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LA VOZ ANAIS NIN

Djuna está echada en una habitación en forma de celda en el hotel más alto de la ciudad, en un edificio
que se yergue como unos rieles de ferrocarril hacia la luna. Un millón de habitaciones como celdas, todas
exactamente iguales, ascendiendo en rápidos y confusos estratos hacia la luna. Los veloces pájaros de los
ascensores atraviesan los estratos con luminosos guiños de sus ojos rojos y blancos que dicen SUBE o
BAJA, hacia las terrazas, hacia las torres de observación, el solarium, o los almacenes del sótano. Todas las
voces del mundo capturadas por los cables radiofónicos en esta torre de Babel, e incluso cuando los
pequeños botones indican off esa música de todos los lenguajes sigue filtrándose por las paredes. A la gente
que sube y baja en los ascensores no se le permite nunca atravesar violentamente el último techo y pasar al
espacio puro, ni se les permite nunca horadar el último suelo para entrar en las regiones demoníacas de
debajo de la corteza terrestre. Cuando alcanzan el punto más alto, vuelven a bajar en picado hacia el pesado
reposo de la oscuridad. Para Djuna el ascensor no se detiene en las terrazas. Está segura de que atravesará el
techo e irá más allá, como hace ella con sus sentimientos, estallará en una ascensión. Cuando el ascensor se
para en seco en la planta baja ella experimenta un momento de angustia; el ascensor no se parará aquí sino
que irá a enterrarse más abajo, donde hay histeria y oscuridad, pozos, prisiones, tumbas.
Al pasar por los alfombrados pasillos, oye los cantos, los llantos, las disputas y confesiones que se
filtran por las paredes. Sus pisadas no se oyen en este convento de adulterios. Pasa la doncella llevándose
periódicos y revistas atrasados, colillas, restos de desayunos. El botones corre llevando telegramas, mensajes
y recados telefónicos. Pasa el botones y con él una cuchillada de viento helado que golpea airadamente las
puertas que se abren a la intimidad de las vidas. Bandejas de comida para los amantes y para los que no son
amados. El detective de la casa.
Con sólo pasar por los pasillos, donde las alfombras amortiguan sus pasos, Djuna percibe la presencia
de las confesiones. Los ascensores abocan gente ansiosa de confesar. Preguntan por la habitación del
moderno sacerdote, en la que un hombre sentado en un sillón escucha a los infieles que están echados en el
diván, mirándoles desde su asiento con la cara de espaldas a la luz. Les mira para mantener abierta en él la
herida de la compasión. Cuando mira a los seres humanos desde esa posición, que le permite ver la
fragilidad del cabello, cómo se divide, cae, dónde clarea, que le permite ver la frente como un empinado
talud, descubrir la delicadeza de la piel como salo se revela cuando ésta es mirada oblicuamente, todas las
personas parecen necesitadas de protección. Desde donde él mira, todas las narices avanzan sin audacia,
señalan sin impertinencia, son sólo una tierna raíz de la boca. Los ojos están cubiertos por párpados
fatigados, cuyo movimiento es más lento cuando se mira desde arriba, son un telón de piel hipersensible que
desciende por la gravedad del sueño o de la muerte. Sin el hiriente duelo luminoso de los ojos, sin el brillo y
el fervor de la expresión, sin el coraje, la crueldad o el humor, todas las personas parecen crucificadas,
pasivas, cargadas de dolorosos secretos. La boca, sin su abrirse sensual, sin su aliento, parece una diana, una
abertura vulnerable, una herida en el ser humano de la que se escapan histéricamente todas sus aflicciones.
El hombre que escucha las confesiones está confinado en su sillón y les ve a todos debatiéndose, de-
rrotados, heridos, lisiados. Se están abriendo ante él, pidiendo ser tolerados, absueltos, perdonados,
justificados. Buscan a esa Voz que viene de un oscuro sillón, como un sustituto de Dios, en lugar del
confesor de antaño.
Djuna, echada en su habitación, recuerda todas estas cosas que ella ha vivido y que tantos otros están
viviendo ahora. Esa conversación en la oscuridad con una persona que se convierte en parte de ella misma,
que responde a todas sus dudas. Ese hombre sin identidad, la Voz de todo lo que ella no conocía pero que
estaba en ella esperando salir a la luz. La Voz del hombre que la ayudaba a renacer.
La estaba haciendo retroceder lentamente hacia el principio, y aquella conversación con un hombre al
que no veía era como un diálogo con una Djuna mucho más grande que la Djuna cotidiana, con una Djuna a
la que en ocasiones sentía con tanta claridad como se siente el embate del viento al doblar una esquina. La
Djuna grande empujando a la pequeña a actuar y a hablar de grandeza, a abandonar la pequeñez, la duda y el
miedo. La Voz había descubierto a aquella Djuna grande, la había enfrentado con sus deseos, y le había
permitido fundirse con ellos. Antes, las dos yacían separadas con un abismo de anhelos y deseos entre ellas:
una, la Djuna pequeña en un mundo al que temía por su carácter trágico; la otra, la Djuna grande en un mun-
do al que ya no temía. La Voz había hablado para deshacer el torbellino que había en ella, las discordancias
y las divisiones:

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-Quiero reconciliarla consigo misma.


Como si se hubiese dividido en dos ramas irreconciliables y hubiese perdido por ello su Fuerza.
-Hay en mí algo que no es normal. Sólo quiero vivir con la personalidad íntima del otro. Sólo me
interesa la persona íntima. No soporto ver a las personas en el mundo con sus máscaras, sus falsedades, su
claudicación ante el mundo, su parecido con los demás, su promiscuidad. Sólo me interesa la personalidad
secreta. Sólo busco el aislamiento y los sueños. Me da miedo ver cómo todo el mundo se marcha, se aleja,
cómo el amor muere en un instante. Miro a la gente que camina por la calle, que camina simplemente, y
siento que caminan pero que además están siendo arrastrados. Forman parte de una corriente. Cada
momento que pasa les lleva a algún otro lugar. Confundo los estados de ánimo, que cambian y pasan, con las
personas. Veo a las personas arrastradas hacia remolinos, alejándose siempre de algún estado al que no
volverán. Les veo perdidos. No caminan en círculos, no vuelven al punto del que partieron, sino que se
alejan de algún modo irreparable (demasiado deprisa) hacia el final. Y yo me siento inmóvil; no puedo
moverme con ellos. Siento que estoy inmóvil viendo pasar esa corriente y que me quedo atrás. ¿ Por qué
tengo la sensación de que todos pasan como el día, como las hojas, como las variaciones del clima, hacia la
muerte?
-Porque usted está quieta y mide el tiempo según su inmovilidad, los demás parecen correr demasiado
deprisa hacia el final. Si usted viviese y corriese con ellos, dejaría de sentir esa muerte que en realidad está
en usted porque no hace más que mirar.
-Me paso horas en el centro, contemplando el río. Lo que me obsesiona son los desperdicios. Miro las
flores muertas que flotan, con los pétalos completamente abiertos, sin vida, flores sin pistilos. Muñecas de
goma rotas que se bambolean como fetos. Cajones llenos de hortalizas marchitas, botellas con el cuello roto.
Gatos muertos. Tapones de corcho. Pan con aspecto de entrañas. Estas cosas me obsesionan. Los
desperdicios. Cuando miro a las personas es como si al mismo tiempo viese sus partes desechadas. Y por
ello no puedo ver sus movimientos excepto como actos que les llevan más y más deprisa hacia la
descomposición, el final, hacia el río donde acabará esa descomposición. Cuanto más deprisa caminan por
las calles, más deprisa avanzan hacia esa masa de desperdicios. Así es como les veo, atrapados en una
corriente que se los lleva.
-Sólo porque usted está inmóvil. Si estuviese en la corriente, en el amor, en el éxtasis, el movimiento
no le presentaría sólo su aspecto mortal. Usted ve lo que la vida tira porque está fuera de ella, aislada del
tumulto. Lo que se quema, lo que se tira, no es llorado por nadie que forme parte del fuego que lo consume.
Si usted ardiese, le causaría placer tirar las cosas muertas. Lucharía por conservar la ligereza de sus
movimientos. Lo que nos lleva a la muerte no es vivir demasiado deprisa y abandonarnos, sino la
inmovilidad. En la inmovilidad todo se deteriora. Cuando mueren partes de su persona, son sólo como las
hojas secas. Lo que en usted se niega a vivir se convertirá en algo parecido a unas células por las que no
circula la sangre. Y la sangre debe circular. El cambio es necesario. Cuando se vive se busca el cambio; sólo
cuando uno se detiene se hace consciente de la muerte.
Djuna salió a la calle, ciega por la avalancha de recuerdos. Se detuvo en el centro de los remolinos de
la calle, y de pronto se dio cuenta de la magnitud de su miedo a fluir, a abandonarse, a depender de otros. De
pronto empezó a caminar más deprisa que todos los que caminaban a su lado, para sentir la euforia de
adelantarles. Quien no se mueve se siente abandonado, y quien ama, llora y se abandona siente que está
viviendo tan deprisa que los desperdicios no pueden alcanzarle. Ahora se movía más deprisa que los ríos que
avanzan lentamente llevando detritus. Se movía, fluía, fluía. Cuando se limitaba a mirar, todo cuanto se
movía le parecía que se alejaba, pero ahora que se movía lo que la rodeaba era sólo una marea, y el ser que
giraba, que daba vueltas sobre sí misma, alimentaba la rotación del deseo.
Era como si estuviese en un ascensor, proyectada arriba y abajo. Cientos de. pisos de sensaciones
variando más de prisa que la temperatura. Arriba, al jardín soleado, sin otros pisos encima. Liberación. Una
glorieta de luz. Proximidad a la fe. A esta altura encuentra algo en que apoyarse. Fe. Pero las luces rojas
llaman: Baja. El ascensor, bajando tan deprisa, lleva su cuerpo a la sala de conciertos. Pero su aliento ha
quedado a medio camino, entre dos cielos. Ahora respira música, en la que se disuelve toda cólera. No son
los rápidos cambios de piso lo que la aturde, sino el hecho de que partes de su cuerpo, de su vida, pasan a
cada piso, a las vidas de los demás. Todo lo que pasa a la habitación de la Voz él lo vierte ahora en ella, para

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liberarse de su peso. Ella sigue las confesiones, todas las angustias se repiten en ella. La resonancia es tan
inmensa, resonancia al viento, a la lamentación, al dolor, a los deseos, a cada matiz de la sensibilidad, tan
enorme la resonancia, más allá del hotel, de la alta bóveda del cielo y del negro pozo de la histeria, que no
puede oír la música. No puede atender a la música. Su ser rebosa, se derrama, no puede contener todo lo que
sabe. La música fluye, se desborda, se encuentra con otra excesiva plenitud, y ella no puede recibirla. Está
saturada. Pues en ella la música nunca muere. Ni un día sin música. Ella es como un instrumento tan
afinado, tan exacerbado que, sin necesidad de manos, de músicos, de director, responde, respira, emite la
continua melodía de la sensualidad. Jamás ha conocido el silencio, ni en las más oscuras grutas del sueño.
Por eso Djuna no puede oír sin estallar los conciertos del Hotel Chao-tica. Siente su cuerpo como un
instrumento que emite su música más intensa cuando se usa como un cuerpo. El éxtasis alcanzado sólo en la
orquesta, música y sensualidad atravesando paredes y alcanzando el éxtasis. La orquesta está hecha de
plenitud, y sólo la plenitud se eleva hasta Dios. El solista le habla sólo a su propia alma. Sólo la plenitud
asciende.
Como la plenitud del hotel. Suceda lo que suceda en cada habitación, sean cuales sean las desviacio-
nes, distorsiones, anhelos, incompatibilidades, cuando Djuna llega al último piso la alquimia se ha
completado.
Sonó el teléfono; abajo había una persona que preguntaba por la Voz. Era urgente. La joven subió,
sacudiendo un paraguas que goteaba nieve derretida. Entró en la habitación andando de lado como un
cangrejo, envolviéndose en el abrigo como si su cuerpo fuese un paquete. Cada dos palabras que
pronunciaba había una vacilación. En cada uno de sus gestos un aire que quería ser masculino, pero tan
pronto como se sentó en el diván, mirando a la Voz, sonrojada y tímida, y le preguntó: «¿Me quito los
zapatos y me echo?», él supo inmediatamente que no era masculina. Se engañaba a sí misma y engañaba a
los demás en aquel punto. Se sintió aun más seguro de eso cuando la vio quitarse los zapatos y descubrir
unos pies muy pequeños y delicados. No era que aquellos pies le sirviesen de indicación, sino que sentía a la
mujer que había en ella a través de sus pies, a través de sus manos, que emitían una corriente femenina. El
simple acto de quitarse los zapatos revelaba que sus caricias eran las de una muchacha, muchachas en el
colegio despertando mutuamente sólo la superficie de su sensualidad femenina, creyendo, por haber
navegado en lagos de suaves sensaciones, haber penetrado hasta el oscuro y violento centro de la reacción de
la mujer. El sabía todo eso, y no le sorprendió oírle decir:
-Me es muy difícil serle sincera. He de confesarle que soy una perversa. He tenido muchos líos con
mujeres.
El sintió deseos de sonreír. Hubiese podido hacerlo ya que ella no le veía, pero la vio pasar la delicada
mano juvenil por entre el espeso cabello con un gesto que se quería cargado de desastre y de oscuras
connotaciones. Pero no consiguió, con ninguna de sus palabras, cargar la atmósfera de la habitación de la
manera que quería hacerlo, con la oscuridad de sus actos. La atmósfera siguió siendo delicada como sus
manos y pies. A pesar de lo que contaba acerca de sus últimas relaciones amorosas, todo ello estaba
impregnado de inocencia. Hablaba con angustia, repitiendo algunas cosas, con voz entrecortada por la
sorpresa que le causaba su propio relato.
-A Hazel la quería mucho, me dejaba devorar por ella, lo mismo que había querido antes a Georgia,
que hacía conmigo lo que quería. Hasta la ayudaba a encontrarse con sus amantes; hacia todo lo que me
pedía. Se cansó de mí, y me marché sola a Holanda. Ya no podía tocar el violín, quería morirme. Hice el
amor con otras mujeres, pero no era lo mismo. Usted no puede imaginarse las cosas terribles que he hecho
en mi vida. No sé lo que va a pensar de mí. No puedo verle la cara, y eso me pone nerviosa. No puedo
contárselo todo porque a lo mejor no querría usted verme más. Georgia me dijo que aquí uno se echa en el
diván y habla; que es como hablar con uno mismo, sólo que esa Voz habla y lo explica todo y las cosas ya
no duelen. Estoy a gusto aquí echada, pero estoy avergonzada de mu- chas cosas y me parece que estaban
muy mal, eso de acostarme con mujeres, y otras cosas. Maté a una mujer que se casó. Fue allá en el Sur, de
donde yo soy. Se casó y murió la misma noche de la boda. La maté yo. Antes de que se casara yo pensaba
siempre que no debía querer a un hombre, que los hombres no tienen ternura, y después pensaba en la san-
gre, y rezaba para que muriera antes que casarse, o sea que le deseé la muerte, y murió. Estoy segura de que
fue culpa mía. Pero hay una cosa mucho peor. Fue en París. Recuerdo que estaba ensayando con el violín.

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Mi habitación estaba en la planta baja, daba a la calle, y las ventanas estaban abiertas. Yo tocaba el violín, y
de pronto, no sé por qué, miré el arco y me lo quedé mirando un buen rato, y sentí el deseo violento de
pasármelo entre las piernas, como si yo fuese el violín, y lo hice, no sé por qué, y de pronto vi gente en la
calle que se reía... Casi me muero de vergüenza. ¿ No le contará esto a nadie, nunca? No sé lo que estará
pensando de mí. Cuando no sé lo que piensan las personas siempre imagino que se están riendo de mí, que
me están criticando. Me parece que usted no me condena, me siento bien aquí echada. Siento que por fin
estoy sacando algunas cosas terribles, que quizá me estoy liberando de ellas, que quizá podré olvidarlas,
como aquella vez que le puse a un niño una lavativa con una paja, y después pensé que le había perjudicado
para toda la vida, y unos años después se puso enfermo y murió, y yo no me atrevía a andar por la calle
porque estaba segura de que la lavativa había sido la causa de su muerte. ¿Qué cree usted? No sé por qué
hice aquello. Ahora me gustaría verle la cara. Lo que quiero por encima de todo es vengarme, porque me
operaron y no me dijeron para qué; me dijeron que tenía apendictis, y cuando me puse bien descubrí que ya
no tenía las partes de mujer, y creo que los hombres nunca me querrán porque no puedo tener hijos. Pero
prefiero que sea así. porque los hombres no me gustan. Los hombres no tienen ternura. El no poder tener
hijos significa que no soy normal; los hombres no me amarán. Pero yo estoy segura de que no me gustaría
hacerlo con un hombre... Una vez probé lo que sentía con un cepillo de dientes, y no me gustó. Antes de
venir a verle a usted he tenido un sueño rarísimo; he soñado que me abría las venas y que me metía en ellas
mercurio, en cada vena de la punta de los dedos. ¿Por qué no puedo ser feliz nunca? Cuando estoy
enamorada pienso siempre que la cosa se acabará, tal como ahora pienso que si no encuentro más cosas que
contarle no podré volver aquí, y me da miedo que esto termine, me da miedo que usted piense que no estoy
lo bastante enferma.
Al cabo de una semana, al cabo de diez días, aún está en el diván y le habla a la Voz.
-Anoche pude tocar el violín. Le sentía a usted de pie a mi lado como una sombra enorme, veía brillar
el sello de su sortija, y, lo que aún es más extraño, sentí, en plena calle, el aroma del puro que usted fuma.
Imagínese, yo iba andando por la calle, sentí ese olor y el olor me hizo respirar hondo. Yo ando siempre
encorvada, ya lo habrá notado; camino como un hombre; estoy segura de que en el fondo soy un hombre,
porque cuando era pequeña jugaba como un chico; no me gustaba ponerme vestidos bonitos ni me gustaban
los perfumes. No entiendo por qué el olor de su cigarro, que me recuerda mis conversaciones con usted, me
hizo desear respirar profundamente. Es muy extraño. Hace unos días que no pienso en Hazel; quizá ya no la
quiero; sólo siento que la quiero los momentos en que nos separamos, cuando la veo alejarse en un tren; en
esos momentos me siento terriblemente mal. Aparte de eso no estoy muy segura de quererla realmente.
Cuando está conmigo no siento nada; nos peleamos mucho y nada más. Con Georgia era diferente. Ella me
hacía sentir su presencia: Lillian, hazme esto, Lillian, hazme lo otro; Lillian, telefonea aquí o allá; Lillian,
llévame las partituras. Siempre estaba enferma para morirse; yo tenía que hacerle recados constantemente;
siempre se estaba muriendo, pero siempre se encontraba bien cuando tenía que recibir a sus amantes.
Siempre estaba pegada a mí, hablándome de su gran soledad, de sus amores. Este hablar con usted es la
mejor experiencia que he tenido nunca. Resulta extraño hablar con sinceridad total, decir todo lo que a uno
le viene a la cabeza. Me estoy poniendo bien, pero no quiero que usted me despida. Cuando era pequeña
siempre quería ir a África. Tenía un álbum. de recortes sobre África, con mapas, horarios, líneas marítimas,
información, fotos de los aviones y barcos que podían llevarme allí. Mi escuela estaba muy lejos de casa,
tenía que caminar dos horas, y la llamaba
África. Me ponía en marcha hacia la escuela toda preparada como para un viaje. Me gustaba ir a la
escuela porque era África, y pensaba en África por las noches. Pero después construyeron una escuela nueva
al lado mismo de mi casa, a cinco minutos, y no quise ir más a la escuela. Me expulsaron; mi padre nunca
me lo perdonó; estaba tan furioso que un día tiró un cuchillo por la ventana e hirió en una pata a nuestra
yegua y eso me causó una impresión terrible, porque también era culpa mía. Ayer cuando salí de aquí iba
pensando en Dios, y, ¿qué cree que me pasó? Al salir del hotel tropecé en los escalones de la calle y me
encontré arrodillada en la acera. Y eso no me preocupó en absoluto; al contrario, era maravilloso, porque
muchas veces he sentido el deseo de arrodillarme en la calle y nunca me había atrevido, y ahora pensando en
usted y en lo que podía decirle la próxima vez para que no pensase que estoy curada y me despidiese, he
sentido que ahora tengo algo que usted no puede quitarme. Desde el primer día que vine aquí tengo una

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sensación dulce, cálida y vivificante que me pertenece a mí sola; sé que me la ha dado usted, pero ahora está
dentro de mí y usted no puede quitármela.
Mischa se acercó a la Voz cojeando, pero sólo habló de su mano. Ya no podía tocar el violoncelo
porque tenía la mano anquilosada. No dijo una sola palabra sobre su pierna.
Su madre había sido una cosaca que montaba a caballo. Su padre estaba obsesionado por la caza.
Mischa nunca había deseado a las mujeres excepto cuando llevaban vestidos rojos, y entonces sentía deseos
de morderlas. Las mujeres le parecían algo suave y ciego, algo en lo que esconderse. Cuando veía a una
mujer quería hacerse pequeño y esconderse en ella. A su madre solía llamarla, en ruso, su Secreto Sagrado.
Tenía la mano torcida, anquilosada, desde hacía muchos años. La extendió para mostrársela a la Voz.
Hablaba constantemente de su mano, de lo que sentía en ella, de si estaba más rígida hoy que ayer. Cuando
era muy joven tocaba el violoncelo. Había sido un niño prodigio. Recordaba sus primeros conciertos,
recordaba cómo después su madre le tomaba entre sus anchas y fuertes rodillas de amazona y le acariciaba
con placer porque había tocado bien. Su madre era diferente de todas las mujeres que había conocido. Tenía
el pelo negro y muy largo, y le gustaba llevarlo suelto cuando estaba en casa, y para Mischa era una especie
de bosque de cabello negro en el que podía ocultar la cara. El beso que recibía antes de dormirse tenía lugar
siempre dentro de aquella cabellera negra. Reinaba en aquellos momentos una absoluta oscuridad; el cabello
de la madre le cosquilleaba las pestañas y se le metía en la boca. Era una cabellera violenta y fuerte, con un
perfume que le aturdía, una cabellera que se cerraba a su alrededor. Su madre parecía una Medusa. Su
cabello debía de estar formado por serpientes, su rostro debía de estar fijado, de alguna manera, en una única
expresión. A Mischa le parecía que no parpadeaba nunca. Y tenía la voz de un hombre, y una risa de bajo.
Una risa más larga que ninguna otra risa que él hubiese oído nunca. Por las noches podía oír aquella risa
desde la cama. Y soñaba con trepar, con ayuda de la larga y espesa cabellera desu madre, a un lugar donde
su padre no pudiese alcanzarle. Su padre, vestido de cuero, armado con fusiles, arrastrando animales heridos,
chorreando sangre, rodeado de perros. A Mischa le parecía haber encontrado en el violoncelo la voz de su
madre.
Después, durante varios días, Mischa no habló. No podía tocar el violoncelo, no podía mover bien la
mano, y había cosas que no quería decirle a la Voz. Pero notaba que la Voz le observaba, que se abría paso
hábilmente hacia sus secretos. Notaba que la Voz no creía en absoluto que fuese la mano lo que le causaba
aquel sufrimiento. Se sentía lentamente asediado por complejas preguntas, apremiado por asociaciones
inesperadas. Se sentía como un criminal, pero no podía recordar su crimen. La Voz le envolvía en preguntas.
Sentía una gran angustia, como si hubiese cometido un crimen y ahora lo estuviese ocultando. Y no
alcanzaba a recordar qué era. Sólo sentía el lugar donde aquello estaba enterrado. ¿ Qué era lo que estaba
enterrado? Allí, bajo la carne, en el mismo fondo de un lóbrego pozo de arcilla, había algo enterrado. Algo
hacia lo cual la Voz le empujaba. Una imagen. ¿Cuál? Una imagen de su espléndida madre Medusa en su
dormitorio.
Él era un niño de ocho años. No podía dormir, y fue sigilosamente, cojeando, al dormitorio de ella y
llamó a la puerta con suavidad. Ella no oyó los golpecitos. Mischa abrió la puerta lentamente. Sabía que su
padre no estaba en casa, que estaba cazando. Su madre estaba de pie ante él, muy alta, con un largo camisón
blanco. Y en aquella larga túnica había una mancha de sangre. Él vio la mancha. Y percibió el olor a sangre
que rodeaba a su madre. Se puso a chillar histéricamente. Salió corriendo de la habitación, en busca del
padre. Tomó un látigo. Su padre volvía de la cacería. Estaba junto a la puerta, quitándose la chaqueta de
cuero, dejando el fusil. En su manga había una mancha de sangre. En el suelo yacían los animales que había
matado. Fuera, los perros aún ladraban. Mischa se lanzó sobre su padre y le azotó, azotó al hombre que
había manchado de sangre la túnica blanca de su madre, que la había herido como hería a los animales.
Mientras contaba esto, le mostró a la Voz la mano anquilosada. Pensaba que la Voz le hablaría de la
mano, pero le preguntó:
-¿Y la cojera?
Mischa tuvo un sobresalto y volvió la cara. Detrás de lo que había dicho estaba su secreto. Tras la
fachada de la imagen, de la escena que recordaba con tanta claridad, se extendía un terreno de fragmentos
rotos y cortantes, y en aquel terreno yacía una pierna muerta, como un objeto desechado, pero no enterrado.
Siempre había estado allí, sin enterrar. Muerta. Era más consciente de su pierna que de ningún otro aspecto

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de su vida. La pierna muerta estaba cruzada sobre su cuerpo, como un madero. Y él había clavado a ella su
mano. La vida, los colores, la música, las mujeres... todo estaba alrededor de aquella pierna muerta, como
ofrendas votivas. Mischa nunca había existido. Mischa estaba en aquella pierna, aprisionado, atado a ella. El
dolor de la cojera, de saber, ya desde niño, que se lleva en uno mismo un pedazo de muerte. Vivir con un
fragmento muerto de uno mismo. La furiosa avidez de la muerte actuando ya. Ser un lisiado, ser humillado,
excluido de los juegos, no poder montar a caballo. La cojera disimulada en los conciertos, pero no ante las
mujeres. El dolor en la mirada fija de la madre cuando le veía andar. Su amor hacia él no era alegre, sino que
estaba abrumado por la compasión. Cuando besaba a los demás irradiaba un orgullo animal, se le
estremecían las aletas de la nariz. Cuando besaba a Mischa era como si una parte de ella muriese por el
simple contacto con él, en respuesta a la parte de él que estaba muerta. Mischa temblaba cuando tenía que
cruzar una habitación. Odiaba a las mujeres debido a su cojera, porque también ellas cerraban una parte
violenta de sí mismas cuando se le acercaban, se hacían más tiernas, más suaves, y le miraban como le había
mirado su madre. Estaba avergonzado. Horriblemente avergonzado.
Con mucha suavidad, la Voz le dijo:
-Usted prefería ofrecer a la mirada de la gente su mano herida. Ofrecía su mano herida al mundo
entero. Hablaba de su mano. Mostraba la mano para que nadie se diese cuenta de su cojera. La mano no le
avergonzaba. La mano que había golpeado a su padre le parecía legítimamente, humanamente castigada con
la inmovilidad.
Mischa lloraba, con el rostro vuelto hacia la pared. Ahora que miraba su cojera, la pierna parecía
menos muerta, menos separada de él. No era tan pesada, tan horrorosa, como el secreto del dolor que había
encerrado en ella, su temor y su dolor anteriores a la pierna. Cada nervio y cada célula que estaban tensos en
él por el temor al descubrimiento, tensos por el rígido fingimiento, se disolvían en lágrimas nuevas ante el
hecho evidente que parecía ahora más pequeño, menos siniestro, menos opresivo. El crimen y el secreto no
parecían tan grandes como cuando miraba la tumba en la que estaban enterrados. El dolor ya no era tan
monstruoso, sino un simple dolor humano. Con las lágrimas se atenuaba la gran tensión que había soportado
todo su cuerpo. Era un lisiado, pero no había cometido ningún crimen. Había azotado a su padre, pero su pa-
dre había tomado la cosa a broma, igual que su madre. Ellos le habían hecho más daño que él a ellos. Las
lágrimas eran como un río que se llevaba la tensión. Los muros que había erigido, las pesadillas que había
enterrado en su ser, la tensión del miedo, los nudos de sus nervios, todo se deshacía. Todo era lavado por las
lágrimas. Y el gran nudo de su mano se aflojaba también. Era el mismo nudo. La mano silenciada que ya no
podía sacar del violoncelo la voz de la madre. La mano inmóvil que ya no podía golpear. La mano lisiada
para los ojos del mundo, mientras el verdadero Mischa avergonzado pasaba subrepticiamente por delante de
ellos con la esperanza de ocultar al mundo su pierna muerta.
La exaltación le hizo levantarse del diván, le hizo salir de la habitación. Salió corriendo de aquella ha-
bitación llena de ojos perspicaces, recorrió la mullida alfombra del pasillo, pasó por delante de las
habitaciones llenas de revelaciones, hacia las luces rojas que le bajaron hasta la calle.
En la calle no encontró el mar de hielo y nieve. El calor era en él como un fuego que nunca se ex-
tinguiría. Estaba cantando.
En la bodega del sótano, Djuna comía sentada ante el mostrador. El joven mezclaba sus chistes con las
bebidas.
-¿Usted también es corista? -le preguntó.
El elefante marino que era propietario del lugar nadó pesadamente hacia ella llevando una caja.
-Le guardaba esta caja. He pensando que le gustaría. Huele bien.
El elefante marino se hundió detrás del mostrador, entre olas de frascos de perfume, polvos de talco,
bolsas de caramelos, cajas de puros. Ella se quedó con la caja de madera de sándalo en los brazos.
La llevó por el vestíbulo. El vestíbulo estaba lleno de gente que esperaba, que esperaba sin im-
paciencia, leyendo, murmurando, meditando, durmiendo.
Cada vez que pasaba por el vestíbulo se le hacía un nudo en la garganta. Detrás de cada sillón, de cada
palmera, de cada sofá, de cada cara entrevista en la tenue luz de la estancia, temía reconocer a alguna
persona conocida. A alguien del pasado. Mientras pasaba se repetía a sí misma que todos se habían perdido,
que le habían perdido el rastro en la enorme ciudad. Djuna había cruzado el océano, había destruido las

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señas de todos ellos. Trechos de largos años y de mar se extendían entre aquella primera mitad de su vida y
esta otra. La ciudad se los había tragado. Pero cada vez que cruzaba el vestíbulo sentía la misma inquietud.
Temía el retorno del pasado. Ellos estaban sentados en el vestíbulo esperando, esperando que apareciera una
rendija, un pasadizo para volver a entrar en su vida. Esperaban volver a introducirse en ella. Habían dejado
sus nombres en recepción. Eran muchos.
Esperaban ser admitidos. Esperaban poder subir y entrar en su vida actual. La misma Djuna no
cornprendía por qué esta idea le resultaba tan intolerable. Quizá no era tanto el hecho de que volviesen, si
sólo venían a visitarla, a sentarse en un sillón y charlar. Pero existía la posibilidad de que se comportasen
como un mar que avanza y la arrastrasen otra vez a las resacas de la pasada oscuridad. Cierto que ella les
había desechado junto con los juguetes rotos, pero ahora estaban allí sentados, amenazando con arrastrarla
otra vez. Disecados, con ojos de vidrio, venidos de un mundo más lento, la miran en este otro nivel de ritmos
más rápidos, y extienden hacia ella sus brazos muertos. Djuna quería huir de ellos en ascensores que volaban
arriba y abajo como grandes pájaros veloces de variedad y cambio. Moviéndose entre muchas habitaciones,
entre mucha gente, entre grandes secretos y febriles sucesos. Sus tentáculos como los tentáculos de la tierra
esperando que volviese al lugar de donde procedía. ¿Era ilusoria toda huida? Este era su temor, el de ver
dobles de las personas que habían llenado su mundo anterior.
Decidió ir a que le lavasen el pelo, lo cual era tan bueno como llorar. El agua corre suavemente por
entre las raíces del ser, como una lluvia tibia, y lo lava todo. Se recupera el ritmo. Iría a que le lavasen el
pelo y sentiría aquel sencillo fluir de vida por entre el pelo. Entró en la pequeña peluquería, dando la espalda
al pasado que la esperaba.
No tardó en hallarse otra vez en el umbral, enfrentada al mismo temor a cruzar el vestíbulo. Hubo un
momento de extraordinario silencio en el enorme hotel, y ella no supo si aquel silencio se había proucido
sólo en ella. Un momento de extraordinaria lentitud de movimientos. Después vino del exterior un ruido
sordo e intenso. Un ruido fuerte pero apagado, sin eco. Djuna sintió el golpe en su cuerpo. El golpe atravesó
el hotel entero; el silencio y el pánico se comunicaron, se transmitieron con milagrosa rapidez. Pareció que
inmediatamente, sin palabras, todo el mundo supiera lo que había ocurrido. Una mujer se había arrojado por
una ventana y había caído en el tejado del garaje. Se había arrojado desde el piso veinticinco. Había muerto,
naturalmente; estaba muerta y llevaba en ella a un niño de cinco meses. Había tomado una habitación por la
mañana, bajo un nombre falso. Había pasado cinco horas sin salir de la habitación. Y después se había tirado
por la ventana llevando al niño en ella. El ruido, el muerto y pesado ruido de un cuerpo, resonaba aún en la
estructura del hotel, en los cuerpos de las personas que se comunicaban aquella imagen unos a otros. Djuna
podía verla desgarrada, sangrando. El impacto. Caída, caída tan deprisa otra vez al fondo. Los pájaros caían
de aquella manera cuando morían en el aire. ¿Había muerto ella en el aire? ¿ Cuándo había muerto?
Ascensión alta, para caer de mayores alturas y estar seguro de morir. Soledad, durante cinco horas en una
habitación extraña con aquel niño, sus hijos que no podía contestarle si ella preguntaba, si dudaba, si tenía
miedo...
Las radios funcionaban otra vez. La gente volvía a moverse deprisa, con normalidad. El silencio había
estado en todos, durante un segundo. Después todo el mundo había cerrado los ojos y había empezado a
moverse más deprisa, arriba y abajo. Hay que aturdirse. Hay que moverse. Moverse.
Djuna estaba sentada en la habitación de la Voz.
El hombrecillo a quien nadie veía nunca estaba de pie mirando por la ventana.
-Mira -dijo--, en el Parque están patinando. Es domingo. Está tocando la orquesta. Ahora podría estar
paseando por la nieve mientras toca la orquesta. Eso es la felicidad. Cuando tenía la felicidad no la reconocí,
o no la sentí. Era algo demasiado simple. No sabía que poseía la felicidad. No lo he sabido hasta ahora,
ahora que estoy aquí confinado en este sillón escuchando confesiones. Tengo el cuerpo entumecido. Quiero
hacer las cosas que ellos hacen. Lo más que se me permite es mirar. Estoy condenado a mirar por un eterno
agujero de la cerradura todas las escenas íntimas de sus vidas. Pero yo quedo al margen. A veces deseo
participar. Quiero ser deseado, poseído, torturado yo también.
Djuna le dijo:
-No puedes dejar de confesarles, no puedes. Una mujer se ha suicidado aquí mismo, debajo de tu
ventana; ese ruido que has oído era su cuerpo. Estaba embarazada. Y estaba sola. Por esto se ha suicidado.

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-Les escucho a todos. No cesan de venir. Al principio pensaba que sólo unos pocos de entre ellos
estaban enfermos. No sabía que estaban todos enfermos y llenos de secretos. No sabía que vendrían
incesantemente. ¿Te has fijado en la gente del vestíbulo? Tengo la sensación de que esa gente de ahí abajo
esperan todos para confesarse. Todos tienen más que decir que yo tiempo para escuchar. Aunque
permaneciese aquí sentado hasta el fin de mis días, habría mujeres que se tirarían por la ventana en el mismo
piso en el que vivo.
Lilith esperaba el barco que traía a su hermano de la India. Observaba a las personas que bajaban por
la pasarela. Temía no reconocerle. Cuando se había marchado era un muchacho. Un muchacho que llevaba
una armadura de dureza, de disimulo. Decidido a defenderse contra toda invasión de los demás, contra el
sentimiento, contra la suavidad, contra sí mismo. Un muchacho que oscilaba entre los actos violentos,
brutales, y los accesos de llanto semejantes a los de una mujer. ¿Reconocería Lilith los labios apretados, los
ojos azul claro, la pose de indiferencia, el hablar seco, la tensión y las súbitas rupturas de la tensión? Un
muchacho en una armadura de dureza. Intocable. A veces Lilith sospechaba que su hermano se había negado
a reconocer su presencia en él. Quizá era él aquel hombre que caminaba allí, tan rígido en sus ropas. No.
Cuánta gente, cuántas maletas, baúles, confusiones, saludos. Y después, de repente, ya no bajó nadie más
por la pasarela.
Lilith abordó a uno de los mozos.
-¿Conoce usted a Eric Pellan? ¿Podría decirme si está enfermo? No le encuentro.
El mozo prometió ir a enterarse. Ella imaginó a Eric tendido en su litera, enfermo. Esperó, sufriendo
ya, como sufría cuando él era pequeño y le ocurría algo. El mozo volvió.
-Le he encontrado -dijo-. No está enfermo, pero no tiene los papeles del todo en regla, y no podrá bajar
del barco hasta mañana por la mañana. Quiere que suba usted a bordo.
Los ojos mirando tras unas gafas. Se miraron sin decir nada. Se produjo una ruptura en su silencio,
como si sus cuerpos fuesen a romperse por la impresión del encuentro. Después él sonrió bruscamente, y las
palabras atravesaron la barrera de quin- ` ce años.
-Estás guapísima -le dijo-. ¿Aún eres tan mandona como antes? ¿ Recuerdas que siempre querías
pelearte en mi lugar? No querías dejarme que peelase yo mismo con los demás niños. Venias con un
paraguas y les pegabas. Ellos se reían de mí porque tenía una hermana que peleaba en mi lugar. Tuve que
irme muy lejos para apartarme de ti. ¡Estás guapísima! ¿ Por quién luchas ahora? ¿ A quién ayudas a cruzar
la calle? ¿ Para quién paras el tráfico ahora, insultando a los conductores? Estás muy guapa, mucho más que
antes. Pero ahora no puedes mandarme.
Todos los pasajeros habían bajado del barco, excepto algunos miembros de la tripulación y el sobre-
cargo que estaba sumando números y anotando nombres en largas hojas de papel verde detrás de su
ventanilla enrejada. Algunos marineros limpiaban los camarotes y las cubiertas. Habían corrido las cortinas,
y habían cubierto con sus fundas los sillones, sofás y pianos. Habían encerado los suelos, dado la vuelta a los
colchones, doblado las mantas, apagado las luces. Las enormes salas y salones tenían un aspecto fantasmal.
Tantos sillones en hileras con sus brazos rígidos abiertos al vacío. El barco estaba tan quieto que parecía
anclado en tierra. Sala tras sala sin polvo, sin luces. Fúnebre. Los espejos no reflejaban nada excepto un
hermano y una hermana que paseaban por el enorme barco, por un laberinto de pasillos de linóleo, que
cruzaban puertas que se abrían a un millón de camarotes vacíos. Las literas como esqueletos, dejando ver los
muelles y los bor-
des como bordes de cajas. Silencio... La súbita sombra de un marinero sacando brillo a los tiradores de
latón. Hermano y hermana paseando por una ciudad de camarotes. Ningún olor en la cocina, ningún vaivén
ni oscilación, ni crujidos de madera. Un esqueleto en reposo. Ninguna música en los salones, ningún brillo
de cubiertos tintineando en los comedores. Reposo de muebles, ventanas, luces. Un velatorio de sillones
enfundados. Bastidores muertos. Ni rastro de las personas que pasaban. Limpieza.
Hermano y hermana varados. No se les permitía desembarcar, y caminaban por una frontera que no
figuraba en los mapas marítimos o terrestres. Fronteras de la memoria. El ancla hundida en las marismas de
la memoria. Esqueleto del monstruo marino, con sus ventanas vacías que no parpadeaban, sus cubiertas
vacías, sus salones vacíos, abandonado por músicos y marineros, más allá de la tierra y más allá del mar,
están sentados ante un banquete de recuerdos. El barco era el mundo de su infancia llena de juegos

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indestructibles. É1 había llevado su infancia a la India, la había teñido de colores extranjeros, la había
sumergido en música exótica, la había quemado en innombrables fiebres, la había asfixiado con extraños
inciensos, la había estrangulado en nuevos amores, la había perdido en delirios de opio, la había enterrado en
cementerios mahometanos. Y su infancia se había convertido en marfil, en un mineral en su pecho. Y cuanto
más presionaban sobre él, cuanto mayor había sido aquella presión, más había ganado en rareza, en
cristalización. Un diamante alojado en el pecho.
Hermano y hermana caminando por el esqueleto del monstruoso barco que se le había llevado a él y
que ahora le devolvía con el mismo diamante alojado en el pecho. Sumergiéndose en el ácido del pasado,
desnudaban los huesos no calcinados y descubrían aquel diamante.
El primer viaje imaginario que hicieron con sillas, mesas, trapos, había sido el más largo de toda su
existencia. El barco al que habían subido juntos al nacer no se había movido nunca; estaban encerrados en él
para siempre, sin pasajeros y sin permisos para desembarcar. Todos los demás camarotes vacíos, y ellos
condenados a navegar eternamente en el mar inmóvil de sus fantasías. Clavados en la costa del pasado, sin
permiso para desembarcar, con el ancla envuelta en herrumbre.
Otro día en el confesonario. Lilith echada en el diván hablando. Lilith observando a la Voz con una
especie de hostilidad, esperando oírle decir algo dogmático, alguna banalidad, alguna burda generalización.
Quería que lo dijese porque, así, se convertiría en un hombre más en el que ella no podría confiar, y tendría
que seguir conquistándose a sí misma y su propia vida sola. Estaba orgullosa de su independencia. Y
esperaba que la Voz dijese algo torpe de lo que ella pudiera reírse.
Estaban hablando de Mischa. Él le dijo que ella era una obsesión en la vida de Mischa. Que él la veía
como la madre, la hermana, como la más inasequible de las mujeres, y que por esto quería conquistarla, para
liberar su virilidad. Entonces ella confesó que al principio le había amado, pero que, cuando había percibido
su pequeñez, su costumbre de ocultarse en las mujeres, su sentimiento hacia él había dejado de ser de deseo
y se había convertido en protección. Había deseado darle una ilusión, pero temía no ser capaz de mantenerla
hasta el final. Le rogó a la Voz que no le dijese la verdad, porque eso le haría daño, y que le dijese a Mischa
que era ella la que estaba un poco loca. Eso explicaría el cambio que se había producido en ella, cargaría
sobre ella todas las culpas, y a Mischa quizá le agradaría descubrir que había otras personas anormales en el
mundo además de él. La Voz se mostró de acuerdo con todo eso. Le preguntó a Lilith si no le preocupaba
que otras personas creyesen que no era normal. Ella vaciló y después respondió:
-No, no me preocupa. Me gusta que me consideren desconcertante, misteriosa e imprevisible. Así
mantengo en secreto mi verdadera personalidad.
Estas palabras hicieron reír un poco a la Voz.
-Veo que no necesita usted ayuda ninguna, que está satisfecha. Es fuerte, y muy capaz de dirigir su
vida.
Al oír estas palabras, Lilith se echó a temblar, y sintió que su actitud se desmoronaba, que se des-
moronaba la fachada que había erigido a su alrededor. Cobró dolorosa conciencia de su debilidad, de su
necesidad de otra persona. No dijo nada, pero la Voz comprendió y siguió hablando.
-Se ha portado muy bien con Mischa. Como pocas mujeres suelen hacerlo. En general las mujeres
consideran a los hombres como enemigos, y les alegra poder humillarles o destruirles.
-Yo no podría hacerle daño a Mischa. Cada vez que le veo recuerdo la historia que me contó acerca de
su primera curiosidad sensual. Su madre le descubrió tocándose el sexo con la mano, pensativo, le azotó con
un látigo y le encerró en su cuarto. El lloró histéricamente, y después se calmó y, mojando un dedo en sus
lágrimas, escribió en la pared: niño malo. Esperó. a que aquellas palabras desapareciesen, pero vio que
permanecían allí como manchas en la pared, y concibió un temor histérico a que aquellas palabras nunca se
secaran y que toda la ciudad se enterase de lo que había hecho.
A Lilith le agradaba la forma en que las preguntas de la Voz caían sobre ella desde todas las direc-
ciones. Él estaba detrás de ella, y no la avergonzaba hablar de nada. Al mismo tiempo sentía que no podía
engañarle ni con un asomo de falsedad, pues él estaba tan atento a cada vacilación, a cada inflexión de su
voz, a cada gesto que hacía, y en especial a los silencios. Cada silencio le indicaba una nueva pista. Era el
cazador de pensamientos secretos. A veces chocaban con una pared. Ella repetía:
No lo sé. No me acuerdo. Me parece que no.

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Pero la verdad surgía de lo que ella sentía al escucharle. Cuando algo la había herido y él hacía
referencia a ello, Lilith sentía una agitación, una advertencia: Es aquí. El descubría las guerras que sostenía
contra sí misma:
Siempre me veo demasiado pequeña o demasiado grande. Un día me despierto sintiéndome pequeña,
y al día siguiente me siento repleta de un poder que me hace creer que podría dominar el mundo.
Cuando él hablaba, era como una agitación de arenas movedizas. Ella percibía la base arenosa de su
vida, una inseguridad total, una falta de raíces. El decía que quizás no era enemiga de los hombres, pero que
recordaba días de gran odio hacia ellos. Él hablaba de la intransigencia y del miedo. El miedo a ser herida,
decía. ¿ Por qué? No lo sabía. ¿ Cómo podía herirla el hombre? Ya la había herido.
-Mi primer sentimiento fue el de que mi padre no estaba ligado a nada. No estaba ligado a mi madre,
no estaba ligado a nosotros, no estaba ligado a las mujeres con las que hacía el amor. No estaba ligado a
nada. Estaba siempre abandonando, olvidando, rechazando, traicionando.
Mientras hacía aquellas sencillas afirmaciones, Lilith sintió la más intensa angustia. Volvió la cabeza
para mirar a la Voz y dijo:
-No puedo continuar.
-Debe continuar.
-Lo primero que vi fue un padre huyendo de mi madre. Huyendo de nosotros, de la casa. De todo. Vi
cómo mi madre quedaba mutilada, como una persona que hubiese perdido un brazo. Vi nuestra casa vendida
y deshecha. Fue como un diluvio. Todo desapareció. La extraña y misteriosa atmósfera en la que vivíamos
cuando éramos niños, nuestros juegos que eran como un encantamiento del cual nunca nos librábamos, nada
volvió a ser igual. Vi nuestros muebles sacados al jardín y vendidos en subasta. Vi marchar a mi padre, y vi
las postales que nos enviaba desde todo el mundo. A mí me parecía que el mundo era inmenso, y que él
estaba en todo el mundo excepto en el rincón donde nos había dejado. No solamente nos arrebató su
presencia sino también nuestra fe en lo maravilloso. Con su partida se cerró el mundo de nuestra infancia.
-Todas esas partidas, esos trastornos, le inspiraron un odio al cambio. En su cólera y su dolor, usted se
quedó en el centro y se negó a moverse, decidida a crear en su interior un núcleo fijo. Aceptó los cambios
exteriores, pero luchó contra ellos creándose un reducto interior. Se negó a moverse. Era capaz de mover y
cambiar todo cuanto estaba a su alrededor, pero usted, por miedo al dolor y a la pérdida, no quería moverse.
Quería ser la isla, el centro inmóvil. Por temor a una segunda pérdida, a un segundo abandono, a una
segunda herida. Esta es la razón de que nunca haya querido volver a entregarse, de que sea usted fría. Tiene
miedo a entregarse totalmente.
Mientras él hablaba, Lilith sentía una profunda angustia. No sabía si la Voz tenía o no razón, pero
sentía con aquellas palabras la invasión de un dolorosísimo secreto. Era exactamente como si aquel duro y
tenso núcleo granítico que llevaba en ella fuese tocado y resultase no ser de granito. Como si resultase tener
nervios, sensibilidad y recuerdos. Recordó en aquel momento que cuando había oído decir que las piedras
tenían un corazón que latía, una especie de tenue pulso no descubierto hasta entonces, había exclamado
irritada: «Es terrible, todas las cosas del mundo tienen sensibilidad. Exactamente lo que yo temía. Por eso
soy siempre tan tierna con todas las cosas. ¡Pensar que hasta una piedra puede sentir! »
Y ahora la Voz entraba en aquel dolor secreto, ponía al descubierto la vulnerabilidad y el temor que
ella había ocultado, y la angustia que sentía era inmensa.
-Ahora le odio -dijo Lilith-. Me ha quitado la pequeña protección que tenía, la pantalla con que cubría
las cosas. Me siento humillada por haberme descubierto. ¡Yo que casi nunca hago confidencias!
-Y, ¿por qué no las hace?
-Siempre soy yo quien recibe las confidencias. Los demás me confiesan a mí sus dudas y temores. Yo
tengo miedo de mostrar mi debilidad. ¿Por qué? Pienso que me amarán menos.
-¿Ama usted a quienes muestran su debilidad? -Sí, les amo aun más. Les siento muy cercanos a mí.
Me siento humana y les quiero.
-Así pues, ¿no cree que ellos sentirían lo mismo hacia usted?
-Yo tengo la impresión de que se me ha asignado otro papel, un papel no humano. No sé por qué.
-Porque su padre la decepcionó... Usted no puede confiar en los demás. Prefiere que los demás confíen
en usted.

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Lilith salió a la calle. Sentía el día mucho más suave sobre la piel. La nieve se estaba derritiendo. Le
pareció que permitía que el día se le aproximase más, que la tocase. Le parecía que antes había mirado el día
como a un desconocido. Ahora lo sentía por todo el cuerpo, notaba su contacto sensual. Ahora era como
Djuna, que lo sentía todo en la piel, en las yemas de los dedos, en el pelo, en las plantas de los pies. Djuna
era como una planta. Cada vez que Lilith la veía sentía aquella extraña, continua y vibrante vida de las
plantas y el agua. Una nobleza, un constante movimiento y reverberación.
Lilith nunca había imaginado eso hasta hoy. Respiraba con el día, se movía con el viento, de acuerdo
con él, con el cielo, se ondulaba como el agua, fluía y vibraba con la vida que la rodeaba, se abría como la
noche. ¿ Qué había ocurrido? Sólo la Voz diciéndole:
-¿No ama usted a los que le hacen confidencias? ¿No ama usted su ceguera, sus errores, su debilidad?
Cuando le hablan de sus crímenes, ¿no se deshace usted en una pasión humana, un deseo de sostenerles, de
compartir todo cuanto les ocurre, de ser parte de ellos?
-¡Sí, sí! -exclamó Lilith.
-Pero entonces usted... ¿Por qué...?
Pero si yo, Lilith, si yo me apoyara en los demás ellos no hallarían donde apoyarse. Si yo me hiciese
humana, ¿a dónde irían los demás? Acudirían a la Voz, en número aún mayor. Si les muestro algo que no
sea mi fuerza, ¿que será de ellos? El me pregunta qué será de mí; creo que no me importa mucho. Siento que
soy responsable de ellos. Cuánta inquietud mostró la Voz cuando le pregunté si creía que algunas personas
tenían un destino que les prohibía ser humanas. Debí de tocar un punto sensible. Le haré hablar. Le
interrogaré.
Pero la Voz no respondió a sus preguntas. La Voz escudriñó en el matrimonio de Lilith.
El hombre con quien se había casado Lilith era un hombre muy sencillo. No había encontrado el modo
de cortejarla, de vencer su resistencia. Cada noche se había producido la misma huida, la misma puerta
cerrada contra él, el odio hacia su deseo. Ella le mostró todas sus garras, su cabello alborotado, su odio a la
sexualidad. Un día, por fin, lo discutieron fríamente. Ella le preguntó: «¿Cómo es? Explícamelo». El no
supo qué responderle, y le hizo un dibujo. Pero el dibujo aún la irritó y la asustó más. Después del dibujo no
le permitía ni siquiera besarla. Finalmente, él la convenció para que se lo hiciese un médico. Ella preferiría
la idea de un bisturí. Fue un bisturí lo que primero penetró en su ser.
-Después intenté sentir como una mujer. Era algo terrible, era como si el bisturí me hubiese hecho
cerrarme para siempre en lugar de abrirme, era como si me hubiese hecho frígida para siempre. Había
momentos en que sentía una fuerte excitación, calor, deseo. Me entregaba sin sentimiento a las aventuras.
Todos seguían siendo extraños para mí. Nunca deseaba volver a verles. ¿Cree usted que con aquello mataron
los sentimientos que había en mí? Ya no puedo soportar esta situación. Tengo la sensación constante de que
me estoy aproximando a algo que está a punto de ocurrir, pero nunca puedo llegar a ello. Mis nervios
esperan una culminación de algún tipo. Me siento tensa y expectante. Es algo tan angustioso que empiezo a
desear una catástrofe que alivie mi impaciencia. Desearía que ocurriesen al mismo tiempo todas las
calamidades, todas las tragedias. Quiero escenas, disputas, lágrimas, quiero ser devorada, quiero golpear a la
gente. Estoy inquieta. No puedo permanecer mucho tiempo en ningún lugar. No puedo estar sentada, no
puedo dormir. Tengo siempre esa sensación de que debo buscar un alivio para esta espera, un momento de
destrucción que me permita descansar, dormir. Es como si me estuviese esperando la muerte, como si me
persiguiese, me acechase. El mundo entero me emociona, siento amor hacia la gente de la calle, la música
me conmueve siempre como una caricia, pero todo sigue igual, estancado, sin ruptura, sin relámpagos. Algo
en mí desea romperse, estallar. Pero lo único que puedo hacer es gozar destrozando las vidas de los demás.
Constantemente estoy seduciendo a los demás, hechizándoles, aprisionándoles, porque desearía que ellos
pudiesen hacérmelo a mí. Deseo tanto ser aprisionada. Todos me obedecen, pero no encuentran la llave que
me abre. Me gusta sentir cómo se aceleran sus corazones, me gusta ver vacilar sus miradas, ver temblar sus
labios, sentir la emoción que les invade. Es como un alimento. Me fascinan sus sentimientos. Soy como una
cazadora que no quiere matar, pero quiero tocar la herida. ¿Qué es lo que quiero? Verme aprisionada en el
deseo del otro y sumergirme en él. Arder. Pero siempre quedo decepcionada. Nadie puede tomar posesión de
mí. Es como si todos estuviesen ciegos y diesen vueltas a mi alrededor. Me excito y después me doy cuenta
de que la corriente no pasa a través de mí. Es como si yo fuese una especie de ídolo. Siempre sueño lo

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mismo: me veo a mí misma de pie, muy rígida, cubierta de joyas y de ropas lujosísimas. Y llevo una corona.
¿ Cree usted que algún día me convertiré en una mujer? Quiero hacerme añicos. Pero al mismo tiempo sé
que hago todo lo posible para crear mi propia inaccesibilidad. Llevo ropas extrañas que alejan a la gente. Y
después les aborrezco porque no logran llegar hasta mí. Sé que creo una leyenda. Es difícil de explicar, pero
tengo la sensación de que vengo de muy lejos. Cuando duermo sé que han ocurrido muchas cosas. No las
recuerdo todas, pero no me despierto cerca de todo. Por eso, a veces, cuando entro en una habitación no
miro a la gente como si perteneciese a mi misma raza. Es cierto que siento que me miran y ven a ese
personaje distante. Les hablo y elijo el tema más remoto, el más alejado de la vida cotidiana. Me siento
impulsada a hacerlo, mientras al mismo tiempo
deseo calor y simplicidad. Me siento sola. A veces ellos experimentan un deseo furioso de hacerme
daño, de someterme a violencia. Pero es como un deseo por un objeto tabú, por un templo secreto, por una
persona prohibida. Por algo que es intocable. Y yo, la mujer que está dentro de todo eso, siento que he
creado ese personaje y que yo estoy fuera de él, lamentándome porque ellos adoran a una especie de imagen,
y porque no extienden unas manos sencillas que puedan tocarme. Es como si yo estuviese fuera de ese
disfraz, deseando la simplicidad y claman por ella, pero al mismo tiempo una especie de temor me impulsa a
seguir fingiendo. Usted es la única persona a la que me siento próxima. Usted y Djuna, los únicos que no
hacen el amor a mi sombra.
-Eso es una invención suya. Nosotros somos simplemente los únicos que no podemos dejarnos
engañar y confundir por su apariencia. Somos simplemente los únicos que no nos hemos perdido en el
laberinto que usted creó. Usted se esconde y después llora porque la gente se pierde en todas esas formas
externas de su personalidad. Lo que usted hace es cerrar puertas contra quienes desean acercársele, la misma
puerta que le cerraba a su marido.
Sus palabras no pudieron ser más sencillas, pero Lilith se marchó sintiendo hacia él un gran afecto,
algo que se asemejaba al amor. Se estaba enamorando de la Voz. Sentía que él era el hábil detective que
hacía en ella todos aquellos descubrimientos, que la hacía manifestar el verdadero carácter de su dolencia. Y
a él le agradaba el juego de descubrir sus pensamientos más ocultos. Sólo después de muchos rodeos podía
ella hacer aquellas largas revelaciones. Era como si él la poseyera, de algún modo, de un modo que ella no
podía explicarse. Había en él una fuerza silenciosa, sutil. No estaba en las palabras que decía, sino que era
algo que emanaba de él. Le enfrentaba a uno con su propia personalidad, desnuda, con su personalidad
verdadera tal como era en un principio. Destruía las deformaciones, una por una, todos los disfraces que
había adoptado la personalidad. Era como un retorno al yo original, un retorno al principio en el cual todo
era puro.
Con sus preguntas y tanteos, la devolvió al principio. Ella le contó todo lo que recordaba sobre su
padre, y acabó diciendo:
-Ya no siento la necesidad de un padre. La Voz le dijo:
-No estoy del todo seguro de que haya muerto en usted la niña, ni su necesidad de un padre. ¿ Qué soy
yo para usted?
-La otra noche soñé que era usted inmenso, que sobresalía por encima de todo el mundo. Me llevaba
en sus brazos y yo sabía que no podía ocurrirme nada malo. Pero últimamente me he dado cuenta de que es
usted quien no es feliz. Pienso también en la forma en que actúa sobre el espíritu de las personas. El modo
en que se abren a usted debe de darle una gran sensación de poder.
-Poder, sí... poder. Pero a cada momento el ser humano que hay en mí es destruido. No se me permite
ninguna debilidad. Es cierto que podría aprovecharme de la gran necesidad de amor y comprensión que
tienen las personas, manipularlas. Cuando me revelan sus secretos, están en mi poder. Pero yo desearía que
ellos me conociesen a mí, y no me conocen. Incluso cuando me aman, se trata de un amor que no va dirigido
a mí. Yo permanezco en el anonimato. Se me permite presenciar el espectáculo, pero nunca se me permite
entrar en él. Cuando entro en una vida soy siempre el oráculo o el vidente. Usted es la primera persona que
me ha preguntado algo sobre mí mismo.
La gente acudía a él en busca de fuerzas; la imagen que tenían de él era la de su estatura, su firmeza,
su sabiduría. Sus extrañas frases que tenían sobre ellos el efecto de alguien que les liberase de sus cadenas.
Frases sencillas. El les defendía, les sostenía, les transportaba. Había en él una fuerza apocalíptica. Algo que

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estaba por encima de la confusión y el caos. Era un hombre total; no estaba hecho como ellos de estados de
ánimo cambiantes, de fragmentos dispersos, de cambios y contradicciones. Era un alquimista capaz siempre
de transmutar el dolor. Era la Esfinge que respondía a todas las preguntas. Era la persona ante la cual uno
podía volverse pequeño otra vez, en la cual se podía hallar un refugio. El les tranquilizaba, les sacaba de la
angustiosa región en la que estuviesen atrapados. Les llevaba allí donde podían vivir mejor, respirar mejor,
amar mejor, vivir en armonía consigo mismos, les reconciliaba con el mundo, domeñaba a los demonios y
fantasmas que les acosaban. Pero cuando miran al hombre que está tras la armadura de las frases
impersonales descubren que es más pequeño, mayor, diferente de la imagen que tenían de él. El hombrecillo
se pone en pie, tiene los hombros encorvados, estira los miembros para desentumecerlos, la rigidez del eco
atento remueve la sangre que estaba dormida durante el trance de la clarividencia, se despoja del papel que
se le ha impuesto.
En sus sueños le veían como a un dios, o como a un demonio. Pero siempre por encima de ellos.
Cuando la confesión acababa él ya no estaba por encima de ellos.
Lilith le dijo:
-Yo percibo la personalidad real detrás del analista. Todo lo que dice viene de usted. Nadie más podría
actuar de la misma manera hacia las personas. No es un método. Es su propia bondad, su propia compasión.
Estoy segura de que no todos emplean las mismas palabras, el mismo tono. En usted hay magia.
-Yo sólo soy un símbolo.
-Es más que un símbolo. Yo sé cosas concretas, personales, de usted. Le he observado. Siente amor
por lo absoluto, pasión por las esencias.
-Muy cierto.
-Y tiene un talento para la vida que nunca ha utilizado.
-No se me permitió utilizarlo. No me amaron por mí mismo, sino por mi comprensión, por la fuerza
que comunicaba. Era siempre un amor irreal, falso.
-Ahora podría decirle lo que usted me dijo a mí: ¿Reveló su verdadera personalidad? ¿No fue usted
quien insistió en llevar la máscara del analista? ¿No fue usted quien se convirtió en una Voz? ¿En una Voz
impersonal? Fíjese en cómo está sentado ahora mismo, mientras hablamos. Nunca se mueve. Siempre se
sienta en el mismo sillón. Yo no sé nada de usted. Lógicamente, sólo puedo dirigir mi afecto a una imagen.
Quisiera... Voy a pedirle que haga una cosa muy difícil. Supongamos, sólo por una vez, que usted se tiende
ahí en el diván y yo me siento en su sillón, así. Ahora yo soy usted y usted es yo. ¿Qué soñó anoche?
Lilith se reía mientras le obligaba a cambiar de lugar. El estaba incómodo, desconcertado.
-¿ Por qué está usted tan nervioso? -le preguntó ella-. ¿Qué es lo que teme revelar? Cuénteme lo que
más le avergüence contar.
-No se lo contaré a usted, porque todavía me necesita. Mientras me necesite, debo seguir siendo un
misterio para usted.
Yo no le necesito.
Sí me necesita. Hasta lo que está haciendo ahora es porque necesita obtener una victoria sobre mí.
Yo la he hecho confesar, y usted quiere hacerme confesar también. No bien encuentra a alguien que tiene la
llave para abrirla, quiere invertir los papeles. No puede soportar ser descubierta o dominada.
-Se equivoca, se equivoca completamente -dijo Lilith con violencia-. Sólo lo he hecho porque me
interesa usted como ser humano, porque quiero saber algo acerca de este hombre al que todos utilizamos y al
que nadie conoce de verdad.
-Y veremos quién se equivoca -dijo la Voz. Pero esta Voz no era tan firme como cuando estaba de
espaldas a la luz.
La Voz le habla a Djuna:
¿Crees que Lilith me ama? Si ella me amase abandonaría todo esto y comenzaría una vida nueva.
Quiero dejar el análisis. De otro modo, me volveré loco. ¿Sabes lo que me ha ocurrido durante estos últimos
cuatro días? Cada cosa en la que pienso se convierte en el tema del día, y todas las personas que vienen me
hablan de la misma cosa. Primero tuve un sueño en que sentía celos. Tenía unos celos locos de alguien, no
recuerdo de quién. Me desperté lleno de una especie de furia y odio, como si alguien estuviese alejando de
mí a la mujer que deseaba. Quizá tenía celos de Lilith, no lo sé. Pero me desperté celoso. Y entonces

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empezaron a venir los pacientes, uno tras otro. No tuve tiempo de seguir pensando en mi sueño. Pero todos
ellos me hablaron de celos. Primero vino una mujer que tenía celos de la primera esposa de su marido, ya
muerta. Se trataba de su propia hermana, y su marido se había casado con ella al quedar viudo. Pero aún
amaba a la hermana desaparecida. La primera vez que la poseyó, pronunció el nombre de la esposa muerta.
Buscaba los parecidos entre ambas, y le agradaba que ella llevase los mismos colores. Y esa mujer, mi
paciente, lo notaba, y sufría mucho porque le amaba. El vivía en un sueño, absorto en el pasado. La poseía
sin poseerla realmente, como en un estado de trance. Ella estaba tan dolorida que sólo pensaba en una cosa:
cómo matar el amor de su marido por su hermana muerta, cómo matar a aquella otra mujer que no había
muerto para él. Observó que él era muy celoso. Buscó a los hombres por los que él sentía afecto, y se
entregó a ellos, siempre de tal manera que ello llegase a sus oídos. Y entonces él empezó a sufrir.
Lentamente, se fue haciendo consciente de la existencia de ella, de que la amaban otros hombres. A través
del odio que sintió hacia ella, ella se hizo más real en él. Con la presencia del dolor y la cólera, él empezó a
despertar en ella, a su presencia, su proximidad, su seducción. Pasaba de largos períodos de ensueño a largos
períodos de sufrimiento. Vivía con la violenta conciencia de la vida sensual de ella. Ella no le permitía
tocarla. Finalmente, el dolor se hizo tan intolerable que despertó en él una violenta conciencia de ella, un
violento deseo; y de alguna manera en aquella furia fue destruido el pasado como un sueño difuso. Se hizo
consciente de la mujer que había en ella, de sus deseos, sus reacciones sensuales, de su vida común en el
presente. Esta es la primera historia que escuché aquella mañana. Estaba poseído por los celos de Lilith, y
todas las personas que acudían a mí parecían poseídas por los celos. Yo sentía en ellos mis propios celos, y
esto los aumentaba, los intensificaba. Me preguntaba: ¿ Qué clase de sentimientos alberga Lilith hacia mí?
¿Por qué se ha vuelto tan presente, tan viva, y por qué no puedo soportar la manera en que se entrega? Me
parecía que el mundo estaba lleno de celos, que eran contagiosos. Me parecía que formaban parte de toda
personalidad. Veía a todo el mundo sintiendo celos en el pasado, en el presente o en el futuro. Un hombre
me describía continuamente escenas que nunca había tenido lugar, excepto en su imaginación. Se pasa horas
imaginando esta traición, reconstruyendo las escenas con minucioso detalle, hasta que casi se vuelve loco,
pues las cree reales. Sus celos eran realmente infernales, asfixiantes, ciegos; no sabía dónde golpear y no
tenía ninguna realidad en la que basarlos. Un continuo estado de duda. Al final del día me sentía trastornado.
Me parecía que todo cuanto había en mí era despertado
en aquellas personas, y que yo no hacía más que despertar cosas que hubieran debido permanecer dor-
midas. Me parecía que estaba aumentando la conciencia del dolor y al mismo tiempo derribando todas las
defensas contra él. Sí, ya sé que son defensas falsas, pero son por lo menos tan buenas como las piedras que
cubren una tumba. Esas piedras proporcionan la ilusión de que los muertos no pueden volver. Pero yo no
dejo ni siquiera la lápida. Destruyo el símbolo del entierro. Y esto no es todo. Al día siguiente me desperté
con angustia, con una especie de miedo. Un miedo si nombre. Una especie de duda universal. Dudaba de
todo. Especialmente de Lilith. Me daba miedo saber, saber realmente, lo que ella sentía. En aquellos
momentos hubiese dado mi vida por perder toda mi lucidez. Les formulé preguntas que nunca había
formulado. Describa lo que más teme. Me expusieron muchos miedos. Pero preguntarles era como
preguntarme a mí mismo, como despertar mis propios miedos. Miedo. El mundo entero está basado en el
miedo, hasta detrás de los celos del día anterior estaba el miedo. Miedo a la soledad, miedo a ser
abandonado, miedo a la vida, miedo a ser atrapados en la tragedia, miedo al animal que llevamos dentro,
miedo al odio que albergamos, a cometer un crimen, miedo al cáncer, a la sífilis, al hambre. Me pregunté si
era mi propio miedo el que ponía al descubierto todo aquello. Era como volver a abrir las tumbas. Era un
fenómeno de contagio, Djuna, te lo aseguro... Todavía hoy no sé si esto es una curación o un contagio. Estoy
descubriendo que todos somos iguales, y mis pacientes no quieren de ninguna manera que yo sea como
ellos.
Djuna caminaba lentamente después de dejar a Lilith. El día era más templado y la nieve se derretía
bajo sus pies. Se sentía enamorada de todo el mundo, de la ciudad entera. Recordaba los sarzillos de cabello
en la nuca de Lilith, y se sintió a sí misma dentro de Lilith, ardiendo con el frío fuego que la devoraba.
Volvió a oír su voz cargada de dolor secreto, una voz empapada en lágrimas que salía de una boca carnosa
hecha para la risa, de una boca carnosa y sonriente, ávida y animal.
Sentía la inquietud de la Voz, que pasaba los días sentado y escuchando, encadenado a las confesiones,

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LA VOZ ANAIS NIN

disfrazado por el anonimato de la clarividencia, y deseoso de jugar un papel activo, personal, en aquellas
escenas que se desarrollaban incesantemente ante él. Demasiado próximo, todo estaba demasiado próximo.
Djuna sentía las múltiples pisadas de los que caminaban junto a ella, no como una marcha, sino como una
sinfonía. En el golpear de los pies contra las aceras percibía toda la colisión y el impacto del ser humano
contra el ser humano. Las pisadas resonaban en ella. Todo resonaba en ella. Sonrió, pensando que era una
inmensa caja de música. La relación entre la música y la vida no era una simple imagen. ¡Qué relación tan
clara existía entre la caja de resonancia de los instrumentos y el cuerpo humano, y qué identidad entre las
caricias de las manos! Djuna se sintió de pronto tan excitada que ello le resultó insoportable. Experimentaba
al mismo tiempo todos sus amores, el amor maternal, el fraterno, el sensual, el místico. ¡Cuántos amores! ¿
Qué era ella? ¿La amante del mundo? Enloquecida de amor, recordando cada contacto y cada aroma, cada
caricia y cada palabra.
Y al mismo tiempo que la comunión, aquella comunión con los ojos cerrados, aquel sabor de la hostia
en la lengua, aquella sonoridad en los oídos, aquel simún ardiendo constantemente en su interior, sentía otra
vez el dolor de la separación. Cuando las personas se le aproximaban tanto, cuando los alientos estaban
entremezclados y confundidos, Djuna sabía que estaba poseída.
Por la mañana su cuerpo había sido claro como una estatua, fresco como una estatua. Su cuerpo se
movía con la armonía de sus formas, se mantenía en la altitud, como la aguja de una catedral, era ligero y
libre y pasaba con facilidad a través de los momentos, como el viento, sin sentir las puertas ni las paredes ni
la cólera. Reinaba en él la calma de las profundidades, de lo que yacía por debajo de las tormentas. Su
cuerpo era una montaña dormida sin fuego en las entrañas. Se movía de acuerdo con su propio ritmo, con
paso regular.
Era el momento del silencio. El día que había empezado en cristalina claridad lo nublaba la ascensión
de la sangre que pasaba por las células. La sangre ascendiendo por el cuerpo como la savia de los árboles.
Vasos antiguos se llenaban de vino.
Djuna dejó de caminar. Todo se había acercado demasiado, demasiado. Las células estaban henchidas
por la cálida invasión. La luna brillaba hipnóticamente redonda, una mirada fija, y todos los tabús que
mantenían el cuerpo erguido eran deshechos por aquella mirada de la luna que llamaba a la sangre a su
círculo propio. La luna giraba ahora dentro de su cuerpo, con el mismo ritmo. Djuna perdió su rostro, su
nombre. Estaba atada a la luna por largos hilos de roja sangre enmarañada.
Se movía como una mujer atada a la luna, en un espacio tan vasto, impulsada por un ritmo tan fuerte
que la mujer pequeña que había en ella quedó perdida. La luna la envolvió y la abrió a una noche absoluta
sin amanecer.
Antes de aquella tormenta que se producía en ella hubo una pausa, hubo tiempo para el miedo. Los
árboles estaban atemorizados, el cielo estaba sin aliento, el aire enrarecido, la tierra reseca.
Ahora su corazón ya no era un corazón, sino un tambor percutiendo continuamente. La piel de su
cuerpo estaba tensa como la de un tambor. Las puntas de su cabello ya no eran cabello, sino hilos eléctricos
cargados con el relámpago. El cabello estaba ligado al relámpago, el corazón era un tambor; la piel era una
piel de fruta expuesta al calor y al frío.
La sangre ascendía y ahogaba el mundo pequeño de la mujer, un telón rojo cayendo ante los ojos,
ahogando la piedad. Su lengua restallaba como un látigo, su voz giraba como el simún, sus manos lo
desgarraban todo y rompían todos los vínculos con el hombre, el padre, el hijo, el amante, el hermano. Su
cuerpo estaba lleno de una fiebre palpitante como un tambor, de un delirio. Djuna estaba en una selva, sola
con su tormenta. Estaba sola en el bosque de su delirio. El deseo nacía salvaje y ciego. Los ojos humanos
estaban cerrados. La tormenta jadeaba en ella, la luna sonreía, la cólera de Djuna parecía inmensa como el
espacio que la rodeaba. Una furia enorme, como la de un animal largamente provocado, de modo que
cuando ascendió la sangre se retiraron todas las palabras, estallaron todos los actos de sumisión. No confiaba
en nadie mientras bebía sola en la jungla del deseo. Sus uñas eran más largas, y desgarraban todo cuanto
había acariciado. La tormenta de sangre dio lugar a un aguacero de risas, el rayo abatió el amor, rompió
todas las ataduras, anuló la piedad. Djuna se unió a la luna, lanzó hacia la tormenta sus manos hechas de
raíces, mientras su corazón resonaba como un tambor entre la orgía de la tormenta lunar.
Lilith hablando a la Voz. Lilith tenía dolor de cabeza.

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-Mi padre tenía dolores de cabeza como éste, y se volvió loco. ¿ Cree que yo me volveré loca? Sueño
que estoy anestesiada y me despierto despavorida. La locura de mi padre empezó con esos dolores de
cabeza. Empezó a perder la memoria lentamente. Pero yo pensaba siempre que tal vez mi padre no estaba
loco, sino que había tenido un sueño. Y que ese sueño se había aposentado en su vida. El sueño era su vida.
¿ Cuál era aquel sueño? ¿ Podía yo comprenderlo? Pensaba que si yo pudiese verlo, compartirlo con él,
entrar en su mundo y permanecer allí, quizás él no se volvería loco. Creo que la locura es únicamente
soledad. Una persona sólo se vuelve loca cuando ve algo que no ve nadie más. Existe un momento antes de
la locura en que la persona no ha cortado aún sus lazos con la realidad, y en ese momento alguien puede
retenerle. Esto es lo que usted hace todos los días. ¡Había el sueño del hombre que comía flores para que no
estallase la guerra! Le encerraron... sólo porque se confundió con el símbolo. Vivía en el símbolo. Pero si
uno comprende, nada es locura. Todo es un sueño, pero no siempre conocemos su significado. Yo quería
conocer la
fantasía de mi padre, pero él se encerró en ella. Cuando la descubrí era demasiado tarde.
Por la noche Lilith no pudo dormir. Yacía confusa, inquieta. Lilith, que encontraba el absoluto sólo en
los fragmentos, en la multiplicidad. Recordaba la vehemencia de la Voz mientras agitaba el dedo y le decía:
-¿Lo ve? ¿Lo ve? Esto es lo que significa. Vive usted en el mito.
Vivía en el mito. Y se había perdido en él. Siempre inmersa en un mundo mucho más grande que el de
las demás personas, el mundo de los sueños. Siempre atrapada de nuevo en un torbellino, en una búsqueda,
en una continua y diabólica búsqueda de un absoluto que no fluye serenamente, sino que es perseguido y
alcanzado mediante la estricta vigilia. Un absoluto que huía siempre, y ella no quería dormir por temor a que
pasara de largo. El deseo sin estallar en ella, con la mecha encendida y las llamitas en torno al corazón de la
dinamita y no tocándola nunca. Las llamitas la mantenían en suspenso, los nervios de punta con las cabezas
erguidas, los cuellos estirados, los ojos ávidos, las orejas alerta, todos los pequeños nervios esperando el
orgasmo que hará correr por ellos la sangre como un anestésico y les hará dormir.
Lilith, tendida, insomne, viendo en los rostros amarillentos del bar los rostros de futuros crímenes,
dragadictos que con navaja o con veneno traerían algún tipo de sueño, de pausa, de descanso para esta
búsqueda de un absoluto fugitivo. Lilith ansiando el crimen, la droga, la muerte, la liberación. Pero los
nervios están aún despiertos, esperando la pausa del sueño o de la muerte, esperando que estalle la dinamita,
que se desmorone el pasado, esperando un absoluto inconquistable. ¿Tienen todos los fuegos violentos cien
llamas que apuntan en todas direcciones, ha existido alguna vez una llama redonda como una lengua? ¿ Por
qué aquella fuerza que no estallaba en mercurio por las venas salía en forma de tifón para acechar a los
monstruos que andaban por las calles, para preguntarles sus intenciones, para imaginar sus perversidades,
para deslizarse entre la espuma de la lujuria, entre los deseos más desfigurados y retorcidos? Ese hombre
con su muchachita, ¿por qué estaban sus ojos tan húmedos, su boca tan húmeda, por qué estaban los ojos de
ella tan fatigados, por qué era su vestido tan corto y su mirada tan oblicua? ¿ Por qué estaba ese joven tan
pálido? En sus labios se veía la espuma del veronal. ¿ Por qué esperaba esa mujer bajo un farol con la mano
en el manguito? Aquella fuerza que no estallaba en Lilith era un veneno, un veneno que se vertía a las calles,
que corría a las alcantarillas. Quería ser desmembrada y devorada, pero se encontraba siempre con alas, con
ojos que se abrían a los cielos, llamas que adquirían el místico azul de las lámparas nocturnas de conventos y
hospitales.
En Lilith la semilla no quería estallar; el cuerpo abandonaba la tierra, levantado por una cuerda de
nervios, y derramaba su polen sólo en el espacio, porque el cuento de hadas llevaba una túnica demasiado
leve, una túnica que creaba una brisa, un espacio entre los pies y la tierra. Pronto las pisadas de Lilith no se
oirían ya, y su sangre se convertiría en mercurio, azul como las llamas nocturnas de los lugares donde las
personas lloran.
Lilith entró tumultuosamente en la habitación de Djuna, arrojando sobre la cama el bolsito de piel de
serpiente, en el escritorio el ondulante pañuelo y los guantes en la estantería, y dijo con fiebre y excitación:
-Me estoy enamorando de la Voz. Tengo la impresión de que es como un detective del espíritu, y de
que el día que me capture le amaré, con un amor absoluto.
-Es un espejismo -replicó Djuna.
Sabía que Lilith perseguía otro espejismo: el amor a la Voz por lo que la Voz le decía, porque la Voz

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llegaba a las raíces de su ser.


-Es una ilusión mística -repitió Djuna-. Un espejismo. ¿ Sabes lo que le ocurre a una mujer cuando
persigue un espejismo, cuando tiene una relación amorosa con un espejismo?
-¿Qué puede ocurrirle? Es poesía.
-Tal vez sea poesía, Lilith, pero su naturaleza se rebela contra ello. En un momento u otro tu cuerpo se
rebelará, porque se trata de algo que no es real.
-Pero sólo en su presencia me siento verdadera, natural.
-No te acerques más a él. Si te acercas más destruirías tu propia salvación. Pero... eres demasiado
hermosa, y él no te dejará marchar sin hacer un esfuerzo por retenerte. Eso es lo que me ocurrió a mí. Perdí
al padre que tenía en él, por voluntad mía. Le tenté en su condición de hombre, y, cuando se convirtió en un
hombre y me deseó, me encolericé, como si mi actitud hubiese sido sólo una prueba, una prueba para el
salvador que hay en él. Y no es ningún salvador. El también está intentando salvar-
se. Me gustaba trastornarle. Y después, cuando se convirtió en un hombre y me persiguió, me encole-
ricé, porque ello parecía demostrar que era sólo un ser humano.
-El mundo es muy pequeño, Djuna. Si lo que dices es cierto, el mundo es muy pequeño. Voy a
asfixiarme en él. El no puede ser solamente un hombre. Tiene que ser algo más, algo más. Tiene un poder
mágico.
Lilith envolvió a Djuna en una gran suavidad. Se tendieron y hablaron en la oscuridad. Sólo la
suavidad, sentir sólo la suavidad y la tibieza de la mujer, el peso de su brazo, el hueco de su cuello. Oír
solamente su respiración, su hablar y su risa en la oscuridad. Estar allí echada, deseando quizá ser un
hombre durante un rato, pero sabiendo como mujer que la única manera de poseer a una mujer es ser un
hombre.
-Cierra los ojos, Lilith, y encontrarás otro mundo que es inmenso por la noche. Ciérralos, créeme, y te
mecerás en otros ámbitos...
-Yo nunca recuerdo la noche. ¿Por qué no encuentro a un hombre que me haga sentir lo que siento
contigo? Tú eres tan cálida, tan rápida. Tú estás siempre donde yo estoy. Nuestros impulsos la una hacia la
otra ocurren en el mismo momento. Nunca llegas tarde, nunca eres lenta ni indiferente, y tienes el don del
gesto. Cuando estoy angustiada, perdida, sola, tienes el don de decirme siempre lo que necesito oír. Cuando
hemos estado juntas me escribes cartas, y yo necesito tanto sentir lo que hemos dicho, poder tocar las
palabras. Es la única cosa en la que creo, Djuna, todo lo demás son fantasmas. Tú lo dices todo con tu
cuerpo, como una bailarina. Todo tu cuerpo habla, tus manos, tu caminar. A ti te creo.
-Pero nada de esto es amor, Lilith. Somos la misma mujer. Llega siempre un momento en que
desaparecen todos los contornos, todas las diferencias entre mujeres, y entramos en un mundo en el que
todos los sentimientos, los tuyos y los míos, parecen brotar de la misma fuente. Perdemos nuestras
identidades separadas. Lo que te ocurre a ti es lo mismo que me ocurre a mí. El escucharte no es entrar en un
mundo diferente del mío, es una especie de comunión.
-Y entretanto todo el mundo se ríe, se burlan y nos llaman de todo.
Qué suavidad entre mujeres. Los maravillosos silencios de las gemelas. Volverse y contemplar los
arroyos de sombras entre los senos, echarse sobre las plumas de la cama durmiendo sobre el propio cuerpo,
como dormir en el bosque por la noche. El maravilloso silencio de los pensamientos de la mujer, el secreto y
el misterio de la noche y la mujer que se convierten en el aire, sol, agua, planta. Sentir las raíces
descansando en el suelo, los pies bien asentados en el frescor, en la presión oscura, firmes contra esa
cremosa pared de tierra. Cuando aprietas el cuerpo de la otra sientes esa alegría de las raíces comprimidas,
alimentadas, envueltas en la tierra oscura, palpitando sólo las semillas de la alegría. Un placer que retrocede
y avanza. El sol riega abundantemente el cuerpo. Misterio y frescor de la oscuridad entre las cuatro paredes
de otra carne. La espalda de Lilith, esa suave y musical pared de carne, el ser flotando en las olas del silen-
cio, rodeado por la presencia de lo tangible. No más caídas en el vacío. No más persecución, ansiedad,
búsqueda, anhelo, girando en esa compacta pared de tierna carne. Toca los delicados rizos de cabello;
tocarás el musgo y el final de la ansiedad. Esa mano sostiene un mechón de pelo, el mundo entero, reducido,
en la palma de la mano. Te has alejado de las disonancias de la calle, de los fragmentos duros y separados
que caminan sin piernas, sin cabeza o sin brazos, siempre mutilados, y has entrado en la inmensa bóveda de

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un himno de órgano. Djuna yacía en el centro de la rueda. Lilith, tibia y cercana. La tierra gira con un himno
de redondez, de plenitud. Gira describiendo un suave círculo de plenitud. Los radios pasan aprisa y no son
visibles en este momento. Sólo la embriaguez de la rotación. Otros días la rueda gira más despacio y una se
ve atrapada en los radios. Cae entre ellos, la cortan y la mutilan. Quedas atrapada. Se rompe el ritmo, quedas
colgada, eres mutilada.
-Nunca me había fijado -le dijo Lilith a la Voz- que en esta habitación entra el sol. Siempre me daba la
impresión de que era una habitación oscura, por todos esos secretos.
-Quizás es que ya no hay secretos en usted.
-No lo sé. Su comprensión me salvó del dolor y la confusión. Dependo de usted. Usted posee la visión.
Yo me pierdo. Usted enseña, usted es humanamente tierno y protector. ¿ Cree realmente que una mujer
puede abrirse camino sola, completamente sola?
-En el mundo de los sentimientos, sí, pero no en el mundo de la interpretación.
-No me preocupa depender de sus interpretaciones.
-¿Conoce el significado de su nombre? Es la mujer sin pareja, la mujer que no puede casarse
verdaderamente con ningún hombre, la que el hombre no puede nunca poseer del todo. Le recuerdo que
Lilith nació antes que Eva y fue hecha de arcilla roja, no de materia humana. Era capaz de seducir y
hechizar, pero no podía fundirse con un hombre y ser una misma carne con él. No estaba hecha de la misma
materia.
-¿Cree que yo soy como la primera Lilith? -le preguntó ella sin mirarle.
-No lo sé. El modo en que habla de dependencia no significa amor. Significa el amor hacia el padre,
que es el símbolo de Dios. Usted busca un padre...
Lo que ella leyó en sus ojos era la inmensa súplica de un hombre aprisionado dentro de un súplica
dirigida a la vida que había en ella, y en el mismo momento en que todas las células del cuerpo de ella se
cerraron en torno del hombre, vio ante ella un espejismo tan claramente como lo veían los hombres en el
desierto, y aquel espejismo era una figura más alta que los demás hombres, la imagen de un salvador, el
hombre más cercano a Dios, cuyo rostro humano ella ya no podía ver, salvo la inmensa ansiedad de sus ojos.
Y sintió una especie de temor, que reconoció. Cada vez que estaba ante un sacrificio del yo, con la petición
de otro, con un ansia, una plegaria, una necesidad, le sobrevenía aquella alegría. Era como la alegría de un
preso que descubre de pronto que los barrotes de su celda están rotos. El espejismo ocupó el lugar de todas
las sensaciones físicas reales. Fue como si trascendiese todos los muros, todas las limitaciones, todos
los deseos personales. No era un éxtasis del cuerpo, sino una súbita ruptura con el cuerpo, una liberación y
una entrada en una región nueva. Con el abandono se producía aquella alegría como de un trascendente
vuelo hacia las alturas, rompiendo las cadenas de la conciencia. El abandono provocaba una embriaguez, la
fiebre de la generosidad, la alegría de la abnegación. Una víctima alegre, una víctima de las imperfecciones
del universo que en aquellos momentos era capaz de rectificarlo, de cambiarlo. En aquellos momentos
estaba en su poder conceder todos los dones prometidos hacía mucho tiempo en los cuentos de hadas. Lo
que solía impedir que los cientos de hadas se realizasen era la falta de fe y la falta de amor. En aquellos
momentos la vida humana parecía una ciudad minúscula e irreal, con demasiadas fronteras, demasiadas
leyes. Dar era el único vuelo permitido a los seres humanos.
Mientras hablaba la Voz que ya no era el Vidente, lo que ella veía era un mitológico cangrejo de piel
oscura, la cavernosa aflicción del mono, la ancianidad de la tortuga, la ternura del canguro, la fácil humildad
del perro.
En la Voz ella sentía la fealdad de las raíces de los árboles, de la tierra, y aquel terrible, oscuro y mudo
saber del animal, pues aunque él era el que mejor sabía lo que ocurría en los demás, era también el que
menos sabía lo que ocurría en sí mismo. Lo tenía demasiado cerca. Sabía leer los mitos y los sueños del
hombre, pero no sabía leer en su propia alma. No sabía que el hombre que llevaba en él había sido negado.
Suplicaba que se le convirtiese en hombre. El hombre había sido enterrado dentro del sabio. Se había hecho
viejo, se había marchitado, sin haber realizado su vida en la tierra. Eso es lo que imploraban sus ojos: una
vida en la tierra.
Lo que ella buscaba era un padre, no un amante.
Él le dijo:

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-Con usted se viaja tan lejos de la realidad que es necesario comprar un billete de vuelta.
Ella le prefería serio. No sabía sonreír. Sus bromas eran bromas mentales, su humor la paradoja, la
inversión de las ideas. No había aprendido lo que ella: a no intentar asir el perfume de las flores, a no tocar
el rocío, a no apartar todos los velos, a dejar que la exaltación y el aliento se hinchasen y desvaneciesen. El
perfume de las horas se destilaba sólo en el silencio, el denso perfume de los misterios no tocados por dedos
humanos. La fricción de las palabras sólo engendraba dolor y división. No había aprendido a formular sin
destruir, sin manosear, sin marchitar. Un temor de los sentidos.
Su comprensión era infinita, como un mar, pero Lilith navegaba por él sola. Estaba en todas partes,
inmenso, pero no era un hombre, porque su comprensión terminaba donde empezaba la vida del silencio y
del misterio.
Estaba paseando con Lilith a plena luz del día. Sus ropas colgaban de su cuerpo como de una cruz de
madera. No le vestían, no le encarnaban. Sus manos pequeñas hacían gestos bruscos como si estuviesen
formadas sólo por huesos. Las ropas adoptan la forma del cuerpo de un hombre, la forma de sus gestos.
Llevan la huella de su personalidad, sus hábitos, sus estados de ánimo. El sombrero revela
si el hombre es amable y tolerante, si es alegre o pródigo. Cada raya, pliegue, arruga, denotan su ter-
nura o su rudeza, su sensualidad o su ascetismo.
Las ropas de la Voz no le sentaban bien, no formaban nunca parte de él. No estaban moldeadas por su
cuerpo, vinculadas a sus estados de ánimo. Nada de lo que llevaban los hombres parecía estar hecho para él.
Los sastres no lo habían cortado para su cuerpo, su cuerpo no estaba hecho para las ropas. Su sombrero se
erguía rígidamente, separado de él. Parecía demasiado grande o demasiado pequeño. O bien sus sombreros
eran convencionales y el rostro que había debajo estaba demasiado relajado, o bien eran graciosos y
despreocupados y su rostro demasiado serio y grave. O bien parecía humillado. En todos los aspectos, sus
ropas le sentaban mal. El cuerpo era negado: no se deslizaba en las ropas, no se adaptaba a ellas. Pesaba
sobre su cuerpo una especie de maldición; su cuerpo era la idea hecha carne, la idea obstaculizando siempre
los gestos naturales, la idea erguida y obstaculizando el ritmo. Su carne tenía el color de la muerte. La Voz
había muerto en su cuerpo y no habla resucitado. Le abrumaba la melancolía, los celos. La vida de la mente
había marchitado el cuerpo demasiado pronto. Era una carne triste tiranizada por la idea, dibujada y
cuadriculada según un modelo, devorada por los conceptos. Por clara o divina que fuese el alma, la carne era
oscura, triste y terrosa como la carne muy antigua exiliada de la alegría y de la fe, exiliada al reino del
pensamiento.
Cuando volvían del teatro o de un baile y se hallaban ante la puerta de ella, se producía siempre una
pausa. La Voz decía:
-Hablemos un rato más. No soporto entregarte al sueño.
Si ella se negaba, al día siguiente encontraba una nota debajo de la puerta: «Perteneces a la noche.
Tengo que devolverte a la noche, a tu misterio». Ella sonreía. Su misterio era bien sencillo, pero él no
alcanzaba a comprenderlo.
Al día siguiente él le escribió una larga carta y se la deslizó por debajo de la puerta. Atada a la carta
había una rana diminuta. «He aquí, escribía, mi transformación, que me permitirá entrar por la puerta
cerrada».
Pero aquella rana diminuta que ella tenía en la palma de la mano se le parecía tanto que se echó a
llorar. Ciertamente la rana había llegado a ella de la misma manera que en los cuentos de hadas; y, tal como
en los cuentos de hadas, ella debía mantener la fe y conservar su visión interior de él, debía seguir creyendo
en lo que se ocultaba en aquel cuerpo de rana. Debía fingir no darse cuenta de que la Voz había nacido
disfrazado, para poner a prueba el amor de ella. Si ella conservaba su visión interior, tal vez el disfraz sería
destruido, tal vez se produciría la metamórfosis.
Se sentó en el suelo con la carta en el regazo y la rana en la palma de la mano, llorando por la fealdad
y la humildad de él, y por la fe que ella debía mantener.
Le estaba haciendo preguntas a la Voz acerca de su infancia. Él se interrumpió a la mitad de una
historia y se echó a llorar.
-Jamás nadie me había preguntado nada sobre mí. He pasado veinticinco años escuchando las con-
fesiones de los demás. Pero jamás nadie ha vuelto la cabeza para preguntarme algo sobre mí, jamás nadie me

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ha dejado hablar a mí. Nadie ha intentado nunca adivinar mis estados de ánimo o mis necesidades. Había
momentos, Lilith, en que sentía una gran necesidad de hacer confidencias a alguien. Estaba abrumado de
preocupaciones. ¿Sabes lo que temo más en el mundo? Ser amado como un padre, como un médico. Y
siempre me aman de esta manera.
Ella utilizaba contra él sus propias fórmulas. Cuando se quejaba de que ella le dejaba solo, le daba
explicaciones misteriosas: que la realidad de la vida provocaba siempre la tragedia, que ella prefería el
sueño. Y él se veía obligado a admitir galantemente que también prefería el sueño. Aquellas explicaciones le
encantaban y le evitaban a ella decirle: «No te quiero cerca de mí porque no te amo».
La preocupación que él sentía por la exactitud de las interpretaciones psicológicas era tan grande que
un día, tras descubrir que ella le había mentido (creía haberla curado de sus mentiras), le dijo:
-Déjame resolver esto yo solo. No te molestes en darme detalles de ningún tipo. ¿Qué importan
nuestras vidas personales cuando está en juego todo el mundo del hombre?
La única alegría que ella experimentaba era la de ser totalmente comprendida, justificada, absuelta en
todos los terrenos excepto en el de su relación con él. El siempre le estaba preguntando lo que había hecho.
Fuese lo que fuese lo que ella respondía, aunque se tratase de la trivial compra de un brazalete, la Voz se
lanzaba sobre ello con excitación y elevaba el incidente a la categoría de deslumbrante acto simbólico, de
elemento de una leyenda. El pequeño incidente le bastaba para componer y completar la leyenda. El
brazalete tenía un significado... todo tenía un significado. Cada acto ponía de manifiesto con mayor claridad
aquel divino modelo según el cual ella vivía y del cual sólo la Voz conocía la totalidad. Ahora podía él
verlo. Y le repetía a ella una y otra vez:
-¿Lo ves? ¿Lo ves?
Lilith tenía la sensación de haber hecho cosas extraordinarias. Al entrar en una tienda y comprar un
brazalete, no lo había hecho, como ella creía, por la atracción de su color o de su forma, o por su amor a los
adornos. En aquel momento llevaba en sí todo el drama de la esclavitud y la dependencia femeninas. En el
pequeño y oscuro teatro de su inconsciente, el desenlace provocado por la compra del brazalete era un drama
que tenía inacabables repercusiones en su vida cotidiana. Significaba el deseo de estar atada a alguien,
expresaba un deseo de someterse. ¿Lo ves? ¿Lo ves? No sólo el brazalete, o el momento agradable pasado
ante el escaparate, eran agrandados y puestos violentamente de relieve -como actos llenos de derivaciones-,
sino que todo lo que ella había hecho durante la semana parecía abrirse como una gran camelia de inverna-
dero, cuyo crecimiento hubiese sido forzado por una labor de creación desde el primer momento de su
existencia.
Mientras la Voz descubría cada pequeño incidente de su vida para poner de manifiesto la relación
entre ellos dos, la fatalidad y la importancia del vínculo que les unía, ella se sentía como una actriz que no
hubiese sabido nunca lo conmovedora que había estado, se sentía como un creador que hubiese preparado en
un tenebroso laboratorio de su alma una vida semejante a una leyenda, y que hasta el día de hoy no pudiese
leer aquella leyenda en un gran libro.
Aquello formaba parte de la leyenda, aquel hombrecillo que descifraba con decisión cada instante, que
se maravillaba a cada momento ante el milagro que antes no parecía tal, ante el hecho de que ella se
comprase un brazalete, un hecho tan milagroso para la Voz como la transformación del plomo en oro en la
redoma de un alquimista. No sólo ella había cubierto la tierra con una multitud de actos espontáneos, sino
que aquellos actos podían ser iluminados por un significado espiritual, por unas intenciones divinas, podían
ser amados por su calidad humana o temidos por su condición de únicos. Él los adoraba en virtud de su
simple florecimiento.
De vez en cuando él se rebelaba contra su inaprensibilidad, pero ella hacía distinciones sutiles en la
situación. Ella no deseaba la realidad. La realidad le daba miedo. Ella era en realidad una llama. Nadie podía
tomar posesión de una llama. Ella anulaba los límites, confundía las cuestiones. Ella tomaba todas las
decisiones, contornos y realidades concretas y las fundía en una sustancia semejante al sueño. Le hechizaba,
le hipnotizaba con invenciones y creaciones, para hacer que dejase de aferrarse, que volviese a ser cósmico.
Le hablaba desde la realidad de su presencia.
Lo que él no sabía era que al mismo tiempo ella estaba perdiendo la fe en todas las interpretaciones,
pues veía cómo podían ser manipuladas para ocultar la verdad. Empezó a percibir la cualidad ilusoria de

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todas las interpretaciones humanas, y a creer únicamente en sus propios sentimientos. Cada día encontraba
en la mitología un nuevo pretexto para eludir el deseo de él. Primero le dijo que necesitaba tiempo. Tenía
que llegar a ser del todo ella misma sin necesitarle a él. Esperaba el momento en que ya no le necesitaría
como médico. Esperaba que el hombre y el médico llegasen a estar completamente separados y no volviesen
a confundirse en ella. 81 aceptó todo eso.
Pero ella descubrió que, cuando él no era el médico, no era un hombre sino un niño. Lloraba como un
niño, se enfurecía, estaba lleno de temores, era posesivo, se quejaba y se lamentaba de su vida. Se mostraba
desesperadamente ansioso y torpe en la vida; más que gozar de las cosas se aferraba a ellas. El ser humano
oculto en el médico era un adolescente mal desarrollado, un histérico. No bien dejo de ser maestro y guía
perdió toda su fuerza y habilidad. Se convirtió en un ser desorientado, caótico, ciego. Tan pronto como
abandonó su papel se desmoronó. Lilith se encontró ante un niño que se lamentaba, ante un niño lleno de
añoranzas, impaciente, irritable, solitario. Escribía toscas notas amorosas con manchas de tinta, corría hacia
ella sudoroso y agitado cuando se encontraban en la calle. Sentía celos de su peluquero. El niño que ella
había despertado en él era como el niño de las personas que habían acudido a él en busca de consejo, insa-
tisfecho, quejoso, lloroso, enfermizo. Ni la capacidad de ilusión que ella poseía ni los sueños que soñaba
habían obrado el milagro. Él no llegó a ser otra cosa que una voz misteriosa, con la poderosa solicitud
maternal siempre atenta a su floración.
En el primer estrato de la espiral estaba la lucidez. Aún podía vislumbrar la luz del día entre las
pestañas. Aún podía ver los intersticios del mundo. Me hallaba en la penumbra, en la que los pensamientos
estaban revestidos de filamentos luminosos. Era el lugar en el que las imágenes se filtraban y separaban
delicadamente, y sus siluetas se proyectaban en el espacio. Era el lugar donde las pisadas no dejaban huellas,
la risa no tenía eco, el ansia y el miedo eran inmensos. Era el lugar en el que las velas del sueño podían
henchirse sin que soplase el viento.
La vegetación ya no ocultaba su respiración, sus lamentos. La arena ya no ocultaba su deseo de atra-
par, de sofocar; el mar mostraba su verdadero rostro, su insaciable deseo de poseer; la tierra bostezaba
abriendo sus cavernas, las nieblas vomitaban sus venenos. El sueño estaba lleno de peligros, como una selva
africana. El sueño estaba lleno de fieras. Fieras muertas, disecadas, prisioneras del hombre, que se paseaban
vivas por el sueño. Todos los rostros se burlaban del deseo de identificar, de personalizar: cambiaban y se
descomponían ante mis ojos atónitos.
No había tiempo: los acontecimientos se sucedían sin dejar rastro, sin dejar una huella, un eco. A su
alrededor sólo dejaban ESPACIO. Incluso una calle llena de gente estaba en perpendicular entre dos
abismos, como si perteneciese a un planeta sin gravedad.
El sueño era un filtro. El mundo entero no era admitido. Se trataba de un escenario dedicado a
fragmentos, con muchos trozos que quedaban suspendidos de los hilos.
En la punta de la espiral me sentí pasiva, me sentí aprisionada, como un muñeco. Mientras descendía,
esos obstáculos fueron suavizándose.
La pérdida de la memoria era como la pérdida de una cadena. Aquella fluidez venía acompañada de
una gran ligereza. Sin memoria me sentía extraordinariamente ligera, vaporosa, fluida. La memoria era la
densidad que sólo era capaz de trascender en el sueño.
No estaba perdida, sólo había perdido el pasado. Arena cayendo en el reloj que nunca se invertía.
Pasando.
Cuando el sueño cayó hacia un lado, herido, y el día hacia otro, lo que apareció por la hendidura fue la
muerte real. La hendidura del día entre las cortinas, la fisura entre noche y día era el momento mortal porque
acababa con el sueño. Entonces el espíritu perdía su capacidad de respirar, perdía su espacio.
Noches en las que esperé el sueño como quien espera el barco que ha de llevarnos lejos, para en-
contrarme sólo con la pesadilla que me revelaba que algo tenía que expiar. Pesadilla mensajera de la
culpabilidad. La pesadilla me devolvía los sufrimientos que había rechazado o eludido durante el día, o que
había traspasado a otros.
Ahora, sin embargo, no estaba en el sueño ni en la vigilia. Estaba en el instante en que uno está des-
pierto con un millón de ojos y una boca que ha dicho todo cuanto tiene que decir y está condenada al
silencio; un lugar tan elevado que en él la respiración cesaba y empezaba la adivinación, Era la penumbra de

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mercurio. Allí es donde me ocurrió todo. La vigilia era sólo un esbozo. Durante el día todos los gestos se
veían agrandados por los recuerdos. El ser querido sólo era totalmente poseído en el sueño, sólo en el sueño
había éxtasis sin muerte. La vida sólo empezaba tras las cortinas de los párpados cerrados.
La mujer que caminaba erguida durante el día y la mujer que respiraba, andaba y nadaba durante la
noche no eran la misma. La mujer del día era como la aguja de una catedral, y la abertura que daba a su ser
era un secreto. Era inaccesible, como el fondo de la caracola más laberíntica.
Pero al llegar la noche se abría.
El cuerpo diurno hecho de huesos rígidos, anquilosados por temores y disonancias, se cerraba a toda
entrega. Pero por la noche cambiaba de sustancia, forma y textura. Con la noche circulaba por el tuétano no
sólo la sangre que podía mezclarse con otras sangres, sino el mercurio que corría en todas direcciones, veloz,
corrosivo, incontrolable, desparramándose y circulando en todas direcciones, cambiando de forma con cada
hálito del deseo, derramándose y dispersándose sin dividirse.
Con la noche venía el espacio. No la ciudad multitudinaria. El sueño nunca era multitudinario. Estaba
filtrado por el prisma de la creación. La presión del tiempo dejaba de existir. La alegría era más duradera, el
sufrimiento más corto, o bien todos los sentimientos se proyectaban en un segundo. El tiempo se disponía y
ordenaba según los sentimientos. El miedo era eterno, la cólera inmediata y catastrófica. Tamizado y
envuelto en un destello mineral, cada objeto del paisaje eterno aparecía en escena con espacio a su
alrededor. El espacio era como un enorme silencio en el que no existía la espada del pensamiento, ni
comentarios lacerantes, ni hilos rotos. Caminaba entre símbolos y silencio.
Había dejado de ser mujer. Los poros secretos del ser empezaron a transpirar una vida de planta y flor.
Me acosté como ser humano y desperté con la sensibilidad nerviosa de una hoja, con el conocimiento
escamoso del pez, con la dureza del coral, con los ojos sulfúreos de un mineral. Desperté con ojos situados
al extremo de largos brazos que flotaban por todas partes, con ojos en las plantas de los pies. Desperté en
mechones de cabellos de ángel con pulmones de leche de capullo de seda.
Con la noche vino un multiplicado respirar y nuevas células, como panales de miel, repletas de de una
extraña actividad. Llenándose y rellenándose con blancas mareas y rojas corrientes, con ecos y fiebres.
Células, colmenas de sentimientos, inundadas por las nuevas formas de vida que disolvían los contornos del
cuerpo. Todas las formas se hicieron borrosas y la mujer que estaba allí echada fue convirtiéndose
lentamente en un mar proceloso, arrastrando riquezas en el pecho, o en una tierra cruzada de
resquebrajaduras sedientas, absorbiendo la lluvia.
Con la noche llegó la barca. Una barca que empujaba con todas mis fuerzas porque no podía flotar:
atravesaba la tierra. Se ahogaba luchando por pasar por las calles, sin encontrar el camino hacia el océano.
Fue empujada por las calles de la ciudad, rozando con las paredes de las casas, y era yo quien la empujaba
contra la resistencia de la tierra. ¡Tantas y tantas noches batallando contra los obstáculos del barro, los
marides, los senderos hortícolas por los que la barca se abría camino dolorosamente!
No estaba del todo dormida. La noche era como una cortina de seda muy negra, aunque todavía que-
daba un atisbo del día. Sentí que el sueño se acercaba. Pero mientras quedase algo de día, las palabras
seguían flotando a su alrededor. Palabras aguzadas, que herían los sentimientos cual navajas, palabras que
separaban, abrasaban, despellejaban, exponían y mataban los sentimientos. En el instante en que las palabras
penetraban en el sueño, en los sentimientos, yugulaban el pulso y el pulso dejaba de latir. Aquella rendija
por donde atisbaba el día era de acero.
La barca cruzaba por la ciudad sin poder encontrar el océano que transmitía viajes a su vida. La luz se
incrustaba en los huesos con palabras óseas que no podían comulgar ni convertir la sustancia en comunión.
De día seguí el sueño paso a paso. Si el día no me brindaba su copia, me sentía perdida y confusa. Me
sentía obligada a recuperar el aroma, los colores perdidos, a recuperar el personaje, el momento, el lugar.
Cuando lo encontré comprendí inmediatamente la parte del sueño que faltaba. El fragmento que faltaba era
irrecuperable, pero durante el día advertí su presencia, rodeada de un aura incómoda, amarillenta,
incompleta.
Si era capaz de encontrar, a la luz del día, el fragmento del sueño que faltaba, tal vez pudiese re-
construir toda la tapicería. Buscaba una ventana que había visto durante el sueño; de noche paseé por la
ciudad, buscando aquella ventana, y la encontré. Era la ventana de una casa que daba a dos avenidas. En el

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sueño había visto la ventana de la casa de Proust. Y también era la ventana de una casa en la que yo había
vivido, pero no recordaba cuándo. Aunque estaba segura de que ya había experimentado aquella sensación
de hallarme junto a la ventana mirando hacia las dos avenidas que parecían un par de piernas abiertas.
Estaba segura de que muchas veces me había detenido, dudando entre aquellas dos avenidas. Mi camino se
dividía constantemente abriéndose de par en par, en dos secciones. Nunca podía elegir nada. Tenía que
seguir las avenidas hasta que el dolor de verme desgarrada de aquel modo se convertía en éxtasis y ambas
avenida se fundían en un punto de absoluta aflicción. El drama era aquella ventana abierta sobre el aspecto
dual de la existencia, sobre su doble rostro. El drama era aquella ventana que había visto en sueños, la
ventana de la casa de Proust cuando éste escribía el libro interminable en el que no hacía elección alguna,
limitándose a seguir el laberinto del recuerdo. Como respuesta al sueño yo había elegido aquella
continuación del sueño sin memoria. Y, sin embargo, había dejado atrás una malla de memoria que se iba
agrandando inexorablemente, frenando mi avance y mis sueños.
Sólo era libre siguiendo el sueño, pero habla un momento en que el dibujo de mi vida quedaba col-
gando como un trapo deshilachado y la calle de los sueños giraba hacia la oscuridad.
Cuando entraba en ciertas estancias repletas de gente a la que jamás había visto en el sueño, com-
prendía inmediatamente que aquel no era el lugar. La necesidad de escapar se hacía imperiosa.
Cuando encontré el lugar tomé asiento y permanecí muy quieta, contenta. Estaba recordando el sueño
e intentando recuperar los fragmentos perdidos. Me había apoderado de mi sueño. Y entonces me pareció
que todos los relojes del mundo sonaban al unísono para celebrar el milagro. Como suenan a medianoche
por todas las metamorfosis. El sueño estaba sincronizado. El milagro se había realizado. Todos los relojes
sonaban a medianoche por las metamorfosis. No sonaban anunciando la hora, sino el haber alcanzado,
haberme apoderado del sueño. El sueño siempre corría delante de mí, y haberlo alcanzado, haber vivido un
instante al unísono con él, era un milagro. Era la vida en el escenario, la vida de la leyenda ensamblada con
el día, y de esa unión brotaban las grandes aves de la divinidad, los momentos eternos.

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