

los burros son, para los seres humanos, criaturas sin gracia, no tan hermosas como gacelas o incluso
caballos, pero tienen la ventaja de poseer hermosos ojos que son grandes, oscuros, conmovedores y
cuenta con largas pestañas. Hay una escena terrible en la novela Crimen y castigo de Dostoievski, en la
que un campesino borracho golpea hasta la muerte a una exhausta yegua. Primero la golpeó con una
barra de hierro, luego la golpea con una maza en los ojos, como si la imagen de sí mismo en sus ojos
fuera lo que tiene que extinguirse.

En Platero y yo leemos sobre una vieja yegua ciega que es echada por sus dueños, pero insiste en
regresar, enfureciendo tanto a sus dueños que la matan con palos y piedras. Platero y su dueño ven a la
yegua que yace muerta junto al camino y perciben sus ojos ciegos que parecen finalmente ver. Esto hace
que el amo de Platero le promete a su burrito que cuando muera, no le abandonara al borde de la
carretera, sino que lo enterrara al pie del gran pino que amaba.
Es la mirada mutua, entre los ojos de este homygbre y su burro se establece un vínculo profundo entre
ellos, de forma muy similar a como se establece un vínculo entre madre e hijo en el momento en que sus
miradas se cierran por primera vez. Una y otra vez se refuerza la mirada mutua del hombre y el burro
«De vez en cuando, Platero deja de comer, y me mira … Yo, de vez en cuando, dejo de leer, y miro a
Platero».

Platero nace como un individuo, como un personaje, de hecho, con una vida y un mundo de experiencia
propia en el momento en que el hombre a quien llamo descuidadamente su maestro, el loco, ve que
Platero lo ve, y en el acto de ver lo reconoce como un igual. En este momento «Platero» deja de ser solo
una etiqueta y se convierte en la identidad del burro, su verdadero nombre, todo lo que posee en el
mundo.

Jiménez no humaniza a Platero. Humanizarlo sería traicionarlo en su esencia. La experiencia del mundo
de Platero está cerrada a los seres humanos por su naturaleza muy estúpida e impenetrable. Sin embargo,
esta barrera de hierro se rompe una y otra vez cuando por un instante la visión del poeta, como un rayo
de luz, penetra e ilumina la experiencia de Platero.

Para hacer el mismo reclamo con diferentes palabras, cuando los sentidos que los seres humanos
poseemos en común con las bestias, infundimos con el amor de nuestro corazón, nos permiten, a través
del escritor, intuir esa experiencia. En algunos momentos vemos al poeta, comportándose con Platero tan
alegre y afectuosamente como los niños pequeños se comportan hacia cachorros y gatitos.

Por su parte Platero responde como los animales jóvenes a los niños pequeños, con igual alegría y
afecto, como si supieran que finalmente somos todos hermanos en este mundo también que no importa
cuán humildes seamos, debemos tener a alguien a quien amar, o nos secaremos. Al final, muere Platero.
Muere porque ha tragado veneno, pero también porque la vida de un burro no es tan larga como la de un
hombre. A menos que decidamos ser amigos de elefantes o tortugas, lloraremos la muerte de nuestros
amigos animales con más frecuencia de lo que llorarán ellos la nuestra: esta es una de las duras lecciones
de Platero y yo. Pero en otro sentido, Platero no muere: siempre este «tonto burro» volverá a nosotros,
rebuznando, rodeado de niños felices, y envuelto en flores amarillas.

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