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¿Realidad o leyenda?

Las dos Españas

Aunque el hambre era mucha en los albores del siglo XX, había guisos que mejor ni probarlos.
Utilizar en el mismo puchero el caldo cocido por el permanente conflicto obrero, generado por
una carestía de medios de subsistencia que espantaba a las ánimas del purgatorio, y de otro, el
palustre con el que se le daba vueltas, es decir, la Guardia Civil, esto acababa con el hambre de
cualquiera, sí, pero también con su vida. Sobre todo, con un cuerpo armado que rehusaba de
las modernidades y tiraba de tortura para recomponer los cuerpos de los rebeldes y ablentar
testimonios a base de tratamientos corporales que, a tenor de las reiteradas denuncias en
multitud de casos, acabó siendo un clásico en el desarrollo de las primeras actuaciones de
indagación hasta bien entrado el siglo.
El conflicto estaba claro. O venerabas las heroicidades de los civiles contra el terrorismo de
masas, bandoleros y otras menudencias, o eras un apologeta del anarquismo y sus
atropelladas vindicaciones.

Lo cierto es que el conflicto obrero era una realidad permanente en la sociedad española del
primer tercio del siglo XX, que el anarquismo tenía amplio calado entre sus filas, y que el
tormento, tortura o malos tratos era una práctica habitual en el ejercicio de la Justicia, desde
el inicio de las diligencias de investigación hasta la ejecución de las penas. Negarlo sería
ausentar el debido rigor en el quehacer atropellado de nuestra Historia, en un inicio de siglo
convulso.

Fueron muchos los casos que enfrentaron a la derecha y a la izquierda. Uno de los más
sonados fueron aquellos que tuvieron lugar el 1 de agosto de 1903, en Alcalá del Valle.

Decían los gubernativos que en ningún punto de la nación se habían reunido tantos
anarquistas como en Alcalá, cerca de 500 llegados de Setenil, Cuevas del Becerro y otros
puntos comarcanos. Estaban discurseando a un kilómetro del pueblo cuando llegó el sargento
de la Guardia civil y dos parejas, y los invitó a disolverse. Dicen que los anarquistas los
recibieron a tiros, cayendo herido el sargento y uno de los guardias. En la respuesta murió uno
de los sediciosos. Mientras dos se hacían cargo de los heridos, el quinto de los civiles se
enfrentó en absoluta soledad a los revoltosos.

Ante la resistencia de aquel guardia, los amotinados huyeron, mientras que el sargento y el
otro guardia eran conducidos heridos a un cortijo próximo. Los revoltosos, convencidos de que
la guardia civil había quedado fuera de combate, se internaron en Alcalá, recorriendo las
calles, insultando a los vecinos y dando vías a la anarquía, recogiendo armas y maltratando a
quienes no se las entregaban. El pánico que con este motivo se produjo fue indescriptible.
Añade el teniente que los que con ligereza acusan a la Guardia civil debieron presenciar los
actos de salvajismo que los anarquistas realizaron. A hachazos rompieron las puertas de
muchas casas. Un grupo fue al almacén de comestibles, sacando las latas de petróleo, y
recogiendo los documentos del archivo del Ayuntamiento y del Juzgado, formaron con ellos
una hoguera. Dando vivas a la anarquía y distintos mueras recorrieron las tabernas, robando
bebidas, embriagándose, y donde se les negaba, saqueaban. Los vecinos permanecían
aterrados en sus casas, oyendo continuamente disparos. Varios vecinos rechazaron a los
anarquistas a tiros, y cuando los revoltosos daban hachazos en las puertas, dedicábanse a
guardar las alhajas, esperándose con todo ello una noche terrible.
Pronto llegaron los refuerzos. El teniente de civiles de Olivera, José Martín, con 11 guardias
blandió la soflama: “Que los hombres honrados se metan dentro de sus casas, que de los
criminales me encargo yo”. La masa se desvaneció, aunque algunos huyeron al monte y
tuvieron que ser cazados.

Sobre los martirios, ninguna verdad comprobable, para los de un lado había vuelto la
Inquisición, para los del otro todo eran invenciones de los periódicos anarquistas. Imposible el
martirio de ningún detenido, pues tras la declaración ante el Juez fueron conducidos al
Ayuntamiento convertido en cárcel, y allí estaban sus familias y los soldados que los
custodiaban. No cabía en mente alguna la idea de molestar a las infelices víctimas de las
predicaciones de otros. Ni militar alguno lo hubiera tolerado, pues la idea de semejantes
martirios no es compatible con el honor militar. La simple presencia de los civiles convirtió a
aquellos feroces anarquistas en humildes corderitos.

El único dato objetivo, si es que en estos asuntos existe alguno, es que con motivo de la huelga
general convocada por la Federación Regional Española de Sociedades de Resistencia, que
tuvo por objeto el apoyo a cuantos estuvieran en condiciones de detención por los llamados
delitos sociales, el 1 de agosto de 1903, un grupo de medio millar entre obreros y campesinos,
que incluía mujeres y niños, se concentró en las afueras del pueblo. El tumulto acabó en
enfrentamiento con los guardias civiles desplazados a la zona, y este con la muerte de un joven
de 15 años, lo que incentivó la ira de la masa que acabó incendiando los archivos del
Ayuntamiento y el Juzgado Municipal.

La refriega acabó con más de un centenar de detenciones, que tras las primeras declaraciones
fueron trasladados a la cárcel de Ronda, donde decían que habían recibido un trato humano. El
4 de agosto se desplazaba hasta Alcalá el gobernador militar con una sección de artillería, para
controlar la situación.

No tardaron en aparecer en diversos periódicos crónicas de los malos tratos y torturas a los
que eran sometidos los presos durante las testificales, y faltó tiempo y espacio para que
comenzaran las diatribas políticas sobre si la responsabilidad era de Maura, o era de
Villaverde; si era una cuestión consentida por las izquierdas o armada por las derechas.

Las torturas aplicadas por Sánchez Millán, que por repetidas en multitud de casos de la época
parecían aprendidas en una escuela, siempre eran las mismas: como protagonista
omnipresente, los bergajazos; para aflojar los pensamientos, la introducción de estaquillas
entre las uñas; para mayor sufrimiento, las maderas entre los dedos, con cordeles que los
apretaban o el ahorcamiento de los testículos acompañado de golpes en el cuerpo con las
culatas de los maüssers… Y por conocido, no menos repetido, el mismo epitafio: Las leyes
abolieron el tormento, pero la Inquisición campa a sus anchas y corchetes y verdugos practican
sus artes como si estuviéramos en el medioevo; y como corolario, el lamento por la imagen de
país bárbaro transmitida al resto del mundo. Antes yanqui, con mi libertad asegurada, que
español bajo la fusta de un bárbaro carcelero, así decían los cubanos y los filipinos, y ¡así les
fue! Los franceses, críticos por nostalgia, atisbaban una puerta abierta a la lucha anticlerical y,
especialmente, al poder de Roma, mediante este tipo de asuntos. En definitiva, un acial sobre
el sentimiento patrio.

Siendo en tal alto número los que iban a ser enjuiciados en la jurisdicción militar, el
procedimiento se dividió en dos causas: la llamada causa grande, en la que fueron enjuiciados
todos aquellos que participaron de los hechos tras la refriega de la Guardia civil, en número de
56, y la causa chica, donde fueron procesados los 21 que participaron en el tiroteo con los
civiles.

Celebrado el Consejo de Guerra por la causa chica, que había sido los días 25 y 26 de enero de
1903 contra los obreros que habían dirigido el tumulto contra la fuerza militar, terminó con
dos penas perpetuas y cuatro penas de veinte años de reclusión temporal. Al resto, penas de
entre uno y veinte años. El delito para esta causa fue el de insulto de obra a fuerza armada,
causando lesiones. El 31 de agosto fueron confirmadas por el Consejo Supremo de Guerra y
Marina, y como destino, el presidio de Valencia.

Como siempre, unos años después, en esta España de las gracias, el Gobierno se decidió por la
vía del indulto para con los seis condenados de mayor duración, si bien solo fueron libertados
cinco de los presos, ya que el sexto había fallecido poco tiempo antes en prisión. Los dos
primeros en junio de 1909, con motivo de la celebración del natalicio de la Infanta.

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