A su muerte, el 8 de febrero de 1861, la Sagrada Familia no es la única
en llorar su pérdida.
Toda una corriente de simpatía, de amistad y de veneración invade la
ciudad de Burdeos. Un impresionante cortejo de personas de toda clase y condición acompañaron el féretro hasta la Catedral, donde tuvieron lugar las solemnes exequias.
A la tristeza de perder un amigo, un padre, un fiel consejero se
mezclaba el sentimiento gozoso de descubrir un santo. El hombre que se dejó mover por Dios, haciendo visible la luz que había recibido.
Él se marchó, pero dejó una Familia con una apertura universal
para que viviese la prioridad de la evangelización.
Nuestro Fundador nos dejó algo muy profundo: la pobreza
auténtica que está en el interior “No amar, no querer y no desear mas que a solo Dios.