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Los pastores que se lamentan de amor en las églogas de Garcilaso de la Vega tienen una

herencia clásica innegable (detrás están, como mínimo, Virgilio y la Arcadia de


Sannazaro). El Cántico espiritual de San Juan de la Cruz recoge esa tradición y la
conjuga con la bíblica (el Cantar de los Cantares, notablemente). De ahí procede ese
punto de vista idealizado con el que han pasado al bucolismo poético y a la novela
pastoril, entre otras formulaciones literarias. Pero ese tratamiento tiene su contrapunto
en el pastor rústico del teatro medieval navideño, de las satíricas Coplas de Mingo
Revulgo y de los inicios del drama peninsular entre las postrimerías del siglo XV y los
inicios del siguiente (Juan del Encina, Lucas Fernández, Gil Vicente). Bartolomé de
Torres Naharro forma parte de esa tradición teatral que muy bien pudo conocer en su
etapa de formación en Salamanca, a caballo entre esos dos siglos, antes de partir para
Roma y Nápoles. En estas dos ciudades italianas, al arrimo de las más altas jerarquías
eclesiásticas y civiles, desarrolló su obra literaria durante el segundo decenio del siglo
XVI y la recogió en la Propalladia, conjunto de poemas y piezas dramatúrgicas con una
primera edición impresa en 1517, de gran éxito a juzgar por sucesivas salidas (ocho, sin
contar las piezas que vieron la luz en pliegos sueltos).

Recoge en sus comedias la herencia salmantina del personaje del pastor y acentúa los
rasgos zafios y groseros, a la vez que le asigna una función específica que irá ganando
terreno según avance la centuria: es el encargado de recitar el introito y el argumento de
sus piezas, incluso de algunas de aquellas que recrean ámbitos y temas urbanos, asunto
en el que Torres Naharro es un adelantado en el teatro castellano (piénsese, por ejemplo,
en Soldadesca o en Himenea). Ese Gil Terrón del principio de la Trofea cumple su
papel con verdadera profesionalidad: se presenta en la sala para imponer silencio antes
de que empiece la función entre unos cortesanos concentrados previamente en la sala
desprovista de escenario o de lugar específico para la representación. Calma al auditorio
y lo divierte con sus chanzas procaces en las que no deja títere con cabeza: iglesia,
nobleza y mujeres son blanco despiadado de sus dardos. Pero también resume en el
argumento la intriga de las cinco jornadas en que se divide la obra en versos precursores
del género de la loa, tan característica del teatro de la escuela de Lope y de Calderón.

Si se repara en el resumen que Gil Terrón hace de las cinco jornadas de la Trofea, la
comedia carece de unidad dramática. Son cinco asuntos apenas conectados entre sí,
salvo por el hecho de representarse en una sala cortesana, aprovechando la reunión
festiva. La ocasión de la escritura parece que remite a la visita del embajador portugués
a Roma en 1514 para negociar con el Papa el estatuto de las tierras recién descubiertas
por el rey don Manuel en las Indias Orientales. Es una pieza de ocasión deudora de la
tradición áulica de los momos 1, invenciones, máscaras y entremeses ligados a la fiesta
nobiliaria. De ahí que la acción sea prácticamente nula; que las distintas jornadas o
actos se estructuren como números independientes y escasamente ligados unos con
otros; que destaquen las irrupciones de personajes alegóricos, mitológicos e históricos
(la Fama, Apolo, Ptolomeo); que el despliegue escénico coincida en buena medida con
los de recibimientos y triunfos tan habituales en la esfera ciudadana. Y de ahí también

1
Consúltese el documento “La Trofea, los momos y el fasto cortesano”.
que una de las estructuras básicas de esta pieza sea el desfile, especialmente en la
jornada tercera y en la cuarta, calcadas sobre el esquema de la adoración en el teatro
navideño. Esa sencilla estructura procesional se adapta ahora al ámbito secular de la
presentación de ofrendas y parabienes ante el embajador portugués, flanqueado, con
toda seguridad por un retrato de Manuel el Afortunado, monarca lusitano.

Papel especial en esta pieza de Torres Naharro tienen los pastores zafios y groseros que,
tanto en la jornada segunda, como en la cuarta y quinta, hacen gala de su tosquedad,
hablando en un sayagués 2 risible, sobreactuando en gestos y lenguaje obscenos con los
que hacen mofa y befa de lo más sagrado y respetable. En ese sentido, las escenas en
que Caxcoluzio y Juan Tomillo la emprenden con la burla de la liturgia y del santoral en
la jornada segunda son claro indicio de su carácter carnavalesco de mundo al revés. De
hecho, nos recuerdan la figura del obispillo o abbas stultorum, ese muchachito del coro
catedralicio que era elegido el día de los Santos Inocentes para invertir las estructuras
jerárquicas vigentes durante el resto del año 3. Queda patente así el entronque del teatro
primitivo con los ritos ligados a las fiestas de locos del periodo que va desde el solsticio
de invierno hasta el carnaval, fechas estas de celebraciones colectivas que sirven de
válvulas de escape a la férrea organización del grupo y que se constituyen, por lo
mismo, en mecanismos de cohesión social.

2
Con el término sayagués se alude a un lenguaje literario propio de pastores y rústicos en las piezas
teatrales de los primeros dramaturgos castellanos. Aunque su nombre hace referencia a Sayago, región
situada entre Salamanca y Zamora con fama de apartada de la civilización, no hay que perder de vista que
sus rasgos lingüísticos solo muy lejanamente pertenecen a esa área dialectal, pues son creación postiza de
autores cultos como Encina, Lucas Fernández y el propio Torres Naharro.
3
Véase el documento “Fiesta del obispillo”, extraído del clásico estudio de Julio Caro Baroja sobre El
Carnaval.

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