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Estar en desacuerdo, criticar, refutar o incluso combatir la autoridad, sea una autoridad estatal,
una autoridad política, ideológica o religiosa, o una autoridad familiar, es una vieja y persistente
necesidad humana, incluso un derecho humano fundamental. Sin él, el cambio sociopolítico y de
mentalidades parece imposible, la cordura de una sociedad funcional está en peligro y la historia
podría quedarse bloqueada para siempre en una especie de impasse amorfo.
Nuestra era es centrífuga; permite unas libertades de conciencia y expresión cada vez mayores,
con frecuencia rebeldes, y pierde su centro, la vieja coherencia nacional, política, cultural, étnica
y religiosa, por convencional que a veces fuera.
Cuando me preguntan por el rasgo principal de Estados Unidos, mi hogar durante el último
cuarto de siglo, siempre respondo que es la incoherencia, un estímulo esencial para nuevas
energías y nuevos descubrimientos. No es casual que el título de la autobiografía de la Premio
Nobel Rita Levi Montalcini fuera Elogio de la imperfección: la imperfección le parece el principal
estímulo para la investigación, para la interrogación espiritual y científica, para las grandes
aventuras de la mente.
Si regresamos al pensamiento de Octavio Paz, podemos encontrar puntos para iniciar un debate
válido sobre asuntos cruciales, sean benéficos o terribles, de los tiempos modernos y nuestra
contemporaneidad, incluidas las revueltas, las rebeliones y las revoluciones.
Él dijo: “La revuelta es la violencia del pueblo; la rebelión, la sublevación solitaria o minoritaria;
ambas son espontáneas y ciegas. La revolución es reflexión y espontaneidad.” Tras examinar el
significado y la evolución de esas ideas, concluye que “para que la revuelta cese de ser alboroto
y ascienda a la historia propiamente dicha debe transformarse en revolución [...] para los
revolucionarios el mal no reside en los excesos del orden constituido sino en el orden mismo”.
El sangriento siglo XX, con la Primera y la Segunda Guerra Mundiales y las violentas revoluciones
que albergó, estuvo marcado por una industria bélica sin precedentes y una terrorífica escala de
destrucción masiva.
El nuevo siglo XXI es igual de competitivo, si no más, en el creciente campo del asesinato
planetario, y ha incorporado un terrorismo nuevo, caótico y extendido, que nace del nuevo viejo
fanatismo y de sus mejorados medios de poner en peligro a la humanidad. Cualquier conflicto
mundial se beneficia en la actualidad de medios capaces de producir inmensos efectos
destructivos.
La libertad, la capacidad de escoger y opinar, como perfecta premisa para la satisfacción del
individuo y el progreso de naciones ha demostrado ser tan complicada y confusa como siempre.
Muchos de nuestros contemporáneos parecen nostálgicos de un centro interior y exterior, de
una homogeneidad religiosa o étnica y una unidad nacional, o etnocentricidad, de una
coherencia colectiva y la sensación de protección y estabilidad que emana a pesar del alto precio
que exige.
Bajo la alianza germano-rumana de la Segunda Guerra Mundial no era fácil rebelarse contra la
mórbida revolución nazi del superhombre, que pretendía aniquilar todas las razas inferiores,
condenadas por el Führer y sus seguidores a la solución final. También era peligroso oponerse a
la dictadura militar nacionalista rumana de la época que me mandó a mí, y a otros presos
similares, culpables de su etnia, a campos de exterminio.
Pero incluso en esa oscura hora de terror existían numerosas formas de rebelión, resistencia y
revuelta en toda la Europa ocupada.
La modernidad y su nueva fase de competición global capitalista también trajeron con una
intensidad nueva e incomparable el problema del extranjero, el exilio, el inmigrante: un
desconocido que se percibe como distinto, normalmente como dificultad, incluso como una
abierta amenaza a la unidad nacional o el emblema religioso, un provocador peligroso que
fermenta la rebelión y la revuelta, la tormenta y el desastre.
Más de una década después de irme a Estados Unidos todavía me sentía un desconocido entre
desconocidos, pero el horror del 11 de septiembre de 2001 no supuso solo una terrible
conmoción para un superviviente del Holocausto y el totalitarismo comunista, sino también un
momento de profunda solidaridad con el país al que me había exiliado, la “demoniaca” América,
odiada y envidiada por demasiados, así como con todos los “infieles” del mundo, como nos
llaman los sangrientos fanáticos de esa agresión. Algunos les consideraron revolucionarios a
pesar de que eran obedientes seguidores de un dogma reaccionario, estrecho de mente, arcaico,
que veía a todos “los otros” y a toda “otredad” como enemigos perpetuos merecedores de la
aniquilación.
Y los peligros del mundo exterior, que sigue cada vez más cautivo, y no menos, de las viejas
reglas de la autocracia y la opresión.
La muy prometedora Primavera Árabe, que se inició como una rebelión y anunció una revolución
en el destino de Egipto, terminó de una manera ambigua, cuando no desalentadora. Un régimen
autoritario laico, corrupto, liderado por un general, se transformó en un régimen autoritario
religioso y después volvió al liderazgo militar de una sociedad cerrada. La prolongada y aún
presente tragedia siria opone un dictador taimado a caóticas guerrillas que luchan entre sí y
contra una población civil y sueñan con establecer una tiranía islámica.
Cada vez parece más difícil escoger cuál de los oponentes está en el lado correcto.
Después de la fallida Revolución Naranja de hace unos años, la actual crisis ucraniana ha llamado
la atención del mundo sobre un liderazgo corrupto y cobarde del país y la agresividad de su viejo
e inmenso vecino, gobernado por una nueva oligarquía rusa, con nuevas ambiciones imperiales,
opuesta a las tendencias independientes de un antiguo país satélite, contra su rebelión frente a
la ineficiencia económica y sus anticuados métodos autoritarios de gobierno. Pese a exigir
relaciones más estrechas con la Europa occidental, la nueva rebelión ucraniana mostró viejos
eslóganes renovados de nacionalismo y xenofobia. Quizá también debamos pensar en el Tea
Party en Estados Unidos, los Hermanos Musulmanes en Egipto, la creciente popularidad del
Frente Nacional en Francia y otros partidos políticos similares en Europa.
En El diccionario del diablo, publicado hace más de cien años por el veterano de la Guerra de
Secesión Ambrose Bierce, que desapareció en el México agitado por la revolución, se decía que
el rebelde es “el proponente de un nuevo mal gobierno que no ha conseguido establecerlo”. En
muchos conflictos del mundo actual, no es fácil advertir cuál es el lado bueno y cuál es la mejor
forma de apoyarle. Y los inquietantes retos actuales son demasiados.
¿Cómo debería pensar un exiliado de una vieja dictadura comunista, en la que la suspicacia y la
supervisión eran los medios de gobierno, sobre Snowden, que armó una increíble operación de
desenmascaramiento de la supervisión secreta de casi todo el mundo en una sociedad libre y en
sus libres alianzas con otras sociedades democráticas?
Para mí, es difícil olvidar que la ubicua policía secreta en Rumania se llamaba Securitate
(Seguridad), en una muestra muy dadaísta de sentido del humor y cinismo.
Así que estoy resignado a pensar, una y otra vez, que el arte sigue siendo la forma de rebelión,
revuelta y revolución más elevada espiritualmente, un acercamiento crítico y creativo a nuestro
destino humano, sus limitaciones y defectos. Es una renovación y un renacimiento constantes de
la individualidad y sus exploraciones terrestres y trascendentes.
Finalmente, podemos preguntarnos, como Thomas Mann, si el artista será siempre un
“sospechoso”, un reto constante a la rutina y las mercancías mediocres, incluso en nuestro
tiempo, cuando una visión pragmática y estrecha del progreso ha conseguido marginar la
literatura, la alta cultura, la búsqueda espiritual, en un mundo que lo vende y lo compra todo.
Podemos regresar, con una melancolía aún mayor, en este momento no muy optimista, a
nuestro celebrado amigo, Octavio Paz, que creía que la poesía y la sociedad “no pueden
desvincularse”.
La tendencia a esa desvinculación es, con todo, poderosa, y las consecuencias ya son visibles.
Pero Octavio también dijo que “los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones sociales
coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras”.