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Fragmentos de la vergüenza

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Fragmentos de la vergüenza
Francisco Pereña

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Diseño de cubierta: Fernando Vicente

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

© Francisco Pereña

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid
Teléf.: 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995838-8-4

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Índice

Prefacio necesario

PRIMERA PARTE. La culpa y la vergüenza


La culpa como sufrimiento moral
La culpa, ¿enfermedad o condición moral del sujeto?
La cuestión del origen de la moralidad: desamparo, miedo y culpa
Pulsión y moralidad
Identificación: separación, pérdida y culpa subjetiva
Identificación no es igual a idealización
Amor y deuda: la culpa superyoica
Culpa, equidad y venganza
Culpa y responsabilidad: Weber, Levinas y Bonhoeffer
¿Cómo entender la vergüenza?
Promesa, ofensa y venganza
Compasión versus interpretación
Vergüenza y culpa: a propósito de Primo Levi
Vergüenza versus denegación
La denegación en la clínica

SEGUNDA PARTE. Fragmentos de la vergüenza

TERCERA PARTE. ¿Qué psicoanálisis?


Sergei Pankejeff y el “hombre de los lobos”
Trauma, construcción y recuerdo

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La convicción como prueba o la construcción sustituta del recuerdo
Freud corrige su teoría de la construcción: la construcción no suple la memoria
del paciente
La paradoja de la convicción: sus efectos terapéuticos
Construcción, delirio, recuerdo y memoria
Construcción y memoria
La experiencia de la palabra
La clínica psicoanalítica es una clínica de la memoria
De la clínica al doctrinarismo institucional
El psicoanalista institucionalizado
Capitalismo y psicologización del comportamiento
¿Es compatible el capitalismo con la moralidad? A propósito de Bernard de
Mandeville
El misterio teológico del Mercado y la sociedad invisible: a propósito de Adam
Smith
Doctrina de la predestinación y trabajo productivo
Doctrina de la predestinación y determinismo biológico: desaparición de la
compasión
El fetichismo del gen: biopoder versus subjetividad
Freud y el plasma germinativo
Política, genética y clínica del sujeto
Insensibilidad y denegación del conflicto moral
Destitución subjetiva: exaltación de la obediencia y psicologización del sujeto
El placebo científico y lo “psi”
El ritual se hace necesario
El ritual requiere la Institución
Por una clínica sin rituales
La clínica de la memoria y la marginación
Contra el ceremonial
Memoria y marginación: diálogo interno
Epílogo

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Prefacio necesario

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Este libro fue escrito entre octubre de 2005 y octubre de 2006. Hace ya más de un año.
Durante este tiempo ha sido revisado y corregido. El motivo por el cual ha tardado en
llegar a la imprenta ha sido la segunda parte, que da título al libro. Este título,
Fragmentos de la vergüenza, surgió así desde el principio. Quería escribir sobre la
vergüenza y sobre cómo entiendo y practico la clínica psicoanalítica.

Lo primero a tener en cuenta es que el libro fue escrito en el mismo orden en que
aparece. Puede parecer extraño, pero tiene su razón de ser. Yo quería, en primer lugar,
escribir sobre algo que parece importante para vivir. Me refiero a la discriminación de los
sentimientos. Discernir los sentimientos decide sobre los propios sentimientos; es el rigor
que requieren y es también su dimensión moral. Sin ella, los sentimientos no sólo se
confunden sino que se ignoran en la deriva sadomasoquista del sentido y de la
pertenencia. Discernir los sentimientos que yo mismo sentía en mi recorrido como
psicoanalista y en relación con lo que escuchaba era una tarea íntima irrenunciable, y así
fueron apareciendo la culpa, la vergüenza, el pudor, la humillación, la venganza, la
ofensa, la rivalidad y la compasión.

En segundo lugar escribí lo que había constituido la experiencia de mi relación con el


psicoanálisis, desde que repasaba los libros de Freud con confusa devoción, hasta el final
de una travesía por instituciones o grupos psicoanalíticos que en nombre del esprit
antiburgués se habían aislado del mundo. Tenía que verme en ese recorrido, que había
vivido como una humillación. Quería ver, sin excesivas elucubraciones, cómo había
sucedido.

Por último, quedaba quizá la parte más importante: cómo seguir siendo psicoanalista,
incluso por qué seguir siendo psicoanalista, en suma, cómo entiendo la clínica
psicoanalítica. Cuando Freud, a instancias de Jones, creó el famoso comité secreto
después de la “deserción” de Jung, consagró de forma explícita lo que hasta entonces
había sido un comportamiento aún vergonzante: el psicoanálisis como patrimonio de la
persona. El “comité secreto”, con su reparto de anillos como símbolo del pacto de
sangre, no pudo impedir las deserciones o “deslealtades”, como Freud prefería llamarlas.
Lo peor fue que esa manera de tomar el psicoanálisis como una doctrina de adhesión y
no tanto como un pensamiento renovador y una fuente de inspiración clínica, terminó
adueñándose de unos modos institucionales de mantener la ortodoxia que terminarían
convirtiendo el psicoanálisis en una doctrina de acusación. Quien no mostraba entera
adhesión no sólo era ya considerado desleal, sino enfermo, torpe y malvado. La
denigración y la calumnia pasaron a formar parte de esa doctrina de acusación.

Por qué el psicoanálisis ha sido absorbido por el doctrinarismo institucional no tiene


fácil respuesta, o quizá sencillamente se ha instituido como explotación de los vínculos
más infantiles, entre los que no son nada desdeñables los referidos a la protección. Freud

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no tomó el psicoanálisis simplemente como un descubrimiento personal sino como un
patrimonio. Entiendo el patrimonio en su sentido más literal: doctrinal y económico. El
psicoanálisis atrapa precisamente por su carácter absoluto, no admite entrega parcial, es
una exigencia de total incondicionalidad. Freud escribió en 1933, en Neue Folge der
Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse (Nuevas lecciones introductorias al
psicoanálisis): “La actividad psicoanalítica es difícil y exigente, no se deja manejar como
unas gafas que se ponen para leer y se quitan para pasear. Por regla general el
psicoanálisis toma por entero al médico o no lo toma en absoluto” (In der Regel hat die
Psychoanalyse den Arzt entweder ganz oder gar nicht) (p. 581).

A continuación Freud descalifica a los psicoterapeutas que se sirven del psicoanálisis


como de una técnica terapéutica más, por tibios o “descafeinados”, que es como se
podría traducir el término freudiano entgiftet. Pero lo de verdad chocante es la frase
citada: In der Regel hat die Psychoanalyse den Arzt entweder ganz oder gar nicht. No
es un “lo tomas o lo dejas”; quien te toma o te deja es el psicoanálisis. En esa
consideración, el psicoanálisis no es una disciplina, ni una clínica, sino Algo que toma
posesión de ti o te deja tirado. Entra así a formar parte de lo que William James llamó
“decisión de fe”. El psicoanálisis no es una profesión sino lo que se profesa, es entrega a
una Causa, que como se sabe era el nombre freudiano preferido para referirse al
psicoanálisis: la “causa analítica”. La traducción que hace López-Ballesteros de esa frase
es más literal que la que hace Strachey, que de modo sorprendente cambia el sujeto de la
frase, poniendo como sujeto al médico y no al psicoanálisis. Escribe López Ballesteros:
“Por lo general, el psicoanálisis acapara enteramente al médico o lo deja fuera de su
ámbito” (Freud, OC VIII, p. 3188). O todo o nada, en la “decisión de fe” no caben
términos medios, no hay lugar para la tibieza.

Freud escribe esto en 1933, una vez que el psicoanálisis estaba ya institucionalizado
y las reglas de adhesión tenían su organigrama. Queda así consagrado lo que al principio
constituía un riesgo: el hecho de que el psicoanálisis exija entrega total y que incluso la
combinación de psicoanálisis y práctica universitaria u hospitalaria conlleve la sospecha
de la tibieza. Resulta curioso que la acusación de plagio sea tan habitual en los medios
psicoanalíticos, cuando, por otro lado, únicamente el jefe carismático posee el saber
adecuado. ¿Cómo, entonces, se puede acusar de plagio a quien a la vez es acusado de
desviacionismo?

La acusación de plagio en los medios institucionales psicoanalíticos, tanto en la


época de Freud como ahora, tiene el mismo motivo: la distancia emocional, la
separación, la “desobediencia” (término que Freud solía utilizar para referirse a los
pacientes díscolos) respecto al líder de turno, ya sea de una institución importante o de
un pequeño grupo local. La acusación de plagio es una acusación de robo. El ladrón es el
que toma algo ajeno y se va. Si se queda en la familia puede tomar lo que quiera. Si se

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separa pasa a ser plagiario o ladrón, sólo por el hecho de haber formado previamente
parte de la familia. Sólo por eso. Y puesto que la acusación de plagio no se puede
sostener más que por un corto espacio de tiempo, sólo provisionalmente, ya que si se
mantuviera significaría que lo que el díscolo se ha llevado tiene el mismo valor
psicoanalítico que lo que comparten los fieles, una vez producida entonces la separación,
la acusación ya no es de plagio, pasa a ser de enemigo del psicoanálisis, de traición a la
“causa analítica”. El proceso a Paul Schilder, entre otros muchos, lo prueba.

También está desde el principio la exigencia de traducir la adhesión al psicoanálisis


en tenerlo como único sustento. Si no fuera así, la adhesión no estaría asegurada. No es
una maniobra de Lacan, ya estaba desde los inicios de la institucionalización del
psicoanálisis. Mantener el psicoanálisis fuera de la universidad y de los hospitales no era
efecto de una supuesta persecución al psicoanálisis, era propósito deliberado del
doctrinarismo institucional. La dependencia económica es su mayor seguro. Convertir la
disidencia en una ruina es un modo de asegurar la permanencia de la Institución. ¿Cómo
se ganaría la vida el psicoanalista que abandona la Institución después de haberse
entregado a ella?

Y sin embargo, como en el relato de Kafka sobre la Torre de Babel, la vida empieza
después de las murallas, la clínica psicoanalítica también. El haber reducido la clínica
psicoanalítica a una explotación de las dependencias infantiles no es precisamente lo
mejor que podía sucederle.

Un comunista sin partido, solo, está perdido, escribió Sartre a propósito de Paul
Nizan. No es el caso del psicoanalista. Como ya señalara Roazen, el mismo Freud
presumía y ejercía su independencia, la misma que no soportaba en los demás respecto a
él. La clínica psicoanalítica no es patrimonio de nadie, ni la ortodoxia es su garantía. Al
contrario, asegurar una jerga, matar la inspiración, favorecer la arrogancia del adepto,
rehuir el debate público, concebir la cura en términos de fidelidad y de obediencia, tomar
el inconsciente como patrimonio secreto de la institución psicoanalítica que declara la
buena “causa”, ha orientado el psicoanálisis hacia el claustro. La clínica psicoanalítica
comienza a respirar fuera de ese enclaustramiento que vive del victimismo. La clínica
psicoanalítica no se alimenta de generalizaciones, de abstracciones especulativas. Perder
su encantamiento es recuperar su rigor.

Hace tiempo que descubrí que cuando pregunto a alguien sentado ante mí “¿qué le
pasa?”, me dirijo a alguien que existe, alguien probablemente perplejo ante la vida, que
vive un conflicto moral que le paraliza, que quiere aprender a vivir o cómo sería posible
vivir sin hacer daño, reclamando una justicia que no entiende cómo es que no existe,
pero con demasiada frecuencia ofendido y solicitando venganza en nombre de esa
justicia inexistente, o gimiendo en la oscuridad de la falta de deseo. No pregunto a una

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categoría psicopatológica, sino a una persona igual que yo, marcada de parecido
desamparo o parecida aflicción, pero a la vez insustituible, a la que yo no puedo suplir.
He llamado a esa posición la que se rige por el “juicio de existencia” y no por el “juicio
de atribución”, la que presta atención a la existencia del otro. “El amor a nuestro prójimo
–escribió Simone Weil en 1942– cuando es resultado de una atención creativa, es análogo
al talento”. Podría ser una expresión precisa de cómo entender la clínica psicoanalítica, a
la que he llamado clínica de la memoria y de la compasión, y, por ello, marginada. El
doctrinarismo, sea institucional o no, es un obstáculo para esa clínica. Cuando hablo de
marginación no me refiero al aislamiento delirante, sólo propongo un modo de
verificación clínica de sus modos de inteligibilidad posibles.

Esta clínica se hace aún más necesaria en una época en la que predomina la condena
irreversible que proclama el curioso optimismo de la ideología genetista. ¿Quién se va a
ocupar del mundo de la vida, de la particularidad de los sujetos, de las carencias que
impiden asimilar al humano a una victoriosa máquina genética? ¿Quién se va a ocupar del
fracaso de las ideologías del sentido, del sinsentido real que suscita la experiencia
subjetiva? ¿Quién, sin convertirse en su hipócrita explotador, se va a ocupar del
desamparo si todo se confía al triunfo del gen? ¿Quién va a sentir la compasión que el
determinismo genético ha aniquilado? La clínica psicoanalítica no es hostil a la biología
molecular. Simplemente señala sus límites, límites mutuos si se quiere, pero límites en
todo caso, es decir, finitud y parcialidad. El más acérrimo ideólogo genetista se angustia
ante la brevedad de su vida, ante su exclusión de ese cósmico empuje a la vida ajeno a su
finitud. La psiquiatría biológica hace el ridículo por querer competir –como cuando se
dice ser más papista que el papa– con la neurobiología, como si la vida de los sujetos se
pudiera convertir en un laboratorio. El sujeto es, como lo calificó Helmuth Plessner,
excéntrico, no coincide con la naturaleza, a la que, sin embargo, pertenece. Ésa es una
carencia irremediable que se presta a todo tipo de compensaciones institucionales para
remediarla. La clínica psicoanalítica mantiene esa perspectiva de la carencia sin
confundirse con la institución y sin convertirse en una institución. He intentado que este
desajuste entre clínica psicoanalítica e institución quede claramente expuesto en este
libro. El doctrinarismo psicoanalítico y el reduccionismo genetista tienen en común el
desviar las cosas para ponerlas al servicio del ritual mágico, y sabido es que el
pensamiento mágico es la huida de una realidad que no se deja domesticar por la norma.

En cuanto a la segunda parte del libro, me he preguntado si de nuevo escribía


reclamando una pertenencia. No es así; no hay destinatario conocido; es un camino que
conduce hacia las afueras; es una despedida. He intentado sobre todo entender algunas
decisiones que he tomado y que me han llevado a ejercer mi oficio sin la protección de
iglesia alguna y en compañía de algunos que encontré en situación similar. El camino que
conduce en esa dirección está lleno de detalles, quiero decir que son los detalles y no
tanto las especulaciones los que mejor lo describen. Los detalles, a diferencia de las
doctrinas, revelan los diversos caminos éticos que salen al paso y con los que cada uno

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ha de bregar. Cada uno es sus historias, ni siquiera es una sola pues está entreverada con
las de los demás. Eso hace que lo que sucede, quiero subrayarlo, cobre mayor
importancia que lo que uno fantasea o realiza. Se es lo que nos sucede y lo que unos y
otros, y unos de otros, padecemos. Lo que uno hace puede ser un suceso para otro y
viceversa. Cada uno es padecimiento del otro.

Aquí, en esta segunda parte, cuento un cruce de padecimientos, desde un lugar que
exigió alguna decisión, quizá inesperada, en todo caso inevitable. Es pues una historia, y
una historia ha de ser narrada pues no está escrita. Lo que a uno le sucede y se graba
como acontecimiento, aunque parezca simple y escueto, es complejo por la confusa
contradicción de las emociones que provoca. Escribir es una manera de discriminar y de
poder hacer del suceso algo que no se puede borrar pero sí perder. No sé si enseña, pero
sí que deslinda las confusiones, y ésa es una tarea ética de cada uno. Lo que para cada
cual fue, pues, un padecimiento, pudo dar lugar finalmente a una despedida. Nos
despedimos quizá de un común padecimiento. Desgraciadamente a muchos hombres les
está impedido el despedirse. La despedida, sin embargo, permite el esclarecimiento de la
posibilidad. La despedida es un arte y la clínica psicoanalítica querría enseñarlo, si
pudiera. Cómo despedirse es difícil, pero es una dificultad de la que no habría que
abusar, y menos aprovecharse de ella.

Así pues, esa segunda parte terminó siendo indispensable para la lógica interna del
libro, cuya escritura, como ya dije, no en vano surgió de esta manera.

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PRIMERA PARTE

La culpa y la vergüenza

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… denn Sterblichen gezeimet die Scham
(al mortal le conviene la vergüenza).
Hölderlin

En el pensamiento psicoanalítico la vergüenza apenas tiene cabida. Freud se refiere


a ella en un artículo de 1917, Duelo y melancolía, únicamente para añadirla a los rasgos
propios del melancólico. Sin embargo, más que de la vergüenza, Freud de lo que trata es
de la desvergüenza. Dice así:

Por último, nos damos cuenta de que el melancólico no se comporta como un individuo
normal agobiado por los remordimientos. Carece de la vergüenza ante los demás que caracteriza
el estado normal del remordimiento… El melancólico toma el camino contrario, el de importunar
a todo el mundo con sus defectos como si en ello encontrara una satisfacción (p. 201).

Dicha exhibición de culpa y autorreproches muestra el rostro impúdico de la culpa


melancólica, un tipo de culpa sádica cuya particularidad reside en que se ejerce sobre uno
mismo. Por otro lado, culpa, vergüenza y pudor son términos no suficientemente
definidos y separados como para poder entender lo que los une.
El psicoanálisis ha dado mayor relevancia a la culpa y ha sido siempre proclive a
considerarla como una manifestación fundamental de la neurosis y, por tanto, como una
enfermedad que el psicoanálisis podría curar. Pero ante la dificultad que encuentra para
tamaña empresa, Freud duda en ocasiones de si la imposibilidad de que la culpa
desaparezca se debe a los límites o dificultades de la “técnica psicoanalítica” o a que la
culpa forma parte de la subjetividad humana. Según esta última consideración sería muy
improbable que existiera un sujeto desprovisto de toda culpa, de cualquier tipo de
sentimiento de culpa, y si así fuera, tal carencia de culpa debería ser considerada como
patológica.
Dilucidar este asunto permitirá encontrar las líneas fronterizas que separan y
definen la vergüenza, el pudor y la culpa. Si la culpa es condición del sujeto, habrá que
preguntarse de dónde le viene su carácter mórbido y enfermizo y, en todo caso, si la
culpa es parte constitutiva de la subjetividad, del carácter social o alterante de un sujeto
que es además viviente, entonces la culpa es propia de quien tiene aún tratos pendientes
con el mundo. El pudor debe tomarse en la digna significación de su origen griego
(aidós), es decir, como lo que invita a tomar la distancia ordenada respecto al desorden
sentimental de cada uno y respecto al afán fusional con el otro. Es el ritmo interno de la
relación de amor o de odio, de lo que nos obliga a depender de los demás. En cuanto a la
vergüenza sería el sentimiento, la percepción íntima, de ese grado de humillación que
conlleva la dependencia de los humanos para vivir.

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La culpa como sufrimiento moral

La culpa es lo primero que aparece cuando alguien se queja de sus padecimientos con la
vida. Siempre hay un culpable de la propia desgracia, o se es culpable de un abandono, o
de una traición, y se busca ansiosamente algún tipo de perdón o de redención, dando al
sufrimiento ese carácter moral de reparación. Tanto la teología como el psicoanálisis
coinciden en revelar el carácter moral del sufrimiento del hombre. De ahí, que ambos
tengan la tentación de encarar el sufrimiento como vía de reparación. Por otro lado, no
hay filosofía de la historia, ni poder, que no se ejerza siempre a costa del sufrimiento de
los súbditos bajo el modo mesiánico de la promesa de los frutos del sufrimiento.
En verdad, en verdad, os digo, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere,
queda él solo; mas si muere, lleva mucho fruto (Jn 12, 24). Aquí el evangelista no se
refiere al hecho de la reproducción sexuada, que conlleva la muerte final del reproductor,
sino al sufrimiento purificador y redentor, como bien viera Dostoievski, que puso estas
palabras del evangelista presidiendo su escabrosa novela Los hermanos Karamazov. Que
el sufrimiento tenga tan alto valor redentor es la manera de dar salida a su condición
moral.
En el cristianismo ese sacrificio redentor adquiere lo que Nietzsche llamó su toque
de genialidad al proponer un dios acreedor que redime al hombre de por sí irredimible. El
acreedor pagando la deuda de su deudor. Esta paradoja es tan genial que ya no es posible
un Estado que no se precie de ese carácter redentor del poder. De ese dios, de ese poder,
depende pues el hombre por entero, ya que su deuda, su culpa (Schuld es tanto deuda
como culpa) es de tal magnitud, tan inconmensurable, que sólo su acreedor podría
hacerse cargo de su pago. De este modo, se consigue una culpa infinita y a la vez,
paradójicamente, una infinita inocencia. Tal mezcla de culpa e inocencia es, por decirlo
con palabras de Nietzsche, “la enfermedad que ha devastado al hombre” (cf. La
genealogía de la moral, p. 106). Soy inocente si dependo por entero de ese acreedor que
a través de esa dependencia se convierte en mi amoroso pagador. Pecado original, pena
eterna y redención se implican. La culpa queda, de ese modo, atravesada por el sentido.
El absurdo de una ofensa irreparable se da precisamente como sentido por el hecho de
ser una ofensa a Alguien y sólo entonces de ese Alguien, del ofendido, puede provenir la
reparación y el perdón. La inocencia se alcanza por medio de esa obediencia y de esa
pertenencia a la explotación de la culpa por el sentido. “Alguien tiene que ser culpable de
que yo me encuentre mal, esta especie de raciocinio –añade Nietzsche– es propio de
todos los enfermizos” (p. 148). Si yo sufro, si yo padezco, alguien tiene que ser culpable
de todo esto. Y aquí viene la maniobra del sacerdote en la acepción nietzscheana del
religioso: “Está bien, oveja mía, alguien tiene que ser culpable de todo esto, tú misma
eres la culpable de esto…” (p. 149). Así el círculo del sentido queda cerrado: soy
culpable ante Alguien y eso mismo es la promesa de perdón y de inocencia. A codazos se
precipitan los hombres para entrar en la iglesia, esa “organización de los enfermos”,
como la llama Nietzsche.
Si la culpa es la que sostiene la creencia religiosa, habrá que considerar entonces la

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posibilidad de una culpa más originaria, previa al hecho religioso, y puede que necesitada
del hecho religioso para su consuelo.
El hecho de vivir es para el hombre un hecho moral, pues la culpa se halla
entroncada con la vida. La culpa aparece por no ser por entero el otro, de quien sin
embargo se depende. Como decía Kafka, la singularidad, su soledad, es la experiencia
misma de la culpa. Nadie puede sustituir al otro ni ser sustituido por el otro, ni en la
satisfacción ni en el dolor. Por eso, el éxito del cristianismo viene de ese “golpe de genio”
que decía Nietzsche, mediante el cual Dios mismo, el hijo de Dios, sustituye al hombre a
la hora del sacrificio para alcanzar el perdón y la salvación. Esa sustitución es un yugo
que cae sobre el cuello del hombre salvado y purificado por ese medio. No hay religión
que no cuente con el sacrificio como medio de purificación y de salvación. Pero sólo el
cristianismo tuvo el acierto de poner al acreedor, al mismo Dios, en el lugar del hombre.
Ese hombre queda así, a la vez que más endeudado, más cercano a la inocencia. Su
salvación es una deuda eterna, pero por el hecho de estar entre los salvados es inocente.
Se crea así un vínculo de culpa e inocencia que encuentra su acomodo masoquista en la
combinación entre castigo e inocencia. Ambos aspectos se retroalimentan: si sufro soy
inocente y, por tanto, digno de amor. Por lo cual, no hay manera de librarse de la culpa,
aunque sólo fuera por esa imperiosa necesidad de repetir todo el tiempo el proceso de
reparación, castigo e inocencia, la permanente conmemoración de la Pasión de Cristo,
como si aquel Acontecimiento no se pudiera olvidar, puesto que, en efecto, su olvido
sería su desaparición, ya que no existe por fuera de su misma conmemoración. Al ser
una conmemoración es una fiesta, una orgía, la auténtica fiesta del “contra-goce”, como
la llamaba Nietzsche, pues “la crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de
la humanidad…” (p. 75).

La culpa, ¿enfermedad o condición moral del sujeto?

Se podría decir que Freud coincide con Nietzsche cuando toma el sentimiento de culpa
como una enfermedad. ¿Qué entender por enfermedad? Para Nietzsche la enfermedad
de la culpa es el empeño de la “voluntad del hombre de encontrarse culpable y
reprobable”, “su voluntad de imaginarse castigado sin que la pena pueda ser jamás
equivalente a la culpa, su voluntad de infectar y de envenenar con el problema de la pena
y de la culpa el fondo más profundo de las cosas…” (p. 106). Pero ¿cómo entender
dicha voluntad? ¿Es la voluntad misma del hombre, su apetito y su imaginación, su
inclinación natural, la que es culpable o sólo es que necesita la culpa para congraciarse
con el sufrimiento? No está claro. Situar el sufrimiento en la perspectiva de la culpa es
convertirlo en un “sufrimiento interpretado”, añadiendo así al hecho del sufrimiento un
“nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de
vida…” (p. 185), pero más satisfactorio para los intereses del sentido.
Parecería entonces que la culpa es un añadido interpretativo al hecho del

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sufrimiento. ¿Se puede explicar esa afición del hombre por la culpa como un simple
añadido, por inherente que se suponga a la condición, digamos noética, de la
intencionalidad? El que la interpretación y la culpa correspondan a la esencia de la
subjetividad entraría en contradicción con el hecho de que el sujeto Nietzsche pueda
pensar tanto la culpa como la interpretación como torvas maniobras de la cobardía que
esconde el absurdo tras la tergiversación del sentido. ¿En qué consistiría la enfermedad?
¿En la necesidad de sentido o en el sentido atribuido? ¿El hombre es un enfermo porque
necesita un sentido para su padecer o por el sentido mismo que atribuye a su padecer?
Pero si hablamos de enfermedad debe ser en un campo más acotado donde la
enfermedad no equivalga a la esencia misma de la subjetividad. Se está o se deviene
enfermo, pero no se es enfermo; es el punto de partida del clínico. Y, en efecto, Freud se
suele referir al sentimiento de culpa en relación con la neurosis y no tanto en relación con
la “metapsicología” que da cuenta de los conceptos teóricos con los que el psicoanálisis
se constituye en disciplina que explica el psiquismo. Sin embargo, lo característico del
sentimiento de culpa (Schuldgefühle) es que no es una representación inconsciente, sino
un sentimiento inconsciente y, como tal sentimiento, mudo (stumm), tan mudo como la
pulsión de muerte, y sólo se muestra y se representa por el castigo de la enfermedad.
Dice en El Yo y el Ello (Das Ich und das Es): “Pero este sentimiento de culpa es mudo
para el enfermo, no le dice que sea culpable, y de este modo no se siente culpable sino
enfermo” (p. 316). ¿Son dos sentimientos distintos? Por un lado, habla de un sentimiento
de culpa mudo y, por otro, de un sentimiento que correspondería a ese otro sentimiento
anterior, pero que por ser desconocido para el sujeto, hará de él un enfermo, no un
culpable, siendo, sin embargo, que dicha enfermedad no tiene otro sentido ni otra
intencionalidad que el castigo como modo de satisfacer la culpa, razón por la cual dicha
enfermedad ha terminado convirtiéndose en una necesidad (Krankheitbedürfnis) y en
una resistencia tenaz contra la curación:

[…] hay en estos enfermos una oposición a la salud, la cual es considerada por ellos
como una especie de peligro. Predomina en ellos la necesidad de la enfermedad y no la voluntad
de curación… Acabamos por descubrir que se trata de un factor moral, de un sentimiento de
culpa que encuentra su satisfacción en la enfermedad y no quiere renunciar al castigo… Este
sentimiento de culpa se manifiesta como una resistencia a la curación, difícil de reducir (p. 316).

Tenemos entonces una enfermedad que a su vez conlleva y requiere el no querer


curarse de ella. Es un embrollo que obliga a Freud a añadir una nota a modo de
aclaración (la edición crítica que seguimos aquí no dice nada al respecto). Esta nota
merece ser citada por extenso:

La lucha contra el obstáculo que supone el sentimiento inconsciente de culpa es harto


espinosa para el analítico. De modo directo nada se puede hacer contra ella y de modo indirecto
ninguna otra cosa que no sea el descubrir sus fundamentos reprimidos inconscientes, con lo
cual se puede ir transformando poco a poco en sentimiento consciente de culpa. La opción del

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analítico queda muy facilitada cuando el sentimiento inconsciente de culpa es el resultado de la
identificación con otra persona, la cual fue en su día objeto de un investimiento erótico. Esta
génesis del sentimiento de culpa es con frecuencia el único resto difícilmente perceptible, de una
relación amorosa ya abandonada. La semejanza con el proceso melancólico es ya conocida. Si
conseguimos desvelar este pesado investimiento de objeto tras el sentimiento inconsciente de
culpa, se puede alcanzar con frecuencia un éxito terapéutico, mientras que, en caso contrario, el
esfuerzo terapéutico carece de salida. Pero, ante todo, eso depende de la intensidad del
sentimiento de culpa, lo que la terapia a menudo no puede contrarrestar. Quizá también dependa
de que el analítico permita que el enfermo le convierta en su ideal del yo, lo que conlleva la
tentación de arrogarse respecto al enfermo el papel del profeta, del redentor y del salvador. Pero
dado que las reglas del análisis prohíben tal aprovechamiento de la personalidad médica, hemos
entonces de confesar honradamente que tropezamos aquí con un nuevo límite de los resultados
del análisis, el cual no puede impedir las reacciones enfermizas, sino que ha de conceder al yo
del enfermo la libertad para decidir de una u otra manera (pp. 316-317).

Con esta nota, Freud quiere aclarar el enigma y la radicalidad del sentimiento de
culpa, pero probablemente lo complica, aunque esta complicación puede arrojar, sin
embargo, alguna luz a nuestra argumentación.
Freud dice: el sentimiento inconsciente de culpa es una enfermedad, por lo cual el
psicoanálisis ha de curarlo, pero resulta que esa tarea parece imposible. ¿Hemos de
concluir, entonces, con el fracaso terapéutico del psicoanálisis? Ahí es donde Freud
introduce esta sorprendente nota aclaratoria en la que nos dice cómo se puede curar el
sentimiento de culpa y cómo no se puede curar. Se podría curar indirectamente (nunca
de manera directa) si se consigue alcanzar los fundamentos reprimidos, es decir,
inconscientes, pero esto sólo sería posible de dos maneras:

1. Cuando se consigue aislar el sentimiento de culpa como resultado de la


identificación del sujeto con otra persona (mit einer anderen Person), que fue
en su día objeto de un investimiento erótico. Ese sentimiento de culpa sería el
resultado de un investimiento libidinal abandonado (Rest der aufgegebenen
Liebesbeziehung) ¿Por qué la culpa? El objeto abandonado permanece como
culpa, pero lo que la culpa señala es que como tal es culpa por el abandono. Se
apunta aquí a la culpa con relación a una separación y a un abandono, sea éste
vivido activa o pasivamente, es decir, sea el sujeto abandonador o abandonado.
2. Pero el sentimiento de culpa posee tal intensidad y hondura que en verdad sólo
puede verse librado el sujeto de él si la persona del psicoanalista (die Person
des Analytikers) deviene “ideal del yo” del paciente, para lo cual se requiere
que el “analítico” caiga en la tentación de jugar el papel de profeta, redentor y
salvador (die Rolle des Propheten, Seelenretters, Heilands zu spielen). Ahora
bien, para Freud ése no es el lugar del “analítico” o psicoanalista, ése no es el
objetivo de un análisis. Entre sus efectos buscados no estaría la vuelta a un
estado puro, libre de toda patología, sino que el yo del enfermo consiga la
libertad (Freud subraya el término Freiheit) para decidir (zu entscheiden).

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Es una nota ciertamente sorprendente pues por un lado habla de la culpa como
enfermedad y por otro como incurable. Si es una enfermedad, el psicoanálisis debería
curarla; si no lo hace, declara su fracaso terapéutico, ya que no habría otra forma de
curarse que mediante la adhesión del paciente al psicoanalista como redentor o salvador,
con lo que el remedio sería peor que la enfermedad, pues desposeería al sujeto de toda
relación con la aludida libertad. Es decir, que la culpa sería una enfermedad que
únicamente se cura por medio de la servidumbre, o por medio del abandono de la
propiedad más genuina del sujeto. Este asunto de la relación entre culpa y libertad vuelve
a plantear la pregunta por el origen y condición de la moralidad.

La cuestión del origen de la moralidad: desamparo, miedo y culpa

El término “libertad” produce cierta incomodidad puesto que cada día comprobamos la
determinación del sujeto. Sin embargo, nuestra clínica exige pensar la libertad como
condición de una práctica que por un lado confirma la determinación, pero por otro
verifica la posibilidad de una rectificación subjetiva aun en el seno de esa determinación.
La libertad resulta así tanto una contradicción como un postulado, que se expresa en el
imperativo categórico. El imperativo categórico es la expresión, como desacuerdo consigo
mismo, de esa contradicción. Tal desacuerdo es lo que lleva a querer un cambio, se
consiga o no, y ese empeño es expresión de la moralidad. Sin ese desacuerdo, el
sufrimiento, por ejemplo, no sería testigo de la repetición sino reclamo de inocencia, es
decir, se sufre no por no ser inocente sino para ser inocente, manifestándose así la
miseria moral del resentimiento, de la complacencia y de la impía y servil satisfacción.
Ahí naufraga la condición moral del sujeto, que consiste en el desacuerdo con lo que
hace y en el sufrimiento por el cambio que quiere y no consigue, pero no se conforma.
La estrecha relación que Freud establece entre culpa y libertad nos vuelve a traer la
antinomia kantiana sobre qué es antes si la culpa o la libertad. Si la libertad deriva de la
culpa, de una culpa inherente al sujeto, ¿cómo entonces podría la culpa derivar de la
libertad, pues no es posible pensar la culpa más que como “efecto” de la libertad? (cf. La
Religión dentro de los límites de la mera Razón, p. 47). ¿Cómo se podría ser culpable a
la vez, o incluso antes, que libre si la culpa requiere la libertad como algo previo? Pero
¿podría el sujeto ser libre sin la condición de la culpa o, lo que es lo mismo, sin la
condición moral de esa libertad? Esta contradicción es insoluble, como lo es, en
consecuencia, la cuestión del origen de la moralidad. “No hay en nosotros una causa que
nos permita comprender de dónde puede haber llegado por primera vez el mal moral”,
escribe Kant (p. 53). Ni el mal ha sido introducido desde fuera ni su origen es “un hecho
localizable en la experiencia”. Esto obliga a Kant a considerarlo “innato”, pero no por ello
menos imputable al sujeto. El mal es innato, concluye Kant, pero imputable al libre
albedrío. El mito propone una fase de inocencia previa a la introducción del mal por un
agente externo (la serpiente bíblica) o por un acto que lo inaugura (el asesinato del Padre

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de la Horda en el mito freudiano).
Freud, en la cuestión de la moral, se mueve también en la contradicción de buscar,
por un lado, un acto temporal y externo que la inaugure y que luego se incorpore al
proceso de la elaboración edípica, y, por otro, da por sentado que no es posible pensar el
origen de la moral y de la culpa desde ninguna exterioridad, por contingente que sea, no
obstante, la relación entre libertad y culpa. En el Proyecto de una psicología para
neurólogos, Freud había adelantado que la moral es connatural al desamparo y al
lenguaje, la condición misma de la subjetividad, aunque después se empeñara en situar la
culpa en el proceso edípico, como si antes hubiera una fase previa de inocencia. Lo que
la observación clínica comprueba es la presencia de la culpa en la primera aparición de la
subjetividad. Si la condición pulsional y lingüística del sujeto es un conflicto que se da
entre dependencia y rechazo, o también entre afán destructivo y conservación, entre
cambio y permanencia, no hay entonces un origen previo.
Como ya he señalado en otras ocasiones, la dependencia humana está marcada por
el desamparo y el miedo consiguiente. En el mundo animal la dependencia se da sin
desamparo, es dependencia de algo y ese algo se corresponde con la necesidad. En el
humano la dependencia es con desamparo, el campo de la necesidad se ve subvertido por
la demanda. La condición lingüística del sujeto introduce la demanda y la ausencia, el
temor al abandono y a la muerte, el terror a la voluntad omnipresente y aniquiladora de
quien te dio la vida, a la desesperación del extravío amoroso, a la impotencia, etc.
El miedo proviene de esa dependencia con desamparo, lo que engendra el temor al
abandono. El temor más originario, si así se pudiera expresar, es el temor, incluso el
terror, al abandono. Terror y abandono coinciden. Nada soy sin el otro, eso engendra el
mayor temor y anuncia lo que será la matriz de la significación: la interpretación
persecutoria del otro. El daño es el reverso del desamparo. Dependencia con desamparo
conlleva daño del otro. El otro es temible, pues dependo de él. De ahí van a surgir las
alianzas de los asustados. Los asustados, necesitados de aseguramiento y de identidad, se
alían para una protección que requiere la permanente constancia de un enemigo común.
La guerra, como ya lo viera Hobbes, es el estado abierto y violento de enfrentamiento
que el estado de paz disimula. En lo que Hobbes se equivoca es en considerar el miedo
como efecto de la pasión de destrucción y daño del hombre. Más bien es al revés, la
destrucción y el daño son efectos del miedo, miedo al abandono, miedo a no existir para
el otro de quien se depende, miedo a perder la conexión con la vida, miedo y angustia a
morir de asfixia sin ese contacto, sin esa acogida. Ese miedo introduce la violencia del
otro como agente de un poder inmenso, absoluto, que abre la senda del terror. El miedo
es al abandono y para dicho abandono se quiere un agente preciso y concreto. Ese miedo
no es anterior al encuentro con el otro, está en la experiencia misma del recién nacido, en
la primera experiencia corporal de la satisfacción. El otro es el objeto de la satisfacción,
luego la satisfacción en el humano está regida por la Versagung, por la decepción o por la
insatisfacción, en todo caso siempre por el miedo.
Al estar la necesidad, supongamos que de alimento, subvertida por la demanda, por
la referencia absoluta y corporal del otro, por su presencia o ausencia, ese otro es tanto

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objeto de la satisfacción como agente de su Versagung, de la sustracción, de la decepción
o del fracaso de la satisfacción. Se enreda así el sujeto en el daño a la vez que en el
terror. La exigencia y la reclamación, provenientes del seno mismo de la satisfacción
corporal y de la insatisfacción dependiente que conlleva, van generando un sistema de
deudas que anuda el vínculo entre temor y daño, de donde surge la culpa y su
permanente oscilación entre la propia indignidad y el odio exigente al otro. Discriminar y
aislar en esa culpa lo que hay de exigencia destructiva contra el otro o contra sí mismo,
es lo que me ha permitido hablar de una culpa subjetiva. La culpa subjetiva, lejos de
absolutizar y someterse a la voluntad del otro como voluntad de daño, toma esa voluntad
en su condición subjetiva de desamparo. Así es como entiendo la conciencia del otro de
la que habla Kant, conciencia de la existencia del otro, de su subjetividad, de su miedo y
de su precariedad, a veces temible por la necesidad de asignarse protección y sentido. En
relación con lo dicho anteriormente, se puede decir que la culpa subjetiva expresa el
desacuerdo consigo mismo a la vez que la “conciencia del otro”, de su existencia real y
no meramente atributiva. Como se verá, la culpa superyoica cultiva el sufrimiento como
argumento y razón de inocencia, no puede abordar la relación entre culpa y libertad,
porque no admite la soledad ni el desacuerdo con lo fáctico, que es lo que puede
vincularlas.
Hobbes, por el contrario, tiene una concepción de la libertad como previa y carente
de moralidad. Para Hobbes, la libertad sería un permanente estado de guerra y
exterminio. De ahí que sitúe el miedo como razón de la renuncia a la libertad y comienzo
de la moralidad. Miedo a la libertad, podría ser un título hobbesiano. ¿Cómo podría ser el
miedo renunciar a la libertad, siendo que esa renuncia está dirigida por la libertad? No
habría miedo sin libertad, el miedo sería expresión de la libertad. En primer lugar, por lo
que supone de atribución de poder y de pacto (se ha de suponer que la renuncia a la
libertad es al menos un acto de libertad, aunque esté causado por el miedo). En segundo
lugar, pero principalmente, porque el desamparo que supone expresa una desorientación
respecto al objeto de la satisfacción y una demanda de socorro en el hecho mismo de
vivir que no cesa nunca más que con la muerte y que hace de todo sujeto un sujeto
temeroso y asustado en su libertad o extravío y, a consecuencia de ello, temible si no se
toma a sí mismo como expresión de la relación entre culpa y libertad.

Pulsión y moralidad

La relación con el otro proviene de la dependencia corporal de la satisfacción que tiene el


viviente humano. El concepto de pulsión, que en Freud se contrapone al de instinto, da
cuenta de ese extravío del humano respecto a la satisfacción, respecto al objeto de la
satisfacción, objeto que al no coincidir con el de la necesidad (por ejemplo, el alimento o
incluso el mismo acto sexual), está confundido con el otro y, por tanto, desenfocado, no
siendo nunca el adecuado. Que la pulsión carezca de objeto adecuado, es un

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extraordinario hallazgo freudiano. Carece de objeto adecuado porque el objeto está
confundido con el otro, lo que convierte a tal objeto no sólo en un objeto desplazado y
por ello desajustado respecto a una adecuación natural, sino que también lo parcializa y
divide por el hecho mismo de tratarse de un objeto que es a la vez un sujeto.
Eso enloquece el vínculo entre los humanos; ahí hace su aparición el desamparo, el
temor, el daño, la queja, la sumisión, la culpa y siempre el terror al abandono. Para
asegurarse ese objeto están las estrategias del chantaje afectivo o sentimental, el
masoquismo o el sadismo, los diversos sistemas de deudas y también de alucinación del
objeto. En el caso del perverso, por ejemplo, se ve cómo intenta reducir al otro a mero
objeto, no soporta que el objeto de la satisfacción sea a su vez un sujeto y esté como tal
parcializado, por eso puede llegar a destruirlo. La prostitución es un ejemplo socialmente
aceptado de cómo buscar un objeto de la satisfacción que carezca de subjetividad. El
bellísimo relato de Kawabata La casa de las bellas durmientes, expresa de forma poética
esa dificultad de encontrar un objeto de la satisfacción cuya subjetividad esté muda,
dormida. El niño alucina el objeto de la satisfacción y así lo absolutiza para no perderlo.
En los frecuentes casos de maltrato se ve, por ejemplo, a una mujer empeñada en
alucinar a su maltratador como el objeto adecuado y total de su satisfacción, para lo cual
es requisito indispensable que ella se anule como sujeto y hasta tal punto lo hace que
termina, con demasiada frecuencia, mentalmente debilitada. El maltratador, o el
personaje masculino del relato de Kawabata, o quien se satisface con la prostituta, cree
quizá haber encontrado el objeto adecuado, pero la anulación de la condición de sujeto
del otro retorna como angustia de la propia anulación subjetiva, lo que en algunas
ocasiones lleva al asesinato (“me miró con desprecio”, dice un asesino de mujeres para
explicar su acto; interpretó el terror de aquella mujer como desprecio) y en todo caso
reproduce arteramente la insatisfacción que no parará más que con la muerte ansiada y a
veces anunciada.
¿Cómo orientarse en ese desajuste entre satisfacción y objeto? ¿Cómo regirse por la
doble condición de objeto y sujeto del objeto de la satisfacción? ¿Cómo amar al otro y
no destruirlo? ¿Qué rige la kantiana conciencia del otro? ¿Cuál es el límite interno que
pueda permitir una relación con el deseo del otro sin aterrorizarse, ni exterminarlo ni
cifrarlo todo en la obediencia? ¿Cómo ser desobediente con las temibles alianzas del
miedo?
La relación que Kant establece entre ley y libertad es una formulación de ese
conflicto y expresa su condición: la ley no tiene autor, no es heterónoma, no puede ser en
consecuencia una alianza al servicio del grupo. Al carecer de legislador, esa ley es el
límite interno al empuje pulsional, pues requiere a un otro que siendo objeto de la
pulsión, no elimine, sin embargo, su condición de sujeto deseante. Ese límite interno es la
expresión de la “libertad” entendida como acto y decisión de un sujeto que admite la
existencia del otro como no incompatible con la propia, lo que conlleva una renuncia
interna, no heterónoma, a la victoria, a la posesión y al daño.
La culpa subjetiva es expresión de ese conflicto pulsional y moral entre ley y
libertad. Dicho conflicto moral, que arranca de la parcialidad y división del objeto de la

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satisfacción, se puede presentar de diversas formas en la vida de los sujetos; por
ejemplo, el que se da entre el tiempo singular y contingente del horror y el hartazgo de la
Causa Final o del Bien Común, que asola a los sujetos sin la menor consideración; o el
que siempre hay entre la instrumentalización atributiva de la victoria y la derrota del
deseo propio ante la miseria de la pertenencia gregaria; o entre lo que se piensa y lo que
se hace; o entre la decepción y el daño, pues no es lo mismo dar o recibir decepción que
procurar daño para saciar la identidad vengativa. El conflicto moral suele estar cegado
por el pánico y el afán temeroso de reparación. Por eso es un proceso de rectificación de
continuos y confusos malentendidos. Cuando dicho conflicto ni siquiera aparece, nos
encontramos con el acto perverso que, ajeno a la “conciencia del otro”, lo usa para su
satisfacción y dominio, sin que límite interno alguno introduzca la distancia de la
condición subjetiva y deseante de los otros. Sin conflicto moral no hay acto ético.
Por eso, puede llevar razón Freud cuando habla del establecimiento de una
moralidad como resultado de la elaboración edípica que inscribe la diferencia sexual y
generacional como marcas que ordenan el campo interno del deseo y que diversifican y
desplazan el objeto de la satisfacción, diversificación que estaría en correspondencia con
la parcialidad del objeto de la pulsión. Esa salida de la escena primaria del incesto es lo
que entiende Freud por “disolución del complejo de Edipo”, disolución o naufragio
(Untergang) que abre la posibilidad del desplazamiento y, por tanto, del amor. No es que
el proceso edípico y su salida sean la fuente de la moralidad sino que son el resultado del
dilema entre ley y libertad (en términos kantianos) o, dicho de otro modo, entre
satisfacción y subjetividad. También cabría hablar de un tipo de intrincación pulsional
que no destruye el objeto de la satisfacción sino que lo conserva (bewähren es el verbo
freudiano, que significa tanto conservar como cuidar y proteger). Esa conservación se da
por la separación y en ese sentido por su pérdida.
La culpa subjetiva es testigo del dilema entre ley y libertad, entre la contingencia del
deseo y el pernicioso aseguramiento del objeto de la satisfacción que requiere como
primera condición el hacerlo necesario. Ese dilema no se resuelve, y eso es lo que
permite que opere como límite interno a la relación afectiva con los otros sin el
marchamo de la necesidad que obliga a la destrucción. Lo que diferencia, por ejemplo, a
la clínica del sujeto de las prácticas conductistas de exposición es lo que separa a la ley
como norma impositiva de adecuación al comportamiento de la colectividad, de la ley
como expresión de la culpa y de la libertad. Kant introduce la posibilidad de una ley que
no sea heterónoma y que por tanto sea límite interno al “potencial de aniquilación” que
asola las dependencias humanas. Ese límite interno no es la mera “introyección”
superyoica que confirma la omnipresencia de la mirada externa, sino que con mayor
propiedad cabe decir que es una separación real y, por tanto, crea intimidad y
“conciencia del otro”.
La cuestión moral atañe a lo más propio del sujeto y no a ninguna instancia externa
diagnóstica. La culpa superyoica y la necesidad de castigo, la subordinación al sentido, el
engaño y la venganza en la neurosis, el victimismo persecutorio de la psicosis, la muerte
interior y los empeños perversos de aseguramiento del objeto de la satisfacción son

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algunos de los diversos modos en que se manifiesta el potencial de aniquilación del que
hablaba Kant, toda vez que el dilema entre ley y libertad, y por tanto la culpa, se han
diluido, desapareciendo así el sujeto en su más estricta particularidad, en la intimidad de
la culpa subjetiva que con frecuencia se muestra en la vergüenza por haber transgredido
el límite interno de la conciencia del otro.
La intimidad de la culpa subjetiva encierra el temor a la potencia de aniquilación
que alienta la dependencia del otro. El sujeto depende de los demás y esa dependencia
acentúa y señala la soledad, y esa soledad le angustia y no sabe a veces hacer otra cosa
con ella que agredir y buscar el maltrato y adentrarse por la senda del daño, del
victimismo y de la ofensa. A veces alguien puede confundir el amor con su propia
aniquilación. ¿Cómo detenerse ante ese potencial de aniquilación? La culpa subjetiva es
límite silencioso porque sabe que lo que nos liga a los demás es una separación y una
pérdida, un deseo y no su anulación por la obediencia debida.

Identificación: separación, pérdida y culpa subjetiva

Esta relación entre culpa y pérdida que se produce como consecuencia de nuestra
dependencia de los demás, forma parte de lo que al final termina por identificarnos, de
los modos de identificación. La identificación no es una identidad, nace de la separación
y de la pérdida. De esta tesis, tan repetida en el pensamiento psicoanalítico, sería
conveniente extraer sus consecuencias. Antes de nada sería del todo conveniente
distinguir entre identidad e identificación. Por de pronto, si se habla de identificación es
porque hay una falta de identidad, pues ¿cómo podría alguien identificarse si ya es en su
propia y sustantiva identidad? Pero esta identidad es lo que está en entredicho por las
razones ya apuntadas de que la dependencia que tiene el infans del otro es irreparable, es
decir, su dependencia se constituye en el hecho mismo de tener cuerpo y lo que eso
significa: tener hambre, dolor, satisfacción, sexo, muerte y demás. Esa dependencia es
tan originaria que en su propio ser falta la identidad, pues no es una dependencia
subsidiaria de una necesidad de aprovisionamiento, sino constitutiva de la falta, del
deseo. Ésta es la razón por la cual la demanda al otro prevalece sobre cualquier
necesidad y obliga a buscar juntos un espacio exterior de identidad, ya entonces
necesariamente colectiva: el Grupo, la Patria, la Nación, etc., es decir, esa “segunda
naturaleza” de la que hablaba Arnold Gehlen, a falta de una primera naturaleza. Esta
identidad o Yo colectivo termina borrando las marcas más genuinas de la subjetividad
para dar a esa identidad estatuto de naturaleza.
Si retomamos la vieja definición tomista del principio de individuación, materia
signata quantitate, se puede entender tal “individuación” como lo contrario de la
supuesta cualificación del individuo que toda metafísica y toda ideología del poder
propone. Vemos por un lado que lo más propio es lo más común: el hambre, la sed, el
dolor, la satisfacción, el miedo, es decir, las cosas del cuerpo y su dependencia, mientras

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que lo menos propio y particular es la asignación cualitativa que nos dan: el uniforme
hoplita con el que luchamos y que nos atribuye una supuesta identidad. Soledad del
cuerpo, he llamado a esta materia signata quantitate para dar a esa materia su real
concreción (cf. Soledad, pertenencia y transferencia). La identificación es el resultado
de esa falta de identidad, de cómo esa “materia” particular, esa materia signata
quantitate recibe las marcas mudas del dolor, del miedo, de la satisfacción y de la
dependencia del otro, y cómo con ellas establece una pertenencia sensorial y sensitiva
que guarda una memoria pulsional o corporal y que constituye una intimidad que no se
deja esclavizar por las cadenas del Yo colectivo, único espacio falaz de la identidad. El
determinismo del acontecer del cuerpo, con su dependencia originaria del otro, es
diferente del que se va tejiendo como servidumbre a un estado colectivo de necesidad
provocado por el miedo a la soledad y a la capacidad de destrucción, miedo que es
connatural con la originaria dependencia del humano. Lo más común (el dolor y la
satisfacción) es lo más propio y es lo que va a permitir el encuentro y la despedida. Lo
colectivo por el contrario es una identidad artificial que paradójicamente sólo puede
cursar como servidumbre colectiva. Ser francés o esloveno o psicoanalista o militante de
un partido es menos propio del sujeto que la “signación” de su encarnadura corporal.
Por tanto, la identificación implica la pérdida de identidad y lo que eso supone de
soledad y a la vez de determinación por las experiencias irreparables de desamparo, más
el sentimiento de culpa como presencia íntima de lo irreparable.
En el mismo modelo melancólico que Freud propone como explicación del
sentimiento de culpa generalizado aparecen dos características indispensables: la
identificación y la pérdida del investimiento erótico. La culpa brota de esa articulación
entre identificación y pérdida. Sin embargo, lo más propio de la melancolía sería, a mi
parecer, que la identificación con el objeto perdido cuya sombra “cae sobre el yo”, como
decía Freud en su artículo de 1915, Duelo y melancolía, tiene como resultado la
anulación subjetiva. Ya no hay distancia ni por tanto mundo interior sino plena
identificación con un objeto no sólo abandonado sino desechable y mortífero, por lo cual,
más que de identificación habría que hablar de identidad: el sujeto mismo es el objeto
desechable, muerto, pues coincide por entero con el objeto. Pero ahí no se podría hablar
propiamente de culpa, al menos si entendemos la culpa como límite a la disolución
pulsional, a la entera desvitalización.
Creo entonces que el trasfondo de toda identidad es melancólico, de ahí que la vida
colectiva deba entenderse como manía melancólica: activismo sin límite, persecución,
ofensa, venganza, querulancia, es decir, todo aquello que requiere el delirio de identidad,
verdadero desorden maníaco sólo limitado por el miedo. El acierto de Hobbes es el haber
explicado bien esa presencia del miedo en el interior del activismo maníaco de la vida
colectiva.
He señalado anteriormente que el surgimiento de la moralidad va vinculado a la
condición lingüística del sujeto. Volvamos sobre este punto. Sánchez Ferlosio, siguiendo
en esto a Karl Bühler, liga el lenguaje a la acción. No parece que eso sea discutible,
porque, en efecto, se da en el lenguaje, en su adquisición, como se ve en el niño, una

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actividad prensiva o aprehensiva que establece la nominación, el sustantivo, como poder
de orden y control del mundo. El niño no tiene dificultad con el sustantivo sino con el
“yo”. La dificultad de ese lenguaje nominativo es decir “yo”, ese shifter del que hablaba
Jakobson, que sólo el propio agente puede referir haciendo presente al locutor y creando
así una distancia, una separación, ya irreparable, entre el pronombre “yo” y el sustantivo
nominativo. El “nombre propio” pasará a la categoría especial de la “descripción
definida”, igualmente insustituible. En el principio era la acción. El niño andaba en la
tarea del conquistador y del descubridor del mundo, de la terra ignota del lenguaje.
Nombrar es poseer y dominar. Pero cae en su propia trampa al toparse con el “yo”,
pronombre personal. Antes parecía feliz, digámoslo así. Alguien le preguntaba quién ha
hecho tal cosa y el niño respondía que Elena o Celia o Juan o Abulio y se quedaba tan
pancho, o al menos así nos parece. Pero nada más decir “yo”, o barruntarlo, su mirada
ha cambiado. Se le nota la distancia, el abismo, el temor, la desazón y la culpa. Ha
perdido el mundo de la objetividad. La atribución ha dejado de ser meramente objetiva y
nominativa para tomar el sesgo de la soledad, de la aparición del yo-sujeto y de la culpa a
la vez. La distancia, el rechazo, la rivalidad, la angustia, la pérdida y la culpa son los hilos
con los que se teje el campo de la subjetividad. El rechazo, por ejemplo, llevaría a la
simple destrucción si no tuviera el límite de la culpa, como la angustia conduciría a la
pérdida melancólica si no fuera por la distancia del deseo. Pues bien, una vez perdido ese
“paraíso” de la objetividad esa pérdida es ya irreparable, como se ve en la melancolía,
donde esa “objetividad” sólo se consigue por la supuesta identificación con el objeto
perdido, abandonado y desechado, lo que conduce a la muerte. Pero no sólo es que sea
irreparable, sino que si se estanca lleva al aislamiento autista o a la petrificación
oligofrénica. El paso del sustantivo al pronombre se convierte así en una exigencia de la
vida humana, que de ese modo se subjetiva y no encuentra ya otro sostén que aquel que
el ínclito Cervantes escribe al conde de Lemos: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las
esperanzas menguan y, con todo esto, llevo mi vida sobre el deseo que tengo de vivir”.
Ningún otro báculo sustenta la vida del sujeto.
Pues bien, de ahí nace igualmente la culpa. La culpa surge a la vez que la alteridad;
es la culpa de no ser Uno con el otro, de las pérdidas irreparables, de la separación. La
culpa es por desear, por la singularidad del deseo, decía Kafka. Ya no es sólo por el
contenido del deseo, por desear la muerte del prójimo, es por el hecho mismo de tener
deseo propio. Ésa es la culpa muda, la que corresponde al inconsciente an sich y no al
inconsciente de la atribución interpretativa. Esta culpa indecible y enigmática es a la que
llamo subjetiva para diferenciarla de la culpa superyoica, que es a la que expresamente se
refiere Freud y que fue lo que obligó a Melanie Klein y a los kleinianos en general a
hablar de un superyó temprano, muy anterior a lo que se entiende por complejo de Edipo
y que se solía situar a partir de los 3 o 4 años de edad. Pero por mucho que se quiera
llevar hacia atrás esa instancia del superyó, poco aclararíamos si no consiguiéramos
distinguir entre culpa subjetiva y culpa superyoica.
La culpa que llamo subjetiva nace a la par que el sujeto (y del pronombre “yo” no
confundido con el Yo de la identidad), proviene de la separación y está, por tanto,

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vinculada a la soledad y a la angustia. Si la culpa superyoica privilegia la pertenencia y la
idealización, pues confunde identificación con idealización para así encubrir la soledad, la
culpa subjetiva, por el contrario, subraya la separación y la pérdida, ya que la separación
no es neutra o aséptica, es un desplazamiento de las cargas o investimientos libidinales
que regulan los primeros meses de la vida del niño, de modo que ese desplazamiento sólo
se da si acontece la pérdida de esos objetos que habían aparecido como insustituibles.
Verse separado es un vértigo, es soledad y angustia. La identificación abre la vía de la
pertenencia aunque no se ha de confundir con ella. No hay pertenencia sin identificación,
como se comprueba en la psicosis, pero no es lo mismo pertenencia que identificación,
pues la pertenencia tiende a sustituir la identificación por una identidad colectiva, por un
delirio colectivo a diferencia del delirio singular y solitario del psicótico.
Sucede que la identificación se ha convertido en un comodín que sirve para
cualquier cosa: identificación con el objeto, con la persona, con el falo, con la demanda,
con el rasgo, etc. Esa proliferación de identificaciones desconoce que la identificación es
un modo de reconocerse y de estar marcado por una pertenencia sensitiva que carece en
verdad de argumento. Dado el extravío traumático del sujeto, la identificación es un
modo tanto de tener un cuerpo como de tener mundo pero, justamente, en el intenso
momento de la despedida, lo que le da el pulso de la contingencia.
Para Freud era ya un estribillo definir la identificación como sustitución de las
cargas de los objetos infantiles abandonados o perdidos. ¿Por qué habla, sin embargo, de
una especie de identificación primaria con el padre de la “prehistoria personal”? ¿Qué
identificación sería esa que es anterior a la “historia personal”? Probablemente no sea
más que un modo de referirse a la condición social, o de dependencia, del sujeto por
venir, a un marco de referencia familiar y cultural, o a los modos de cómo se ha
construido la escena de una pertenencia, es decir, los modos de presencia del otro, de
presencia y de pertenencia, de amor y de odio, que constituyen lo que Arnold Gehlen
llamó la “segunda naturaleza”, expresión con la que se refiere al orden normativo y de
protección colectiva, sin el cual el infans humano, inepto para la vida, no podría
sobrevivir. La segunda naturaleza es la institución, el ordenamiento del poder y de la
servidumbre y, como consecuencia de dicho ordenamiento, la vinculación de la verdad y
de la moral con la norma.
La identificación es base y condición de esta “segunda naturaleza”, pues implica la
pérdida de la naturaleza. La identificación y la pérdida van ensambladas, aunque la
identificación busca el modo de incorporar al otro y crear así un lazo de pertenencia a
partir de la separación. Es el modo como el sujeto de la escisión y de la separación se
dota de una pertenencia básica que se va nutriendo cada vez de más argumentos, pues
esa pertenencia es efímera. No hay sujeto abstracto, sin identificaciones, sin marcas
concretas de la pertenencia, pero tampoco el sujeto coincide con sus identificaciones,
pues en la misma identificación va inscrita la pérdida que le dio origen, por lo cual la
angustia le asalta y le inquieta, y puede hacerle desgraciado e incluso peligroso.
Una vez que el pronombre personal “yo” ha arruinado el paraíso de la objetividad
nominativa, el mismo nombre propio, contaminado por el pronombre, es una designación

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que necesita tanto el ropaje del reconocimiento como la nominación del otro para que su
pertenencia no naufrague en la angustia de su soledad. El nombre propio es aquel que
conviene a un solo ser, su extensión es mínima, y, sin embargo, su comprensión, más allá
de lo meramente atributivo o denotativo, carece de connotación y por lo tanto de sentido.
En términos fregeanos se diría que el nombre propio es un referente carente de sentido.
Pero eso para Frege es imposible, pues todo nombre, incluido el nombre propio, es una
descripción definida, según la calificación de Bertrand Russell, pero que al ser una
descripción del referente tendría sentido (me he encontrado con fulanito que llevaba una
chaqueta marrón, etc.). El ejemplo elegido por Russell, “el actual rey de Francia”, es un
abuso de la descripción definida por faltarle el único referente, pero admite un uso
irónico o literario. Todo signo, decía Wittgenstein, está de suyo muerto, sólo vive de su
uso, que es lo mismo que decir que vive del instante de su creación, del momento antes
de su muerte.
La cuestión es cómo hacerse con la objetividad perdida una vez que el sujeto
apareció y dicha objetividad se perdió y resultó ser un mito. La identificación empuja
hacia los modos de consistencia del vínculo con los demás. Cuando el niño ve por
primera vez el rostro del extraño, cuando ya experimenta la separación, surge de
inmediato el temor y la angustia, la angustia de verse en la soledad de la separación, y el
temor a la hostilidad del extraño. Para aclarar estas cosas está la identificación, para
poder decir “yo” y que ese “yo” forme parte de un sentido y de una significación que lo
coteje como sentido. El problema es que con la identificación se pasa al nosotros/ellos;
ellos son lo de fuera, lo excluido, de forma que ese descanso en la identidad yoica es un
olvido de su origen.
Pero la identificación está cruzada de líneas o nervaduras internas que no pueden
anularse. Hay dos básicas: la diferencia sexual y la diferencia generacional. Eso significa
que el conflicto forma parte de la identificación misma. Dicho de otro modo: no hay
identificación sin ambivalencia, sin incertidumbre, sin conflicto. La identificación empuja
a esa segunda naturaleza con la que se construye una red de pertenencias. La
identificación es una relación social fundamental, la que se inscribe como localización de
un sujeto desamparado y escindido entre el vacío y el otro; viene de una pérdida y de
una separación, y busca cómo encontrar los lazos con el mundo. La identificación es
pues una relación, es una escena íntima de reconocimiento y de pertenencia, en el campo
que sea, en primer lugar en la agrupación sexuada y de filiación, y en respuesta a la
precariedad de la satisfacción.
La identificación no se da sin ambivalencia porque es una relación con el otro que
viene de una pérdida y de una decepción, en la que se asienta esa ambivalencia de no
saber pedir sin rechazar, del juego de la queja y la demanda, y en definitiva de no saber
lo que se quiere, haciendo así que el sujeto sea esclavo de una identificación que quisiera
convertir en identidad sustantiva y que le empuja hacia la falsa objetividad de la escena
de poder. La identificación busca la armadura y la consistencia que no tiene en el
fantasma sadomasoquista, en unas relaciones de poder que excluyan o reduzcan lo más
posible el campo de la ambigüedad. Si la ambivalencia obliga a que el otro deba de ser

31
escuchado, o a que tanto uno mismo como cualquier otro pueda ser amado u odiado,
etc., el Ideal se asienta en un poder jerárquico para que la ambivalencia constitutiva
quede expulsada y formulada como organización del campo de batalla. Aparecen
entonces las figuras del ofendido, del sádico y del masoquista, del vengativo y del
calumniador, y, en definitiva, del cargado de razón.

Identificación no es igual a idealización

Para borrar la fractura de identidad que sostiene la identificación, se hace armando de


ideales al Yo. Freud, en Psicología de las masas, distingue entre identificación e
idealización de una manera escueta y simple. En la identificación el Yo se identifica con
la persona perdida, con el objeto erótico abandonado. Para que haya identificación ha de
haber, por tanto, separación y pérdida. En la idealización, sin embargo, el objeto subsiste
y permanece en el Ideal del Yo. Mientras que la identificación tiene (y ésta es ya mi
consideración y no tanto la de Freud) la distancia y el espacio subjetivo de la pérdida, la
idealización borra esa distancia y se hace por ello persecutoria. Mientras que la
identificación se da en el proceso de duelo, en el marco digamos melancólico, la
idealización tiene un carácter más maníaco. La distinción freudiana entre duelo y
melancolía tiene su razón de ser en el hecho de que en la identificación propiamente
melancólica “la libido proveniente de la carga de objeto abandonada no fue desplazada a
otro objeto sino retraída al yo” y de esa manera se estableció “una identificación del yo
con el objeto abandonado (o perdido). La sombra del objeto cayó sobre el yo, el cual
pudo entonces ser juzgado, desde una instancia diferenciada, como un objeto
abandonado o desechable” (Trauer und Melancholie, p. 203).
La llamada identificación melancólica es, como ya se vio, una identificación muy
especial, en la que el sujeto queda del todo objetivado como objeto desechable, por lo
cual es una curiosa identificación, ya que no hay distancia subjetiva con el objeto, de
modo que la pérdida no opera como espacio subjetivo sino como objeto total que no
permite desplazamiento y, por tanto, movilidad libidinal, por lo que tampoco hace posible
el duelo o prueba mediante la cual el sujeto se separa del objeto perdido y puede así
orientarse libidinalmente hacia otros objetos sin abandonar la experiencia de la pérdida.
Freud se ve obligado a introducir en la mal llamada identificación melancólica esa
instancia-juez que toma al yo como objeto desechable. Esa instancia será llamada luego
por Freud “superyó”, y ésa es la razón por la que hablo de culpa superyoica para
referirme a ese tipo de culpa avara de inocencia, que esgrime la baza del amor y asegura
la dependencia amorosa. Conviene tener en cuenta que Freud tiene dos concepciones
distintas del superyó. Por un lado, el superyó como componente del vínculo primario con
el otro en posición de poder, amo de las conciencias y protector por medio de la
servidumbre que exige, es una instancia moral pero estrechamente ligada al ejercicio del
poder, al núcleo sadomasoquista del fantasma que nace del vínculo más primario con

32
quien protege, alimenta y decepciona, lo que la convierte en temible. Por otro lado,
Freud considera también al superyó como “heredero del complejo de Edipo”. Pero en
este caso, al ser producto de una separación y de una elaboración que admite la soledad
del sujeto y, en consecuencia, el deseo y la búsqueda del otro, apunta más bien a lo que
yo vengo llamando culpa subjetiva, a saber, aquella que expresa la posición moral del
sujeto, pero cuyo carácter íntimo pierde el consuelo de la alianza impositiva. Ese superyó
“heredero del complejo de Edipo” recupera la subjetividad moral y entronca así con la
culpa subjetiva proveniente del desamparo y la dependencia de los humanos, tras sus
modos particulares de expresión social.
Pero, volviendo al asunto de la identificación, ¿se puede hablar con propiedad de
identificación cuando se da tal “objetivización” del yo? La identificación viene de una
pérdida y de una separación o, si se prefiere, de una separación que proviene de una
pérdida. Esa separación que proviene de una pérdida es la distancia que permite
constituir el espacio subjetivo, ese espacio creado por la pérdida y la culpa subjetiva. La
culpa subjetiva no se da sin ambivalencia, sin contrariedad y sin pluralidad.
Cuando hablamos de pérdida hay que referirse en primer lugar a la pérdida de una
unidad de fusión y pertenencia con ese primer cuerpo de la satisfacción que es el cuerpo
de la madre. Aparece la ausencia y la angustia, y el sujeto se constituye precisamente al
verse desde el otro, identificado por un reconocimiento afectivo o libidinal en esa
distancia. Winnicott explicó en 1951, en la Sociedad Británica de Psicoanálisis, su tesis
sobre “objetos transicionales” y “fenómenos transicionales”. Cuando se publicó en 1953
llevaba el siguiente subtítulo: “Un estudio sobre la primera posesión no-yo” (first not-me
possession). El hecho de que matizara además en una nota a pie de página por qué
empleaba el término possession y no el de “objeto”, tiene su interés, ya que, en efecto, si
se considera como “primer objeto” el pecho materno, éste no sería propiamente un
objeto transicional, pues no hay separación o distancia del cuerpo materno. Parece,
entonces, bastante evidente que este objeto transicional definido por la posesión es
parecido al uso del sustantivo en las primeras palabras del niño. Esa “zona de
experiencia”, por utilizar la expresión de Winnicott, “que es intermediaria entre el pulgar
y el oso de peluche, entre el erotismo oral y la primera relación objetal verdadera”, es el
comienzo de una separación que sólo con la aparición del shifter, del pronombre
personal y de la función deíctica del nombre propio, toma el carácter de una distancia
subjetiva que Winnicott llama una “verdadera relación objetal”, y puesto que como
siempre que se utilizan los términos “verdadero” o “auténtico” existe el riesgo de pensar
en una normativa ideal, se ha de precisar, como el mismo Winnicott hace en otras
ocasiones, que esa relación de objeto debe entenderse como capacidad del sujeto para el
investimiento y el desplazamiento libidinal, para amar y separarse, para la presencia y
para la ausencia; como capacidad en suma de “estar solo”, de tener intimidad. Este
espacio de la presencia y de la ausencia, de una movilidad libidinal que no exige la
anulación subjetiva, no se da sin esa separación y sin esa pérdida que inician una
posibilidad amorosa no basada en la pasión del Uno, en la pasión caníbal de la escena
primaria.

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De igual forma que, en la transferencia analítica, decimos que el psicoanalista debe
mantener y hacer presente la perspectiva de la separación y de la pluralidad afectiva
contra la pasión de lo Uno, puede decirse lo mismo de la madre, incluso más
genuinamente; porque la madre, como figura de la transición, es también el “dios oscuro”
que en su oferta de amor a cambio de sacrificio puede engullir al sujeto en una
pertenencia vital y fusional que ignora la diversidad y su fundamento: la ambivalencia.
“Soportar la ambivalencia” dijo en una ocasión Winnicott que era el objetivo del
psicoanálisis. Es una formulación digna y posible, ya que, en efecto, la separación
conlleva la contingencia del objeto y la conciencia del otro, lo que supone que tanto uno
como el otro puede ser amable o desechable. Soportar la ambivalencia supone no
construir un enemigo exterior para así purificar de ambivalencias al bando propio. Sólo
en el vínculo erótico y amoroso es posible que la falta, el deseo y la satisfacción se
vinculen, promoviendo un modo de relación que proteja y busque la satisfacción y el
bienestar en el otro. Si no es así, se traslada el campo de batalla, la construcción del
enemigo en todas sus variantes, al interior de la pareja que se convierte, como es tan
habitual, en un infierno.
El psicoanálisis, al promover las dependencias más arcaicas, necesita una
permanente posición crítica para no confundir la doctrina con el espacio de la soberanía.
Cuando el psicoanálisis estaba más cercano a la práctica clínica cotidiana, tuvo que
hablar, machaconamente incluso, de este asunto de la separación y de los fantasmas de
devoración y fusión. Pero a medida que el psicoanálisis se aislaba y se recluía en
conventículos ya hablaba menos de eso, y a cambio lo practicaba con más ahínco. El
psicoanalista mismo era la encarnación del “dios oscuro”, de la “diferencia absoluta”, del
“amor sin límite” y otras expresiones lacanianas que mostraban la “destitución subjetiva”
como pasión iniciática. Esto tiene su origen y se hace posible por esa primera experiencia
de la vida como sacrificio y pasión de la pertenencia secreta a la unicidad materna. No
hay lugar más que para lo Uno cuando la pérdida ha sido excluida en un escenario de
entrega y dependencia absolutas, bien produzca embeleco o consagre el resentimiento. El
resultado es la esterilidad, la prohibición tajante de entrar en la transmisión. He conocido
a mujeres que sólo consiguieron tener un hijo a través de la adopción, teniendo que
engañar a las instituciones sobre sus supuestas dificultades biológicas, y eso no quita que
hayan sido madres amorosas y no sólo sacrificadas. En otros casos, la maternidad ha
sido imposible o sólo odiosa bandera de la reivindicación.
¿Cómo es posible que mujeres que dicen odiar a su madre, que ven con claridad su
dependencia, no puedan abandonar esa dependencia del odio que no les reporta
satisfacción alguna y que esa misma insatisfacción alimenta?
La simbiosis es circular e indefinida, no admite temporalidad ni transmisión, ya que
la transmisión supone la pérdida en el hecho mismo de la transmisión. En la simbiosis
cada uno vive a costa del otro, es un parasitismo paralítico, pues al vivir de esa
simbiótica cercanía, no hay ninguna posibilidad de separación. De la sugestión, decía
Freud, se requiere que sea mutua, que sea circular. Por eso es simbiótica y cuando se
introduce en la transferencia es devastadora, paralizante y estéril. Es lo que antiguamente

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se conocía como lavado de cerebro.
Sé de una mujer que tuvo que tener a su primer hijo a escondidas de su madre, por
ninguna otra razón que por el temor a la mortal mirada de la madre sobre su hijo, sobre
el hijo de esta mujer. Esta madre dice conocer los más íntimos pensamientos de su hijo y
sus trastornos corporales, antes incluso que el propio hijo. Si fuera cierto, esa a-
temporalidad a-sexuada borraría toda diferencia corporal y anularía el espacio subjetivo
por un exceso de cercanía simbiótica. Un hijo destinado a esa función de pareja
simbiótica está condenado a una muerte iniciática; es decir, se inicia en un eterno e
inmutable origen sin salida, una dependencia que hace de la infancia del sujeto una
“infancia fracasada”, por decirlo con palabras de Rilke.
En esas ocasiones, la identificación se ve imposibilitada al faltar la separación y el
espacio libidinal entre el sujeto y el otro, o se ve obligada –en el mejor de los casos, es
decir, cuando no hay psicosis– a sostenerse en la idealización y en el sometimiento
sadomasoquista que encarna el otro revestido de ideal inalcanzable y de presencia
constante, atemporal, asexuada y absoluta. En la psicosis podemos encontrar una
idealización de tipo megalomaníaco, pues al faltarle la identificación no crea pertenencia
grupal.
En las antípodas de Winnicott, Lacan llegó a afirmar explícitamente que el
verdadero final de análisis consistía en el franqueamiento del plano de la identificación.
¿Qué es franquear el plano de la identificación? Lacan no lo explica, simplemente añade:

Ce franchissement du plan de l’identification est possible. Tout un chacun de ceux qui


ont vécu jusqu’aun bout avec moi, dans l’analyse didactique, l’experience analytique sai que ce
que je dis est vrai (Ir más allá del plano de la identificación es posible. Todo aquel que haya
vivido conmigo hasta el final la experiencia analítica, en el análisis didáctico, sabe que lo que
digo es cierto) (Les quatre principes fondamentaux de la psychanalyse, p. 245; trad. esp., p.
281).

Este supuesto de Lacan se sostiene en una confusión entre identificación e


idealización. Franquear el plano de la identificación conduce a la idealización de la propia
comunidad analítica convertida en el tabernáculo de una esencia en la que se entra con el
traje talar de la “destitución subjetiva”, de la renuncia al mundo. El recurso a su propia
autoridad de analista convocando a sus “analizantes” como prueba, a falta de otro
argumento, indica hasta qué punto ese franqueamiento es transferencia, inefable e
iniciática, que consagra una nueva filiación. El franqueamiento del plano de la
identificación es el paso hacia la identidad verdadera del “ser” del analista, pues la
pertenencia al ser iniciática, se consolida como impronta sacramental.
¿Por qué se da esa confusión tan frecuente entre identificación e idealización, hasta
tal punto que eso lleva a Freud a hablar de identificación primigenia al “padre de la
prehistoria personal”? (Das Ich und das Es, p. 299). En una nota aclaratoria de esta
expresión dice Freud que “quizá fuera más prudente decir con los padres, pues el padre y
la madre no son objeto de una valoración distinta antes del descubrimiento de la

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diferencia sexual”. Y en efecto, un poco de prudencia hace falta para no especular en
demasía, para no irse apresuradamente por las ramas del árbol filogenético.
Después de hechas estas advertencias, se puede avanzar por un camino hipotético
bastante más sencillo. Es de verificación cotidiana que los hijos, si no son abiertamente
rechazados, vienen a formar parte de la vida de los padres como pertenencia idealizada,
de modo que la idealización y la decepción entran a formar parte de la vida misma del
recién nacido. El viviente humano es bastante inepto para relacionarse con la realidad. Ha
de procurarse esa segunda naturaleza institucional hecha de identificaciones y de
idealizaciones. No hay otro modo de acabar con la ambivalencia de la identificación del
sujeto, que nace de una pérdida, más que con la idealización. La idealización pretendería
una identificación sin ambivalencia, una identificación ideal, aquella que se atribuye una
Unidad sin fisuras, sin diversidad. No hay otra diversidad en ese caso que la exclusión de
lo malo, del daño, y esa exclusión es lo que da sentido a la ineptitud y al sufrimiento. Por
tanto, la ineptitud de los padres, como tales padres que han perdido la naturalidad de la
reproducción, aparece a la vez que la corporeidad del hijo, a la vez que su aparición en la
realidad. Lo que acontece no es simplemente una vida sino también una nueva ineptitud
que se teje como identificación e idealización y que se renueva como decepción. El hijo
adorado es también el que decepciona, aquel en cuyo rostro se ven los estigmas de
antiguos fracasos o truncados ideales. Es hijo de la culpa de los padres y a la vez es el
hijo culpable que adquirió la deuda de no decepcionar, o de castigarse por decepcionar, o
de incurrir en el malentendido de vincular castigo e ideal, terreno propicio de la culpa
superyoica, aquella que anuda culpa y deuda, amor y maltrato, y que inaugura el sistema
financiero de los réditos.

Amor y deuda: la culpa superyoica

El sentimiento de culpa invade entonces al individuo para quien el sufrimiento se


convierte, como lo calificó Nietzsche en La genealogía de la moral, en “una
compensación de deudas” y en una “crueldad que constituye en alto grado la gran alegría
festiva de la humanidad” (p. 75). Esta “imperiosa necesidad de crueldad se presenta
como algo muy ingenuo, muy inocente” (ib.). No es simplemente que se presente como
si fuera un señuelo, sino que esa imperiosa necesidad de crueldad es la condición de la
inocencia misma, es su modo de consecución. El desenfrenado sentimiento de culpa
reúne la pasión sufriente del castigo con la inocencia. Sufro, luego soy inocente, soy
perdonado o digno de amor y perdón. Más dolor, más castigo, clama la culpa superyoica.
Inocencia y castigo, ése es su lema. Una vez que la idealización domina el modo de
identificación, el hecho de la pérdida de amor y de satisfacción no queda a cuenta del
acontecer del sujeto del trauma, de esa soledad, sino a cuenta de la culpa superyoica, lo
que conlleva que la pérdida sea un fracaso del ideal, del ideal del Uno. La demanda de
amor y la deuda van tan confundidas que la separación y el desplazamiento libidinal hacia

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nuevos objetos, o el respeto hacia lo perdido, no pueden abrirse paso para un sujeto
enmarañado, si no anulado, en la trama de dependencias, odios, deudas y castigo.
La confusión entre demanda de amor y deuda hace que todo lo que sea pérdida e
insatisfacción se atribuya a la propia indignidad ante el otro. Se establece así una deuda
pendiente que impide de forma tajante la separación. He conocido a mujeres para
quienes la angustiosa insatisfacción del vínculo con la madre ahondaba una dependencia
que las hacia náufragas inconsolables ante cualquier posibilidad de amor. Algunas
quisieron adentrarse por el camino de la promesa paterna, orientándose por un ideal cuyo
cumplimiento pudiera devolverles el amor pendiente de complementación. Pero una vez
que el ideal se convirtió en una tarea de reivindicación o de demostrar al otro, a quien se
solicita el amor, cuán equivocado estaba y cuán injusto era por no amarla, eso es ya un
camino interminable, y el tiempo pasa y el desamor vendrá luego, no ya como una
pérdida sino como una condena y una desesperación. Sólo el odio y el resentimiento
quedarán entonces como pasión ciega, arrasadora e implacable, que no soporta la menor
brizna de vida y así encontrará en su aniquilamiento una oscura y secreta satisfacción
vengativa, no por efímera menos insistente. Cada vez que el ideal impide la separación y
la pérdida, la venganza es el único motor que queda.
Todo lo que acontece, todo hecho, está llamado a la difamación, de igual manera
que el deseo está llamado a la denigración. Para constituirse en autoridad moral de tanta
difamación y de tanta delación, lo más eficaz es adornarse con el propio sufrimiento y
exhibir el desamor como prueba del derecho a la venganza. Para ello, el sufrimiento y el
castigo quedan como pruebas de la inocencia. En muchas mujeres el maltrato de un
hombre las mantiene en la dependencia materna, pues no soportan la separación que
supondría ser amadas por un hombre, el paso por esa soledad que la deuda con la madre
les impide.
Hombres hay que odian el vínculo que les ata a la madre y se afanan y se ufanan
en la burla y en el odio misógino, y así ahondan ese vínculo. En ocasiones, tanto el
hombre como la mujer se encuentran para repetir ese malentendido de la imposibilidad
de amarse a causa de esa originaria confusión entre identificación e idealización que ha
impedido la capacidad de estar solo (no el aislamiento sino la distancia subjetiva) y, por
tanto, la capacidad de perder; y de ese modo perdura el endeudamiento con la exigencia
infantil de amor y satisfacción. Tal atadura de la demanda amorosa a la deuda, al sistema
de reparación y de venganza, es la idea misma de pecado, de la que se alimenta el poder.
La sádica paradoja del pecado consiste en que el pecador es culpable y a la vez
impotente, depende enteramente del redentor, con lo cual su deuda no hace más que
crecer. Éste es el fundamento del poder, la necesidad de despotismo que las religiones
monoteístas llevaron al paroxismo del sentimiento de culpa y a la inocencia que da el
formar parte de los poderosos y, por tanto, de los elegidos. El peligro del “psi” es que,
como el sacerdote, viva de ese parasitismo del sentimiento de culpa. Así como el
psiquiatra se ve obligado a hacer de científico en un terreno en el que el paradigma
científico de la causa eficiente y del efecto universal y necesario no tiene cabida, el “psi”
dinámico corre el riesgo de usurpar el lugar del redentor. De hecho, la psicología es hija

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de la vertiente redentorista de la religión, y no de la versión creacionista, como ya
expliqué en otra ocasión (cf. Soledad, pertenencia y transferencia). Se puede decir con
más precisión que es hija a la vez del determinismo científico y de la doctrina de la
predestinación, como se verá mejor en la tercera parte.
La escena de un soldado despidiéndose en el puerto de una mujer es el símbolo del
amor, mostrado incansablemente, como si de una escena envidiable se tratara. ¿Qué
encierra, qué representa esa escena? ¿Una despedida, una separación no culpable, una
separación forzada y, por ello, no culpable sino inocente? Quizá una separación forzada
por el amor patrio que toma la aureola del supremo sacrificio de poner en riesgo la vida
del patriota. Amor puro enteramente ideal que se sostiene en un ideal mayor o más
amplio, como es el amor a la patria o la camaradería. El rostro de la mujer en el petate
del soldado es el de un amor puro e ideal, sin ambivalencia. Toda culpa ha sido reparada
y la entrega al ideal arrebola de inocencia beatífica el rostro criminal del soldado. Todos
sufridores y felices.
La guerra es como la defensa maníaca colectiva. La angustia queda reducida bajo el
vocerío de los camaradas que enarbolan una bandera común. Habrá que aprovechar esa
“experiencia del frente”, como la llamaban los místicos, como Teilhard de Chardin, o los
soldados, como Ernst Jünger, para escapar de la experiencia cotidiana de lo ambivalente.
Mientras tanto, el carácter deudor de la demanda de amor infecta las relaciones
eróticas y amorosas, y contribuye a que el amor sin sufrimiento no perdure. El
sentimiento obligado es el vínculo, así no hay que elegir, no hay que separarse. El
hombre lacrimógeno busca su refugio en el lamento de su penuria para así disimular su
deuda bajo el velo de su inocencia sufriente. Éste es el trajín de la culpa superyoica, el de
la inocencia mendaz, el del sufrimiento añadido para congraciarse con los demás, el que
tuerce el camino de la separación y lo transforma en sumisión a un ideal al que siempre
traiciona pero al que pretende engañar. Es el reino de la hipocresía y del desprecio a los
hechos y a los acontecimientos. No es que el hecho se interprete, sino que simplemente
es sustituido por la interpretación. De ese modo se forma el rebaño, “paso y victoria
esenciales en la lucha contra la depresión”, insiste Nietzsche (cit., p. 157). Formar un
rebaño es la pasión del Uno, al menos Uno es Uno y en Él todos formamos el rebaño del
Uno, esa horrenda “superioridad anímica” de la que dota el sacrificio de la soledad.
Sacrificar la soledad para entrar en el entusiasmo pegajoso del rebaño.
La culpa superyoica, ligada al fantasma sadomasoquista, abomina de la soledad y
de la pérdida, y clama por el tribunal del ideal para someterse al veredicto de la
culpabilidad y de la promesa de perdón. La culpa superyoica es el látigo con el que,
como en el relato de Kafka, En la colonia penitenciaria, se proclama la bondad
definitiva del castigo, pues es el propio reo quien se fustiga a sí mismo, de vuelta al redil,
¡como si alguna vez hubiese salido de él! La culpa superyoica carece de límite, busca
más y más castigo, más y más perdón, para que la dependencia circular no se rompa. Al
carecer de límite, la culpa superyoica es destructiva, todo acto o pensamiento propio será
destruido. La más mínima pérdida hará una fisura que amenaza a la totalidad de la
existencia. El sujeto está atemorizado, toma el anhelo de muerte, que el otro de una u

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otra manera porta, como condena irreversible, como si ese deseo fuese su propia muerte.
Ha trocado la intensidad del momento de la despedida por la mediocridad vengativa. De
ahí que en Freud aparezca el superyó tan ligado a la pulsión de destrucción. Cualquier
señal de un deseo propio está condenada de antemano, no escapa al “influjo del
Castillo”, al laberinto del Uno que carece de salida, que impide toda salida.
Después de tantos años, alguien se interroga: “¿Qué hice yo tan grave para tanta
culpa? No se me ocurre en realidad otra cosa que el hecho de ser distinto, ser otro
distinto de mi madre”. Y añade a renglón seguido: “Decir estas cosas me asusta, no sé
por qué siento cierto temor… a no responder a lo esperado, será, digo yo, a no ser
querido. Es como si dejara de ser yo para ser querido y, en verdad, qué sé yo lo que mi
madre quería. Ahora estoy seguro de que no era así. Era mi cosa, ese querer demasiado
ser querido… ¿Puedo convivir con el que soy? ¿Por qué estoy tan mal visto por mí
mismo? Quizá quiera ser el modelo de mi madre, qué sé yo, cumplir las expectativas de
mi madre, como si ya todo estuviera escrito”.
No es alguien que se expresa así de entrada. Ha transcurrido ya tiempo para poder
llegar a formular estas sencillas palabras ¿Cuál es el crimen para tanta culpa?, empieza
preguntando. Ahora sabe que en última instancia, y tras tanta confusión y parálisis, lo
que había era esa culpa por existir como sujeto separado, por no ser Uno con el otro, con
la madre, por tener sus propias apetencias. Pero esa posibilidad ni contaba, “como si ya
todo estuviera escrito”. Nada por hacer, sólo permanecer en esa dependencia tan arcaica
que no cuenta con la separación. Ese pánico a la separación y a la pérdida, fragua una
culpa más adecuada a la dependencia simbiótica que se basa en la confusión entre
identificación e idealización: ser hijo es ser el modelo de mi madre, “cumplir las
expectativas de mi madre”. La culpa será por ser distinto, no por no serlo, y la única
“diferencia” no es la real del cuerpo y del deseo, sino la que proviene de no cumplir el
Ideal de la plena pertenencia, aquella que no admite ambivalencia. Todo indicio de
ambivalencia, los más pequeños placeres sensitivos, serán traducidos a una culpa como
deuda y traición al ideal del Uno.
La culpa ha cambiado de sentido: no viene de la soledad de la separación y de la
pérdida de una satisfacción fusional, sino de la dependencia que busca reparar esa
añorada o alucinada satisfacción que da al otro el atributo de amo del mundo, fuente
única de la vida y del amor.
La culpa melancólica es el modelo o paradigma con el que Freud pretende desvelar
el enigma de la mortificación del humano, pues parece como si quisiera proceder contra
su instinto de conservación, contra su empuje a la vida. Es un modelo que sirve, en todo
caso, como prototipo de la culpa superyoica, puesto que representa el paroxismo de la
culpa: el yo convertido en objeto desechable como modo de alucinar el objeto
abandonado. Si el yo es desechable, el otro es alucinado como único yo-ideal. En
realidad, en la melancolía no cabe hablar de pérdida, ya que esa servidumbre del yo al
yo-ideal tapona la brecha de la pérdida. Al ser el yo el reverso del Ideal se convierte en
desechable. Ante el yo-ideal poderoso y atributivo, el yo se mortifica y se asfixia en la
unidad incestuosa. Se asfixia, reducido al temor, pero a la vez no puede renunciar más

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que con la muerte a ese objeto alucinado en que se ha convertido la voluntad materna.
Digo materna porque este tipo de dependencia tan devastador nos retrotrae a
experiencias arcaicas que han impedido toda separación a causa de un desamparo tan
radical que sin esa dependencia del otro el niño se muere de espanto. El masoquismo no
es más que expresión de esa servidumbre al objeto materno, por pánico al desamparo. El
miedo es constante, y cada vez que se produce un desajuste, sea por el empuje pulsional
o por cualquier otro tipo de desorden libidinal, la guardia pretoriana del masoquismo
acumula sobre la brecha toda clase de apósitos: el reproche, la queja, la sumisión, el
llanto, el odio, la rivalidad, la violencia, la indignidad, la difamación, la venganza y todas
las fórmulas posibles de abuso sentimental e interpretativo para que ni una brizna de
sentido se escape de la significación persecutoria. El saco que almacena toda esta
amalgama sentimental es el fantasma sadomasoquista, el mito de una pertenencia sádica
a la madre omnipotente y seca, cuyo rostro muestra el mito de la horda primitiva. La
culpa superyoica lubrifica la pasión del Uno, pues es el movimiento contrario a la salida.
Ni siquiera cabe ya el odio, pues todo movimiento de rechazo, primera piedra de la
subjetividad, está impedido por el terror al desamparo.
Por último, la culpa superyoica incorpora al vínculo colectivo la dependencia
infantil que anula la separación, ignora la pérdida y fanatiza la pertenencia como único
alimento libidinal. Cuando, por ejemplo, Lacan habla de “diferencia absoluta” se refiere a
una diferencia en la que no cabe ningún exterior, donde el otro no existe, de tan
abismático como se presenta, sino sólo el Uno de la diferencia absoluta. El Seminario XI
de Lacan termina con estas palabras:

Le désir de l’analyste n’est pas un désir pur. C’est un désir d’obtenir la différence
absolue, celle qui intervient quand, confronté au signifiant primordial, le sujet vient pour la
première fois en position de s’y assujettir. Là seulement peut surgir la signification d’un amour
sans limite, parce qu’il est hors des limites de la loi, où seulement il peut vivre (El deseo del
análisis no es un deseo puro. Es el deseo de obtener la diferencia absoluta, la que interviene
cuando el sujeto, confrontado al significante primordial, accede por primera vez a la posición de
sujeción a él. Sólo allí puede surgir la significación de un amor sin límites, por estar fuera de los
límites de la ley, único lugar donde puede vivir) (Les quatre principes fondamentaux de la
psychanalyse, p. 248; trad. esp., p. 284).

Este estilo tan habitual en Lacan pone al servicio de una sacralización de la palabra
sustraída de su significado el decir más de lo que se dice pero que por no decirse no tiene
que dar explicaciones. Deseo puro, significante primordial, diferencia absoluta son
términos usados de manera conclusiva pero que no han tenido el más mínimo recorrido
argumental. La diferencia absoluta es una expresión hegeliana que aparece en el capítulo
VI de la Fenomenología del Espíritu, en el apartado “El Espíritu”, ya al final como
tránsito de la figura del alma bella a la del perdón y la reconciliación. El alma bella, dice
Hegel, es impotente para “transformar su pensamiento en ser y confiarse a la diferencia
absoluta” (p. 384). Esa impotencia del alma bella proviene de su indeterminación
subjetiva, de modo que “confiarse a la diferencia absoluta” es abandonar la

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indeterminación y confiarse a la contradicción que gobierna el todo del proceso, dándole
sentido y transformando “el pensamiento en ser”. Levinas quiso corregir a Hegel y
entendía la diferencia absoluta como “inconcebible en términos de lógica formal “la cual”
sólo se instaura por el lenguaje” (Totalidad e infinito, p. 208). “Por el lenguaje” quiere
decir que la diferencia absoluta es la huella de la ruptura de la “continuidad del ser” que
inaugura el lenguaje. Levinas se está refiriendo de ese modo a una singularidad
irreductible y sin “unicidad”. Por eso la llama diferencia absoluta. Lacan utiliza el término
en su sentido hegeliano contra la indeterminación subjetiva del “alma bella”, pero a la vez
se acerca a Levinas al referir la diferencia absoluta al lenguaje. De ahí que hable del
“significante primordial” como amo absoluto que pide sumisión y adoración, un amor sin
límites, fuera de los límites de la ley (¿de qué ley?, ¿quizá la del significado de las
palabras?), lo que pone de manifiesto es que no se habla de la singularidad traumática del
sujeto, sino de una diferencia absoluta que como tal es la única diferencia, es decir,
ninguna, tal como sucede en el totalitarismo hegeliano o en la suspensión mística de
Levinas. En la realidad, la diferencia, si es diferencia, no puede ser absoluta, y cualquier
elucubración mística al respecto conduce a abrir la vía iniciática y la exaltación incestuosa
de la fuerza.

Culpa, equidad y venganza

En la nota con la que Freud quería aclarar si es posible curar el sentimiento inconsciente
de culpa, se dice, como ya se vio más arriba, que habría una posibilidad de curación si la
culpa se pudiera localizar como resultado de una identificación con alguien que fue en su
día objeto libidinal. Ahí la culpa formaría parte de un trabajo de duelo que se ve
impedido por alguna razón o que simplemente dejó la huella de una culpa subjetiva que
no tiene que ir ligada a ninguna idealización, sino que simplemente sería una experiencia
afectiva y silenciosa de la soledad y de la distancia insalvable que rige nuestros más vivos
sentimientos, sean o no amorosos. Como se sabe, Freud no distingue entre culpa
subjetiva y culpa superyoica, lo que no le impide, sin embargo, ir al meollo del asunto.
La tarea terapéutica, nos dice, no es tan fácil, algo hay irreductible en la culpa que
constituye un límite a la clínica psicoanalítica. Ese límite, dice Freud, sólo se podría
franquear si a la vez franqueáramos el límite mismo del psicoanálisis. ¿Cómo es eso?
Haciendo que el psicoanalista ocupe el lugar del ideal del yo del paciente, es decir, que
juegue el papel de profeta, salvador de almas o redentor. Pero este, dice Freud, no es el
papel del psicoanalista, que no debe abandonar el horizonte de la libertad como su
objetivo fundamental. Esta libertad implica que el sentimiento de culpa no desaparezca,
como ya Kant supo verlo. Habría entonces una relación entre libertad y culpa, lo que
significa que, en efecto, lejos de ser incompatibles, se dan a la vez.
Pero hagamos la pregunta al supuesto de Freud: ¿por qué si el psicoanalista ocupara
el lugar del ideal del yo del paciente desaparecería el sentimiento de culpa? ¿Por qué un

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psicoanalista profeta o redentor salva del sentimiento de culpa? De hecho, en la religión
de la salvación, el creyente no deja de sentirse culpable, es más, ve acrecentado ese
sentimiento de culpa, aunque sólo sea por el sentido inyectado. Si el psicoanalista aparece
como redentor, ¿qué es lo que cambia? Sólo el hecho de que esa culpa esté prometida al
perdón y a la reparación, a la condonación de la deuda, para lo que hay que acudir al
mercado del trueque. A cambio de culpa, te doy amor y redención. Pero sin culpa y sin
deuda alguna, no hay nada que comprar o cambiar. En esa consideración, la culpa es
simple moneda de cambio: de amor, de poder, de redención, de chantaje. No es entonces
que la culpa desaparezca sino que se ha cambiado por otra cosa. El error de Freud es
pensar que la culpa desaparece. Es verdad que desaparece la culpa subjetiva, pues en su
lugar está el analista como ideal del yo del paciente. Pero este ideal subraya y se alimenta
de culpa superyoica, de la culpa transformada en moneda de cambio, en tráfico de
humillación, daño y castigo, como si el castigo resolviera el problema de la culpa,
cuando, en realidad sólo la alienta. No es por tanto que desaparezca la culpa, sino que
cambia de estatuto por su sometimiento al ideal y al poder, por su inmovilización.
Por el contrario, la culpa subjetiva no es moneda de cambio, es muda. Al no admitir
trueque es ambivalente, porque lejos de ser un sentimiento superfluo, es un sentimiento
tan radical que de por sí no se somete a ningún ideal, ni confunde la carencia o la
insatisfacción, íntima e intrínseca al viviente, con la demanda de restauración del mundo
adánico. Pero el sujeto de esa culpa ni es puro ni ideal sino ambivalente, conoce el poder
y el chantaje afectivo, el abuso sentimental e interpretativo, las maniobras de retención y
engaño, la difamación lacrimógena, la venganza y el odio, pero se avergüenza de ello, no
se justifica, carece de justificación y detesta esa miseria de la fuerza, del poder y de la
venganza. No se envilece el odio con la venganza, como es el caso del resentimiento, hay
un odio que viene del rechazo a lo que ya no se puede soportar y que no tiene que
justificarse, ni esconderse tras la venganza, ni disimular el miedo. Ignorar el miedo es
dotarlo de argumentos y esconderlo en miserables alianzas persecutorias.
En el mercado de la deuda, la culpa no puede desaparecer, pues supondría la ruina
de ese tejido colectivo lleno de voces y de ruido, de violencia y de entusiasmo. Lo que
rige ese mercado de la salvación es la ansiada condonación de la deuda, ése es el
verdadero trueque mercantil. Cambio deuda por poder o que el poder necesita de mi
deuda para existir, como toda institución financiera sabe bien. Te doy protección a
cambio de culpa, a cambio significa “por culpa”. Necesitas protección y condonación
porque eres culpable y deudor, pero no puedes dejar de serlo porque entonces se
acabaría el trueque y no habría protección ni sentido. El mercado de la culpa es como el
mercado de la mafia. Ésa es la paradoja del mercado de la culpa: culpa e inocencia se
dan la mano o se confunden todo el tiempo, por tanto, cuanto más culpable se es, más
inocente. Ésa es la columna vertebral del poder: a mayor culpa, mayor inocencia. Y así
resulta que puedo difamar, calumniar, vengarme, odiar, etc., y lejos de sentirme culpable,
si se hace en complicidad sadomasoquista con el grupo, se convierte en tarea inocente.
Es lo que se llama impunidad, requisito indispensable para el ejercicio del poder, que
tanto se humilla como se enorgullece, ebrio de crueldad.

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El castigo, sin embargo, es un componente esencial de la culpa superyoica, por lo
que tiene de ejercicio de fuerza y de fascinación por ella. Esa culpa superyoica no tiene
remedio, es sólo un señuelo de inocencia, por eso no tiene remedio. El temor al castigo
tiene la particularidad, como lo señaló Freud, de convertirse en necesidad de castigo, y se
convierte en necesidad porque así adquiere permanente compañía y da sentido al
sufrimiento.
De ahí que la culpa subjetiva no tenga nada que decir ante el miedo, la angustia y la
soledad que vienen de la separación de la escena originaria, de su pérdida. La culpa
subjetiva se avergüenza de todo aquello de lo que presume la culpa superyoica, del
chantaje sentimental para retener a los demás y de someter todo sentimiento a la ficción,
anulando la experiencia. El resentimiento sin la profecía reparadora o redentorista es una
seca amargura sin sentido. Porque la culpa subjetiva es incurable. Ya sea porque no
puede remediar la propia desdicha, o la de la persona amada (o la del simplemente
desdichado), ya sea porque su miseria la empuja una vez más a la crueldad, siempre está
presente como testimonio de la existencia desamparada del sujeto.
Cabe hablar, por tanto, de una culpa no inocente, que no usa el sufrimiento como
argumento de inocencia. Sin condonación y fuera del mercado de la deuda, esta culpa se
aparta de la venganza. La venganza necesita el código de la justa compensación, como
esa sobrecogedora piedra negra del Código de Hammurabi repite en cada uno de sus
preceptos. La venganza es, en efecto, un monumento a la reparación narcisista, es un
empuje a borrar nuestra torpeza, nuestro desamparo, nuestra servidumbre, nuestra
humillación, y para ello se ampara en una especie de ideal de justicia reparadora y
equitativa. La venganza encuentra siempre la razón de la ofensa y allí donde uno debería
avergonzarse erige, sin embargo, el estandarte de una ofensa. En el lugar de la vergüenza
instala una ofensa. Puede ser íntima o colectiva, pero como la venganza necesita la
complicidad para argumentar la ofensa, siempre buscará la razón del orden, trasladará la
reparación narcisista a una especie de orden universal o, en todo caso, grupal, con lo que
la vergüenza desaparece y en su lugar aparece una reclamación.
Némesis es tanto diosa de la venganza como del derecho, réditos de una deuda
interminable. Pagar la deuda supone un sistema equitativo de compensación que se
formula como Némesis de la historia, y cuyo sistema compensatorio siempre se podrá
trasladar a la otra vida. “¡Ya lo pagarás!”, es la más verídica amenaza con la que cuenta
el sujeto ofendido. Dios o la Historia, aliados del ofendido, se encargarán de arreglarle las
cuentas al ofensor. La venganza, cuyo origen es inconfesable, pues encubre el lugar de la
vergüenza, quiere mostrarse como correlato de una equidad entre culpa y pena, entre
deuda y pago.
El derecho propone el pacto de una serie de penas para recuperar la equidad. Pero
si es un pacto eso significa que la equidad no es tan prístina como se pretende. ¿Quién
devolverá la vida al asesinado? Se puede entrar en la salvaje compensación de la pena de
muerte: un muerto por otro y así en vez de uno tenemos dos. Puesto que la equidad no
parece nunca verificable, tanto la venganza como la ofensa son pasiones que expresan en
su propia condición el fracaso de la equidad, de la epikeia, de la que habla Aristóteles en

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el Libro V de la Ética nicomaquea. Si hace falta epikeia para rectificar y tener tacto a la
hora de la aplicación de la ley, eso nos indica que lo dicho anteriormente por Aristóteles
en el mismo Libro V sobre la justicia (dikaiosyné) como proporción y medida objetivas,
es cuanto menos cuestionable. Quizá la equidad no sea más que el complaciente intento
de rectificar lo que la justicia tiene de mera venganza. La equidad, o lo que Tomás de
Aquino llamaba la clemencia, es una corrección del poder sobre el derecho, que, por ello
mismo, revela su origen bastardo. El derecho proviene de la violencia del ganador, así
convertida en crueldad, y la equidad, o clemencia, es una manera de corregir esa
crueldad y de volver a encubrirla.
Años y años llevan muriendo en nuestras costas desgraciados emigrantes africanos
que acuden a la llamada de la prosperidad capitalista. Pero aún serían más los muertos si
muchos de ellos no fueran salvados por las “fuerzas de seguridad” que actúan en esos
momentos como “servicios de seguridad”, lo cual es sin duda conmovedor y equitativo.
Probablemente estas personas viven en sus carnes, como se suele decir, esa tremenda
contradicción de ser a la vez quienes representan la barrera que obliga a esos emigrantes
a ponerse en tal peligro de muerte y quienes les salvan de una muerte segura. Por su
trágica simpleza, éste es un buen ejemplo de cómo la clemencia, o la equidad aristotélica,
al ser una corrección moral de la ley positiva o de la norma, expresa el abandono por
parte de la ley del horizonte moral y muestra así su verdadera condición de simple
ordenamiento del poder. Lo que impide a estos africanos, empobrecidos y a punto de
morir, ser acogidos como suplicantes entre nosotros, es a la vez lo que constituye nuestro
sistema de prosperidad y riqueza. La ley que impide esa acogida carece de toda
moralidad, pues simplemente está al servicio de un sistema de producción que desconoce
y trata de irracional todo conflicto moral. La clemencia que impide que en el último
momento estos emigrantes perezcan en el mar sería como una fibra moral que tiene, sin
embargo, el peligro de convertirse en lo que llaman humanidad, es decir, en una
abstracción que no cuestiona el sistema concreto que produce la “in-humanidad”, sistema
concreto que soportan, defienden y trajinan humanos muy concretos, por más que sean
monigotes de ese sistema. Un indulto de un condenado a muerte se toma como equidad
en vez de como denuncia de la ley que condena a muerte. La equidad aristotélica o la
clemencia Aquinatense tienen así el riesgo de encubrir la crueldad de la ley en vez de
cuestionarla, de vestir al verdugo con la bata del cirujano. El llamado “representante de la
ley”, que se arriesga y pelea por salvar de la muerte a los condenados por la ley a perecer
en esos miserables cayucos, sometidos además a una explotación esclavista por los
corsarios de esos cayucos, pasa a ser en ese instante un agente subversivo de la ley, un
paradójico “representante” de una moralidad de la que carece la ley.
No hay solución, puede ser, pero eso no supone abandonar la relación interna y
contradictoria que debe haber entre ley y moralidad, si no se acepta que la política sea
una “potencia de aniquilación” que, llevada a su manifestación final, produce a veces lo
que cabría llamar una sacudida moral, como la provocó en su momento el nazismo o el
estalinismo. Ahora ha vuelto a instalarse la insensibilidad moral y la política tiene el
campo expedito para retomar de nuevo los diversos programas eugenésicos y

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nacionalistas de aniquilación.
Pues bien, la culpa subjetiva no ignora la contradicción moral entre ley y libertad, ni
esa crueldad, esa desproporción o desacuerdo entre justicia y equidad, entre ley moral y
norma positiva. Pero no hace alarde de esa desproporción porque no la puede resolver, y
porque también se da en el corazón de la vida amorosa. La propuesta de equidad suele
estropear las relaciones sentimentales, debido a que ese tipo de relación se establece
conforme a demandas, confusiones angustiosas y temores infantiles que no se consuelan
con ninguna proclama de equidad, la cual más bien desvitaliza la relación al situarse
como juez exterior a ella. El amor, como el odio, carece de equidad, sus mentiras suelen
ser más desesperadas que hipócritas. En el propio corazón de la vida amorosa está la
desproporción: entre el sujeto del amor y el objeto de la satisfacción, entre el temor al
abandono y el rechazo, entre el daño y la protección. Nunca se sabe en el amor cuándo
se es justo o equitativo o algo semejante. El amor no posee otro modo de corrección que
no sea interno al amor: la renuncia a la fuerza, la aceptación de la fragilidad y de la
posibilidad de que uno no esté en la vida del otro. Puede, entonces, que así no se vea
sumergido en la noche de Némesis.
Némesis engendra a Helena, la guerra de Troya es hija de la venganza. De némesis
viene nomos, ley que ordena la distribución. La venganza es el mecanismo regulador del
mercado de la deuda y de la culpa, y el derecho es el código que consagra a la venganza
como intercambio de delitos y penas. El derecho, al presentarse como ley positiva,
ordena y codifica la Venganza. Puede que así, al menos, y siempre que no se instituya en
ley teocrática, la limite, aunque también la justifica. Sin embargo, la religión redentorista
abre el campo de la arbitrariedad por la sumisión ciega a una voluntad salvífica y cruel
que se abroga el poder de salvar y condenar definitivamente. Toda religión requiere ese
mecanismo regulador de la venganza, pues carecería de valor esa salvación si no fuera
porque se restablece un orden desbaratado por el delito o pecado, es decir, si no fuera
porque finalmente están los verdaderos condenados, si no fuera, en suma, porque la
venganza se ha cumplido. Si Dios es justo y bueno no puede dejar que el mal triunfe
sobre el bien, con lo cual, para hacer necesaria la bondad divina requerida, el dominio del
mal ha de crecer, y lo que pasa a ser un enigma es la esporádica y fugitiva existencia del
bien. Cuantas más catástrofes, más crece la demanda de un Dios misericordioso, pues no
hay misericordia divina si no se da la desgracia humana.
El último Canto de la Ilíada, el Canto XXIV, revela la ironía de un sistema divino
de equidad y justicia, la crueldad que encubre y que a la vez le da su razón de ser. En él
se cuenta el acuerdo entre Príamo y Aquiles para que éste devuelva el cuerpo de Héctor
y que así el muerto pueda ser enterrado y honrado por sus padres. Para explicar esa justa
equidad, Aquiles dice que a la puerta de la morada de Zeus hay dos tinajas, una contiene
los males y la otra los bienes, y que Zeus va mezclando unos y otros para repartirlos
entre los hombres, de manera que ninguno sea del todo afortunado ni del todo
desgraciado antes de la condena definitiva. Este irónico y cruel sistema de equidad
muestra que la deuda ha de ser condonada una y otra vez para que así el mecanismo
regulador del mercado de las penas y de las deudas no desaparezca. Níobe, que presume

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de ser feliz frente a Leto, se verá sometida a la cruel venganza de los dioses que no
dudan en asesinar a sus hijos, siete varones y siete hembras, que eran la causa de su
felicidad. Si Níobe es feliz, está negando con ello la necesidad de los dioses y de su
sistema de venganza y reparación. La crueldad vengativa regula el intercambio continuo
de penas y castigos, de su distribución. Nada quedará sin su correspondiente
compensación. La venganza y el perdón se compensan y se retroalimentan mutuamente,
para que de ese modo no se cierre el mercado de la deuda. El mal, la deuda y la
venganza son los señores del mercado.
Sin la renuncia a la venganza, la culpa se metamorfoseará en mil mercancías para
trocarse por inocencia y disimular de ese modo su condición destructiva y vengativa.
Pero despreciar la culpa en favor de la responsabilidad es creer en la equidad y en la
reparación como orden que ignora el desamparo y la vergüenza.

Culpa y responsabilidad: Weber, Levinas y Bonhoeffer

La responsabilidad ha querido en los tiempos modernos tomar la delantera a la culpa,


como si la culpa fuera un prejuicio religioso o estuviera supeditada a épocas ya
superadas. La responsabilidad, por el contrario, sería el triunfo de la razón y del laicismo,
el rigor de quien se hace cargo de su tarea sin necesidad de ser vigilado o, en última
instancia, de quien interviene o actúa no según los ideales utópicos o la queja, sino
conforme a las posibilidades de la realidad. Esta última posición es la conocida tesis de
Max Weber. Hay, según Weber, una ética de la responsabilidad (Veranwortungsethik) y
una ética de los principios o de la convicción (Gesinnungsethik). Max Weber piensa en la
acción política y su campo de referencia es lo público. La culpa pertenecería al terreno
de lo exclusivamente privado; es un sentimiento que puede o no coincidir con la
responsabilidad por tratarse de campos semánticos distintos. Sin embargo, el propio Max
Weber habló del “conflicto incurable” que hay entre ambas éticas. Dicho conflicto tiene
que ver con lo ya dicho sobre la ambivalencia y el desacuerdo, y es lo opuesto a toda
figura política o religiosa de maniqueísmo moral. Ese conflicto moral no es una
justificación sino una experiencia también subjetiva, por lo cual el acto requiere esa
ambivalencia. El acto no es simple o impune decisión. Esta decisión nace del conflicto
mismo, de manera que, dicho en palabras de Max Weber, “lo posible nunca se podría
alcanzar si en el mundo no se reintentara siempre lo imposible”.
Es un modo de expresar en el campo de la acción política la ambigüedad que
acompaña a toda decisión humana. Si el acto no se rige por el Ideal que le daría
inocencia, ha de regirse por la culpa de su insuficiencia y de sus consecuencias o, dicho
en términos kantianos, por la conciencia de la ley que limita el potencial de aniquilación
que proviene de una “libertad” que carece de conciencia del otro. La responsabilidad
para Max Weber no es la inocencia nihilista, por ejemplo del Machtpolitiker, de aquel
que actúa en relación con el poder sin titubeo alguno y sin sentimiento de culpa. El

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Machtpolitiker se enorgullece de su acto como Alejandro Magno cuando cruza el
Helesponto o como Bush arrojando bombas sobre Iraq. ¿Cuál es el límite del
Machtpolitiker? Otro más poderoso que él, un límite exclusivamente exterior. Sin límite
interno, la responsabilidad puede terminar alimentando la agresividad y la destrucción, y
el deseo asesino puede hacerse el inocente.
La responsabilidad sin culpa es inocencia nihilista. Levinas, por el contrario, sitúa la
responsabilidad en el origen mismo del sujeto. La exposición al otro, el estar afectado por
el otro en su más inmediata condición o posición –“pre-óntica” la llama Levinas– antes
de toda identidad y de toda intencionalidad posible, hace que el sujeto nunca pueda
desentenderse del otro, y a esa imposible indiferencia la llama Levinas responsabilidad.
Ahora bien, esa exposición al otro responde a una irreductible desproporción, por lo cual
la responsabilidad no es intencional sino anterior a cualquier decisión. La desproporción
proviene del hecho mismo de una singularidad que, expuesta al otro, es irreductible a él.
Equivale entonces a vulnerabilidad, dicho con sus palabras est autrement qu’être, es “de
otra manera que ser”, o “más allá de la esencia”, au-delá de l’essence. Ese ser sin
esencia es el sujeto abierto, en su propia unicidad, al otro, siendo su condición más
genuina la de ser responsable. La responsabilidad no es, por tanto, un atributo del ser
sino un padecer, un “estar afectado sin recursos”. “Estar afectado sin recursos” es un
modo de referirse al sujeto del trauma, al que Levinas llama “sujeto antes de empezar”,
es decir, antes de toda atribución. Ese sujeto es, por tanto, mero acontecer y mera
vulnerabilidad, sin recursos, rehén, expuesto al otro, rehén antes que yo, invadido y
perseguido en su condición de rehén. Concernido de manera tan radical por el otro, la
salida ya presente en esa exposición y en esa situación de rehén es la responsabilidad.
El término responsabilidad conlleva como se sabe el significado de respuesta, pero
sería una respuesta que “precede a la Esencia”, como una asignación al otro, por el otro
y para el otro (De otro modo que ser o más allá de la esencia, p. 183), o souffrir pour
les autres en souffrant par les autres, sufrir por los otros sufriendo para los otros (Dieu,
la Mort et le Temps, p. 220). Ese paso del por al para no señala tiempos distintos. Caín,
dice Levinas, no es guardián de su hermano, por eso ha de comprometerse (s’engager)
como guardián de su hermano. No es, luego se compromete. Éste es el espacio originario
y temprano de la responsabilidad. Levinas no desconoce las terribles consecuencias de
ese hacerse guardián del hermano, probablemente por eso va a insistir en que la
responsabilidad es compromiso con la vulnerabilidad y con la desproporción respecto al
otro. No es un pacto proporcional, no es el intercambio de delitos o penas, o de culpa y
castigo, pues no hay proporción posible, toda vez que la responsabilidad no es para
Levinas un ajuste de cuentas o una venganza, sino el surgir mismo del sujeto como
irreemplazable, como único.
Levinas subraya la unicidad frente a la singularidad, según parece para alejarse de
Hegel. En todo caso dice: Par la substitution, ce n’est pas la singularité du moi qui est
affirmé, c’est son unicité (ib., p. 210), por medio de la sustitución, lo que se afirma no
es la singularidad del yo sino su unicidad. No es del todo clara, a mi parecer, esta
distinción entre unicidad y singularidad. Utiliza la unicidad tanto en relación con lo

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irreemplazable del sujeto como también en relación con la sustitución, lo que no deja de
resultar paradójico, pues ¿cómo sustituir al otro si es a su vez irreemplazable? Lo que
añade la sustitución a la responsabilidad, lo que introduce como componente lógico es el
hecho de que ser responsable es “para el otro”, es con el otro y para el otro, por lo cual
la sustitución es como el s’engager que dice Levinas en el caso de Caín. No es, explica,
el “yo me pongo en el lugar del otro” sino substitution signifiant un souffrir pour autrui
en guise d’expiation, laquelle seule peut permettre toute compassion (ib., p. 209),
sustitución que significa un sufrir por otro a modo de expiación y sólo eso permite la
compasión.
Esta salida por la expiación y la compasión puede quizá explicarnos por qué Levinas
rehúye la cuestión de la culpa. A diferencia de Freud, sus preferencias van en el sentido
de la responsabilidad. Es una responsabilidad ciertamente subjetiva, condición misma del
sujeto y no atributo de ninguna esencia, no es un supuesto altruismo contra su oponente
egoísta. “Más allá del egoísmo y del altruismo está la religiosidad de sí mismo” (en De
otro modo que ser…, p. 187). Somos rehenes del otro y esa condición de rehén es
originaria, en ella “habla una responsabilidad” y es, pues, una asignación “prehistórica”.
Añade Levinas: “Por la condición de rehén puede haber en el mundo piedad, compasión,
perdón y proximidad, incluso lo poco que de ello se encuentra… La condición de rehén
no es el caso límite de la solidaridad sino la condición de toda posible solidaridad…” (ib.,
pp. 187-188).
Se entiende así por qué la responsabilidad es preferible a la culpa, ya que en la
responsabilidad el camino del otro, por enigmático y desproporcionado que sea, está
expedito para el sujeto engagé, y los escalones de la piedad, la compasión, el perdón,
etcétera, conducen a la solidaridad. La culpa, por el contrario, transita por tierras más
sombrías; desde la culpa se ve que la condición de rehén del sujeto empuja hacia el odio,
la humillación, la agresividad, la venganza, la destrucción y el deseo de muerte, que no
son precisamente las líricas avenidas de esa poética de la solidaridad sino los oscuros
pasadizos de la vergüenza.
La estrecha relación establecida entre responsabilidad y sustitución permite pensar
la salida redentora. Puede que se trate de una redención más cercana a los hombres, más
deseosa de amor que necesitada de condena inquisitorial, es decir, menos necesitada de
Iglesia, del mismo modo que el comunista sin partido no se ve tan abocado al engaño, a
la hipocresía y a la crueldad. Pero establecer tal relación entre responsabilidad y
sustitución abre el camino a la usurpación de la conciencia del otro, que es la raíz más
honda del poder y de la humillación.
Esta relación entre responsabilidad y sustitución, de raigambre agustiniana, está
muy presente también en la teología alemana del siglo pasado. Algunos lo querrán
explicar por el contagio del laicismo, pero pienso que, por el contrario, es una ilusión
redentorista de la religión, aunque se la quiera desprender de sus aspectos más fanáticos
y destructivos. Ya se encargan ellos de decir que no es el resurgir de un nuevo
pelagianismo, sino que, por el contrario, es el modo de pensar al hombre como parte de
la obra redentora de Cristo. Desde esa perspectiva, la culpa subrayaría el aspecto del

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pecador pasivo, salvado por la intervención de Dios. La responsabilidad subrayaría, por
el contrario, la participación activa del hombre en esa obra de redención.
¿De qué manera? Sustitución es, de hecho, un término de referencia teológica.
Cristo sustituye a los hombres en el sacrificio redentor; el acreedor es quien paga las
deudas. Pero el que Cristo pague el pecado del hombre no libra a éste de toda
responsabilidad sobre los hombres mismos. ¿De qué manera incumbe al hombre la obra
de la redención? Está la vieja tesis, digamos agustiniana, pues fue el de Hipona quien más
la trató y ejecutó, según la cual, el modo de participar en la tarea redentora de Cristo es
formar parte de la Iglesia: extra Ecclesiam nulla salus. La Iglesia es definida ya en san
Agustín como cuerpo místico de Cristo. Formar parte de la Iglesia es formar parte del
cuerpo redentor. Esta tesis está en exceso ligada al poder y a la condena. El espacio de la
redención es un espacio de poder, y el salvado es a la vez un militante dispuesto a la
guerra contra el pagano y, sobre todo, contra el hereje. Formar parte de la Iglesia es de
por sí una forma de inocencia. El Machtpolitiker weberiano se presta bien a las intrigas
vaticanas y conventuales, y el inquisidor es la expresión última de la cruel inocencia que
tortura el cuerpo del hereje para que confiese la verdad que le salvará. Se podría decir
que la religión en general, y la historia de la Iglesia en particular, sufre de esa tensión
entre el poder terrible de la verdad y la humildad de quien se coloca junto al excluido del
poder y de la alianza de los predicadores. Entre estos últimos hay que situar a Levinas y,
por ejemplo, a Bonhoeffer, y quizá a quienes caen bajo el concepto o la noción de
teología de la liberación.
El admirable Bonhoeffer, teólogo luterano asesinado por la Gestapo en el campo de
Flossenburg pocos días antes de la liberación, entendía la sustitución (Stellvertretung)
como participación en la redención de Cristo, forma parte de la obra redentora de Cristo,
pero, precisamente, como hizo Cristo, sin la mediación cómplice del poder, es decir,
como él insiste en decirlo, “realmente”. Lo real, el real (der Wirkliche), dice Bonhoeffer,
es la alteridad. Sustituir, por tanto, no es suplantar, ni siquiera identificarse, sino ocupar
realmente el lugar del otro, como hizo Cristo. No elimina la alteridad del otro sino que
carga con ella, carga con la culpa del hombre hasta el final. “La verdadera inocencia se
manifiesta en ser solidario con la culpa de otro hombre, por amor suyo.” A eso lo llama
“estructura de la vida responsable (cf. Ética, pp. 203 y ss.). “Stellvertretung (que tanto
cabe traducir por sustitución como por representación) y, por tanto, Antwortung
(responsabilidad), sólo se dan en la perfecta oblación de la propia vida a los demás
hombres. Sólo el desprendido de sí mismo vive responsablemente…” (p. 204). Son
muchas las páginas de sus manuscritos, publicados bajo el título Ética en 1949, en las
que Bonhoeffer se expresa de esta manera y abunda en la cuestión de lo que significa
una responsabilidad real con los hombres: una negación de sí tan total que carece de
conciencia yoica. Probablemente la inocencia a la que se refiere Bonhoeffer no sea más
que ese supremo desprendimiento que le llevó a decir que “sólo el desprendido de sí,
vive”.
Admirable Bonhoeffer, que buscó el sentido del sufrimiento para proponer a los
hombres un modo de vínculo colectivo en el que “la fuerza se ponga al servicio de la

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responsabilidad”. Así acaba la primera redacción del manuscrito La historia y el bien.
Resulta un poco incómodo, incluso sería un tópico nihilista, tomar estas palabras de
Bonhoeffer con conmiseración. Bonhoeffer era uno de esos hombres que mejoran con
su modo de vivir la condición de ser hombre. Para él la religión era fundamentalmente
compasión, y no poder que se aprovecha de la necesidad de venganza, de esclavitud y de
manipulación que tienen los hombres.
Pero la necesidad de buscar y dar sentido al sufrimiento está también en la peor de
las movilizaciones humanas, presididas por el terror del Sentido Último de la Historia, al
que Bonhoeffer resistió. Cuando la responsabilidad busca la inocencia bajo el modo que
sea, por entrega a la Causa Final o por decisión del acto, se pone en marcha un tipo de
impunidad que ha perdido el límite interno al exterminio y es mera justificación del poder.
Cuando el actual Papa Benedicto XVI era el teólogo Ratzinger, escribió una de las
entradas del Diccionario Teológico publicado en Múnich en 1963 bajo el título Conceptos
fundamentales de la Teología, precisamente la titulada Stellvertretung, “sustitución”.
Ratzinger retomaba la tesis de Bonhoeffer sobre la responsabilidad del cristiano en la
obra redentora de Cristo. Utilizaba algunos argumentos de Bonhoeffer, pero se apartaba
de él al insistir en que la contribución del cristiano a la redención era única y
exclusivamente a través de su pertenencia a la Iglesia. Mediante esta pertenencia, el
cristiano se hace corresponsable (la responsabilidad es ya compartida, humildemente
compartida, se dice, o impunemente compartida o instrumental, también se podría decir)
de la salvación. Ratzinger se colocaba así mucho más cerca de san Agustín o de una
teología del poder que de Bonhoeffer. De ahí que volviera, como el de Hipona, sobre el
peligro pelagiano, al que acusa de irresponsabilidad por atender más a su propio hacer
que a la pertenencia solidaria a la Iglesia. La Iglesia es la instancia inocente que carga con
el sufrimiento y el pecado del hombre, haciéndose así insustituible para la Salvación. Este
principio de responsabilidad, de inspiración agustiniana, remite a una instancia de
inocencia que sustituye al pecador, siendo ella misma insustituible. Este principio de
responsabilidad es el que gobierna el poder que bajo esa idea de sustitución, y con el
atrevimiento megalomaníaco que da el tomarse por insustituible, ejerce la crueldad con la
decisión de quien corta un tumor para salvar el cuerpo de la Historia.
Mirar a la cara al sufrimiento sin buscarle sentido alguno es resistir al poder sin
complacencias. No hay inocencia, de ahí que la culpa, lo que llamo culpa subjetiva, no se
deje desplazar por entero por la responsabilidad. Sin culpa, la responsabilidad puede ser
mera desfachatez, y sin responsabilidad, la culpa es hipocresía y disimulo. La culpa
subjetiva conoce el odio, el daño y el empuje a la venganza, por su complicidad con el
poderoso de turno, por la manipulación de la vulnerabilidad de los otros con los que se
encuentra. Por eso se avergüenza.

¿Cómo entender la vergüenza?

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La vergüenza se puede entender como correlato de la culpa subjetiva. Así como el
sentimiento de culpa más propio e íntimo, más solitario, no admite o no consigue el
consuelo de la sumisión o de la venganza, así la vergüenza es el sentimiento que
acompaña a la percepción de la posición tomada en la relación con los demás, la
servidumbre, la humillación, la complicidad y la complacencia con la calumnia, o la
organización colectiva del desprecio y del desprestigio por temor a estar solo. Con la
vergüenza el sujeto se ve en esa escena y no sólo se siente culpable sino avergonzado,
pues no ignora que odia y disimula, que acepta y ejerce el chantaje, que se deja
embaucar en una hipnosis colegiada que exige el pago de la alienación o aniquilación
subjetiva. Sinvergüenza es aquel que precisamente pareciera mimetizado con la escena
del poder en su relación con los demás. El sinvergüenza carece de pudor, pero, sobre
todo, del sentimiento de vergüenza, ya que el pudor puede ser disimulado como modo de
aparentar, pero la vergüenza, en lo que tiene de sentimiento que se hace presente como
herida narcisista y sin el permiso de la voluntad, no podría ser disimulada.
Para Aristóteles la vergüenza no es una virtud sino una pasión. Tampoco lo sería el
pudor, pero el pudor se acerca más a lo virtuoso por ser “un justo medio de la pasión”
(mesòtés pathetiké). El pudor es respeto y medida de la pasión, impide el exceso, sea de
alegría o de pena, de satisfacción o de temor. Linda con el disimulo, pero es a la vez su
contrario, ya que no busca engañar al otro por algún turbio interés para adueñarse de él,
sino que sencillamente respeta, mantiene la distancia (lo aclaro por lo abultado del abuso
actual del término “respeto”) con el otro y no le avasalla con los propios sentimientos. El
pudor tiene en cuenta a los demás y es el ejercicio constante de la buena distancia, nunca
del todo conseguida, que reúne la aceptación de la autonomía del otro, de su desinterés e
incluso de su desagrado, y la humildad que sabe que por mucho que viva y esté dentro
del tiempo eso no significa que no esté fuera de la historia, es decir, que su tiempo no
sólo es efímero sino también inoportuno. El pudor sería un nombre de lo que he llamado
anteriormente espacio libidinal, el espacio que se crea, por ejemplo, entre madre e hijo
a partir de una cierta separación que detiene el empuje a la descalificación o a la invasión.
El niño entra y sale, fantasea, inventa, busca y se desespera, tiene un campo de
expresión que no lo encierra en el infierno de la decepción o del desagrado del rostro
materno que sólo admite acompañamiento, sumisión y temor. El pudor es tiempo
silencioso y no se deja gobernar por el deseo de muerte; busca si puede el encuentro y no
tanto la diatriba, o se aparta con decisión sin concluir en el intercambio de reproches.
Rehúye la venganza. Cuando no está presente en el amor, éste se precipita
imparablemente hacia la ofensa y la pasión posesiva. Tanto con los hijos o con la llamada
pareja como con los amigos, el pudor es lo que frena la interpretación y la agresividad, es
decir, la calumnia y la crueldad. Por eso el pudor limita el temor, tiene miedo pero no lo
azuza para reprochar o maltratar, buscando así los réditos del sufrimiento. Por eso no
tiene ninguna posibilidad con el ejercicio del poder, basta oír el griterío de los ofendidos,
tan infantiles, despreciando todo aquello que tuviera que ver con la verdad, incapaces de
callar.
Puede imaginarse hasta qué punto el pudor debería presidir la relación psicoanalítica

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o el vínculo transferencial en general, ya que se trata de una clínica a la que acuden
quienes no han conseguido o no han tenido la oportunidad de vivir ese espacio libidinal
de afecto y separación, de propia indagación, y que acuciados por el temor y la angustia,
y por el conflicto moral con el modo de pedir o de responder a las demandas del otro,
solicitan una porción de deseo, como si el deseo fuera distribuible, una legitimidad para
vivir, una normativa de cómo se podría vivir sin tanta angustia, con alguna seguridad
amorosa o afectiva, y eso les dispone para pagar el precio que sea por el más mínimo
gesto de aseguramiento amoroso o de pertenencia, dispuestos por entero en cuerpo y
alma a la hipnosis. Se ve entonces hasta qué punto el pudor ha de presidir una clínica
como la “psi”, pues sólo con hacerse presente el “psi” de turno se crea ya la escena
hipnótica, y el pudor y la vergüenza son los únicos recursos, la única posibilidad de
introducir una separación, una distancia, para que el sujeto tenga la opción del
desprendimiento y no de una nueva y mayor sumisión, de una reproducción de la
condición de víctima, ahora con la expectativa acrecentada del rédito.
“¿La vergüenza es propia de hombres virtuosos o malvados?”, se pregunta santo
Tomás de Aquino en Suma Teológica, II q. 144, a. 4. Le cuesta responder porque no
discrimina bien entre lo que sería avergonzarse por el juicio ajeno y lo que sería la
vergüenza ante el acto torpe en sí mismo, ante esa posibilidad. La vergüenza sería en el
hombre justo únicamente disponibilidad a la misma, como movimiento “que precede al
juicio de la razón”. Aunque la vergüenza no sea una virtud, como ya dijera “el Filósofo”,
puede disponer de ella, por cuanto no podría el virtuoso en ningún caso vanagloriarse del
“acto torpe”, como hace el malvado.
La dificultad de pensar la vergüenza tanto en Aristóteles como en el Aquinatense
proviene de su idealizada concepción de la virtud como ejercicio de razón y de elección,
en suma, como el acto más propio del hombre racional y libre. La vergüenza pasa así a
segundo plano. Aristóteles apenas le dedica una página de su Ética nicomaquea y no
habla de ella en las otras dos Éticas. Santo Tomás la incluye en el Tratado de la
Templanza, pero para decir que “la vergüenza no es parte de la templanza, de modo que
entre a formar parte de la misma”. ¿Y qué es la templanza? Es la virtud cardinal que
regula el “apetito concupiscible”, del mismo modo que la fortaleza regula el “apetito
irascible”. El apetito concupiscible se refiere en primer lugar a la sexualidad, y más
genéricamente, al apetito de satisfacción corporal. La templanza sería, pues, un nombre
del pudor, por cuanto el pudor se refiere a la medida y al velamiento del exceso corporal.
La vergüenza, por el contrario, aparece ante el cuerpo del exceso pulsional que no se
puede ocultar; no sabe dónde poner el cuerpo ni cómo vestirlo ni cómo escapar de él. Si
la vergüenza resulta así de inevitable, como sorprendida irrupción del cuerpo en una
escena inoportuna, es porque responde a la condición más radical y desnuda del cuerpo
pulsional, es decir, del cuerpo no ordenado por el instinto. Es absurdo considerar que la
vergüenza aparece ante la vida instintiva, más bien aparece ante su fracaso. Dicho
fracaso consiste en la carencia de un objeto adecuado y definido de la satisfacción, por lo
cual es la propia actividad pulsional la que se convierte en necesidad. Así pues, la
actividad pulsional convertida en necesidad por carecer de orden interno y, por tanto, de

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objeto adecuado, sólo puede limitarse desde la exterioridad íntima del otro (extimidad,
sería el nombre unamuniano), desde el temor o el dominio. Así se liga la satisfacción al
ejercicio del poder mediante el cual el otro queda situado en el circuito pulsional como
objeto permanente, encerrado en ese circuito de la constante inadecuación entre
satisfacción y necesidad, sin posible evasión, como diría Levinas, pues en esas
condiciones el otro, al ser testigo de nuestro torpe desvarío, se hace odioso.
El zoólogo Portmann acuñó el término “premaduración” para nombrar el hecho por
él descrito de que sólo la cría humana tiene un tramo tan largo (un año o más) de vida
embrionaria extrauterina. No antes del año empieza el niño a moverse autónomamente y
a orientarse. Esta premaduración supone una carencia y un exceso. La carencia de
recursos para regular su vida y, por ello mismo, un exceso, ya que no tiene recursos
psíquicos para el exceso de estímulos exteriores y de impulsos internos. Arnold Gehlen
habla al respecto de excedente pulsional (Antriebüberschuss), que no es otra cosa que la
desmesura de una insatisfacción que orienta al humano hacia el otro de manera también
peligrosa, ya que pretenderá incluir a los otros en el circuito pulsional ante el temor de
verse en una soledad desvitalizada, a la vez que esa inocencia favorece la ofensa y el
afán de venganza para encubrir la vergüenza.

Promesa, ofensa y venganza

La vergüenza es el sentimiento de ver que la túnica del deseo no cubre ambos cuerpos.
Aun en el mayor infierno simbiótico es imposible que ese lecho de Procustes sea el
adecuado. Esos cuerpos de la vergüenza han de ser, según el mito, estirados o cortados
para una medida imposible, o para una imposible equidad. La satisfacción no logra su
objetivo, la insatisfacción interna a la pulsión limita cada acto de placer con su decepción.
Los llamados moralistas exaltan el placer a la vez que lo condenan para así disimular su
decepción. Idealizan el placer para maltratar el cuerpo, no soportan la soledad de la
vergüenza, no es que quieran fornicar, como se suele decir de quien predica
desabridamente la vileza del pecado de la carne, sino rechazar el cuerpo concreto de la
pulsión. Por eso suelen ser misóginos que desprecian a la mujer real que les aturde y
suben a los altares a la virgen madre. No soportan la insatisfacción de la carne y acuden a
la masturbación o se alojan en el masoquismo o en el sadismo de ese embriagador
veneno de la maldad, como lo llama Nietzsche. Mediante la evasión o el intento de
evasión de la insatisfacción connatural a la pulsión, a la vida pulsional, consiguen una
satisfacción de nuevo cuño, ampliada con el fragor fusional de los cuerpos.
Constituyen la masa de los ofendidos, la alianza de los que se embriagan de
indignación y ofensa, y con gestos estrepitosos y amenazantes levantan sus cuerpos,
antes exangües y ahora ágiles instrumentos de la venganza. La ofensa es la mejor forma
de ocultar la vergüenza de la insatisfacción pulsional, de la decepción y de la torpeza que
va ya impresa en la propia solicitud a los otros. El ofendido ni se decepciona ni se

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avergüenza. El ofendido desconoce la decepción y, en ese sentido, la vergüenza. La
decepción, la Versagung, aún no ha encontrado su contable. La ofensa, por el contrario,
es una factura que debe ser cobrada de inmediato. Es como quien tiene un rédito en el
banco, como un seguro contra la precariedad. Por eso, es mejor que vaya en compañía,
porque no aguanta bien la soledad.
La ofensa, el sentimiento de la ofensa, se convierte así en una fuerza pulsional que
empuja a la cohesión propia y al exterminio del ofensor. Dicha fuerza proviene de que,
mediante la ofensa, el ofendido desconoce la pérdida. Cada vez que se abre el vacío de
una pérdida, la ofensa corre a rellenarlo; siempre hay a mano una promesa incumplida
para alimentar la ofensa. El ofendido consigue que el inestable terreno de las promesas se
organice y consolide bajo el mandato de la venganza. Sólo hay un culpable: el otro.
Decía Nietzsche que el “auténtico problema del hombre” es el de ser “un animal al
que le está permitido hacer promesas” (La genealogía de la moral, p. 65). Un animal
que se caracteriza por la promesa es un “animal enfermo” por haber perdido el sentido
de la orientación del presente. La promesa aplaza la satisfacción al juicio final de la
venganza. Lo que caracteriza al humano no es, por tanto, el ejercicio de la razón –y
ligada a la razón estaría la virtud– sino el vivir de las promesas, del por-venir, del ajuste
de cuentas, del juicio final. Algún día, la Némesis de la Historia hará que el ajuste entre
crimen y castigo responda a la equidad vengativa de la ley del talión. De ahí la general
afición, la generalizada tendencia a sentirse ofendido, a sentirse finalmente cargado de
razón, descargado de culpa y de soledad. El ofendido pasa al rango del acreedor. Las
deudas están claras y no hay mayor complacencia que la de contemplar al otro como si
de un deudor se tratara.
La promesa es el horizonte que crea el campo de la venganza. Mientras la promesa
constituya el modo de presencia del otro, la ofensa ocupará el lugar que estaba reservado
a la decepción. La promesa no olvida, crea una memoria vindicativa y dañina. El
historiador es el sacerdote que interpreta los hechos conforme a esa ley universal que
hace existir a la Historia. Esa ley es el código que establece un pasado, no una mera
temporalidad contingente, pues tener un pasado es tener una historia, no los despojos o
los desperdicios que constituyen el tiempo de la marginación, sino la Historia que inutiliza
la vida, que da sentido y rango, pero que elimina el vivir de cada uno. “La Historia de su
ciudad se convierte para él en su propia Historia” (Sobre la utilidad y el perjuicio de la
historia para la vida, p. 60), así venera sus costumbres, su folclore, sus monumentos y
cultiva el estudio de sus tradiciones y de su pasado para enjuiciar desde Ella el presente y
el futuro. Cree así tener una Historia y, con ello, toma sus desechos como valiosos
mapas de tesoros prometidos. Cree tener un pasado cuando el presente se le hurta por
entero. Cree pertenecer a un proceso designado, cuando en realidad no se trata más que
de repetir una vez más la misma aberración de la “desencarnación de los sujetos”, por
utilizar esta expresión de Sánchez Ferlosio.
Historia magistra vitae, decían los educadores romanos para así establecer el título
de ciudadanía y diseñar una identidad con la que vestirse para el juicio vindicativo.
Trasladar el escenario de la justicia a la Historia es como el “egoísmo autocomplaciente”,

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por utilizar esta expresión nietzscheana, el modo de acumular despojos y juicios de
atribución para calumniar y cargarse de razón. La Historia es un buen paño para enjugar
todas las penas y enarbolar las promesas de un Destino mejor. El poder se justifica
siempre con el pasado histórico, pues la historia es un engaño común con el que se
construye la identidad de los pueblos, algo por lo que merece la pena morir y, sobre todo,
matar, una buena causa final. El historiador vestido con su traje talar se acerca al ritual de
los monumentos y legajos para interpretar y legislar nuestra Historia común o colectiva.
Oficia el juicio de la Historia, de la identidad y de una supuesta equidad vengativa. El
argumento de la Historia parece incontestable. El marxismo, uno de los miembros de la
llamada “escuela de la sospecha”, cree que no se deja engañar por las apariencias ni por
los sentimientos, sino que conoce la realidad material de las cosas, tal cual, como si los
sacerdotes y los abogados no fueran parte de la realidad material de las cosas. Sí, se
podría decir, pero están al servicio exclusivo de esos intereses mercantiles, del beneficio
económico que rige, como si fuera una ley natural e inmutable, el quehacer humano.
Pero esta ley natural, concebida en función de una compensación o equidad, obliga
a incluirla, como ya dijera Aristóteles, en la causa final. Una vez que la precariedad
convierte al humano en víctima de carencias psíquicas para vivir, la causa final es el
orden de promesas en el que la compensación no se da en el presente (vida instintiva)
sino en el futuro (causa o juicio final) y el pasado es la memoria del dolor. Sufrimiento y
promesa van unidos en este orden final, que tiene la particularidad de la promesa. En
efecto, ése es el “auténtico problema del hombre”, puesto que la vida colectiva es la
permanente agitación de contradicciones y desamparos que buscan ese final
compensatorio dirigido por Némesis, la diosa de la venganza. Frente al orden de la vida
instintiva, la venganza ocupa el lugar de una equidad constantemente aplazada como
promesa. Promesa, por tanto, de venganza, o ley del talión, como realización final del
derecho tomado como justicia. Lo curioso del asunto es que si, por un suponer, se
llegara a esa especie de juicio final vindicativo, todos y cada uno de los asistentes
acudirían como ofendidos y acreedores. ¿Quién sería el deudor, si todos reclaman la
equidad reparadora para su condición de ofendidos?
¿Podría el hombre, al menos tal como hoy lo conocemos, sentirse avergonzado y
renunciar a la promesa y, por tanto, a la venganza? ¿Renunciaría entonces a la justicia y
al tormento de los ideales que dan al sufrimiento el valor compensatorio de la deuda y,
por tanto, el saldo de la inocencia? ¿Puede el hombre renunciar a esa imperiosa
necesidad de crueldad y de inocencia que gobierna la culpa superyoica?
Una mujer con una lesión cerebral congénita, que ha derivado con la edad en
dolores insoportables que requieren el uso de parches de morfina, no encuentra consuelo
alguno para ese dolor progresivo e irresistible. Su amargura es notable, como su enfado
ante esta flagrante injusticia. El animal herido en una cacería, o lesionado, no siente
amargura, sólo en todo caso el dolor físico. El humano sufre por la injusticia, por tener
siempre esa referencia de un orden equitativo regido por Némesis. Si esa mujer fuera
creyente, quizá entonces podría encontrar una referencia reparadora. Sin embargo, su
amargura es un clamor contra la injusticia. ¿Podría esta mujer desprenderse de esa

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necesidad de justicia, es decir, de venganza? “El dolor –decía un personaje de Isak
Dinesen– sólo se puede soportar si se lo pone en una historia o se cuenta una historia de
él”. ¿Qué historia puede restañar tamaña herida si no es la de una equidad vengativa?
El dolor de esta mujer es inapelablemente injusto y el hecho de reclamar justicia
para él la condena a una amargura iracunda, resentida, tan cargada de razón como
desposeída de ella. ¿Podría esta mujer soportar su dolor sin ponerlo en una historia? Ella
no desconoce que introducir su dolor en el mercado financiero del rédito no le procura
ningún alivio, como tampoco soporta la angustia y la impotencia que ve en la cara del ser
querido.
¿Quién no querría ser bueno?, se preguntaba Brecht. El más sádico no cree haber
renunciado al bien. El malvado brechtiano por compasión cree ser el dueño de la
Historia, el juez del sentido, no queda ya realidad que le desmienta. Pero eso es el
comienzo del horror. El odio, la venganza, la envidia, la rivalidad, el daño del otro, como
permanente compensación de la propia y miserable precariedad, todo eso es con lo que
se trafica en el mercado de las ofensas y de las deudas, y la bondad es habitualmente un
disimulo que practica a la perfección la camarilla de los intérpretes. Cuenta Walter
Benjamin que una vez, hablando Brecht de su odio a los curas, se refirió a los teóricos
del partido como una “camarilla clerical”, cuya característica más propia era la
interpretación. El problema del marxismo, añadió, es que “se presta demasiado a la
interpretación” (Benjamin, Tentativas sobre Brecht, p. 146).
Hitler también enarboló el estandarte de la ofensa. La justicia requiere para su
realización ejercer la crueldad como criterio de la misma. A mayor crueldad, mayor
justicia. El olvidado Otto Bauer fue vilipendiado y despreciado por proponer una causa
colectiva caracterizada por no justificar un medio por un fin. He aquí, se dijo, al típico
pequeño burgués que cree poder establecer la Justicia sin hacer daño, sin ejercer el mal
contra el Mal, y se detiene en las minucias de la moral. He aquí, se dijo, el paño con el
que se fabrica un traidor, la debilidad de las convicciones, la crítica en el lugar de la
acción. No hay que titubear respecto de la tortura, le dijo al joven soldado Javal Davis,
convertido en carcelero de Abu Ghraib, un instructor del servicio secreto: una vacilación
por tu parte puede suponer la muerte de muchos camaradas (cf. “Der Kapuzenmann”,
en Der Spiegel, 3-9-2005). Así se va fraguando una fidelidad cuya prueba es la
capacidad de daño y de crueldad.

Compasión versus interpretación

Someter la compasión a la interpretación o a la ofensa abre el camino del atropello de las


personas, proponiéndoles el consuelo de desentenderse de su propia vida y cambiarla por
otra ideal y dictada por otros. La interpretación lleva siempre a sacrificar al sujeto, a
sacrificar la particularidad de su experiencia. No hay mejor defensa contra la esclavitud
que la intimidad de la experiencia propia, decía Joseph Brodsky. La interpretación va

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dirigida contra la intimidad de esa experiencia propia, contra sus fracasos y decepciones,
para ofrecer a cambio una tranquilidad del alma que no es otra cosa que una vulgar
certeza opaca puesta en común. Si el sujeto parece tan dispuesto a ese intercambio, sin
hastiarse, es para encontrar el consuelo de una identidad común a la que pertenecer. La
interpretación propone una indagación de los signos de la causa final, de una
intencionalidad que escapa a la parcialidad de la conciencia.
Se llega al psicoanálisis por la compasión. No es un mal camino. ¿Qué psicoanalista
puede decir que, siguiendo el camino particular de cada uno, lo que empujaba por esa
senda no era la compasión, el anhelo de ayudar a los demás en vez de sólo odiarlos, el
anhelo de reparar un sufrimiento de la infancia, quizá un sufrimiento de los padres? Pero
pronto se encuentra con la interpretación, y de nuevo esa mezcla de compasión e
interpretación lleva a olvidar la particularidad y la intimidad de la experiencia propia para
convertirla en una experiencia común, ya sabida de antemano, y ante la que el sujeto
pasa a ser tomado como una obviedad o una redundancia de la doctrina. El sujeto, que
acudía acuciado por la angustia y la perplejidad de sus experiencias, viene dispuesto a
cambiarlas por el dictado de una vida colectiva. Así como el marxismo creyó conocer los
entresijos de la Historia y su implacable marcha hacia un destino salvífico, también el
doctrinarismo psicoanalítico creyó saber de antemano lo que pasa en lo más íntimo y
desconocido de cada sujeto. Si, como decía el personaje de Dinesen, sólo se puede
soportar el dolor poniéndole una historia, el doctrinarismo psicoanalítico va más lejos:
desprecia el dolor y sólo valora y enaltece la historia con la que lo viste. Ha olvidado la
compasión. No importa la verdad o la verificación, eso sería una pérdida de tiempo, lo
que importa es la convicción de lo interpretado, que no tiene otro valor de verdad que la
firmeza de la creencia. Que esta creencia tenga efectos “terapéuticos”, entendiendo por
tales el entusiasmo y el bienestar que provienen del sentimiento de formar parte de una
doctrina, no se debe tomar, sin embargo, como descalificación de una clínica que atiende
a experiencias y dificultades con la vida tan particulares y para la que cualquier
adoctrinamiento es una cantinela. Lo que convierte a la clínica psicoanalítica en resistente
no son los delirios teóricos, ni siquiera su fuerte contenido religioso en épocas de
desamparo nihilista, sino el dejar un espacio posible a un sujeto que perdura más allá de
sus funciones y que enferma a causa de su desmesura pulsional, de su confusión
identificatoria y de su miedo a la soledad.
La teoría es un modo de procurar una cierta inteligibilidad de lo que la práctica nos
muestra: esa desorientación, esa infancia fracasada, ese revés y ese miedo a sentir y a
desear. Pero la doctrina es otra cosa, la doctrina es un prejuicio, es una conclusión
previa. En el caso del psicoanálisis, y en general de lo “psi”, es usada como modo de
resolver la paradoja de una práctica que por no ser científica cae en el ridículo de su
simulación. La doctrina es ese disimulo, esa denegación de su enorme fragilidad, un
modo de tapar lo que podría ser su honrosa vergüenza. De ahí una nueva paradoja, la de
una clínica que se rige por el deseo de saber y por la compasión, y que está, sin embargo,
amordazada por lo ya sabido o dado por sabido. Eso obliga a la ofensa, todo disentir cae
del lado de la ofensa, y lo que debería ser una clínica compasiva se convierte en una

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doctrina de acusación.
Más adelante habrá ocasión de ver cómo se ha ido fraguando el ensamblaje entre el
determinismo científico y la doctrina de la predestinación hasta converger en el
determinismo genético, tal como se ha verificado en el movimiento eugenésico, en la
psiquiatría biológica o en la ideología nacionalsocialista. El homosexual o la prostituta,
concebidos por el movimiento eugenésico como lacras sociales, son condenados, no por
éste o por aquél, sino por la propia naturaleza, pues no se es prostituta por decisión o
determinación social sino por degeneración moral genéticamente determinada. ¿Cómo
estar contra la ley natural de la reproducción, en el caso de la homosexualidad, si no es
por una degeneración o perversión natural? Cuando el nazi elimina al judío o al gitano o
al enfermo mental, podría decir que no es él quien condena sino que sólo es el mero
brazo ejecutor de una condena natural, biológicamente determinada. La llamada
psiquiatría biológica propone, como ya expliqué en otra ocasión (cf. Soledad,
pertenencia y transferencia) una determinación biológica, aunque en este caso desde la
perspectiva de una supuesta corrección genética de esa misma determinación genética. El
campo de la subjetividad queda igualmente eliminado.
Pues bien, en esas condiciones no cabe ninguna compasión, no hay tribunal de
apelación, nadie se va a compadecer de la prostituta, del judío, del enfermo mental o de
quien fuere, pues la condena de la naturaleza es sorda al lamento. Éste es el nacimiento
del terror. En las cruzadas, el cristiano mata al musulmán ad maiorem Dei gloriam, del
mismo modo que el musulmán mata al cristiano. Hay una recompensa y una elección,
cada uno siente que forma parte de los elegidos. Pero con el determinismo genético, la
predestinación y la condena, al provenir de la biología, ignoran la compasión. Ninguna
compasión es posible cuando el otro ya no es tal otro sino otra cosa, una degeneración
natural, una perversión natural, y, por ello, un órgano enfermo del cuerpo social que debe
ser extirpado. El beatífico ejecutor de la sentencia de la naturaleza es enteramente
inocente, no le cabe apiadarse y sentir compasión, y cuando la compasión desaparece
sólo queda el pavor y el terror, en definitiva, la indefensión y la impotencia. Nadie va a
socorrer al desdichado, nadie va a sentir su condición de sujeto.
La clínica psicoanalítica alienta la compasión en el desierto del determinismo
doctrinario y mercantil, que no deja otro espacio al sujeto que no sea la ofensa y el afán
de venganza. La ofensa es el modo como se incorpora la subjetividad al mercado de la
llamada libre concurrencia. El ofendido nunca está solo, alguien le debe siempre algo; el
ofendido no quiere que esa deuda más o menos imaginaria se salde; necesita que perdure
para así preservar el consuelo de una compañía.
La pasión del ofendido consiste en adherirse a la ofensa como si fuera su bien más
preciado. El ofendido está siempre acompañado por el ofensor. No admite separación y
por medio de la ofensa consigue la inmediatez de la presencia, aunque no pueda verlo ni
escucharlo, pues la inmediatez de la cercanía lo impide. El ofendido es ciego y sordo por
muchos aspavientos que haga. No crea espacio libidinal por donde moverse, por donde
separarse, para desentenderse o para encontrar otra manera, está supeditado a esa única
inmediatez de la ofensa. No quiere pagar el precio del deseo propio, de su soledad y de

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su torpeza. No se pregunta si quiere lo que reivindica. Por eso, ante el deseo, si no se
ofende lo teme, como hace el fóbico. Pero si se ofende, entonces encuentra una
satisfacción cierta.

Vergüenza y culpa: a propósito de Primo Levi

Decía Roman Gary en su sencillo y a veces conmovedor libro autobiográfico, La


promesa del alba, que cuando la guerra se ha ganado los vencidos quedan liberados, no
los vencedores. ¿De qué queda liberado el vencido si no es del peso siniestro de la
victoria, de su necesidad, que es lo que empuja ciegamente a la destrucción? Ésta me
parece una prueba decisiva: si la victoria te enaltece, te carga de razón y se convierte en
una necesidad, te hace más inocente, es decir, más impune, entonces eres en verdad un
tipo peligroso y desvergonzado, tanto como el obispo de Béziers, al que cita Sánchez
Ferlosio, diciendo aquello de “matarlos a todos que Dios ya reconocerá a los suyos”.
Estarás necesitado de ofensas para cargarte más de razón, pero así, tan cargado de
razón, estarás ciego para mirar el destrozo producido. No entiendo la frase de Gary como
si el vencido tomara cuenta contable del agravio sino que, por el contrario, es el
momento de desprenderse de la necesidad de victoria, de salir de la escena del guerrero
sometido al Ideal con el que se arma de valor y de pasión de destrucción del enemigo. Es
el momento de la vergüenza, el momento de la derrota, la posibilidad de poder verse en
la escena de la venganza, si tal derrota no es tomada como simple agravio y es entonces
tan cicatera y miserable como la victoria. Ese momento de verse y no cegarse en la
escena de la venganza y de la mercantilización de la deuda es el que liga tan
estrechamente la culpa subjetiva a la vergüenza.
En su libro Los hundidos y los humillados, Primo Levi dedica un capítulo a la
vergüenza. El arranque de su exposición no puede ser más aristotélico: la vergüenza
aunque no es virtud es sentimiento propio del virtuoso, ya que el malvado no siente
vergüenza de lo que el Aquinatense llamaba “acto torpe”. Pero lo que tiene más interés
viene a continuación: ¿por qué la vergüenza se da entre los prisioneros de los Läger una
vez liberados? No es la llamada “vergüenza ajena” o ese tipo de supuesta vergüenza con
la que el moralista se protege tras el escándalo. No es tampoco la vergüenza del virtuoso
como disponibilidad a avergonzarse si dejara de ser virtuoso. Es auténtica y genuina
vergüenza, una vergüenza tan ligada a la experiencia del envilecimiento, que la hace
imborrable y a la vez insoportable. Primo Levi sabe que es una vergüenza portadora de
culpa, pero es una culpa intransferible, y, como le sucede a Edipo, esa experiencia
padecida le atañe de tal forma que sólo a él le incumbe y nadie puede sustituirle. ¿Por
qué lucharon por sobrevivir? ¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Acaso resistir era más
“virtuoso” que sucumbir, como sucumbieron los llamados “musulmanes”, que aceptaron
pasar a la supervivencia animal o inhumana, al olvido más contundente de su condición
humana? ¿No se es culpable por seguir vivo en esas condiciones? ¿No se es culpable de

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continuar siendo un hombre? Primo Levi se pregunta por las razones de la frecuencia de
suicidios después de la liberación, siendo que antes habían sido muy escasos. A lo
segundo responde diciendo que a la hora de la supervivencia, la culpa y la vergüenza se
ven tan atenuadas como la propia conciencia personal.
Pero después llegan la culpa y la vergüenza. Primero por no haber hecho lo
suficiente para rebelarse, por esa apatía contagiosa y animal del ocupado sólo en el
mantenimiento del cuerpo. El resto del mundo ya no le importa. El propio compañero,
que a su lado manifiesta toda su angustia ante la situación y llora desesperadamente, es
una molestia, probablemente porque le devuelve lo que no quiere ver de sí mismo. Esas
lágrimas serían el recuerdo de su condición humana. Luego, una vez liberado, puede
verse en esa escena y es entonces cuando se sonroja de vergüenza. No es avergonzarse
de estar vivo en lugar de otro, me atrevo así a corregir a Primo Levi. No es haber
sobrevivido a otro, sino simplemente haber sobrevivido. Y aquí el final de El proceso de
Kafka es una premonición: “Y la vergüenza le sobrevivió”. La vergüenza es la
supervivencia misma. Ya no puede dejar de ver, ya no puede negar lo que primero fue
una experiencia y luego una escena fija de envilecimiento. La vida cotidiana, el lazo entre
los hombres, se basa en la ignorancia y en la ceguera, en olvidar el daño que se hace y en
no ver la vileza del mercado de la deuda, de la adhesión incestuosa, del terror al
abandono, de la renovación constante de la fidelidad y la consiguiente y euforizante
consolidación de la necesidad de victoria y de la significación persecutoria que necesita
alimentarse del traidor con quien ninguna piedad que no esté más allá de la condena final
está permitida. En cada relación afectiva se pone en marcha una pasión posesiva y
aniquiladora del deseo del otro, cuya condición no sólo es ser ignorada, sino mostrarse
como amor, protección o saber.
No volveré sobre el texto estremecedor de Primo Levi. Me he referido a él porque
su observación sobre la vergüenza me permite pensar que ésta no se da más que cuando
la persona se ve en una escena de humillación que no puede seguir ignorando. Dicho de
otra manera: el lazo entre los humanos requiere una dosis importante de ignorancia para
mostrarse como inocencia. La vergüenza acude cuando esa ignorancia se ha quebrado.
Vergüenza y culpa subjetiva se vinculan. La culpa subjetiva es aquella que no se
deja trasladar al otro, aquella que no se disimula con la ofensa y la venganza. Es genuina
culpa, porque con el sentimiento de culpa el sujeto se percibe como deseoso de lo vil y
como agente de la destrucción y de la complicidad del daño. La vergüenza es el efecto de
la percepción de haber visto la escena en la que uno es miembro del espectáculo hipócrita
de buenas palabras y de peores sentimientos, ofendido y pretendidamente inocente,
reclamando deudas que nunca deben saldarse de forma definitiva para que así perdure el
poder sobre el deudor de amor, de goce, de sufrimiento, y que de esa forma la angustiada
soledad desaparezca de nuestras vidas. La vergüenza es el desgarrón que permite ver la
repetición circular de esa escena de afán de daño y de angustia. La vergüenza es des-
ocultación y por eso es soledad, pues ya no es posible escapar de uno mismo más que
con la muerte; el otro no es una excusa sino una soledad, un sinsentido. Por mucho que
uno pertenezca a los demás y a sus instituciones, es ese uno mismo del que no puede

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huir en el baile de disfraces de la escena pública. La vergüenza es por sobrevivir, por
permanecer en la vida y necesitar para ello alimentarse de la carroña de la insidia
militante para cubrir el cuerpo.
Probablemente el fanatismo no sea otra cosa que el desesperado intento de sentido
a partir de la experiencia primera del absurdo y, a la vez, del desamparo. Esa primera
experiencia conjunta de absurdo y desamparo produce miedo a la separación, a la
soledad, y, a la vez, desesperación por el sinsentido del ajetreo de los hombres. El
fanatismo quiere cubrir esas vergüenzas. Y, sin embargo, la vergüenza es lo que puede
permitir una mirada sobre los demás que no busque su sórdida posesión ni tenga ya
excusas en la representación colectiva. Es ist einem unheimlich, decía alguien tan
esquivo con la vergüenza, no sé si por tan desvergonzado o por tan avergonzado como
Heidegger. En efecto, un extrañamiento, una extraña inquietud, la más íntima inquietud
que es la de no poder cubrir la propia vulnerabilidad corporal con el ropaje del sentido,
de la excusa y del sometimiento al dictado de la ofensa, que es como se corrompen las
conciencias.
En la vergüenza el cuerpo está desnudo y desconcertado, el otro no lo cubre, por lo
que no puede ya escapar de sí mismo por mucho fanatismo que ponga. El pudor que
siente el torturado al hablar de su tormento nace del silencio que acompaña a la escena
de humillación del cuerpo, la cual, una vez que sucede no se puede cubrir con nada,
quedando entonces el rostro del torturador como una mueca imborrable y enigmática,
nunca podrá encontrar en ese rostro la más mínima brizna de sentido. No sólo se está
atado a una existencia que no se ha elegido, sino que el terreno de esa existencia es un
indecente griterío, entre alucinatorio y delirante. Formar parte de los mismos temores y
de la misma crueldad da vergüenza. “La vergüenza del mundo”, de la que según Primo
Levi habló el poeta John Donne, es una vergüenza propia de quien por no poder
desentenderse del mundo, ya que insiste en vivir, forma parte de su constante
humillación.

Vergüenza versus denegación

Probablemente Jean Améry y Primo Levi sucumbieron a la vergüenza, no pudieron mirar


para otro lado, no pudieron orientarse por el victimismo y el rédito de la deuda con ellos
contraída por un daño carente de todo sentido, no pudieron, en suma, volver la espalda
al trauma y seguir viviendo. No se puede vivir sin el olvido, es una reiterada afirmación
nietzscheana. En El hombre sin argumento propuse la hipótesis de que había una
denegación básica y connatural a la vida psíquica. “Denegación” es como yo proponía
traducir el término freudiano Verleugnung. Quiero señalar de nuevo mi desacuerdo con
traducir Verleugnung como “renegación”, no sólo porque sería un barbarismo idiomático
sino, sobre todo, porque no pertenecerían al mismo campo semántico. Yo puedo ser un
renegado por haber abandonado creencias que no eran en verdad las mías (sean

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religiosas, políticas o psicoanalíticas), pero eso no conlleva que sea un denegador. Más
bien podría ser lo contrario, pues renegar es una manera de enterarse, de ver, y por eso
sería lo contrario que denegar.
La denegación arranca de la primera condición de la angustia que Freud señalara en
Inhibición, síntoma y angustia, que consiste en la pérdida de la percepción del objeto,
anterior a la pérdida del amor. Es una angustia ante la ausencia; por lo que se busca la
percepción del objeto, el fisicalismo de la presencia, generándose una adhesión que por
no soportar la ausencia impide la vida interior, el espacio subjetivo donde el otro se
conserva en su ausencia, sin necesidad de destruirlo. Cuando la presencia física es la
única defensa contra la angustia, la capacidad mental, o de juicio, se ve reducida a las
relaciones de poder, de captación y control físico (se ve en los habituales maltratos que
es una respuesta a la pérdida de la percepción y de la mera presencia física e inerte del
objeto). El otro queda reducido a mero objeto perceptivo, a diferencia del amor que
requiere una escena interna de distancia, de separación, para la que la existencia
separada, real y viva del otro es fundamental. Cuando es mero objeto de la percepción
carece de existencia propia, es mera invención del que lo percibe. Por eso, se puede decir
que la denegación es un modo de dotarse de realidad, no sólo inventándola sino negando
los hechos, negando la separación y la experiencia de la pérdida. La denegación es, por
tanto, condición de la vida social y colectiva que funciona como abstracta interpretación
del otro y como ignorancia de su absurda crueldad, de su insensibilidad y del fantasma
sadomasoquista que está en el corazón del vínculo con los otros. La denegación es
entonces, como el olvido nietzscheano, algo necesario para seguir viviendo en la
credulidad del sentido, cuando probablemente ya no queda otro vínculo con la vida que
el miedo.
Hay, pues, una denegación que podemos llamar estructural, proveniente de la
dependencia y de la soledad traumática, y que nos hace confiar en la primera sonrisa que
encontramos, pero esta denegación prosigue luego con el “juicio de atribución” y con la
instalación de los ideales superyoicos que suplen la existencia real de los demás. El ideal
es siempre una denegación de la realidad concreta y extraña del otro. Por esa razón, la
denegación se opone a la culpa subjetiva y se alía con la culpa superyoica, donde culpa e
inocencia encuentran una secreta alianza basada en la rentabilidad del sufrimiento y de la
queja y en la ignorancia de la precariedad traumática. Si se sufre cabe esperar los réditos
de ese capital en forma de amor o de reconocimiento. Llama la atención en la clínica de
cada día ver cómo se repite esa posición de víctima y culpable a la vez. Alguien viene y
muestra su temor y su angustia, y nada más empezar a hablar, de inmediato aparece la
víctima. Pero más llamativo aún, aunque sea del mismo orden, es el que un manifiesto
maltratador se presente a su vez como víctima, o la manera en que una víctima se
mimetiza con el verdugo. Conocemos el funcionamiento de la gramática sadomasoquista:
quien daña es a la vez víctima del daño, pues está gobernado por el miedo, y el miedo
como modo de vida es una desesperación encubierta por el daño que se hace y padece
sin la menor conciencia de su absurda crueldad. El miedo llama al miedo, ésa es la
gramática sadomasoquista.

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Jean Améry y Primo Levi, por el contrario, no pudieron mirar para otro lado, no
pudieron congraciarse con la tesis de que la barbarie nazi era una simple excepción en la
vida colectiva, sino que “vieron” lo que constituía el corazón de la vida social, la
complicidad en un vínculo íntimo sadomasoquista, esa ceguera ante la soledad y el
desamparo convertida en entusiasmo y en alianza de unos ofendidos, engreídos y
prepotentes, dispuestos al exterminio más firme y a la vez más denegado.
En la represión, tal y como la entendemos en la clínica psicoanalítica, el conflicto
psíquico íntimo, subjetivo, no es ignorado ni anulado por las certezas familiares o
grupales. Con la represión no se puede hablar de inocencia, puesto que el sujeto sabe que
su necesidad de inocencia no es inocente y que su particularidad sintomática (su modo de
pedir y de satisfacerse) no le autoriza a reducir al otro a simple significación persecutoria.
De ahí que se pueda decir que el inconsciente, lo reprimido, es condición de la
vergüenza, pues, aunque no sean equivalentes, el sentimiento de vergüenza implica una
conexión con la subjetividad, un poder verse como intruso en la vida por carecer de
sentido y querer encontrarlo en la guerra permanente con los demás.
La represión tiene que ver con el síntoma, entendiendo el síntoma de esa manera,
como determinación particular del conflicto psíquico y moral que, aunque sea
enteramente particular de cada uno, atañe al modo de relación y de separación del otro,
al modo de acercarse y alejarse, al modo de presencia y ausencia corporal de los demás y
respecto a los demás en su peculiar condición amorosa, sea directamente erótica o
meramente afectiva o sublimada. El síntoma lo vive el sujeto como una inquietud,
incluso como una vergüenza, una repetición que se refiere enteramente a él y no puede
descargar en ningún otro. La represión es la presencia del conflicto psíquico que limita la
voracidad destructiva de la demanda reivindicativa y en el que conviven a la par que la
exigencia fanática de incondicionalidad, como demanda de vida, la separación como
condición de la vida y de la sensibilidad. El inconsciente psíquico crea la distancia de
quien sabe que no puede vivir a solas pero que tampoco puede vivir a costa de los
demás, a costa de la insensibilidad del ideal superyoico y de la complicidad con la
ignorancia, la esclavitud y la desvergüenza colectivas.

La denegación en la clínica

La denegación, por el contrario, no quiere saber nada del inconsciente, de la pérdida que
supone la propia intimidad, la demanda dirigida al deseo del otro y no a su posesión. Por
eso ignora la vergüenza. La vergüenza aparece como resultado del fracaso de la
denegación. La denegación explica el argumento ad hominem, el único argumento que da
vida a los corrillos, junto al estilo particular de satisfacerse con ello, con la imperiosa
necesidad de ser ofendido y de endeudar así a los demás en un vínculo colectivo que
arruina y deniega la intimidad. La denegación es un tipo de defensa que como el Dios de
Ockham y con la complicidad de los demás, hace que aquello que existe no haya

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existido. No sólo no quiere saber, sino que, sobre todo, no quiere ver; toda su estrategia
se orienta a no enterarse aunque sea cargándose de razón. En la denegación no se ve al
otro en su particularidad subjetiva, es un objeto de captación, término que incluye los
semantemas de percepción y de posesión, lo que, como señalara Freud, provoca la
angustia de verse excluido del campo perceptivo. En la pérdida amorosa hay un
sentimiento de pesadumbre y de duelo. En la pérdida meramente perceptiva, posesiva y
persecutoria puede haber angustia pero no duelo, puede estar la angustia y el
desconcierto ante una ausencia, pero al no haber espacio interno en el que se elabore y se
sienta esa pérdida, se muestra como mera ansiedad o agresividad o inhibición paralizante.
Se expulsa hacia fuera, hacia la paranoia del poder, lo que no puede ser integrado como
pérdida.
La denegación es condición de la vida por cuanto que se trata de no mirar el trauma
y no quedarse atónito ante el desamparo y el sinsentido. Pero esa denegación primera
puede verse ampliada al resto de la vida por esa dificultad señalada de separarse, de irse
y de construir una vida interior, a causa, entre otras cosas, de esa vivencia del otro como
hostil o como amo de tu vida por ser tu progenitor, tanto carcelero como representante
del ideal educativo o, en todo caso, dueño de tu cuerpo y, por tanto, de tus necesidades y
de tus satisfacciones. Cualquier signo de separación angustia al progenitor, y se vuelca
sobre el hijo la desazón, la ira, la amargura o la queja, en suma la desesperación,
ignorada como tal. En ese ámbito se va tejiendo un modo de vida insoportable que obliga
a la denegación. Con un padre o una madre así es inútil pretender que vean su posición
sádica, sea violenta o lacrimógena, o ambas a la vez, pero, en todo caso, referencia única
y único objeto de la satisfacción del hijo.
En la vida colectiva, donde no hay represión ni hay, por tanto, inconsciente
colectivo, lo que predomina es la denegación, los ideales cargados de razón o el cinismo
más desvergonzado, pero no menos cargado de razón, de seres infantiles y angustiados,
maestros en el arte de la conspiración, de la hostilidad, conocedores del secreto de la
humillación y de la realidad reducida a la interpretación, humillados y sádicos ellos
mismos. Nunca se preguntan acerca del daño que hacen, van extendiendo
progresivamente el daño en la vida social, sin ni siquiera percatarse de ello, como si fuera
no sólo inevitable sino lo más natural del mundo. Por otro lado, el sistema imperante de
libre mercado acaba convirtiendo el mundo en un basurero. Nada se conserva, todo es
mercancía y, por tanto, obligada a su inmediata sustitución. Este sistema favorece la
denegación (que olvida y borra) a costa de la represión o memoria inconsciente.
La clínica de la denegación ha sido establecida exclusivamente en relación con la
perversión. Es un error que parte de considerar la denegación como mecanismo que
define una determinada estructura clínica. Sin embargo, lo que primero aparece en la
neurosis es la denegación, ese enredo en demandas que se presentan sin ninguna
distancia, asfixiantes, y ante las que el sujeto construye un sistema de defensa que parece
querer borrar esa demanda insoportable, sin la que, a la vez, no podría vivir. En general,
la denegación es un tipo de defensa que atenaza y empobrece la vida de los sujetos, y
cuyo predominio determina fenómenos clínicos que dificultan el tratamiento y que, en

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todo caso, hay que tener muy en cuenta para intentar crear un espacio en el que pueda
abordarse un trabajo de elaboración que favorezca la vida subjetiva. Patologías clínicas
como la anorexia o la bulimia, y otras más relacionadas con fuertes inhibiciones fóbicas y
compulsiones, desde el comportamiento hiperactivo a conductas más transgresoras,
señalan un predominio de la denegación, a costa de la represión, que al reducir la vida
interior y la elaboración inconsciente, requieren una tarea de contención y también de
construcción, que es un modo de mostrar, de hacer ver la posición de anulación subjetiva
que rige la vida del paciente en cuestión.
En cuanto a la clínica de las perversiones, suele ser especialmente confusa, sin que
tenga un hilo conductor convincente. ¿Por qué hablamos de perversión? El término
“perversión” tiene una clara connotación moral, pero se suele decir que no es así, que
como clínicos no hablamos de moral. Pero, si decimos perversión, la referencia moral
está presente. ¿Qué es un perverso? Los más especuladores toman la perversión como
una estructura clínica caracterizada por la denegación, aunque suelen preferir la
traducción de Verleugnung como “desmentido” o “renegación”. Mas eso supone ignorar
el hecho de que la denegación opera en todo el ámbito de la neurosis y, por supuesto, de
la vida social. Luego no sería tan fácil colocarla como mecanismo aislado de una
determinada estructura clínica. Se puede conceder que en algunos sujetos predomina la
denegación a costa de la represión y del síntoma, de manera que su respuesta subjetiva
está orientada por la compulsión al acto y por la angustia a-sintomática, es decir, aquella
que no se muestra en relación con un acontecer del sujeto o a la pérdida del amor, sino
que al convertirse en el único afecto paraliza o empuja al daño. A veces necesitan sentir
el cuerpo de ese modo tan poco dotado de encuentro (tan imposibilitado de encuentro)
como es la drogadicción, la hipocondría o el paso al acto agresivo y destructivo. Puesto
que no pueden oponer el mundo interno al mundo exterior, están inquietos y necesitados
de percepción, y puesto que no soportan la ausencia como intimidad, necesitan la
presencia perceptiva para confirmar que el otro aún existe y no ha sido destruido. Es un
modo de confirmar la propia existencia con la percepción del otro. La percepción opera
como ceguera ante la existencia real de los demás. No pueden ver lo que no está en la
inmediatez de lo perceptivo: la intimidad, lo desconocido del otro, su enigma.
Es un lugar común referirse al psicópata como aquel que carece de sentimiento de
culpa, que impone su derecho a destruir el cuerpo del otro por encima de toda culpa. El
llamado psicópata pertenece a un modo de perversión cuya particularidad reside en la
facilidad para disfrutar del abuso y destrucción del cuerpo ajeno, a falta de todo límite
moral y de un marco social de contención. La definición clásica del psicópata subraya su
comportamiento antisocial o, como ahora se dice, su “egoísmo lesivo”. Lo que pasa es
que si aplicamos esta definición al propio sistema capitalista sería el propio sistema social
el que debería y debe ser tildado de perverso y psicópata. Quizá se pueda encontrar la
diferencia en que el llamado sujeto psicópata no encubre su daño con las reglas de la
inocencia colectiva.
Sirva como botón de muestra de lo que he llamado la gramática sadomasoquista
que gobierna la denegación el caso tan escandaloso como otros muchos de cuando Stalin,

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el mayor ególatra y sádico autócrata ruso, incoa una acusación de “culto a la
personalidad” contra Zukov, héroe soviético de la Segunda Guerra Mundial, que había
cambiado el curso de la guerra y había llevado al ejército rojo hasta el Reichstadt
berlinés. Stalin confina a Zukov en Odessa acusándole de aquello que el propio Stalin
practicaba con gran crueldad hasta el extremo de que, por ejemplo, los aplausos que
recibía en público estaban cronometrados por un pitido final que se oía por los altavoces,
ya que si alguien dejaba de aplaudir por su cuenta era inmediatamente considerado
traidor y arrojado a las prisiones siberianas. No es pues meramente azaroso el que este
sanguinario ególatra acuse precisamente de “culto a la personalidad” a quien se hizo
acreedor de un poco de gloria popular.
Preguntarse por sus intenciones conscientes es del todo inútil, ya que la denegación
crea un tipo de alianza en la que participan tanto el tirano como su camarilla y sus
aduladores y toda esa masa popular que lo toma como su salvador. Y así se repite una
vez más ese estrecho y potente vínculo entre la Promesa y el Infierno, entre la
Protección y la Humillación. Y eso se produce habitualmente desde los comienzos de la
vida humana, de la vida de cualquier humano recién llegado al mundo, indefenso,
enteramente a merced de los progenitores que suelen apoderarse de su cuerpo y de su
alma hasta convertirlo en deudor permanente, hostil o no, pero siempre condenado y
desde luego atado a las cadenas de la culpa superyoica que no deja más salida que la
ofensa, la malevolencia y la desvergonzada inocencia. Y todo eso no puede llevarse a
cabo sin la denegación, sin el no querer enterarse ni ver lo malévolo que cada uno es, la
hipocresía de su sumisión, el rencor de su beatífico rezo colectivo, la mezcla de
resentimiento y dependencia que le encadena a los demás. Ese encierro es una ceguera,
pero es a la vez un entusiasta intercambio de rencores que desconoce la soledad del
deseo y la vergüenza de la pertenencia al mundo. Pero nunca como ahora esta
pertenencia está tan urgida, porque nunca como ahora las dificultades con la
identificación fueron tan constantes y tan agudas, porque con este sistema de
intercambio, de la reducción del sujeto al lugar vacío de la verdad contractual, la
separación y la pérdida no casan bien con ese sistema de intercambio y el resultado suele
ser el odio a la pérdida, la exaltación de la ganancia, de manera que aun el sufrimiento se
convierte en una inversión cuyos réditos se quieren cobrar en cheque de inocencia, de
amor o de venganza. Y lo que eso supone es precisamente una fragilidad identificatoria
que sustituye el quién eres por a qué perteneces. Los ideales y el afán de pertenencia
suplen ese extravío identificatorio y las sectas se aprovechan de eso, se alimentan de ese
extravío, puesto que la secta es la expresión más nítida de cómo la pertenencia militante
suple la fragilidad identificatoria del sujeto. El funcionamiento lo es todo, el contenido es
indiferente. Hay que mantener en funcionamiento la máquina. En las épocas duras del
comunismo se decía que el partido debía ser cruel para acabar con la crueldad del
mundo. Terminó siendo sólo cruel y único, la única referencia sin orden exterior y, por
tanto, moralmente impune. Era la figura de lo que se avecinaba: el funcionamiento de la
Organización como único objetivo.
La soledad, la “capacidad de estar solo”, que decía Winnicott, a la hora de la

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desobediencia que supone tener deseo propio, sigue siendo un criterio clínico para pulsar
el espacio subjetivo, mudo, de la distancia, de la separación y de la pérdida. Este espacio
no se da azarosamente, a pesar de que no lo circunscribe ningún protocolo. Pero no es
azaroso, suele requerir algún tipo de acogida. De perversa se puede calificar la conducta
de algunos padres que basándose a veces en el ideal del padre anulan toda separación
posible del hijo y no toleran que tenga un espacio propio que no controlen, como
perverso es el “psi” que retiene durante años y años a sus pacientes y se angustia ante
cualquier iniciativa de separación. El perverso se angustia, no se cuestiona pero sí se
angustia, y trata la angustia provocándola en los demás, destruyendo a los demás,
quitándoles la vida incluso. Del perverso se dice que angustia porque en efecto invade, a
la vez que el invadido mira, asustado, cómo esa intromisión carece de límite y es por ello
aniquiladora. Pero suele suceder que el sujeto se queda fijado, inmovilizado en esa
dependencia perversa. La fragilidad de las identificaciones provoca una angustia que lleva
a los sujetos a buscar a toda costa y a cualquier precio una pertenencia. A cualquier
precio quiere decir a costa de no enterarse de dónde se meten y de aliviarse con la
bandería de turno, de manera que la pertenencia grupal es una suplencia identificatoria,
una afiliación. Pero en otros casos, la fragilidad identificatoria circula por el camino de la
actuación, de crear la propia escena sadomasoquista en las relaciones con los demás,
unas veces de manera camuflada y seductora, y otras de manera salvaje y
manifiestamente violenta y sádica. Son los casos en los que más se suele hablar de
perversión, sea la perversión narcisista del acaparador y manipulador de la indefensión de
los otros, o el llamado en otras épocas “caracterial”, término con el que se solía aludir a
la manera como algunos adolescentes se crean una identidad con la agresión y el rechazo,
o sea, en los casos más extremos, la perversión psicopática en la que se actúa contra el
cuerpo ajeno como modo de invertir con la destrucción la muerte de la propia alma, la
terca y terrible presencia de la muerte ante el otro, el no existir en el otro, ni tener
esperanza alguna de ello si no es matándolo, y así una y otra vez.
En muchos casos de las llamadas “personalidades narcisistas”, basta su fascinante
control de la angustia ante una situación perturbadora para conseguir un liderazgo banal,
que ejercen con despotismo, falsa protección y real desafecto. De ahí que sean tan
habituales de los escenarios del poder.

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67
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68
SEGUNDA PARTE

Fragmentos de la vergüenza

69
[…] obedecí a mi instinto y fui en la dirección contraria. En el punto culminante de la
desesperación y del asco, fui instintivamente en la dirección acertada y, como ya he dicho,
corrí, me escapé por fin de la dirección equivocada, y me escapé corriendo a la acertada…, es
decir, a la dirección contraria.
Thomas Bernhard

Tres días a la semana acude al psicoanalista: el lunes a las ocho de la mañana, el


miércoles a las cuatro de la tarde y el jueves también por la mañana. Haga frío o calor,
llueva o el sol se enseñoree sobre esta caótica ciudad de la que ya no puede prescindir,
no falta a su cita. Nunca le había gustado madrugar; sin embargo, ahora jamás falla, sólo
cuando ha de viajar a Barcelona para trabajar en estudios de mercado y así poder pagar
el psicoanálisis, a lo que dedica más del cincuenta por ciento de lo que gana. Pero no le
importa lo más mínimo. Cree poder curarse de una culpa y de un temor que le
acompañan desde niño. Ante los demás, siempre está en falta, una pregunta le asalta:
¿qué no hice?; algo debía hacer que no hizo y que provocó el enfado, el dolor o el daño
de los otros. Esa manera de darse protagonismo es a la vez un infierno. ¿Qué no hizo?
Ahora quiere incorporarse al mundo.
Su deseo de analizarse era antiguo. Primero lo aplazó por la penuria económica y
porque los pocos psicoanalistas que conocía le parecían aburridos hombres de derechas
que no sabían usar las palabras, al contrario de lo que pasaba con estos argentinos que
estaban llegando a España, alegres, decididos, locuaces hasta la fascinación. Los libros
que él había leído en la clandestinidad franquista eran lecturas comunes y habituales para
ellos. Eso les hacía cercanos a la vez que más extraños; extraña era esa facilidad de
palabra y extraña era esa urgencia de entusiasmo. En otros tiempos un profesor en
Salamanca le había hablado del psicoanálisis como un saber acerca del sufrimiento de los
hombres. Un psiquiatra franquista había escrito un libro contra la desviación
psicoanalítica y sus malévolas vinculaciones con el judaísmo. Todo eso contribuía a su
idealización. En la biblioteca de la Universidad de Salamanca había encontrado las obras
de Freud. Aunque no las entendía muy bien, en ellas cifraba el saber verdadero, aquel
que poseía el secreto de cómo vivir en un mundo tan irrespirable, tan macabro y clerical
como era la sociedad franquista.
Un día del frío diciembre un profesor de Filosofía del Derecho dio una conferencia
en la que criticaba el concepto de causalidad y habló al respecto de Wittgenstein. Aquello
fue para él un descubrimiento. Más tarde, la crítica de Wittgenstein a la confusión
freudiana entre causa y motivo le permitiría salir del callejón sin salida del placebo
científico con el que la especulación psicoanalítica pretendía cubrirse. Pero solía ocurrir
que mientras más quería y deseaba algo más lo rehuía. Por el momento, el psicoanálisis
era como una hermosa doncella escondida en un palacio de nácar y jacintos, a la que
sólo unos pocos privilegiados habían podido contemplar. De todo esto hacía ya muchos
años, y mientras tanto, la larga actividad política y el ganarse la vida a salto de mata
habían ocupado su tiempo.
Ahora finalmente tenía un psicoanalista. Su amigo Federico, a quien había conocido
en París, le había animado. Federico era un joven médico que se había forjado en las

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asambleas del movimiento antipsiquiátrico. Amaba como él los movimientos que no
exigían servidumbre institucional, los encuentros fraternales frente al rigor jerárquico de
los partidos y las instituciones. Federico siempre se regía por ese objetivo. Él, sin
embargo, aunque sólo se sentía cómodo en esos encuentros fraternales, tomaba como
obligación la pertenencia partidaria e institucional que, por otro lado, detestaba. Quizá
tenía la imperiosa necesidad de una pertenencia que le librara finalmente de su
desarraigo, de su extravío. Quizá, como si hubiera un destino que se pudiera compartir,
un destino común en el que el mundo no escapara tan veloz y confuso como en sus
vacilaciones. Podía encarnar el ejemplo de una cierta debilidad identificatoria en busca de
filiación, y el psicoanálisis se le aparecía como un ideal de filiación, no ya de mera
afiliación. Ahora tenía un psicoanalista y era como si empezara a ejercer esa filiación.
Poco tiempo atrás habían muerto sus padres. Su padre murió silenciosamente,
estaba enfermo, pero no parecía especialmente grave, estaba triste y callado y cuando
murió pensó que no le había prestado suficiente atención, que sólo se había dedicado a
dar vueltas por diversos países y por el activismo para eludir encuentros turbadores. La
pasión política era la pasión de los nuevos hermanos y un lugar de pertenencia ante tanta
confusión. Sólo tenía un vínculo con el padre: la culpa; ni quería mirarle a los ojos ni
adentrarse en su constante silencio que no tenía para él otra razón de ser que el fracaso.
La muerte de la madre tuvo una presencia real más inquietante, pues estaba con ella en
un hospital comarcal desde donde contemplaba los ocres y amarillos del verano y
padecía el olor nauseabundo del río Guadalevín. La agonía de ese cuerpo avejentado
quedó como una huella imborrable. La noche en que ella murió, un cura acudió
demasiado tarde a un ritual de todos modos inútil, pero para él mismo que nunca
consiguió ser creyente, siendo, sin embargo, lo que más ansiaba y que tanto le
extraviaba, yendo de mano en mano, de militancia en militancia, de creencia en creencia,
para él mismo ese ritual lúgubre ante la mirada callada, aburrida y derrotada de los otros
enfermos, era algo que cobraba un extraño sentido. Aquel cura que hacía esos rezos
rápidos y que mostraba una manifiesta prisa por irse, podría constituir un consuelo, una
compañía en esa soledad de la muerte de la madre. Aquel rostro inmóvil y pálido ya no
reviviría. No quería seguir allí y empezó a moverse por los pasillos, los teléfonos y los
rituales de la muerte. En la soledad de esa calurosa noche de julio, se acentuó el anhelo
de reparación, de hacer algo por los demás, ante el silencio y el miedo que sentía.
Ahora estaba en análisis. Por fin había llegado y era dócil, extraordinariamente
dócil. ¿De qué habla? Poco importa, a veces se habla simplemente para mantener el
ritual analítico. Sólo quiere pertenecer al psicoanálisis, no quiere importunar al
psicoanalista, quiere cumplir con su papel de paciente, encontrar finalmente un sitio
donde respirar y escapar de su encierro en el exilio de su soledad íntima. Están los
sueños. Sueña con los curas. Su analista aparece en esos sueños con sotana y gestos
melifluos. Estos sueños le desesperan, otra vez los curas con sus caras dulzonas e
hipócritas. Tiene la peor experiencia de los curas: ignorantes, arbitrarios, impositivos,
hipócritas. La religión estaba por todas partes, era una pesadilla, ocupaba cualquier
espacio, incluso el más íntimo por medio de la culpa y del terror. El cura, el guardia civil,

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el falangista eran figuras detestables del poder más ruin y arbitrario. De todos ellos, quizá
el cura era el peor, porque no sólo estaba el sometimiento exterior, la misa, el rosario, las
novenas, los repugnantes cantos religiosos de las beatas entre el olor nauseabundo de las
azucenas, sino también la invasión del alma, que invalidaba hasta el más inocente refugio
en las fantasías que así se acrecentaban a la vez que lo hacía un despiadado sentimiento
de culpa. Tenía que someterse a los curas, por eso nunca pudo ser creyente, le habían
quitado la posibilidad de la experiencia religiosa que él creía ver en algunos compañeros
del internado. Nada más llegar, a los diez años, ahí está, de rodillas en un banco,
rezando, mira de reojo a los otros niños; están serios con las manos unidas y los ojos
cerrados. Piensa que ellos saben rezar mientras que él no tiene la menor idea de qué sea
eso de hablar con Dios y, sin embargo, está seguro de que estos otros niños saben
perfectamente qué es rezar. No había salida. Así era y había sido su infancia, un
arraigado sentimiento de culpa y extrañeza, de exilio, de que nunca podría formar parte
del mundo por mucho que lo intentara. Era un superviviente que se ocultaba todo el
tiempo de su intrusismo. No era de ellos ni de ninguna parte. Se angustiaba y se decía:
soy un farsante, un intruso, nunca podré compartir la común experiencia de mis
compañeros. Esa común experiencia era la religión. No es un creyente, no podía serlo,
nada de la llamada experiencia religiosa le conmueve. Eso le hace sufrir aún más y su
extravío es mayor. Se consuela coleccionando con devoción desvaídas estampas de
artistas del Renacimiento italiano. Adora a Filippo Lippi, a Botticelli y, en particular, la
Anunciación de Fra Angelico. Tiene una secreta pasión por la Madonna del Prato de
Rafael, que muchos años más tarde encontraría en el Kunsthistorisches Museum de
Viena, bajo el nombre de Madonna im Grünen. El hecho de que de pronto descubriera la
presencia de dos niños (Jesús y san Juan Bautista) que no figuraban en la estampa que él
recordaba, estaba de sobra compensado por el colorido y la belleza del original. El rostro
de esta Madonna dulce y acogedora, a la vez que carnal, le produce un atractivo tan
grande que es como si se consagrara a esa idolatrada imagen, como cuando entonces
transcurría el tiempo sin apercibirse de su paso. Así, en efecto, pasaba el tiempo,
contemplando estas imágenes, esos rostros nacarados y sensuales, esos colores íntimos y
acogedores, la bondad de una belleza tan honda que constituía un refugio constante ante
su torpeza religiosa. Luego, la visita a los museos seguiría cumpliendo la misma función,
la pintura era siempre un consuelo para la angustia y la desazón: Zurbarán, Goya,
Rembrandt, Caravaggio y siempre los amados Fra Angelico, Filippo Lippi, Botticelli, y
Piero della Francesca, Giovanni Bellini, Antonello da Messina (ese ángel, apenas un niño,
lloroso y desconsolado, sosteniendo por detrás a un Cristo moribundo, le conmovía casi
hasta las lágrimas) y tantos otros a los que fue conociendo después. El cuadro está ahí
delante de sus ojos sin ninguna exigencia. No se siente un intruso, no tiene que justificar
qué hace ahí.
Ahora no se trata de esa secreta afición a los cuadros, ahora está en el lugar soñado,
en la pertenencia ideal: el psicoanálisis. En esta ocasión no se va a quedar sin saber qué
es eso de rezar. Su psicoanalista acaba de publicar un libro en Argentina que lee con
veneración. En la contracubierta del libro lee:

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El libro que el lector tiene en sus manos propugna a la mejor usanza derridiana, la acabada
de-construcción del controvertible edificio lógico en el que se anida la práctica psicoanalítica
quizá más habitual. De-construcción de la operación apofántica originaria –“S es P”, “esto es
por esto”– que desnaturaliza al psicoanálisis en aras de un Saber motivacionalista que
desembraga al Je chantajeándolo tras los mascarones de proa del Moi. De-construcción de un
Saber que engalana con pompas de jabón a la Verdad, forcluyendo el estado de-yecto del
sujeto…

Y así continúa, pero, a pesar de su desasosiego, eso no le sonroja, lo toma como un


discurso libre no sometido a la servidumbre de la lógica y, por ello, piensa, más abierto a
la verdad. Empieza a ver a su alrededor un envidiable entusiasmo porque la verdad del
psicoanálisis ha reaparecido en París en forma de escritura como estilo lacaniano,
expresión misma del inconsciente, una escritura ininteligible porque es la que dice lo que
no se puede decir. El libro de su psicoanalista se titula La realización imposible y
comienza de esta manera:
Sócrates o Freud.
Dos cosas pueden hacerse con el saber. O darlo por sentado o acostarse con él.
Dado por sentado se transforma en calmo, amable, amistoso y coloquial; y sin embargo o
tal vez por ello es un saber “coartado en su fin”.
Acostarse con él, meterse en su lecho, o meterlo en el lecho, lo transforma en un misterio.
Se torna coartado en su posibilidad…

No se entiende nada. Sócrates o Freud, ¿qué significa?, ¿uno en vez de otro o que
ambos son intercambiables? El texto no lo aclara, en realidad no pretende aclarar nada.
Alude a una confusa confrontación. Dice: “¿De nuevo Sócrates –para quien la ignorancia
era fruto del ‘sentar cabeza’– o finalmente Freud?”. Si es Freud, precisa, “es porque nos
descubre que las manos quedan vacías por querer tocar el misterio del sexo en su
diferencia indecible”. Entonces de lo que se trata es de acostarse con el saber para
orientarse por la “imposible verdad”. Indecible e imposible son términos que se repiten
todo el tiempo sin ton ni son, como si fueran un talismán. La verdad se caracteriza por
ser imposible, “la verdad se resiste a ser sabida”, pero esa “verdad imposible” es de lo
que trata “la cura”, de esa “verdad que no quiere saber de mí” y respecto a la que hay
que renunciar a saber, pues “el que quiere saber, el que quiere motivaciones, causas,
razones, es siempre el engañoso”. Y así todo el tiempo. Aprende que añadir siempre el
calificativo de “indecible” o de “imposible”, permite entrar a formar parte de los que
están en el secreto, un secreto en el que el saber ya no será engañoso porque no tiene
que dar razón de su verdad.
El diván sería el modo de “acostarse con el saber”, pero ignora si sabrá hacerle el
amor. ¿Cómo se puede saber aquello que es imposible de saber?, pregunta una vez a
alguien que viene de París. Nota que este señor interpelado le mira de mala manera y no
sólo él sino también el resto de los colegas del grupo. Se da cuenta de que ha metido la
pata, de que no es de los iniciados, de nuevo se ve devuelto a su lugar más genuino: el de
la no pertenencia. Se le escapa el secreto. Si todos asienten y si el maestro sentencia así,
sin titubeos, debe ser que no se entera de lo importante y se distrae con los detalles. En

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este caso le parece que no se trata de rezar sino de un saber mucho más sublime y real
justamente por imposible. Creía empezar a entender a Freud y ahora de nuevo se le dice
que se equivoca, porque entender de algo es no entender lo real. Ha de ejercitarse, pues,
en el consentimiento, confiar en un saber que es una promesa sólo para iniciados. Volver
al rezo, al atemorizado murmullo del rezo y del chisme. Freud también lo había dicho: la
prueba de la verdad de la interpretación es el asentimiento del paciente. Esta insistencia
en el asentimiento tiene algo pernicioso, pues el desacuerdo había sido su modo de vida.
Por ejemplo, piensa que el “imperativo categórico” de Kant no es otra cosa, a pesar de la
contundencia de los términos, que el desacuerdo del hombre consigo mismo: quiere ser
mejor y no lo consigue, y se ve con el daño, la esclavitud y la miseria a cuestas. Esta
reiterada insistencia en el asentimiento tiene el aspecto del entusiasmo, pero a la vez de la
derrota. En el fondo es una humillación.
Fra Roberto se preguntaba por las diversas respuestas, sentimientos o actitudes de
la Virgen en el momento del misterio de la Anunciación. Son cinco: conturbatio,
cogitatio, interrogatio, humiliatio, meritatio. Creía entender todas, menos la última:
meritatio. De hecho siempre pensó que eran cuatro, tuvo que consultar un libro para
recordar que le faltaba la quinta: meritatio. No en vano la había olvidado. Ante cualquier
acontecimiento, sobre todo si tenía que ver con lo que anhelaba o temía, se podía
perturbar o interrogar o reflexionar y, sobre todo, humillar, pero la meritatio le era del
todo ajena. Desde pequeño no conseguía reunir lo que hacía con lo que anhelaba. Ahora
con el psicoanálisis pensaba que era su oportunidad, pero no conseguía pertenecer al
cuerpo místico de los psicoanalistas, a ese saber cuyo misterio es el secreto (“el secreto
del sexo en su diferencia indecible” o el secreto de lo “real imposible”). Si en la
representación del misterio de la Anunciación, Fra Filippo Lippi y, sobre todo, Botticelli,
muestran la conturbatio de la Virgen, la Anunciación de Fra Angelico, cuya estampa
guardaba de niño como un tesoro, era, sin duda, la genuina representación de la
humiliatio. La belleza de la Virgen sumisa era a la vez la serenidad de quien consiente y
sabe del gozo de ese consentimiento. Sin embargo, en Lippi o en Botticelli la Virgen está
huidiza, como si temiera la invasión del ángel que ocupa el centro de la imagen, mientras
que la Virgen está a la derecha y en movimiento de huida o de desconcierto. En él la
conturbatio va unida a la humiliatio, pero carece de la fuerza de la Virgen de Botticelli
que parece pararle los pies al ángel y, sobre todo, de la serenidad y de la sabiduría de la
Virgen adorable de Fra Angelico.
Su análisis se vio interrumpido porque, a pesar de su empeño en ser un buen
paciente, a la segunda vez que su analista le dice que su tristeza de los lunes se debe a
que él (el analista) está los fines de semana con su mujer (la del analista), el sentido del
ridículo que le embarga es tan grande que ya no puede proseguir. Se queda de nuevo a la
intemperie. Por eso, cuando se encuentra con los lacanianos que vienen de París, está
predispuesto y necesitado de la mayor seguridad, por lo que no tiene el más mínimo
reparo en confirmar que en efecto su analista era un confuso, un indeciso, un ecléctico,
alguien de la IPA (Asociación Psicoanalítica Internacional) que simulaba una cierta jerga
lacaniana, pero que carecía de la formación y de la decisión lacanianas.

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El psicoanálisis es decisión y Lacan había formalizado lo que en Freud era leyenda
o mito. Mañana el psicoanálisis será lacaniano… o no será era el libro bandera del
momento. La vacilación estaba considerada como el rasgo más genuino de la neurosis
que, unido a la banalización edípica, había llevado al psicoanálisis a la ridiculez mortecina
y catequética de la IPA, y el saber del inconsciente habría de ese modo desaparecido de
la faz de la tierra. Las consignas eran contradictorias, pues tanto se habla desde la mayor
certeza discursiva, como se dice y se repite que la verdad es indecible y que Freud era un
recalcitrante neurótico amante de la verdad. La verdad en todo caso es una furcia que
sólo se somete ante quien la fustiga, lo que es el paradigma de la verdad lacaniana. Habrá
que romper la cáscara de lo imaginario, la trama de las identificaciones, para roer el
hueso de la cadena significante y de lo real. Algo había allí siempre pendiente, no para los
estudiosos (pobres amantes de la letra muerta) ni para los que preguntan (pobres
neuróticos indecisos y molestos), sino para los decididos. Si la verdad es imposible de
decir, sólo quienes no se arredran ante lo imposible no sucumbirán a los alardes
neuróticos de la representación de la verdad. La certeza no viene de la verdad, sino del
acto. De ahí que el hecho incuestionable de desconfiar de la verdad no conlleve un
mayor respeto por la diversidad o los diversos modos de acercamiento o de inteligibilidad
de los fenómenos clínicos. Por el contrario, la diversidad es el signo de la neurosis y sólo
quien actúa está en lo cierto.
¿Todo esto le fascina o le horroriza? Oye hablar de la clínica y se asombra de la
contundencia con que cuentan cómo resuelven casos sin que nunca expliquen por qué, y
repiten cosas como que el psicoanalista en su acto no sabe y cosas por el estilo. El acto
es como una palabra sagrada. El acto analítico es el que hace a un psicoanalista, no el
que ejerce un psicoanalista sino el-que-hace-a-un-analista, así hablan, con contundencia y
sin circunloquios ni vacilaciones. Las reglas sintácticas no importan. De hecho Lacan es
ilegible, pero su estilo, se dice, no se entretiene con las monsergas yoicas, sino que nace
y viene directamente del inconsciente; es un estilo seco, despectivo, exige adhesión, no la
pide, no vacila, exige. Con la mayor contundencia Lacan se refiere a sí mismo como
“Lacan”. Su objetivo es no ser entendido y a la vez deber ser entendido. Cuando creas
que sabes lo que dice, te has equivocado, no hay más que Uno, pero no es Uno, es el
Otro. En el Seminario XX, Encore, hablando del goce femenino al que relaciona con el
goce místico, une jouissance qui soit au-delà, escribe:

Ces jaculations mystiques, ce n’est ni du bavardage, ni du verbiage, c’est en somme ce


qu’on peut lire de mieux –tout à fait en bas de page, note– Y ajouter les Écrits de Jacques
Lacan, parce que c’est du même ordre. Moyennant quoi, naturellement, vous allez rester tous
convaincus que je crois en Dieu. Je crois à la jouissance de la femme en tant qu’elle est en plus,
à condition que cet en plus, vous y metiez un écran avant que je l’ai bien expliqué […]. Cet
jouissance qu’on éprouvé et don’t on ne sait rien, n’est-ce pas ce qui nous met sur la voie de
l’exsistence? Et pourquoi ne pas interpréter une face de l’Autre, la face Dieu, comme supportée
par la jouissance féminine? (Estas jaculaciones [sic] místicas no son ni palabrería ni verborrea;
son, a fin de cuentas, lo mejor que hay para leer –nota a pie de página: añadir los escritos de
Jacques Lacan, porque son del mismo registro. Con lo cual, naturalmente, quedarán todos
convencidos de que creo en Dios. Creo en el goce de la mujer, en cuanto está de más, a

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condición de que ante ese de más coloquen una mampara hasta que lo haya explicado bien […].
Ese goce que se siente y del que nada se sabe ¿no es acaso lo que nos encamina hacia la
exsistencia? ¿Y por qué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de
soporte al goce femenino?) (Encore, p. 71; trad. esp., pp. 92-93).

Lacan se alinea con quienes se niegan a saber lo que dicen, pero que por eso mismo
consiguen decir lo más verdadero y misterioso, en su caso lo real del goce, que es la
misma face Dieu. Es un lenguaje que exige adhesión, toda duda es vacilación o, como
empieza a oír, cobardía. “Canalla” es otra palabra lacaniana que le recuerda a Joseph de
Maistre cuando inventó el término “canallocracia” para nombrar la soberanía del pueblo
de la Revolución francesa. Para Lacan la “canallocracia” son sus propios discípulos;
desprecia a quienes se someten y odia a quienes no lo hacen. Intuye que debería salir
corriendo en la dirección contraria, antes de que sea demasiado tarde, pero no está en
condiciones de despreciar la promesa de una pertenencia pétrea y mística que ningún
orden social mundano puede quebrar.
A esa tarea se dedica con ahínco. Cada mes o cada tres semanas viaja a París para
analizarse de nuevo, esta vez con una mujer revestida de ese saber secreto e indecible
que ellos parecen poseer con tanta naturalidad. No hay otra razón de vivir que el
psicoanálisis, ir y venir, reunirse, estudiar y, sobre todo, buscar los apuntes de los que
han penetrado en el secreto y han visitado el nuevo mundo, y traen noticias de ello.
Jacques Alain Miller dice en palabras sencillas lo que el Uno e Insustituible encarnaba en
su Decir. Todo el mundo adora a Miller por ello, por haber traído al mundo un Lacan
inteligible.
Es un ajetreo constante y costoso. La Causa, como se nombra a ese ajetreo, lo
merece todo, la entrega total e incondicional. Es un lazo social inédito, oye repetir eso,
oye repetir que no es el lazo social de la “psicología de las masas”, sino un lazo social
inédito, ajeno al mundo, basado en un no-todo. Así se nombra, como en los medios
clericales o místicos, a la exigencia total, que es como el pestillo con el que se ajusta una
pertenencia que no admite diversidad, que busca el entusiasmo de la “destitución
subjetiva” que el mismo nombre de Lacan encierra. Cualquier otra lectura es una
frivolidad, una distracción o, peor aún, una declaración de derrota.
Visita los diversos locales de la Escuela, las consultas de algunos colegas. Por todas
partes están, omnipresentes, los retratos de Freud y de Lacan. En la fotografía
enmarcada de Lacan más habitual, se le ve sonriente y juvenil, con pajarita. En la de
Freud se ve a un Freud de pie, ya mayor, con la mano apoyada en el costado, mientras
mira al vacío con cara cansada. Hay otra en la que Freud se muestra en primer plano,
vestido de oscuro con un puro entre los dedos y una mirada solemne. Las dos
fotografías, de Freud y de Lacan, parecen obligadas en todo local psicoanalítico de
obediencia lacaniana que visita. El recuerdo de su infancia y de su juventud, en el que las
fotos de Franco y de José Antonio estaban por todas partes, era inevitable. Odiaba
aquellas fotos de José Antonio, con la camisa azul y el correaje negro, y de Franco con el
mentón levantado y el uniforme abotonado hasta el cuello, tanto como ahora le

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desagrada esta presencia reiterada de las fotos de Freud y de Lacan. Le parece
abominable e impositiva propaganda. Pero toma toda esa omnipresencia como algo que
se debía únicamente a la devoción militante y que nada tendría que ver con la
Organización.
Sin embargo, lee el afamado Discurso a la Escuela Freudiana de París de Lacan.
La descalificación de la IPA era constante, no conllevaba debate alguno, sólo
descalificación, nadie perdía el tiempo en leerlos. Pero esa descalificación tomaba un
carácter sombrío y temible cuando se dirigía hacia dentro, como en ese tan loado
Discurso. Es un áspero insulto, lleno de rabia contra quienes habían cuestionado su
tiranía. Un animal herido que clama por la sangre del traidor usando el arma de su
contundencia: la traición, no ya a mi persona, dice, sino a la causa analítica; cobardes y
taimados que temen lo que “yo, Lacan” encarna de lo real de la Escuela que es la misma
causa psicoanalítica. “Esto, para ser justo, muestra que nuestra Escuela no va por un
camino tan malo al consentir lo que algunos quieren reducir a la gratuidad de aforismos
cuando se trata de los míos. Si no fueran efectivos, ¿cómo hubiera podido
desenmascarar con una alineación alfabética ese replegarse, regla para responder a toda
llamada a la opinión en un convento analítico, o incluso hacer remedo del debate
científico que no se anima ni ante su comprobación?” (pp. 10-11). Descaro no le falta.
Ahora es Lacan quien se siente maltratado y víctima de la intriga de aquellos a quienes
tanto les había dado y que sin él, Lacan, no serían nada. Esa demanda requiere la única
respuesta digna de la “destitución subjetiva”: la incondicionalidad.
Pero cada uno quiere, sin embargo, ser el único, aunque sólo fuera por mimetismo,
o ¿cómo se podría ser un verdadero lacaniano si no se es el único lacaniano? Es la
paradoja que oye en los pasillos: la permanente e implacable descalificación del colega de
turno con el que se comparte mesa, diván, trabajo y pertenencia. Sólo hay un analista o a
lo más dos: yo y mi propio analista que participa del cuerpo místico de Lacan. Este
infierno moral no merma su entusiasmo, pues este “convento analítico” suple por entero
al mundo.
Ya decía Gehlen que una idea no es nada sin una institución que la erija. En
realidad la idea es la Organización misma, no existe por fuera de ella. El psicoanálisis es
la Escuela y fuera de ella es una vulgar y mediocre psicología. Aún cree que el
psicoanálisis es un discurso subversivo, aunque en su época universitaria ya discutiera
tantas veces acerca de si no se trataría de un nuevo intento de psicologización del
conflicto social, si no sería más que un nuevo y eficaz modo del personalismo inherente
al sistema capitalista que propone el éxito como signo de salud y el crecimiento de
riqueza como única ley moral.
Ha sido cooptado por la Organización y al poco tiempo alguien que viene de París
le comunica en tono confidencial que un tal Gérard Pommier, a quien no conoce, ha
tenido un brote psicótico agresivo, por lo que hubo que desalojarlo de los locales de la
Escuela en París con violencia. Esta mujer que le da la noticia parece compungida. Años
más tarde sabrá que Gérard Pommier fue, junto a Jacques-Alain Miller y otros ex
maoístas, quien llevó a cabo la purga y el arrinconamiento de la vieja y escuálida primera

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generación de lacanianos, la que surgiera de otro desalojo: el de Lacan de la IPA. En el
reparto de la victoria, el enfrentamiento entre Pommier y Miller se saldó con la expulsión
del primero bajo la susodicha acusación de psicosis. Esta acusación no admite
interpelación, mezcla la descalificación con un aire compungido, clerical, de compasión.
Y si cupiera interpelación, no habría en verdad otra que el salir corriendo en la dirección
contraria al apercibirse a tiempo de la calaña de dicha acusación. Es lo último que ahora
querría: salir corriendo en la dirección contraria, aunque sería sin duda la dirección
correcta. Sabe que se trata sólo de la calumnia, pero consiente, como si ése fuera el
bautismo de sangre. Quien consiente al crimen prueba así su fidelidad.
No puede evitar, sin embargo, el asalto de otros recuerdos. Fue también una mujer
del Partido Comunista (PCE) la que un día en la universidad vino a comunicarle que un
tal Jaime Pozas era confidente de la policía. Jaime Pozas era un tipo simpático,
desgarbado, siempre inoportuno que cargaba sobre el pie derecho al andar. ¡Jaime Pozas
confidente de la policía! Desde luego no parecía un disciplinado militante comunista.
Posteriormente Jaime Pozas pensó que la CNT sería un lugar más adecuado para su
desarraigo. Una vez más se equivocó. Si el PCE le parecía un cuartel, la CNT era un
corral tapiado y hediondo donde se cultivaba la calumnia y la insidia para el propio
consumo. Aun cuando su desarraigo desembocó en una abierta marginación, tampoco
obtuvo compasión. Para los intérpretes, burócratas de la calumnia, siguió siendo un
traidor y un confidente de la policía. Desistir de ello, rectificar, arruinaría el sentido de su
estupidez grupal. La calumnia no admite interpelación. ¿Podría tratarse en esta ocasión
de lo mismo? De ningún modo quiere ligar ambas acusaciones, no quiere ni pensar que lo
de Gérard Pommier es simplemente una acusación y, por tanto, una calumnia, porque
eso le obligaría a salir corriendo en la dirección contraria y estar de nuevo a la intemperie.
El que en el PCE o en la CNT se usara la acusación de confidente de la policía para
deshacerse de un militante díscolo fuera similar a lo que ahora en la Organización
psicoanalítica se utiliza como acusación de psicosis con el mismo objetivo, no quiere ni
pensarlo. Cuando esto termine sucediéndole a él mismo, no podrá ni rechistar.
Ahora no quiere ni pensarlo, ahora que parece haber encontrado un lugar en el
mundo con sus ritos y sus cánticos ditirámbicos, un lugar que es una estricta comunidad
de creyentes, aunque él, por el momento, piensa que es un refugio moral resguardado de
la crueldad y vileza del mundo. Pero un refugio moral que requiere tanta adhesión, tanta
complicidad y tanta calumnia no es precisamente un refugio moral. ¿Por qué no sale
corriendo en la dirección contraria, sino que se queda ahí, dispuesto a pagar su cuota de
escarnio? Esa adhesión le da un lugar, pero le obliga al disimulo permanente, a la
complicidad permanente. El experimento de Milgram había demostrado estas dos cosas:
que la impunidad del daño debe verse sometida a una buena causa final (la investigación
pedagógica en su experimento) que tiene su soporte en la causa colectiva, y que el
individuo se va comprometiendo en esa vorágine colectiva por la acción secuencial, es
decir, cada acto de adhesión y de complicidad hace inevitable el siguiente, puesto que
cada vez será más cómplice y estará más necesitado de complicidad. Cada acto es
esclavo de los anteriores, y así ya no puede abandonar sin que considere su elección o su

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aceptación como un fracaso, incluso como una ignominia. La calumnia, la
descalificación, el desprecio, la intriga, todo eso es la vida cotidiana. Llega un momento
en el que abandonar es cuestionar la misma “causa analítica”, y sigue porque eso no lo
puede cuestionar, porque todo sería entonces un fracaso, y así sigue en la acción
secuencial, como la califica ese extraordinario y elocuente experimento de Milgram que
debería ser estudio obligado en todos los llamados centros de enseñanza y, por supuesto,
debería figurar en los programas de formación de los diversos “psi”. Pero Milgram es un
vulgar psicólogo que no entiende nada de la verdad del inconsciente y de la “lógica de lo
real”. Nadie conoce ni presta la menor atención al experimento de Milgram, él mismo no
lo conoce aún. Tendrá que esperar unos años para encontrarse con él. Si en ese
momento leyera a Milgram sería una traición al psicoanálisis. No hay vuelta atrás y sólo
hay una manera de ocultar la propia suciedad: estar todo el tiempo en el fango.
Es el décimo aniversario de la muerte de Lacan, un millar de psicoanalistas de
profesión lacaniana se reúnen en la Porte Maillot, en París. Vienen de Argentina, Brasil,
Colombia, España y naturalmente Francia. Algunos antiguos pacientes de Lacan dan
testimonio del psicoanalista. Una mujer, aún joven, sube al estrado y relata su encuentro
con Lacan. Quería conocer al famoso, saber si era un psicoanalista o un charlatán.
Después de una corta entrevista, esta mujer le pregunta por sus honorarios. Lacan, según
cuenta, contesta: “Déme todo lo que lleva”. Ella acepta, pero le dice que se quedará con
unas monedas para el transporte, a lo que Lacan responde: “He dicho todo”. Y entonces,
cuenta esta mujer, supo que era un hombre dispuesto a todo: “He aquí un psicoanalista”,
añade. No sabe si escandalizarse o admirarse; está sorprendido, escandalizado, también
asustado. Prevalece, no obstante, la fascinación porque se reprocha su constante
vacilación y encuentra en ese sorprendente acontecimiento lo que siempre confirma su
necesidad de creencia: el acto decidido y cogido por la empuñadura, sin vacilación
alguna. Por otro lado, nadie en la sala parece turbado, hay un ambiente de entusiasmo
colectivo.
Para que una experiencia religiosa se produzca hacen falta tres cosas: una
comunidad de creyentes, un fundador y un texto sagrado. Las tres cosas están aquí
presentes de manera decidida. Está la comunidad de creyentes compuesta en su mayoría
de ex guerrilleros sudamericanos, de peronistas y ex montoneros argentinos, de ex
comunistas, ex maoístas o ex curas españoles, italianos y franceses, todos con un ansia
infantil de creencia. Está, en segundo lugar, el fundador, Lacan, un nuevo amor, un
nuevo lazo entre los psicoanalistas por fuera del mundo, ajeno a la mediocridad
mundana. El 21 de junio de 1964 había escrito: “Yo fundo, tan solo como siempre he
estado en mi relación con la causa psicoanalítica, la Escuela Francesa de Psicoanálisis,
cuya dirección ejerceré personalmente durante los cuatro años venideros, pues nada en el
presente me impide responder por ella” (La Escuela: Textos institucionales de Jacques
Lacan, p. 8). Así comienza el Acta de Fundación de la EFP, un texto farragoso y
esotérico en el que por un lado defiende la pureza del psicoanálisis y, por otro, amplía la
adhesión a la Escuela a los no analistas para así engrosar y asegurar un espacio de fieles
adeptos. Lacan, el fundador, y el texto sagrado son lo mismo.

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“Tan solo como siempre he estado”, le recuerda a Jesús en el Huerto de los Olivos,
solo e incomprendido, pero fundador, el único fundador. Por eso cuando Lacan en 1980
disuelve la Escuela porque no le gusta el desacuerdo, vuelve a fundar: “Persevero y
llamo a asociarse de nuevo a quienes en este enero de 1980 quieran proseguir con
Lacan” (p. 19). Así se expresa este père sévère, el padre severo que persevera
(persévére). Los lacanianos están entusiasmados con este juego de palabras. El père
sévère no admite desviaciones ni componendas, quiere adhesión total e incondicional,
frente a la “debilidad ambiente”, como la llama, que han propiciado sus discípulos
críticos. De ellos dice: “Les dejo plantados, a fin de que muestren qué saben hacer,
además de estorbarme y convertir en agua de borrajas una enseñanza donde todo está
sopesado” (ib.), así escribe. Lacan es, no cabe duda, el fundador y el texto sagrado.
Todas las lecturas que había hecho de Aristóteles, Kant, la psiquiatría clásica, o del
mismo Freud, no iluminan el camino correcto, pues desvían del psicoanálisis puro. En el
fondo sabe que no podrá soportarlo, que no lo conseguirá. Pero el psicoanálisis es un
modo de tratar el sufrimiento psíquico, un modo de crear intimidad y consideración. Así
lo cree aún cuando se reúnen en un congreso para afirmar que el psicoanálisis no es una
terapia sino una ética, que el fin psicoterapéutico es mediocre y ajeno al psicoanálisis y
que sólo la posición ética pura, sin intereses mundanos, está a la altura del psicoanálisis.
Es como la atrición y la contrición. Sólo el amor a Dios, y no tanto el temor al infierno,
es digno del elegido. ¿Podrá soportar tamaña exigencia de adhesión? Su amigo Federico
se lo había dicho: no podrás soportarlo, eso no es para ti, hace falta mucha anulación y
mucha sumisión para estar ahí y tú careces de ambas cosas. Está dispuesto a pensar que
Federico es un psiquiatra vulgar que desconoce la existencia de esta vida superior por
encima del “discurso del Amo”. Sus críticas ya no le alcanzan.
Pero el malestar no ceja. Al día siguiente de este cónclave de Porte Maillot, hay
otro homenaje a Lacan frente a su antigua consulta de la rue de Lille. Allí acude. Sus
colegas entran a visitar el recinto: el diván de Lacan, el sillón de Lacan, etc. Él no puede
entrar, se queda paralizado, está quieto, rezagado, en la esquina de la rue de Lille con
Saints Pères. ¿Por qué no quiere entrar en ese recinto sagrado? No sabe decirlo, pero no
puede, algo se repite. Desde esa esquina ve el edificio del Louvre, quiere ir allí, salir
corriendo en dirección contraria, pero no se mueve, está inmovilizado. Piensa en la
majestuosidad y belleza de las esculturas de Nínive, recuerda ese monumento a la
venganza que es la piedra negra del Código de Hammurabi, pero en ese momento lo que
tiene más presente son los desnudos de Ingres. La gran odalisca o El Baño turco acuden
como un consuelo a esa extraña soledad en la esquina de la rue de Lille. Todo es tan
dulce y tan sensual. Estos cuadros no piden más que ser contemplados, no tienen
exigencias, no tienen ningún otro objetivo, sólo la contemplación de esa belleza carnal,
dulce y rítmica. Sabe que si ahora se va con Ingres habrá tirado por la borda toda esta
potente y atroz pertenencia para la que ha sido cooptado. Así pues, se queda en vez de
salir corriendo en la dirección contraria. El Louvre está justamente en la dirección
contraria, al otro lado del Sena. Pero se queda en esa esquina, avergonzado y confuso,
una vez más atrapado en una experiencia religiosa de la que no forma parte y, sin

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embargo, tan necesitado de filiación y de creencia como el que más.
Hace años que Juanjo Bajo murió en un accidente de coche al salir de Valencia.
Antes de viajar a Valencia le había dejado en su habitación una caja de libros que había
traído de Burgos unos días antes. Entre los libros había uno que leyó con interés: La
esencia del cristianismo de Romano Guardini. La esencia del cristianismo no era para
Guardini un descubrimiento intelectual ni una representación del mundo, ni siquiera la
“razón ética”, sino “la relación filial del hombre con Dios”, que no es, dice Guardini,
“según el esquema de la relación entre hijo y padre”, sino “el renacimiento del creyente
en el seno de Dios vivo abocado por el neuma de Cristo” (p. 17). Lacan traslada esa
visión al psicoanálisis y habla así de “más allá del Edipo” para referirse a un tipo de
filiación más allá del “esquema de la relación entre padre e hijo” y habla también del
renacimiento que produce el abandono de lo humano o mundano. Pero él está lejos de
ver en ese momento esa estrecha vinculación. Lacan mismo es la encarnación del saber
verdadero, del texto sagrado, respecto del cual jamás oirá la más pequeña reserva sino
que verá la más íntima dedicación al desciframiento del texto sagrado y la más exultante
adoración por aquél a través del cual el mundo y el destino reciben su sentido. Así pues,
lo que podía ser un atraco, representaba para la joven parisina del día anterior la
experiencia de la entrega redentora de Lacan al paciente –nunca así llamado, sino
analizante, como de quien participa en la eucaristía se dice comulgante–. A esa actitud se
refería Romano Guardini diciendo que “no se expresa en juicios como: es cierto o es
falso…” (p. 51). No admite más que “odio y persecución”, por un lado, o “afirmación
apasionada, fe y seguimiento” (ib.), por otro, como corresponde al hecho de que “una
persona histórica pretenda para sí una significación decisiva para la salvación”. En la
comunidad lacaniana (así nombrada por todos), nadie admite que Lacan sea indiferente
para alguien, puede ser odiado y perseguido o apasionadamente afirmado, pero no
indiferente. Quien se acerca con frivolidad a Lacan, pero sin esa “afirmación
apasionada”, es mucho más despreciable que quien demuestre su abierta aversión. Eso
repercute en la comunidad de manera decisiva: nadie se puede considerar nunca a la
altura de su condición de lacaniano, nadie puede nunca afirmar con suficiente pasión su
pertenencia como objeto destituido del mundo. Al “neuma” aquí se le llama objeto a.
Uno es el pan y Uno es el cuerpo y así como “ya no vivo yo sino que es Cristo quien
vive en mí” (Guardini, p. 78), así también Lacan podrá decir que él, aun estando solo
ante la causa analítica, invita al resto a participar en esa causa a través de la adhesión a
su persona.
¿Por qué se queda ahí, en esa esquina, entre avergonzado y ridículo en vez de salir
corriendo en la dirección contraria? Ve a sus colegas enfervorizados, los ve tan lejos que
se siente como un náufrago en pos de un cordel al que asirse, en vez de dejarse llevar
por la vida solitaria, en silencio. Quizá sea el miedo a la desesperación, pero así más se
desespera y el miedo aumenta. Todo está al revés y cada vez que se revuelve, más se
enreda. Una acción secuencial lleva a otra y se justifica con ella y ése es un camino sin
retorno. La gran odalisca parecería una triste estampa ante esta ruidosa “afirmación
apasionada” de la rue de Lille.

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Va a comenzar, entonces, un despiadado proceso de ceguera perceptiva ante la
tonalidad de la vida sensitiva, y de insensibilidad ante los dolores del mundo y ante el
sinsentido del sufrimiento de las personas. Vivir del sufrimiento ajeno puede hacernos
insensibles ante él y convertirnos en depredadores de sujetos indefensos, necesitados de
filiación y maltrato. La suerte está echada, París es la ciudad de Lacan, y no la de Pepe
Martínez o la de Maspero o la de los trotskistas franceses o la de los exiliados de medio
mundo; todo eso se pierde en la neblina de la memoria. Ahora esta ciudad es Lacan y el
psicoanálisis, y lo que primero era una tristeza nostálgica poco a poco se va
transformando en entusiasmo transferencial.
Ha escrito su profesión de fe lacaniana. Es un texto que titula España y la Escuela
Europea de Psicoanálisis: de Cervantes a Lacan. Siempre suele hacer algo parecido, no
puede cortar la tierra, como diría Wittgenstein, tras sus espaldas y se refugia en un autor
admirado o reconocido con el que se hace acompañar para ir protegido por el campo
lacaniano y con el que poder atreverse a incluirse, sin morir de vergüenza, en la ortodoxia
lacaniana. Así mezcla la conmovedora carta de Cervantes al conde Lemos (“Ayer me
dieron la extremaunción y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las
esperanzas menguan, y con todo esto llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”)
con las formulaciones del deseo decidido y concluye con afirmaciones tan peregrinas
como que Cervantes “desengañado, pero no desilusionado apuesta por la soledad
irrenunciable para el acto de consentir al deseo del Otro”, o “que la Escuela lacaniana
podría llamarse Escuela cervantina”, una Escuela sin ideales, pues los ideales están muy
mal vistos en esta Escuela ideal, para concluir preguntando: “¿Podría ser por ahí (el
deseo de saber) por donde Cervantes hiciera causa común con Lacan, para quien, contra
la rutina habitual que impide la conmoción de la relación con el inconsciente, el analista
es más un aventurero que un funcionario?”. El entusiasmo prosigue: “[…] una Escuela
lacaniana que tildo de ‘cervantina’ frente a los latinajos y el linaje, es decir, frente a los
latinajos y la burocracia. El peor destino de Lacan es verse convertido en un latinajo”.
He aquí una manera clara de no querer ver lo que está viendo, que Lacan es un latinajo y
que este texto en el que escribe sobre lo irreductible de las dos Españas y sobre un tema
que tanto le atrae como es el Barroco español, expresión, según él, de la escisión
fundamental de esta “nación” y del extravío consiguiente, sería un texto digno si no fuera
porque está todo él trufado de latinajos lacanianos y de ese estribillo de “lo real” con el
que se quisiera tapar la boca del posible contradictor o concluir con una afirmación que
no admite ser interpelada.
Otras veces la compañía será la de la psiquiatría clásica, por ejemplo Clérambault,
que figura como maestro de Lacan. El mimetismo con la jerga parece progresar
adecuadamente. Si al menos se diera cuenta de ello, podría decir, como el mono Rotpeter
en el relato de Kafka, “cuán fácil es imitar a los hombres cuando se trata de encontrar
una salida” (Un informe para una academia). Encontrar una salida no es encontrar la
libertad. Lo repite el mono Rotpeter: “Yo no quería libertad, quería únicamente una
salida”. Él podía decir lo mismo, quería una salida, un sitio desde el que pertenecer al
mundo, y éste parecía serlo. Por eso imita la jerga lacaniana con ahínco. “Cuando se

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trata de encontrar una salida se aprende sin piedad”, repetía Rotpeter. Liga a Clérambault
con Lacan, lo hace con orgullo, “acompañado –como Rotpeter– por gente importante,
consejeros, aplausos y música orquestal”. El automatismo mental, escribe, es la
descripción temprana del concepto lacaniano de forclusion, “falta del significante Nombre
del Padre”, por lo que “el significante desaparece en lo real, ese momento en la vida de
un psicótico en el que se ve forzado a recurrir a la función del Nombre del Padre para
regular el asalto del goce y le falla, y viene entonces el desbordamiento de un goce que
no halla su ciframiento fálico; ningún significante para ese goce; el Otro no es una
función, es real…”, etc. También habla del significante “des-prendido de lo simbólico” y
se atreve con los matemas lacanianos f(S’S) = S(+), f(S…S’) = S(–)s y, por supuesto,
S/S’ S’/x = falo, o el reiterado matema de la transferencia al que Lacan se refiere como
“una significación que ocupa el lugar del referente aún latente”, de manera que la
purificación de la significación o del mundo histórico, la renuncia al mundo, “se
transforma –por decirlo de nuevo con palabras de Romano Guardini– en un
transhistórico-permanente”, que es “la aparición de una realidad especial: del misterio”
(cit., p. 80). Una realidad especial transhistórica y transhistórico-permanente, formula
una pertenencia especial no al grupo y a sus efectos sino a la Escuela y a su acto.
Romano Guardini lo diría así: “En la realización de la acción litúrgica, Cristo, con su
vida, muerte y resurrección, se encuentra neumático-realmente entre aquellos que se
reúnen en su nombre, es comido por ellos y se halla en ellos, es el fenómeno del culto
cristiano”. Un poco más adelante dice: “Al principio es la verdad y es comido en la fe;
después es carne y sangre y es comido bajo las especies sacramentales” (p. 81). La fe, el
cuerpo de la comunidad de creyentes y el misterio que protege y aísla del mundo, es el
nuevo ritual sacramental y caníbal al que se incorpora.
Ya no necesita coleccionar estampas, pero, a pesar de una creciente insensibilidad
respecto a la vida por fuera de los muros de la comunidad de creyentes, no quiere o no
puede renunciar a su afición a la pintura. Habrá de intentar entonces que la pintura entre
a formar parte del misterio de lo indecible, de ese a neumático que da acceso al
tabernáculo renunciando a lo más propio para despojarse de toda distancia respecto del
culto a la Escuela. “Mi partenaire es la Escuela”, oirá decir a una colega consagrada
como AE, el mayor título de la jerarquía lacaniana, AE, Analista de la Escuela.
Ha escrito junto a Helmut Schneider la presentación del catálogo de la exposición
del pintor Mateo Vilagrasa en Múnich, en la Galería Hermann. Pretende hablar de la
pintura en términos lacanianos. El texto está forzado; imita tanto la jerga lacaniana que su
traductor alemán no consigue terminar su trabajo. Mezcla ideas sencillas con una
escritura enrevesada y, aunque contundente, confusa. Así comienza: “La pintura aborda
el vacío central que atraviesa la sexualidad humana sin la suplencia del sentido y sin ni
siquiera el simulacro de la letra. Pura diferencia que crea un vacío de goce y, sin disimulo
alguno, una envoltura que no lo representa sino que lo delata en su propia tachadura”.
Después habla de la pintura de Mateo Vilagrasa, de su descontento y de su lucha contra
la facilidad del pintor, contrapone Cervantes a Hamlet, y sobre el cuadro Cruz de cruces
escribe: “Cruz de cruces, mortificación del significante, cruz, enigma del deseo,

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sufrimiento del enigma, pasión de la cruz del significante hecho obra, no lamento ni
masoquismo”. Y entre heideggeriano y lacaniano dice de un cuadro al que él mismo puso
el título Das Ding: “Das Ding sesga el maremágnum de die Sache, de la imagen del
mundo. No es representación de las cosas sino la Cosa”.
Ha encontrado la salida de imitar la jerga con la que se puede hablar de todo con
contundencia y con la jaculatoria final de lo real. Como Rotpeter, no quiere la libertad,
sólo quiere una salida, ahora es uno de ellos, camuflado para darse postín en esa
particular manera de hablar lacanianamente de sus más secretas aficiones o de sus
anteriores saberes: filosofía, pintura, poesía y, por último, los toros. No cabe duda de que
ya es uno de ellos, y si siente el mordisco de la soledad del imitador, no consigue
distinguirlo bien. Sus domadores parecen contentos de los progresos de este mono trágico
y extraviado.
París ha cambiado de realidad y sus antiguos amigos se desdibujan en la bruma del
Sena. Un día encuentra a uno de estos amigos en el avión de vuelta a Madrid. Ve en los
ojos de este amigo la sorpresa ante su exaltación del psicoanálisis lacaniano. Ahora debe
estar sorprendido por esta inesperada conversión. No consiguen entenderse. El amigo
viene de ver a Baudrillard y quiere comentarle algo sobre este encuentro y los cambios
que están acaeciendo en las relaciones sociales, pero no le escucha. Ha tomado la
posición del psicoanalista que ya sabe todo de antemano y no necesita escuchar a nadie.
Un acto preciso para una filiación que por necesitar diaria profesión de fe resulta ser
extraordinariamente precaria y necesitada de una adhesión incestuosa que contradice, tal
como sucede con toda “tecnología de salvación”, el objetivo supuestamente desalienante
del psicoanálisis.
Lejos de eso, la promesa de filiación está atravesada y fundada en una rivalidad
mortal. Cuando la sangre recibida no da una filiación, sólo queda entonces el recurso a la
sangre derramada. Los odios más implacables, las quejas más estridentes, las denuncias
más cobardes se dan cita en un grupo de gente que después de la diaria administración
sublime de los sacramentos, saca los cuchillos que ocultan debajo de sus hábitos talares
sin ningún tipo de medida, cargados de razón y, a veces, el alba les sorprende en el
trapicheo de limpiar los cuchillos que han usado en su nocturna singladura informática. El
fratricidio es la santificación de la venganza que se puede nombrar como justicia, “como
si la justicia fuese sólo, en el fondo, un desarrollo posterior al sentimiento de estar-
ofendido” (Nietzsche, Genealogía de la moral, p. 84). El ofendido reclama al Padre el
restablecimiento de un orden justo, que no es otro que la destrucción del supuesto
ofensor. En esta política del resentimiento, la filiación se ensombrece con la pasión del
incesto. El deseo de muerte es el maestro que gobierna tanto al mono amaestrado como
al domador. Nunca había podido ver con tanta claridad esas miradas de odio, ese
maltrato impío, esas palabras envenenadas del resentimiento, pero ¿no es ese odio el
vínculo familiar más fuerte entre los hermanos? Que nadie se meta con la familia, ahí
están todos unidos contra el invasor y que nadie airee los trapos sucios. Esto sería un
delito de traición. Se puede decir cualquier cosa, hablar de toros y psicosis, de Cervantes
y Lacan, de la ciudad del significante, pero sólo si se cumplen dos condiciones: un uso

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recitativo de la jerga y la crítica del mundo, sea capitalista o simplemente del sentido, en
suma si se practica la idolatría del texto lacaniano. Sin estos dos requisitos se pasa de
inmediato al campo de los traidores.
Cuando murió Lacan, escribió un artículo sobre su persona y su obra, en el que lo
elogiaba de modo desmedido a la vez que criticaba a sus críticos y también a sus
imitadores. El artículo fue celebrado por los diversos grupos lacanianos que ya entonces
comenzaban a existir. Cuando uno no forma parte de la secta y sólo es un posible
compañero de viaje, es cuidado y elogiado. Pero si el compañero de viaje entra a formar
parte de los militantes, se acabaron los remilgos. François Roustang recordaba, ya a
finales de los setenta, que si Lacan oía hablar, por ejemplo, de un psiquiatra que hubiese
mostrado cualquier tipo de consideración hacia él, lo acosaba y seducía hasta que entraba
a militar en su Escuela, y a partir de ahí era humillado para asegurar su adhesión y
establecer quién tiene el poder. Basta con leer a Lacan para creer tener las claves de la
realidad y poder despreciar al resto de saberes, inseguros y alienantes. Lacan, legislador
de la existencia, de lo que existe y de lo que no existe (la mujer no existe, no hay
relación sexual, el Otro no existe…), se sitúa, maestro de la perversión, en la órbita del
objeto real alucinado.
Habiendo entrado a formar parte de la Escuela y analizándose en París, su opción
está ya decidida: ser un lacaniano comme il faut, enteramente institucionalizado. Su
analista es idealizada encarnación del saber lacaniano. Cada tres semanas o cada mes,
acude a París para analizarse. Su analista vive cerca de la rue Mouffetard. Entre sesión y
sesión recorre esa ajetreada calle, contempla las panaderías, las fruterías exóticas y las
frescas y limpias pescaderías. A veces recala en el antiguo Tabac Bar de viejo sabor
invencible y tenaz. En la esquina de Claude Bernard con Édouard Quenu está la librería
L’Arbe à lettres, en la que pasa algunos ratos hojeando libros, y enfrente la vieja iglesia
jansenista de Saint-Médard, donde Unica Zürn tuvo su primer brote en París y de donde
fue trasladada a Sainte-Anne. También ella debió de recorrer estas calles, comprar en
estas tiendas, sentirse ensimismada en el acogedor café Le Mouffetard. Por aquí vivía
con el silencioso, paralítico y perverso Hans Bellmer, hasta que un día de 1970 arrojó su
cuerpo por el balcón a la edad de 54 años, antes de perecer de inanición, como Schreber,
en un manicomio de París, La Rochelle o Wittenau. Unica Zürn tiene en las fotos un
cierto aire a lo Greta Garbo. Hermosa y triste, debió de ser bien tratada por estos
pequeños comerciantes de la Mouffetard.
Ahora, tanto ella como su “hombre jazmín”, están muertos y esta ajetreada calle es
para él mero punto de referencia de una militancia hipnótica que ahuyenta y desprecia la
soledad de estos nuevos desorientados que se sientan en el café Le Mouffetard. ¿Qué
torpe engreimiento le ha conducido a esta pequeña iglesia lacaniana regida por rituales
estrictos de veneración? Aun así, no consigue utilizar y manejar bien la idea del analista
como sujeto-supuesto-saber. Se supone que el paciente supone al analista un saber sobre
su inconsciente, lo que es ciertamente un malentendido. Pero, por otro lado, oye hablar
de los pacientes, de los “analizantes”, como de una propiedad bien conocida. De ahí que
esa expresión suene a impostura. No la usa nunca, pero se cuida mucho de confesar el

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círculo vicioso en el que el psicoanálisis se mueve en relación con un saber tan atestado
de adhesión que difícilmente podría llamarse saber. Oye decir que el final de análisis
supone una “desuposición de saber”, que viene a ser lo mismo que la “destitución
subjetiva” de la que Lacan dice: “La destitución subjetiva es un efecto de ser, no de falta
en ser”. Eso debe querer decir que la destitución subjetiva acaba con la vacilación que
constituye al sujeto, con su carácter si no indeterminado al menos inconmensurable. De
ahí entonces que el modelo de esa “destitución subjetiva” sea el “guerrero aplicado” de
Jean Paulhan, el guerrero que hace la guerra sin hacerse preguntas y sin pedir
explicaciones. Esto parece el modelo del “Analista de la Escuela” (AE). El guerrero
aplicado es el sujeto decidido, que no vacila, que no duda y que está aplicado a la tarea.
Teme estar envileciéndose. Pero el entusiasmo que ve a su alrededor aún no ha
mostrado el frío de los sótanos. Aún no se ha helado el rezo en sus labios. El saber
pareciera todavía un entretenimiento neurótico que distrae de la única tarea que es la
Escuela. Pero la Escuela, a la que sólo acceden con el título de AE algunos pocos, es de
hecho una guerra, una guerra permanente, no es un pacífico convento o una pacífica
cofradía de adeptos, es una auténtica guerra en la que el odio y la rencilla parecen la
única ganancia de tan sorprendente destitución subjetiva. ¿Cómo es posible que los
psicoanalistas se odien tanto entre ellos?, se pregunta una y otra vez. ¿Es que el
psicoanálisis no podría sobrevivir sin el ardor fratricida que alentaba el maestro de
Hipona?
Había leído que en la Guerra Civil española la mayoría de los muertos no murieron
en el frente de batalla sino que fueron asesinados en la retaguardia o en la represalia de la
victoria. Ese exterminio era conocido por el seco y hosco término de “saca”, término que
se refería a la costumbre de sacar de sus casas en horas intempestivas a personas que
luego eran asesinadas en grupo, en general junto a fosas que ellos mismos habían cavado
antes de ser asesinados. Había leído que, por ejemplo, en la toma de Badajoz hubo
doscientos muertos, mientras que a los pocos días de la entrada de las tropas franquistas
fueron asesinadas cinco mil personas en la plaza de toros.
Esta maldición fratricida le era ya conocida, y, sin embargo, no sale corriendo en la
dirección contraria; se queda en esa última posibilidad de afiliación, la última estúpida
posibilidad de pertenecer a algo. La filiación no es lo mismo que la afiliación, el afiliado
busca una filiación externa a la que se adhiere, quizá a falta de una pacífica y admitida
filiación. La afiliación es un modo de ocultar los orígenes, como en la Legión, donde no
se pide filiación alguna sino sólo afiliación, como el convento, donde la comunidad y la
nueva filiación divina suplen el extravío de una quebrada o imposible filiación de origen.
La afiliación no viene dada, y es verdad que tampoco la filiación, pero mientras que la
filiación se recibe a modo de destino sin origen, en todo caso no común y en ocasiones
como una maldición, la afiliación es una adhesión militante en la que se busca la
bendición salvífica, requiere y exige un modo de presencia constante e intensa, pues si
esa presencia falta, el afiliado deja de existir. La guerra fratricida de los afiliados toma así
ese carácter violento con el que a la par que el afiliado se hace presente, el propio campo
de pertenencia y militancia adquiere una consistencia que sin ese ardor guerrero nunca

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podría tener. No tengo origen, por eso no existe un destino común. De entrada no hay
origen sino un extravío, de entrada no hay un lugar originario y adecuado de referencia
para conducirse en la vida, por eso no hay origen común. El origen común es una
imposición bélica, es una afiliación espúrea e insidiosa. La afiliación alucina un destino
común, comunitario, y así crea el espejismo de un origen.
Lo que está en juego no es un saber sometido a crítica y a verificación, es decir,
referido a un exterior, sino una ilusión de saber cuya depuración sólo se puede alcanzar
por vía iniciática, es decir, sin ningún exterior, ni anterior (“quien no aborrece a su
padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos… no puede ser mi discípulo”, dice el evangelio
de san Lucas) ni posterior (“el psicoanálisis no tiene otra tarea que producir analistas”,
dice Lacan en el Acta de Fundación de la EFP en 1964, y añade: “el psicoanálisis puro
no es en sí mismo una técnica terapéutica”), con lo cual ya ni siquiera la clínica actúa
como campo exterior de saber y verificación. El círculo incestuoso se ha cerrado sobre sí
mismo, ya no sólo el psicoanálisis no tendría que medirse ni ser interpelado por otros
saberes, sino que tampoco la clínica, el propósito terapéutico del psicoanálisis, podría ser
un banco de prueba para el psicoanálisis. El psicoanálisis es ahora por entero
autosuficiente e iniciático, para que usted pueda hablar de psicoanálisis ha de analizarse,
y si se analiza, entra a formar parte de la comunidad psicoanalítica. De ahí que Lacan
abriera su Escuela a analistas y también a no analistas, pero esa diferencia se diluye en el
seno de la comunidad analítica. La clínica se basa en la indagación y en el trabajo
terapéutico. Si se le quita esa finalidad, el psicoanálisis queda únicamente como un
espacio de militancia en el que, sólo por formar parte de él, se está salvado. Ese cierre
incestuoso es el infierno de la rivalidad y del odio, el envilecimiento que toda pertenencia
requiere para su sustento, y también de culpa superyoica por no estar del todo a la altura
de la comunidad, es decir, por no verse el militante enteramente consagrado a la función
del “guerrero aplicado”.
Esto no lo puede entender. Está aquí en análisis porque quiere curarse y ahora se le
dice que un psicoanálisis no cura sino que produce analistas. No acaba de admitirlo
aunque el cambio parezca tan sublime: no te curas, pero te dan un ser: “La destitución
subjetiva es un efecto de ser, no de falta-en-ser”. A cambio de la vacilación neurótica te
dan una certeza de ser. Pero sin el exterior de otros saberes, y ahora sin el exterior de la
práctica clínica, sólo queda la autarquía del convento, de la comunidad.
Desde su fundación, el psicoanálisis siempre fue proclive a eludir toda
confrontación con otros saberes, sobre todo con los que formaban parte del mismo
campo de los trastornos psíquicos, pero hasta ahora se había sostenido sobre el objetivo
terapéutico. Lacan le quita su exterior más genuino: la clínica.
Por exterior se ha de entender esa distancia necesaria entre el saber y su
verificación o su clínica. No hay saber sin que sea problemático o no se podría llamar tal
el saber que no ofrezca algún tipo de inteligibilidad, y esta inteligibilidad no se podría dar
sin la renovación de su verificación clínica. Sobre todo en el caso de una clínica del
sujeto que no se rige por el paradigma científico de la causa eficiente y el efecto universal
y necesario. En lo que se refiere a la clínica, el saber psicoanalítico no sólo la ilustra o

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ayuda a la inteligibilidad de determinados fenómenos clínicos, sino que esa tarea sólo se
consigue cuestionando a su vez ese saber. En caso contrario, nos topamos con los tres
círculos de los que hablaba Kafka precisamente a propósito del psicoanálisis:

[…] podemos imaginar tres círculos, uno llamado A, el más interior, luego B, luego C. El
núcleo A explica a B por qué este hombre debe torturarse y desconfiar de sí mismo, por qué ha
de renunciar, por qué no puede vivir… C, el hombre activo, ya no recibe ninguna explicación, a
él sólo le imparte órdenes, y de modo terrible, B; C actúa, pues, bajo una presión rigurosísima,
pero con más miedo que entendimiento confía, cree que A se lo ha explicado todo a B y que B lo
ha comprendido todo correctamente” (Franz Kafka, OC III, pp. 760-761).

El “núcleo A” explica a la vez que ordena. B sólo imparte órdenes y C ejecuta,


dando por sentada la bondad del acto ordenado. Puesto que A explica y C actúa, y B
permanece como el mediador que encarna el malentendido del saber dicho por A y
verificado en el acto de C, se produce un circuito de creencias mutuas que no admite
cuestionamiento si no es a costa de la catástrofe misma del circuito.
Entre el fundador, su representante y el trabajador hay un malentendido circular
que retroalimenta un mundo de creencias que convierte ese engranaje en un sistema de
mando implacable y cerril. No habría otro modo de saber y de obtener confianza más
que entrando en el engranaje. Distraerse con otras cosas o pedir explicaciones es atacar el
engranaje por el simple hecho de ponerle una exterioridad. Sólo por ponerle esa
exterioridad se desharía por completo. Es pues imprescindible que esa exterioridad no
exista. A veces oye hablar de “saberes paralelos”. Pero el saber paralelo es el del
compañero de viaje, es el de alguien que carece de la decisión del “guerrero aplicado”,
pero que por su simpatía hacia el engranaje, incluso su admiración por su contundencia,
es una ayuda ante la hostilidad con la que se interpreta toda posible crítica o distancia
respecto al engranaje. El engranaje es lo que importa, el entusiasmo de la confianza y de
la participación en un saber que sólo por ser de la comunidad es indestructible. Si se
abandona la comunidad no queda otro destino que la ignorancia, el extravío y la
esterilidad. Alguien puede pasar en un instante de ser una tea del saber, lo que se dice
una lumbrera, a ser un pobre ignorante, confuso y torpe. Eso puede suceder en un solo
día, por un simple dicho del jerarca de turno y, por supuesto, si el interfecto tuviese la
osadía, o el “brote psicótico” correspondiente, de abandonar el Engranaje.
La consigna es: no hay análisis si el analista no está comprometido con la causa
analítica, es decir, si no está institucionalizado. Debería ser, sin embargo, al revés: si el
analista no estuviera institucionalizado, la clínica podría constituir aún ese exterior de la
doctrina con el que confrontarse, cuestionarse, desprenderse y renovarse para la
inteligibilidad de su práctica clínica, y la transmisión no sería sino la de esas formas de
inteligibilidad. Si, por el contrario, está institucionalizado, la escena propiamente analítica
queda subsumida en la escena institucional; el paciente o “analizante” no es más que un
embrión de futuro lacaniano, ya que por analizarse entra a formar parte del campo
lacaniano, de la comunidad lacaniana; se analiza, en suma, con la Escuela de su analista.

88
Este análisis ha de ser interminable, pues abandonarlo no sólo sería una ofensa al
analista, sino una ofensa al psicoanálisis mismo. Lo que Freud consideraba el objetivo del
análisis, la vuelta al mundo, ahora pasa a convertirse en traición. ¿Cuál es la salida?
Mantener el vínculo como sea, mantener el vínculo con la Escuela, permanecer
eternamente como analizante-alumno, siempre un alumno, siempre culpable por no
entender bien del todo el sublime saber de la imposibilidad de saber que encarna el texto
sagrado.
El clérigo es el intérprete del texto sagrado y nunca esa interpretación puede agotar
el texto, pues dejaría entonces de ser texto sagrado. El lucimiento de cada intérprete
reside en buscar nuevas vías que iluminen el texto sagrado pero que jamás lo agoten. La
interpretación sólo deja dos salidas: la aceptación o salir corriendo en la dirección
contraria. La aceptación es más fácil, siempre hay un ideal que reparar o renovar, al que
retornar o al que alcanzar.
Pero a él su práctica le mantiene en los vientos de ese ideal. Ninguna otra práctica
“psi” tiene el rigor que le marca el psicoanálisis, la clínica del sujeto, la creación de
intimidad, el conflicto moral como lo más propio del sujeto en su relación con el dolor y
con la satisfacción que siempre están intervenidos por los otros, la posibilidad para un
sujeto de vivir a pesar de todo, a pesar de su interno extrañamiento, y sin necesitar para
ello la venta fraudulenta de su sufrimiento a cambio de inocencia. Este psicoanálisis, sin
embargo, no parece congruente con la prédica a la que asiste cada día: la destitución
subjetiva como desprecio a la intimidad, la exaltación del acto, la aversión al saber
exterior, la inutilidad de la crítica para pensar más allá del discurso del Amo, para saber lo
imposible de saber. Lo imposible es un galimatías y a la vez un alivio, por lo que tiene de
coartada epistemológica. Hace pareja con lo real. Real e imposible parecen
intercambiables.
Lo que se rechaza en lo simbólico retorna en lo real, es un estribillo constantemente
repetido, como si fuera una evidencia o una obviedad, cada vez que se habla de la
psicosis. Lo que se rechaza en lo simbólico retorna en lo real, parece un rezo o una
letanía que todo el mundo recita, pero que no acaba de entender. ¿Es lo mismo lo que se
rechaza que lo que retorna? Parece que sí. ¿Qué es lo que se rechaza? De eso se habla
menos, quizá el Nombre del Padre o la castración. ¿El Nombre del Padre es rechazable?
Rechazar es forcluir, se dice, y lo que se forcluye es como un significante que falta para
el ciframiento fálico, en suma, faltaría el significante mayor, el que ordena y crea el
mundo. Pero si falta, ¿qué es entonces lo que retorna? ¿Serán las voces del psicótico?,
¿será el mundo in-creado o será el mundo descreído? ¿Es el psicótico un descreído? ¿Se
puede llamar descreído por ejemplo a Schreber, que cree tener el secreto teológico de la
creación del mundo, el secreto del mal? ¿Será ése el secreto de lo real, el mal? Se dirá
que la certeza no es una creencia, pero ¿acaso el creyente no está poseído por la certeza?
No entiende tanta contundencia simplista a la hora de hablar de la psicosis. No le parece
que para los psicóticos que ve “todo lo simbólico es real” (Lacan, Écrits, p. 392; trad.
esp., p. 357). No parece que sean sujetos excluidos de lo simbólico y habitantes de lo
real, pero si así fuera habría que entender que el objetivo de la cura debía de ser

89
entonces la extensión y el fortalecimiento de lo simbólico contra lo real, lo que Freud
llamaba fortalecimiento del yo (aunque Lacan entiende este fortalecimiento como hostil al
discurso analítico y a la verdad del inconsciente, ya que el yo es sólo imaginario), es
decir, la ampliación del campo de la subjetividad, de la distancia subjetiva. Siempre le
había parecido que frente a tanta jerga especulativa, lo que veía en los psicóticos era un
modo de construir una vida íntima y subjetiva a costa de la realidad exterior.
Pero da igual, todo esto no es más que un galimatías lleno de contradicciones, pues,
por otro lado, “ninguna praxis más que el análisis está orientada hacia lo que en el
corazón de la experiencia es el núcleo de lo real” (Seminario IV, p. 53; trad. esp., p. 63).
Lo real no es entonces de lo que hay que curarse, sino lo que ha de ser alcanzado. Se
comprende así una cierta idealización del psicótico (cuando ese calificativo no es usado
como insulto), como si él y sólo él conociera el secreto de la existencia, mientras el resto
nos dejamos engañar por lo imaginario del sentido y de la realidad. El psicótico está más
allá de la realidad, pues habita lo real, es decir, lo imposible, pues ahora resulta que lo
real es lo imposible, lo imposible de conocer, el misterio o lo imposible de simbolizar. Lo
real como imposible abandona el campo del saber y pasa a ser el campo de la única
experiencia, cuya llave sólo el psicoanálisis posee. El término aristotélico de tyché le sirve
a Lacan para nombrar, si no el conocimiento, sí “el encuentro con lo real”:

Aucune praxis plus que l’analyse n’est orientée vers ce qui, au coeur de l’experience, est
le noyau du réel. Où, ce réel, le rencontrons-nous? C’est en effet d’une reencontré, d’une
reencontré essentielle, qu’il s’agit dans ce que la psychanalyse a découvert, d’un rendez-vous
auquel nous sommes toujours appelés avec un réel qui se dérobe […]. D’abord la tuché […]
nous l’avons traduit par la reencontré du réel. Le réel est au-delà de l’automaton… (Ninguna
praxis más que el análisis está orientada hacia lo que, en el corazón de la experiencia, es el
núcleo de lo real. ¿Dónde encontramos ese real? Es, en efecto, de un encuentro, de un
encuentro esencial, de lo que se trata en lo que el psicoanálisis ha descubierto –de una cita, a la
que siempre estamos requeridos, con un real que se esconde… En primer lugar, la tyché […] la
hemos traducido por el encuentro de lo real. Lo real está más allá del automaton…) (Les quatre
principes fondamentaux de la psychanalyse, p. 53; trad. esp., pp. 63-64).

Otra vez el más allá, la coartada epistemológica de lo imposible. Lo real está más
allá del automaton, mientras que tyché es encuentro o reencuentro con lo real, en todo
caso fallido. Ya no se sabe si lo real es lo que se encuentra o lo que falla del encuentro,
es decir, el encuentro imposible:

C’est pourquoi j’ai mis en relief dans le concept méconnu de la répétition ce ressort qui
est celui de la reencontré toujours évitée, de la chance manquée. La fonction de ratage est au
centre de la répétition analytique. Le rendez-vous est toujours manqué… (Es por ello que he
puesto de relieve en el mal conocido concepto de repetición ese resorte que es el de encuentro
siempre evitado, de la posibilidad fallida. La función del fracaso está en el centro de la repetición
analítica, la cita es siempre fallida…) (ib., p. 117; trad. esp., p. 136).

90
Quizá cabría entender lo real como una especulación sobre el trauma, ese exceso
para la falta de recursos psíquicos, un exceso y una falta, que es lo que está, por lo
demás, en el fundamento del concepto de pulsión y de intrincación pulsional. Pero no es
así. La idea lacaniana de experiencia de lo real no es la experiencia de la privación de la
que habló Benjamin, sino una sobreabundancia del deseo y del goce que conlleva una
positivización de la comunidad por medio de una fusión que sacrifica con “entusiasmo”
la particularidad de una soledad traumática. Una fusión “jubilosa”, la llamaría Bataille.
Llamar a esa comunidad la de los no-identificados sólo ilustra su carácter fusional y
endogámico. La destitución subjetiva es su nombre y lo imposible es su cierre
epistémico. La exaltación de lo imposible parece un claro abuso epistemológico. Puede
ser un alivio, porque ahora se trata de exhibir una secreta relación con lo real a través
precisamente de una supuesta experiencia del fracaso del encuentro. La fusión suple el
encuentro. No es una solución, pero es una salida, una salida que coloca en un lugar de
superioridad. Lacan había dicho:

[…] le discours analytique ne se soutient que de l’enoncé qu’il ‘y a pas, qu’il est
impossible de poser le rapport sexuel. C’est en cela que tient l’avancée du discours analytique,
et c’est de par là qu’il détermine ce qu’il en est réellement du statut de tous les autres discours
([…] el discurso analítico no se sostiene sino como el enunciado de que no hay relación sexual,
eso es lo que sostiene el avance del discurso analítico y por allí es como determina cuál es
realmente el estatuto de todos los demás discursos) (Encore, p. 14; trad. esp., p. 16).

Sólo el psicoanálisis, por conocer lo imposible de la relación sexual, conoce el


secreto de lo imposible, mientras que el resto de los discursos, pobres e ignorantes, se
dejan engañar por lo posible de la relación sexual. Lo imposible es un descanso, pues no
hay nada que demostrar. El psicótico y la mujer, aunque lo ignoren, serían las figuras de
lo real y de lo imposible, que no están sometidos al “discursocorriente” de “las cabezas
de chorlito” del goce fálico.
Ni se le ocurre preguntar sobre ello, demostrar algo, hacerse inteligible. Eso está
fuera de lugar, sería colocarse fuera, no sólo como resistente, sino como excluido. Si lo
real es “el corazón de la experiencia”, no hay otro modo de acceso a lo real que la
experiencia misma, pero una curiosa experiencia que es a su vez destitución subjetiva.
¿Cómo se transmite esa experiencia? Pues contra lo que pudiera parecer, y por implicar
la destitución subjetiva, no a título individual sino a través de quien es el representante de
lo real: la Escuela. Lo real de la Escuela, se dirá, es ser depositaria de la experiencia de lo
real. Lo real es como lo “neumático-real” de Romano Guardini, el sacramento como lo
real de la gracia que concede la pertenencia. Fuera de la Escuela es el afuera del secreto
de la experiencia, por lo cual se entiende que el objetivo del análisis llevado al “corazón
de la experiencia” no es lo terapéutico, sino el formar parte de la experiencia, el ser
analista o participante de la Escuela, espacio indecible e indeleble de la Experiencia.
Lacan ha sabido explorar los caminos de la presencia de lo religioso en el psicoanálisis
hasta su manantial más genuino, y lo hizo al hablar no ya sólo de refundación del

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psicoanálisis, sino de fundación de la Experiencia que se basa en la persona del fundador,
del texto sagrado y de la comunidad de creyentes.
Ninguna pertenencia tan adecuada como la de la Escuela, puesto que no es una
experiencia común, no es ni social ni sometida al control democrático de los intereses
corporativos, sino mucho más auténtica y apasionada, sin que las reglas de
funcionamiento creen un futuro discernible o un proceso protocolario. Más allá del Edipo
o más allá del goce fálico, nos espera un espacio reservado a los elegidos que han
alcanzado la experiencia de lo real, de lo imposible y de lo que no-cesade-no-escribirse,
es decir, de fallar. “Nada más compacto que una falla”, había dicho Lacan en Encore. La
falla como compacidad no es una privación, es el saber que no engaña, pero que no es la
verdad sino su imposibilidad o su absoluto. Indudable maestro del equívoco y de la
verdad medio-dicha, Lacan es el sabedor del agujero absoluto. El no-todo es la nueva
formulación de lo real, la más en boga, como imposible relación sexual. No es lo parcial o
la pluralidad o la diversidad, sino que la lógica del no-todo “toca a lo real al reencontrarlo
como imposible” (“L’Etourdit”, en Scilicet, pp. 5-6). ¿Lo encuentra o no lo encuentra?
He aquí la pregunta del “cabeza de chorlito”, la típica pregunta fálica donde las haya, se
dirá, puesto que lo reencuentra como imposible y ese imposible repetido rige la lógica del
no-todo. El no-todo es el absoluto de lo real y de lo imposible.
La salida ha resultado ser un “callejón sin salida”, según la expresión de François
Roustang, el callejón sin salida del amor, la imposible relación sexual, etc. La pasión de lo
absoluto queda bien resguardada en lo real imposible y el uso de la topología le servirá a
Lacan para crear el señuelo de una transmisión de lo imposible que se resuelve en el
elogio del agujero, mera tautología, pues un agujero es un agujero, y de lo que no se
puede hablar es mejor callarse.
Pero él está aún lejos de poner en cuestión a Lacan, sólo es un aprendiz que no ha
conseguido penetrar en los entresijos de un saber ante todo incuestionable. Contra lo que
para muchos críticos pudiera parecer, para él Lacan representa aún la clínica, el
predominio de la clínica, del acto analítico, como lo llaman. El acto analítico que
interrumpe la charlatanería del paciente, llamado siempre analizante, sin tramoya
imaginaria, y que con ese corte hace emerger lo real, cualquier cosa que eso sea, aunque
con frecuencia tome el aspecto de la mala educación y de los malos modales. Sabe que
los malos modales suelen ser un modo de ejercer el poder. Pero lejos de eso, piensa que
ese corte traspasa la bonhomía del goce fálico. No tiene la menor idea de que ese “goce
otro” que no es goce fálico es la puerta del masoquismo, del fantasma sadomasoquista,
que desentendido de la propuesta edípica, sólo busca las posaderas del amo. En Encore,
Lacan dice, por ejemplo, con su estilo sádico y malabarista:

La jouissance donc, comment allons-nous exprimer ce qu’il ne faudrait pas à son propos,
sinon par ceci –s’il y en avait une autre que la jouissance phallique, il ne faudrait pas que ce
soit celle-là… (El goce entonces, cómo expresar lo que haría falta que no respecto a él sino por
lo siguiente: si hubiese otro goce que el fálico haría falta que no fuese…) (p. 56; trad. esp., p.
74)

92
y sigue un poco más adelante:

S’il y en avait une autre, mais il n’y en a pas d’autre que la jouissance phallique –sauf
celle sur laquelle la femme ne souffle mot, peut-être parce qu’elle ne la connaît pas, celle qui la
fait pas-toute. Il est faux qu’il y en ait une autre, ce qui n’empêche pas la suite d’être vrai, à
savoir qu’il ne faudrait pas que ce soit celle-là (Si hubiese otro, pero no hay sino el goce fálico
–a no ser por el que la mujer calla, tal vez porque no lo conoce, el que la hace no-toda. Es falso
que haya otro, lo cual no impide que sea verdad lo que sigue, a saber, que haría falta que no
fuese ése) (ib.).

He aquí, pues, ese galimatías de un goce otro cuya portadora porta por cuanto
calla, y no lo habría si no callara, lo que no se diferencia mucho o en nada del paulino
mulier in ecclesia taceat, pues sólo Uno tiene la palabra y sabe de ese otro goce que
aquella que lo porta, aunque lo porte o porque lo porta, desconoce.
Pero puesto que todo este malabarismo aún parece significar para él el empuje
decidido de una clínica de lo real, sin discursos y sin ilusiones, sin la ilusión incluso de
que se pudiera entender, se empeña en acceder a ello como debe ser, es decir, de manera
fiducial pero decidida. La clave está en producir lo que produce a un analista, la clave
está en el testimonio del analizante, de su paso a analista como producto de un análisis.
Ése, se dice, es el punto neurálgico de la experiencia analítica: dar cuenta del paso a
analista que todo análisis verdadero y llevado a su término produce. Ésta es la salida. El
analista convertido en campo de experiencia y en testimonio de la transformación. Si
todo análisis verdadero produce un analista, hay que dar cuenta de ese paso o de ese
momento. No debe ser algo dejado al azar. El “dispositivo del pase” (“pase” se llama el
testimonio de ese paso de analizante a analista) adquiere así más importancia que el
mismo dispositivo analítico o terapéutico. El “dispositivo del pase” es un sistema que
incluye, empezando desde abajo, al pasante, a los pasadores (ante los que testimonia) y,
por último, el jurado (“cartel” lo llaman) del pase, ante el que cada pasador relata lo que
ha escuchado. Es un sistema jerárquico muy estricto, pero sin embargo supuestamente
ajeno a la jerarquía institucional.
Independientemente del número de miembros, en torno al millar, o simpatizantes,
las instancias institucionales se multiplican para así tejer una maraña que multiplica las
tareas y las pertenencias: está el Campo Freudiano, el Instituto del Campo Freudiano y la
Escuela. Al menos estos tres. El Campo Freudiano (CF), que es como se llama el campo
lacaniano, incluye una serie de secciones y grupos de ciudades y países que congrega a
los psicoanalistas en general que se han adherido a la enseñanza de Lacan. Pero son
muchos los grupos e instituciones que reclaman la pertenencia a la ortodoxia lacaniana. El
CF es uno de ellos, probablemente el más numeroso y, en todo caso, el que representa la
herencia formal y familiar de Lacan. Está dirigido de manera férrea e indiscutible por
Jacques-Alain Miller, el yerno y albacea de Lacan. Jacques-Alain Miller, junto con Eric
Laurent y Colette Soler, gobierna el conjunto del CF y sus diversas instancias, también el
Instituto y la Escuela. El Instituto del Campo Freudiano (ICF) engloba las diversas

93
secciones de enseñanza que se dirigen desde París. Jacques-Alain Miller nombra al
coordinador y a los docentes. El docente es un nombramiento ansiado, por lo que supone
de reconocimiento. Los docentes no cobran las clases, sino que, por el contrario,
contribuyen con sus cuotas al mantenimiento del CF y sus instancias. La Escuela es el
espacio del “psicoanálisis puro”, sólo se accede a la Escuela después de una entrevista
con Miller o con algunos de sus próceres y conlleva un compromiso con la enseñanza de
Lacan y con la pureza del psicoanálisis. Hay tres grados en la Escuela: el simple
miembro, el AME (Analista Miembro de la Escuela) y el AE (Analista de la Escuela) que
es el grado máximo y que en teoría es un nombramiento ajeno a las instancias del CF. Es
un nombramiento reservado al jurado del pase formado por antiguos AE, pero cuya
constitución depende igualmente de Jacques-Alain Miller.
El “pase” es considerado el espacio vivo de la transmisión. Por un lado, tu análisis
pasa a convertirse en saber “destituido” y, por otro, ese saber es testimonio directo de la
experiencia de la cual tú eres mero producto. Le produce cierta inquietud proponerse a sí
mismo como testimonio, como si fuera algo impropio de un oficio que tanto debería
valorar y preservar la intimidad contra los deseos fratricidas de muerte, pero quiere saber
qué ha pasado en su análisis. Creía que en esa trayectoria había sucedido un
desprendimiento y un duelo, quizá de la muerte de sus padres y de su “infancia
fracasada”. Si así era no iba a poder soportar esta pertenencia. Pronto iba a verificar que
el tiempo de elaboración que se abre después de un análisis es de una fecundidad mayor
que bajo transferencia, ya que bajo transferencia tiene una servidumbre que embauca y
desordena la vida afectiva y mental. Es después de un análisis cuando se consigue la
intimidad, la vida interior, no en el análisis. El “pase” iba a ser quizá una travesía obligada
para ese definitivo desprendimiento de las palabras del pensar colectivo; fue, en todo
caso, el comienzo de una palabra propia, de un alejamiento de Lacan y de una
recuperación crítica de la clínica freudiana. Comenzaba lentamente el camino en la
dirección contraria. Pero por el momento estaba enajenado aún por el entusiasmo con la
Escuela. La experiencia tiene su interés y considera que tener a dos colegas (pasadores)
como interlocutores externos al dispositivo analítico de su análisis es una oportunidad que
no quiere desaprovechar. Así pues, cuando termina su análisis, ese final de análisis no
tiene otra posible verificación que el “pase”. Solicita, por tanto, entrar en lo que se llama
el “dispositivo del pase”. Va contando durante varios encuentros, unas veces con una
pasadora y otras veces con otra, su análisis. Cree haber encontrado una salida adecuada
a la experiencia. Sin darse cuenta, va construyendo una narración de su análisis desde el
final, que es, no ya su resultado personal, sino su declaración de adhesión a la Escuela.
Repite la frase de Maquiavelo: “Amo a Florencia más que a mi salvación eterna”. Esa
frase condensa su conversión a la Escuela. Habla como un converso que cree haber
encontrado la jubilosa condición del sacrificio, como lo llamaba el inquietante Bataille.
El “testimonio del pase”, así se llama al testimonio que el AE hace de su análisis,
únicamente lo hace en Madrid y en París. Primero en Madrid. Ocupar un lugar de
privilegio siempre le había producido un sentimiento de desprotección. Al concluir su
testimonio ya no era el sentimiento de desprotección el más fuerte sino el de vergüenza.

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Había hablado de sus padres, los había usado para esta escena de confesión pública y de
profesión de fe. Se sentía inquieto y avergonzado. En París fue un poco más llevadero,
el idioma y la lejanía amortiguaban el sentimiento de vergüenza. De todos modos, se
extendió más en la película de Buñuel Él. Mejor hablar de Buñuel que de sus padres. La
escena en la que el marido celoso introduce una aguja de bordar por la cerradura para así
saltar el ojo de ese otro tan temido, le sirvió para desarrollar una idea que le parecía de
importancia, como es la de estar siempre intervenido por el miedo al otro y por la culpa
superyoica, de manera que así uno carece de toda capacidad de tener un deseo propio.
Esta idea va a cobrar cada vez mayor importancia, y de hecho va a ser el camino que le
aparte de esta adhesión fiducial. Pero ahora, una vez más vuelve a quedarse en vez de
salir corriendo en la dirección contraria. Ha explicado en su testimonio que esa presión o
esa tentación de salir corriendo en la dirección contraria la tuvo siempre a lo largo de su
vida; siempre era de la misma manera: una adhesión y un deseo de salir corriendo en la
dirección contraria, pero para repetir exactamente lo mismo: una adhesión y un deseo de
salir corriendo en la dirección contraria, y así una y otra vez. Pero en esta ocasión, dice,
será distinto, ha encontrado su Florencia ansiada.
El idilio dura poco. No vuelve a la vergüenza del testimonio en sus intervenciones
públicas, se orienta por una vuelta a Freud y por concebir la clínica desde el punto de
vista de la intrincación pulsional y de la separación, y respecto a la institución ve cada
vez más claro que es una caballería, ya no sólo clerical, como diría Brecht, sino criminal,
cruel y despiadada.
Algo viene a confirmarlo enseguida. Jacques-Alain Miller ha abierto una crisis en el
conjunto del Campo Freudiano y sus instituciones. Esta crisis tiene dos frentes: la
acusación a Colette Soler de plagio y una interpelación pública al “cartel” o jurado del
pase que ha rehusado nombrar AE a su hombre de confianza. La acusación de plagio a
Colette Soler es una ruptura pública de la troika que hasta entonces gobernaba, bajo la
dirección de Jacques-Alain Miller, el CF. Es sabido que este asunto del plagio tiene una
larga tradición en la historia del psicoanálisis. En el CF era una acusación siempre
presente, aunque siempre disimulada. Cabe suponer que el hecho de que se trate de una
enseñanza no contrastada, sin admitir interpelación alguna de otros saberes ni entrar en
debate con ellos, al ser por tanto una enseñanza ritual y endogámica de simples adeptos,
el único modo de no perecer en la asfixia de un oscurantismo sin luz ni aire es el de
pensarse cada uno con una idea original. La verificación alucinada de la originalidad de la
idea es el plagio. Colette Soler cultiva entre sus adeptos la imagen del perfecto
ensamblaje lacaniano entre teoría y clínica. Se ha ido distanciando de Miller y de Eric
Laurent, y aparece como la figura que disputa a Miller la legitimidad de la transmisión de
la enseñanza de Lacan.
El asombro y el escándalo ante esta acusación pública son mayúsculos, pero pronto
y de modo sorprendente se convierte en un espectáculo cotidiano y trivial. El CF es
ahora un insidioso campo de batalla para el que cada uno busca simplemente aliados. En
realidad, la crisis no se produce tanto respecto al contenido de una acusación de plagio,
como en torno al poder y la legitimidad. Esto obliga a un nuevo reparto de adhesiones.

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En el bando de Colette Soler quedan sus adeptos naturales, es decir, sus “analizantes” y
sus fieles, pero también los más críticos, como es, por ejemplo, el grupo de Toulouse,
entre los que figuran Pierre Bruno, Marie Jean Sauret y al que hay que añadir a Isabelle
Morin, de Burdeos, que, aunque forma parte de la familia transferencial milleriana, se
alinea con los críticos.
El otro frente abierto en esta crisis era el hecho de que no fuera nombrado AE el
hombre de confianza de Jacques-Alain Miller. Miller ha cuestionado al jurado que toma
esa decisión, quebrando así lo que parecía el orden sagrado de la independencia
institucional del dispositivo del pase. El que eso mismo fuera posible, el que ese
cuestionamiento se hiciera, revelaba que la red de instituciones era un montaje
mercadotécnico para engordar y perpetuar la comunidad de creyentes, sin la cual no hay
lacanismo que valga.
¿Cómo es posible que tantos mantengan su adhesión a esta farsa? ¿Qué red de
intereses se ha ido creando para que ya no se pueda dar marcha atrás? No hay vuelta
atrás por mucho que la habitual hipocresía quiera adornar este escándalo con lo real del
dispositivo y otras monsergas. Están los intereses económicos. El paciente, o analizante,
es el recurso económico de toda la red institucional. Nadie cobra por sus actividades
institucionales o grupales. Las conferencias, la enseñanza, los seminarios no se pagan, se
considera que son espacios donde se reclutan pacientes. Por esa razón el proselitismo es
una actividad primordial, cada persona que aparece en el punto de mira es una pieza
posible para alimentar el engranaje, y comienza entonces el cortejo de seducción y
encantamiento que consiste en darle un lugar de privilegio, de estricta necesidad, a
cambio de un saber especial y particular sobre las cosas y las personas al que el seducido
estaría en condiciones óptimas de acceder, como si estuviera destinado a ello. Quien crea
que esto es una operación cínica está equivocado. El proselitismo se basa en la propuesta
de que lo que de manera confusa y angustiada andas buscando no es un mero anhelo
atributivo, sino que existe, te está esperando y a la vez te necesita, como si tú mismo
fueras indispensable para su existencia. Eso conduce a una entrega y a una adhesión que
no admite distancia entre la persona y la pertenencia. Cobrar dinero por la actividad
grupal sería una traición, sería mantener esa distancia por la que se evaporaría o se
perdería el fluido vital de la comunidad. La comunidad recibe de manera constante, de
modo que su recibir es el signo y la marca de la pertenencia sin fisuras. Nada más
inquietante que la comunidad, unheimliche, familiar y temible. Ahora se revela en toda
su crudeza el miedo recíproco, el común deseo de daño, como decía Hobbes de “la
posición de los gladiadores que se apuntan con sus armas y se miran fijamente”
(Leviatán, III). Ahora más que nunca el “exterior” ha dejado de existir. Esta guerra
insidiosa se toma como una batalla que coincide con el mundo. El resto simplemente no
existe. Una vez más se ha podido comprobar que la servidumbre del acatamiento
contiene el veneno de la peor lucha intestina: la que reproduce en el seno de los elegidos
la lucha por una nueva selección, y así una y otra vez. De ahí que estos grupos se vean
necesitados de periódicas crisis y purgas, tal como el activismo leninista ya había
demostrado hasta la saciedad.

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Para entender la crisis abierta en el conjunto del Campo Freudiano habría que tener
en cuenta esta perspectiva. El contenido de la crisis deja de tener la menor importancia,
toda la importancia se la lleva el reajuste transferencial de adhesiones y de fidelidades.
No se puede explicar, por tanto, sólo en términos de intereses económicos, sino en
relación con los intereses de la pertenencia conseguida como lugar único en el mundo,
aislado de todo exterior. En su estremecedor libro Salida de urgencia, Ignazio Silone
cuenta que cuando decide no acatar la persecución y purga de trotskistas, término con el
que se aludía en aquella época del estalinismo a cualquier disidente o simplemente tibio
en su militancia, los amigos y camaradas más cercanos le dicen que no sabe lo que hace,
que qué será de él fuera del partido, sin amigos, descentrado y confuso, sin poder ya
encontrar un lugar en el mundo, condenado a ser un renegado solitario y triste.
Una institución sin mediación normativa es una comunidad, y nada más inquietante
y peligroso que una comunidad. En la comunidad, la institución está encarnada por la
persona misma que ejerce el poder, no hay pues mediación posible. De ahí que la
acusación pase enseguida a tener un carácter más propiamente leninista: Colette Soler ya
no será acusada de plagio sino de representar o dirigir un grupo liquidacionista. Si eres
un liquidacionista, toda posición crítica está descartada, y quien ha sido la víctima del
ataque pasa a convertirse de inmediato en perseguidor y en peligro liquidacionista.
El grupo que se va creando en torno a Colette Soler es heterogéneo y en él vienen a
coincidir momentáneamente algunos críticos con la institución lacaniana, junto a otros
que reclaman el purismo de la Escuela lacaniana, y los que simplemente reproducen una
vez más el vínculo transferencial en el ámbito grupal. El clima se enrarece, la delación
aumenta y la crisis se precipita. La comunidad ha mostrado su verdadero rostro. La
urgencia de un reajuste de fidelidades extiende el odio fratricida, hasta entonces limitado
a los circuitos locales. No es que antes el odio no estuviera, puesto que era la manera de
tratar la angustia. Este tipo de encierro conventual, sin intercambio con el exterior,
explota la angustia infantil de separación en personas con dificultades con la separación,
proclives por tanto a la idealización y que en cualquier gesto del otro materno se juegan
su propio existir. Si no se te nombra, literalmente no existes. Ésta es una práctica habitual
que tiene siempre en vilo al afiliado. En las llamadas presentaciones de casos clínicos, por
ejemplo, la preocupación primordial es el reconocimiento y no tanto lo que el caso pueda
enseñar en sus dificultades. Eso da a las presentaciones de casos clínicos un tono y un
aire de falsedad que tiene a la vez el macabro aspecto del juicio inquisitorial. Las
dificultades se encubren o simplemente se ignoran, la menor indagación sobre el caso
será tomada como desconsideración al colega y el interpelado puede verse invadido por
la angustia como consecuencia de haber sido cuestionado en su mismo ser. En esas
condiciones, la angustia sólo puede tratarse con el odio. En vez de debates abiertos sobre
los contenidos, lo que aparece es una guerra fratricida entre angustiados y ofendidos de
todo tipo que calumnian, chismorrean y se delatan unos a otros.
Parece claro que un grupo que no se reconoce como tal está más expuesto a sus
perniciosos efectos que un grupo que conoce sus efectos y procura algún acuerdo o
pacto. La Escuela no, la Escuela está como comunidad pura de creyentes más allá tanto

97
del grupo como de la institución. De nuevo el más allá, el más allá del Edipo, el más allá
del goce fálico, el más allá del grupo, un más allá que en realidad es una regresión al
vínculo primordial, sadomasoquista, con el otro, que es el que corresponde a la angustia
infantil de separación que vive bajo el mandato del Gran Temor: el abandono.
En junio, Jacques-Alain Miller ha convocado a todos los AE de la Escuela en
Bruselas. Desconoce a qué se debe esa convocatoria. Sabe que el malestar en la red del
Campo Freudiano es creciente y se extiende la consigna del alineamiento. Su dilema de
pretender aún ser un lacaniano estricto y a la vez crítico, es una tarea inviable. Prepara
una extraña intervención que señala ya no sólo su desazón sino su confusión. Comienza
hablando de Jean Améry, ese judío austríaco (Hans Mayer), que adopta Bruselas como
segunda patria y que allí fue detenido y torturado por los nazis antes de ser enviado a
Auschwitz. Nadie parece tener la menor idea en ese momento de quién es Jean Améry.
Eso señala una vez más su ajenidad, su extrañamiento, su fuera de lugar. ¿Por qué
después se pone a criticar a Benjamin? Benjamin es uno de sus escritores preferidos. Su
incapacidad para adaptarse a los pensamientos totalitarios, en lo que, sin embargo, se
empeña, es un secreto vínculo entre ellos. Sin embargo, ahora utiliza la negativa de
Benjamin a “ganarse la vida”, según las palabras de su padre, para denunciar su
dependencia. Sin demasiado rigor aquí está ahora hablando contra les hommes des
lettres, entre los que incluye a Benjamin y que contrapone a “lo real”. De nuevo, lo real,
lo imposible.
Las Jornadas llevan un título: La passe et le réel. De nuevo esa logomaquia. ¿Por
qué aquí y ahora debe demostrar su condición de lacaniano? Quizá sea sencillamente su
despedida. Ya le ha sucedido en otras ocasiones, ese llevar a cabo una última
humillación, un último acto de acatamiento antes de irse. Puede que ahora sea lo mismo.
En ese empuje a la ortodoxia, dice por ejemplo: “La clínica es el campo de experiencia
de lo real. El acto analítico es la certeza de ese imposible, de cuyos efectos da cuenta un
análisis”. Acumula afirmaciones así de contundentes, ya que lo real sólo se afirma, no
titubea. Es un saber afirmativo de lo imposible. “Hay un saber en lo real. La experiencia
del inconsciente lo demuestra. Entre la certeza de la angustia y la condición fantasmática,
aparece la dimensión de la verdad… que tiene que ver con un saber en (sic) lo real… El
síntoma, en el desarrollo de un análisis, no es una simple metáfora, es un saber en lo
real…”. Mezcla de hegelianismo y creacionismo, sigue insistiendo, a falta de un
desarrollo argumental más riguroso, en un “saber en lo real”. Ahora el inconsciente es
también un saber en lo real. Pero también “hay un real en el saber, un imposible”, al que
relaciona con la expresión lacaniana de un “ser de saber”, sin asombrarse de la pretensión
simiesca de tamaña afirmación. El ser, lo real, lo imposible, palabras contundentes y
enteramente estancas, meras coartadas epistemológicas que pretenden escapar así a la
habitual confusión “psi”. Hay un saber en lo real, especie de hegelianismo de sacristía, y
hay un real en el saber, que sería como su negación heideggeriano-lacaniana. En todo
caso, como dijera Robert Musil a propósito de Spengler, hace del gallus Mathiae un
galimatías que dicho con contundencia es como si velara su ridiculez. Se ve envuelto en
la confusión del militante que sustituye el pensamiento por la acción. La coherencia es un

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puñetazo sobre la mesa. En estos momentos de turbación quiere aparecer,
asombrosamente, como alguien que no titubea.
Su maltrato al homme de lettres es muy parecido a la acusación comunista del
intelectual como pequeño burgués. De hecho, Benjamin ya había sido acusado repetidas
veces de pequeño burgués, y ahora toma él el relevo, él, un admirador de Montaigne, de
Pascal y de Sánchez Ferlosio en España, todos ellos hommes de lettres y, por tanto,
pequeños burgueses que eligen “el decir de su inadaptación” como “ignorancia de ser
respuesta de lo real”. ¿Qué dice? ¿De qué habla? ¿Qué ridículo secreto de lo real
pretende tener? Ha titulado su intervención de esta manera: “La castración, un secreto de
lo real”, como si tuviera que proponerse, por ser AE, como poseedor del secreto. No se
da cuenta del ridículo que está haciendo con su traición a Benjamin y a él mismo (y a él
mismo que debía a Benjamin, a su ángel de la historia, el descubrimiento de la mentira
del progreso). Y aquí está, convertido en un charlatán militante, empeñado en demostrar
que es un buen lacaniano. ¿Qué le liga a todo esto? ¿Qué pánico al deseo de salir
corriendo en la dirección contraria? Al final, aludía al relato de Kafka sobre la Torre de
Babel. Se había aferrado a ese relato como si fuera una salida, era como un mentís a
todo lo anterior. El texto de Kafka subraya el “empeño en construir una torre que llegue
al cielo sin atender a otras consideraciones, y esa idea ya no puede desaparecer: mientras
haya seres humanos, existirá también el intenso deseo de concluir la construcción de la
torre, así pues no es preciso preocuparse por el futuro”. Los hombres no hacen más que
proseguir ese empeño, cuyo sentido es cada vez más lejano y absurdo, y al final si la
tarea prosigue no es porque se ignore “la insensatez de la construcción de la torre” sino
“porque los vínculos mutuos eran ya demasiado fuertes como para que se pudiera
abandonar la ciudad”. El escudo de la ciudad era el título que Kafka había previsto para
el relato. El escudo de la ciudad era esa maraña de dependencias mutuas que mantiene a
los hombres en la insensatez del empeño.
Esa parte de su texto no era más que una coartada para encubrir la vergüenza de su
posición militante. Su desazón es enorme y cuando Jacques-Alain Miller le dice en un
aparte, no ya refiriéndose sólo a su texto, sino a él mismo: “Su posición es
inaprehensible”, le parece un alivio, pues es como si hubiese podido transmitir su propia
incomodidad ante esta extraña reunión de cuadros del partido. Esta sensación de militar
en un partido cruel va a verse subrayada de inmediato por lo que sigue, lo cual le va a
desvelar finalmente la verdadera razón de esta convocatoria.
Pierre Bruno es un psicoanalista de Toulouse que tiene fama de insobornable y
testarudo. Apenas le conoce. El 21 de abril había escrito una carta al Colegio del pase de
la EEP (instancia que reúne a un conjunto del que forman parte quienes dirigen el
dispositivo del pase y los miembros de la troika), en la que defiende la autonomía del
dispositivo del pase contra los ataques de Jacques-Alain Miller por el manido asunto de
que su valido no fuera nombrado AE. Pierre Bruno retoma una afirmación lacaniana que
dice que “les passeurs sont la passe” (el pase son los pasadores) para deducir de ello que
“franchissement de la passe veut dire avoir, de ce franchissement, transmis la preuve aux
passeurs” (el franqueamiento del pase es la prueba de haberlo transmitido a los

99
pasadores). Eso significa que “la passe est donc une experience, au même titre que la
cure, et pas seulement le récit d’une experience…” (el pase es pues una experiencia del
mismo orden que la cura y no el mero relato de una experiencia). Si es una experiencia,
no se trata de un mero relato, sino de una transmisión en acto. Por lo cual, “qu’un
passant rate sa perfomance, est-il raissonnable d’incriminer passeurs ou cartel?” (¿es
atribuible a los pasadores o al cartel el fallo del pasante?). Este sencillo argumento es un
reproche a Jacques-Alain Miller que ponía el error del no nombramiento de su valido en
los pasadores o en el cartel o jurado del pase y no en el pasante. Eso no cuestiona, añade
Pierre Bruno, el análisis del susodicho y su contribución “à l’élaboration de la doctrine”.
En suma, concluye, sacar la política del dispositivo del pase es requisito indispensable
para su funcionamiento. (Estas citas y las que siguen aparecen en la documentación que
se recoge en el libro de P. Bruno La passe.)
Pero Pierre Bruno va más allá. Lleva un tiempo trabajando el tema del padre real,
simbólico e imaginario. En términos freudianos, el padre real sería “le pére-jouisseur” (el
padre gozador), el padre simbólico en Freud sería el padre muerto y en Lacan “le Nom-
du-Pére”. Después de otras consideraciones teóricas sobre el atravesamiento del
fantasma y de afirmar que en la experiencia de la cura se produce “une rencontre avec le
pére réel” (un reencuentro con el padre real), en el que el sujeto “apprend qu’il n’y a rien
à attendre du pére réel…” (el sujeto aprende que nada hay que esperar del padre real),
llega su última afirmación sobre el riesgo de que en algunos análisis se produzca una
fijación “d’une figure imaginaire du pére réel” (de una figura imaginaria del padre real).
Esto es entendido como una acusación a lo que hacía Miller con sus pacientes al
proponerse como representante de la ley y del goce a la vez, como amo de la institución
y de la doctrina, del grado (la pureza analítica) y de la jerarquía (la dirección
institucional), dejando a sus pacientes sin otra salida que la adhesión fiducial, con lo que
la separación es del todo imposible.
Si es así, este hombre, Pierre Bruno, va a tener que atenerse a las consecuencias.
¡Y tanto! Ahí está Pierre Bruno, sentado ante el tribunal con sus pequeños ojos azules
enrojecidos, sus calcetines de colores mal colocados y su bondad dispuesta al sacrificio.
Pierre Bruno le recuerda a Jacques Tati. Un hombre grande, de rostro fino y hombros
estrechos, bondadoso y desgastado, deseoso de agradar y a la vez acérrimo creyente de
la doctrina y de la clínica lacanianas, por lo cual debe pensar, como ya sucediera en los
juicios estalinistas, que se trata de un malentendido. Ahí está, pues, Pierre Bruno, ante el
tribunal, pretendiendo dar explicaciones a lo que parece que ya se le vino encima como
acusaciones de desvío en la doctrina. Esthela Solano-Suárez, militante milleriana, le ha
acusado de estar prendido del padre sin poder desprenderse de él, “parce que le pére
réel, une fois traversés les Noms qui l’habillent, s’avère être identique à la lettre qui
chiffre la fonction du symptôme, et qui fait existir, par la voie du fantasme, l’Autre qui
n’existe pas” (porque el padre real, una vez desvestido de los Nombres que le cubren, se
revela ser idéntico a la letra que cifra la función del síntoma, y que hace existir por la vía
del fantasma). Pierre Bruno pretende responder con sutilezas teóricas a un juicio que ya
parece definitivo y cuya condena está ya decidida. Le oye distinguir entre “le signifiant” y

100
“la lettre” para esbozar cómo entiende la salida: “L’identification au symptôme: se faire la
lettre qui nomme le symbolique” (la identificación al síntoma es “hacerse” la letra que
nombra lo simbólico). Ignora quizá que el nombre, término que Lacan usa a destajo,
encierra una trampa mortal por incorporar al Dios de Ockham: si no te nombro no
existes. Pero Pierre Bruno prosigue impertérrito, no cesa de dar explicaciones a un
tribunal que ya le ha condenado. Hasta que, por último, Eric Laurent lanza el veredicto
final: “la fin de l’analyse coté male suppose qu’une place excepcionelle puisse être
occupé par telle ou telle figure de l’Autre sans péril pour la virilité du sujet” (el fin de
análisis del lado masculino supone que cualquier figura del Otro puede ocupar un lugar de
excepción sin que por ello peligre la virilidad del sujeto). Todo el asunto se vería así
reducido a un supuesto desastroso final de análisis del propio Bruno, el cual vería
cuestionada su virilidad por el lugar de excepción que ocupa J.-A. Miller y que por esa
razón no puede soportar. Este abuso del argumento ad hominem es de sobra conocido: a
ése lo que le pasa es que es un pobre adolescente, rebelde sin causa, de frágil virilidad,
etcétera, y de ese modo no hay que prestar atención alguna a lo que dice.
La última intervención es de Miller y prosigue con el argumento ad hominem.
Miller suele ser más franco que sus secuaces y apunta directamente al asunto: toda su
elucubración teórica, le dice a Bruno, sólo tiene como finalidad cuestionar “la fin
d’analyse millerienne”, es decir, lo que usted pretende es cuestionarme como analista.
No da crédito a lo que ve y escucha. Se le impone la idea de los juicios de Moscú
en los que cualquier disidencia estaba concebida como sabotaje al partido y a la patria del
socialismo. La crueldad teológica de la poena damni se le hace presente. No es el
tormento físico lo que asusta, sino el temor a ser excluido de la comunidad. El mundo
entero ha quedado deslibidinizado y, contra la propuesta de Freud, toda la inversión
libidinal se ha hecho en un solo campo: el psicoanálisis mismo. El psicoanálisis ha dejado
de ser una curación que devuelve al mundo, según la expresión freudiana, para
convertirse en una enfermedad, ya incurable, de derviches hipnotizados. Porque todo
este espectáculo no podría tener lugar si no fuera por este par de centenares de
psicoanalistas que asisten a él callados, con gesto entre alelado y tonto. La mayoría de
ellos son franceses. Consideraba que quienes han nacido y vivido bajo el terror franquista
estaban habituados a la barbarie, vigilantes para escabullirse a la menor oportunidad pero
también conscientes de que era ineludible una cierta dosis de envilecimiento moral para
sobrevivir. Pero estos franceses, tan laicos y educados, ¿cómo pueden soportar este
espectáculo? En 1782, Masson de Morvilliers había escrito en el capítulo de La
Enciclopedia dedicado a España: “¿Qué se puede esperar de un pueblo que necesita
permiso de un fraile para leer y pensar?”. No le parecían ahora muy distintos estos
franceses de aquellos pobres españoles sometidos a la Inquisición. Quizá anduvo más
atinado Baudelaire en Mon coeur mis à nu al decir que el francés es “un animal de
corral, tan bien domesticado que no se atreve a saltar la valla”.
“La atención es la oración natural del alma”, había escrito Benjamin a propósito de
Kafka. Prestar atención es abrir la posibilidad de enterarse. “La atención es la oración
natural del alma”. Esta pequeña y hermosa frase de Benjamin, que lee a su vez en un

101
texto de Celan, le revela que no se trata de rezar sino de enterarse, que quienes rezan no
soportan enterarse. No sabe si éstos no se enteran o, por el contrario, están de sobra
enterados y esto no es más que la confirmación de una exigencia transferencial
horripilante, que es la manera más contundente de no enterarse y de cargarse de razón.
Su turbación es extrema y una cosa es clara: ya no hay vuelta atrás.
En verano vuelve a Marruecos, país al que acude con frecuencia para
desconectarse de este sistema de obligaciones que desde niño le empuja a ir en la
dirección impuesta, con quienes ejercen el poder o el dominio del tipo que sea, en vez de
salir corriendo en la dirección contraria, que es lo que realmente siempre ha querido. Ya
de niño miraba partir los trenes hacia Madrid con la tristeza en el rostro de quien ha
vuelto a perder una nueva oportunidad, quizá aterrado ante lo desconocido, ante un
sistema frontal de prohibiciones de vivir. Es ist Zeit, das es Zeit wird, dice el bellísimo
verso de Paul Celan, ya es tiempo de que el tiempo sea, ya es tiempo de la partida, sin
preocuparse del contenido de la meta, weg von hier, das ist mein Ziel. Pero aún sigue de
la misma manera, perdiendo una y otra vez la oportunidad de salir corriendo en la
dirección contraria. Por el momento, Marruecos figura para él como la dirección
contraria.
En Ouarzazate se encuentra con Ahmed, un conocido que vende alfombras y con el
que había simpatizado. Durante unas horas ante unos vasos de té se refugian en las
terrazas de la tienda y él le cuenta de forma somera y a su modo lo que le está pasando.
Ahmed quiere saber si su vida correría peligro por irse. Ante la respuesta negativa,
querría ahora saber si es que tal vez ya no podría ganarse la vida fuera de esa
organización. La respuesta es también negativa y entonces sorprendido saca sus manos
de la gandora y con un gesto de incomprensión le pregunta: “¿Por qué, entonces, no te
marchas?”. “¿Es lo que tú harías?”, pregunta a su vez. A lo que Ahmed responde: “Yo
me iría a mi pequeño pueblo a tomar leche de camella con higos frescos al amanecer”.
Feigennährt sei das Herz, así comienza el poema de Celan, Andeke, nutrido de higos sea
el corazón. Pero su corazón no se siente libre.
Ahmed es de tez oscura, dice que es de origen tuareg y viene de un pueblo que vive
de los camellos, cerca de Goulimin. ¿Será verdad lo que dice este hombre o simplemente
es un elfo, de los que se habla al comienzo de la segunda parte del Fausto de Goethe,
que acude al quejido del desdichado?:
Kleiner Elfen Geistergrösse
Eilet, wo sie helfen kann;
Ob er heilig, ob er böse,
Jammert sie der Unglücksmann

(Los pequeños elfos acuden prestos allí donde pueden ser útiles. Tanto si se trata de un santo o
de un malvado, el desdichado, quejumbroso, los llama) (Parte II, acto 1).

Pero él siempre estuvo asustado por no tener donde ir. Ningún pueblo le espera con
un plato de leche de camella e higos frescos. Esa necesidad de asegurarse le deja fuera
del tiempo. Podía decir, siguiendo con Fausto:

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Zu diesem Schritt sich heiter zu entschliessen
Und wär’s mit Gefahr, ins Nichts dabin su fliessen.

(Ha llegado el apacible momento de decidirse, aunque eso tenga el peligro de hundirnos en la
nada) (Parte I).

¿Por qué no lo hace? Escruta la belleza de la kasbah de Taourirt al atardecer, rojiza


y violeta, mientras los gorriones se agitan felices en su entorno. Si fuera un gorrión o una
de esas elegantes palomas de plumaje fino y azulado que se posan en las altas paredes de
la kasbah, si fuera ese gorrión o esa paloma o una de estas vertiginosas golondrinas que
acaban de aparecer, no vacilaría, su memoria habría desaparecido y con ella el mandato
materno de formar parte de los elegidos del mundo.
En Erfoud entra en la cocina del bar donde desayuna para preparar el café y tostar
el pan, y en Merzouga, mientras duerme a la luz de la luna, parece ya decidido a
abandonar tanta servidumbre. Pero, a medida que se acaba el viaje, se turba y
Marrakech ha adquirido de pronto el tono triste de la disolución del mundo. El sol rojizo,
ya anaranjado, se pierde en un horizonte neblinoso, redondo y solemne. Ya no verá este
constante ajetreo de los pobres ni sentirá estos olores. El bienestar, el orden y la
proporción, las cosas bien adornadas son la muerte, la mentira de que se vive o el crimen
de la aversión y del desprecio a los pobres. El mundo está ya ocupado y los pobres son
un estorbo. De pronto, detesta España y Europa. El psicoanálisis no es un pensamiento
subversivo, es, piensa ahora, una de las ideologías del éxito que llama al fracaso pulsión
autodestructiva. Volverá a España y de nuevo sucumbirá a la inapelable tentación de dar
respuestas. Antes del viaje a Marruecos, Eric Laurent le ha comunicado su
nombramiento como miembro del jurado o cartel del pase de la Escuela. Ahora vuelve a
ese vanagloriarse y a esa humillación, y Ahmed, como este sol de Marrakech, pasará al
olvido.
Nada más volver a Madrid escribe una carta a sus allegados del CF. Escribir una
carta es justo lo que no tendría que hacer. ¿Cuándo la experiencia será suficiente como
para coger los bártulos y largarse sin ninguna explicación? Parece que aún no lo es, pues
aquí anda de nuevo preguntándose ante estos allegados, en un castellano discutible,
“¿cuándo fue que me di cuenta de que ya no pertenecía a esta Escuela?”. En vez de
callarse y salir corriendo en la dirección contraria, escribe una carta, para, según dice,
precisar su posición, para justificarse y denunciar. Esto es una grave equivocación, pero
cree que no, que hay todavía un camino que recorrer juntos en vez de salir corriendo en
la dirección contraria, para lo que sólo tendría que callarse y no decir nada y no escribir
nada, y así no contribuir a estropear más el mundo. Actúa como el suicida que anuncia a
los cuatro vientos su suicidio, haciéndolo así imposible. Esta larga carta de ocho folios
comienza de esta manera:

Me hago esta pregunta hoy 26 de agosto de 1997. Si quiero establecer la fecha es por dos
motivos. El primero de ellos reside en que sé que se inicia un tiempo en el que los
acontecimientos se van a precipitar más deprisa de lo que quizá cada uno quisiera. Estamos

103
embarcados en una historia hasta ahora ajena, pero que ya no va a seguir siéndolo, que ya no
puede seguir siéndolo, porque nos toca de lleno y atañe al destino mismo del psicoanálisis…

Así comienza, con ese estilo solemne, incluso grandilocuente, dándose importancia,
como si creyera que trae la luz a sus colegas. No se arredra. Dice: “Nuestra propia
práctica institucional está intervenida por las intrigas institucionales… y la transferencia
analítica tiene el riesgo en estas condiciones de ser puesta al servicio de maniobras
institucionales”. Si es así, ¿a quién habla? Si lo cree, ¿por qué no abandona?, ¿aún piensa
que lo que hay es una perversión del lacanismo y no una perversión lacaniana?
Piensa, por el contrario, o así al menos lo formula para poder creerlo, que “la
dialéctica lacaniana de agrupamiento-disolución, según el modelo del cartel, puede
ayudar a resolver la ineludible paradoja de la institución psicoanalítica”. Esa paradoja es
la repetida contradicción entre la singularidad del sujeto y el vínculo colectivo, entre la
particularidad de la soledad del analista y su trabajo en común. Suele ser una paradoja en
la que se escuda el aislamiento y la impunidad de quien no tiene que debatir con los de
fuera ni justificarse ante otros saberes, sino sólo someterse al ritual y al rezo de la
adhesión comunitaria.
El segundo motivo con el que responde a la pregunta “¿cuándo fue que me di
cuenta de que ya no pertenecía a esta Escuela?” es lo sucedido en las Jornadas de AE de
Bruselas. Para colmo, después de estas Jornadas, Jacques-Alain Miller había convocado
en Arcachon una especie de asamblea general paralela para establecer que había dos
escuelas: la milleriana, o escuela viva de la enunciación, así llamada, y la otra, la escuela
del enunciado, burocrática y dogmática. Eso le parece el colmo y lo compara con la
revolución cultural maoísta. Así pues, indignado, una vez más indignado, escribe:

Desde el mismo Aparato del poder se acusa a los demás de burócratas, de alentar una
concepción aburrida, mediocre y dogmática de la Escuela. Maniobra sutil y formidable. ¿Cómo
no evocar aquella época en la que el horror tomó la formulación de “revolución cultural”?
Maniobra no por siniestra menos genial. El Autor único, el Único guía, en su decrepitud
vampírica promueve la alianza con los jóvenes, la llamada “Joven Guardia Roja”, con los
adolescentes en busca del Padre poderoso, para arrasar, mientras recitaban el “Libro rojo”, un
poder más anónimo, más social, que, por ley de vida, colocaba al Gran Timonel en el lugar
simbólico de la transmisión, es decir, de la muerte, el lugar del Padre muerto y no el Padre de la
Horda. Pero el Padre de la Horda se erigió en Enunciación frente al “dogmatismo” de los
enunciados, Único enunciador del Proceso Histórico. Autor y Proceso Histórico coincidían. No
bastaba lo que Sartre llamó la “obediencia de cadáver”, no había escapatoria, había que enarbolar
algún signo de lealtad. Y el signo de lealtad, en esas condiciones, es siempre el mismo: una
confesión y una denuncia, y si la denuncia se dirige a los más cercanos (padre, hermano,
etcétera) será entonces más convincente.

¿Para quién habla? ¿A quién se dirige? ¿No será para convencerse a sí mismo?
Queriendo corregir su intervención en Bruselas, escribe: “Elijo la tradición de Walter
Benjamin, no la de Carl Schmitt o Pareto. Lo que viene a resultar indecible, decía
Benjamin, no se contrapone al lenguaje, sino que lo habita y moldea como límite

104
constitutivo de su propio decir”. Habla demasiado. Esto no puede terminar bien.
Recuerda que Séneca definía la libertad como “el empeño de vivir entre hombres libres”.
¿Qué propone? ¿A quién se lo propone? Por último recuerda de nuevo el relato de Kafka
sobre la Torre de Babel y concluye así: “¿Seremos tan insensatos de permanecer en la
tarea absurda de construir la mítica Torre de Babel, la Torre Mundial, en la que ya nadie
cree, simplemente por la comodidad del alojamiento? La vida, el deseo, comienza de
nuevo más allá de las murallas”. Más allá de las murallas. Pero él sigue ahí, dentro de
las murallas, aunque estas murallas tengan ya poco que ver con la cerchia antica en la
que vive in pace, sobria e púdica la Florencia del Paraíso de Dante. Esta otra Florencia,
la Florencia del infierno, es la cerchia del odio y la guerra. Sería tan fácil de abandonar,
pero ¿dónde ir? Esa pregunta estúpida no sabe si le asusta o es de nuevo la culpa por
irse. En todo caso ha cometido el error de los buscadores de sentido, que sólo lo
descubren en manada.
Lo único que consigue con esta carta es que le animen a seguir. Además, la
expectativa de ser miembro del jurado del pase, se dice a sí mismo, no debe perderla.
Ahí comienza una triste historia de disimulo, comienza o prosigue, pero ahora ya conoce
el final, pero aun así insiste por mor, piensa, de la buena causa del psicoanálisis. El grupo
que se está formando junto a Colette Soler puede que inaugure un nuevo modo de vida
colectiva entre los psicoanalistas regido por el pensamiento creativo y la investigación
clínica. Quizá lo cree así. El CF se ha quebrado y de esa quiebra, piensa, surgirá algo
nuevo.
De un modo contundente y rápido se ha instalado en todo el CF una táctica del
disimulo y de la desconfianza. Las alianzas enarbolan la bandera de la infamia y puesto
que estamos en las trincheras ya todo está permitido. La pureza psicoanalítica, el llamado
por Lacan “psicoanálisis puro”, que se da en el testimonio del pase, es en esta situación
una insoportable hipocresía. No es posible continuar así. En su anhelada experiencia
como miembro del jurado del pase, sólo consigue arrastrar durante unos meses un tedio
y una vergüenza mal disimulados. Cada mes se reúnen dos hombres y tres mujeres para
decidir sobre el nombramiento como AE de los pasantes. Deciden sobre la experiencia de
lo real: el sillón del psicoanalista vacío en un sueño, el asomarse sobre el vacío en una
cueva oscura y otras sandeces. Dictaminan sobre el ser psicoanalista. Es un lugar
detestable. Los pasantes más ambiciosos son los que procuran inventarse un final de
análisis para la Escuela. Cada uno quiere, como Maquiavelo, su Florencia, el título y la
adhesión. La cuestión reside en que el pasante se muestre decidido, lejos de toda
vacilación y de todo aquello que pudiera apuntar a la indeterminación neurótica o cultivo
de la castración: el no saber, el dudar, el extrañamiento. La figura de referencia sigue
siendo el “guerrero aplicado” de Jean Paulhan, que no busca “hacerse ser” sino “hacerse
a ser”, pues ya se sabe que “hay a” y que ese a es un objeto muy particular, sin relación
(no hay relación de objeto) que la Escuela colectiviza, pero siendo a la vez singular e
indecible. Basta entonces que el pasante, el sujeto que aspira a ser nombrado AE,
muestre su decidida confianza y certeza, en suma, que no va a retroceder, para que se le
aplique el estribillo de la destitución subjetiva y de la travesía del fantasma. Lacan había

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dicho en su Proposición de 1967 sobre el pase y la Escuela: “Yo articulo ahora las cosas
para personas que me entienden”, y continúa: “Hay objeto a, ex-siste ahora por haberlo
yo construido…”. La neurosis es una enfermedad de la pregunta, dicen tanto Miller
como Colette Soler, aunque ésta aparezca ahora del lado de los enfermos que han sido
expulsados de la “casa del ser”.
¿Qué hace aquí? Al final se rinde, hay como un cansancio por tanta desazón
acumulada. Ya no puede seguir y lanza una carta pública en la que de nuevo en vez de
callar y marcharse a todo correr en la dirección contraria, denuncia, justifica su marcha y
reclama a la vez una nueva continuidad. Denuncia a Jacques-Alain Miller por tener y
ejercer una versión patrimonialista de la Escuela, le acusa de caciquismo y de hipocresía
clerical. Le dice por ejemplo:

No se trata de si usted es más uno, menos uno o uno y medio, benéfico o no, de la AMP.
Usted es sencillamente su dueño. Usted es el dueño. La AMP, el CF en general, es su finca. Así
se puede entender su enfado con Colette Soler, su ira por la no nominación de X, su
desesperación con los que en vez de estarle agradecidos le critican. Le deben parecer ingenuos e
ingratos. Usted es el dueño. ¿Es que no se dan cuenta?, se preguntará…

¿Pero no ha sido acaso Miller quien ha creado toda esta red institucional y
mercadotécnica con plena dedicación e inteligencia? ¿Por qué escandalizarse ahora y
discutirle esa propiedad en razón de no se sabe qué derechos espirituales colectivos?
Probablemente es injusto con Miller, un hombre atrapado en su personaje, en su funesto
destino de ser el profeta de Lacan, su albacea y su profeta. Hay algo trágico en ese
personaje, un halo trágico que le viene de su impronta de elegido. Ha dado cobijo a
muchos que no tenían dónde guarecerse, necesitados de amo y de un lugar donde
sentirse formando parte de algo.
Si no quiere continuar, ¿por qué no se marcha tranquilamente con los bártulos a
otra parte sin formar tanto jaleo como si de una amenaza contra el orden del mundo se
tratara? ¿Para qué le han servido tantos años de análisis si aún no se ha apercibido de
que lo que gobierna el desamparado corazón de los hombres, incluido el suyo propio, es
el afán de pertenencia y la guerra? Si ama tanto la clínica, como dice, ¿por qué no se
limita a su trabajo con el rigor que le permite una práctica cuya indeterminación no le
exime de ese rigor, en vez de denunciar lo que ya debería ser sólo pasado? Pero actúa
como si estuviera cargado de razón. Es el psicoanálisis lo que está en juego, se dice.
Profeta apocalíptico al servicio del ideal psicoanalítico, lo que hace no es analizar las
cosas, lo que sucede, sino denunciar y escandalizarse. En el fondo, quizá anda
protegiendo su propia pertenencia al psicoanálisis. Quizá teme que el psicoanálisis no sea
más que un espejismo de la comunidad. Por eso quizá se detiene y su carta termina con
una propuesta:

Propongo un Foro psicoanalítico. Convoquemos en otro lugar nuestro interés por el


psicoanálisis. Un Foro es democrático. Por democrático entiendo un tipo de procedimiento […]

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según la experiencia del no-todo. Un Foro psicoanalítico requiere un período constituyente que
puede ser apasionante […]. En esta Escuela hay muchos analistas. No estamos en los
comienzos de la transferencia psicoanalítica. Es el momento de pensar seriamente una Escuela
del Pase.

Ahora se hace rigorista. Está proponiendo una nueva alianza, la de los justos, a la
vez que quiere un sistema de entendimiento llano, sin jerarquías y sostenido en la bondad
del objetivo, el psicoanálisis puro que ahora va a regir sus vidas. ¿Eso es lo que ha
aprendido de esta miserable y sucia crisis, mezcla de rencor y afán de dominio? Colette
Soler le felicita calurosamente por su carta, la cual tiene una rápida difusión en toda la
AMP. Toma por asentimiento y acuerdo lo que simplemente es un arma de guerra, y que
cuando ésta acabe habrá perdido su utilidad.
Ese verano vuelve a ver a Ahmed en Ouarzazate y le cuenta que le hizo caso, que
se fue. Le miente así, aunque ni siquiera se da cuenta de ello. Pero Ahmed no presta la
menor atención al asunto y le habla de la extensión de su negocio y de que ahora vende
muchos más artículos tuaregs, como puñales, brazaletes, cadenas, fíbulas y pectorales.
Tiene un momento de desconcierto mientras oye a los gorriones piando en el patio, es un
momento casi imperceptible, pero suficiente para darse cuenta de que este día que se
inicia es un día enormemente diverso y plural donde muchos van a perecer atravesando
en pateras humildes y peligrosas ese estrecho de Gibraltar que él atraviesa una y otra vez
en avión, y otros van a enamorarse o a recibir o sentir la calidez de alguna compañía, y
otros van a proseguir con su activismo destructivo, y tantos otros van a aburrirse
insensibles en su rutina habitual, mientras él ha llegado a creerse que era el ombligo del
mundo y que ese pequeño infierno de los psicoanalistas agrupados era el espacio mismo
de la Tierra. El psicoanalista, acostumbrado a producir dependencias afectivas, es
proclive a creerse la única referencia del mundo. Mejor hablamos de otra cosa, se dice,
mientras una mujer, amante de las compras, suscita todo el interés de Ahmed en su
nueva tarea de vendedor de orfebrería tuareg. La vida es diversa y empieza tras las
murallas del encierro en la torre. La Torre de Babel es un contrasentido, pues lo babélico
es lo imposible de reducir a unidad, y que esa única torre llegue al cielo es por siempre
una tarea inacabable, afortunadamente.
A su vuelta a Madrid, la división del CF finalmente se ha producido. Un nuevo
agrupamiento, virgen y novedoso, comienza. Se fundan los Foros que finalmente han
sido llamados Foros del Campo Lacaniano. En torno a ellos se junta gente muy diversa
y a la larga incompatible: están los lacanianos ortodoxos, los lacanianos reformistas, los
nuevos lacanianos y los críticos de diverso tipo. Los lacanianos ortodoxos son los afines
a Colette Soler, para quienes el objetivo es crear una Escuela según el modelo anterior
pero sin el “tirano” Miller. Los lacanianos reformistas son los que quieren remozar el
dispositivo del pase y hacer algunas modificaciones en los modos de jerarquía
institucional. Los nuevos lacanianos prefieren el asambleísmo y el espontaneísmo, vienen
de fuera del CF o, en todo caso, no han vivido los entresijos de la crisis. Los críticos son
diversos, son en parte los lacanianos reformistas, como Pierre Bruno, Isabelle Morin,

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etc., pero son también los que van a cuestionar el lacanismo institucional o la versión
lacaniana de la institución psicoanalítica. Las posiciones no están definidas, pero no
resultaría difícil prever la evolución, ya que el nuevo agrupamiento está regido por el eje
magnético de las transferencias con Colette Soler, y ella considera la salida de cada cual
del CF como un acto de adhesión a su persona.
Su primera iniciativa es crear un espacio de enseñanza enteramente autónomo de
toda dependencia institucional y doctrinaria. Es urgente hacerlo puesto que Colette Soler
ya anda promoviendo espacios de enseñanza bajo la denominación común en todos los
lugares de Formaciones Clínicas del Campo Lacaniano (FCCL). Él promueve con
rapidez la creación de un espacio de enseñanza independiente de los Foros. Se inspira
para ello en el Collège de Sociologie de Bataille, Callois, Klossowski y otros. No es que
personajes como Bataille o Callois le entusiasmen, incluso los efluvios de Bataille sobre el
dolor “extático”, que es de donde Lacan toma su perversa obsesión por el “goce”, le
produce en realidad desagrado, pero la idea de un Collège de debate clínico, de
enseñanza diversa y plural, donde los alumnos estudien tanto a Freud (o a Lacan) como
a Melanie Klein, a Winnicott, o estén al tanto de los avances o de los fracasos en biología
molecular del cerebro, eso le entusiasma y está, por tanto, dispuesto a creer en su
posibilidad. Es como si finalmente hubiese encontrado un modo de trabajo institucional,
un Instituto de formación psicoanalítica en el que se podría impartir una enseñanza de los
conceptos y sus conflictos o contrariedades, de cómo se abrió paso la teoría
psicoanalítica, de sus limitaciones y malentendidos, incluso de sus aberraciones, donde se
podría tratar tanto de Kant, Herder, Plessner y Gehlen, como de los inicios de la
epistemología y de la clínica psiquiátrica. Para ello es condición ineludible proteger ese
espacio de la invasión institucional de la Escuela psicoanalítica. Escribe un manifiesto en
el que entre otras cosas se dice:

Freud distinguía la Asociación de los analistas y el Instituto de “formación” o enseñanza.


Es necesario mantener esa separación para que la enseñanza no se convierta en la hipocresía de
una profesión. Hoy, esa separación nos parece aún más necesaria si cabe, pues sabemos que la
confusión de ambos lugares ha provocado que la enseñanza del psicoanálisis esté demasiado
sometida a la arbitrariedad y a las vicisitudes del Grupo analítico, que tenga demasiado que ver
con sistemas o mecanismos de adhesión, que se trate más de un saber a gozar, de un saber para
ya convencidos de antemano, que de un verdadero deseo de saber. Por esa razón hemos tomado
la decisión de fundar el Colegio de psicoanálisis, con el objetivo de una enseñanza sostenida en la
investigación y en la clínica. El Colegio de psicoanálisis se inspira en la propuesta freudiana de
abrir un espacio autónomo de enseñanza del psicoanálisis, abierto a los saberes y las prácticas
que constituyen su horizonte…

Ninguna alusión al lacanismo. Lo fundamental es preservar la independencia de este


espacio, que introduzca en el psicoanálisis la revisión crítica y la libertad de enseñanza.
Por eso se aboga por “un discurso no sólo sostenido sino hecho desde la pluralidad de la
propia experiencia analítica y clínica, no atrincherado entonces en fórmulas y enunciados
doctrinales sino descompletado y relanzado cada vez por la experiencia radical del límite

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del discurso y del saber, conquista de una subjetividad imposible de hacer coincidir
enteramente con identificaciones al patrón o canon del Otro”. Por último, inspirándose en
una metáfora de Bataille o de Klossowski, termina diciendo:

Si carecemos de instrumentos que tengan la precisión de la cirugía, hemos de buscarlos


allí donde las palabras se pulen, inciden y provienen de ese momento inaugural en el que la
prueba de lo real lo convierte en una herida y en una pasión. De ese momento inaugural del
trauma nos consideramos herederos.

Sabe que si no se preserva este espacio de enseñanza de la asfixia endogámica y de


la servil superchería de la Escuela, todo lo acaecido no habrá servido de nada. Se funda,
pues, el Colegio de Psicoanálisis de Madrid con treinta miembros y con una finalidad
exclusiva de enseñanza. Cree que así queda protegido de los avatares de los Foros.
Los Foros que se van fundando toman el nombre de Foros del Campo Lacaniano
(FCL), los espacios de enseñanza se llaman Formaciones Clínicas del Campo
Lacaniano (FCCL) y la futura Escuela se llamará Escuela de Psicoanálisis del Campo
Lacaniano (ECL). En definitiva, una copia exacta del modo organizativo del CF.
No está de acuerdo con la institucionalización de los Foros a los que él, en su carta
pública a Miller, concebía como espacios más abiertos y no jerárquicos. Dicha
institucionalización empieza a provocar, por un lado, la marcha de algunos que se
acercaron en un primer momento y, por otro, la primera fragmentación en España por el
desacuerdo en la distribución de las funciones y de los nombramientos.
Dada esa división, ayuda a fundar un tipo de asociación, que no tuviera que ver con
los llamados Foros y sí con la posibilidad de constituir un espacio de encuentro y debate
de las diversas corrientes psicoanalíticas y, en general, del ámbito “psi” en España.
Propone que dicha asociación se llame Asociación española de Psicoanálisis (AeP).
Pero, sea porque no es el momento o porque no hay sobre eso un verdadero acuerdo
sino una divergencia aplazada, termina llamándose Asociación española de
Psicoanálisis del Campo Lacaniano (AePCL). Si el objetivo es que tenga ese carácter
de independencia institucional y doctrinaria, es contradictorio que se añada lo de “Campo
Lacaniano”, pero sus colegas más cercanos en la tarea de fundación de esa asociación
dicen que no es el momento de plantear ese asunto dada la situación de división que hay
y la pérdida de poder de influencia que supondría. A la espera de tiempos mejores, limita
su actividad al seminario que imparte y a dirigir la revista de la asociación a la que titula
Clínica y Pensamiento y en cuyo comité de redacción incluye a dos psiquiatras y a un
profesor de filosofía de las ciencias, que no son miembros de la AePCL, lo que pronto va
a crear recelos contra él por su “personalismo”. Pero ahora la ocupación de todos es los
Foros. La AePCL no tiene otra actividad que la revista, unas modestas Jornadas anuales
y un grupo de trabajo de algunas colegas que no parecen muy conformes con las tesis
freudo-lacanianas sobre lo femenino. La mayoría de los miembros andan de todos modos
ocupados en la institucionalización de los Foros, por lo que quienes se ocupan de las
pocas tareas de la AePCL son siempre los mismos, unas siete u ocho personas, las

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menos interesadas en la futura Escuela.
La actividad de los Foros se orienta, por el contrario, hacia la futura Escuela y
aunque él no tiene mucha participación, ya que no quiere repetir la anterior experiencia
de la Escuela, se alinea con el grupo de Pierre Bruno, Isabelle Morin y Marie Jean
Sauret, que proponen una Escuela sin asociación, reducida al dispositivo del “pase” y que
entiende el “pase” como un espacio de investigación clínica acerca de los finales de
análisis. Pierre Bruno empieza a escribir con intensidad y frecuencia sobre el tema ante la
indignación de Colette Soler. Colette Soler no está de acuerdo ni con las tesis de Pierre
Bruno ni con la existencia de la AePCL. En España empieza a producirse una posición
ambivalente de supuesta mediación entre las posiciones de Pierre Bruno y las de Colette
Soler, pero en realidad son incompatibles, ya que las de Pierre Bruno van en dirección
contraria al liderazgo y a la institucionalización jerárquica que pretende Colette Soler. Sus
colegas españoles quieren ambas cosas y ya se sabe lo que eso significa, el sacrificio de
nuevo de Pierre Bruno y de sus allegados, los cuales, al no aceptar una Escuela de
psicoanálisis calcada de la anterior, quedarán fuera de la nueva Escuela.
Esto le aparta cada vez más de toda actividad institucional. Por otro lado, su amigo
muniqués, Alfred Hermann, ha enfermado de repente: un cáncer óseo irreversible le ha
llevado de la luminosa Essaouira a un hospital de Heidelberg. Había recuperado el
contacto con Alfred, a quien veía de vez en cuando en Barcelona o en Essaouira, y el
año anterior habían quedado en verse en un pequeño pueblo de los Alpes franceses
donde tenía una casa familiar. Le telefonea cada semana y Alfred le habla de su dolor
intenso y le repite que la vida es lo que acontece y que ahora le toca este final, pero que
sería estúpido renegar de la vida sólo por este final y desconocer lo anterior, sus amigos,
su pasión por las mujeres, la poesía y la pintura. Alfred, al que había conocido por
mediación de Mateo Vilagrasa, ya que era su galerista en Múnich, era entrañable, jamás
se quejaba, amaba con intensidad a sus amigos, a los que, por otro lado, nunca
importunaba ni agobiaba. Siempre dispuesto a tomar unas copas y a iniciar cualquier
viaje, buscaba el calor de la compañía, nunca las confidencias, por lo que no mostraba el
más mínimo interés en los chismes. Amaba el Sur y ya había empezado a chapurrear el
árabe. Ponía pequeñas hojas en los espejos con frases en árabe para aprender un idioma
que se le resistía.
Alfred, aunque no vivió de manera estable en Essaouira, formaba parte de ese
pequeño grupo de inadaptados europeos que terminaron exiliados en esta pequeña
península atlántica. Como ellos, no trataba de construir una ideología sino un estilo de
vida que le protegiera en su marginación del hecho de no pertenecer al poder y estar, por
ello, expuesto a la mayor indefensión. Estos inadaptados de Essaouira atestiguan que hay
una parte del hombre que no pertenece al poder. No tienen ambición, ni quieren triunfar.
Eso resulta ser un pecado imperdonable porque convierte toda propaganda en basura, y
hace de la famosa frase de Talleyrand –“es peor que un crimen, es un error”– una
estupidez. La vida del hombre es probablemente un error, por tanta indefensión y tanto
miedo, pero eso no tiene por qué hacer preferible el crimen. Pero, claro, los llaman
fracasados, neuróticos y, por alguna estúpida razón, impotentes y cobardes. Quizá,

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porque decidieron no morir con las armas en la mano ni con las botas puestas.
Sencillamente decidieron un estilo de vida al borde de su imposibilidad. Quizá sólo
quieren encontrar la luz abierta y viva del amanecer cuando saltan de sus camas.
Desde luego ése era el caso de Alfred. Formaba parte de esa legión de “neuróticos”,
enfermos de la pregunta, como dicen los lacanianos, descontentos, culpables, indecisos e
inadaptados, cuyos representantes en Essaouira terminarían diezmados por el desarrollo
turístico y la conquista europea de esa hasta entonces secreta ciudad. Murió cuando ya
estaba comenzando la diáspora de estos inadaptados de Essaouira. Murió el 4 de octubre
del 2002. Quizá fuera por el momento, pero esta muerte le afectó de manera precisa. Se
apartó definitivamente de toda intriga. Sus pacientes, sus seminarios, sus libros eran toda
su actividad pública. Se fue apartando definitivamente de sus colegas y la fundación de la
nueva Escuela le cogió lejos de todo interés por esa mezquindad vengativa y
presuntuosa. Se ha olvidado de sus colegas a los que ya prácticamente no ve nunca. No
tiene la menor conciencia de la gran molestia que provoca en sus antiguos amigos su
crítica a Lacan, la burla de sus mezquinos rituales de purificación y aislamiento. Así que
cuando estalla el escándalo le coge enteramente de improviso, pues ha cometido la
equivocación de creer que se puede permanecer en un grupo, en una comunidad, sin
participar de sus mentideros y sin que eso provoque una irritación insoportable en el resto
de colegas.
De la Escuela lacaniana se dice que constituye la encarnación del discurso analítico,
que no es ni un grupo ni una institución, sino algo más, conforme a la distinción que
hacen los alemanes entre Gesellschaft y Gemeinschaft. La Escuela, como Gemeinschaft,
no se rige por una normativa burocrática o por intereses corporativos, sino por la “causa
analítica”. La Escuela conserva la pureza y la particularidad de una causa que exige
pertenencia única e iniciática, puesto que proviene de una conversión que vincula a cada
uno, uno por uno, con lo real. Lo “real” ya es un término meramente abusivo que tanto
sirve para referirse al vacío de la no existencia del Otro, que era como, por ejemplo, Karl
Barth definía la relación del creyente con Dios, como, por decirlo con palabras de
Romano Guardini, para hablar de un modo de pertenecer que es “un estar referido y
estar vinculado a lo real” y ese real es “el redentor eterno-real” (Guardini, pp. 76-77).
Lo que en Barth o en Bonhoeffer o en Romano Guardini puede tener ese carácter
abismático de la angustia de la criatura, en la Escuela es mero ritual de una pertenencia
única, es decir, fatigosa superchería. La Escuela es la única valedora de lo real y lo
demás son trivialidades. Lo lacaniano propiamente dicho es la Escuela, ese lugar
privilegiado en el que todos participan en un solo cuerpo. La Escuela responde al “deseo
de absolutización”, del que hablaba Romano Guardini (p. 101), que siente toda
comunidad por su fundador. En este caso la absolutización responde exclusivamente a la
inercia institucional de permanecer, es sólo cinismo.
La enseñanza misma no es de Lacan sino sobre Lacan, de ahí que sea incompatible
con cualquier otra, pues por todas partes aparece esa dimensión de la Escuela Una, como
la llaman. Cualquier otra instancia, sean los FCL (Foros del Campo Lacaniano) o las
FCCL (Formaciones Clínicas del Campo Lacaniano), son a lo más espacios de un

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catecumenado que ha de llevar al metuente a la condición de prosélito.
Así pues, la creación de la EPCL (Escuela de Psicoanálisis del Campo Lacaniano)
tiene efectos devastadores sobre anteriores escarceos con la diversidad de orientaciones
doctrinarias o con la convivencia en espacios comunes de fervientes lacanianos con
críticos de Lacan. De pronto, aquello que parecía un respiro y una salida al encierro
conventual termina siendo una cacería del hereje.
En la medida en que se recupera la sensibilidad respecto al mundo, se recupera la
intimidad, y la apertura a la diversidad permite la percepción del otro: su vitalidad, su
desazón, sus temores y sus tirrias, su soledad, su dificultad para vivir y su anhelo de
vivir. Cuando se recupera la sensibilidad, la vida adquiere el ritmo y el sonido de su
temporalidad, en contraposición con el estrépito de la vida colectiva. La clínica es ahora
su tarea, y descubrir que el debate clínico carece de fuerza ante el muro de la pertenencia
colectiva pasa a ser el reducido campo donde se desarrolla la marginación de su
enseñanza. Sin embargo, descubrir eso, descubrir que lo que se aprende de la clínica
posee más vida y esclarece más que todas y cada una de las elucubraciones que
únicamente se sostienen en la “decisión de fe”, contiene, a pesar de todo, un bienestar
irrenunciable. Pero esa marginación iba a ser no sólo ejercida sino decretada.
Quienes no han entrado a formar parte de la pertenencia única a la Escuela Una (es
curioso el que toda escuela lacaniana sea Escuela Una, aunque sean muchas, como ya
sucedió en otra época con los partidos comunistas, que siendo cada vez más numerosos,
todos se tenían por el Partido Único), no se han dado cuenta aún del abismo que se ha
creado entre ellos y la Escuela. Una vez más no se dan cuenta de que su mera presencia
es persecutoria para los adeptos, los cuales se ven llevados, más pronto o más tarde, a
buscar la manera de desprenderse de esa molesta presencia.
Con la creación de la Escuela (EPCL), la AePCL ha perdido interés. Pero la
Asamblea anual de la AePCL ha de decidir acerca del cambio de nombre, pues como ya
se había establecido en la Asamblea anterior, no parecía muy congruente mantener la
acepción “campo lacaniano” para una asociación que ni siquiera formaba parte del
Campo Lacaniano. Ahora bien, entre medias se ha creado la Escuela, y entonces ningún
espacio es ya posible por fuera de esa referencia vertical a la Escuela del Campo
Lacaniano, la Escuela es la referencia. La nueva presidenta, Piedad Ruiz, que no ha
participado en la creación de la nueva Escuela, escribe un texto en nombre de la Junta
Directiva, con el fin de relanzar el debate antes de la Asamblea General, en el que
recuerda el asunto pendiente y establece una vinculación entre Campo Lacaniano y
Escuela como argumento para promover el cambio de nombre y mantener así la AePCL
al margen de la Escuela, como era su propósito fundacional. El texto, entre otras cosas,
dice con toda franqueza: “La creación de la Escuela abrió un conflicto: el hecho de que
algunos miembros de la Asociación decidieran no pertenecer a dicha escuela por no
poder suscribir sus principios rectores, frente a otros que no compartían el mismo punto
de vista afectó inevitablemente a la Asociación”. En el capítulo de conclusiones se
propone “revisar sobre qué cimientos se construyó la asociación y, sobre todo, cómo
queremos habitarla y a quiénes queremos acoger en ella”.

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La reacción fue de una extraordinaria virulencia. Él está completamente al margen
del debate, pero un día se ve envuelto enteramente en él. Alguien, con quien en otro
tiempo ha compartido viajes y otras cosas de la vida, escribe un libelo en el que se le
acusa de organizar y dirigir una supuesta conspiración antilacaniana, según la cual lo que
pretende dicha conspiración es hacerse con el poder en la AePCL, lanzar una campaña
para desterrar a Lacan y expulsar a los lacanianos. “Hemos visto –dice tal escrito– cómo
lo lacaniano era apartado, negado, borrado y sustituido por posiciones revisionistas (sic)
caducas y por intuiciones y sentimientos que se alejan de la vía del psicoanálisis”. No es,
por tanto, un disidente sino un enemigo. No ataca, dice, a Lacan, sino al psicoanálisis. El
recurso leninista al revisionismo tiene como objetivo tomar la distancia y el desinterés
como una agresión conspirativa. Para el leninismo lacaniano los revisionistas son legión,
en realidad todos los psicoanalistas de la historia, a excepción de Lacan y puede que de
Freud. El admirable Lebovici, Diatkine, Marty y muchos otros, por limitarse sólo a los
franceses, eran despreciables revisionistas desviados de la pureza psicoanalítica. La
acusación de revisionismo no es pues ningún desdoro. No obstante, en el discurso
leninista es una amenaza. El texto prosigue: “Hemos leído el lamentable intento de
destruir las huellas de lo lacaniano y si lo califico de lamentable es porque se funda en la
ausencia de un trabajo crítico, en afirmaciones y opiniones no fundamentadas, con un
vago relente del mito del renacimiento de Jung”. No sólo es revisionismo sino junguismo.
Para el leninismo lacaniano el junguismo equivale a lo que en el leninismo estalinista era
el socialfascismo. A continuación pide a los no lacanianos o lacanianos “indefinidos” que
se vayan, a la vez que el autor del escrito afirma sentirse perseguido y temer ser
expulsado. Eso debería ser suficiente advertencia de lo que se avecina. De hecho,
mientras lee el escrito le asalta un cierto susto, no es sólo asombro. El escrito termina con
este reto: “¿Acaso es servidumbre política o doctrinaria usar conceptos como el de goce,
objeto a, significante, sujeto-supuesto-saber o deseo del analista?”. El victimismo
pisocoanalítico quiere presentar siempre al psicoanálisis como la verdad perseguida,
siendo la misma persecución la prueba de su autenticidad. Sucede entonces que la
doctrina psicoanalítica pasa a convertirse en una doctrina de acusación, cargada de razón
por su propio victimismo. Este escrito de amenaza continúa con una extraña y confusa
advertencia de que callen la boca o será peor. Su final, aunque pudiera resultar cómico,
da miedo: “Supongo que, como ya decía Freud, el motivo del inconsciente tiene derecho
a la indulgencia, por eso no trataré en este primer comentario nada respecto a términos
tan desuetos (sic) como el honor, la dignidad o la fidelidad y tampoco comentaré nada
respecto a las conclusiones que la Junta nos propone”. Así termina. ¿De qué habla?
Indulgencia, honor, dignidad, fidelidad son términos que le producen una especial
inquietud porque señalan la decisión de una crueldad hipócrita e impune dispuesta a
cualquier cosa. ¿Por qué la malevolencia y el odio no pueden mostrarse directamente sin
esa necesidad de esconderse y justificarse en supuestos ideales del Grupo, de la
Comunidad? Ulrich, el “hombre sin atributos”, pensaba que sólo los criminales se atreven
a hacer daño a los demás sin filosofar, el resto lo hace filosofando.
Creía que con su retiro escapaba del odio, que tan bien conocía, de las intrigas

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grupales, para las que no faltaban decididos expertos. Se equivocó al pensar que
mantener el vínculo era menos violento que la simple separación, que marcharse de una
vez en la dirección contraria. Persiste en esa equivocación. La retirada sin un claro
abandono, sin marcharse en la dirección contraria, resulta una presencia insoportable,
una traición, una agresión. Al no enterarse de eso, no entiende entonces tamaña
virulencia. Puede que se trate de una explosión de odio personal, pero ese odio va a
encontrar el asentimiento del grupo contra esa presencia crítica y, sin embargo, distante,
que él, sin darse cuenta, ha venido a representar, convirtiéndose en una irritante molestia
para la Organización. El grupo catalán aprovecha rápidamente ese escrito para recuperar
la uniformidad organizativa que ya había intentado anteriormente, condición necesaria
para alcanzar poder y presencia en el ámbito “psi”. No utilizan el argumento de la
conspiración pero ellos fueron los primeros que le atribuyeron un supuesto propósito de
fundar una nueva Escuela. La teoría de la conspiración fue entonces secundaria o
posterior a la de este supuesto primer propósito fundador. ¿Por qué del esfuerzo de
autonomía de una enseñanza modesta y de unas propuestas de formación, se ha de
deducir el supuesto propósito institucional de fundar una nueva Escuela? ¿Acaso el
psicoanálisis no es más que un simple doctrinarismo institucional? Si es así, la clínica
psicoanalítica se extingue.
Recuerda lo que san Pablo dice a los corintios: “Así pues, quien come el pan y bebe
el cáliz del Señor indignamente es reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese,
pues, el hombre a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, pues el que sin
discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se bebe y come su propia condenación” (I
Cor. 11, 23-29). Ahora se ha enterado de que su apartamiento y su desinterés era el
modo de comer y beber su propia condenación. La impunidad es requisito del culto, y la
pertenencia única está por encima de la piedad, la dignidad y el honor. No hay
comunidad de creyentes sin derramamiento de sangre, y aquel miembro de la comunidad
que come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, aquel miembro de la comunidad
que no participe de la comunidad de la fe, de ese estar vinculado no por la conciencia
sino por la referencia de lo real, ha comido y bebido su propia condenación.
Sin embargo, todo ha sido tan inesperado que aún no ha tenido tiempo de entender.
El aturdimiento es superior al entendimiento. Sabe que ese escrito es una amenaza en
toda regla, es decir, sin vuelta atrás, pero aun así no puede confesárselo sin tomarse por
exagerado. Aún insiste en pensar que esa versión no puede sostenerse, pues exige
demasiado descaro. Así lo piensa contra lo que, por otro lado, escribe en sus libros: que
la vida institucional vive única y exclusivamente de la calumnia. Quizá escribe a modo de
un temeroso exorcismo, para ahuyentar la realidad y no para descubrirla. ¿Quién puede,
sin embargo, escribir que el grupo, y mientras más privado peor, vive de la infamia, y
sorprenderse, mejor dicho, asustarse, cuando eso ocurre, y entonces ya no es una teoría
sino una verificación y una impotencia? No es lo mismo describir la realidad desde el
lugar del espectador que descubrirla en el espanto que causa, en el miedo y en el
desconcierto que produce. Nadie está preparado para eso. Es algo que siempre te coge
por sorpresa.

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La noche que lee este amenazador escrito viene de visitar a su amigo Julián Marcos
que agoniza en un hospital de Madrid. De nuevo, la muerte de un amigo entre este
fraudulento y fangoso embrollo institucional. Conoció a Julián Marcos en la cárcel
franquista de Carabanchel. Un joven asustado, que ha pasado quince días en la celda de
aislamiento, sin otro contacto que el de oír cantar a través de la ventana a su amigo
Enrique las canciones de Raimon, aterrorizado y desconcertado aún por la experiencia de
la tortura, llega finalmente a la galería sexta, donde están confinados los presos políticos,
y a quien primero ve es a Julián que, sonriendo, con el pelo largo peinado hacia atrás,
andar seguro y gestos acogedores, se acerca y abraza a aquellos tres jóvenes perplejos.
En la sexta galería hay presos políticos de todo tipo, nacionalistas vascos y catalanes,
comunistas prochinos y comunistas prosoviéticos u ortodoxos. Estos últimos son la
mayoría. Julián es del Partido Comunista, pero no se atiene a la disciplina del Partido en
la cárcel. Viene del mundo del cine y ha trabajado de ayudante de dirección con Orson
Welles, de lo que presume con cierto aire de suficiencia. Terminará convirtiéndose en
compañía indispensable durante estos largos y monótonos meses de encarcelamiento.
Julián le habla de cosas mundanas, de sus conocimientos, de sus contactos, de sus
experiencias políticas y artísticas. Escribe poemas y debaten de filosofía y arte entre
fanatismos de diverso signo. Julián le permitió que esa temporada carcelaria quedara en
el recuerdo como un tiempo de descanso y no de tormento. Durante años tuvo un sueño,
que se repetía, en el que estaba en la cárcel y no quería salir. Fue la primera experiencia
en su vida de descanso de la manera temerosa y atosigante con la que vivía la demanda
de los demás. Allí, lejos de la pugna sangrienta entre la súplica y el poder, pudo vivir un
instante de sosiego y no cree que eso hubiera sido posible sin esa presencia cordial y
cotidiana de Julián. Cada día, mientras aún se restregaba los ojos por el sueño, Julián
llamaba a la puerta de su celda para ahuyentar los temores del encierro y retomar las
charlas y los proyectos de futuro para después de la cárcel.
Ahora querría volver a aquel tiempo en el que la lozanía de Julián no agonizaba, ni
se había aún enredado en esta militancia hostil e inquisitorial. Pero no es así. Julián está a
punto de morir en un hospital madrileño, después de dos años de enfermedad. Ha
acompañado la tristeza de Julián durante este tiempo, su derrota. Julián creyó que se
podía vivir sin alineamientos, ni militantes ni profesionales. Terminó siendo un bohemio
desconcertado y sin ánimo para ninguna tarea productiva. Fue del todo pasivo e inútil,
improductivo, como Yákov Sávvich, el personaje de Platónov. Improductivo y amante
de lo inútil es lo peor que se puede ser en este maldito sistema. Hizo de eso un modo de
vida, cuyo coste pagó con creces. Reducido a la pobreza y sin alguna de las compañías
deseadas, aquí estaba ahora, al final de sus días, sin la menor queja pero con la mayor
tristeza, a sabiendas de que la oscuridad en la que se adentra ya definitivamente, hace,
quizá, más tenue el sordo murmullo de la derrota. Un día luminoso y frío de febrero,
contemplan desde la planta sexta del hospital los tejados de la ciudad. Julián comenta:
“Es un día hermoso, dan ganas de vivir”. De pronto él tiene el atrevimiento de decir: “No
lo creas, es mera apariencia, el mundo ha dejado de tener interés, es un buen momento
para abandonarlo”. Julián levanta la vista y le mira casi sonriente, con una tristeza

115
acogedora y muda. Faltan muy pocos días ya para su muerte.
Entretanto, asiste a dos acontecimientos muy diversos, pero dolorosos y odiosos,
que le distraen de la compañía que debe a Julián, lo que va a dejarle un recuerdo
especialmente amargo. Ha comido y bebido el cuerpo del Señor indignamente, es decir,
ha permanecido en una comunidad de creyentes mostrándose incrédulo o creyente de su
propia inocencia, ignorando que aquellos que le mostraban su acuerdo, incluso su
admiración, sólo querían su complicidad. Por eso va a pasar en dos días de ser AE, el
más excelso título de psicoanalista, a ser un extraviado que no entiende nada de
psicoanálisis; va a pagar caro el precio de tamaña inocencia, va a ser denigrado y
condenado como antilacaniano y lógicamente antipsicoanalista, como renegado y
enemigo del psicoanálisis. Es un renegado, es cierto que es un renegado, puesto que
viene de la religión y del lacanismo. No tiene otra libertad que la de renegar. No obstante,
ser llamado renegado en estos momentos es una insidiosa acusación.
Piedad Ruiz, que había sido forzada a aceptar la presidencia de la AePCL un año
antes, decide dimitir, aunque considera que por razones de fidelidad tiene la obligación de
ejercer de presidenta hasta la próxima asamblea. Su dimisión, lejos de aplacar los ánimos,
arrecia los insultos como si con esta dimisión se cayera por su base el argumento
principal de la conspiración antilacaniana, pero no, lejos de eso, tal dimisión demostraría,
se dice, que la conspiración quería cogerles desprevenidos a todos, tomar el poder y
expulsar a los lacanianos. Probablemente, nunca en su vida había asistido a este modo de
convertir una mentira descarada en argumento que toma su certeza del interesado
consentimiento colectivo, necesitado de la creación de un enemigo para conseguir un
poco de consistencia en un momento de gran precariedad. Así pues, decide
desconectarse de la lista de Internet y no prestar atención alguna a tamaño espectáculo.
El 29 de febrero muere Julián. Se siente cercano a este cuerpo que ahora ve pálido
y rodeado de flores en el tanatorio. Recuerda de nuevo el relato de Platónov y a su
personaje Yákov Sávvich: “Murió con plena conciencia de lo que ocurría y se dijo a sí
mismo a modo de despedida: ¡Por fin me deshago de mí mismo, ya era hora!, y cerró
los parpados, que le dolían de tanto haber visto durante toda su vida” (Platónov, p. 87).
El 29 de febrero; parece una sarcástica ironía. Alguien que había desaparecido de la
actividad productiva y del debate político y artístico, muere un día que no existe, un 29
de febrero.
Dolorido, se retira definitivamente de la AePCL. Pero aún queda un nuevo episodio
para esta particular e interminable agonía. Para no hacer público el conflicto y aunque
considera fracasado el proyecto del Colegio de Psicoanálisis de Madrid, ha decidido
seguir con su seminario hasta el final del curso. Después ya no seguirá, pues ha perdido
toda confianza en el proyecto inicial del Colegio. Entre quienes asisten a su seminario hay
catorce miembros del Colegio, de los treinta miembros fundadores que lo componen.
Estos catorce miembros deciden hacer una propuesta a la Junta del Colegio para la
posibilidad de una convivencia en la enseñanza. Tiene la entera convicción de que esa
propuesta no puede prosperar. Aun así, no deja una vez más de sorprenderle el que dicha
propuesta sea tomada como un nuevo ataque de la conspiración antilacaniana. Cualquier

116
entendimiento o acuerdo entre los miembros fundadores del Colegio se ha hecho ya
imposible. El pacto fundacional del Colegio está roto. Doce de los catorce que
suscribieron la propuesta de recuperar el pacto de origen, piden ahora la mediación de un
abogado ante la imposibilidad de proseguir. La respuesta definitiva es un “burofax”en el
que se comunica a cada uno, uno por uno, la baja del Colegio de Psicoanálisis de
Madrid.
Es el mes de julio y hace calor. Está aquí sentado bajo la ventana con el burofax en
la mano recordando a su amigo Federico, que le decía que esto no era para él, y a
Ahmed, su amigo de Ouarzazate. Ha tenido que pasar todo este tiempo para al final ser
expulsado por no haber salido corriendo en la dirección contraria nada más comenzar
toda esta historia. Se ha quedado mudo, en silencio. Recuerda muchos momentos en los
que asistió a belicosos episodios de atropello de personas. La diferencia está en que ahora
al menos no es un compinche. Mira el burofax alelado. Ha tenido que ser expulsado,
como si se le dijera: ¡vete ya de una vez, pesado, que parece que no hay manera de que
te vayas! Los mismos que le cooptaron son los que ahora le expulsan. Es un ciclo
cumplido, una especie de dikía platónica, de orden restablecido. Borrarlo, declararlo
inexistente, es una forma de borrar el error originario de los que le cooptaron.
Justificarse, como él pretendió, con que el Colegio de Psicoanálisis no formaba parte de
la Organización era una nueva equivocación, pues nada hay exterior a la Organización. A
partir de ahora, ha dejado de existir. Su nombre ha sido borrado y declarado
impronunciable. Los griegos construían cenotafios, tumbas vacías en las que sólo
figuraba el nombre del muerto para quienes perecían en un incendio, devorados por las
fieras o sepultados en los mares. El cenotafio era la memoria del nombre. En su caso, su
cuerpo sigue vivo pero su nombre ha sido borrado de la Organización.
Ahora sabe que ha bebido y comido su propia condenación, y siente en su mutismo
una vergüenza dolorosa que piensa ya imborrable para el resto de los días. El sentimiento
de vergüenza muda es más intenso que el de alivio.

***

Escribe un nuevo libro en cuyo encabezamiento incluye estas dos citas:

Ordené traer mi caballo. El criado no me entendió. Fui yo mismo al establo, ensillé el


caballo y me monté en él. Oí una trompeta a lo lejos, pregunté al criado por su significado. No
sabía nada ni había oído nada. Me detuvo en el portón y me preguntó: “¿Adónde cabalgas,
señor?”. “No lo sé”, dije, “fuera de aquí, fuera de aquí. Siempre fuera de aquí, así podré llegar a
mi meta”. ¿Así que conoces tu meta?”, preguntó. “Sí”, respondí, “acabo de decirlo, fuera-de-
aquí, ésa es mi meta” (weg von hier, das ist mein Ziel) (Franz Kafka, La partida).

Bien, tú has querido, con tu propia obstinación, que hayamos acabado por llegar a una
situación que bien podría y debería haberse evitado y que es para ambos igualmente indeseable.
Bien lo sabías o lo adivinabas la primera vez; mejor lo supiste y hasta corroboraste la segunda
vez; ¡y a despecho de todo te has empeñado en volver una tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo has

117
querido! Ahora te irás como las otras veces, pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por
asesino. Tampoco es por ladrón. Ahora es por lobo (Rafael Sánchez Ferlosio, El reincidente).

El reincidente acude al tribunal para explicarse y ser perdonado; reincide en volver


una vez más al tribunal. La partida sigue a El reincidente. Weg von hier, das ist mein
Ziel. No hay explicaciones que dar. Pone en primer lugar la cita de Kafka para empezar
por el final.
El libro trata de la soledad, de la pertenencia y de los estragos de la transferencia.
Liga la soledad a la angustia, más que al miedo. Hablar de miedo produce en general una
cierta aprensión. En ocasiones afirmó que el miedo es el argumento de la angustia, que la
angustia es el más genuino sentimiento del trauma. La angustia adquiere así un cierto
estatuto ontológico, como si fuese más noble que el miedo, como si no estuviera
enteramente contaminada del terror a ser abandonado, a desaparecer, a ser dañado,
usurpado, ninguneado; a morir. De mil modos está la vida psíquica gobernada por el
miedo. El Gran Temor, como lo llamó Hobbes, rige la vida de los hombres, el Gran
Temor a ser destruido por el vecino, a su venganza. La soledad figura a veces como un
ideal de autonomía y como condición del deseo. Es así, pero también es lo que produce
el terror, el miedo a no existir para nadie, a desaparecer. La vida de los hombres está
atenazada por el miedo. Es como una cadena que inmoviliza y ata al miedo mismo, y la
angustia que provoca pasa a ser lo más temible. Para eludir el miedo se hará cualquier
cosa, se buscará el consuelo de la más belicosa cobardía.
La lengua de Freud no distingue entre angustia y miedo. Angst es tanto miedo como
angustia. Eso no es una pobreza de la lengua alemana, es una ventaja. El miedo está en
el origen, como angustia, pero es miedo. Miedo tanto al rostro desconocido como al
rostro conocido; el terror de que desaparezcan. El miedo aparece por igual en la cara del
niño más cuidado que en la del niño menos protegido. Miedo a lo desconocido, pero lo
desconocido está agazapado igualmente en el seno de lo conocido. El miedo convoca al
miedo, y el juego pretende ser un exorcismo, el juego del escondite, el cuento infantil, las
fobias, ese miedo al extrañamiento y a la indiferencia del animal. Todo eso son modos de
localizar y argumentar el miedo, pero no hace más que retroalimentarlo. En el rostro del
moribundo el miedo permanece junto al cansancio del momento. El miedo perdura desde
la más temprana infancia hasta la más avanzada vejez, como el sentimiento o el afecto
más propio del hombre. Nadie hay, ni el más engreído, que no sea esclavo del miedo. El
fantasma sadomasoquista, ese enredo con la interpretación y el aseguramiento del otro,
no es más que la consagración de una trama en la que el miedo es el sostén de la relación
de poder a la que sucumbe el amor. El miedo es el amo y el esclavo. Los llamados
deportes de riesgo, por ejemplo, atraen la atención de los aburridos ciudadanos europeos,
caen en el simulacro de admirar a quienes creen amos del miedo, cuando sólo son sus
esclavos. La capacidad de destrucción no está en relación directa con el miedo sino con
la necesidad de encubrirlo y de ignorarlo.

***

118
Ha vuelto a Essaouira, esa ciudad blanca y luminosa adentrada en el mar, húmeda y
misteriosa, acogedora en su silencio. Aquí, en Essaouira, en esta ciudad donde se han
refugiado algunos inadaptados europeos, es un desertor de todos los alistamientos y de
todos los tribunales. Un desertor no es un traidor. El traidor trafica con lealtades y
deudas, no acepta el abismo de la soledad, de la separación, no consigue irse sin tener
previamente un alistamiento preparado. El desertor se retira, parte, sin otra meta que la
partida y sin vuelta atrás. El traidor busca pasadizos secretos y trochas para instalarse en
la buena conciencia, en la mejor bandería, la que aporte mejor sentido y reconocimiento.
El traidor necesita la Organización para justificar el abandono de la familia, está tan
trabado en los vínculos infantiles que cualquier movimiento de salida es una traición y de
esa manera se amartilla aún más esa dependencia. Eso se aprende enseguida. Enseguida
la madre va a decirle al niño o a la niña, distraído con sus juegos: “¿no me das un beso?”
o “¿no me quieres?”, y luego vendrán los “¿adónde vas?” o “¿ya no te acuerdas de
nosotros?” o “¿ya no te importa nada tu familia?”. El desertor sencillamente se va, es un
renegado de creencias que nunca fueron propias.
Ha vuelto a Essaouira. Por vez primera, mientras contempla el mar y las viejas
rocas de la Skala desde una azotea, siente que está donde quiere estar. Hasta ahora,
siempre que estaba en alguna ciudad le asaltaba la sensación de haber descuidado algo,
de tener algo pendiente en otro lugar. Ahora por primera vez no es así, nada tiene
pendiente en ningún otro lugar de la tierra. El saludo lento y cordial de los conocidos,
ante los que se detiene sin mostrar nunca tensión o prisa, es una cercanía cordial que no
pide nada a cambio. Hafiz deja la garlopa sobre su mesa de carpintero y le lleva a visitar
a Desmond. Recuerda que la casa de Desmond junto a una mezquita era hermosa y
aislada, con un patio de grandes paredes cubiertas de jazmín y de rosales. Ahora está
destartalada y abandonada. Desmond es el último de los viejos europeos inadaptados que
está ya a punto de abandonar Essaouira, no sabe bien hacia dónde, si Londres, Nueva
Zelanda o Australia. Está solo, alude escuetamente a una hermana en Australia. No es el
hombre bebedor y contento de otro tiempo que adoraba las flores y arbustos de su
jardín. Este jardín está ahora sucio y abandonado. Una derrota definitiva se anuncia en
sus ojos y su rostro dolorido apenas se mueve de la posición hierática, sentado en una
silla de madera. El otro día un adolescente lo arrolló con su bicicleta. Su oreja quedó
desprendida y su zona lumbar estropeada. Esa oreja mal cosida ilustra el abandono de un
cuerpo cubierto con un pantalón beis y un jersey viejo, pero limpio e impoluto. Sólo
parece preocupado por las dificultades que el haber vendido su casa en dírhams en vez
de en dólares le está creando. Desmond era muy cuidadoso con el gasto del escasísimo
dinero que trajo a Essaouira. Así adquirió la virtud de no gastar, de mantenerse como un
escuálido y solitario jilguero. ¿Por qué nos empeñamos en vivir?, se pregunta mientras
contempla esa figura triste y hierática ante él. Al despedirse, Desmond sólo esboza una
sonrisa, es un rictus, mientras le pone la mano en el hombro. Saben que no volverán a
verse.
Toma con Hafiz un té en la plaza Abdallah Ben-Yasin al atardecer. Hafiz cuenta los
avatares de los pocos desertores que quedan en Essaouira y la llegada de nuevos ricos

119
marroquíes y parisinos que están comprando las casas de la muralla. Hafiz es parco en
palabras y cuando le pregunta por qué tal persona se fue o qué será del llamado
islamismo radical en Marruecos, siempre responde con una sonrisa y cierto aspaviento:
“Je ne sais pas!”. Le recuerda a Beckett que tanto insistía en que hay que volver a la
ignorancia. Ha elegido para ello la peor profesión, la más entrometida, la que se atraganta
de interpretaciones y practica una ignorancia que pretende saber todo de todos.
Amanece, las olas rompen contra las escolleras junto a la muralla oeste y toman el
color rojizo y malva de la luz que viene de atrás, del este. De pronto, la cabeza de un
hombre se mueve entre las rocas que se adentran en el mar unos ochenta o noventa
metros. ¿Estará a merced de las olas? Pero el hombre parece moverse con serenidad,
esquivando las rocas donde rompen las olas. Se mueve entre ellas como si fuera una más
de estas avispadas y expertas gaviotas que balancean sus cuerpos iluminados por esta luz
creciente. Ahora está más cerca, como a unos cuarenta metros de su ventana, pero una
vez más desaparece para volver a aparecer un momento después ya en las rocas que
lindan con la muralla oeste. Rápidamente se incorpora, recoge lo que resulta ser un
neumático de coche y lo carga sobre su espalda con una cuerda, y toma una bolsa de tela
que no deja ver su contenido. Hafiz le diría luego que eran percebes arrancados a los
últimos rompientes de las olas, ya en mar abierto. Se yergue el hombre sobre sus pies
descalzos, que arquea para evitar el daño de las rocas sinuosas talladas por el mar, y con
una rapidez inusual se escurre tras la muralla. Está boquiabierto. Es un experto, se dice.
Alguien que hace lo que hace en silencio, pasando desapercibido, y con rigor.
Ojalá él pudiera hacer algo así con su vida en vez de esforzarse tanto en cometer el
próximo error.

Bibliografía

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Bruno, P.: La passe, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 2003.
Celan, P. : Obras Completas, Madrid, Trotta, 1999.
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2000.
Nietzsche, F.: La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1972.

120
Platónov, A.: “Una casa de adobe en un jardín provincial”, en La patria de la electricidad y otros relatos.
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999.
Roustang, F.: …elle ne le lâche plus, París, Critique, 1980.
— Lacan: de l’équivoque à l’impasse, París, Minuit, 1986.
Sánchez Ferlosio, R.: El reincidente, en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Barcelona, Destino,
1993.
Zürn, U.: El hombre jazmín, Madrid, Siruela, 2006.

121
TERCERA PARTE

¿Qué psicoanálisis?

122
Llama a la puerta de tu soledad y pregunta por el dueño: si la puerta se abre no habrás
hablado en vano a los hombres.

Paul Celan

Sergei Pankejeff y el “hombre de los lobos”

Hier spricht der Wolfsmann –habla el hombre de los lobos–, así se identifica por teléfono
Sergei Pankejeff, antiguo paciente de Freud, a la tenaz periodista Karin Obholzer, que
después de varios intentos ha conseguido encontrarle en su apartamento vienés, y una
vez que él ha comprobado que ella no estaba interesada en aprender ruso sino en
conocer la historia de su relación con el psicoanálisis. “Habla el hombre de los lobos”.
Este modo de identificarse llama la atención. Fue el nombre con el que Sigmund Freud
bautizó su caso en 1918 y por el que siguió siendo conocido a lo largo de más de sesenta
años, y aún hoy sólo se le conoce como “el hombre de los lobos”. Es 1974 cuando se
identifica de esa manera, pero Sergei Pankejeff ha perdido su nombre junto con su
palabra y él mismo se hace llamar “el hombre de los lobos”. A la propuesta de Karin
Obholzer de mantener conversaciones con él de cara a escribir un libro, responde que ha
de consultarlo. ¿Con quién? Con Muriel Gardiner, que es la editora de su libro El
Hombre de los Lobos por el Hombre de los Lobos, y hay además dos psicoanalistas a
quienes visita y que le dicen lo que debe hacer. Muriel Gardiner se opone y uno de los
psicoanalistas consultados le prohibirá que tales conversaciones se publiquen. Sigue
siendo rehén de los psicoanalistas. Sólo la tenacidad de Karin Obholzer puede conseguir
que este anciano de 87 años transgreda tales prohibiciones que resultan del todo
incomprensibles para quien sea ajeno al tráfico de dependencias psicoanalíticas. ¿Qué
temen? ¿Acaso temen que el “hombre de los lobos” se convierta en Sergei Pankejeff ?
¿Temen que el “caso” desaparezca y que Sergei Pankejeff rompa el pacto de silencio que
les ata, sobre todo, a los propios psicoanalistas? Numerosos libros y artículos se han
dedicado al “hombre de los lobos” por parte de psicoanalistas de distintas generaciones.
Aún hoy es un caso de referencia en la formación de psicoanalistas de las más diversas
escuelas.
Freud escribió extensamente sobre cinco casos con los que pretendía una cierta
verificación clínica de sus teorías. Dora se alejó del psicoanálisis y no se supo más de
ella. El “hombre de las ratas” (curiosa manera de identificar pacientes por medio de estos
animales de las fobias infantiles) desapareció en el frente. Schreber no era un caso
freudiano, sino una elucubración freudiana sobre sus Memorias. En cuanto al caso de
Juanito se trataba de una consulta del padre del niño. Sólo “el hombre de los lobos”
quedó como caso modelo y encarnación paradigmática del discurso psicoanalítico. Ich,
der berühmteste Fall, dice de sí mismo “el hombre de los lobos”, yo, el caso más
famoso de la historia del psicoanálisis. Pero a lo largo del tiempo transcurrido desde su

123
tratamiento con Freud y de la publicación del caso, a nadie, a ningún psicoanalista de las
distintas generaciones se le ha ocurrido, que sepamos, pedir que “el hombre de los lobos”
dejara de ser el caso paradigmático de Freud y que tomara la palabra como Sergei
Pankejeff. Desde los veinte años ha sido “el hombre de los lobos”. Incluso ahora, en
estas conversaciones francas con Karin Obholzer, es un caso fundido con el discurso
psicoanalítico, mudo, intimidado por la dependencia, pero alimentado en esa dependencia
por psicoanalistas de todos los continentes y generaciones, incluida la dependencia
económica. Sorprende que aún a los 87 años Sergei Pankejeff reciba una pensión del
Archivo Freudiano, como si los psicoanalistas fueran conscientes del daño causado a este
viejo que, aunque consiguió ganarse la vida en una agencia de seguros durante cincuenta
años, figuró, sin embargo, como un pensionista del psicoanálisis, quizá tomado él mismo
como propiedad del Archivo.
Karin Obholzer respeta la voluntad de Sergei Pankejeff y no publica el libro hasta
después de su muerte, acaecida en 1979 en un hospital psiquiátrico vienés. Uno de sus
psicoanalistas lo había ingresado allí, después de un desvanecimiento a la entrada de su
casa, para evitar que pasara a un Hospital General. Siempre, hasta el mismo día de su
muerte, bajo la tutela de los psicoanalistas.
Las conversaciones que Karin Obholzer transcribe con tanta sencillez y verismo son
conmovedoras. Nos encontramos con un anciano que desconfía del psicoanálisis pero
que a la vez está sometido a él y a sus instituciones, contenido, pero lamentando lo que
hizo con su vida. Cuando Karin Obholzer le va leyendo lo que han escrito sobre él, no
sólo Ruth Mack Brunswick, o Muriel Gardiner, o Jones, sino el mismo Freud, este
hombre parece asombrado, dice no entender nada y lo toma como “ideas delirantes”, das
sind ja Wahnideen, dice. Se le ve turbado, se confía a Karin Obholzer, extrañado de ser
escuchado, y no sólo interpretado, aconsejado o reprochado. La vejez no le quita
sabiduría a pesar de la pobreza de su vida. Repite continuamente que el psicoanálisis
infantiliza, que la transferencia es una “falsificación de la realidad” y que, sin embargo, el
psicoanálisis sin la transferencia no sirve para nada, lo que significa que si el psicoanálisis
pudiera verse desde una perspectiva crítica no quedaría mucho de él (wenn man alles
kritisch betrachtet, bleibt nicht viel übrig von der Psychoanalyse), como si no tuviera
de por sí mucho de terapéutico. Aunque en un principio así lo creas, sólo consigues vivir
al dictado de la “razón ajena” y así “no vas a llegar muy lejos”, pero uno, dice, se aferra
al psicoanálisis, es como una droga, al principio crees que has descubierto tu verdad más
recóndita, pero al final no es así, es sólo una ficción del psicoanálisis y, de pronto, te das
cuenta de que todo sigue igual, que no has conseguido nada, y que en vez de hacer tu
vida, de despedirte de Freud, de Muriel Gardiner y de Ruth Mack Brunswick, en vez de
eso hay que estar, dice, en una atroz dependencia a una mujer que no amas y que no
puedes abandonar.
Se está refiriendo a una temerosa relación de dependencia que tiene con una mujer
que todo el tiempo se queja y le pide dinero. En cada uno de sus encuentros con Karin
Obholzer vuelve a salir el tema de esta mujer terrible que se queja y le exige más y más,
mientras ahí está él atrapado por la culpa y la dependencia, como si esta mujer, la

124
voracidad de esta demanda mortal, fuera la representación de todas sus dependencias, de
su propia dependencia al psicoanálisis, a la vez impotente y degradado, como a veces
puede uno imaginar al psicoanalista atrapado en su discurso y, como Sergei Pankejeff,
finalmente sin encontrar una salida hacia el mundo, hacia una vida cuya estricta intimidad
es la mejor defensa contra la esclavitud. Sergei Pankejeff es tan víctima como el
psicoanalista mismo del dispositivo de poder y dependencia en el que analista y paciente
pueden verse atrapados si no se apercibieran pronto de que la salida es la interrupción, la
despedida, que no hay finalmente curación que no conlleve curarse de la demanda de
curación.
De los cinco casos freudianos, el del “hombre de los lobos” es el más delirante y
desmedido. Ningún otro refleja con tanta nitidez esa dependencia de analista y paciente al
discurso analítico. Dora era la exposición de un fracaso terapéutico, el “hombre de las
ratas” mostraba un recorrido limitado de un tratamiento, y en cuanto a Juanito, era un
niño que no estaba en tratamiento con Freud, y a quien ve en una sola ocasión. El caso
Schreber es un caso ficticio desde el punto de vista clínico, ya que lo que hace Freud es
una elucubración y una aplicación de sus primeras teorías edípicas a las extensas
memorias escritas por un esquizofrénico, que Freud resume de manera magistral, a pesar
de que se pueda discutir la excesiva ampliación de significado que lleva a cabo con su
teoría edípica.
“El hombre de los lobos” tiene la particularidad de querer ser el caso de un éxito
terapéutico, la confirmación de la vis curativa del psicoanálisis. Así lo concluye en un
principio el mismo Freud, pero muchos años después, y una vez que ya se había
comprobado que el “hombre de los lobos” no pudo nunca hacerse cargo de su vida ni
recuperar su nombre, aun así, en esos momentos en los que el fracaso terapéutico era
una evidencia, tal como las conversaciones con Karin Obholzer lo demuestran, aun
después de eso, Muriel Gardiner escribe que “los resultados positivos del Hombre de los
Lobos son verdaderamente impresionantes” (cf. El Hombre de los Lobos por el Hombre
de los Lobos).
Por ello, este caso ilustra cómo el riesgo de la clínica psicoanalítica reside en que ni
paciente ni analista hablen en nombre propio, sino como miembros de esa pequeña
sociedad que soporta la ficción analítica, una especie de delirio compartido. Freud alarga
el texto en el que construye el caso de manera lenta y aburrida, lo que lleva a su
traductor, López Ballesteros, a saltarse de vez en cuando algunos párrafos para aligerarlo.
En efecto, Freud alarga el texto, da vueltas, está inquieto, pero no puede parar, cree
haber conseguido el hallazgo de la escena originaria, a la vez que no parece contento con
su conclusión. Ésa debe de ser la razón de que no acabe nunca de concluir. Pretende que
dicha escena sea la explicación causal y empírica de toda la vida y de toda la patología
del “hombre de los lobos”. Cree descubrirla a partir del sueño que le da nombre al caso:

Soñé que era de noche y yo permanecía en mi cama… De pronto, se abre sola la ventana
y veo, con gran sobresalto, que en las ramas del viejo nogal situado frente a la ventana hay
encaramados unos cuantos lobos blancos. Eran seis o siete, enteramente blancos y más bien

125
parecían zorros o perros de ganado, pues tenían grandes colas, como los zorros, y enderezaban
las orejas como los perros cuando ventean algo. Presa de horrible miedo, grité y me desperté…
(Freud, Aus der Geschichte einer infantilen Neurose, p. 149; trad. esp., p. 198).

Freud se lanza sobre el sueño para interpretar cada uno de sus detalles, todos
transparentes a la luz de la escena originaria que es construida de esta forma: “Lo que
aquella noche se activó en el caos de las huellas de impresiones inconscientes
(unbewussten Eindrucksspuren), fue la imagen de un coito de sus padres, realizado en
circunstancias poco habituales pero especialmente favorables para la observación”. A
partir de que con la edad de diez años comenzara a padecer depresiones que se iniciaban
a primera hora de la tarde, concluye Freud que tales depresiones eran sustitutos de una
fiebre palúdica que sufrió a la edad de año y medio y que tenía su punto culminante a las
cinco de la tarde, la hora en la que “el infantil sujeto sorprendió el coito de sus padres”.
La hora la fija Freud conforme al número de lobos blancos que dibuja el paciente, sin
que vea obstáculo en el hecho de que antes hablara de seis o siete lobos. Los padres
están desnudos en la cama, pues hace calor, y las sábanas blancas se corresponden con el
color de los lobos del sueño. El coito que observa tan infantil sujeto, a la temprana edad
de año y medio, es un coitus a tergo, more ferarum, como lo califica más adelante, es
decir, primitivo, “filogenético”, según la sorprendente apreciación freudiana, quien parece
tener una idea precisa de cómo se ha de practicar el coito de forma civilizada. “Cuando el
niño se despertó, fue testigo de un coitus a tergo repetido por tres veces, pudo ver los
genitales de su madre y el pene de su padre y comprendió perfectamente el proceso y su
significación” (pp. 156-157). ¿Cómo es que un niño de año y medio comprende
“perfectamente el proceso y su significación”? ¿No comprometería eso mismo su
carácter traumático? Vayamos por partes.
Según Freud, esta escena está en el origen de la neurosis del sujeto. ¿Por qué? En
primer lugar, es un “acto violento”, pero la “expresión placentera” que observa en el
rostro de la madre alude a la “satisfacción”. En segundo lugar, “lo esencialmente nuevo
que descubre la observación del comercio sexual de los padres es el convencimiento de la
realidad de la castración”. El resultado es un ataque de miedo al padre: “El miedo a ser
devorado por el lobo era una transformación regresiva como luego se verá, del deseo de
ser copulado por el padre” (vom Vater koitiert, no se puede traducir por “copular con el
padre”, hay, pues, que forzar el idioma y decir “ser copulado” o quizá “ser follado por el
padre”), “es decir, de ser satisfecho por él como la madre d. h. so befriedig wie die
Mutter”. Y concluye así: “Su última meta sexual, la posición pasiva ante el padre, había
sucumbido a la represión, y en el lugar del miedo al padre se instaló la fobia al lobo”.

Trauma, construcción y recuerdo

Una rápida y contundente conclusión que inquieta al propio Freud. Por otro lado, la

126
represión remite a una inscripción inconsciente y, por tanto, a la memoria, pero esta
escena originaria escapa al recuerdo posible del paciente. ¿En qué basar entonces su
conclusión si no admite verificación alguna en la memoria del paciente? Un día Karin
Obholzer preguntó al “hombre de los lobos” por qué Freud había construido tal escena.
A lo que Sergei Pankejeff responde: “Habría que resucitar a Freud y preguntárselo. No
tengo ni idea sobre lo que pasaba por su cabeza” (Obholzer, p. 57). Pues bien, no hay
que resucitar a Freud para preguntarle lo que pasaba por su cabeza. Hay en el relato del
caso un momento en el que Freud se detiene para hacerse algunas preguntas al respecto
y abre un capítulo que titula Einige Diskussionen, cuestiones a discutir o a debatir. El
capítulo comienza, sin embargo, con una extraña intimidación:

Se ha dicho que el oso polar y la ballena no pueden hacerse la guerra porque, hallándose
cada uno confinado en su elemento, no pueden aproximarse. Pues bien, de igual modo me es a
mí imposible discutir con los trabajadores del campo de la psicología y de la neurología que
desconocen las premisas del psicoanálisis y toman como artificiosos sus resultados… (Freud, p.
166).

¿Con quién quiere discutir entonces?, ¿con quien ya está previamente convencido?
Afortunadamente esa entrada intimidatoria no le impide formular tres preguntas
oportunas para el debate que propone: ¿es posible que “un niño de año y medio pueda
asimilar las percepciones de un proceso tan complicado y guardarlas en su inconsciente”
y “que luego, a los cuatro años pueda hacer una elaboración a posteriori (nachträglich)
de ese material para facilitar su comprensión” y, más tarde, “hacer consciente de modo
convincente y coherente los detalles de una escena vivida en tales circunstancias”?
Preguntas pertinentes y adecuadas para el debate en cuestión.
En cuanto a la primera pregunta, ya en la correspondencia con Fliess y en el
capítulo siete de la Traumdeutung aparece un esquema provisional del aparato psíquico
como un sistema de reinscripciones y elaboraciones a partir de las primeras experiencias
de satisfacción sensitivas y perceptivas. Las huellas son percepciones que quedaron
como tales huellas, es decir, que no se perdieron y quedaron guardadas y conservadas en
el inconsciente (bewahren, es el verbo preciso utilizado). Por tanto, están las huellas
inconscientes como experiencia sensitiva y no de sentido. Pero estas huellas requieren el
carácter traumático de un exceso sensitivo para un viviente carente de recursos para
vivir, bastante inepto para vivir, y para entender su extraordinaria dependencia del otro.
Resulta, pues, un contrasentido que Freud diga que un niño de esa edad ya tenía perfecta
percepción del acto y de su significación, ya que entonces habría desaparecido el carácter
traumático, a no ser que se quiera situar tal carácter traumático en el exceso de
significación. Pero el exceso de significación proviene precisamente de la defensa contra
lo traumático (cf. El hombre sin argumento), lo que nos hace unos charlatanes
empedernidos y malévolos.
La segunda pregunta atañe a otro momento, el de la elaboración. El término que
utiliza Freud es el genérico de Bearbeitung y no el de Durcharbeitung que había

127
consagrado en un artículo de 1912 titulado Recuerdo, repetición y elaboración. Quizá
cabría atribuirlo a las notas que Freud habría tomado del caso entre 1910 y 1914,
período del tratamiento del “hombre de los lobos”, pero si el caso fue publicado en 1918,
Freud ya había tenido tiempo de corregir el término. Creo entonces que simplemente
Freud, a pesar de su preferencia conceptual y metapsicológica por el término
Durcharbeitung para nombrar la elaboración, no lo considera contradictorio con el más
genérico de Bearbeitung. Durcharbeitung es utilizado por Freud en el artículo aludido en
el contexto del tratamiento analítico como “proceso” (durch), mientras que aquí se está
refiriendo quizá al modo de proceder de lo psíquico en general. En todo caso, esas
huellas inconscientes van a solicitar algún tipo de elaboración, Bearbeitung, conforme al
cual se las construya como escena comprensible, es decir, con sentido. De ahí que yo
prefiera traducir Bearbeitung por “argumentación” y no por “elaboración”, pues no creo
que se pueda llamar elaboración a lo que más bien parece ser una versión interpretativa
que busca sentido a partir de la significación nuclear sadomasoquista. Freud aquí alude
de hecho a la versión sadomasoquista de la escena originaria. Es una versión del otro, de
la relación erótica y afectiva con el otro, que vincula de modo estrecho y determinante
amor y poder, lo que aparece en las diversas variantes de la demanda infantil desde el
mayor engreimiento a la mayor vivencia de abandono. Este estrecho vínculo entre amor
y daño no sería entonces específico del “hombre de los lobos” a causa de su traumática
observación del coito de los padres. Esta segunda pregunta que plantea Freud se
corresponde, por tanto, con la versión fantasmática o interpretación fundamental de la
dependencia y del desamparo, y no tanto con el hecho supuestamente causal referido.
La tercera pregunta es simplemente un presupuesto que da su razón de ser al
tratamiento psicoanalítico, pero que aquí Freud lo incluye por su pretensión de establecer
la verdad del acontecimiento. El asunto no es que haya tal interpretación de la relación
con el otro de manera imperiosa, el asunto es que se trata de una reconstrucción de un
hecho determinado, acontecido y percibido, como es la escena del coito de los padres,
escena traumática que tendría el carácter de causa eficiente de la neurosis del sujeto.
Ahí empiezan los problemas. ¿Por qué esa escena originaria se convierte en
traumática? ¿Qué la convierte en traumática? ¿El que el niño no tenga aún suficiente
comprensión de lo que ve? Si es así, ¿por qué no le pasa desapercibida?, ¿qué hace que
le ataña?, ¿es simplemente por su carácter sexual?, ¿es por la condición sadomasoquista
que conlleva? Pero si esa versión es posterior, como el propio Freud reconoce, a la
percepción sensorial del coito de los padres, ¿cómo puede ser a la vez anterior, ya que se
trata de su condición traumática? Eso es un contrasentido, puesto que esa construcción
freudiana está hecha para dar cuenta de un hecho particular y contingente que, sin
embargo, el propio paciente desconoce. Pero aún hay más, si se quiere colocar el tema
en el terreno de los hechos, ¿dónde situar la verificación del hecho? No habría otra
posibilidad, en efecto, que atender a la tercera de las preguntas freudianas y considerar
que su verificación estaría en el recuerdo consciente de ese supuesto recuerdo o memoria
inconsciente. Freud expresa muy bien lo que es la memoria inconsciente: son las huellas
de experiencias tempranas que marcan y construyen la vida psíquica del niño, su

128
demanda de satisfacción. Esa memoria de las huellas se reescribe en un segundo
momento como interpretación que las haga comprensibles, en suma, que les dé sentido.
Pero ¿cómo se corresponde esa versión con el hecho traumático, toda vez que en la
consideración freudiana el hecho traumático no es la simple condición de la indefensión y
de la vulnerabilidad de la condición subjetiva, sino que ha de atribuirse a un hecho
particular de contenido sexual preciso y contemplado por el niño? Esto le obliga a tratar
la memoria inconsciente como si fuera una memoria policial que busca el hecho criminal,
con lo cual el “reo” ha de confesar o ser cogido in fraganti. No hay otra prueba. Pero
puesto que se trata de supuestos hechos muy antiguos, ya no cabe el ser cogido in
fraganti, sólo queda la confesión. Para conseguirla sólo hay dos modos: el recuerdo o la
reconstrucción. No son contradictorios entre sí. Freud pretende que ambos se garanticen
mutuamente. Yo, psicoanalista, te construyo la escena y entonces tú, paciente, me la
confirmas con tu recuerdo.
La dificultad última proviene de que esas escenas son tan tempranas y arcaicas que
no son accesibles al recuerdo, por lo que “estas escenas infantiles se reproducen en la
cura no como recuerdos sino que son resultado de una construcción (sie sind Ergebnisse
der Konstruktion) (p. 168). No hay pues recuerdo sino sólo construcción. ¿Cuál es
entonces su garantía o verificación? Para advertir de que no es mera sugestión, Freud
recurre a los recuerdos encubridores en los que el paciente recuerda su infancia de
manera deformada y reconstruida, a su modo, como fantasías. Pues aquí, dice Freud, es
parecido: el psicoanalista ha de construir, incluso adivinar (erraten) lo que ocurrió a partir
de una suma de indicios (… aus einer Summe von Andeutungen) ¿Cuáles? El sueño, el
modo como este sueño aparece y se repite indica que el paciente ha adquirido eine
sichere Überzeugung von der Realität dieser Urszenen, una tan segura convicción de la
realidad percibida de dicha escena originaria, que, añade Freud, die der auf Erinnerung
gegründeten in nichts nachsteht, que en nada se debe considerar inferior a la basada en
el recuerdo. ¿Por qué habría de ser inferior? ¿Acaso las convicciones requieren la prueba
de la realidad? ¿Acaso el “cargado de razón” está cargado de realidad? La convicción rige
la masa, el allanamiento fantasmático, pero nada tiene eso que ver con la autonomía del
hecho, con su desnudo acontecer, ni con la intimidad que se fabrica de esa experiencia
silenciosa.
Para Freud, sin embargo, la construcción parece un argumento suficiente. En una
nota que López-Ballesteros se ahorra, pero que tiene su enjundia, escribe: “Los más
antiguos recuerdos de la infancia no son asequibles (traduzcamos así el expresivo das ist
nicht mehr zu haben) como tales, sino que son reemplazados en el análisis a través de
transferencias (‘Übertragungen’) y sueños” (p. 169). Las comillas y el plural de
“Übertragungen” transcriben la cita de la Traumdeutung y, por tanto, es un modo de
hablar de esa época que luego abandona para referirse siempre en singular a la
transferencia, Übertragung, condición fundamental del tratamiento psicoanalítico. En
efecto, muy pronto se apercibe Freud de lo que serían los límites del recuerdo, lo que en
la misma Traumdeutung llama inconsciente an sich, es decir, el inconsciente de las
huellas irreductibles al recuerdo, memoria que no se deja decir en el recuerdo, huellas de

129
experiencias sin argumento, pero que Freud va a pretender sustituir por lo que aquí en
este texto llama construcción.

La convicción como prueba o la construcción sustituta del recuerdo

¿Cómo entender esta construcción? Por el momento, construcción se refiere al hecho


real de la escena traumática, no es la construcción como modo de señalar al sujeto su
posición para que así pueda verse en lo que dice, sino verdadera construcción o
reconstrucción de un hecho que exige la convicción como prueba. Con este escueto
lenguaje, Freud se siente con fuerzas y justificado para seguir adelante, para entrar a saco
en la intimidad del paciente y atribuir significado a una asociación con otra, en una deriva
metonímica que no tiene límites: el lobo es el padre temible del que se venga
blasfemando, de quien tiene una dependencia sexual, pero a la vez esa dependencia
sexual le lleva a buscar mujeres degradadas que lo ligan con el more ferarum del coito
paterno al que se adhiere corporalmente por sus trastornos intestinales, de modo que si
no fuera por el temor a la castración que observara en aquella famosa e insistente escena
del coitus a tergo de los padres, al ver a su madre sin pene, si no fuera por esa terrible
observación de la madre sin pene, sería un gozoso homosexual y no un homosexual
reprimido, angustiado de perder el pene si se entregara a esa satisfacción homosexual,
mas así prefiere “decidirse por el intestino en vez de por la vagina”, y por esa razón se
convirtió en un cagón, lo que tiene su origen en que el niño de año y medio “interrumpió
el coito de los padres con una deposición” y el llanto consiguiente, y así quedó grabada la
asociación de la excitación sexual con el excremento, y a lo mejor así él era una mierda
exquisita de sus padres, que si no fuera por el temor a que le cortaran el pene todo sería
estupendo y podría disfrutar de mujeres y hombres a placer. Pero como el padre era
castrador, el terror era tan grande que deseaba su muerte, y así se convirtió en castrado,
y nacen entonces los sentimientos de culpa y viene entonces una neurosis obsesiva y la
imposibilidad de ligar el amor y la satisfacción sexual que aparecía tan ligada en aquella
campesina, Grusha, con la que se excita, pero cuya excitación anula la “mariposa
amarilla”, representante del miedo al lobo, del miedo al padre, del miedo a la castración.
Y así prosigue Freud un montón de páginas más para justificar lo injustificable, pero
arrastrado por una idea de la construcción según la cual el analista construye para el
paciente el hecho cierto que le sucedió y su sentido, con lo cual suplanta la experiencia
del paciente, a la vez que necesita de su asentimiento como verificación de la
construcción teórica del psicoanalista, entendiendo por tal verificación el asentimiento del
paciente a la convicción del analista y los efectos producidos por esa combinación de
asentimiento y convicción. El nudo de la cuestión está en que la memoria se ha visto
sustituida por la verdad de la convicción, dado que no cabe recuerdo alguno de vivencias
tan tempranas. La convicción pasa a primer plano. En la nota citada, Freud habla de un
tipo de sustitución del recuerdo que es la transferencia, aparte del sueño. Ahora bien, si el

130
ombligo del sueño es indescifrable, como afirma Freud en varias ocasiones, ¿cómo
podría, sin embargo, descifrarse a partir del sueño una supuesta escena originaria? En
cuanto a la transferencia, usarla como sustituto del recuerdo es consagrar su carácter
sugestivo y alucinatorio.
Tal invasión en la particularidad de la experiencia del paciente, tal desprecio a la
verdad de los hechos, no podía dejar en paz a una reflexión tan impositiva, pero a la vez
tan genuina, como era la de Freud. Por de pronto está pillado en la trampa de pensar que
la construcción no es una suplantación del recuerdo sino su reconstrucción, pero que al
ser tan temprano no cabe esperar su verificación por sí mismo, por el recuerdo mismo,
sino por la convicción que la construcción del analista produce en el paciente. Es como si
le dijera a Sergei Pankejeff: “Usted no puede recordar el silencio de sus primeras
vivencias, pero no se preocupe, le construiré el libreto y añadiré un coro de voces, de
modo que usted, Sergei Pankejeff, será a partir de ahora no el que vivió la escena sino su
espectador. A partir de ahora usted ya no será más Sergei Pankejeff sino el ‘hombre de
los lobos’…”. Esta cara de perplejidad, ese rictus que le queda, como si una vez más la
vida le cogiera desprevenido, lo vuelve a encontrar Karin Obholzer sesenta años después,
testimonio entristecido de lo que fue una vida ya no sólo de exiliado sino, sobre todo, de
expropiado de intimidad, indistinto e incapaz de sostener su deseo por una mujer. No fue,
sin embargo, insensible, y su perplejidad quedó como testimonio del desastre.
Freud, empeñado en una tarea con cuyos límites tropieza una y otra vez, propone
la construcción como sustituta del límite del recuerdo, como su ampliación, pero dado
que el recuerdo no puede verificarla, la convicción que promueve queda sólo como
adhesión al psicoanalista, mejor dicho, como adhesión de ambos, psicoanalista y
paciente, al psicoanálisis, puesto que dicha convicción se refiere a una deducción de la
teoría, de manera que disentir sería cuestionar al psicoanálisis mismo.
Este error freudiano, el de proponer la construcción como sustitución del recuerdo,
ha tenido funestos efectos en la clínica psicoanalítica. Lo que en el ámbito del
psicoanálisis se llama presentación o construcción ha proseguido esa manera de encubrir
y de negar la memoria del paciente para convertirlo en una elucubración teórica. Es muy
difícil, si no imposible, que el caso construido, y por tanto “fingido”, pueda atestiguar la
experiencia íntima de alguien. Sustituirla por la servidumbre y la pertenencia a la teoría
institucional es abrazar la convicción y la necesidad de una sociedad psicoanalítica, de
representantes del discurso analítico, forma suprema de denegación en la que la
construcción no amplía la memoria singular sino que la borra, no sólo la deforma sino
que la anula. Ha proseguido, de forma sólo explicable por la justificación institucional,
esa manera de servidumbre de paciente y analista al discurso teórico. Se trata de un
consuelo mental que ha requerido inventar una realidad ficticia que obliga a una atención
absorbente y fabuladora que es ya una ocupación en sí misma, ni más ni menos que la
ocupación por antonomasia.

131
Freud corrige su teoría de la construcción: la construcción no suple la memoria del
paciente

Pero Freud está demasiado cerca del descubrimiento y aún no ha encontrado el suficiente
consuelo mental en sus desvaríos, lo que le permite intuir el desastre de Sergei Pankejeff,
y está dispuesto a pagar su manutención en Viena, supongo que por esa razón. Pero
Freud no parece satisfecho con su teoría de la construcción. En 1937, poco antes de
morir, vuelve sobre el asunto. Comienza queriendo situar el debate en el terreno
epistemológico. La crítica contra el valor científico del psicoanálisis se formula como
falta de criterio epistémico, puesto que toda interpretación del psicoanalista sería
correcta, se consiga o no el asentimiento del paciente, sin entrar a cuestionar el criterio
del asentimiento como criterio científico. Freud pasa a explicar en qué consiste la clínica
psicoanalítica y qué papel tendría entonces el asentimiento o la resistencia del paciente.
El trabajo analítico, dice Freud, tiene como objetivo alcanzar las represiones más
tempranas de las que tanto los síntomas como las inhibiciones son sustitutos de lo que se
olvidó, der Ersatz für jenes Vergessene. No dice “resultados”, sino “sustitutos”. De este
modo deja claro que se trata con propiedad de la represión, puesto que, fuere el conflicto
afectivo que fuere, quedó conservado en el inconsciente.
El camino terapéutico será, en consecuencia, el modo de llegar a ellos, el camino
del recuerdo, para lo cual nos sirve todo tipo de cosas (mancherlei), desde los
fragmentos de recuerdos que se encuentran en los sueños, la asociación libre por donde
se cuelan “alusiones a vivencias reprimidas” y, por último, la repetición de antiguas
conexiones afectivas que se dan cita en la transferencia. Ahora bien, continúa Freud, sólo
al paciente incumbe el poder recordar, pues sólo a él le corresponde la experiencia vivida
y reprimida. El analista no puede suplirle en esa tarea. Freud subraya que eso, aunque
parezca obvio, debe ser subrayado y tenido en cuenta. Pareciera, pues, que Freud quiere
corregir su concepción anterior de la construcción que había expuesto en el caso del
“hombre de los lobos”. Ya no habla, como hizo entonces, de la construcción como modo
de sustituir la memoria del paciente ampliando los límites del recuerdo. Lo que ahora
entiende por construcción es la tarea del analista que consiste en lo siguiente: “Ha de
adivinar o, mejor dicho, construir (zu “konstruiren”) lo olvidado, a partir de los vestigios
que ha dejado tras de sí” (p. 396). Freud subraya el verbo konstruiren, y unas líneas más
adelante duda de si llamar a esa tarea construcción o reconstrucción por su semejanza
con la excavación arqueológica, aunque el psicoanalista tiene la ventaja de hacer una
reconstrucción con algo que aún está vivo. Esa construcción o reconstrucción es tarea del
analista. Pero es un trabajo previo. Así concluye el primer capítulo: …aber ist die
Konstruktion nur eine Vorarbeit, la construcción es sólo un trabajo previo. Freud insiste
en que la construcción no puede suplir la memoria del paciente.
El capítulo segundo comienza explicando por qué es un trabajo previo. Primero,
porque es fragmentario, no es conclusivo, es un empuje al trabajo del paciente que, en
segundo lugar, es quien ha de verificar la verdad o lo oportuno de esa construcción. La
construcción no es un invento del analista. Se refiere a un trozo de su historia anterior

132
olvidada (ein Stück seiner vergessenen Vorgeschichte), que ha de verse verificado por el
recuerdo del paciente. Pero el ejemplo de construcción que propone Freud no parece en
verdad muy acertado, sigue teniendo al cuello la soga de la especulación teórica. Leamos
el ejemplo que propone:

Hasta que tenía usted equis años se consideraba el único y permanente dueño de su
madre, luego vino un segundo niño y con ello una amarga desilusión. Su madre le abandonó por
un tiempo, y cuando reapareció ya no estaba del todo dedicada a usted. Sus sentimientos hacia
su madre se hicieron ambivalentes y su padre ganó una especial significación para usted (pp.
398-399).

En este ejemplo de construcción Freud no empuja al recuerdo, más bien vuelve a la


querencia de sustituirlo, con lo cual el ejemplo que elige más bien contradice la novedad
de considerar la construcción nur eine Vorarbeit sólo como un trabajo previo. Ese error
le va a conducir a un embrollo. Dice que puede que esa construcción sea errónea, pero
que no hay que preocuparse porque será en todo caso inocente, no acarreará, precisa
Freud, más que una pequeña pérdida de tiempo, desdiciéndose ahora, de pronto, de la
fuerza de la transferencia. Pero habría que objetarle que la transferencia está ahí y que
no es un buen criterio para discriminar entre verdadero y falso. A lo que Freud responde
precipitadamente que no hay que exagerar el peligro de la sugestión. Él mismo se pone
como ejemplo: Ich kann ohne Ruhmredigkeit behaupten, dass ein solcher Missbrauch
der “Suggestion” in meiner Tätigkeit sich niemals ereignet hat (Puedo asegurar sin
fanfarronería que este abuso de la “sugestión” nunca sucedió en mi práctica) (p. 399). Es
un truco conocido. Cuando uno se ve cogido en una encrucijada sin salida hace como el
Barón de Münchausen: tirarse de los pelos para escapar por el aire, es decir, recurrir al
argumento de autoridad “yo no hago eso”, convirtiendo de ese modo el ejercicio
epistemológico de la crítica en una ofensa personal: “A mí no me podéis atribuir tal
cosa”. Pero, como digo, Freud carece de la desfachatez de algunos de sus seguidores y
se ve obligado a volver sobre la cuestión del asentimiento del paciente, que, según él, no
es de fiar, ya diga el paciente “sí” o ya diga “no”, por lo que finalmente no disponemos
de otro criterio epistémico que la producción por parte del paciente de “nuevos recuerdos
que completen y amplíen la construcción” (p. 400).

La paradoja de la convicción: sus efectos terapéuticos

Pasemos al capítulo tercero, pues las dos páginas que restan del capítulo segundo no
tienen mayor interés, ya que son vueltas y justificaciones que no hacen avanzar la
argumentación. El capítulo tercero comienza con este soberbio párrafo cuya importancia
ya había subrayado hace años François Roustang. Creo que merece la pena citarlo a
partir del texto alemán:

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Wie dies in der Fortsetzung der Analyse vor sich geht, auf welchen Wegen sich unsere
Vermutung in die Überzeugung des Patienten verwandelt, das darzustellen lohnt kaum der
Mühe; es ist aus täglicher Erfahrung jedem Analytiker bekannt und bietet dem Verständnis
keine Schwierigkeit (Cómo ocurre esto en el proceso de un análisis, el modo como nuestra
conjetura se transforma en convicción del paciente, no hay que molestarse en describirlo, pues
es experiencia diaria del analista, suficientemente conocida, y que se comprende sin dificultad)
(p. 144).

La franqueza de Freud es extraordinaria. No dice hipótesis sino conjetura


(Vermutung). Una conjetura, a diferencia de la hipótesis, es una ficción interesada. Una
hipótesis se detiene antes de su verificación, no soslaya el vacío de saber, no se precipita
en concluir. La conjetura suple ese vacío para concluir a toda prisa. De ahí que Freud la
ponga en relación con la convicción (Überzeugung). La convicción no es la verificación,
la convicción no es el razonamiento sino el cargarse de razón, la adhesión al discurso. La
conjetura y la convicción juntas suponen un sometimiento al discurso analítico en el cual
ni el analista ni el paciente tienen nada que decir por su cuenta, son meros títeres del
discurso que despliega conjeturas y exige convicción. Es cierto que tal sometimiento al
discurso analítico no es enteramente similar en el paciente y en el analista.
Afortunadamente para el paciente, su sometimiento al discurso analítico es menor y, a
veces, incluso inexistente, y ésa es la razón por la cual el tratamiento puede producir
efectos de separación y de elaboración inconsciente dado que esos efectos no tienen la
imperiosa necesidad de ser incluidos en el discurso analítico. El psicoanalista suele estar
preso del discurso analítico y el paciente pasa a ser un “caso” inerte de dicho discurso,
aunque afortunadamente deformado, pues tal deformación es requisito necesario para su
conversión en “caso”.
El camino que va de la conjetura a la convicción es de sobra conocido en un
análisis. Ése es el problema. Freud lo plantea a renglón seguido con toda claridad:

Sólo hay un asunto que requiere investigación y esclarecimiento. El camino que empieza
en la construcción del analista debería terminar en el recuerdo del paciente, pero no siempre va
tan lejos. Con frecuencia, no se consigue que el paciente recuerde lo reprimido. En lugar de ello,
si el análisis es conducido correctamente, se alcanza una firme convicción de la verdad de la
construcción que produce el mismo resultado terapéutico que un recuerdo vuelto a evocar (p.
403).

El problema no admite una fácil solución, pues no es ya sólo el hecho de que no se


consiga verificar la construcción con el recuerdo del paciente, sino que la convicción
transferencial en la verdad de esa construcción tenga, según la argumentación de Freud,
los mismos efectos terapéuticos que tendría el recuerdo íntimo evocado por el sujeto y
no impuesto desde fuera. Se podrá decir que no son los mismos, pero cabe comprobar
que la sumisión al discurso analítico produce efectos que se pueden llamar terapéuticos
por lo que tienen de movilidad libidinal y reanudación de un vínculo no por infantil
menos entusiasta. Lo que de pronto le surge a Freud, y parece que le asombra, es que en

134
el lugar del recuerdo esté la convicción, y que ésta sea de por sí terapéutica. ¿No es eso
sugestión? ¿Qué fiabilidad concederle a tal tipo de “curación”? Freud escribe a
continuación: “En qué circunstancias ocurre esto y cómo es posible que lo que parecía un
sustituto incompleto termine teniendo un resultado completo, constituye el objetivo de
una posterior investigación”.
Ya no sólo el recuerdo se convertiría en innecesario para los fines terapéuticos del
psicoanálisis, sino que nada como la seguridad entusiasta de la convicción para tales
supuestos efectos terapéuticos. En efecto, aquello que parecía un rudimentario sustituto,
puesto que no podía en verdad sustituir a la memoria, termina, sin embargo, teniendo un
“resultado completo”, como si dijera, una eficacia mayor que el recuerdo verdadero.
Parece claro que esto queda pendiente de una investigación posterior.
Esta posterior investigación nunca se hizo, ni por parte de Freud, que murió poco
después, ni por parte de las siguientes generaciones de psicoanalistas. En este punto sería
bueno recordar cómo Charcot confiesa a su secretario, George Ginon, poco antes de
morir, que su concepción de la histeria era ya caduca y que se proponía desmontar el
edificio que había contribuido a levantar. El problema lo explica Charcot en sus
Lecciones sobre histeria traumática de esta manera: “Estas parálisis singulares que han
sido designadas bajo el nombre de parálisis psíquicas, parálisis dependiente de una idea,
parálisis por imaginación, yo no digo, fijaos bien, parálisis imaginaria, ya que en definitiva
estas impotencias motoras, desarrolladas por un trastorno psíquico, son, objetivamente,
tan reales como aquellas que dependen de una lesión orgánica” (p. 98). Freud acepta el
reto de dar cuenta de esa “realidad objetiva” del síntoma. ¿Quién toma el reto de Freud,
resumido en este párrafo, de cómo explicar la vinculación de lo terapéutico con la
convicción y no con la memoria?
Aunque Freud afirma que la cuestión requiere una investigación detenida, que no
puede hacer en ese momento, no obstante no quiere dejar su pregunta en el aire y avanza
algunas ideas sencillas y sin duda insuficientes, que vienen a agravar el problema a causa
de su concepción de la verdad.
Freud se muestra sorprendido ante el hecho de que la construcción del analista
produzca en el paciente fenómenos inesperados, sorprendentes e incomprensibles
(überraschendes und zunächst unverständliches Phänomen). Pero tales fenómenos se
refieren a un tipo de recuerdos que son meros detalles, muy vivos (überdeutlich), que en
nada atañen al contenido de la construcción. Son fenómenos perceptivos, trozos de
paisaje, restos en suma de cosas vistas u oídas que adquieren una presencia perceptiva
que había que llamar alucinatoria si a esa claridad y viveza (Deutlichkeit) se añadiera su
actualidad y no su condición de recuerdo. Pero al ser, digamos, un recuerdo
exclusivamente perceptivo es de la incumbencia exclusiva del paciente, por quedar fuera
del discurso. Sorprende la sorpresa de Freud. Lo que le sorprende es sencillo: un analista
hace al paciente una construcción sofisticada y abstracta que supuestamente le dice la
verdad olvidada de su vida, y éste, como en respuesta, se dedica, sin embargo, a evocar
de manera tan viva trozos de sus vivencias sensitivas más tempranas. ¿Cuál es la
sorpresa? En estos recuerdos tan vivos, tan sensitivos, el paciente es insustituible y el

135
psicoanalista poco tiene que decir.

Construcción, delirio, recuerdo y memoria

Pero Freud quisiera calificar tales evocaciones de alucinatorias, siendo, sin embargo, que
representan la más genuina particularidad. ¿Dónde colocar ahora la construcción del
analista? Freud hace una rocambolesca mezcla entre alucinación, delirio y construcción,
para terminar diciendo que el delirio del paciente es equivalente a la construcción del
analista (die Wahnlbildungen der Kranken erscheinen mir als Äquivalente der
Konstruktionen). ¿Cuál es la equivalencia? Que ambos son intentos de explicación y de
curación (Versuche zur Erklärung und Wiederherstellung). Aun en ese supuesto, dicho
esclarecimiento y dicha curación se sitúan por fuera del terreno de la memoria o del
recuerdo, pues tanto el delirio como la construcción pretenden construir una verdad que
no viene de la memoria particular del sujeto. La memoria o, en todo caso, el recuerdo, ha
sido sustituido por la convicción. La salida de Freud es dar a ese par delirio/construcción
el valor de ser un trozo de verdad histórica (ein Stück historischer Wahrheit). La
convicción, según Freud, sólo puede deberse al elemento de verdad histórica que viene
en el lugar de la realidad faltante (abgewisenen Realität), ya se trate de la convicción de
la construcción o de la convicción delirante.
¿Dónde queda el retorno de lo reprimido? ¿Es el delirio un retorno de lo reprimido
que en vez de basarse en el recuerdo o en la memoria se muestra en la convicción que
puede llevar hasta la alucinación? Esta introducción de la alucinación y del delirio en
estas notas finales del texto no ayuda a aclarar las cosas. En primer lugar, no es lo mismo
la convicción neurótica que la certeza delirante. A ambas quiere, sin embargo, Freud
dotarlas de un “trozo de verdad histórica”. ¿Qué es esa verdad histórica del sujeto por
fuera de la memoria? ¿Quién la decreta? Freud parece tener una versión mítica de la
verdad, lo que le lleva a situarla en la encrucijada del sentido y de la representación,
entendiéndola así como una verdad compartible (mitteilen es el verbo freudiano) y, por
tanto, finalmente definitiva y “objetivable”. Con eso, Freud se desmarca de lo traumático
y de su anterior descubrimiento de los “recuerdos encubridores”, que quedan así situados
del lado de la simple e interesada deformación. Preguntémonos, por ejemplo, por qué no
vemos recuerdos encubridores en la clínica de la psicosis. Porque el recuerdo encubridor
es fragmentario y deformado. Esa deformación se debe al proceso de reparación que
lleva a cabo el recuerdo y a la insuficiente adecuación entre experiencia y palabra. Si tal
adecuación se diera se perdería su condición de memoria y sólo quedaría el fingimiento.
El hecho de la deformación forma parte del recuerdo, en cuyo fundamento está la
memoria sensitiva, y la memoria sensitiva es escasa, fragmentaria, carece de discurso. Su
relato está pues obligado a la deformación. Pero la particularidad sensitiva que porta es
creadora de intimidad y, por ello, de separación. La memoria es creadora de intimidad. Si
fuera eso a lo que Freud quisiera llamar ein Stück historischer Wahrheit podríamos estar

136
de acuerdo. Pero Freud piensa en una verdad más objetiva y más compartible, más
manoseada y necesitada de convicción y de complicidad. Por eso confunde convicción y
delirio, ambos supuestos portadores de ese trozo de verdad histórica. Se trata de una
confusión.
Precisemos aún que si el sujeto psicótico carece de recuerdos encubridores no es
porque sea portador de un trozo de su verdad histórica, sino porque construye, por su
cuenta y sin mandato ajeno, una historia verdadera, lo que no es lo mismo, pues una
historia verdadera es la que da cuenta definitiva de la realidad. No hay ninguna realidad
faltante en la psicosis, sino sobrante. Cuando un psicótico dice “me acuerdo
perfectamente del día en que nací”, no miente, pues sencillamente pretende crear a su
modo un mundo interior, una historia propia, pero tampoco dice la verdad, simplemente
está en lo cierto, ha construido una historia verdadera, no un trozo de verdad histórica,
sino una historia, un relato originario y verdadero de sus orígenes y del sentido total.
Simplemente por eso carece de recuerdos encubridores, porque los recuerdos
encubridores por ser fragmentarios conllevan una vivencia de la pérdida de la que carece
la certeza delirante. El psicótico no consigue la complicidad en la pérdida, en la
convención del vínculo social, en su mentira, por eso vive, solitario, al borde del abismo
de la nada.
La carencia de recuerdos encubridores en un sujeto psicótico va a la par de su
incapacidad para ejercer el poder. De igual modo que no puede consentir a la mentira que
hace posible el vínculo con los otros, el sujeto psicótico, obsesionado por el poder y
tenaz orfebre de su trama, cuando ha conseguido derrotar a los de su entorno y
convertirlos en seres impotentes ante él, se asusta de tal modo que sólo el encierro puede
aliviarle al imponer ese límite exterior y físico. El sujeto psicótico, el Uno solitario y
eterno, no admite que la verdad se diga con la mentira, ni que el poder no se pueda
ejercer sin compinches. Tan importante es para el ejercicio del poder el enemigo como el
compinche. Sin este último, la soledad sólo limita con la muerte, y ahí es donde el
psicótico se alarma y se asusta de manera tan desesperada que busca restaurar como sea
el poder del otro para poder proseguir.
Pero Freud lo mete todo en el mismo saco y así lo confunde. Quiere resolver como
sea el dilema de la oposición convicción/recuerdo. Para resolverlo necesita introducir lo
reprimido y lo hace por esa vía de la verdad histórica que estaría tanto en la convicción
como en el delirio. Aquí podemos volver a hacer a Freud al menos dos objeciones: a) Si
la convicción es un efecto en el paciente de la construcción del analista, ¿no sería
entonces pura y simplemente una convicción que opera como consuelo mental sin
ninguna relación con los hechos más que con el hecho del desamparo y la necesidad de
ficción y encubrimiento que conlleva? b) ¿Qué es esa verdad histórica por fuera del
recuerdo y de la memoria?, ¿quién la decreta? La convicción, dirá Freud. Pero la
convicción al quedar fuera del recuerdo es meramente delirante. Lo es, nos replica
Freud, por ser portadora de verdad histórica. Con lo cual estamos en una verdadera
petición de principios, en un callejón sin salida. Una verdad sin la verificación del
recuerdo, ya que se trata de la verdad del retorno de lo reprimido, es una verdad

137
delirante fundada en la simple convicción, en el par conjetura/convicción y no en el de
hipótesis/verificación que es donde Freud pretendía situar la tarea analítica. En el par
conjetura/convicción, por el contrario, los hechos son despreciables y sólo la verdad del
convencido es suficiente. Los efectos terapéuticos adquieren así un cariz perverso. Si la
transferencia es el espacio en el que el sujeto adquiere la convicción, no sólo delirante
sino, incluso, alucinatoria, entonces se puede decir que inicia una nueva experiencia. Pero
una experiencia que curiosamente no es la del sujeto de esa experiencia, pues es una
experiencia adoptada que exige la anulación del sujeto, una experiencia de tipo místico o
alucinatorio. Si se inicia una nueva experiencia alucinatorio-delirante, entonces el síntoma
como retorno de lo reprimido pierde su razón de ser y desaparecerá entonces ante la
fuerza de convicción de la “nueva experiencia”. Aquí nos encontramos de lleno en el
terreno más resbaladizo de la clínica “psi” y de la clínica psicoanalítica en particular: su
deslizamiento hacia un tipo de experiencia mística que tiene la particularidad de ser
inducida como si de un contagio delirante se tratara, en el que convicción y verdad se
reúnen y confunden. Por otro lado, el “trozo de verdad histórica” al que Freud parece
agarrarse como a un clavo ardiendo, se supone que es una verdad tan arcaica e indecible
que sólo de esa manera alucinatorio-delirante puede mostrarse. Ahora bien, esa verdad
tan originaria es simplemente un mito, como ya lo había señalado muy bien François
Roustang, y donde verdad y mito se confunden es en la religión.

Construcción y memoria

¿Dejaremos las cosas así, en este callejón sin salida? Freud al final del texto que
comentamos plantea una pregunta que vuelve a dejar sin respuesta: “Queda pendiente de
indagación individual (Einzeluntersuchung) la íntima relación entre la actual denegación
(gegenwärtigen Verleugnung) y la antigua represión (damaligen Verdrängung)” (p.
405). Ésa es la cuestión, pues creo que el enredo en el que desemboca Freud proviene de
no haber comenzado por ahí. La construcción no hace pareja con la convicción más que
al servicio de la denegación, del no querer saber, de la insensibilidad. La construcción es
sin duda tarea del analista y no del paciente, consiste pura y simplemente en señalar la
posición del sujeto para que el paciente pueda verse en la escena que se pone en marcha,
en la que está encarcelado en su relación con los otros, en señalarle el ángulo ciego de su
queja y de su reivindicación victimistas, es decir, cómo su agresividad, por ejemplo, es
una respuesta a la angustia que proviene de una inmediatez del otro pero de la que
tampoco quiere o puede separarse, y cómo entonces la demanda, la suya y la de los
demás, tiene siempre ese carácter imposible y exasperante; cómo, en suma, la angustia y
la agresividad son efectos del presente que obstaculizan la prosodia o la métrica de la
intimidad. El afán de destrucción pelea contra el tiempo y la pérdida. Es tan devastador
como estúpido, pues estúpido parece ese empuje a dañar y a hacerse daño, que van
juntos en esa mezcla entre dependencia y rechazo que gobierna la relación entre los

138
humanos.
Pondré un ejemplo sencillo para intentar explicar cómo entiendo la construcción y
poder así separarla tanto de la convicción como de la suplantación del recuerdo. Una
joven profesional cuenta que últimamente está provocando altercados en su equipo de
trabajo. Describe de manera sencilla y lúcida una situación que le enerva: en el equipo de
trabajo hay unos hombres brillantes y capaces y unas mujeres que van tras los hombres
no sólo ineptas sino, sobre todo, desinteresadas de su trabajo, solicitando y consiguiendo
la protección de los hombres, cosa que a ella le desquicia. No puede soportar esa desidia
profesional y esa sumisión a los hombres que califica de degradante, y suele suceder que
ella salta y lo dice a la cara, con el consiguiente trastorno que eso provoca. Ayer mismo,
añade, el altercado continuó en el restaurante, donde levanta la voz, esta vez contra un
señor que no le deja coger de su mesa una silla desocupada.
Éste es el asunto contado de manera sucinta. ¿Qué puede hacer el analista? Puede
hacer, por ejemplo, como Joan Rivière y proponer la teoría de la mascarada femenina y
en concreto de su contradicción entre el ideal y la sexualidad femenina, su rechazo a la
sexualidad femenina y la consiguiente envidia de pene, lo que la coloca en un mal lugar,
entre el ideal profesional y el deseo sexual, siendo ambos incompatibles. Pues bien, elegir
esta opción es sustituir la experiencia concreta del malestar de esta mujer por una teoría
general tan genéricamente convincente que desconoce al sujeto concreto. No sólo eso
sería descabellado sino que explota lo peor de la posición del paciente: esa mezcla de
exigencia y descalificación que suele atenazar a los pacientes y a la que es tan fácil
recurrir para desacreditarlos a la vez que se les exige más.
Cabría hacer también lo que Freud: encasquetarle la teoría edípica, es decir, cómo
ella, tan valorada de niña, fue sustituida por la fascinación del hermano y así fue como
cayó en los celos, envidia “peneana” y otros menesteres. Esto es, igualmente,
proporcionarle una versión, un sentido que puede crear convicción a la vez que le sustrae
la particularidad de la situación.
Siempre cabe utilizar por supuesto el modo lacaniano, que consiste en no dar
sentido, pero a la vez insinuar entre palabras sueltas y ruidos guturales que sí lo hay y
que no se entera, favoreciendo así su infantilismo en la versión más desnuda del
fantasma sadomasoquista.
Pero, me pregunto, ¿por qué no orientarse por lo que el paciente cuenta sin tener
que recurrir a una teoría exterior o a la explotación de su inferioridad en la relación
transferencial de poder? Cabe, en efecto, otra opción más a favor del paciente. Decirle, o
meramente señalarle, por ejemplo: usted describe una escena que le resulta desagradable,
la describe con gran precisión y lucidez, en la que usted pareciera estar como simple
espectadora, indignada por el espectáculo que contempla, pero si usted trae este episodio
es por el malestar íntimo que le provoca, por lo que debe haber otra escena que la
implique de manera más directa. Uno ya ha oído a la paciente, que la ve, la ha oído
relatar su dificultad con las parejas, su infancia llena de exigencias y de ideales, la
voracidad materna y algún episodio de anorexia en su pubertad. Por eso uno puede
incluso señalarle que parece que sólo se enfada con estas colegas mujeres y no tanto con

139
los hombres, y que subraya demasiado la desidia profesional de ellas y la protección que,
sin embargo, obtienen de los hombres, que quizá resalta o contrasta con su manera de
exigencia y de insatisfacción. A veces es más que suficiente una pregunta o una simple
frase. El objetivo es poder transmitir al paciente lo que se escucha de su posición
subjetiva en la maraña de quejas, impotencia, indecisión y anhelos. En el horizonte está
el que el paciente pudiera discriminar entre la escena infantil que se repite y entorpece su
vida amorosa y sus rechazos, y la otra escena, la que, marcada por la memoria
inconsciente, se distingue de ella, sin embargo, por la admisión de otra posibilidad,
independientemente de que se consiga, de una posibilidad de amor sin tanta necesidad de
dominio y de daño. En todo caso, lo que se escucha pertenece al paciente, al contrario de
lo que pretende el uso del equívoco y de la ambigüedad como terreno abonado de la
transferencia. La escucha requiere una formulación a la que no puede ser ajena la teoría,
pero, como ya se vio en la primera parte, una teoría vinculada a la práctica y a intentar
algún tipo de inteligibilidad de lo que se escucha. No hay, por lo demás, otro modo de
verificar su pertinencia que los efectos que produzca en la subjetividad del paciente. En
esta ocasión lo sería el que la paciente pudiera decir que tras estos altercados estaba una
escena familiar en la que ella comenta a sus padres su proyecto de pareja y los padres
responden de manera poco atenta a lo que para ella era, sin embargo, un momento de
satisfacción intensa, y cómo eso le permite verse en su historia, y como de nuevo estos
padres, por razones que no vienen al caso, sólo parecen vanagloriarse del éxito
profesional de la hija, etc.
Una mujer lamenta desconsoladamente un día tras otro su falta de pareja y sus
reiterados fracasos con las posibles parejas que le salieron al paso. Es tal su desconsuelo
que apenas muestra interés en recordar; hasta ese punto es su anulación. Al señalarle tal
cosa y cómo se anula ante la demanda que ella pudiera tener y cómo entonces absolutiza
tanto su falta, como si el mundo entero quedara paralizado en su umbría y como si no le
fuera así posible diversificar sus intereses o sus quereres por causa de esa absolutización
y esa anulación, ante esta corta construcción, ella evoca una escena infantil en particular
en la que se hace la dormida para ser llevada a la cama por el padre y cómo adquirió ese
vicio de no poder pedir sino sólo de hacerse la dormida o anularse para no importunar y
así, sin embargo, hacerse notar, etc. He aquí otro pequeño bosquejo de cómo se podría
entender la construcción en el psicoanálisis.
Se dirá que el paciente no siempre quiere ver, que la denegación puede predominar
tanto sobre la represión que el paciente nunca se ve en la escena y sólo ve a los demás en
cuanto interpretados, nunca en su realidad concreta. Eso puede ser y ése es el límite de la
clínica psicoanalítica. La clínica psicoanalítica se orienta por la represión (Verdrängung) y
la elaboración inconsciente y no por la denegación (Verleugnung) y la insensibilidad. Ése
es el hallazgo freudiano. La construcción ha de estar orientada por tanto hacia el
recuerdo y la creación de intimidad, de vida interior, lo que es lo mismo que decir hacia
la separación y la distancia del duelo. El error de Freud es tomar la construcción como
sustitución del recuerdo, produciéndose entonces el delirio a dos que ilustra a la
perfección el caso del “hombre de los lobos” y en general el psicoanálisis

140
institucionalizado, pero que, como intuye Freud, no es el delirio psicótico, ya que éste
tiene para el sujeto el propósito de crear una historia, una historia verdadera, pero en
todo caso una memoria que pueda tomar la experiencia lingüística en su verdadera
condición temporal. Incluso si se toma el delirio como sustituto del recuerdo, esa
sustitución la lleva a cabo el propio sujeto a la búsqueda de su palabra, y no el analista.
La construcción requiere la escucha de la palabra del paciente. A partir de esa
escucha, se puede construir, por ejemplo, una contraposición que ilustre la mezcla de las
dos escenas (la infantil y la adulta), sus desplazamientos y sus respuestas confusas o
ciegas. Pero la construcción como recreación de la verdad del paciente es el abuso de
interpretación que propone una versión verdadera por contundente, que impone la
verdad del sujeto como verdad del Otro. La interpretación tiene siempre dos variantes
que van entrelazadas: la significación persecutoria (el fantasma) y la significación
salvadora (el sentido de mi vida lo tiene el Otro). Pues bien, la construcción, tal como la
proponemos, ofrece al paciente la posibilidad de encontrar su titubeante experiencia de la
palabra, de su insustituible memoria. Esa memoria está sometida a permanente
elaboración, no encuentra su definitivo relato, nadie lo tiene por mucho que lo pretenda.

La experiencia de la palabra

Si un paciente llega y para explicar lo que le pasa, dice, por ejemplo, que tiene la
autoestima muy baja, estará bien pedirle que lo explique con otras palabras, palabras que
para ser inteligibles, para que digan algo, han de ser propias. Sabemos que el lenguaje
viene de una ausencia, por eso es un producto del pasado. El niño no habla antes de
escuchar, pero no por ello su lenguaje es mimético. Si el niño no tuviera la experiencia
del lenguaje, si estuviera meramente adherido a él, nunca diría rompido o ponido, sabría
siempre que se dice roto o puesto, pero roto o puesto es la palabra del otro; la suya, la
que viene de su dominio y creación sintáctica, es rompido o ponido. El lenguaje proviene
de esa experiencia, de quien dice lo más íntimo, y esa intimidad es a la vez extraña. El
lenguaje es un malentendido con la comunicación, pero es un monumento de la memoria,
del rastro o vestigio de lo que ya no está. Esa no coincidencia íntima del lenguaje, esa
experiencia de la pérdida que es la métrica o la prosodia de la palabra, crea ese espacio
de separación del otro y de no coincidencia consigo mismo. Y entonces no queda más
que la palabra y en la palabra el sujeto es insustituible. La experiencia de la palabra viene
de esa característica del lenguaje: la de ser común a la vez que enteramente singular.
Nadie habla igual que otro y cuando el lenguaje es del todo automático no es posible
entenderlo, por lo cual resulta que sólo en la medida en que es singular admite
inteligibilidad. Condición paradójica del lenguaje que lo convierte en experiencia moral
del sujeto que habla. El temor del niño es a que su palabra no alcance al otro, a aquel a
quien se dirige. Creo que la gran mayoría de los pacientes que recibimos vienen de esa
dificultad, de que su palabra propia y singular no alcance al otro, no sea escuchada, o, lo

141
que suele ser más arduo, el que ni siquiera cuente con ser escuchada, lo que da lugar en
ocasiones a verborrea rutinaria, pesada y aburrida. Una mujer me acaba de contar que
ella habla y habla deprisa y sin parar para conseguir la atención de su interlocutor, siendo
que de esa manera es como peor consigue su propósito. Repite, dice, lo que siempre
hacía en su infancia: hablar y hablar en vano con el objetivo de romper la desatención de
la madre. Por no detenerme en los casos en los que alguien ha sido despojado de la
palabra, como torpe e íntimo espacio de la subjetividad, y se ve atado al terror de una
palabra inencontrable pero debida que alguien le pide para ser digno de su amor. Este uso
criminal y sádico de la palabra sustituye el malentendido por el terror mudo que balbucea
palabras que no consiguen nunca aplacar al otro. No hace falta referirse a los habituales
modos con los que el ofendido maltratador dicta sentencia contra cada asustado intento
de justificación de su aterrorizada “pareja”. Algo parecido se podría decir de los malditos
libros de autoayuda, del daño que hacen favoreciendo la debilidad mental de los sujetos,
y de cómo obstaculizan la elaboración inconsciente y, por tanto, una palabra y un hacer
que no brotan del interior de la subjetividad sino en su lugar.
El niño que inicia la experiencia del lenguaje juega con los fonemas y tantea la
escucha de los demás. La escucha es la acogida para un sujeto que dice palabras en el
lugar de las cosas, y anhela, ama e inventa en vez de bastarse con la satisfacción de su
necesidad, quedando así esta necesidad extraviada y perdida, y la verdad remitida al
deletéreo mundo del Mito. El niño anhela más a la madre que el alimento, cuida ese
vínculo y teme la sentencia de muerte del deseo propio, sentencia que con tanta
frecuencia como inocencia proclaman una y otra vez los padres. La escucha acoge la
experiencia subjetiva y el valor de la palabra. En el desarrollo de la cura psicoanalítica se
puede observar cómo el paciente quiere “reparar” no sólo su muerte interior sino
principalmente la de los padres. Que el psicoanálisis terminara diciendo o teniendo la
última palabra en la vida íntima del paciente es sorprendente, dado que parecía que su
razón de ser estaba en la escucha. De lo que cabe deducir que si la clínica psicoanalítica
traspasa el límite ético de la intimidad del paciente, se convierte a la vez en una
especulación y en una devastación de la subjetividad de las personas, en un discurso de
acusación o en un miserable libro de autoayuda. La clínica psicoanalítica es una clínica
de la memoria y lo que eso conlleva de elaboración inconsciente, de creación de
intimidad y, en definitiva, de separación y duelo, para no sacrificar el deseo y la palabra
propios a la imagen narcisista que sólo conoce el alimento de la ofensa. En esta clínica, la
intimidad queda empeñada durante un tiempo, pero no aniquilada por el discurso
energúmeno del poder y su exigencia de expansión. Pues bien, no es posible tal práctica
clínica si no es desde la marginación, como primera condición para preservar la
experiencia de la soledad y el afán ético del analista. La soledad de la marginación
devuelve su precisión a las cosas, esa precisión que el aturdimiento del poder había
arruinado por poner las cosas y las personas a su servicio.

142
La clínica psicoanalítica es una clínica de la memoria

Si lo que en la clínica psicoanalítica se entiende por represión tiene que ver con esa
condición de la palabra como pérdida y pasado, la denegación tiene el propósito de borrar
toda memoria y de convertir la palabra en una reivindicación mesiánica o en un insulto.
Es llamativo que en los llamados “trastornos límites de la personalidad”, ese cajón de
sastre diagnóstico (pero que no por ello deja de apuntar a fenómenos clínicos cada vez
más frecuentes y precisos aunque resultaran de entrada incatalogables para las viejas
clasificaciones “psi”), es llamativo que en todos ellos aparezca, sea en el más insidioso
actuador o en la más férrea inhibición depresiva, un presente insoportable, una ausencia
de memoria, una carencia de pasado o una simple incapacidad de separación, es decir, de
lo que constituye en última instancia la experiencia misma de la palabra. Desconocer esta
experiencia está conduciendo, según creo, a la misma clínica “psi” a la denegación, a no
querer enterarse, convirtiendo por ello a sus practicantes en seres corrompidos por el
discurso. El psicótico anestesiado es un psicótico sin delirio, sin palabra. Por otro lado, la
invasión de los llamados antidepresivos, consumidos por una mayoría de la población
occidental durante años y años, hace su contribución particular a una sociedad cada vez
más insensible, sin vida pública pero también sin intimidad.
El encuentro con la memoria que supone la clínica del inconsciente da más valor al
recuerdo, a esa condición de ausencia que tiene la palabra, que a toda interpretación.
Cabe decir que la memoria es de suyo terapéutica por lo que tiene de distancia subjetiva
a pesar de su necesidad de invención, distancia subjetiva que devuelve la dimensión
temporal al presente. Decir que es de suyo terapéutica quiere decir que no hace falta la
interpretación, y en cuanto a lo que venimos llamando construcción, ésta no sustituye
nunca al recuerdo ni se convierte en ridículo guardián de su verdad. No hace insensible,
no borra las pérdidas, no nos ahorra el duelo, no rehúye la separación, la no coincidencia
íntima con los otros. El objetivo de la denegación es borrar, es olvidar borrando lo que ha
ocurrido. En la represión, lo que nos sucedió se guarda en el inconsciente como memoria
del dolor, pero no como ofensa crediticia.
En otras ocasiones hice la distinción entre memoria y recuerdo según el criterio de
las huellas o vestigios que marcan el cuerpo con la experiencia de satisfacción y de dolor,
y sin que esto sea traducible al sentido o a la significación. La memoria serían esas
huellas y el recuerdo iría ligado a situaciones o trozos perceptivos que buscan el sentido
de una pertenencia primaria que es memoria sensitiva antes que fabulación. Freud no
entendía por qué el paciente evocaba esos trozos sensitivos a los que prestaba más
atención que a la construcción o fabulación del analista. Afortunadamente, porque esa
evocación sensitiva es como cuando alguien se acerca al paisaje de su infancia donde un
color, una luz determinada, una particular fragancia del matorral, el fuerte olor del
establo, la muda aflicción de la caída y de la esclavitud, acuden antes que el relato de la
historia. Esa memoria de los sentidos va a condicionar el recuerdo, su pesar o su alegría,
su obligada deformación. No es el mero relato interminable y metonímico del recuerdo
encubridor sino la silenciosa memoria del ayer, del instante singular y sensitivo de la vida.

143
Lo que Freud calificó de überdeutlich no es lo alucinatorio del recuerdo sino su anclaje
en la memoria de los sentidos, en la experiencia del mundo. El recuerdo encubridor es
una deformación por su traducción al relato, pero no habría relato o recuerdo si esa
deformación no delatara a la vez un lugar efímero en el mundo cuyo mejor destino es
marcharse de él antes de convertirlo en un erial o en una reclamación guerrera.
Por eso es tan importante dejar sitio al relato, que el paciente cuente, que oiga
finalmente sus palabras y el pasado le sirva para así separarse del presente y acudir a él,
al presente, desde la memoria, es decir, en el instante de su pérdida, en su desaparición y
no en la pretensión de la protección. Cuando un paciente muy angustiado o inhibido,
paralizado, enuncia el verbo en pasado es como si de pronto se oyera la respiración
psíquica. “El tiempo venera el lenguaje”, escribió Auden, como si el lenguaje fuera más
grande que el tiempo, pero no es la grandeza sino el engendramiento del tiempo por la
palabra. La palabra acoge el tiempo y por eso lo engendra, al engendrar la distancia y la
ausencia en la que el sujeto puede vivir. Cuando este hombre que parecía puro
automatismo de palabras, rituales y muertas, comienza a poder usar el verbo en pasado,
es como si abriera una posibilidad de vivir, de que su palabra acoja el tiempo de su
experiencia.
Con la denegación, la insensibilidad crece y, por tanto, las cosas no han sucedido,
no crearon experiencia, están muertas. Hay una denegación ligada a lo traumático que es
indispensable para vivir. Pero hay otra, como ya he repetido (cf. El hombre sin
argumento), que se rige por la convicción abstracta y por la atribución interpretativa de
los demás, que, cargada de razón, ignora la propia posición y se alimenta del daño y del
miedo ejercido o temido. Sus afectos son la angustia y el miedo, con los que no consigue
tratar más que gritando o enmudeciendo aterrado. En todo caso, rechaza la memoria y la
sensibilidad, todo es presente y se desarrolla ante el tribunal superyoico. La angustia es
afecto aterrador del presente, el sentimiento de la supervivencia del indefenso ante el
crecimiento masivo de la indiferencia. Antes de perecer en la asfixia psíquica de la
depresión, puede alentar la más áspera e indefinida destrucción. En los “trastornos de
personalidad”, a los que yo prefiero llamar trastornos del narcisismo, pues en su enorme
variedad se trata de sujetos que no han podido construir un espacio libidinal íntimo, se
observa cómo la agresividad es en ocasiones el único recurso para crear realidad, para
aliviarse del sentimiento personal de irrealidad.
La clínica psicoanalítica busca la memoria y agranda el campo de la sensibilidad,
abre así la perspectiva de quien ya no sabe cómo seguir ni a dónde ir. Cuando alguien,
agobiado por la angustia de la culpa superyoica, por la necesidad de castigo y de
reparación, y por la consiguiente y discordante agresividad, o por un sentimiento personal
de irrealidad, se interroga sobre su vida, se abre quizá la posibilidad de enterarse y de
agrandar su sensibilidad.
Aún no hemos conseguido expresar la fuerza y la enjundia que conlleva la clínica de
la memoria. Quizá ese empeño freudiano por entender la construcción como sustituto de
la experiencia del paciente sea un lastre. También Benjamin utilizó el término
construcción en relación con la memoria, pero la Konstruktion benjaminiana está

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curiosamente más cercana a como podemos entenderla en la clínica. No es la nostalgia o
la fijación al pasado, es construir el presente con el pasado. Si la historia académica, si la
disciplina de la historia, es un proyecto de olvido que se fabrica con los resultados
tomados como ley o como inevitables, la memoria es todo lo contrario, es tomar lo
perdido, la derrota, la Versagung y el desconcierto, como formando parte de la realidad.
Lo que no hay, lo que falla, tanto el anhelo como la derrota, el acto equivocado, las
consecuencias de ese acto, la repetición del daño, lo que no se previó porque se quería
otra cosa, lo que se perdió y no se consiguió, el revés, en suma, forman parte de la
realidad. “Es lo que hay”, se suele decir para acallar el anhelo y hacer confesión de
pragmatismo. Nada menos cierto; lo que no hay también es real y siempre hay otra
posibilidad, pues hubo otra posibilidad. Eso es independiente de que el sujeto tuviera
opción o no a esa otra posibilidad, pero lo que hubo y sucedió es una posibilidad aunque
fuera la única posible en ese momento, y al ser del orden de la posibilidad habría, por
tanto, otra derrotada. El arte, sea lo que sea que se entienda por ello, es la expresión de
otra posibilidad, de otro mundo. Si antes era primordialmente religioso y ahora es mera
mercancía, lo que tiene de más propio es su expresión íntima y enigmática de otro modo
de vida, de un misterio que no admite representación colectiva por mucho que se lo
idolatre. Lo que llamamos obra de arte nace del corazón de esa memoria sensitiva,
invisible a su vez, pero no al modo smithiano, pues alienta lo más íntimo y no se deja
sustituir (a diferencia de la mercancía) por algo supuestamente más verdadero o del todo
similar. Quizá el aura de la que habló Benjamin tenga que ver con eso. Así la definía:
“Manifestación irrepetible de una lejanía por cercana que pueda estar”. Una lejanía
cercana es enigmática, por eso más que irrepetible es insustituible (cf. El hombre sin
argumento, pp. 191-193), es una inspiración, una conquista del espíritu encarnado, un
anhelo de vida, una pulsación repetida y novedosa, la presencia del fracaso de lo que
hay, que posee en su propia condición de fracaso una presencia secreta y permanente.
Lo peor que ha podido suceder en este terreno es tomar la otra posibilidad como
mercancía, como incorregible producción de basura, pues a la mercancía le es propio su
inmediata sustitución por otra. Es denegación del aura.
En un relato intenso y riguroso, Adiós. Hasta mañana, el personaje de William
Maxwell evoca, ya al final, el tiempo que estuvo con un psicoanalista y cuenta el
momento en el que la muerte de su madre, siendo aún un niño, se le vino encima de
modo insoportable. Vale la pena leerlo:

Tras tumbarme durante seis meses en el diván de un psicoanalista –de esto hace también
mucho tiempo–, reviví aquellos paseos nocturnos cogido de la cintura de mi padre. De la sala al
vestíbulo, luego, media vuelta junto al reloj del abuelo, de ahí a la biblioteca y de la biblioteca a la
sala. De la biblioteca al comedor, donde mi madre yacía en su féretro. Nos quedábamos los dos
mirándola. Yo quería decirle a aquel hombre paternal que no era mi padre, al viejo vienés, otro
exiliado, de gruesas gafas y acento germánico, yo quería decirle “No pude soportarlo”, pero lo
que salió de mi boca fue “No puedo soportarlo”. Esta confesión fue seguida de un torrente de
lágrimas como jamás había tenido, ni siquiera de niño. Me levanté del diván de cuero y, creo
recordar, salí de la consulta con su permiso y caminé por la Sexta Avenida hasta mi oficina…
Otros niños pudieron soportarlo. Mi hermana mayor lo soportó, más o menos. Yo no pude (p.

145
135).

Así, sin más. Aquel viejo vienés con acento germánico fue testigo silencioso de un
llanto que ninguna interpretación estropeó. Calló y le permitió marcharse. Todo lo
contrario de lo que le sucedió a Sergei Pankejeff.
La clínica de la memoria acoge la contingencia tanto del cambio como de la
determinación, y no el simple lamento o el continuum bulímico y circular de acumulación
de nuevos objetos en una carrera contra el tiempo. La memoria es experiencia de lo que
acaece y de lo que se ansía, del encuentro y de su pérdida; es experiencia del tiempo,
incluye la temporalidad en el presente. El presente no es una eternidad inmóvil, porta la
memoria y la ausencia, y por eso permite la percepción de su injusticia. No hay
conformidad con el presente, como no la hay con lo fáctico o con el poder. El pasado
está vivo, se guarda en el inconsciente, así pues siempre queda otra posibilidad, el
presente no lo es todo, queda otra posibilidad hasta el momento mismo de la muerte
involuntaria o voluntaria.
Cuando Hegel confunde la Razón con la Historia, ha destruido con su desprecio la
experiencia y ha obligado a reconciliarse con la realidad entendida como Presente
Absoluto, tras los avatares del movimiento ya predeterminado como Progreso. Nada
cabe hacer con el Orden Universal que sabe y desprecia lo particular, conoce el todo,
pero carece, como el Dios de Schreber, de la experiencia de lo vivo. El retorno de lo
reprimido, esa presencia inesperada del pasado en el momento de peligro, como lo diría
Benjamin, en el momento en el que el deseo y la angustia ya no se consuelan con la
guerra, es una oportunidad. La respuesta que construimos como defensa y dominio
venció sobre otra posibilidad para escapar lo más rápido de la angustia de la soledad,
pero el retorno de su fracaso en el dolor del síntoma es aún anhelo de otra cosa. Ese
anhelo nace de la experiencia del pasado en el presente, del síntoma mismo como retorno
de lo reprimido. No borrar esa experiencia sino tomarla como intimidad propia, como
duelo y no sólo como luto, ésa es la posibilidad de no sucumbir al ruido de la venganza y
a la conformidad con lo fáctico, sino percibir el horror de muerte, que lleva todo presente
que borra el pasado, y el empuje a la abstracción que es el olvido.
La clínica de la memoria es la clínica de la experiencia y del cambio interno al deseo
y al acontecer. Lo que acontece tiene consecuencias, pero aun así, o por eso mismo, no
es todo lo que sucede. Los vencidos, los derrotados, los suplicantes de los cayucos no
son figuras esperpénticas de una escena meramente exterior, son figuras íntimas de cada
uno, y quien vocifera contra toda súplica eligió el asesinato, está a la espera del
verdadero ejercicio del poder que consiste en lanzarse al cuello del enemigo de turno para
llevar el proyecto de olvido a sus últimas consecuencias. A veces ese enemigo está en el
pasado y se escribirá la historia para el ajuste de cuentas del presente, para olvidar y
borrar del mapa el hecho de la derrota y del crimen. No hay que ir al pasado, el pasado
está aquí, en el presente, ignorado, pero real. El retorno de lo reprimido ha de ser tomado
en su condición de memoria para que el pasado tenga su tiempo y no sea sólo una
condena.

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La clínica de la memoria trata la posibilidad de la separación, no del olvido o de la
insensibilidad. Por eso, el paciente es insustituible en su experiencia y la construcción que
hace el analista no puede suplir la memoria del paciente; sólo la convoca al poner al
sujeto en relación con su palabra, contra el estado criminal de la fatalidad. La
construcción del analista acoge esa palabra y, por no usurparla, abre su oportunidad a la
separación.
Weg von hier, das ist mein Ziel, fuera de aquí, ésa es mi meta, dice Kafka en ese
pequeño relato titulado La partida. No coincidir con el presente, no desconocer o borrar
la derrota que nos empuja, no tener compinches, proteger la intimidad, es resistir a la
barbarie de la servidumbre. Éste es el límite de una clínica de la memoria.

De la clínica al doctrinarismo institucional

Decir que la clínica psicoanalítica es una clínica de la memoria tiene consecuencias por el
mero hecho de poner en primer plano la experiencia del sujeto en un mundo mercantil
que lo ignora al tomarlo como mercancía. ¿Está el psicoanálisis fuera de este Mercado?
¿No será que su oferta es tomada por el personalismo mercantil como justificación del
sistema social y como consuelo de sus desprotegidos consumidores? Podría, en ese caso,
parecerse a la esperpéntica figura del defensor del pueblo, un tratante que dice garantizar
a la persona como si no fuera la susodicha persona una entelequia adecuada al fetichismo
de la mercancía. O podría ser como el defensor del lector en las empresas periodísticas,
que cumple la taimada tarea de hacer creer al consumidor de periódicos que es algo más
que una mercancía. “Atención personalizada” es el estribillo que usan los Bancos en sus
reclamos. ¿Qué relación guarda el psicoanálisis con todo esto?
El psicoanálisis no es mera abstracción por fuera de su práctica, sino que el modo
de tratar al sujeto sufre modificaciones en función de sus intereses corporativos y
doctrinarios. Si, como aquí propongo, la clínica psicoanalítica es una clínica compasiva
que no se atribuye poder sobre nadie, hay, sin embargo, otros modos de concebirla para
mantener el poder del psicoanalista, lo que favorece la consolidación del fantasma
sadomasoquista que se pone en marcha en toda relación afectiva de poder. Por esa razón
nuestra pregunta es ésta: ¿qué psicoanálisis? La pregunta ¿qué psicoanálisis? no se refiere
a la diversidad de escuelas que pueblan hoy el universo psicoanalítico, sino que quiere
privilegiar una clínica en la que el paciente no sea sustituido por la doctrina. Ha
transcurrido ya mucho tiempo desde que Freud se peleara con la Verdad y se embrollara
con la interpretación y la construcción. La clínica psicoanalítica tiene ya suficiente
historia para no necesitar tanta doctrina y ya ha aprendido que los fenómenos clínicos no
se hacen más inteligibles por ignorarlos y reducirlos al corsé de la “estructura”. Poner
apellidos a esa clínica es hacer perdurar la especulación y, por tanto, la suplantación del
sujeto. ¿Qué es hoy, por ejemplo, llamarse “freudiano”?, ¿es alistarse en la versión
mítica de la verdad que tenía Freud? ¿Y qué sería llamarse “kleiniano”?, ¿entregarse al

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delirio interpretativo? ¿Y qué es llamarse “lacaniano”?, ¿alistarse en la Escuela Una que
predica la verdad última bajo el nombre de lo Real y que imparte y retira títulos de
psicoanalista a voluntad, a golpes de adhesión? Quien hoy desconozca el descubrimiento
freudiano va a quedarse muy empobrecido en su clínica y en el análisis del hombre, lo
que en nuestro campo se traduce en una abusiva charlatanería supuestamente científica.
Pero quien pretenda convertir el descubrimiento freudiano en un rédito de su
organización, no practica una clínica a favor del paciente.
Un psicoanalista es un practicante de la clínica del sujeto, lo que le convierte en un
marginado del mundo de la común insensibilidad, puede incluso que sea un convicto,
pero nunca un soldado ni un militante. Como bien lo viera Jünger, el soldado entusiasta y
el trabajador militante reúnen la figura de la “movilización total”, para la que “el genio de
la guerra y el impulso del progreso constituyen el verdadero impulso moral de nuestro
tiempo” (citado por Reyes Mate, p. 253).
Sin embargo, ¿por qué el psicoanálisis viró con tan vertiginosa rapidez hacia la
cerrazón institucional? Alguna relación deben guardar los modos como se organizan los
psicoanalistas con el psicoanálisis. Los psicoanalistas no se organizan sólo para la defensa
de sus intereses corporativos, se organizan sobre todo para ser psicoanalistas. Ésa es su
particularidad. Al carecer de otra referencia exterior, como pudiera ser la universidad o,
incluso, el hospital, cualquier conflicto tiende a saldarse con la fragmentación. Cada día
son más numerosos los grupos psicoanalíticos y cada uno de ellos se toma no ya por ser
el representativo de algo, de una tendencia o de un modo de inteligibilidad que ellos
representarían, sino que cada grupúsculo psicoanalítico se toma como la verdadera
encarnación del psicoanálisis en abierta guerra contra el grupo vecino. Los psicoanalistas
parecen más preocupados por la autenticidad que por la clínica. Alguna relación debe
guardar esta ridícula pelea por la autenticidad con el psicoanálisis.
Hablo de grupos psicoanalíticos utilizando ese término, “grupo”, para señalar la
carencia de una exterioridad de referencia. Ningún grupo psicoanalítico se llama a sí
mismo grupo. El término “grupo” tiene entre los psicoanalistas una significación
peyorativa y en especial entre los lacanianos, que son, sin embargo, los más proclives a la
“grupuscolarización”. Grupo es, según su jerga, un modo de vínculo colectivo basado en
lo imaginario, en la ignorancia de lo real, en la negación de la castración simbólica. Y lo
que llaman “los efectos de grupo”, como la rivalidad, la adhesión, la reivindicación, el
odio, la conspiración, etc., suele adquirir una presencia proporcional a su denegación. La
IPA promulga como forma institucional del psicoanálisis la Asociación. Asociación es un
término relativamente neutro que prospera en la modernidad para nombrar los modos
como se organizan los gremios y corporaciones en función de intereses comunes. Es un
término deudor del pujante capitalismo que inspira la organización colectiva de los
intereses económicos y profesionales, en suma, la defensa de un mercado propio. Y ése
es el modo como se organizan los grupos económicos bajo el expansionismo capitalista.
Por esa razón, la IPA es calificada de burguesa por el lacanismo, lo cual no deja de ser
cierto, porque, en efecto, los objetivos de la IPA se resumen básicamente en dos: a) que
el psicoanálisis mantenga su estatuto de asociación privada sin control público; b) que

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ello, no obstante, no favorezca el intrusismo, para lo cual la asociación psicoanalítica es
quien concede los títulos y regula el mercado de las transferencias con una normativa que
distribuye las derivaciones de pacientes. Para ello es indispensable tener una buena
cartera de mercado, mantener precios altos junto a esa fidelidad clientelar. En la IPA, la
respetabilidad es un modo de eludir problemas, se confía todo al funcionamiento.
Respecto al lacanismo, no podemos hablar de asociación, dado su carácter menos
burgués y ordenado. Pero el coste de eso es que el carácter de secta está más presente y,
por tanto, son más frecuentes los liderazgos y sus alineamientos carismáticos y
transferenciales. No se puede ser lacaniano sin tener un odio cercano y cierto. El
lacanismo explota sobre todo la vertiente más religiosa del psicoanálisis. De ahí que no le
guste el término asociación y prefiera el de comunidad, al modo como se hablaba de la
Iglesia como comunidad de creyentes. El término consagrado entre los lacanianos para
nombrar la institución es Escuela. La Escuela tiene un carácter más religioso, porque
introduce un sistema de titulaciones muy particular, basado en la confesión, a la que
llaman “el pase”, y que sería el testimonio público de la conversión o pase de paciente,
“analizante” es su término, a analista, o de cómo se instauró el “deseo del analista” y la
“destitución subjetiva”. El deseo del analista es una simple expresión que se refiere a la
pertenencia irreversible a la comunidad analítica y la destitución subjetiva es el mandato
evangélico de abandonar a padres, hermanos, hijos o amigos, para consagrarse sin ningún
tipo de remordimiento a lo que sería el ser del analista. “Ser”, “efecto de ser”, son
términos frecuentes en el discurso lacaniano y señalan muy bien ese tipo de exigencia
fiducial y religiosa que proviene de la pertenencia sacramental: aquella que no admite
vuelta atrás si no es bajo el modo infame de la traición.
Este uso de la dimensión religiosa del psicoanálisis favorece y se ve favorecido por
el carácter carismático de la transferencia. La transferencia y, por tanto, el mercado de
trabajo, no tiene reglas, es como el capitalismo “manchesteriano”: quien más
transferencia genera, más dinero gana, y, así, quien más dinero gana, por generar más
transferencia, es líder natural y carismático, incuestionable, de la comunidad de
creyentes. Ese liderazgo requiere una unción, un modo de decir, de predicar, que
transmite una certeza enigmática, esa sabia mezcla de saber indecible o inaccesible que
ha embobado a toda comunidad de creyentes desde los comienzos de toda vida colectiva,
sólo que al mantener esta particular vida colectiva una protección extrema contra el
exterior, no se requiere entonces ni verificación ni autorización. Sólo una buena dosis de
esoterismo para aclarar que su cuota de mercado es la que no se rige por el mercado, que
su sabiduría es aquella que la técnica y la ciencia ignoran. Como ya quedó dicho, el
objetivo de un análisis no es principalmente terapéutico, sino la producción de un nuevo
analista o adepto. Es una concepción leninista de la institución que se combina con el
más estricto liberalismo económico a la hora de proponer la buena adhesión
transferencial como criterio único de la “cura”. Esta mezcla de religión y liberalismo
económico debe ser tenida en cuenta para entender, si no el psicoanálisis, sí al menos la
institución psicoanalítica.

149
El psicoanalista institucionalizado

Hay un punto en común en todas las instituciones, grupos, escuelas, o como quiera que
se llamen, psicoanalíticos. Ese punto en común consiste en que no hay analista por fuera
de la institución que fuere. En eso coinciden todos. Para la IPA sería un intruso, para el
lacanismo sería un vulgar psicoterapeuta que carece de la gracia (en sentido teológico)
del deseo del analista, la cual nunca se da por fuera de la Escuela.
Por consiguiente, más allá de sus desavenencias, tanto la IPA como los demás
grupos psicoanalíticos se rigen por los mismos requisitos: liderazgo, comunidad de
creyentes y texto sagrado. En la IPA, el liderazgo no está obligado al carisma, pues la
organización está suficientemente normalizada como para que el funcionamiento esté
garantizado sin necesidad de un líder carismático que aglutine a la comunidad de
creyentes. El texto sagrado, la obra de Freud, admite diversas lecturas, pero sin
cuestionar el cuerpo de doctrina establecido, cuyos pilares básicos son el inconsciente,
como explicación de todo comportamiento según las reglas de la represión, y la
interpretación bajo transferencia como poder del analista. En el lacanismo (y en otros
grupos), el liderazgo es estrictamente carismático, por lo que la adhesión a la vez que
doctrinaria es transferencial. El texto sagrado, la obra de Lacan, por su condición
especialmente esotérica, sólo admite la interpretación del líder carismático en las diversas
jerarquías locales, que actúa como profeta y reúne tanto potestas como auctoritas, el
poder político, el doctrinario y el transferencial. Ésa es la razón de que el lacanismo esté
sometido a permanente fragmentación, ya que cualquier disidencia, aunque sea interna y
no cuestione el texto sagrado, es un ataque al corazón del funcionamiento carismático.
Así que quien disiente del liderazgo carismático, o se instituye como líder carismático de
un nuevo grupo, o desaparece de la escena. En la IPA, las diversas corrientes tienen
espacio institucional para convivir, como se pudo ver, por ejemplo, en las duras e
interesantes controversias que se dieron en los años cuarenta y cincuenta en la Sociedad
Británica de Psicoanálisis. Eso es imposible en las organizaciones lacanianas que exigen
adhesión plena.
La IPA favorece los intereses corporativos como son el dinero y el prestigio social.
El lacanismo ambiciona igualmente el dinero, pero como si lo despreciara. Viene de la
vieja tradición clerical que toma el dinero como modo de adhesión más que como
negocio mercantil. Pero ni la IPA ni el lacanismo resistirían ni un año de vida sin la
cotización monetaria del valor de cambio del analista, de manera que la transferencia
funciona en ese ámbito como valor de cambio y no tanto de uso, y, en cuanto valor de
cambio, exponente y razón de la vis curativa del psicoanálisis o en general de lo “psi” y
del mundo médico en general.
El rigorismo de la norma en la que cada grupo psicoanalítico coincide, es, por tanto,
que no hay analista sin su correspondiente institución, aunque tal institución esté formada
por diez o doce personas, pero en la que ha de regir un orden jerárquico que proteja la
convicción doctrinaria y regule el movimiento pasional, que irrumpe con la regresión
hacia posiciones infantiles que enloquecen por esa mezcla de fabulación megalomaníaca

150
y angustia impotente y desesperada ante el abandono. Se sea o no analista, se aspire o no
a ser analista (pero sin duda mucho peor si se aspira a ello), la transferencia inaugura un
tipo de dependencia tan arcaico que tiene el riesgo para algunos de trocar su intimidad, su
espacio subjetivo, en un espacio hipnótico en el que el mundo se desvanece y el sujeto se
petrifica en una escena fija repetida una y otra vez, confundida, como si fuera una bolsa
marsupial, con la vida, una vida por encima de cualquier otra, tan parecida a la muerte
que no queda lugar ya para la encarnadura concreta del sujeto que se analiza, mera
alucinación inquietante del tribalismo infantil.
De ahí que –se pertenezca a la orientación doctrinaria que sea– se coincida siempre
en dar a la transferencia un encuadre estricto y ritual que no se vea cuestionado por el
propio movimiento pasional que suscita. La asociación libre, que supuestamente rige la
técnica psicoanalítica, pronto se vio que estaba sometida, por el contrario, a la más
esclava reproducción de viejas vivencias intensas y confusas a las que no rememora sino
que repite “según la intemporalidad y la capacidad alucinatoria del inconsciente” (cf. Zur
Dynamik der Übertragung). El ritual analítico pretende, con sus mejores propósitos,
instalar la palabra y lo “histórico” a fin de que, en definitiva, el sujeto pueda vivir desde
su más propia soledad en compañía de otros vivientes, y así separarse, no del desamparo
connatural a la condición subjetiva y a la desorientación pulsional, sino de una
dependencia que vive libidinalmente del daño que produce. Pero el riesgo está en instalar
esa escena primaria y escueta de dependencia y de daño, y en crear las condiciones
óptimas para conservar un vínculo estático que, como en una noria, cree moverse
libremente en un espacio que es, sin embargo, siempre el mismo. Esa escena puede ser
satisfactoria para ambos, para analista y para paciente, por lo que tiene de intemporal.
Pero sería no sólo ridícula sino mortal e insoportable si no tuviera la cobertura de ese
Orden institucional que da a esa dependencia la razón científica, o similar, en todo caso
una razón vicaria, que, como en el caso de la Iglesia, es sentido y promesa de consuelo y
de salvación. Lo que era un medio para buscar y encontrar algo, una salida, se ha
convertido para algunos en estancia intemporal de por vida.
Sin ese orden trascendente, esa escena transferencial desnuda resultaría carente de
vis curativa y de sentido. Baste pensar en una confesión sin el protocolo o ritual que la
incluya en un espacio institucional redentor. Sin ese ritual que remite a una pertenencia
institucional, sería algo tan ridículo que podría suscitar la risa o la conmiseración
benevolente. Recuerdo a este respecto una antigua viñeta de Ces, en la que aparecían
unos orondos clérigos enarbolando una cruz y desternillándose de risa de unos pobres y
escuálidos negritos que arrodillados adoraban un pequeño ídolo de madera. Por
consiguiente, el rito es una institución que vincula a una determinada comunidad de
creyentes y tiene una función clave en el vínculo mismo, quiero decir que ese ritual
constituye el vínculo mismo. El psicoanalista institucionalizado está así protegido contra
el sinsentido, y su ignorancia es vicaria de un saber siempre superior del que él es
portador y depositario. De donde resulta que el saber mismo y, sobre todo, el bienestar
terapéutico no es un resultado, sino que es connatural a la adhesión transferencial. No se
cura a través del amor y de la fe, sino que esa fe y ese amor adictivo es lo que cura.

151
Si el analista no perteneciera a la comunidad de creyentes, se vería obligado a
cuestionar esa dependencia transferencial y a escuchar el sufrimiento y el daño con el
propósito de buscar una salida que no fuera envolverlos en la reproducción de aquellos
lazos primarios que no admiten diversidad ni salida. De ahí que se haya revelado con el
paso del tiempo que todos los esfuerzos que hizo el pensamiento psicoanalítico por
establecer una verdadera clínica terapéutica y una teoría siempre obligada a su
verificación, se fueron marchitando a la vez que se creaba un camposanto de ritos sin
salida. Por eso, ahora se impone más que nunca la necesidad (o lo que ha resultado ser
una necesidad), de que el psicoanalista, o el “psi” en general, no esté institucionalizado,
no al menos en esas comunidades secretas y autorreferenciales. Pues no podría,
digamos, ayudar a curar de tal servidumbre quien no ha buscado su propia salida de ese
encierro institucional que, lejos de basarse en el debate clínico, sólo admite asentimiento
y complicidad. La explotación institucional de la transferencia convierte a los
psicoanalistas de partido en “secos, insensibles y abstractos”, que eran los tres términos
con los que Gide se refería a los comunistas que conoció en Moscú, siendo que él creía
que les guiaba “el amor sufriente hacia nuestros hermanos”. La clínica psicoanalítica,
como tal no puede adecuarse al sistema social que la vio nacer, pero al que no puede
pertenecer sin convertirse en un doctrinarismo cómplice.

Capitalismo y psicologización del comportamiento

El psicoanálisis surge en la época capitalista, en una sociedad que ensalza al individuo a la


vez que lo anula en su particularidad subjetiva al convertirlo en una abstracción mercantil
enteramente sustituible. El psicoanálisis, como toda doctrina “psi”, nace al hilo del
descubrimiento del individuo, tanto como doctrina que justifica todo tipo de patología o
de comportamiento anómico por causas exclusivamente psicológicas, que como práctica,
ya sea que dicha práctica tenga como objetivo rehabilitar los comportamientos
haciéndolos adecuados al funcionamiento social, ya sea que indague en los vericuetos de
la particularidad y encarnadura del sujeto. La clínica psicoanalítica se incluye, así al
menos la entiendo, en esta última opción. Para ello requiere un lugar de marginación,
puede que no de aislamiento pero sí de marginación, cuyo prototipo podría ser, como
luego se verá, el Lumpensammler de Benjamin, el trapero que hurga entre los desechos
de una sociedad convertida en un gran basurero de mercancías desechables (y todas lo
son por su propio carácter mercantil), cuyo nivel de riqueza se mide por la cantidad de
basura que produce.
A este sistema que llamamos capitalismo Adam Smith lo llamó escuetamente
“sistema de creación de riquezas”. Sistema, en consecuencia, para el que el hombre
mismo es una mercancía que ha de venderse, para así figurar en el mercado como la
única mercancía, pues sin ella todo el sistema se derrumbaría. A mayor riqueza, no sólo
mayor basura sino también mayor esclavitud.

152
Siempre hubo, por parte sobre todo de los propios psicoanalistas, un propósito de
poner el psicoanálisis, si no en contra, sí al menos al margen del capitalismo. Sin
embargo, si nos atenemos a los hechos y a la doctrina, el psicoanálisis, al menos en su
versión doctrinaria, ha contribuido también y con gran eficacia a la psicologización de los
comportamientos. Como ya he expresado en otra ocasión (cf. Soledad, pertenencia y
transferencia) por psicologización entiendo el que cada acto de un sujeto esté única y
exclusivamente referido a una patología psicógena o genética que nada afecta al sistema o
modo social de vínculo que atraviesa y determina a tales sujetos. En las épocas de las
religiones más o menos teocráticas, se situaba el acto del sujeto en relación con Dios,
pero con la psicologización la referencia es únicamente una patología personal. El modo
como capitalismo y religión se conjuntan se ve en la vinculación de la doctrina de la
predestinación con el determinismo natural. Dios, en su absoluta y nominalista voluntad
(es decir, no sometido a ley alguna), ha predestinado al hombre al margen de sus obras
pero esclavo de su condición natural. En la vertiente genetista esa concepción suele
conducir a movimientos eugenésicos de diversa orientación, desde los fabianos ingleses a
la eugenesia descarada de Davenport o del Instituto de Psiquiatría Kaiser Wilhelm de
Múnich (Instituto fundado en 1912 con el dinero de la Fundación Rockefeller y de James
Loeb, filántropo judíoamericano). Cuando predomina la orientación psicogénica, se
proponen diversas terapias adaptativas, pero en ningún caso el sistema social queda
inculpado. En este proceso creciente de psicologización, lo que termina prevaleciendo es
la inocencia y la impunidad como horizonte moral, ya que el sujeto es el único
responsable que al final termina siendo igualmente inocente debido a su condición de
mera combinatoria genética. Cuestionar el sistema ya es signo, por sí mismo, de neurosis
o de indecisión patológica, genéticamente determinada. Esta mezcla de inocencia y de
impunidad es de vital importancia para un sistema social que ha destituido al sujeto de un
orden finalista preciso, lo ha destituido de su propia condición de sujeto también y lo ha
concebido, por último, sólo como unidad mercantil, productor y consumidor a la vez,
cierre infernal que sería suficiente para poner en peligro el mismo hecho religioso y con
ello un poder fundamental en la sumisión del sujeto al orden colectivo. La psicologización
ha venido en ayuda del sistema advirtiendo a los sujetos de que sólo de ellos viene el
mal, pero que ellos, a su vez, son inocentes por no ser culpables de su malestar. Así
pues, se les propone una curación que es siempre adaptativa al orden social, del que
pueden y deben formar parte, y una parcela de pertenencia, al modo como se habla de la
“cuota de mercado” para referirse a cómo una firma se abre sitio en la selva de ese
mercado. De ahí que sería tarea de esa “curación” desculpabilizar al sujeto, como ya se
ha encargado el sistema de hacer consigo mismo. En lo que he llamado “trastornos del
narcisismo” se ve muy bien esa combinatoria de insensibilidad, relativismo moral y valor
mercantil de intercambio, efecto de la desaparición tanto de la vida pública como de la
intimidad. La vida privada misma adquiere estatuto de mercancía, y esa mezcla de
vendedores y consumidores ha convertido la vida colectiva en una masa oligofrénica.
El cristianismo promovió el concepto de verdad objetiva como resultado de una
mayoría sinodal; la verdad era el resultado encubierto (pues siempre se mantenía su

153
carácter revelado) de un pacto de poder. Si el sínodo de los obispos establece por
mayoría tal cosa, eso demuestra la objetividad de la verdad establecida. Si a eso se añade
un individualismo desproporcionado, viene a resultar, se quiera o no, un relativismo
moral regido por el contrato mercantil de intereses.
¿Hay principios morales intangibles y universales? La respuesta afirmativa busca el
apoyo de un derecho o ley natural que establezca de una vez y para siempre la
discriminación entre lo bueno y lo malo. Sin embargo, el establecimiento de las normas
positivas, lo que cabría llamar la concreción de ese derecho natural, corresponde al
poder. Si el más incuestionable de los principios pareciera ser el de “no matarás”, ya se
sabe la cantidad de excepciones que hay, para que así el poder pueda cumplir con su
función de matar. Pero el derecho natural parecía incuestionable como baluarte y límite
de un orden moral pretendidamente no arbitrario.

¿Es compatible el capitalismo con la moralidad?

A propósito de Bernard de Mandeville

Con la llegada del capitalismo ese asunto se complica, pues la moral puede pasar a
convertirse en enemiga de la prosperidad, si se tomaran mínimamente en serio sus
proclamas. Si, por ejemplo, no se puede mentir, ¿cómo podría entonces existir el libre
comercio? En 1705 escribió Bernard de Mandeville un pequeño texto titulado El panal
rumoroso o la redención de los bribones, texto que amplía en 1714, y en 1723 lo
concluye tal como hoy lo conocemos bajo el título de La fábula de las abejas o los
vicios privados hacen la prosperidad pública. La tesis de Mandeville es tan
escandalosamente simple como ésta: hay una contradicción entre la moral y la
prosperidad. Una sociedad estrictamente moral sería una sociedad pobre y ruinosa. Sólo
los “tontos –dice en su fábula– se esfuerzan por hacer de un panal un panal honrado”, ya
que el fraude, el lujo y el orgullo son fuente de prosperidad. A Mandeville no le gustan
los términos “bueno” o “malo”, prefiere hablar de virtud y vicio, ya que no se juzgan las
intenciones sino que “consideramos solamente el daño o el beneficio que recibe de ellos
la sociedad y no la persona que las realizó” (p. 154). En cuanto a las intenciones,
Mandeville no se enreda con interpretaciones. Basta mirar, como ya había dicho antes
Maquiavelo, cómo son las cosas y no cómo deberían ser, que es de lo que se alimenta la
insidia clerical. Y a ese respecto basta mirar y no elucubrar para ver que el orgullo, el
egoísmo, el lujo, la vanidad, el miedo y, en suma, la deshonestidad, rigen los actos y
comportamientos de los hombres. La fábula de Mandeville es la mayor ironía escrita
sobre la condición del hombre, tal como la conocemos a lo largo de la historia, pero es a
la vez el torvo rostro del capitalismo, que pone a trabajar la maldad del hombre, su
egoísmo y su terror, en beneficio de una supuesta prosperidad colectiva.
Lo que produjo tanto escándalo no fue que Mandeville escribiera la lista de los

154
vicios de la malevolencia humana y explicara cómo lo que mueve al hombre es lo peor, el
orgullo y el egoísmo, la vanidad y el miedo, sino que desgajara esta descripción del
hombre de su marco teológico. Para Mandeville el hombre en “estado de naturaleza”, no
de caída, es ipso facto malo, y toda la hipócrita parafernalia moral está al servicio de la
prosperidad social y del beneficio de los poderosos, de modo que sólo por medio de la
deshonestidad connatural al hombre cabe un orden social y económico próspero. Esa
hipocresía o disimulo, el pretender que se actúa por el bien común, cuando para
Mandeville, afortunadamente según él, sólo se busca el beneficio de cada uno, es una
conveniente formalidad educativa que da por sobrentendido que los verdaderos motivos
son siempre inconfesables.
Mandeville, médico de formación, no habla del pecado ni de la gracia. Agustín de
Hipona o el mismo Lutero fueron si cabe más despiadados a la hora de mostrar la
condición del hombre después de la caída. Pero era un modo de establecer el contraste
entre la gracia y el pecado y proclamar el valor redentor y salvífico de Cristo. Mandeville
no propone redención alguna ni cree que los hombres estén regidos por la gracia divina ni
que busquen la perfección moral. El egoísmo, el ansia de adulación, el poder, el engaño y
el miedo gobiernan el comportamiento del hombre, no a causa del pecado sino por la
propia condición de una voluntad que ni gobierna la razón ni posee en sí misma otro
gobierno que la pasión estrictamente irracional. Quizá no exista otra contención que el
miedo, en lo que Mandeville coincide con Hobbes, y quizá no haya más pernicioso
engaño que aquel que se ejerce como hipócrita poder de la verdad.
Cuenta a este propósito Mandeville la historia de Decio y Alcander que merece la
pena citar in extenso:

Decio, un hombre de prestancia, que tiene grandes comisiones en el azúcar de varias


partes de ultramar, estaba en tratos acerca de un cargamento de este artículo con Alcander, un
eminente comerciante de las Indias Occidentales; ambos conocían muy bien el mercado, pero
no lograban ponerse de acuerdo: Decio era hombre acomodado, y pensaba que nadie debía
comprar más barato que él; con Alcander ocurría otro tanto y, como no tenía apremios de
dinero, mantenía su precio. Mientras discutían su negocio, en una taberna próxima a la Bolsa, un
criado de Alcander trajo a su amo una carta de las Indias Occidentales que le informaba de que
una cantidad de azúcar, mucho mayor de la que esperaba, estaba ya camino de Inglaterra. Ahora
Alcander no tenía más deseo que vender al precio de Decio, antes de que la noticia se hiciera
pública; pero como era zorro viejo, no queriendo aparecer impaciente ni tampoco perder a su
cliente, abandonó el tema […] invitó a Decio a acompañarle a su casa de campo, sólo a doce
millas de Londres […]. Aquella noche y al día siguiente agasajó a Decio espléndidamente; el
lunes por la mañana, Decio, para abrir el apetito, salió a dar un paseo […] y al regreso se
encontró con un caballero conocido, quien le dijo que la noche anterior se había recibido la
noticia de que una tormenta había destruido la flota de las Barbados, añadiendo que […] se había
confirmado que el azúcar subiría un 25 por ciento para la hora de las operaciones bursátiles.
Decio se reunió con su amigo e inmediatamente reanudó la conversación que habían
interrumpido en la taberna […]. Decio, excitado por lo que acababan de decirle, temiendo que
una demora pudiera ser peligrosa, arrojó sobre la mesa una guinea, y cerró el trato al precio de
Alcander […]. Alcander, que había esperado atrapar al otro, cobró en su propia moneda; sin
embargo, a todo esto se llama justo trato… (pp. 35-36).

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Tanto Decio como Alcander son conscientes de la mentira, pero apuestan, arriesgan
quién saldrá beneficiado, o sea quién finalmente conseguirá engañar al otro, “y a todo eso
se llama justo trato”. El clérigo, por el contrario, no arriesga nada, impone con su diatriba
la maldición del pecado y convierte a cada uno en pecador, con lo que el sistema queda
preservado como el mismo Dios y sólo el hombre es culpable. Mandeville pone en
evidencia la incompatibilidad entre capitalismo y moral, aunque sitúa dicha
incompatibilidad en la propia y universal condición natural del hombre que inventa la
moral para encubrir su natural maldad. El capitalismo sería el reconocimiento en acto de
tal maldad sin falsos encubrimientos, y de cómo entonces, por ese reconocimiento, se
pueden explotar las ventajas de dicha maldad natural. El capitalismo no sería más que la
expresión de la abierta inmoralidad del hombre. No hay prosperidad o creación de
riqueza sin el egoísmo, el orgullo, la envidia, el miedo, la necesidad de alabanza y de
dominio y, sobre todo, sin la mentira. La moral, repite una y otra vez Mandeville, sería la
ruina de las naciones. Sin embargo, el clérigo, contra lo que cree Mandeville, ha
encontrado una manera mejor de preservar el capitalismo mediante la reducción de la
moral al ámbito exclusivamente privado. Bastaría proponer la explotación social de
recursos humanos y naturales como requisito del orden colectivo, para que la conciencia
individual pueda encontrar un modo de alabar su egoísmo pecaminoso. Aquello que se
hace en colectividad para el bien común está exento de maldición, a diferencia de esas
pérfidas intenciones que vendrían de los sujetos.
Lo que el gran jurado del condado de Middlesex condena en el libro de Mandeville
no es, pues, un sistema tan pérfido y amoral, como era el naciente capitalismo, sino
precisamente el que se privara a la vida colectiva de los hombres de un orden teleológico
que diera sentido trascendente a las acciones humanas. Por lo que luego de afirmar que
el libro blasfema y niega la doctrina de la Santísima Trinidad, dice a continuación que
“niega la providencia y el gobierno del Todopoderoso sobre el mundo”, por “considerar a
la religión y a la virtud perjudiciales para la sociedad y menoscabadoras del Estado” (p.
250).

El misterio teológico del Mercado y la sociedad invisible: a propósito de Adam Smith

Así pues Adam Smith, que tanto debe a Mandeville, no tuvo sin embargo otro objetivo
que encontrar lo que llamó la “mano invisible”, nombre de ningún otro misterio teológico
que el Mercado, para quedar libre de toda sospecha, pues, invirtiendo el argumento de
Mandeville, lejos de ser el capitalismo incompatible con la moral, sería, por el contrario,
la más valiosa promoción de la libertad del individuo, que ha encontrado un sistema que
permite esa libertad individual a la vez que la somete sin imposición positiva a un orden
invisible. El Gran Jurado que acusaba a Mandeville sabe de qué habla: si usted afirma
que lo que mueve y hace progresar a las naciones es el egoísmo y la envidia, etc., sin
remitir ese mal al pecado, usted ha eliminado el orden de la Providencia y el sentido

156
redentor del cristianismo, y en consecuencia ha quitado todo valor redentor a la creación
de riqueza y ha subvertido el orden colectivo al destruir el pilar y la bóveda de la causa
final y del orden universal.
De ahí que lo que cambia Adam Smith respecto a Mandeville es de vital
importancia, pues al devolver una teleología al orden social le devuelve el sentido de la
causa final. Pero no en vano Adam Smith nos habla de “la mano invisible que conduce a
promover un objetivo que no entraba en sus propósitos”. Se refiere a los propósitos del
“propio interés”: “Al perseguir su propio interés francamente, fomentará el de la sociedad
mucho más eficazmente que si, de hecho, intentara fomentarlo” (p. 554). Esta buena
concordancia entre el interés privado y el público, que se ha expresado con el famoso e
inmoral “¡enriqueceos!”, se debe a una mano invisible, como es la libre concurrencia del
mercado. Pero ¿por qué invisible?, ¿por qué Adam Smith la llama invisible? Esta idea de
la concordancia entre el interés particular y el general ya se encontraba en Mandeville.
Pero en Mandeville, tal concordancia revela el carácter propiamente inmoral de la
concurrencia mercantil. Para Smith, por el contrario, esa entrada del interés egoísta en
los designios colectivos de la prosperidad purifica el acto individual y lo dota de inocencia
moral, hasta el punto de que si faltara ese interés privado, la propia sociedad se vería en
menoscabo, pues perecería por inanición a falta del entusiasmo que da la ambición de
riqueza, nueva figura del poder que ya no requiere sacrificar lo privado. Así pues, lo
privado, la pasión egoísta misma, es el motor del progreso social. Ese poder es invisible,
pues no se adquiere ni en el campo de batalla ni en la coronación imperial, aunque
termine moviendo los hilos de la guerra y del imperio.
Pero lo más curioso y digno de interés es que la misma sociedad se hace invisible.
Hasta ahora, hasta el capitalismo, la “ciudad de Dios” que representaba lo invisible, era,
sin embargo, bien visible. El poder de la Iglesia era la expresión bien visible, incluso
exhibicionista, Sánchez Ferlosio la llamaría halterofílica, del gobierno redentor de lo
invisible. El cuerpo místico de Cristo, como se define la Iglesia a sí misma, era tan poco
místico, que no se sabía ya de dónde sacar tanto mármol para sus monumentos y tanto
oro para sus cálices y sus custodias o candelabros, y así hacer presente y visible lo
invisible.
La nueva teoría de lo invisible, que lo refiere al Mercado y a la sociedad misma,
tenía el antecedente y, en ese sentido, el apoyo de los reformadores, enemigos de la
halterofilia romana, que ya en la Confesión de Augsburgo, en el artículo XVI, proclaman
que el Evangelio no quiere destruir el orden temporal sino que propone a cada uno, según
su trabajo, que “demuestre caridad y haga buenas obras”. Este asunto del trabajo será
traído reiteradamente, como ya nos recordara Max Weber, en toda reflexión sobre la
tarea del cristiano en la tierra. Y no se debe olvidar a este respecto la crítica de Lutero al
monaquismo, al que considera por completo carente de valor para la justificación, por ser
producto de un desamor egoísta, según la expresión que utiliza Max Weber,
improductivo, que se sustrae al cumplimiento de sus deberes en el mundo. Así pues, ya
antes de Adam Smith (o de Mandeville), queda establecido el valor ético del trabajo, de
tan urgente necesidad para el capitalismo. El trabajo como valor ético del individuo en su

157
progresivo aislamiento social y teológico. En un tipo de sociedad basado en el interés
privado y egoísta, desde el punto de vista económico, y con una concepción moral que
lleva al individuo a la soledad y al desconcierto de su acto, y a la arbitrariedad de la
predestinación, el trabajo pasa a convertirse en el único vínculo social, en el único
espacio de encuentro con los demás. Este Dios de la predestinación, arbitrario y cruel, es
el Deus absconditus, al que el hombre no sólo no ve sino que no puede entender. Deus
absconditus es el Dios más propiamente invisible que se pueda pensar. El individuo está
a solas consigo mismo y sólo mediante el más estricto sometimiento masoquista al otro
puede encontrar una pertenencia.
El Deus absconditus, el Dios que no da señal alguna al hombre, es correlato de la
sociedad invisible. Esta característica sería la más propia del capitalismo. El individuo en
su privacidad homologada pasa a un primer plano, como si la sociedad no existiera y
nada tuviera que ver con esa homologación. Pero esa sociedad, reducida al Mercado,
gobierna como el Deus absconditus, con mano de hierro (como es la “mano invisible” de
Adam Smith), de forma que sólo se ve al individuo en su comportamiento, pues es
propiedad de ese poder omnímodo de la sociedad su presencia invisible en cada uno de
los actos del individuo. La propia separación entre lo público y lo privado desaparece,
pero no a favor de lo privado, como pareciera, sino a favor de lo público o de esa
presencia de lo que debiendo ser privado se ha de mostrar en lo público, perdiendo todo
su carácter de privado y degradando así lo público por el hecho mismo de alimentarse de
la degradación de lo privado, con lo que la propia separación entre público y privado
queda sin fundamento y a merced de la requisitoria mercantil. Pero sucede que así como
el trabajo es de por sí moral, independientemente del contenido, de forma que no
importa si ese trabajo produce bombas o fusiles o cualquier otra arma de guerra, puesto
que el trabajo es el crisol que purifica y convierte a su agente en miembro del sistema, así
también esa desaparición de lo público que hoy se suele nombrar de diversos modos
(pérdida de valores solidarios o ausencia de sociedad civil) es en realidad la desaparición
del tan cacareado individuo convertido en mono amaestrado, pero sin ser tan siquiera un
mono, como lo era Rotpeter o Pedro el Rojo en el relato de Kafka, el mono que simula
ser hombre para escapar a la barbarie del hombre.
Decía Sánchez Ferlosio que “el don de la palabra hizo que el hombre se expatriara
para siempre de la naturaleza; por eso la artificiosa y fraudulenta invocación de la
naturaleza, de una “armonía natural”, para fundamentar la economía, ha terminado por
convertir al hombre en producto de la publicidad… haciendo de él un animal falsificado”
(Non olet, p. 263).
Si Rotpeter sabía todo el tiempo aquello que estaba pasando y aquello que debía
decir para pasar por humano, este amaestrado humano carece, por el contrario, de toda
percepción de sí mismo y de todo poder de decisión sobre una sociedad invisible que ha
convertido la palabra en publicidad y al individuo mismo en un producto de mercado,
consumidor de esa misma publicidad que expresa la malevolencia última de un sistema
criminal que explota, justifica y exalta lo peor, el egoísmo, la envidia y el miedo, y cuya
prosperidad depende de ese egoísmo y de ese miedo que no hacen más que alimentar

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guerras y exterminio, acumular pobres a las puertas o en los suburbios de las grandes
ciudades, mezclados con los grandes basureros, y que ha esclavizado a los sujetos a la
ruleta de la “necesidad de consumir”, convertidos así en verdaderos mamarrachos.

Doctrina de la predestinación y trabajo productivo

Se podría decir pues que hay un hilo invisible que une el Deus absconditus, de la
teología reformista, con la mano invisible del Mercado. Deus absconditus consagra la
idea de un Dios enigmático e inaprensible para el hombre sin la circunscripción o límite
de la Ley natural, amo y señor del destino del hombre, lo que culmina con la tesis, más
propiamente calvinista, de la salvación arbitrariamente reducida a la voluntad divina. La
indefensión del sujeto ante el Deus absconditus es similar a la que tiene ante la mano
invisible del Mercado. El Mercado es un enigma que rige con mano de hierro un destino
de riqueza o de ruina sin mostrar previamente sus cartas, por lo que el individuo no tiene
garantía alguna del resultado de su acto mercantil. No sólo el engaño del otro sino el
simple azar son instrumentos de esa mano invisible, arbitraria e inclemente. Así es
también el Deus absconditus o Dios, por concretarlo más, de la salvación restringida.
Unos se salvan y otros se condenan sin ninguna razón o ley. La doctrina de la
predestinación siempre había mantenido el conflicto entre Deus ab aeterno certo
praescivitit et inmutabiliter praeordinavit omnia futura con Deus vult omnes homines
salvos fieri. El destino de la criatura no escapa ni al saber ni al poder de Dios, a la vez
que a su absoluta Bondad incumbe el deseo de salvación de todos los hombres. Esta
contradicción era intocable hasta que Calvino tuvo el atrevimiento de establecer como
doctrina que “Dios envió a su Hijo para salvar al género humano; pero su finalidad no
era ésta, sino solamente librar de la caída a algunos; y yo os digo que Cristo murió por
los elegidos” (citado por Max Weber, p. 124).
Esta doctrina de la predestinación, basada en la salvación restringida, no es
enteramente ciega ya que el hombre puede al menos conocer los signos de la salvación o
de la condena. El signo de la certitudo salutis, de que se está entre los elegidos, es el
trabajo productivo, no el gratuito, placentero o inútil, sino el que produce riqueza. Los
reformadores protestantes habían tomado este nuevo orden, basado en la ética del
trabajo, como un orden divino, cuya invisibilidad era requisito y característica primordial
de su carácter divino, contra la Iglesia visible, propiamente idólatra, como la llama
Calvino, que usurpa el lugar de Dios y la secreta e íntima vinculación del individuo con
su predestinación. Cuando la Iglesia es una presencia visible del poder divino, la
salvación tiene sus reglas y rituales sacramentales. En la Iglesia invisible que proponen los
reformadores protestantes, lo invisible hace del individuo un destino enigmático por estar
en manos del libre y arbitrario designio divino. Sola fides, proclama Lutero, las obras no
te dan la certitudo salutis.
¿De dónde viene esa certitudo salutis sin la cual nadie, ni mucho menos el poder

159
colectivo, puede vivir? Por vía indirecta, por algún modo de comprobación indirecta. Si
hay predestinación nada puede hacer el hombre por su salvación, pero le cabe, sin
embargo, poder comprobar si forma parte de los elegidos. Esa comprobación, esa
certitudo salutis, proviene del deber cumplido, del trabajo bien hecho, es decir,
productivo. No es el producto lo que da la certitudo salutis, sino el trabajo ascético,
aquel que produce. Es retorcer el argumento: usted está ya predestinado, pero tiene un
modo de conocer el signo de su predestinación. Lo cual resulta una falsedad argumental:
si puedo conocer, incluso producir, el signo de mi predestinación, ¿qué diferencia habría
con decir que soy responsable de la entonces mal llamada predestinación? Hay, sin
embargo, una que resulta fundamental porque justifica el sistema de creación de riqueza:
si con mi trabajo productivo simplemente desvelo el signo de mi predestinación, de mi
pertenencia a los elegidos, entonces no soy responsable de la condena de nadie, ni de los
efectos supuestamente perniciosos que pudiera tener dicho sistema. Se crean así
honorables ciudadanos y miserables sujetos.
La sola fides luterana se ha convertido en fides efficax, por esta vía que liga fe y
trabajo. Allí donde Pascal veía la nulidad ética del afán de dinero, de la ascesis
profesional, ahí mismo el luterano y, sobre todo, el calvinista, tiene la opción de
comprobar su condición de elegido. Por eso, el rigorismo de la doctrina de la
predestinación que debería conducir al fatalismo, se hace inquisitorial y fanático del
trabajo productivo, y de ese modo evita el fatalismo. Los bienes producidos, contables,
no son la razón de la salvación; sin embargo, el hecho de que el trabajo sea productivo es
el signo de la elección. Por esa razón o motivo, en la profesión calvinista los signos de la
verdadera Iglesia no son el trío luterano: la pureza de doctrina, los sacramentos y la
disciplina. Para el calvinista, los tres se resumen en uno solo: la disciplina. La disciplina
tiene un espacio donde se ejerce: el trabajo, y una prueba contable donde verificarse: la
producción de bienes. La Iglesia invisible de Dios son los elegidos, los buenos
trabajadores, el buen burgués que lleva a su expresión más universal el ora et labora
benedictino, el callar y el hacer sin pedir explicaciones. La doctrina de la predestinación
exige trabajar y callar sin pedir explicaciones. Por mor de esa vinculación tan estrecha
entre trabajo y fe o fides efficax, los puritanos escoceses e ingleses, como relata Max
Weber, negaban el bautismo a los hijos de “notorios reprobados”, que no eran otros que
los vagos y maleantes, los borrachos y similares, los improductivos que no trabajaban.
Los preceptos del Hospital General de París estaban orientados a discriminar entre
enfermos y vagabundos, una vez que esa ética del trabajo se había extendido como
criterio moral y salvífico que establecía así el criterio moral genérico de que quien no
trabaja o es un enfermo o un malvado.
Por un lado se proclama la igualdad universal de todos los hombres como criaturas
de Dios y, más en concreto, como lugares no marcados del juego invisible del Mercado,
pero por otro lado la doctrina de la predestinación, como la del libre mercado, requiere la
desigualdad entre elegidos y condenados, entre ricos y pobres, aunque ahora el signo de
la elección no sea el rentista sino el productor. Esta desigualdad es inapelable pues está
prevista, incluso predeterminada, al margen del universal “igualdad”, principio e ideal

160
irrealizable pero que preserva tanto la Bondad divina como la del sistema de libre
mercado. Inapelable quiere decir inevitable.

Doctrina de la predestinación y determinismo biológico: desaparición de la


compasión

Tanto el Deus absconditus como la mano invisible del Mercado se vuelven cada vez
más invisibles a medida que el individuo pasa a ser tomado como objeto científico. La
determinación que la ciencia establece como criterio de salud del individuo es una
determinación anónima y, por ello, más inapelable. Tiene dos variantes: la determinación
genética y la determinación “psi”. La primera la desarrolla el darwinismo y se consagra
con los progresivos descubrimientos en el campo de la genética. De entrada, el
darwinismo aparece como el principal enemigo de la religión. Sin embargo, cohabita con
ella hasta el día de hoy y lejos de impugnar la arbitrariedad divina, puede, por el
contrario, ser uno de sus más fervientes aliados. ¿No podría formar parte de la certitudo
salutis la selección natural o la dotación genética, siempre que sea Dios el libre agente de
dicha dotación? Se podría decir que con más objetividad incluso que el trabajo
productivo, incluso como explicación científica del mismo, pues el que ahora la pereza se
considere genética no por ello dejaría de ser incumbencia de la predestinación divina.
La explicación genética se ha convertido en moderna logomaquia que en nada
puede inquietar ni a la religión ni al libre mercado. Al contrario, siempre hay un gen a
mano, sea conocido o candidato, para hacerlo responsable de un inadecuado
comportamiento, sea la desgana de vivir o el mismo exceso consumista. El determinismo
genético expande inocencia por doquier, pues aunque sólo el individuo, y no la sociedad,
sea responsable de sus desvaríos y particulares anomias, no lo es en realidad al ser mera
marioneta del gen de turno, que es la manifestación en la tierra de la predestinación
divina, amo y proyectista del diseño inteligente. La psicología, como “ciencia del
comportamiento”, se hizo cargo de la explicación de los comportamientos anómicos,
siempre en el ámbito del individuo. Progresivamente se fue incorporando al desarrollo de
la genética y es hoy día parte fundamental de las llamadas neurociencias. En verdad, ya
no hace falta debatir sobre la doctrina de la predestinación, ya que ésta ha sido
incorporada al campo de la genética.
El criterio de lo biológico para explicar el comportamiento humano ha recuperado la
idea del elegido. Al ser un criterio biológico resulta fácil retomar la vieja idea religiosa del
pueblo elegido como raza. No hace falta detenerse en el desconcertante y
descorazonador exterminio nazi de judíos, rusos, gitanos y enfermos mentales. Que tal
exterminio aconteciera en el corazón de la Ilustración europea sigue siendo sobrecogedor.
Pero lo que de verdad debe asustar es el peligro del criterio biologicista como criterio o
signo de selección. Este criterio ha borrado la piedad y la compasión como sentimiento, o
virtud si se prefiere, ante el sufrimiento de nuestros congéneres. Hasta tal punto afecta el

161
criterio de la determinación biológica, que el afectado queda reducido a mero ejemplar o
efecto de una determinación natural. El delirio o la tristeza, el asesinato o el suicidio, la
angustia o la compulsión, todo ello son enfermedades, o manifestaciones de las mismas,
como lo son una infección o una cardiopatía o un cáncer. Aunque no se consigan explicar
sus diferencias en el hecho mismo de la diferencia de sus manifestaciones, no serán
nunca diferencias singulares, pues admitir el carácter diferencial, y no de mera variable,
de esas manifestaciones, obligaría a referirse a la subjetividad, lo cual cuestionaría el
reduccionismo genético y nos volvería a una clínica del sujeto y, por tanto, de la
compasión.
La posibilidad de una “causalidad subjetiva”, de la que ya he hablado en otras
ocasiones (cf. El hombre sin argumento), abre un espacio inconmensurable con la
ciencia, a la vez que cuestiona de raíz las maniobras destructivas del poder que gobiernan
la vida colectiva. Por eso digo que la clínica del sujeto es una clínica compasiva y, a la
vez, marginada, pues no podría ser de otra manera sin integrarse en el ejercicio del
poder, lo que el sujeto por lo demás anhela para dotarse de refugio y de sentido, y sin
tomar al susodicho sujeto como un elemento abstracto de tal o cual patología. Para lo
cual sería bueno y saludable tener en cuenta que no es el criterio diagnóstico la cuestión,
a saber, qué placebo científico es el más presentable, sino el modo de tratar un
determinado y particular malestar de un sujeto concreto sin que quede absorbido por la
abstracción diagnóstica o farmacológica de moda.
Alguien podría decir que es toda esta proclama de la compasión lo abstracto o, por
decirlo con contundencia, mera palabrería ante lo concreto del materialismo científico.
Pero esto es una petición de principios, pues no por establecer una determinación ligada a
un gen determinado se puede hablar de concreción. Pongamos por caso el gen concreto
de la corea de Huntington o el del albinismo. Es un gen concreto cuya exacta
manipulación tiene un efecto preciso al margen de la subjetividad del albino o del coreico
en cuestión. Pero si nos referimos al sujeto no sería congruente el llevarlo a ese segundo
nivel de indiferenciación entre los albinos, de modo que no se ha de hacer equivaler el
sujeto a su albinismo. Pues bien, convertir la tristeza de alguien en mero signo
patognómico indistintamente tratable con la tableta ad hoc, es maniobra que desatiende lo
que pudiera tener de sentimiento e interrogante absolutamente insustituible para ese
sujeto de su experiencia.
Por tanto, la idea de compasión que aquí traigo es el sentimiento de esa distancia,
de esa lejana cercanía, que sólo la sensibilidad permite no borrar. La figura de la
clemencia, tal como el Aquinatense la refiere, era componente del poder, similar a la
epikeia aristotélica, según la cual no podría ejercerse el poder sin daño, si no guardara
una cierta proporción con la desigualdad del castigo. Si quien padece el castigo no está en
igualdad de condiciones con quien lo ejerce, este último, figura del poder, ha de ser
clemente para que así no parezca que el poderoso se complace en su poder.
Sin entrar en otras consideraciones, sobre la buena voluntad, o puede que
hipocresía para algunos, del Aquinatense, la vieja figura de la clemencia o de la epikeia
puede ayudarnos ahora a ver cómo, una vez que ese poder va perdiendo apelación

162
posible a la vez que gana en eficacia, su crueldad es mayor. Si el condenado lo está por la
biología, nuevo vestigio de la doctrina de la predestinación, es mero ejemplar, víctima en
todo caso, de una condena anónima y concluida que no admite interpelación posible. La
compasión, o en su caso la clemencia, ha desaparecido, pues la compasión es sensibilidad
de lo particular y subjetivo, requiere, por decirlo en términos kantianos, conciencia del
otro, de su particular existir.
Se podría argumentar que no hay ninguna ayuda más real que intentar corregir lo
que la naturaleza dañó y que de cuán mayor utilidad sería encontrar el gen de la
esquizofrenia que alentar el delirio del sujeto esquizofrénico. Es difícil conseguir aquí un
acuerdo, un posible entendimiento, tampoco se ha de pretender si se quiere el
esclarecimiento del asunto. Y a este respecto sería bueno recordar qué hubiera sido de un
Robert Walser o de un Van Gogh sometidos a tamañas ayudas farmacológicas destinadas
a reducir o simplemente eliminar la condición más particular y humana del sujeto como
es desvariar, preguntarse y buscar alocadamente respuestas, sin que sea necesariamente
una virtud el que tanto las preguntas como las posibles respuestas, si las hubiera, según el
caso de cada uno, estén codificadas como orden colectivo, basado, en última instancia,
en la guerra y en la necesidad de victoria como sentido último de todo agrupamiento.

El fetichismo del gen: biopoder versus subjetividad

Ese malentendido de corregir lo que la naturaleza dañó, en este campo de lo psíquico


exige que el determinismo biológico o genético sea una referencia ideológica que destruye
toda manifestación subjetiva, necesariamente disarmónica. Es abuso epistemológico el
obligarse a una determinada referencia científica por el hecho de que curse en la opinión
pública como objetividad científica, aunque no haya sido demostrado que tuviera algo
que ver con aquello de lo que se trata. Este malentendido o abuso epistemológico no es
inocente, pues es, ante todo, una condena. Bajo las buenas intenciones de la corrección
del daño, se parte ya de una afirmación del daño o condena. Toda torpeza en el supuesto
bien hacer, todo desvío del hacer adecuado al orden, todo revés del contento, toda
desidia del entusiasmo, cualquier deserción y no digamos toda alocada confrontación con
el orden establecido, sea o no delirante, cualquiera de estas manifestaciones de la
desajustada subjetividad quedan establecidas y decretadas como daño natural, y, por
tanto, condenadas y negadas como síntomas del sujeto.
¿Por qué querríamos cuerpos supuestamente bien dotados genéticamente, si ningún
sujeto los habita? No serían cuerpos recuperados por el instinto sino vaciados de
emoción, de sensibilidad, es decir, lisa y llanamente muertos. El sujeto no tiene el más
mínimo interés en la especie. El cuerpo que ha perdido su sensibilidad no es un cuerpo
ganado para la especie, es simplemente un cuerpo amaestrado y muerto. Ese desvarío del
instinto que es el cuerpo, esa desorientación vital del sujeto es lo que el placebo científico
de las ideologías genetistas necesita ignorar y eliminar como si de un trastorno genético se

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tratara. Estos cuerpos tienen sus genes y sus reguladores hormonales y metabólicos,
pero, como ya viese el joven fisiólogo Bichat a finales del siglo XVIII, la vida del hombre
no es la de un organismo autorregulado por el automatismo interno sino que requiere la
vida au-dehors, la vida de la relación con otros humanos, y esa vida au-dehors que no
tiene automatismos reguladores es, sin embargo, lo que constituye la vida concreta,
carnal y corporal, de los hombres. El fetichismo del gen sería como el fetichismo de la
mercancía, del que hablara Marx, pues en ambos se encubren como relaciones objetivas
entre cosas lo que son relaciones entre los hombres o, más precisamente, los desajustes y
anhelos que definen esas relaciones: miedos, angustias, deseos, reclamaciones amorosas
y de dominio, filiaciones y leyes, etc. El placebo científico y la farmacopea subsiguiente
han conseguido convertir al desertor del orden en el mayor consumidor, en un cuerpo
abstracto atado y reducido a la rueda del consumo.
Las ideologías que operan como placebos científicos (desde la genética a la
publicidad) tienen un efecto perverso de condenar lo que supuestamente salvan. Para
salvar hay que condenar, y así una y otra vez. Es, como veíamos, el punto de unión
entre la doctrina de la predestinación y el determinismo biológico que ha dejado a los
sujetos a expensas del mayor daño: su propia aniquilación. El sujeto mismo, aun reducido
a pura y simple patología, es el enemigo del orden científico sobre el que se usa un poder
que se cubre de objetividad y deniega así su condición tiránica y mortífera. El fetichismo
del gen ha convertido el poder en una crueldad inocente, sin conflicto moral. Michel
Foucault encontró un buen término para este nuevo poder llamándolo sencillamente
biopoder, el poder que decide e interviene no ya sobre la moral de los sujetos sino sobre
la salud de los cuerpos. La vida adquiere en sí misma un poder autónomo y abstracto,
por encima y al margen de los sujetos vivientes. En el terreno de las leyendas de locos, la
licantropía toma el relevo a la posesión divina o diabólica. Según esa versión, el loco deja
de ser una manifestación específicamente humana para convertirse en deshumanizado
habitante de esa frontera indefinida con la fiera: licántropo. No era pues políticamente
regulable. No es el lobo el que ha dejado de ser lobo para pasar, a través del miedo y de
la servidumbre, a formar parte de la comunidad de los hombres, del Estado jurídico que
regula la violencia por delegación de la barbarie del “estado de naturaleza”. El licántropo,
como figura de la locura, queda fuera de la comunidad política.
Esta versión quedó luego corregida por las “ciencias médicas”, por el esfuerzo en
particular de la disciplina psiquiátrica, que consideraba al loco un enfermo mental, es
decir, un infradotado natural, o condenado por la propia naturaleza y no por ninguna
posesión espiritual. Esta corrección es de capital importancia para entender que el loco,
como todo enfermo, es una desgracia de la naturaleza. Con todo, lo que hay de común
entre el licántropo y el enfermo mental es su minusvalía política y jurídica. Tanto si se
trata de las eximentes del Código napoleónico, como de la simple eugenesia, el punto de
partida es el mismo: lo que luego el prestigioso jurista K. Binding, en su controvertido
texto Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens publicado en 1920, llamaría
la pérdida de “bien jurídico”, de forma que “tanto para el portador de la vida como para
la sociedad, pierde así mismo y de forma duradera cualquier valor” (p. 26). ¿Por qué

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conservarla entonces una vez que carece de todo valor jurídico y político? El contraste
que Binding establece entre los aguerridos y vigorosos jóvenes que mueren en los
campos de batalla o de los esforzados mineros que mueren en las entrañas de la tierra,
frente a los pacientes de las Instituciones de enfermos y deficientes mentales, es
contundente y carente de toda compasión. “No se podrá evitar –concluye– la profunda
conmoción ante este llamativo contraste entre el sacrificio del bien humano más preciado,
por una parte, y el enorme cuidado y asistencia que, por otra, se presta a unas existencias
que no sólo carecen de valor alguno sino que, incluso, han de ser valoradas
negativamente” (p. 26). Ni que decir tiene que el más apreciado bien humano es el
soldado, y la existencia carente de todo valor es la del deficiente o enfermo mental.
Como el licántropo, esta pobre gente es “la imagen contraria y espantosa
(furchtbares Gegenbild) de la auténtica humanidad”, por lo cual ninguna razón habría “ni
jurídica ni social ni moral ni religiosa para no autorizar la muerte de estos hombres” (p.
30). El contraste entre el joven soldado muerto en las trincheras y el enfermo o deficiente
mental en quien se gastan los recursos de la sociedad termina favoreciendo la
degradación natural de esa sociedad. Lo que aquí se plantea no es la cuestión de la
eutanasia o el derecho de un sujeto a morir aun cuando no disponga de capacidad física
para ello, sino un programa eugenésico, es decir, una política basada en la genética, en el
criterio de la dotación y competencia genéticas, que aborda la vida en su más abstracta
condición de vida natural anónima, sin sujeto viviente concreto. Sin sujeto viviente, la
vida ni siquiera es un don de Dios que la da o la quita a voluntad según sus misteriosos
designios, sino una vida enteramente anónima y amorfa que el poder (ya se trate del
Estado o de la Iglesia) configura o sobre la que decide sin piedad, sin compasión, pues la
compasión se dirige y nace ante la subjetividad del cuerpo. ¿Cómo evitar el despilfarro
que supone el contraste entre el joven soldado muerto y el enfermo mental vivo? Sin el
criterio ético que implica la subjetividad, la política eugenésica se orienta por la inversión
más rentable, es decir, cómo reproducir agresivos soldados y cómo deshacerse de vidas
sin valor económico, político o jurídico alguno.
En las Anotaciones médicas, escritas como comentario al artículo de Binding, que
acababa de morir, el psiquiatra Alfred Hoche encuentra la oportunidad de proseguir la vía
eugenésica con el respaldo jurídico de Binding. Todo médico, declara solemnemente, se
ve obligado en ocasiones a destruir una vida para conservar otra (por ejemplo, la
interrupción del embarazo o la muerte del niño en el momento del parto), por un
“superior bien jurídico”, de igual modo que el cirujano sacrifica un miembro en beneficio
de la totalidad de la vida del cuerpo. Desliz argumental, al que Hoche no presta la menor
atención, pues no guarda proporción la amputación de un miembro del cuerpo con la
muerte del feto o del niño en el momento del parto, a no ser, como es el caso, que para
Hoche sea igual el “cuerpo social” y el cuerpo biológico, o que dicho cuerpo biológico
sea simple accesorio de la raza o de la especie. Lo que Hoche anda buscando es cómo
defender, desde el punto de vista médico, el derecho a destruir o eliminar (vernichten) la
vida de esos enfermos incurables como los lesionados o malformados cerebrales y los
enfermos mentales irreversibles (y cita al respecto la dementia praecox, nombre con el

165
que su maestro Kraepelin describía lo que enseguida pasaría a llamarse esquizofrenia),
pues constituyen “un lastre económico y moral” (wirtschaftliche und moralische
Belastung) para la sociedad (p. 50). Hoche se detiene en dar detalles de los costes
económicos que el mantenimiento de instituciones de ayuda a enfermos mentales supone
para una sociedad que tendría la obligación moral de emplear sus recursos en tareas más
productivas y raciales que las de “mantener en la vida” a ancianos dementes
(Greisenblödsinn) o dementes absolutos (Vollidioten) de cualquier edad y condición. El
criterio moral parece estar subordinado al criterio económico, demostrándose una vez
más cómo el trabajo productivo se impuso no sólo como criterio de salvación sino
también de salud.
Esta mezcla de predestinación y determinismo genético preside toda política
eugenésica, antes del nazismo alemán (sirva como botón de muestra el caso de la clínica
Davenport en Estados Unidos) y después del nazismo alemán, desde los diversos
programas de esterilización a la multitud de experimentos con cobayas humanas
(normalmente presos y sentenciados a muerte de las cárceles americanas) con el noble
propósito de encontrar antídotos contra enfermedades infecciosas incurables, como, por
ejemplo, fue el caso de la investigación que buscaba el antídoto del paludismo, para lo
cual ochocientos presos norteamericanos fueron contagiados de malaria. En el sistema
capitalista, todo Estado que se precie se ve impulsado a una política económica
productiva sin ambages, por lo cual la política eugenésica, basada en la eliminación de los
no productivos, es tentación y consecuencia connatural al sistema capitalista. Pero en
esto sucede que aparece el Gran Temor hobbesiano, el temor a que a uno le pueda pasar
lo mismo. El miedo resulta ser un buen regulador de la vida social si se lo sabe reconocer
y aceptar. En caso contrario se convierte en grito de la horda.
Por eso Hoche se empeña en mostrar a sus condenados como enteramente ajenos a
nosotros, como si fueran de otra especie. Hoche afirma con rotundidad: Wo kein Leiden
ist, ist auch kein mit-Leiden (p. 55), ninguna compasión cabe cuando no hay de la otra
parte pasión o sentimiento o sensibilidad. Sería un error de percepción, dice, considerar a
tales enfermos dignos de compasión, ya que ellos ni sienten ni padecen, son meros
“desiertos espirituales” (geistige Öde). Claro que el ciudadano puede temer la
arbitrariedad de la decisión política y sentirse, por ello, amenazado. A lo que Hoche
objeta que el dictamen médico no sólo es de fiar, pues el médico siempre sabe qué es y
cuándo es incurable una enfermedad, sino que es justo, pues ningún otro interés gobierna
al médico que la salud pública. Hoche expresa así con contundencia lo que significa la
“salud pública” de desprecio por el sujeto viviente y el abandono, también médico, de la
compasión, ya que la “salud pública”, así entendida, decide sobre la intimidad del sentir
del otro. Tal tiranía médica, enemiga de la compasión, consagra la conjunción entre la
cruel predestinación y la condena biogenética; pretende así que el pacto social no tenga
ningún coste y que quien quede fuera de él sea eliminado. La desgracia es así una
condena que no responde a la condición misma del humano. La posterior vida de Hoche
le apartó de su “optimismo” eugenésico. Como en la tragedia griega, la compasión no es
consuelo sino lamento silencioso de una vida marcada por el desorden, la violencia, la

166
injusticia y el desacuerdo. Cuando la clínica abandona la compasión, no le queda más
que la especulación inquisitorial, que ignora las consecuencias de una doctrina que legisla
sobre la intimidad y arrasa con ella.

Freud y el plasma germinativo

El mismo año, 1920, que se publica el texto de Binding y Hoche, Freud publica Más allá
del principio de placer. En él, Freud se adentra en la explicación del dualismo pulsional,
que había supuesto un giro en la clínica psicoanalítica a partir de los estudios de 1915
sobre la pulsión y sus destinos. El extravío pulsional, o la dificultad de que el organismo
humano se oriente por el instinto, recuperaba la teoría del trauma, ya que el infans queda
por entero a merced de sus progenitores y cuidadores para vivir, para reivindicar la vida y
compartirla, al tiempo que se crea un tipo de vínculo en el que la dependencia alimenta el
miedo y la agresividad. El dualismo pulsional no debe entenderse como dos entidades
sustantivas que se enfrentan entre sí, el conflicto es interno a la pulsión. La pulsión es
escisión entre sujeto y vida, entre sujeto y organismo, y esa escisión es la condición
subjetiva y singular que ya no podrá nunca entenderse con la especie. El hecho de la
dependencia vital del otro cuerpo es una marca del amor y del anhelo, pero también del
odio y de la destrucción más hobbesiana. El sujeto comienza por no encontrar otra forma
de afirmación que el rechazo; dañar y dañarse es el efecto de esa mezcla de dependencia
y rechazo que aparece desde el principio. El impulso tanto a conservar como a destruir el
vínculo vital con el otro cuerpo viviente es de entrada un conflicto moral, implica una
dependencia y una desesperación. Conflicto pulsional y conflicto moral son un mismo
conflicto para el sujeto de la vida. El deseo y la satisfacción, la dependencia y el
abandono, el amor y la destrucción son diversas formulaciones del mismo conflicto.
En 1920, en Más allá del principio de placer, Freud descubre lo intrincado de ese
conflicto que encierra la repetición de un daño, de un afán destructivo, incluso la
satisfacción que el dolor procura como reclamo, dominio o aseguramiento de la presencia
y de la sumisión al otro. Ése es el verdadero escándalo y no ya la sexualidad infantil. El
escándalo es el empeño en destruirse que tienen los hombres y que no cesa nunca. Ese
daño no es limpio sino que va tan asociado al amor que con frecuencia se confunden.
Tan sorprendido está Freud por esta mezcla de amor y daño, que de nuevo le viene la
tentación de refugiarse en lo constitucional y en lo filogenético para explicarlo, con lo cual
es como si resolviera el conflicto eliminándolo al llevarlo al anonimato de la filogénesis.
Freud, al final de su texto, se sirve de la obra del biólogo August Weismann, autor del
que ya nadie se acuerda pero de gran influencia en su época. Los textos de Weismann
ponen de manifiesto uno de los aspectos de la ideología genetista: a partir de un hallazgo
sobre los mecanismos celulares se decide el sentido de la vida y su funcionamiento
acabado, resolviéndose sobre todo el molesto enigma de la muerte, de la subjetividad y
de la experiencia de la palabra. La tendencia a buscar en la vida orgánica un diseño

167
inteligente, sea exterior (creacionismo) o no (naturalismo que cabría llamar panteísta), es
constante a lo largo del desarrollo de la ciencia biológica, que se empeña en disolver al
sujeto en la maravilla de la maquinaria genética. Weismann fue entusiasta defensor de esa
inclusión y, por tanto, disolución del sujeto en el plasma germinativo. Había establecido
que toda sustancia viva tiene una parte mortal y otra inmortal. La parte mortal es el
cuerpo o soma y la inmortal son las células germinales, las cuales están capacitadas para
formar un nuevo individuo, un nuevo soma. Esta distinción entre soma y plasma
germinativo la toma Freud como prueba de su dualismo pulsional.
Anteriormente, en Las pulsiones y sus destinos, había formulado el dualismo
pulsional como conflicto entre las pulsiones del yo y las pulsiones sexuales, como
conflicto entre las exigencias o propósitos (Ansprüchen) de la sexualidad y aquellos del
yo. Este supuesto conflicto consistiría en que los propósitos de la sexualidad van más allá
del yo y tienen como objetivo la conservación de la especie. Pero resulta que no sólo el
yo puede ser objeto erótico (como el narcisismo muestra) sino que la sexualidad misma
puede no traspasar ni anular al yo como si éste fuera “un accesorio temporal y pasajero
del plasma germinativo, por lo que la sexualidad, o los propósitos de la sexualidad, no
coinciden con la reproducción de la especie”. Si la sexualidad no equivale a la
reproducción de la especie, el conflicto puede que entonces sea entre pulsión y deseo,
entre el empuje de la pulsión y la formación de un deseo propio, o entre el objeto de la
satisfacción y el sujeto deseante que anida en el seno del objeto de la satisfacción, ya que
el objeto de la satisfacción siempre se refiere al otro y no meramente a la cosa. El
conflicto, por tanto, es subjetivo, es interno a la pulsión y a la subjetividad. El sujero no
tiene ningún interés en la especie, ni siquiera en el caso del deseo de hijos, pues el hijo no
es producto de la especie sino del deseo de permanecer.
Pero ahora, en Más allá del principio de placer, pretende volver a la tesis de
Weismann, como prueba del dualismo pulsional. Recurre para ello, de nuevo, a la tesis de
una inscripción de la muerte en la naturaleza, ya en los protozoarios. Si la pulsión es el
nombre de la condición viviente del sujeto, del extravío que la subjetividad supone
respecto al instinto, ¿no es, entonces, absurdo pretender ahora introducir la pulsión en el
organismo de los protozoarios? Si no hay sujeto no hay muerte sino avatares de la vida
orgánica anónima y carente de consciencia subjetiva. La muerte, asunto de los sujetos,
será motivo de consuelo como afirmación de la subjetividad (consuelo respecto a las
desgracias del sujeto y a su ineptitud para vivir) y del terror a desaparecer o ser
destruido. La figura de Dios es una figura antropológica de la muerte, pues tanto es
consuelo y protección, como terror de su poder de condena y destrucción. Éstas son las
dos caras de la vulnerabilidad del sujeto que necesita del otro para vivir, y ése es su
conflicto interno: reclama protección al otro y a la vez lo rechaza. Dependencia y rechazo
son los dos rasgos constitutivos de la subjetividad.
El esquema genetista de Weismann no va a funcionar. Freud tendrá que recurrir,
para encontrar la pulsión de muerte, al sadismo, el cual estaría a su vez al servicio de la
función (no “fusión”, como las diversas ediciones de la traducción de López-Ballesteros
repiten equivocadamente) sexual. La pulsión de muerte está entonces en el seno de la

168
sexualidad, como conflicto entre sexualidad y agresividad, entre conservación del objeto
y destrucción del mismo. Una tarea primordial de la clínica psicoanalítica será entonces la
de tratar esa agresividad, ese daño que habita en el seno de las relaciones deseantes. La
pulsión de muerte se ha visto pues enteramente subvertida por la pulsión de destrucción,
y la pulsión de destrucción es conflicto interno a la vida pulsional, no externo o
filogenético.
Resulta incompatible una clínica del sujeto con esta consideración biogenética, en la
que la pulsión de muerte representaría el impulso de lo vivo a volver al estado anterior,
inanimado, y en la que la pulsión de vida conservaría el estado viviente por medio de su
ampliación, como plasma germinativo inmortal e imperecedero. En el anonimato de la
vida desaparece el deseo y el desamparo al servicio de un orden natural que desconoce la
particularidad sin sentido del sujeto viviente, precisamente el único que pudiera estar
interesado en tales elucubraciones, pues ya me dirán qué interés tendría el plasma
germinativo en explicarse si desconoce la muerte y si el soma o cuerpo individual no es
más que un elemento secundario de un proceso que lo hace enteramente sustituible por
otro.
En la consideración política del poder, el soldado es sustituible por otro soldado.
Por esa razón, el servicio militar obligatorio introduce el término reemplazo para referirse
a las “quintas” o al grupo de edad al que corresponde en un período determinado el
servicio militar obligatorio. Para la biopolítica, el reemplazo es más genético que social o
temporal. El gen es el hoplita del plasma germinativo, está a su servicio, puede ser
modificado, conservado o eliminado, pero siempre al servicio del plasma germinativo.
Tampoco la Iglesia escapa a la fascinación del plasma germinativo. Se trate del feto
o del enfermo terminal o vegetativo, son meras expresiones del plasma germinativo sobre
las que no cabe decisión personal. Lo que la Iglesia opone a las propuestas eugenésicas
es una defensa, aún mayor si cabe, del plasma germinativo. No les preocupa el sujeto en
cuestión, ni, como suele predicar, la intimidad de la persona, sino la vida anónima y
abstracta, hasta el punto de que cualquier decisión subjetiva sobre ella resulta ser,
curiosamente, un crimen. Poco importa que el sujeto enfermo se degrade o se convierta
en su caso en transmisor de una enfermedad. Lo único que importa es la plasmación
germinal en un soma. La guerra no es un obstáculo, es admitida, como el hambre y el
sufrimiento, pero, sin embargo, está prohibido que alguien decida sobre su vida y su
plasmación germinativa, la cual queda siempre por encima o por fuera del alcance de
toda decisión subjetiva. No hay compasión sino exaltación de la vida abstracta y
anónima. Si el poder siempre pretendió sustituir al sujeto en sus decisiones, el biopoder lo
anula y lo desconoce. Lo que importa por encima de todas las cosas son esos somas
vivientes, ultracomatosos o no, engullidores de fármacos y otras mercancías, temerosos
no tanto de Dios como de la muerte. El terror a la muerte, a desaparecer, a no existir
para nadie, ha encontrado el sádico sustento de la degradación de los cuerpos y de la
destrucción del sujeto, como requisitos de una recompensa eterna.

169
Política, genética y clínica del sujeto

“La raza es herencia genética y nada más que herencia”, escribía Ottmar von Verschuer
en 1942, en un texto reseñado por Agamben (cf. Homo Sacer, pp. 182 y ss.). ¿Cómo no
se podría estar de acuerdo con esa simple definición tautológica? ¿Por qué el tal
Verschuer añade “y nada más que herencia”? Es como si dijera: aquí no cabe nadie más.
Por muy alemán que se diga el judío, nunca podrá serlo, pues su plasma germinativo no
es alemán. Por tanto, no es una definición tan inocente como pareciera. Un término
genético ha pasado a convertirse en otro estrictamente político. De igual forma que un
concepto político, como es “nación”, va a ser definido por el propio Verschuer como
“cuerpo biológico de la nación”. Desde san Agustín, la Iglesia es el “cuerpo místico de
Cristo”, un cuerpo espiritual compuesto de creyentes y miembros de la Iglesia. La
mística es un modo de presencia especial con la que se amartilla un tipo de pertenencia
fusional, pero el hecho de que hoy se subraye tanto lo biológico no disminuye la
propuesta fusional, pero se solicita un tipo de presencia del cuerpo como plasma, como
algo viviente carente de particularidad subjetiva que dé a la vida la concreción de su
deseo.
La raza es el último estúpido intento de la abstracta combinación de genes
homocigóticos de un grupo incontaminado (y, por ello, afortunadamente inexistente) con
el valor patriótico. El emigrante laboral o mercenario de un ejército cualquiera es un
cuerpo bien concreto, pero cuyo anonimato ha borrado la particularidad del sujeto
viviente. El racismo sería la aberración de los cuerpos anónimos en busca de
reconocimiento y dominio, de pertenencia al “cuerpo biológico”, por utilizar la expresión
de Verschuer.
La compasión cabe si el sujeto, por destituido que esté, es tomado en
consideración, el sujeto concreto determinado por su experiencia, sujeto del conflicto
pulsional y moral en que consiste el vivir concreto de cada uno. Ante el anonimato de lo
natural y lo inmisericorde de un sistema social tomado como si fuese un dato natural, no
cabe compasión, pues ningún poder es culpable, ni siquiera responsable, y cualquier
palabra que provenga de la intimidad desentona. El sujeto se refugia en la marginación.
La clínica del sujeto no puede ser de otra manera, ante las componendas que exigen los
laboratorios farmacéuticos, por un lado, y el poder médico, por otro. Un médico es un
experto en la vida biológica, en la zoé propiamente dicha, y fuera de ahí es simplemente
un marginado, un falso médico, un ignorante de la enfermedad, es decir, de la anatomía
patológica. Siempre es conveniente el toque humanista, pero sin olvidar lo
verdaderamente importante: la salud del cuerpo como elemento del plasma germinativo.
Los neurotransmisores, el metabolismo cerebral, no son tomados como mecanismos y
sensores de la experiencia de un sujeto viviente, sino como leyes que gobiernan y rigen
unilateralmente el soma de dicho plasma germinativo. Ni conflicto moral ni desamparo
(consideraciones ajenas al cuerpo viviente) sino reguladores de la dopamina o de la
serotonina para desalojar la tristeza o la angustia.
Pretender, por otro lado, construir un doctrinarismo de lo psíquico conforme a la

170
misma rigidez diagnóstica del determinismo genetista, es caer en un mismo determinismo
de la identidad, por utilizar esta expresión de Sánchez Ferlosio, en este caso, el
determinismo de la identidad de doctrina y, por consiguiente, de adscripción doctrinaria,
valga la tan traída y llevada redundancia. Determinismo que aunque no negara el libre
albedrío, lo toma si no tanto como un “fraude piadoso”, como el más feroz genetismo
propone, sí como un dato o principio de doctrina, lo cual no se sabe si tiene peores
consecuencias que el “fraude piadoso”, pues el dato doctrinario es lo más contrario a una
supuesta libertad que no puede ser más que el acto contingente de un sujeto que de por
sí no puede ser un dato si no quiere perecer y ser absorbido en el anonimato de la
abstracción inerte, psicogénica o biogénica. Puede que sea una aberración de la
naturaleza, pero no un dato, ya que a su condición le es propio el desánimo y el
desacuerdo, tanto el desacuerdo con la satisfacción, como el desacuerdo moral con el
quehacer, el sentir, el estar y el ausentarse, y eso a pesar de todas las homologaciones
doctrinarias que le atan a comportamientos y discursos estériles.
Pobre Pelagio, la que se le vino encima por pretender que el hombre es quien hace
y puede con sus actos alcanzar su salvación, y no por ninguna militancia, sino por su más
propio e íntimo quehacer. Pobre Pelagio, lanceado a lo largo de la historia por todos los
doctrinarios, dueños de doctrina y amos de la Institución, desde el obispo de Hipona
hasta el Papa Ratzinger. Y pobre Marción, ya del todo olvidado, antes vapuleado y
denigrado por afirmar cosa tan sencilla e ingenua como la de que no puede ser el mismo
quien nos salva del malsano mundo y su creador. ¿Pero es que alguien puede ser el
salvador sin ser previamente, o a la vez, quien condena?
La clínica del sujeto no toma dicho sujeto como un dato ni como un principio,
excusa o justificación de ningún determinismo doctrinario que quiere adueñarse de las
reales y concretas determinaciones del sujeto. Una clínica del sujeto no construye con
esas determinaciones ninguna sentencia condenatoria. Pelagiana, considera al sujeto
inconmensurable con su propia determinación, y, en cierto modo marcionita, ve la
maldad de quien se erige en mentor del sistema de salvación y condena. No se podría dar
tal sistema de dominio sin una doctrina de la predestinación, y ninguna más adecuada
finalmente que aquella que exculpa por entero al situar el signo de la elección en la propia
naturaleza, en la misma dotación genética, por lo cual ya no queda lugar posible para la
clemencia o la compasión.
Decir que una clínica del sujeto es una clínica compasiva quiere decir que se rige
por la desobediencia a todo determinismo ritualista de la identidad. Los modos de ese
determinismo no es lo importante, pues qué más da el texto de la condenación si se trata
de la condena, de erigirse si no en juez, sí en técnico especialista que declara lo ya
condenado de modo irreversible y necesario.
Sólo Dios es libre, decía el calvinista, el acérrimo heredero del nominalista, pues no
está sometido a ley alguna. Sería un ataque a la libertad divina el que el hombre pudiera
modificar con sus actos la libre voluntad de Dios. De igual forma, el Mercado, la libertad
de mercado, la libre concurrencia, es la libertad máxima y absoluta y el productor-
consumidor es mera pieza ilusoria pero real de ese libre mercado, tal como la expresión

171
agustino-luterana de servo arbitrio señala.
El condenado lo es de modo irreversible por carecer de toda opción de libre
desobediencia. Y de ese modo, sometido a esa “mano invisible”, en la que la voracidad
es el síntoma del mayor aislamiento de quien es simple comparsa de una sociedad
invisible pero enteramente presente en su arbitrariedad, su soledad ante esa invisible
arbitrariedad que es el libre mercado es insoportable, por lo que, como así pudo verlo el
increíble Mandeville, “los hombres nunca admiten la superioridad si no va acompañada
de poder”, pues de ese modo, por el vínculo temeroso y encomiástico, la sociedad se
hace visible y es como si la soledad se encubriera y se vistiera de compañía. Por esa
razón, el marxismo, que también supo ver la extraordinaria soledad y la crueldad íntima
que el “fetichismo de la mercancía” impone a los hombres ansiosos de compañía, fue un
gran alivio para tantos y tantos, aunque a la hora de la verdad esa idolatría del poder se
revelara como una nueva teocracia, dejando así ver hasta qué punto la mano invisible del
sistema capitalista vino a resultar indestructible. El miedo, el egoísmo, la envidia, la
mentira, la vanagloria, la falta de reconocimiento, etc., se veían alimentados como ilusa
exaltación de lo individual y privado. Si, como aconseja el calvinismo, no se puede
confiar en el hombre, y, como demuestra el sistema de libre mercado, no hay otro modo
de vínculo mercantil de éxito y fracaso que la destreza o torpeza en el ejercicio del
engaño, esa insoportable soledad pide el rostro visible del poder como medida de
protección y busca el refugio de una certitudo salutis a la que la angustia y el desamparo
empujan de forma tan descarada y a costa de los otros, tal como la doctrina de la
predestinación, que distribuye arbitrariamente a elegidos y condenados, declara. Esa
predestinación arbitraria y gratuita, y por esa razón inocente, por no ser de incumbencia
del hombre, se da a su vez en el sistema invisible de la libre concurrencia mercantil, de
mercaderes y mercancías entre sí propiamente indistinguibles, por lo que la anhelada
certidumbre no acaba nunca con la angustia y no podría nunca alcanzarse si no fuera por
la cohesión que se consigue única y exclusivamente por la insensibilidad. Este sistema se
sostiene sobre la insensibilidad moral que produce en sus agentes. La propia maldad
natural del hombre ha encontrado un sistema social que ha puesto los vicios de la
envidia, el miedo y la vanidad, de la concupiscencia, al servicio de la propia organización
social. De donde cabe deducir que este supuesto orden social de la libre concurrencia del
libre mercado, ha encontrado el modo de convertir la maldad moral del hombre en
ganancia y prosperidad económica.

Insensibilidad y denegación del conflicto moral

El gran argumento psicológico de mirar y pedir cuentas única y exclusivamente al


individuo aislado en su torpeza y en su malevolencia pasa así a convertirse en soporte de
la organización social. El propósito es que cada sujeto encuentre el camino y el lugar de
pertenencia en una ampliada división del trabajo. Ora et labora, dice la regla benedictina,

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trabaja y calla, dice el precepto mercantil de Benjamin Franklin. Este acatamiento al deus
absconditus del mercado conlleva y necesita un estado básico de insensibilidad, de
anestesia social en correspondencia con la insensibilidad del sistema social. El sistema
social se hace insensible, por lo que no hay forma de pedirle cuentas. En su lugar aparece
el desamparado, melancolizado, maníaco y torpe consumidor que no sabe qué hacer con
su miedo y su angustia o que resulta ser simplemente un desesperado excluido o un
desesperado aspirante a entrar en el reino de los elegidos, pero a quien hay que volver a
expulsar de nuevo, sea mediante el veredicto diagnóstico de la clínica o el exergo jurídico
o la fuerza policial. Y si se insistiera en pedir cuentas a un orden social que excluye a los
pobres y usa la guerra, como si de una fuerza policial se tratara, rápidamente se hablaría
y se habla de demagogia o de irritante ingenuidad que tanto exaspera a quienes figuran
como representantes de la razón por serlo del orden social. La razón es en esas
condiciones el nombre de la insensibilidad. Nadie puede vivir sin esa capa defensiva de
insensibilidad por la que no se entera de su soledad o de su desamor. Nadie podría vivir
sin esa insensibilidad ante un daño diaria y constantemente producido contra todo tipo de
excluido del sistema de los elegidos. Sin ninguna consecuencia se repiten las múltiples y
diversas imágenes, desde hace años, de los africanos muertos de frío y de inanición en
nuestras costas, la guerra crónica de Oriente Medio, los pobres que cada vez se dejan ver
más en nuestras ciudades, los pobres y los locos, los que no han conseguido establecer su
tienda entre los satisfaits. De todo eso hay que estar protegido con una buena dosis de
insensibilidad que haga a esos desgraciados tan invisibles como invisible parece el sistema
social que los produce como daño colateral.
La compasión reduce el campo de la insensibilidad y lleva al sujeto a no poder
complacerse ni congraciarse. No cierra los ojos ante el daño producido, al que contribuye
o que realiza, amo y esclavo de tanta individualidad engañosa, de tanta impotencia
denegada y de tanta y necesaria mentira, de sentimientos falseados y de palabras sin
intimidad ni inteligibilidad, provenientes directamente del almacén de la publicidad. La
publicidad es admirable consagración de la mentira y de la insensibilidad. El anuncio
publicitario y el telediario se parecen: mientras más muestra la imagen, más invisible es el
sujeto que esa imagen vela y el sistema que lo produce.
No se da la compasión sin la culpa subjetiva de la que ya se habló largo y tendido
en la primera parte. La culpa subjetiva es efecto del conflicto moral que atañe al sujeto
como desacuerdo consigo mismo, es el sufrimiento que viene de ese desacuerdo y de la
conciencia del otro. No es complacencia con el otro sino conciencia del otro, de su
realidad, de su existencia, de su sufrimiento y de la imposibilidad de ponerse en su lugar.
Es, por tanto, un desacuerdo moral: no soy tan bueno como quisiera, soy cómplice de
modos de exclusión y de condena, asisto a la ración diaria de violencia y de crueldad sin
ni siquiera darme cuenta. El imperativo categórico de Kant introduce, frente a la norma
positiva, esta dimensión íntimamente conflictiva del hecho moral. Si el dogmatismo moral
es un modo de eludir la culpa subjetiva, el sincretismo moral es un contrasentido, pues
vendría a proponer un tipo de moralidad del consentimiento que evita el acto de elección.
La moral no concuerda con el “sentido común”, ya que no es comunitaria, no es común,

173
su colectivización la pervierte. Por eso es un conflicto y el sujeto un desacuerdo. Ésa es
la culpa subjetiva, ese desacuerdo con su desidia y con su vanidosa complicidad con el
poder. El dilema kantiano acerca de si la libertad deriva de la culpa o la culpa de la
libertad, es probablemente un vano intento de penetrar en el origen. No lo hay. El mal y
el bien están en ese origen impenetrable a pesar de todos los mitos construidos al
respecto y es lo que empuja al cambio, a querer cambiar, se consiga o no, pero sin
resignación, pues la ley kantiana, como la de Kafka, tampoco tiene legislador. El bien
como disponibilidad es la razón y fundamento de la culpa subjetiva; “disposición al bien”,
llama Kant a ese desacuerdo íntimo con el daño. Es, por ello mismo, la posibilidad del
no.
Sin denegación de lo traumático y sin cierta insensibilidad ante el daño producido o
acaecido, no se puede vivir. Sin embargo, sólo por medio de la recuperación de la
sensibilidad podemos aún decir no. La repetida muerte de africanos en nuestras costas no
será nunca una costumbre, un descanso en el no puedo. El repetido y característico no
puedo es el paradójico sello de la inviolabilidad del sistema de libre mercado, que
proclama lo poco libre que es ese súbdito del mercado. Decir no quiero, por el contrario,
admite lo violable del sistema y de nuestra propia complicidad con él. La culpa subjetiva
percibe esa activa complicidad de quien, limitado y entregado a su tarea laboral, a su
ética del trabajo, no quiere saber de lo que escapa a su ámbito profesional, y así el
trabajo como Beruf (vocación y parcela de un orden que se basa en la división del
trabajo) es el único ámbito de lo ético y proclama que el resto no es de su incumbencia y
que sería pretencioso, infantil, incluso inmoral y dañino, ocuparse de ello. La política que
renuncia al conflicto moral ya no es el límite que pretendía Kant al potencial de
aniquilación que conlleva el que no quede otro modo de acción colectiva que el repudio
del Faktum de la ley y de la libertad como conciencia de ese hecho. En esas condiciones,
la política empuja al retroceso sin límite que es la pulsión de destrucción, empuje a la
aniquilación que no deja otra forma de ejercicio del poder, por parte de lo que luego Max
Weber llamaría el Machpolitiker, que el acto compulsivo e insaciable de aniquilación,
incluida, por lo demás, la destrucción de la especie.
Se habla de “honradez deontológica” para referirse al trabajo en sí mismo, al
trabajo como fin y parte de la sinergia colectiva. Un trabajador de una fábrica de armas
ha de tener la “honradez deontológica” de defender su puesto de trabajo, de hacer su
trabajo con eficacia. Que eso requiera que exista un próspero mercado de armas no
puede ser de la incumbencia de los honestos trabajadores de la fábrica de armas. De
modo similar, el soldado-policía queda a salvo de todo sentimiento de culpa no sólo por
la obediencia debida, sino porque su tarea tiene la aureola añadida de defender un orden
que constituye la prosperidad de sus conciudadanos. El Estado de Adam Smith, como
Estado policía, ha renunciado a toda “disposición al bien” y es simple correlato de la
división del trabajo. La división del trabajo es el modo adecuado de la sinergia colectiva
mediante la cual la concurrencia de los egoísmos toma el carácter sorprendente de que
cada uno trabaja para los demás más y mejor mientras más egoísta, más envidioso y más
ruin sea. La división del trabajo convierte ese conjunto de egoísmos en un orden

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colectivo que devuelve por entero la inocencia a cada sector o parte de esa sinergia
laboral colectiva. Lo que esa pretensión ignora es el estrecho vínculo que se establece así
entre poder y destrucción.

Destitución subjetiva: exaltación de la obediencia y psicologización del sujeto

El 1 de junio de 1933, escribe Heidegger en el Freiburger Studentenzeitung un elogio del


soldado Schlageter, fusilado por sus actos de sabotaje en el territorio ocupado por los
franceses después de la Primera Guerra Mundial. Escribe Heidegger: “Tuvo que recrear
por sí solo la imagen de lo que sería la sublevación que llevara a cabo el pueblo para
restaurar su honor y su grandeza”. ¿De dónde sacó, se pregunta, tal “firmeza de
voluntad”? Heidegger responde con el deber: “Su deber de cumplir con el destino que ha
elegido”. Es el deber viril del que habla poco después Heidegger para apoyar la decisión
hitleriana de sacar a Alemania de la Sociedad de Naciones:

¡Hombres y mujeres alemanes! El pueblo ha sido llamado a las urnas por el Führer, pero
el Führer no le pide nada al pueblo, sino que más bien le ofrece al pueblo la posibilidad inmediata
de manifestar una decisión completamente libre: si todo el pueblo desea una existencia (Dasein)
propia, o si no la quiere. Estas elecciones no tendrán parangón con ningún otro proceso
electoral. La particularidad de estas elecciones radica en la sencilla grandeza de la decisión que
implican. Lo inexorable de su sencillez y de su fin no permiten ni vacilación ni titubeo. Esta
última decisión nos lleva al límite último de la existencia (Dasein) de nuestro pueblo. ¿Cuál es ese
límite? El límite está en la exigencia radical de toda existencia que mantiene y salva su propio
honor y, por la cual, el pueblo conserva su dignidad y la firmeza de su carácter… Éste no
coloca a nuestro pueblo bajo la ley esencial de la existencia humana… Que los pueblos y Estados
puedan mantener su individualidad y a la vez relacionarse de forma abierta y viril… No hay una
política exterior y “además” una política interior. Hay una sola voluntad para el ser (Dasein)
pleno del Estado. El Führer ha despertado esa voluntad en el pueblo y lo ha fundido en un único
propósito… (citado por Karl Löwith, pp. 59-60).

Este lenguaje solemne y bravucón sobre el destino y la virilidad, sobre el deber viril,
remite la razón del acto, cuyo único criterio de libertad es su sumisión a la voluntad del
Führer, a una “ley esencial de la existencia humana” y a un abstracto Dasein alemán
cuya certitudo salutis (la de pertenecer a la voluntad y esencia del ser alemán) es la
voluntad firme de cumplir con el deber absoluto de la “realidad alemana”, o, dicho en la
jerga, de lo real alemán.
Esta manera de referirse a esa concepción del deber, que no pide ni requiere
explicaciones, se encuentra también, por ejemplo, en los elogios al trabajador ejemplar
que se daba en la época soviética y que no ha faltado en la mística empresarial
americana. El soldado Schlageter, como Stajanov, son emblemas del sacrificio absoluto
del “guerrero aplicado” que encuentra en el deber la única garantía de su destino de

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elegido. Cada uno en su terreno, cada uno en su puesto, compartiendo la sinergia total de
la división del trabajo. Esa sinergia u orden social se da por la propia división del trabajo.
Formar parte de ese orden colectivo sólo tiene una condición: el trabajo eficaz y
productivo. Que Heidegger o Stalin insistan en el destino abstracto del sacrificio del
soldado o del trabajador no es algo innecesario. El capitalista sabe, sin embargo, que el
egoísmo y la vanagloria contribuyen de buena gana a esa libre concurrencia que no
necesita dar al deber ningún otro destino metafísico. Pero cuando Heidegger enarbola la
“grandeza y veracidad” de la Nación alemana como fundamento de ese deber, vincula el
acto viril con el destino de todo un pueblo. Pone el deber en relación con la verdad
salvífica, pero además vela y oculta el aislamiento en el que vive el creyente calvinista y,
sobre todo, el consumidor de las democracias liberales. Schlageter y Stajanov toman la
certitudo salutis de un deber que no les deja solos, ni en sus actos ni en sus vidas, al
contrario que el trabajador de la sociedad liberal o hayeckiana, que teme siempre ser
excluido, quedarse en paro, sin trabajo, fracasar en sus negocios, no existir para nadie, y
así vive atemorizado ante el desamparo. De ahí que los Estados se hayan visto obligados
a incluir entre sus servicios, aunque sea a regañadientes, la asistencia en la llamada “salud
mental”, servicio cada vez más usado. El aislamiento, el desamparo, el desconcierto, las
exigencias del éxito y del consumo, la confusión mental y sentimental, el miedo, todo eso
se ha visto favorecido por un sistema que, escondido, ha convertido a sus miembros en
engreídos botarates para quienes la única vanagloria y la mayor satisfacción es tener
poder adquisitivo. Schlageter y Stajanov son aún los “héroes” de un poder teocrático
añorado. Por eso, ni Schlageter ni Stajanov necesitan un psicólogo, pero sí lo necesita el
desorientado consumidor, angustiado ante tan arbitrario sistema de recompensas.
Casi desde sus inicios el psicoanálisis quiso presentarse como un pensamiento
subversivo, y aunque es cierto que supuso una revolución en la clínica al introducir lo
que cabría llamar “causalidad” subjetiva, también conviene no olvidar que el
psicoanálisis, como todo lo “psi”, se corresponde con un tipo de sociedad que se muestra
invisible y que necesita la coartada de la psicología para velar su presencia. Sin la
psicologización de los comportamientos, esa sociedad tendría que mostrar su carácter
omnipresente que convierte cada uno de los actos, gestos y deseos de sus ciudadanos en
mercancías, incluido el mismo ciudadano. La psicologización contribuye a que la
sociedad se esconda y aparezca sólo el ciudadano consumidor como si fuese libre a la
hora de sus deseos y de sus comportamientos. Como ya he explicado en otra ocasión (cf.
Soledad, pertenencia y transferencia), con la psicologización el individuo es el único
responsable de lo que hace y de lo que sucede, pero es a la vez inocente, pues no hay
hacer inadaptado y, por tanto, asocial, que no se corresponda con una patología de
etiología diversa, según la escuela etiológica en que cada profesional “psi” milite.
Recientemente, el afamado psiquiatra Luis Rojas Marcos ha escrito un artículo de
prensa que titula “¿Quién habla, la persona o el alcohol?”. Como cualquier periodista de
la llamada prensa rosa nos cuenta que Mel Gibson “fue detenido por conducir borracho y
a 170 kilómetros por hora en Malibú”. Durante el forcejeo con la policía, cuenta Rojas
Marcos, que “Gibson soltó una sarta de improperios antisemitas del tenor de que los

176
judíos son los responsables de todas las guerras en el mundo”. El señor Gibson también
insulta a una mujer policía, pero la sesuda cuestión que Rojas Marcos se plantea es ésta:
¿quién habla, la persona o el alcohol?, y puesto que, según dice, “durante los estados de
intoxicación etílica se inhabilitan las facultades mentales que nos definen como persona”,
el veredicto es claro: “Quien habló en Malibú no fue Mel Gibson, la persona, sino una
marioneta de Gibson manipulada por el alcohol” (El País, 16 de agosto de 2006). Hay
una persona Gibson y una marioneta Gibson. La persona es el buen ciudadano que hace
sus deberes y habla adecuadamente. La marioneta es la que se salta las normas y habla
sin saber qué dice. Debería ser al revés, la marioneta sería el buen hoplita consumidor y
la persona quien rompe las normas. Pero del modo propuesto, la vida social queda de
nuevo en la sombra, invisible, y la marioneta visible está manipulada por ese maldito
alcohol que el paternal Rojas Marcos dice que tiene, como el demonio, “el poder de
implantar en las mentes de los consumidores ideas y aptitudes contrarias a sus principios”
y de “hacerles desbarrar en términos incompatibles con sus creencias” (ib.). El alcohol,
como el demonio, domina la mente del desgraciado y le hace decir no ya lo que no quiere
decir sino lo contrario de lo que es y de lo que piensa. Rojas Marcos nos coloca en las
antípodas del in vino veritas. La conclusión es clara: todos inocentes, cada uno hace su
trabajo, y esa división del trabajo es la mano invisible del mercado que a todos nos
bendice, si no caemos presos de la manipulación etílica u otros abusos semejantes que
desvirtuarían nuestras buenas ideas y nuestros buenos comportamientos. Quien habla es
un “psi” que distingue a la persona del alcohol y que establece que la persona es la que
cumple el orden mientras el alcohol es el exceso demoníaco que toma posesión de la
persona y la anula. La persona es una abstracción del orden anónimo y el alcohol, el
exceso concreto y anómico. De hecho, el empeño de todos los manuales de
psicopatología es clasificar los excesos. ¿Quién, por ejemplo, no es “afectivo-
dependiente”? Sí, se dirá, pero este caso es excesivo. ¿Quién no se siente perseguido?
Etcétera. Ni el señor Gibson ni el alcohol son racistas o misóginos, sino que el racista o
misógino es el exceso de alcohol. Es como querer explicar el caso Hitler como producto
del incesto, como si así Hitler representara el exceso de alcohol del disciplinado pueblo
alemán poseído por el demonio del trastorno etílico.

El placebo científico y lo “psi”

El profesional “psi”, y en particular el psicoanalista, no debería ser cómplice de tamaña


“psicologización”, siempre tan complaciente y tranquilizadora, pues la tarea del clínico
“psi” es atender a sujetos arruinados en su vida, entre otras cosas por una sociedad en la
que no consiguen convivir con éxito. La soledad, el desamparo y la torpeza ambivalente
a la hora de tener un lugar en los demás les ha llevado a la angustia y a una demanda
urgente de acogimiento que alguien debe atender. El soldado Schlageter, en efecto, no
estaba necesitado de consuelo “psi”, pues tenía de cara el consuelo de la patria y de la

177
historia. Pero la precariedad de las creencias y la imposición de la mentira y de la
hipocresía que un buen funcionamiento de la sociedad mercantil requiere, ha dejado a
tantos sujetos tan marcados e inermes que buscan con urgente afán algo que tenga el
valor de la religión y a la vez el marchamo de la ciencia, para dar a ese valor una
consistencia que sostenga algún modo de certitudo salutis. Una de estas mercancías
bifrontes es el “psi”. El error del “psi” es hablar como un científico, aunque no consiga
atenerse ni por un momento a inferencias limitadas al proceso experimental, por lo que
ha de basar su “saber” en la mera interpretación.
La clínica psicoanalítica puede ser consciente de que forma parte del mito
“científico” y así no dejarse engatusar por este tipo de sociedad llamada liberal que
encubre la esclavitud y la sugestión con el ropaje de lo técnico y lo científico.
Recordemos lo que escribía Sánchez Ferlosio a este respecto:

La palabra en la que hay que insistir es “científico”; una palabra que, por otra parte, a
mayor abundamiento, tiene hoy, además, ya por sí misma, tan poderoso efecto de placebo en los
consumidores como el que respecto a las aguas de Lourdes pueda tener la garantía –acreditada
por los laboratorios– de sus auténticos poderes milagrosos… (Non olet, p. 118).

Si conveniente es que un determinado producto de belleza se presente con la


credencial de lo científico, se podrá comprender cuán de mayor necesidad puede ser para
lo que se presenta como remedio salvífico a la angustia y al desamparo de cada sujeto
extraviado de suyo, pero ahora además encadenado a la mentira como modo
característico del quehacer con el otro, como la historia de Decio y Alcander nos
mostraba. Este placebo de lo científico es de vital importancia para que esta sociedad,
llamada liberal, se mantenga como tal sociedad invisible, pues lo científico alude a
determinaciones y leyes naturales, que aunque contradictorias con el llamado sistema de
libertades, como así se suele llamar a la sociedad de libre mercado, no es en realidad
contradictoria, pues lo que hay que velar es cualquier tipo de determinación social, dado
que la sociedad liberal es lo que se corresponde con la naturaleza propia del ser humano
no sometido a poderes exteriores enajenantes (o enajenados). Por lo cual, ella no se
puede mostrar como un poder exterior sino como expresión de las necesidades y
características naturales y propias del sujeto humano, como es la libertad de creencia, de
compra y de elección. Cualquier revés a ese sistema de libertades únicamente proviene
de una patología propia y genuina de quien la padece. El remedio a tal patología
científicamente diagnosticada ha de ser a su vez y, por lógica, también científica. El
placebo de lo científico, al que la ideología genetista ha dado su carta de naturaleza, es de
vital importancia para que nada sea cuestionado, y cuando digo placebo creo que queda
medianamente claro que no es que carezca de efectos, sino que tales efectos, a veces
formidables pero no siempre para lo mejor, provienen de la sugestión o creencia y no del
efecto supuestamente natural del producto o dispositivo o procedimiento. Sólo que para
que tales efectos se produzcan ha de ocultarse su origen meramente sugestivo, lo cual
produce a su vez unos rituales supersticiosos inscritos en el propio proceso curativo.

178
El ritual se hace necesario

El ritual es imprescindible en toda práctica que se presenta como ciencia. El protocolo,


por ejemplo, sin el cual una práctica tendría el riesgo de su responsabilidad, es la
deformación, por reducción del imperativo político, de lo que era método y proceso de
investigación. Ahora todo médico y todo “psi” se rige no por lo que sucede sino por lo
que se ordena y jerarquiza como dato desde el protocolo previo.
A ese imperativo del ritual no suele escapar tampoco la propia práctica
psicoanalítica. Traigamos a colación, por ejemplo, el ritual de una sesión analítica: el
recibimiento, el gesto de acogida, lo sonidos indefinidos que emite quien escucha, la
palabra distante y etérea, el número ritual de sesiones, el corte de sesión o el relajo en el
caso del tiempo medido, el dinero como transacción fundamental pero silenciosa, la
despedida y otras formas rituales, según cada escuela o grupo. En el caso de la
medicación, se establece el cuándo, el cómo y el cuánto, de manera que omitir el más
mínimo elemento del ritual se castigará con la invalidación del proceso curativo. Todo ese
ritual está supuestamente al servicio de la causa científica, y es obligado que así sea, para
que tenga los efectos de sugestión. El ritual es la expresión de la sola fides que por su
condición fiducial se convierte en fides efficax, en salvoconducto y prueba de salud, lo
cual acercaría la enfermedad psíquica al pecado, y de hecho es así, pero de modo
inconfesable, debido a que admitirlo abiertamente destruiría el carácter de placebo que
tiene el marchamo de respetabilidad científica con la que se viste toda práctica “psi”,
desde las más esotéricas a las más “biologicistas”, como si lo “psi” fuera la nueva ciencia
de lo “irracional”, el proyecto de una nueva ciencia racional de lo irracional, lo que no
deja de ser un contrasentido, pues ¿cómo podría ser irracional el objeto si está sometido
a leyes y a comprensión racional? De ese modo, una sociedad que denuncia y rechaza la
sugestión, la magia, la superstición, la locura, la creencia, la religión en suma, no puede
dejar de sentirse en precario cada vez que constata el retorno de lo rechazado. De ahí
que necesite tanto que esos fenómenos se vistan con el argumento de que es una nueva
ciencia la que se ocupa de ellos. La clarividencia de Kafka fue una vez más tan certera:

Dices no entenderlo. Trata de entenderlo llamándolo enfermedad. Es uno de los


numerosos síntomas psicopatológicos que cree haber descubierto el psicoanálisis. Yo no lo llamo
enfermedad y veo en el aspecto terapéutico del psicoanálisis un error debido al desamparo.
Todas estas supuestas enfermedades, por muy tristes que parezcan, son hechos de fe, anclajes
del hombre necesitado en algún suelo materno; por eso lo que el psicoanálisis considera causa
primigenia de las religiones no es otra cosa que aquello que fundamenta las “enfermedades” del
individuo, aunque hoy en día falte la comunidad religiosa, las sectas sean innumerables y sólo
cuenten, en general, con individuos aislados… (Obras completas III, pp. 760-761).

No es, por tanto, que fenómenos como la locura, la angustia, el miedo y el terror,
así como sus remedios correspondientes en el campo de la creencia, no se den, sino que,
al contrario, se encubren bajo la panoplia de lo científico. Así, se pueden presentar de

179
forma más honorable y adecuada para la reunión. No hay desgracias, sobre todo que
tengan un cierto carácter de desgracia colectiva como son, por ejemplo, un atentado o un
descarrilamiento o un incendio o cualquier otro tipo de catástrofe similar (siempre que no
sean las más habituales e integradas en el mercado, como son, por ejemplo, la
despavorida carrera hacia la muerte de los fines de semana o los que mueren en el tajo
de la prosperidad constructora), donde no aparezca el grupo de psicólogos o de
psiquiatras que acuden al consuelo de las almas de los damnificados, de las víctimas o
familiares, de forma que puede ser un desdoro o una falta política grave el que en tal tipo
de catástrofes no se oferte el servicio “psi” correspondiente para consolar, con técnicas
ya aprendidas de antemano, con el reiterado y reproducido ritual que arrebata al
desgraciado de la soledad de su desgracia, ofertándole la consolatoria farsa de palabras
rituales y engañosas, pero no por ello ineficaces. El efecto consolatorio se ve potenciado
con el placebo de lo científico. El consuelo sacerdotal ya no es comparable al consuelo
“científico” de quien ya no oferta otra vida sino que sabe de qué dolor se trata, de su
proceso y de su final. Pero, sobre todo, de lo que se trata es de no estar solo ante la
catástrofe, de que un servicio técnico de compañía personalizada esté asegurado, lo que,
en general, suelen agradecer mucho los afectados, ya que esa intervención preserva e
incluso vela esa posible experiencia radical muda de la soledad y del sinsentido de lo
traumático.
Existe el dolor, el sufrimiento, el miedo, la angustia, el temido sentimiento de
irrealidad que deja sin ganas de vivir, el derrumbamiento de creencias, la dependencia
hostil a veces insoportable e infernal. Existe todo eso que descubre al sujeto la mayor
precariedad. Ni siquiera hace falta una catástrofe pública o colectiva para que la angustia
y el sinsentido te den en la cara. ¿Qué hacer? Una de las cosas que se puede hacer es
acudir al “psi”, quizá para una tarea que en otras épocas cumplía la religión. Es mejor
tener conciencia de ello para así guiarse por el enigma que es siempre la subjetividad y
para no tener que disimular una descreída creencia, encubierta siempre en la comunidad
de los adeptos.

El ritual requiere la Institución

Pero así como el ritual es indispensable para ordenar desde fuera una práctica que se
apoya en la simple sugestión, así mismo el ritual no podría sostenerse si no es legitimado
por la Institución. ¿Por qué el mayor de los individualismos de la predestinación, como es
el calvinismo, se siente impulsado a proclamar e insistir en el extra ecclesiam nulla
salus? Pablo de Tarso tenía al menos el valor de romper la idea de pueblo elegido para
así universalizar la salvación mesiánica. Calvino, por el contrario, limita la salvación a la
predestinación de los elegidos antes de toda opción personal. Eso es más acorde con un
orden mercantil que se basa en el intercambio desigual de mercancías y riquezas. Por eso
la formulación de Calvino es, a diferencia de Pablo de Tarso, negativa: “Se dice, es

180
verdad, que Dios envió a su Hijo para salvar al género humano; pero su finalidad no era
ésta, sino solamente librar de la caída a algunos; y yo os digo que Cristo sólo murió por
los elegidos” (citado por Max Weber, p. 124). De donde deduce que la “pertenencia a
una comunidad” era el modo de “incorporación al Cuerpo de Cristo” (ib., p. 129). Quien
persiste en apartarse de la Iglesia o comunidad de creyentes, no es de los elegidos.
El objetivo de la relación mercantil es su reproducción, de manera que ninguna
transacción posible escapa a ese carácter mercantil, signo de la racionalidad y de la
claridad. Se dice no soy yo… sino que son las reglas del juego, pero a la vez esas reglas
del juego se encubren como si fuera un mero acto de libre acuerdo entre personas
racionales. El acto mercantil no tiene que preguntarse por su relación con la sociedad,
sólo responde ante sí mismo, pero encierra en sí mismo todo lo social por su inclusión en
una red que se extiende y propaga como una epidemia sin límite interno. Resulta curioso
que en una sociedad sin límite interno, toda la obsesión colectiva se dirija hacia la
pedagogía educativa del límite.
Lacan, consecuente con esa idea del acto mercantil autosuficiente, afirmaba que el
verdadero análisis es la producción de un analista. El objetivo terapéutico pasa a segundo
plano y aquello que parecía ser un medio ha resultado ser un fin en sí mismo. Así como
el mercader o el sacerdote se reproducen en su acto, así el analista se reproduce como fin
en sí mismo. Eso le llevó a hablar del psicoanálisis como clínica de los discursos,
alejándose de la clínica del sujeto como clínica del conflicto pulsional y moral. El
paciente entra a formar parte del discurso analítico, discurso autosuficiente y sin salida,
que ya no tiene que dar cuenta a ningún exterior.
Se puede argumentar que ese exterior, bajo los modos de control social, es el
enemigo mayor de la clínica del sujeto, de una clínica de la intimidad, lo cual es fácil de
comprobar en el abuso psiquiátrico de medicamentos a través de un ritual que por
colocar al medicamento en el único lugar de la objetividad científica se propone el control
y la aniquilación de la poca vida subjetiva que les queda a esos pacientes psicóticos o
depresivos o simplemente asustados y necesitados de servidumbre que se convierten así
en disciplinados consumidores de los más diversos psicotropos. Sin embargo, en la
medida en que el psicoanálisis se cierra sobre sí mismo, escondiéndose en sus propios
rituales de control y de exclusión y huyendo de todo debate interno, multiplicando las
asociaciones psicoanalíticas o, mejor dicho, las pequeñas comunidades que favorecen la
proliferación de pequeños líderes carismáticos por doquier, viene a caer en un tipo de
control igualmente infantil y estéril.
El experimento de Milgram nos ha enseñado más sobre las consecuencias de la
obediencia, de la necesidad de alienación en la vida colectiva y del terror a ser derogado,
que cualquier especulación sobre el secreto de la subjetividad. Esa mezcla de terror y
violencia en que consiste la crueldad suele ser el vínculo más fuerte entre los hombres.
Cada vez que se exalta el poder, bajo el modo de dominio de sí o de cualquier otro tipo
de autosuficiencia, bajo el modo del desprecio a la debilidad, cada vez que el rechazo de
la fuerza se opone al deseo, se olvida que no hay poder que no se alimente, como decía
un experto en estas lides como Carl Schmitt, de “la posibilidad real de matar

181
físicamente”. La verdadera obediencia está adherida a esa posibilidad. Cada vez que se
oye hablar de dispositivos, protocolos, encuadres y demás requisitos ceremoniales, habría
que volver a recordar el capítulo V del Tratado teológico-político de Spinoza que se
titula: “Por qué han sido instituidas las ceremonias y por qué y para quiénes es necesaria
la fe en las historias”. En él, Spinoza contrapone la “ley divina” (o ley moral) a las
ceremonias, de las que dice lo siguiente: “La finalidad de las ceremonias fue ésta: que los
hombres no hicieran nada por decisión propia sino todo por mandato ajeno” (p. 160).
Este escueto dicho spinozista es el mejor comentario que se podría hacer al experimento
de Milgram.
Que hoy se tome la libertad de mercado como espacio real de la libertad del
individuo, de la “verdadera vida” como diría Spinoza, muestra como éste no es ya más
que un mono imitador, un Rotpeter humano, que ni siquiera puede saber, como lo sabía
el mono Rotpeter, que es un imitador. Protocolos, dispositivos y repetidos rituales rigen el
consumo en que consiste el vivir nada más levantarse, no la satisfacción de las
necesidades sino la reiteración de nuevas pero redundantes mercancías desprovistas ya
de la necesidad, marcas de ese nuevo nombre del poder simiesco: el poder adquisitivo.

Por una clínica sin rituales

¿Podría el psicoanálisis subsistir sin los rituales en los que se apoya para encubrir,
encandilar y no cuestionarse? Creo que responder a esta pregunta puede devolver al
psicoanálisis su valor de inspiración clínica y compasiva. El psicoanálisis vive de la
desprotección disciplinaria a la que un sujeto está condenado por principio en una
sociedad mercantil que se basa en el uso y el engaño, por referirme de manera simple a la
mercancía. En la medida en que un sujeto no coincide con la mercancía y que, incluso
como mercancía, el impulso a valer, a ser reconocido y solicitado se vea en peligro, la
angustia le va a conducir a reclamar un lugar en el otro. La clínica psicoanalítica no tiene
refugio que ofrecer, pero sí puede proponer la posibilidad de afrontar el conflicto moral
existente entre el deseo y la demanda.
En caso contrario, este psicoanálisis puede así dejar de ser el espacio de
rememoración de lo infantil, de sus dificultades y malentendidos, el espacio de la
intimidad, para pasar a ser el lugar ceremonial de la reproducción de la impotencia y del
desvalimiento, del temor al abandono y del aseguramiento del otro en un vínculo ya
interminable. Por utilizar la distinción de Joseph de Maistre al hablar de la Revolución
francesa, cabría decir que en vez de acontecimiento ha pasado a convertirse en época,
en vez de crear o de ayudar a crear la posibilidad de la experiencia de la palabra y del
deseo como vínculo con la vida del otro, de la separación en suma, en vez de eso, sería
una regresión a lo más arcaico e inhumano de lo humano, lo más inhumano por lo que
supone de confusión con el otro, de insensibilidad y de atrapamiento en una relación que
se alimenta de su propia muerte, por verse reducida su palabra y su deseo a una pura y

182
seca demanda de reconocimiento, aunque sea como eterna presencia inerte. Lo que
debería ser una tarea de elaboración inconsciente y de creación de intimidad, queda
clausurado por la denegación. Lo que fascina del psicoanálisis puede ser precisamente su
mayor peligro.
El psicoanálisis laico se distingue y se opone al psicoanálisis clerical precisamente
en este punto, es decir, en proponer una separación en vez de una nueva filiación. No
hay nueva filiación. Si no hay origen no hay destino común, que es el requisito de la
afiliación. La propia práctica tiene cuidado con eso: ¿cómo, con qué derecho se puede
aceptar entrar en la vida de alguien, en su más vergonzosa necesidad de adhesión y de
esclavitud, como si se poseyera el código moral de la vida? No obstante, hay sujetos
expropiados de la palabra, excluidos del mundo, malditos por el daño que hacen y que
padecen, angustiados por su soledad, confundidos con los signos del amor, airados y
asustados por su torpeza, por su violencia, por su desesperada necesidad de compañía,
amenazados por la vacilante y perpleja disolución del mundo, de sus referencias y que,
sin embargo, no han conseguido la suficiente insensibilidad para vivir acomodados a la
rutina del mercado o a la inercia del automatismo.
Estos sujetos, como el Rotpeter de Kafka, buscan una salida, no buscan una
solución sino una salida. A los dos o tres años de vida uno ya está marcado, ya no hay
solución, hay que buscar la salida, no la solución, la salida a la contingencia de la vida y
del sentimiento, la salida de la amenaza y del miedo convertidos en necesidad. Eso es lo
mejor que puede ofertar la clínica “psi”, la experiencia de la temporalidad y de la palabra.
La asociación libre es una pésima expresión para referirse a esta experiencia de la
palabra, pues no es asociación libre, pero sí la posibilidad de tener una palabra propia
para hablar de la particularidad del conflicto pulsional y moral de cada uno.

La clínica de la memoria y la marginación

De la clínica “psi” se puede decir que vive de los efectos en los sujetos de la sociedad de
libre competencia, porque entre esos efectos está la sórdida esclavitud a un sistema que
invade e invalida lo más propio e irrenunciable del hombre como es la palabra. Al ser la
mentira componente fundamental del sistema de creación de riquezas o de necesidades
(lo que es lo mismo), la palabra es sólo urgencia de la mentira, por lo que pierde toda
tensión interna con la lealtad a los hechos y al decir propio que se sustrae al orden
colectivo. Decir una cosa por otra, o que de cualquier cosa valga decir cualquier cosa, es
el destino de una palabra al servicio del trato mercantil. La palabra se ve reducida a la
función de cómo engañar al otro, y esta estrecha relación con la mentira la convierte en
baluarte de la denegación, del no saber y del no querer enterarse. El psicoanálisis se
anuncia en sus orígenes como talking cure. Fue una expresión de Anna O., una paciente
de Breuer. Éste quedó fascinado con la expresión, pero poco después salió corriendo
espantado cuando descubrió que dicha talking cure llevaba a su paciente a una especie

183
de amor loco a su médico que desmentía, al menos en el campo terapéutico, la nueva
doctrina del trastorno psíquico, que él, Breuer, y Freud comenzaban a esbozar y que
explicaban sólo por la represión. La palabra como interrogación y deseo de enterarse
tenía, sin embargo, el peligro, según se vio, de ponerse al servicio de la adhesión y, por
tanto, de la denegación (y no de la represión), de no querer enterarse.
Es cierto, el psicoanálisis aborda la infancia, los encuentros que marcan el dolor y la
alegría del niño recién llegado, su desconcierto y sus modos de satisfacción. Son marcas
que, como los hechos, quedan fuera del relato que se hace para los otros. Los recuerdos
son siempre encubridores. Por eso hay que hablar de una memoria más silenciosa,
sensitiva y muda, creadora de intimidad, conocedora, valga la expresión, de la repetición.
La repetición permite verse allí, en la particularidad silenciosa de una memoria sin
historia que determinó al sujeto, pero que es a la vez la única opción de sentido
enteramente singular para una lógica que tiene su obstinación sintomática y de la que no
es posible escapar por muchas banderas de hostilidad que agite. Esa lógica sintomática
que constituye la particularidad de cada uno es, a su vez, el modo de recorrer un mundo
que no es producto de la imaginación sino de los gestos de hostilidad que cultiva como su
más genuina razón. Pertenecer a este mundo carece entonces de atribución. El orden
colectivo es atributivo, pero así sólo lo hace más imposible. Estamos aislados, pero es
como en la mónada leibniziana (o al menos tal como Benjamin utilizó y entendió la
mónada leibniziana): se podrían leer en su aislada particularidad los datos o las marcas de
un mundo o de una situación que se empeña en borrar los hechos con los atributos de la
prosperidad, desconociendo la barbarie que todo hecho de cultura conlleva.
Podríamos pensar en una mónada sin armonía preestablecida. Es un fragmento que
de pronto se abre en la vida de un sujeto e ilumina el rastro y las marcas de su repetición
sintomática, es el fragmento de locura que hace callar en un determinado instante el
abuso de la palabra publicitaria o clerical, es el fragmento de un silencio que toma un
inesperado sentido por una repetición desconocida como tal, y es, sobre todo, el
fragmento de una vergüenza que interrumpe en la razón satisfecha, que orienta la mirada
hacia lo que pasa desapercibido de uno mismo, empeñado en buscar impunidad en la
cofradía para no ver a los demás, no verlos por mucho trato que con ellos se tenga. Por
eso, el loco y el pobre, cuando se hacen presentes en su marginalidad, consiguen a veces
levantar una culpa que rápidamente se diluye en la explicación holística y sinérgica y para
la cual los detalles distraen de la realidad y nublan la vista con lágrimas compasivas.
También el “ángel de la historia” de Benjamin “quisiera detenerse, despertar a los
muertos y recomponer los fragmentos, pero desde el paraíso sopla un viento huracanado
que se arremolina en sus alas tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Eso que
nosotros llamamos progreso, es ese huracán” (Tesis IX). El progreso es el huracán que
ha roto los límites del conflicto moral. El cúmulo de ruinas crece hasta el cielo y el viento
huracanado viene del paraíso que empuja con tal contundencia que no deja ver las ruinas
que va dejando, si no fuera porque el ángel, figura antitética de la denegación, mira en
dirección contraria, mira hacia atrás.
Mirar hacia atrás, que es en lo que se basa (o inicia) la terapia analítica, es poder

184
detenerse y no recomponer los fragmentos con señuelos atributivos, sino leerlos como
huellas de pérdidas que tienen el secreto de lo que somos en nuestra intimidad, en
nuestra particularidad sintomática, en nuestro íntimo conflicto moral. El psicoanálisis, si
tiene interés es en la medida en que, como el “ángel de la historia” o de la memoria,
descubre lo que pasa desapercibido de uno y en esa misma medida de los demás.
Nuestra vergüenza es formar parte de ese viento huracanado, de ese empuje a la
destrucción, para sentirse formando parte de la realidad, lo que en cada uno se expresa
por su desdén (y lo que eso significa) a los pobres y a los marginados. La clínica “psi”, si
mantuviera su marginalidad, debiera atender a esos fragmentos y desechos del orden de
libre y cruel concurrencia.
Benjamin llamaba “facies hipocratica de la historia” a “aquella que se ofrece a la
mirada del espectador como un paisaje primitivo petrificado” (citado por Reyes Mate, p.
158). El hipocrático ve el lado oscuro e inmóvil de la escena, el lado inerte, el rostro
lívido, la máscara de colorines, el desecho, es “como el trapero (Lumpensammler) que al
alba, malhumorado, gruñendo, empecinado y algo borracho, se afana en pinchar con su
bastón cachos de frases y trapos de discursos que echa en la carretilla no sin agitar a
veces en el ambiente de la mañana con un gesto desaliñado algún trozo de paño
desteñido, llámese humanidad (Menschentum), interioridad (Innerlichkeit) o profundidad
(Vertiefung). Un trapero al alba del día de la revolución” (Gesammelte Schriften III, p.
225). Mejor no pensar en el atardecer del día de la revolución, pero al alba, a la luz
nueva del alba, cuando se asiste a la creación del mundo, aún se deja ver otra hondura,
una interioridad humana entre los desechos de los discursos y las celebraciones del final
del día. No es fácil imaginar al circunspecto psicoanalista, tan simulador, gruñendo,
empecinado en pinchar con su bastón entre los desechos del éxito y de la prosperidad.
Pero los hubo, tuvieron que romper los encuadres y hacer uso de la especulación sólo
como desechos del discurso psicoanalítico y, sobre todo, abandonar el anhelo de figurar
en la historia, esa “enfermedad de la voluntad”, como la llamó Nietzsche.
La característica más propia de la sociedad mercantil es la producción de basura.
Una mercancía es, por su propia condición, efímera; cuanta más mercancía, más efímera
debe ser, y, por tanto, más rápidamente sustituida por una nueva. Esta acelerada
acumulación de basuras, hace que el mejor experto de la ciudad sea el trapero que mira
de frente la mierda de la sociedad de libre concurrencia. Querer enterarse, no contentarse
con ser un simple agente de tráfico para desorientados, es elegir la marginación y
abandonar la necesidad de figurar, vivir dentro de esas ruinas y de esos escombros, ver el
daño, contemplar la maldad del desesperado o del desamparado, su afán de destrucción,
su anhelo de muerte, de dañar y someter al otro. Asusta verlos así dañados y excluidos,
repitiendo ese daño y esa exclusión con otros. Cuando la maldad se adueña del pobre no
tiene careta ni modales, tampoco tiene piedad, es dura y esperpéntica, obstinada y seca,
inmutable, como si esa maldad fuese un derecho adquirido por su propio sufrimiento, por
su propio desamparo, por su propia exclusión. Se aferran a esa maldad, a la más mínima
oportunidad de ejercerla, para quizá sentir o pensar que forman parte del mundo, de la
historia, de su perversión. ¿Se les puede amar en esas condiciones? Que esa maldad sea

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tan torpe y descarnadamente cruel es lo que sirve a los servicios de orden para hacer su
condena psicopatológica y ejercer su “perdón”. Mientras más inútil sea el daño, es más
claramente psicopático. No queda un resquicio para la compasión, ya que la condena
dice sólo certificar el dato.
Benjamin escribió en su Tesis VII: “[…] quienes dominan una vez se convierten en
herederos de todos los que han vencido hasta ahora”. Basta estar por una vez entre los
vencedores para alinearse con ellos y hacer historia con la “denegación” o el entero
olvido de los vencidos. “Quien hasta el día de hoy haya conseguido alguna victoria
desfila con el cortejo triunfal en el que los dominadores actuales marchan sobre los que
yacen en tierra”. Quien no quiera figurar en el cortejo triunfal, no debe anhelar ningún
tipo de victoria ni de botín. “Como es habitual al cortejo triunfal acompaña el botín. Se le
nombra con la expresión de bienes culturales…”. Los bienes son siempre culturales, el
egoísmo y la miseria moral del invasor o del comerciante están siempre al servicio de la
prosperidad y del espíritu de la Nación. Pero “todos los bienes culturales que él abarca
con la mirada, tienen en conjunto un origen que él no puede contemplar sin espanto”.
Por “él”, Benjamin se refiere al materialista histórico, como yo podría referirme a la
doctrina “psi”, pero mejor es quedarse sin adscripción doctrinaria y dejar ese “él” en la
indeterminación y al albur de quien tenga el coraje de hacerlo, de no optar por la victoria
y de no ignorar que “no hay un solo documento de cultura que no lo sea a la vez de
barbarie”. Por ello, no debe empeñarse en hacer historia sino en amar y vivir entre
quienes carecen de ella, aunque deliren o dañen para soñar que están en ella. Entre
quienes carecen de ella hay que incluir la parte o condición del vencido que anida,
aunque ignorada, en el propio afán de victoria.
El psicótico es el representante más vivo y tenaz de quien carece de historia. Basta
oír las construcciones delirantes que hace para figurar en ella. Cuando se visita la
Fundación Prinzhorn en Heidelberg, lo que más impresiona de esos dibujos y de esas
pinturas, es lo que llaman su “primitivismo”, la crudeza de su soledad y la dificultad de
insuflar vida, o disimularla con una historia, a esas figuras espantadas y fragmentadas que
se muestran en un primer plano sin fondo, como si se acumularan las imágenes a la vez
perfectamente alineadas y, sobre todo, sin conexión, sin que brote sentido alguno de una
posible historia. Están ahí en su condición de objetos arruinados, de colores chillones, en
un intento probablemente de que esa falta de historia no se desborde en la infinitud de la
muerte ininterrumpida. Son cuadros de la supervivencia. ¿Por qué el sujeto psicótico
carece de recuerdos encubridores?, me preguntaba más arriba. Porque el recuerdo
encubridor cubre una memoria muda y sensitiva, fragmentaria, cuyo relato requiere su
deformación, pero sabe que ese relato no sólo vela sino que es una pérdida. La certeza
delirante, por el contrario, no conoce la pérdida y avanza en el recorrido interminable de
una verdad escurridiza que el mismo delirio no consigue apresar. Siempre está, así, a la
intemperie, ha construido un mundo tan persecutorio como irrespirable, un universo
estrictamente persecutorio e invasor en el que es imposible ocultarse, quedarse al
margen, tener intimidad, es decir, poder encontrarse y despedirse. El sujeto psicótico
revela la característica más propia del hombre social: ser un maníaco activista o un

186
paranoico interpretador.
En la clínica del sujeto el practicante es como el hipocrático benjaminiano, un
marginado que ha comprobado que lo que le llevó a su oficio era su propia inadaptación
y no quiso trocarlo por ningún uniforme. Toma su propia inadaptación como un alivio
ante tantas órdenes y obligaciones de éxito, de vanidad y de poder adquisitivo, de
sumisión y de indiferencia, de esclavitud e insensibilidad, en suma, de obediencia. Sabe,
como Kafka, que el poder es sólo su ejercicio o voluntad de daño, cuyo final está ya
previsto. El juicio es una farsa, una especulación, un mero ritual de la calumnia.
“La finalidad de las ceremonias fue pues ésta: que los hombres no hicieran nada por
decisión propia sino todo por mandato ajeno.” El trapero hipocrático irrumpe
intempestivamente, no violenta sino intempestivamente, en la ceremonia. El porvenir del
psicoanálisis y de toda clínica “psi” que tenga en cuenta al sujeto, no puede darse sin
romper los rituales de la sesión analítica y de la agrupación psicoanalítica. El ritual de la
sesión analítica es subsidiario del ritual del agrupamiento. No se da el uno sin el otro, se
sostienen mutuamente como sucede con el sacramento de la penitencia y el sacramento
de la eucaristía. Lo que ha llevado al psicoanálisis a los terrenos de la religión y de la
publicidad, ha sido la explotación del desconcierto y de la dependencia para asegurarse
un lugar no hipocrático sino hipócrita, basado en la farsa del acogimiento redentor y de la
religión del deseo. Han sustituido así el determinismo de la ciencia por la creencia en la
redención; ambos, sin embargo, se sitúan, como decía Nietzsche, “al mismo nivel”, pues
vivimos en una época que surge a la vez del determinismo científico y de la doctrina de
la predestinación.
Pertenecer a un mundo al que se ha contribuido a empeorar, a convertirlo aún en
más inhóspito y cruel, es una vergüenza de la que nadie que viva en la constante
tentación del ejercicio de la fuerza puede librarse. La vergüenza es un nombre de la culpa
subjetiva. Dañamos aquello que imploramos, dañamos al otro sin el que tampoco
podemos vivir. Es cierto que no hay reparación del daño, por eso es tan necesaria la
vergüenza y la culpa para no desentenderse del daño causado, del que se pretende la
inocencia por una común pertenencia o una común complicidad. Eso es ya una opción
que mira el lado oscuro del escaparate, que ve en el escaparate mismo los desechos que
exhibe. Es una opción que permite que la tarea del clínico sea una forma de resistir a la
fuerza.
“No es posible amar y ser justo más que si se conoce el imperio de la fuerza y se
sabe no respetarlo”, escribió Simone Weil. ¿Qué es amar y ser justo? “El amor no es
consuelo, es luz”, explicó luego, es iluminar el lado oscuro de la vida de los hombres, el
ángulo ciego que obliga al ejercicio de la fuerza, la barbarie que acompaña a “todo
documento de cultura”. Ésta es la cuestión sobre la que hay que detenerse, porque, en
definitiva, amar y ser justo es el no ejercicio de la fuerza, el no chantajear la repuesta del
otro, el no sucumbir al espejismo brechtiano de que sólo cabe acabar con la barbarie por
medio de una barbarie mayor. De nuevo hay que volver a la marginación, entendida de
esta forma como el no ejercicio de la fuerza. El “psi” vive en la contradicción de
ocuparse del fracaso, de lo que no funciona, de lo que no conquista el favor de la

187
prosperidad, a la vez que su oficio intenta establecer que esa marginación es ajena al
sistema que la produce, que es exclusivamente un trastorno psíquico o psicogenético,
etcétera.
¿Podría el “psi” ocuparse del fracaso social y afectivo sin por ello convertirse en un
tiburón del mercado del oprobio y sin mantener la buena conciencia y el rictus insensible
del consolador de almas? Quizá si se mantiene a contrapelo y no se alimenta del poder
del que le dota el desamparo, pero, sobre todo, el orden social tan necesitado para su
inocencia del experto “psi”, si opta por la marginación, por seguir viendo la barbarie en
todo “documento de cultura”, si no se ciega de autosuficiencia ni se refugia en el
ceremonial. Cuando Spinoza afirma que el valor de la ceremonia es el que los hombres
no hagan nada por decisión propia, sino todo por mandato ajeno, sabe que la ceremonia
está garantizando el lugar jerárquico, y en eso no cabe particularidad alguna, no cabe
ninguna compasión.

Contra el ceremonial

Lacan tropieza con la IPA precisamente en este punto de ruptura del ceremonial de la
sesión. Luego haría su propio ceremonial en el que la adhesión comunitaria sería aún más
fuerte por su carácter arbitrario y alucinatorio. En su Escuela, la jerarquía está obligada al
carisma, lo que le da esa característica particularmente perversa por fuera de la ley. Pero
lo que ningún tipo de asociación psicoanalítica ha propiciado son formas de “des-
adhesión” o modos de favorecer la separación y la distancia. Lacan critica acertadamente
el que Freud considere que no hay más elaboración que en la sesión, en presencia del
analista. Esto se ha podido verificar que es un error, pues la elaboración inconsciente,
lejos de coincidir con el tiempo de la sesión, utiliza (o ésa es su apuesta) ese encuentro de
la sesión para una posterior elaboración. Sin embargo, el mismo Lacan convertirá en una
de sus proclamas más sectarias que la transferencia no se liquida, que permanece, dando
así al psicoanálisis el carácter de una conversión religiosa que sólo se mantiene por la
pertenencia y la reproducción de nuevos analistas. Ese común interés en mantener el
vínculo transferencial en un ceremonial estricto, se debe a que de esa forma se le hace
perdurar. Por dos razones. La primera es que todo posible efecto terapéutico se ha
confiado al ritual. Y la segunda, que sin ese rigorismo ceremonial el psicoanálisis como tal
se debilita al perder su carácter sacro.
Cuando, por ejemplo, un paciente pide o simplemente insinúa reducir el número de
sesiones, aunque sea por razones perfectamente comprensibles, casi siempre
encaminadas a poder disponer de tiempo y recursos para su vida, el psicoanalista suele
sentirse ofendido, y lo interpretará como una abominable resistencia y le profetizará los
peores males. No lo hace a favor del paciente, sino ofendido porque ese gesto de
separación es visto, desde este escenario de dependencia incondicional, como un rechazo
y un cuestionamiento del vínculo analítico. Y no le falta razón al psicoanalista ofendido,

188
porque en efecto es un gesto de separación y como tal pone en cuestión un vínculo en el
que sólo parece figurar la adhesión mental y afectiva que se objetiva o se disimula con el
ceremonial. El ceremonial no está pues a favor del paciente sino del orden psicoanalítico,
del estatuto psicoanalítico del que el paciente ha entrado a formar parte. Hay pues una
incompatibilidad entre los intereses del paciente y los de la institución psicoanalítica,
entendiendo por intereses del paciente aquello que está como razón del propio
tratamiento, como es la separación, la creación de una vida interior y la quiebra de una
relación con el mundo basada exclusivamente en el despotismo, la agresividad y el
miedo. Por tanto, la clínica del sujeto ha de ser consecuente con su propuesta y tener
siempre en cuenta en su quehacer la particularidad de quien existe en su angustia y en sus
miedos por fuera del mandato ajeno. Esa estrecha particularidad es incompatible con un
ritual o un ceremonial que se basa en un protocolo de homogeneización que organiza los
intereses económicos e institucionales del psicoanálisis y, cada una a su modo, de
cualquier práctica “psi”.
Cuando en 1967 la Seguridad Social alemana admitió como tratamiento
subvencionado la psicoterapia psicoanalítica, se produjo un cierto malestar en la
oficialista Sociedad Alemana de Psicoanálisis (DPG), pues en todos los países, las
asociaciones psicoanalíticas han cuidado en extremo el permanecer fuera de todo control
exterior de las administraciones públicas o de las instancias universitarias para, con el
argumento de la pureza de la experiencia del inconsciente, quedar al margen de toda
regulación exterior. Sin embargo, eso no les impide una estricta y arbitraria regulación
interna para así conservar y reproducir la institución psicoanalítica, entrando así en
contradicción con las proclamas acerca de la incomunicable e indecible particularidad de
la experiencia. Esto fue llevado al extremo de que, por seguir con el ejemplo alemán,
cuando la Seguridad Social alemana dijo algo tan sencillo y razonable como que no había
razón “científica” que validara un tratamiento de más de tres sesiones semanales, ahí
todos los psicoanalistas, los que estaban a favor del tratamiento en la sanidad pública y
los que no, pusieron el grito en el cielo sin ningún otro argumento que el ceremonial.
En la clínica del sujeto no hay rituales. ¿Quién, de hecho, puede defender hoy esa
tesis obsoleta de un tratamiento con cuatro o cinco sesiones semanales? El ritual se
amolda a los nuevos tiempos del mercado, pero ha de permanecer como ceremonial, sin
el cual es como si el propio psicoanálisis se pusiera en peligro. Es lo que dicen sus
defensores, pero, ¿por qué hoy más de tres sesiones ya no son necesarias y en los años
setenta sí? Ni ahora ni entonces. El ceremonial es en sí mismo una servil aberración.
Supongamos que alguien puede estar necesitado de tres sesiones esta semana o este mes,
¿por qué habría de estarlo las próximas semanas o el próximo mes? Una de las cosas que
más rechaza la institución psicoanalítica es precisamente la variación del número de
sesiones y no digamos nada de las interrupciones del tratamiento. Lo que siempre está en
juego es el ceremonial, pero nadie puede oponerse con seriedad a que un tratamiento se
interrumpa y que en un momento posterior pueda ser retomado por un tiempo y que esto
incluso se pueda repetir. La elaboración tiene su tiempo y su momento y no es un
continuum, como pretenden los agentes de la organización. Lo que sucede es que esta

189
forma de trabajar arruina el ceremonial y la seguridad económica, y con ello algo que
terminó convirtiéndose en el núcleo de la práctica psicoanalítica institucional: la adhesión
transferencial que la clínica de los discursos consagra. Si se pone en cuestión la adhesión
y se favorece la separación y la distancia, se dice que eso pone en riesgo el propio
análisis. De ahí, que una vez más se pueda ver que hay una incompatibilidad entre la
clínica, el sujeto y el psicoanálisis institucionalizado.
La clínica del sujeto no puede estar regida, dada su condición, por ningún
ceremonial, ni puede ser mero eslogan o spot publicitario o mera propaganda de una
marca. No sólo requiere que tenga un exterior con el que debatir y mantener su necesaria
diversidad para respirar, sino que también le conviene el trabajo en equipo, el debate
sobre cómo mirar desde otras perspectivas unos fenómenos y una práctica clínica que
carece del paradigma científico. Ni el psicoanalista ni ningún otro “psi” puede
permanecer aislado en su interna complicidad conventual interesada, y eso atañe
igualmente a la formación. La formación del clínico exige una pluralidad y una diversidad
que aún no se ha dado al haberse privilegiado la doctrina. Una formación clínica da la
posibilidad de no tener que refugiarse en una doctrina. Por el contrario, todas las
hipótesis con las que se trabaje o las formulaciones que ayuden a hacer inteligibles los
fenómenos clínicos, pueden ser transmisibles sin el engreimiento asociativo o de escuela
como único argumento. El psicoanálisis es ante todo una fuente de inspiración clínica,
mucho más que una doctrina verdadera o auténtica que impone la fe en sus
convicciones. Lo admirable de un caso como, por ejemplo, el de Winnicott, fue
precisamente su enorme libertad a la hora de abordar los fenómenos clínicos y sus
posibles formas de inteligibilidad. Ni el psicoanálisis ni cualquier otra modalidad “psi”
tienen ninguna posibilidad como clínica del sujeto, por fuera del ejercicio del poder, más
que mediante un cuestionamiento crítico permanente de su propia práctica y, sobre todo,
de sus especulaciones, a las que nunca debería dejar instalarse como doctrina.

Memoria y marginación: diálogo interno

¿Es esto una pobre expresión de ingenuidad y de optimismo o puede tener que ver con lo
que Benjamin llamó “organización del pesimismo”? Entiendo que en esta expresión de
Benjamin está el poder contemplar cómo se muestran la historia y el continuum desde su
fractura, desde la subjetividad, el recogimiento y la marginación. Es saber que la
Versagung, la derrota, la pérdida, la equivocación, el desconcierto y el miedo forman
parte de la realidad. Por eso se puede decir del clínico, a su vez, que es un Versager,
aunque sólo sea porque no olvida ese componente ignorado por el activismo de los
hombres. Cada día escucha el lamento de una derrota que ni el orden colectivo ni la
predeterminación del Progreso puede borrar. Lo que hay no lo es todo, pues está lo que
no hay, lo que no prosperó, lo que se quiso de otro modo. Eso permite aún la
compasión. La existencia de lo que fue derrotado y no hay da su carácter de contingencia

190
a lo que hay, y es lo que posibilita, por ejemplo que el parasitismo obsesivo, la
inmovilidad que produce y su infernal reiteración terminen, tengan un final antes de la
muerte. No hay, pues, que complacerse con el presente, ya sea de modo lacrimógeno o
bajo el modo bobalicón del optimismo. El determinismo de la ciencia es tan devastador
como el pensamiento mágico del obsesivo y como lo era tanto la doctrina de la
predestinación como la creencia en la redención. La determinación del sujeto es un
acontecer, no una ley ni un dato, no tiene, por tanto, legislador, y la memoria, la clínica
de la memoria, se muestra como la posibilidad misma del sujeto, al margen de la “mano
invisible” del Mercado o de la abstracción del gen del Progreso que borra de la vida al
viviente concreto, que legisla sobre la vida digna o indigna de ser vivida y establece una
jerarquía estricta del valor de la vida según el criterio de los elegidos, pues no será nunca
igual un negro africano que un orondo consumidor europeo.
Una dificultad y una tarea de nuestra clínica es quebrar la inmutabilidad de un
presente absoluto, de una presencia del presente que cae sobre el sujeto como la losa de
lo eterno y de la que sólo su relato interior permite escapar, el dar realidad a su memoria,
el poder crear un espacio subjetivo que la tiranía del presente no invada por completo. El
presente no es una eternidad inmóvil. Si se escucha, se puede percibir en él el rumor de
su injusticia, como un dolor hondo e irreparable. El inconsciente es la presencia del
pasado aquí y ahora, los deseos y los dolores, los odios, los miedos y el anhelo de amor,
la vida más íntima que no se puede confesar sin engañarse con las palabras. La derrota y
el deseo no deben olvidarse para convertir al sujeto en un imitador de comportamientos
exitosos. La clínica del sujeto es, por tanto, una clínica de la memoria, creadora de
intimidad, el modo de no sucumbir al ruido de la venganza, a la conformidad con el
engaño del presente. La clínica de la memoria es una clínica de la experiencia
insustituible de un sujeto, lo más opuesto que hay a las especulaciones sobre el plasma
germinativo. El retorno de lo reprimido se ha de tomar, por tanto, como memoria en el
presente que alienta un deseo y una contingencia. Tomar la ofensa y la venganza como
emblemas de la memoria es la mayor equivocación, porque de ese modo se destruye la
posibilidad de la experiencia del desamparo, de lo irreparable, del recogimiento que
alberga el deseo y su fracaso como aliento pulsional.
Lo que llamo la muerte interior se ve favorecida por un sistema de producción de
“bienes” que deja al sujeto como desecho de la producción o como artilugio del engaño.
La muerte interior significa la fragilidad del deseo y la confusión con el otro, por lo cual
se da un predominio de lo inerte, de la incapacidad para vivir, propia, por lo demás, del
sujeto humano, urgido por el amor pero, en esas condiciones, excluido de la escena
amorosa, sea como amado o como amante. No consigue verse en la escena inconsciente
ni como amado ni como amante. Eso le trastorna, ya sea por el odio o por la mayor
inhibición. Esa combinación de aislamiento libidinal, de dependencia y de mortal
enclaustramiento provoca una angustia seca, sin llanto, que no puede moverse hacia el
diálogo interno. El diálogo interno proviene de los intríngulis del conflicto psíquico: el
querer algo y no quererlo, la culpa por el deseo ante la obligada dependencia y la
necesidad de castigo, el miedo a ser engullido por la demanda del otro, o la culpa por la

191
infelicidad de los padres, etcétera. Sin diálogo interno lo inerte crece y ni siquiera la
agresividad insufla suficiente trama argumental a esa desolación. De niños aprendimos los
sentimientos obligados, el amor como deuda, y la manera de protegernos con el
victimismo. “Me debes tu amor” suele ser un habitual mandato materno. Pronto
aprendemos que tener vida propia, un deseo propio, daña u ofende a los demás. De este
modo amor y culpa superyoica se confunden. No es la culpa por no desear lo suficiente o
por no amar lo suficiente, sino la deuda, el rédito, el “me debes tu amor”. Se va tejiendo
así una red de extorsiones. ¿Es posible un amor que no sea un sistema de extorsión? ¿Es
posible no usar el sufrimiento como argumento de inocencia? Esas preguntas alientan el
diálogo interno, la interrogación por el vínculo entre el deseo y el amor, por la separación
y la distancia requerida para preguntarse.
La clínica del sujeto promueve la posibilidad de ese diálogo interno que la ofensa y
la necesidad de victoria ciegan. El diálogo interno es un nombre de la clínica de la
memoria y en él se abren camino los deseos más modestos: qué puedo hacer con lo que
quiero, cómo no deformar los hechos para una trama colectiva que es negación de la
intimidad, cómo sentir y percibir a los demás sin que la insensibilidad y su automatismo
sea el único vínculo, cómo, se pregunta una mujer, podría yo distinguir entre mi
demanda a una mujer de la demanda a un hombre. Esta clínica conoce su debilidad ante
el imperio de la fuerza y de la insensibilidad, la precariedad de la contingencia ante el
anhelo de la necesidad y de la exigencia reivindicativa. El deseo propio suele estar tan
ligado a la angustia y al miedo que el sujeto parece un huérfano que busca un deseo
ajeno para conseguir la adopción del “propio”. Mas un deseo adoptado es un permanente
malentendido, puesto que la misma adopción obliga a su permanente homologación. Eso
termina siendo un infierno, pues la relación con el otro no es ya un encuentro sino una
reivindicación o una reclamación o simplemente una desesperación que busca por encima
de todo el modo de chantajear la respuesta del otro para asegurarse de ella.
La crítica de Wittgenstein al psicoanálisis suele dar lugar a malentendidos por referir
Wittgenstein el psicoanálisis al campo estético. Sin embargo, su punto de partida es
nítido: el psicoanálisis no se rige por el paradigma de lo científico. Pero eso no le quita
eficacia terapéutica. Wittgenstein concibe esta eficacia terapéutica como cambio de
representación o de modo de decir o formular, lo cual es muy similar a lo que entiendo
por elaboración: modificar la percepción del sujeto respecto a sí mismo y respecto a los
demás. No es entonces, como se ha pretendido, que Wittgenstein sitúe toda la eficacia
terapéutica del psicoanálisis en la sugestión, sino que la elaboración y la modificación
subjetiva es un efecto terapéutico que crea una vida interior que discrimina la relación
con el otro sin necesidad de apropiación, aunque a eso Wittgenstein lo llame
“persuasión”.
Por otro lado, el poder corporativo o institucional, al no estar sometido al control
público, a lo que Hobbes llamaba el pacto disociativo que separa y protege por esa
mediación separadora a quienes se someten a él, al no estar sometido a ese control,
alienta el miedo y el daño, la “ofensa recíproca”, por volver a utilizar una expresión
hobbesiana, que rige el vínculo comunitario o asociativo.

192
¿Cuál puede ser entonces el espacio de una clínica del sujeto? La marginación o ese
modo de disponibilidad que no exige obediencia ni ejerce la soberanía basada en la
entrega de la subjetividad del súbdito. La clínica del sujeto pervive al margen del
determinismo biológico y de la doctrina de la predestinación, es decir, al margen del
placebo científico y de la iglesia. Su propuesta también es de marginación, al promover
un modo de amor no requerido del daño y de la crueldad. No hay otro lugar para el
sujeto que la marginación, puesto que la “comunidad” se alimenta de la inexistencia del
otro, existe por el otro pero sólo como si el otro no existiera. El otro no existe, ése es su
lema. La marginación y la intimidad, sin embargo, no requieren la inexistencia del otro.

Epílogo

Para Rilke la marginación es lo invisible, unsichtbar. Lo invisible rilkeano es la antítesis


de lo invisible en Adam Smith, es la intensidad de la existencia evanescente. Eso es la
intimidad. Pero somos esclavos de lo visible, del poder de la insidia de la comunidad,
mezcla de ignominia (Shande) y de angustiada esperanza. El hombre es fracaso de su
conexión con lo abierto, das Offene –así comienza la octava elegía de Duino–, lleno de
trampas, buscando la Gestaltung, esclavo de la forma, asustado por la muerte que tan de
cerca le atañe. Fracaso y existencia, eso es el hombre. Ni por un día conseguimos el
espacio (Raum) de la flor, eterna en su instante. No conocemos el Nirgends ohne Nicht,
ese “en ninguna parte” sin negación que es lo pletórico del animal. ¿Tiene memoria el
animal y por tanto amargura? ¿Qué animal es ese que tiene una infancia no resuelta, no
desgajado de su origen, que guarda en su recuerdo lo que aconteció y no lo ilimitado de
su vacío? ¿Qué pajaro es ese Fledermaus, ese murciélago, ratón de la oscuridad y pájaro
que vuela beinah beides (cercano a los dos mundos), desorientado, que rasga con su
precipitado vuelo la porcelana del crepúsculo? Und wir?, y nosotros ¿qué?
Desorientados y vueltos a caer, ¿quién nos hizo del revés, así de desorientados? Así
vivimos, immer Abschied, siempre con la despedida o en la despedida. Y sin embargo,
comienza la novena elegía, el mundo nos necesita. El laurel, su entusiasmo y finura,
como sonrisa del viento, necesita del hombre, esa presencia del Hiersein, del ser aquí y
ahora, por fugitivo (Schwindende) que sea, el más fugitivo de todos. Sólo una vez, es
cierto, pero eso es irrevocable, nicht widerrufbar, aunque fugitivo. Irrevocable es el
dolor y la pesadumbre, y el amor. Se dice que la experiencia del amor es indecible. ¡Lo
indecible!, ¡lo imposible de decir! Para eso mejor las estrellas, el silencio de las estrellas,
die sind besser unsäglich. Mas ahora, hier ist des Säglichen Zeit, el tiempo de lo
decible. Ése es el hogar del hombre, su Heimat. Hablar y testimoniar, proclamar,
bekennen. La salida no es lo indecible sino lo invisible, la intimidad, la separación, la
esfera del corazón, de lo íntimo y de lo marginal. Tener intimidad es devenir invisible,
ésa es la verdadera Verwandlung, la verdadera transformación. Y así, en ese
recogimiento invisible, quiero y vivo, ich lebe en lo invisible de la palabra, del recuerdo y

193
del amor, cercano a la muerte fiel (vertrauliche Tod).
Este oficio conoce su fracaso, su Versagung, por eso no se puede apartar de su
contingencia, de su condición fugitiva, no admite infatuación. Cuando el “psi” se
precipita sobre la derrota para denegarla a toda velocidad, a veces forzando su
manifestación, para así, entre todos, expulsarla, se ha arruinado la experiencia íntima del
sujeto y éste queda reducido a la servidumbre. No se puede escuchar la Versagung, no se
puede escuchar la derrota si no se es un derrotado, no se puede escuchar el fracaso si no
se tiene la experiencia íntima del fracaso y del deseo y, por ello, la posibilidad del amor.
Paul Celan dejó escrito en sus textos inéditos lo siguiente: Klopfe an das Tor deiner
Einsamkeit und frage nach dem Herrn: wenn dir geöffnet wird, hast du nicht umsonst
zu den Menschen gesprochen (Llama a la puerta de tu soledad y pregunta por el dueño:
si la puerta se te abre no habrás hablado en vano a los hombres) (Prosa aus dem
Nachlass, p. 17).

Bibliografía

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1992.

195
Índice
Portada 2
Créditos 7
Índice 8
Prefacio necesario 10
PRIMERA PARTE. La culpa y la vergüenza 16
La culpa como sufrimiento moral 18
La culpa, ¿enfermedad o condición moral del sujeto? 19
La cuestión del origen de la moralidad: desamparo, miedo y culpa 22
Pulsión y moralidad 24
Identificación: separación, pérdida y culpa subjetiva 27
Identificación no es igual a idealización 32
Amor y deuda: la culpa superyoica 36
Culpa, equidad y venganza 41
Culpa y responsabilidad: Weber, Levinas y Bonhoeffer 46
¿Cómo entender la vergüenza? 50
Promesa, ofensa y venganza 53
Compasión versus interpretación 56
Vergüenza y culpa: a propósito de Primo Levi 59
Vergüenza versus denegación 61
La denegación en la clínica 63
SEGUNDA PARTE. Fragmentos de la vergüenza 69
TERCERA PARTE. ¿Qué psicoanálisis? 122
Sergei Pankejeff y el “hombre de los lobos” 123
Trauma, construcción y recuerdo 126
La convicción como prueba o la construcción sustituta del recuerdo 130
Freud corrige su teoría de la construcción: la construcción no suple la memoria
132
del paciente
La paradoja de la convicción: sus efectos terapéuticos 133
Construcción, delirio, recuerdo y memoria 136
La experiencia de la palabra 141
La clínica psicoanalítica es una clínica de la memoria 143
De la clínica al doctrinarismo institucional 147

196
El psicoanalista institucionalizado 150
Capitalismo y psicologización del comportamiento 152
¿Es compatible el capitalismo con la moralidad? A propósito de Bernard de
154
Mandeville
El misterio teológico del Mercado y la sociedad invisible: a propósito de Adam
156
Smith
Doctrina de la predestinación y trabajo productivo 159
Doctrina de la predestinación y determinismo biológico: desaparición de la
161
compasión
El fetichismo del gen: biopoder versus subjetividad 163
Freud y el plasma germinativo 167
Política, genética y clínica del sujeto 170
Insensibilidad y denegación del conflicto moral 172
Destitución subjetiva: exaltación de la obediencia y psicologización del sujeto 175
El placebo científico y lo “psi” 177
El ritual se hace necesario 179
El ritual requiere la Institución 180
Por una clínica sin rituales 182
La clínica de la memoria y la marginación 183
Contra el ceremonial 188
Memoria y marginación: diálogo interno 190
Epílogo 193

197

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