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LITERATURA, REVOLUCIÓN Y VANGUARDIA EN EL PENSAMIENTO DE JOSÉ

CARLOS MARIÁTEGUI

Antonio Cajero

"La única manera de ser provechosamente


nacional consiste en ser generosamente
universal, pues nunca la parte se en-
tendió sin el todo. Claro es que el
conocimiento, la educación, tienen que
comenzar por la parte: por eso <<uni-
versal>> nunca se debe confundir con
<<descastado>>."

Alfonso Reyes, "A vuelta de correo".

Aunque parecía condenado al misticismo o al suicidio por una

salud rota desde la infancia, José Carlos Mariátegui (1894-

1930) optó por la senda de la agonía, Cristo caído de la

cruz, luchó abiertamente contra las taras de una sociedad

anquilosada, tanto en las páginas de El Tiempo, Nueva Época y

Amauta cuanto al lado del indio y del obrero peruanos. Esta

visión unamuniana alimentó su fe en el hombre y en sus ideas,

una fe entendida como el compromiso con el prójimo (con los

Cristos negros que, como él, necesitaban ser redimidos del


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oprobio y la explotación) y como la esperanza en un presente

y un futuro mejores (más que para las almas, para los cuerpos

arrebatados por la injusticia y la miseria).

Si no el hombre de fe, quién escribe cuando Mariátegui

se retira del Convento de los Descalzos, en 1916: "Piadosa

celda guardas aromas de breviario,/tienes la misteriosa

pureza de la cal/y habita en ti el recuerdo de un Gran

Solitario/que se purificara del pecado mortal", o cuando se

convirtió en el pensador más influyente del Perú y, según

refieren sus apologistas, de Hispanoamérica, por ejemplo, en

La escena contemporánea (1925), aporta muestras de su

combatividad en una especie de profesión fidelista: "Soy un

hombre con una filiación y una fe", y en el prefacio de Siete

ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928)

refrenda el ayuntamiento entre convicción ideológica, ya para

entonces comprometida con el credo socialista, y la acción:

"Mi vida y mi pensamiento constituyen una sola cosa, un único

proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea

reconocido es el de —también conforme un principio de

Nietzsche— meter toda mi sangre en mis ideas". Antes que

Cortázar, Mariátegui sabía que toda escritura debía implicar

al hombre cabal, cuerpo y alma uncidos a un mismo destino, y

comunicar "de sangre a sangre, de mano a mano y de hombre a

hombre".
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De esta manera, para Mariátegui todos los procesos

sociales, entre ellos el de la literatura, responden a

condiciones políticas y económicas bien definidas; el

problema indígena, por ejemplo, tiene sus raíces en el

sistema de la propiedad de la tierra y en el régimen laboral

reinante, de ahí que "la solución del problema del indio

tiene que ser una solución social", no únicamente pedagógica

ni jurídica ni administrativa ni étnica ni, mucho menos,

moral. En el campo de las letras no es otra su concepción: la

literatura de un país resulta de la situación social,

política y económica dominantes. Ante ello surge la necesidad

de artistas íntegros, de espíritu revolucionario y de acción

política revolucionaria.

Después de pasar cuatro años en Europa, en un solapado

destierro del gobierno leguiísta, Mariátegui halla en la

vanguardia artística los rudimentos de una filosofía con la

que se identificará el resto de su vida. Esta experiencia

culmina en una síntesis sin cortapisas: defiende el concepto

de "nueva generación" donde convergerían, a su parecer, el

artista vanguardista y el hombre revolucionario. Esta

identificación en la esfera de la política lo lleva a

afirmar: "la reivindicación capital de nuestro vanguardismo

es la reivindicación del indio" o, bien, "los indigenistas

revolucionarios, en lugar de un platónico amor al pasado


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incaico, manifiestan una activa y concreta solidaridad con el

indio de hoy"; mientras en literatura el "auténtico

vanguardismo" descubre en lo nacional "lo más hondamente

revolucionario". Entre ambos discursos apenas hay un tenue

velo, porque en uno y otro habla la lengua bífida de

Mariátegui, la del político y la del escritor, como señala en

Siete ensayos: "Mi crítica renuncia a ser imparcial o

agnóstica, si la verdadera crítica puede serlo, cosa que no

creo absolutamente. Toda crítica obedece a preocupaciones de

filósofo, de político, o de moralista". Y líneas adelante

insiste sobre su filiación a la nueva generación peruana por

él abanderada: "Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la

exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas,

aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en

el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mí es

filosofía y religión": empecinada devoción que traerá a

Mariátegui el vejamen físico y el linchamiento intelectual;

pero queda asentado que, acaso nadie más como él, se sintió

deudor de su tiempo: Juno, cuyo rostro presente mantiene

simultáneamente la mirada hacia el pasado y el porvenir.

Esta explícita parcialidad "revolucionaria o socialista"

habrá de privar en su interpretación del proceso literario

mundial y nacional de la literatura, hasta llegar a una

solución que calificará de ecuménica.


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Interpretación de la vanguardia europea: futurismo, dadaísmo,

expresionismo y superrealismo

En un artículo de 1924, "El artista y la época", Mariátegui

decía que así como "el obrero siente explotado su trabajo, el

artista siente oprimido su genio, coartada su creación,

sofocado su derecho a la gloria y a la felicidad",

manifestaba que, más que en ningún otro momento, el arte

dependía casi exclusivamente de la "dictadura de la prensa" y

de "los managers del arte y la literatura". Marátegui asiste

a un panorama desolador, porque el arte no depende siquiera

del genio o, como antaño, de la casta, sino del capitalista

que, Midas, cree que todo lo que toca debe convertirse en

oro.

Debido a que los artistas no pueden sustraerse a la

gravitación política de su época, el autor de El alma matinal

recomienda la fusión de ética y estética a los modernos

escritores (como Tolstoi habría sugerido años antes), pues

aun los más antiguos nunca fueron ajenos a las inquietudes de

su época:

El grande artista no fue nunca apolítico. No fue


apolítico el Dante. No lo fue Byron. No lo fue Víctor
Hugo. No lo es Bernard Shaw. No lo es Anatole France.
No lo es Romain Rolland. No lo es Gabriel D'Anunzzio.
No lo es Máximo Gorki. El artista que no siente las
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agitaciones, las inquietudes, las ansias de su pueblo y


de su época, es un artista de sensibilidad mediocre, de
comprensión anémica.

Porque sólo el artista que se sabe hecho de sangre y de

miserias puede comprender a un semejante que padece las

consecuencias del sistema político y económico burgués: "El

sentido revolucionario de las escuelas o tendencias

contemporáneas no está en la creación de una técnica nueva.

No está tampoco en la destrucción de la técnica vieja. Está

en el repudio, en el desahucio, en la befa del absoluto

burgués". Con ello, Mariátegui se adelanta a la discusión

entre Collazos, Vargas Llosa y Cortázar sobre el arte

revolucionario y el arte de la revolución, además apuesta a

la doble renovación formal y espiritual, porque "no todo el

arte nuevo es revolucionario, ni es tampoco verdaderamente

nuevo": "La técnica nueva debe corresponder a un nuevo

espíritu también". No hay término medio para el artista en la

estética mariateguiana, porque o se compromete en cuerpo y

alma o vive maniatado a las cadenas de su propia indecisión.

Ante la coexistencia del alma revolucionaria y la

decadente, superpuestas en un solo plano espacial y temporal,

al arte nuevo no le queda sino optar por la primera, más aún

cuando el espíritu del arte burgués, a decir del ensayista

peruano, se halla en plena descomposición: "en esta crisis se

elaboran dispersamente los elementos del arte del porvenir.


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El cubismo, el dadaísmo, el expresionismo, etc., al mismo

tiempo que acusan una destrucción". Este carácter

regenerativo de la vanguardia se finca en dos hechos

fundamentales, en que desecha la posición purista del arte

por el arte y en que se trata de un arte, a contracorriente

de lo que en 1925 anunciaba Ortega y Gasset, que busca la

adhesión de las multitudes; aunque algunos carezcan de

aptitud para "marchar con la muchedumbre":

El drama humano tiene hoy, como en las tragedias


griegas, un coro multitudinario. En una obra de
Pirandello, uno de los personajes es la calle. La calle
con sus rumores y con sus gritos está presente en los
tres actos del drama pirandelliano. La calle, ese
personaje anónimo y tentacular que la torre de marfil y
sus macilentos hierofantes ignoran y desdeñan. La
calle, o sea, el vulgo; o sea, la muchedumbre. La
calle, cauce proceloso de la vida, del dolor, del
placer, del bien y el mal.

Descomposición y reconstrucción, decadencia del arte burgués

y ascenso del arte vanguardista, procesos opuestos pero

complementarios que Mariátegui reconoce como estadios en la

evolución de las ideas y de la práctica política, porque no

concede perentoriedad a ningún movimiento, la misma

vanguardia está condenada al mármol del dogma y, por ello, a

su desaparición: "El arte es sustancial y eternamente

heterodoxo. Y, en su historia, la herejía de hoy es casi

seguramente el dogma de mañana". Podría decirse que el arte


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responde a una especie de homeostasis que le permite

mantenerse vigoroso.

Mariátegui siempre opinó que el fracaso del futurismo

como regenerador del arte nuevo se debió a su filiación

política, y no es que como hemos visto el arte tenga que

mantenerse apolíticamente, sino porque sus intereses se

limitaban a un movimiento nacionalista que fácilmente fue

absorbido por el fascismo en boga; esto hizo que el futurismo

entrara "al 'orden' y la academia; el fascismo lo ha digerido

sin esfuerzo".

Así, uno de los "errores mortales del futurismo", su

filiación política, se convierte también en la tumba del

movimiento, porque su actividad política deviene actuación

histriónica, simulación de la vida; obnubilados por el amparo

del poder, los futuristas siguen un programa "falso,

literario y artificial", por ello Marinetti resulta

criticable: "hay que reírse de él por haber supuesto que un

comité de artistas podía improvisar de sobremesa una doctrina

política. La ideología política de un artista no puede salir

de las asambleas de estetas. Tiene que ser una ideología

plena de vida, de emoción, de humanidad y de verdad".

Sólo en un segundo momento, Mariátegui concede un valor

revolucionario al futurismo, primero, porque pasa de un

programa local a uno de tendencia universalista y, segundo,


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porque comparte con los demás movimientos afines "la

finalidad renovadora, la bandera revolucionaria, todas estas

facciones artísticas se fusionan bajo el común denominador de

arte de vanguardia".

Implacable con el futurismo italiano, Mariátegui se deja

cautivar por el canto de su hermano gemelo, el futurismo

ruso. La diferencia estriba en que el futurismo ruso se

adhirió a la revolución proletaria. Pero también se volvió el

arte oficial, como escribiría De Torre en Las literaturas

europeas de vanguardia. En este sentido el futurismo pierde

su función disolvente por antonomasia, y la justificación más

bien asemeja una defensa apasionada:

En Rusia esta victoria no ha sido obtenida a costa de


una abdicación. El futurismo en Rusia ha seguido siendo
futurismo. No se ha dejado domesticar como en Italia.
Ha seguido sintiéndose factor del porvenir. Mientras en
Italia el futurismo no tiene ya un solo gran poeta en
plena beligerancia iconoclasta y futurista, en Rusia
Mayakowski, cantor de la revolución, ha alcanzado en
este oficio sus más perdurables triunfos.

Y acaso Mariátegui tenía razón en 1925, pero esta

interpretación pierde vigencia un lustro después: por una

parte, la vanguardia se transforma en apostasía y, por otra,

la revolución, en impostura de la realidad. Mayakowski se

suicida después de escribir una sátira, "El baño", contra el

burocratismo soviético el mismo año en que Mariátegui muere.


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Antes el camarada Esenin se había desangrado en un cuarto de

hotel.

Pero no sería la experiencia del futurismo ruso la que

guiaría el ideario estético-político de Mariátegui, la de la

revolución triunfante, sino la de la revolución en proceso,

inacabada, del surrealismo. Antes, sin embargo, descarta

otras puertas de salida: callejones, más bien, como el

dadaísmo, que a su ojos no es sino clownismo: "Dadá no fue

una escuela ni una doctrina. Fue únicamente una protesta, un

gesto, un arranque. Su reacción contra el intelectualismo del

arte contemporáneo, contenía los gérmenes de una nueva teoría

estética. Pero Dadá no quería ni debía ser una tesis, un

credo. Su clownismo, su humorismo fundamentales se lo

impedían"*. No es suficiente con ser iconoclasta: se precisa

un sentido en cada palabra, en cada acto.

El desinterés del dadaísmo por lo problemas

fundamentales del hombre radica, según Mariátegui, en que "es

festiva e integralmente nihilista: no cree en nada; no tiene

una fe ni siente su falta". Otros rasgos distintivos de esta

*
Para Maríategui el término clown implica, en primer término, la atadura
al cordón umbilical de la sociedad burguesa, si bien a veces teñido de
iconoclasia, como escribe en un artículo dedicado a Charles Chaplin: "El
arte del clown es un rito; su comicidad, absolutamente seria. Bernard
Shaw, metafísico y religioso, no es en su país, otra cosa que un clown
que escribe. El clown no constituye un tipo, sino más bien una
institución, tan respetable como la Cámara de los Lores. El arte del
clown significa el domesticamiento de la bufonería salvaje y nómade del
bohemio, según el gusto y las necesidades de una refinada sociedad
capitalista".
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vertiente de la vanguardia son el escepticismo (como decía

Ribemont Dessaignes, "duda de todo") y la incoherencia ("no

se puede ser dadaísta sin ser incoherente"). Estas

peculiaridades, a pesar de que Mariátegui no las comparta del

todo, no invalidan ni disminuyen el valor de esta

manifestación del espíritu nuevo: "Un hombre de pensamiento

no puede, pues, recibir únicamente con una risa idiota las

extravagancias y los disparates del arte de vanguardia.

Aunque tengan todo el aire de cosas grotescas, se trata, en

realidad, de cosas serias".

Sobre el superrealismo, Mariátegui expresa especial

preferencia, acaso porque se trata de una verdadera

revolución en proceso. A él le gustaba ver su obra, su vida

misma, en permanente construcción, como escribiera al inicio

de Siete ensayos: "Ninguno de estos ensayos está acabado: no

lo estarán mientras yo viva y piense y tenga algo que añadir

a lo por mí escrito, vivido y pensado". Esta integridad, no

obstante inconclusa, sólo parece hallarla en la vanguardia

superrealista, "que no es una escuela o un movimiento de la

literatura francesa sino una tendencia, una vía de la

literatura mundial". Frente al nacionalismo futurista, el

universalismo superrealista, cajón de sastre en que

Mariátegui mete una serie heterogénea de escritores:

Pirandello, Waldo Frank, Istrati, Pilniak, "nada importa que


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trabajen fuera y lejos del manípulo superrealista que

acaudillan, en París, Aragón, Bretón, Eluard y Soupault".

La vanguardia no ha nacido como Atenea o Hutzilopochtli,

armada, sino que va desde la infancia del dadaísmo hasta la

edad adulta del superrealismo en que "ha sentido su

responsabilidad política, sus deberes civiles, y se ha

inscrito en un partido, se ha afiliado a una doctrina". Así,

el superrealismo fue lo que no pudo ser el dadaísmo, un

movimiento y una doctrina; hizo lo que el futurismo redujo a

literatura, ya que adopta "el programa marxista de la

revolución proletaria. Reconoce validez en el terreno social,

político, económico, únicamente, al movimiento marxista. No

se le ocurre someter la política a las reglas y gustos del

arte"; este último, error en el que incurrieron los

futuristas italianos.

En el orden jerárquico de las ideas mariateguianas, sólo

el expresionismo representa una visión de mundo, un fenómeno

espiritual que, por su antirracionalismo, se emparienta con

la filosofía y la psicología contemporáneas; por su espíritu

y su acción, con el romanticismo; por radicalismo

revolucionario, con el comunismo. El caso es que el propio

Mariátegui comparte la visión romántica y revolucionaria,

pero guarda cierto recelo respecto del "freudismo", aunque en


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Siete ensayos "interpreta" la obra de Magda Portal a partir

de las pulsiones de vida y de muerte:

El perenne y oscuro contraste entre dos principios —el


de vida y el de muerte— que rigen el mundo, está
presente siempre en la poesía de Magda. En Magda se
siente a la vez un anhelo angustiado de acabar y de no
ser y un ansia de crear y de ser. El alma de Magda es
un alma agónica. Y su arte traduce cabal e íntegramente
las dos fuerzas que la desgarran y la impulsan. A veces
triunfa el principio de vida; a veces triunfa el
principio de muerte.

Además, Mariátegui simpatiza con el irracionalismo en la

medida en que la suprema razón se yergue como emblema de la

sociedad burguesa en decadencia. Y es precisamente la

politización del movimiento superrealista lo que más seduce

al polemista peruano, germen de una revolución social que

aguarda a la vuelta de la esquina. Con esta consigna, "los

superrealistas pasan del campo artístico al campo político.

Denuncian y condenan no sólo las transacciones del arte con

el decadente pensamiento burgués. Denuncian y condenan, en

bloque, la sociedad capitalista". De esta manera, el programa

estético-literario de Mariátegui rebasa toda concepción

utópica.

La revolución social y la vanguardia, entonces, parecen

confluir en un solo objetivo, arrebatar el reino de este

mundo al capitalismo; lo importante, diría Mariátegui,

consiste en seguir un programa y cultivar la fe en el credo

comunista:
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Hoy sabemos mucho más que en su tiempo [de González


Prada] sobre la religión como sobre otras cosas. La
palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo
sentido. Sirve para algo más que para designar un rito
o una iglesia. Poco importa que los soviets escriban en
sus affiches de propaganda que <<la religión es el opio
de los pueblos>>. El comunismo es esencialmente
religioso.

Más iconoclasia apenas es concebible. Aferrado a la

convicción de no arar en el mar, Mariátegui adecua la

consigna marxista a su visión liberadora, por lo demás

restringida al callejón de una sociedad, la hispanoamericana

en general y la peruana en particular que, incapaz de enviar

huestes proletarias a la cita con la revolución socialista,

ofrenda millones de indios, y cuando más mestizos, víctimas

de la miseria y la explotación secular. Por ello, cuando se

refiere a la vanguardia peruana, le asigna como fin inmediato

la redención integral (social, económica, política,

educativa, moral) de esa clase sin clase que es el indio.

La vanguardia sin revolución o el sueño interrumpido

De igual modo que a don Alfonso Reyes o a Jorge Luis Borges

en su momento, a Mariátegui se le acusó de europeizante,

debido a su defensa abierta del comunismo en la prensa

peruana, y de antinacionalista, por su defensa empecinada del

indio y el obrero peruanos; el enemigo en los tres casos: la


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reacción heredera de la colonia, camaleón que aun después de

la lucha de independencia, y de sucesivas guerras intestinas,

se mantuvo en la elite política, económica y a veces

intelectual.

Con acritud, Mariátegui siempre identificó al enemigo

histórico de la nueva generación de poetas peruanos en

quienes predicaban, como un estigma, el culto al pasado y la

imparcialidad del arte: "aquí se respira, generalmente, en

los dominios del arte y la inteligencia, un pasadismo

incurable y enfermizo", escribe en 1924. Así, denuncia que en

el Perú se practica una literatura ajena al "porvenirismo",

"una literatura decadente, artificiosa, se ha complacido de

añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasadismo

postizo y mediocre".

Pero más que el pasadismo, lo que preocupa a Mariátegui

es la simulación de autores que, como Riva Agüero o Santos

Chocano, navegan con la bandera blanca de la neutralidad (de

eso que, según el oficio, unos denominan academia y otros

pintoresquismo), pero no son sino corsarios del pensamiento,

cuya calavera asoma en cada ventisca. Ambos, al final,

encarnarían, a decir de su crítico más acérrimo, la casta de

los colonizadores.

Un hecho evidente en el programa de Mariátegui es que la

vanguardia hispanoamericana tiene como "meridiano


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intelectual" a la Argentina. La devoción por Jorge Luis

Borges, Oliverio Girondo y los colaboradores de Martín Fierro

así lo demuestra. Mientras que en el escritor peruano

reconoce que casi nunca se ha sentido vinculado al pueblo,

"no ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de

formación de un Perú integral, de un Perú nuevo",

hoy mismo la literatura argentina, abierta a las más


modernas y distintas influencias cosmopolitas, no
reniega su espíritu gaucho. Por el contrario, lo
reafirma altamente. Los más ultraístas poetas de la
nueva generación se declaran descendientes del gaucho
Martín Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno
de los más saturados de occidentalismo y modernidad,
Jorge Luis Borges, adopta frecuentemente la prosodia
del pueblo.

También en 1925 Mariátegui dedica un artículo a Oliverio

Girondo y, no sé si para bien o para mal, le aplica el mismo

esquema de interpretación que a Borges (aunque no

necesariamente nos convenza): "En la poesía de Girondo el

bordado es europeo, es urbano, es cosmopolita. Pero la trama

es gaucha". Respecto de la revista Martín Fierro, de la que

el ensayista peruano era asiduo lector, no puede hablar sino

con elogios: "La función de Martín Fierro en la vida

literaria y artística de la Argentina, y en general de

Hispanoamérica, ha sido sin duda revolucionaria".

Posiblemente Mariátegui no acierte en sus juicios sobre

Borges y Girondo, pues no tiene la perspectiva del tiempo,

pero eran quienes más se parecían a los escritores europeos,


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por su iconoclasia y su espíritu renovador. A partir de estos

modelos, Mariátegui parece sentirse atraído por una

vanguardia, aunque sin revolución; por el puro guiño a la

muchedumbre, aunque sin una doctrina ni una filiación

política revolucionarias: no hay más en Hispanoamérica.

¿Por qué los peruanos no podían tener su Borges, su

Girondo o su Güiraldes? Mariátegui no descartaba esa

posibilidad, por el contrario, con optimismo vio en González

Prada, Eguren, Magda Portal y, más aún, en Vallejo los visos

de la nueva literatura peruana. Aunque es consciente de que

se mantienen en desventaja respecto de los escritores

uruguayos y argentinos, principalmente, pues no había algo

que pudiera considerarse como "peruanidad": "es una cosa por

crear [...] por definirse". La tarea, como ocurre con el

problema del indio o de la propiedad de la tierra, "tiene que

ser indígena": utopía que, hija de la pasión, no ha podido

hoy cambiar el rumbo de la historia, ¿cómo insertar en el

tiempo a quienes han vivido en un tiempo otro, el del mito y

el del rito? ¿Cómo desencadenar a estos prometeos atados a la

ignorancia y la pobreza a que los hemos condenado? La

historia cae sobre ellos como una losa anónima.

En Perú, a juicio de Mariátegui, Vallejo inaugura "en el

proceso de nuestra literatura una nueva época". Con Los

heraldos negros, entonces, arrancaría la moderna poesía


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peruana ("peruana, en el sentido de indígena"); ¿pero, acaso,

la poesía de Vallejo es mínimamente accesible a los cuatro

millones de indios que pueblan el Perú de 1928? Según

Mariátegui, el autor de Trilce y los indios compartirían una

misma visión animista y llena de símbolos; después de todo,

"el simbolismo es de todos los tiempos"; me parece, no

obstante, que entre ambas instancias se abre un abismo que

apenas puede subsanarse. Ofuscado por el empecinamiento, qué

importa que la nota indígena en Vallejo resulte de un hecho

indeliberado: "El sentimiento indígena obra en su arte quizá

sin que él lo sepa ni lo quiera". ¿Y la vanguardia y la

revolución y la filiación política que exigía a dadaístas y

futuristas? Aun a costa de caer en esencialismos (como el de

considerar que la nostalgia es un rasgo netamente indígena),

Mariátegui detecta en Vallejo un precursor del nuevo espíritu

por su función disolvente, si bien muy lejos del vanguardismo

a ultranza; en este sentido, su verdadero valor radicaría en

que "rompe con la tradición cortesana de una literatura de

bufones y de lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un

hombre".

A sabiendas de que los moldes vanguardistas europeos no

pueden calcarse en Hispanoamérica, Mariátegui encuentra en el

nacionalismo de la literatura indigenista la fuente de sus

esperanzas, porque como el "mujikismo" de la literatura rusa


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sería una incubadora de la revolución. Además, el indigenismo

no aparece aisladamente, sino ligado a los demás procesos

sociales: "El problema indígena, tan presente en la política,

la economía y la sociología, no puede estar ausente de la

literatura y del arte". Indigenismo y nacionalismo, sí, pero

como dijera Borges "conversador del mundo".

Para Mariátegui en el vanguardismo y en la revolución

socialista se halla el germen del ecumenismo que defenderá

desde, al menos, 1925, porque uno y otra son esencialmente

universalitas y, por ello, adaptables a las condiciones

particulares de cada nación. Este equilibrio entre el mundo y

el terruño ya es perceptible en los poetas argentinos,

nutridos de la estética europea: "No obstante esta

impregnación de cosmopolitismo, no obstante su concepción

ecuménica del arte, los mejores de estos poetas vanguardistas

siguen siendo los más argentinos. La argentinidad de Girondo,

Güiraldes, Borges, etc. No es menos evidente que su

cosmopolitismo".

Así, los vanguardistas peruanos que propugnan la

reconstrucción nacional sobre la base del indio (por lo que

podrían llamarse "indigenistas revolucionarios") portan la

insignia de los tiempos nuevos y colaboran, "conscientemente

o no, en una obra política y económica de reivindicación —no

de restauración ni de resurrección".
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Borges, Reyes y Mariátegui transitan por la ruta

ecuménica después de su experiencia europea, como respuesta a

sus respectivos detractores, que no vieron en ellos sino

escritores europeizantes y desarraigados. Borges defiende en

1926 un "criollismo conversador del mundo y del yo, de Dios y

de la muerte"; y en 1953 demandará el universo como

patrimonio y "toda la cultura occidental" como fuente de la

tradición argentina. Reyes, por su parte, en "A vuelta de

correo" (1932) dirá que "la única manera de ser

provechosamente nacional consiste en ser generosamente

universal". Mariátegui fue en éste, como en otros ámbitos,

siempre a la vanguardia, pues desde 1925 entrevió como única

salida el equilibrio entre lo nacional y lo universal, tanto

en el campo de la literatura cuanto en el de la política:

"por estos caminos cosmopolitas y ecuménicos, que tanto se

nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros

mismos". Estas frases de "Nacionalismo y vanguardismo", años

después, se convertirán en el broche con que cerrarán los

Siete ensayos, porque en ellas está sintetizada la esperanza

mariateguiana, porque en ellas están implícitos el hombre y

la muchedumbre, el presente y el futuro; pero más aún porque

en ellas está la voz del hombre de letras y la del hombre

transido por el tiempo, la del vanguardista y la del


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revolucionario: José Carlos Mariátegui, cuyo sueño hoy

todavía mantiene insomnes a muchos de nosotros.

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