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Agustín Cortés

El hombre que volvió de


la chingada

y otros regresos

Tercera edición cibernética, enero del 2003


Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés
Presentación

Editado en el año de 1978, en nuestra editorial Ediciones Antorcha, esta obra, El


hombre que volvió de la chingada y otros regresos, constituye una selección de
cuentos del ahora fallecido escritor Agustín Cortés.

El título, por demás sugestivo, puede conllevar a una falsa apreciación del
contenido. En efecto, no estamos frente a una recopilación de cuentos frívolos o
cómicos, muy por el contrario la substancia de esos cuentos cortos es dramática y
su contenido de carácter existencialista es, para nosotros, más que evidente.

Deambular por los laberintos de la existencia es lo que hace el autor. Son


múltiples las referencias autobiográficas, y eso lo sabemos quienes tuvimos la
oportunidad de convivir con él. En algunos casos esas referencias autobiográficas
son descritas con geniales pinceladas literarias.

El libro, en su conjunto, resulta altamente recomendable, pero, en lo particular,


fijamos nuestra atención, además del cuento que da título a esta obra, El hombre
que volvió de la chingada, en otros cuentos como, por ejemplo, Sin nombre
conocido, Lo has de recordar, Qué es el morir y Nada para nadie.

Esperamos que quien lea esta obra pueda, intelectualmente hablando, degustarla
con detenimiento y pasión.

Chantal López y Omar Cortés


Palabras del autor
El hombre que volvió de la chingada es una colección de cuentos dividida en tres
partes: I. Reflejos. II. Inmersiones. III. Explosiones. Textos escritos en diferentes
momentos pero que tienen un hilo conductor: manifiestan el tránsito de la
subjetividad al enfrentamiento con la realidad del mundo externo que lo ha
condicionado.
Agustín Cortés Gaviño León, Gto. 1946 es licenciado en Lengua y Literaturas
Hispánicas, miembro de los consejos de redacción de las revistas Xilote y Manati.
Ha publicado otros conjuntos de relatos: ¿De dónde? (1969) y Como un fantasma
que buscara un cuerpo (1973)

Definición
Chingado, da, adj. Arg. Frustrado, fracasado. Mex. Epíteto soez, menos fuerte e
injurioso que cabrón. Exclamación de protesta. Perú, chiflado.

Sólo para la hipocresía y la


falsa moral existen malas
palabras
Evangelio según Judas Iscariote
I
Reflejos
... nadie aquí, nadie en ninguna sombra.
Nada en la seca estela, nada en lo alto.
Todo se ha detenido, ciegamente,
Como un fiero puñal de sacrificio.
Parece un mar de sangre
petrificada
a la mitad de su ascensión.
Sangre de mil heridas, sangre turbia.
Sangre y cenizas en el aire inmóvil.
Efraín Huerta
El hombre que volvió de la chingada
La primera vez que se atrevió a preguntar que donde quedaba aquello su padre le
cruzó la cara con una bofetada. Le intrigaba qué clase de lugar podía ser aquél a
donde tanta gente se afanaba en enviar a sus semejantes. Durante una época de
su vida se dedicó a vigilar a todos aquellos a quienes mandaban para allá, pero
nunca los veía irse a ninguna parte. Se propuso ahorrar lo suficiente para poder
pagarse el viaje a tan misterioso lugar. Cada que alguien le sugería que hiciera el
viaje preguntaba amablemente la dirección que tenía que seguir y lo único que
conseguía era que el otro se irritara más.

Indagó en todas las líneas aéreas, de autobuses, de ferrocarriles y hasta en las


navieras sobre la manera de realizar el viaje y ninguna pudo darle la información
requerida, aquella extraña tierra no figuraba en el itinerario de ninguna empresa de
transportes.

Por fin un día, ante lo estéril de sus pesquisas, decidió buscar por él mismo y así
fue que lo vieron partir llevando una sonrisa por todo equipaje. Durante muchos
años nadie volvió a saber de él.

Pero un día regresó, había cambiado mucho y no sólo por los años. Cuando
caminaba parecía que únicamente se dejara arrastrar por el viento, cuando
hablaba era como si las palabras se le hicieran remolino en la boca, y la mirada
continuamente se le escapaba de los ojos. Se ganaba la vida contando la historia
de su viaje por unas cuantas monedas en cantinas y burdeles, pero su verdadera
historia la llevaba rebotando entre sus huesos.
Tal parecía que hubiese visto todo, que se le hubieran hartado los ojos de
palabras y que ya sólo rebotara entre las cosas sin poder pertenecer a nada.
Así, cuando alguien se burlaba de su historia y lo volvía a mandar para allá, nada
más exhibía su oxidada sonrisa y su triste mirada de contemplar milenios para
explicar, con una voz extraída de quién sabe cuantos caminos recorridos, que él
ya había estado ahí y no valía la pena regresar.
Nada para nadie
No, no quiero la esperanza
porque entre los escombros y el suspendido polvo
de los grandes derrumbes
no quiero una vez más quedar de pie
como un niño idiota
con los ojos de yeso
y una flor en las manos para nadie.
Jomi García Ascot

Miraba la noche, la miraba desde el mismo sitio donde todos los días la miraba. En
la habitación oscura donde sólo se escuchaba el ruido de su cuerpo al envejecer.
Miraba la noche, la lluvia, la lluvia que caía sin saber por qué. El cielo era sólo una
masa informe de nubes desangrándose.

Sintió los pasos de ella, el silencio imperceptible de su deslizarse, de su traspasar


el espacio sin moverse. Observó su no decir nada, su respiración sin sofoco;
escuchó su mirada, el golpear de sus ojos sobre los objetos. Estaba de nuevo ahí,
cuando las nubes se apretujaban sobre la tierra, cuando la vela de san Dimas era
el único amuleto que podría salvar a la Tierra de terminar ahogada por los cuatro
puntos cardinales.

Miraba la noche, el furor imposible de la oscuridad, la rabia ciega de Polifemo


azotando contra el mundo. Gruesas gotas restallaban contra los cristales de la
ventana en donde se dibujo la silueta de su cuerpo al girar sobre sí mismo y
enfrentarse a la desierta habitación. No había nadie.

Dando la espalda a la ventana atravesó la oscuridad del cuarto para dejarse caer,
pesado, harto, bofo, en la cama que apenas si reparó en su presencia. Hasta ahí
llegaba el ruido de la lluvia transformado en algo como el eco de un tambor
cansado. Encendió un cigarro.

No, no había nadie sino el sopor untuoso de la noche, nadie sino esas volutas de
humo que se disolvían en la oscuridad de la habitación. Ella no estaba porque el
hechizo sólo podía romperse cuando una doncella se enamorara de la bestia
aceptándola como era. No, no había otros ojos, ni otra piel, ni otra voz en esa
habitación; sólo su propio cuerpo, sus propios ojos llenos de noche, su propia piel
llena de soledad y el sonido de la lluvia azotando la ventana.

II

Olvida que estás sentada frente a una ventana. Olvida que hay viento, que está
nublado, que los árboles... no, eso no, no hay árboles, es una calle desnuda,
solitaria, terregosa; no olvides los árboles. Nunca olvides lo que no está porque
entonces sí que los perderás definitivamente.

Olvida las verjas de la ventana, ya enmohecidas, y tus manos frotándose una con
otra.

Yo estoy ahí, quizá donde aún no has olvidado. Avanzo por la calle desnuda y
terregosa y me voy desvaneciendo en lo líquido de tus ojos. El silencio se me
cuela en los oídos, sólo mis pasos - insensibles - se mueven por entre el nublado y
la soledad de la calle.

Olvida que hay un cuarto oscuro y un espejo; un espejo alto, en un marco de color
indefinible y que tiene, en la parte superior, una sentencia en latín cuyo significado
desconoces pero que intuyes terrible.

Olvida que para llegar a ese cuarto oscuro hay una puerta, a la cual se llega por
una estrecha y rechinante escalera en forma de serpiente.

Yo sigo avanzando entre el silencio. En ocasiones el viento desdibuja el contorno


de la calle y pierdo la ubicación precisa de tu ventana. Tengo ya tanto tiempo
recorriendo esta calle que estos fenómenos me resultan familiares. Yo tantas
veces he creído llegar hasta las verjas enmohecidas de tu ventana y verme, al
final del espejismo, de nuevo transitar por entre el nublado de este triste atardecer
eterno que no me engaña ya tan fácilmente.

Olvida, olvídalo todo. Olvida esta calle, olvida el viento, olvida el nublado. Olvida la
ventana, olvida el cuarto oscuro, olvida el latín - la terrible sentencia -, olvida la
escalera en forma de serpiente, olvida el espejo - sobre todo el espejo - olvida que
quizá no tengas nombre...
Instant replay
Sólo se escucha como la gota cae - la gota, sí, porque siempre has pensado que
es la misma -; la habitación está oscura y desde la ventana observas al viejo que
todos los días ocupa el mismo sitio de la misma banca. Su rostro te preocupa, en
alguna parte le has visto ¿pero dónde?

Instant replay ...

Abre la puerta y se queda un momento indeciso, sin saber qué hacer. ¿Quién es?,
pregunta la voz desde el interior; no responde y vuelve a cerrar la puerta sin
atreverse a entrar.

Fue ahí? Tal vez. ¿Pero quién era?

La gota eterna sigue cayendo, suponer que algún día terminará por perforar el
recipiente ¿y por qué tiene que ser algún recipiente? Ahora que lo piensas jamás
se te ha ocurrido averiguar en dónde cae la gota.

La habitación sigue oscura, mientras afuera cae a plomo el sol del mediodía y el
viento levanta un fino polvo que a rachas barre el parque de los bancos de piedra.

Instant replay...

Baja del camión y camina hasta una calle paralela a aquella en que abandonó el
transporte. Llega hasta una esquina y se detiene; mira hacia un edificio de cinco
pisos que ahora tiene enfrente, busca el tercer piso y ahí se encuentra con una
ventana tras la cual alumbra un candil de tres luces. No puede distinguir más;
enciende un cigarro, cruza la calle, penetra en el inmueble, sube la escalera hasta
el tercer piso, abre la puerta y escucha la voz en el interior preguntando que quién
ha entrado y cierra la puerta sin atreverse a entrar.

¿Cuándo llegaste a esa habitación? ¿Por qué estás ahí? No lo puedes discernir,
sólo aciertas a mirar al viejo que ya has visto en alguna ocasión, sin poder saber
dónde ni cuándo. Y la gota que sigue cayendo, allá quién sabe dónde...

Instant replay...

El sol cae a plomo y fuertes rachas de viento levantan un fino polvo en el parque
de las bancas de piedra. El hombre, sentado en una de las bancas, la misma de
todos los días, mira la avenida allá a lo lejos y recuerda que tiene que ir a un lugar
- no sabe a qué pero sabe que tiene que ir -, donde su presencia será de gran
importancia. Se levanta entonces y camina lentamente hacia la avenida, se
detiene en una esquina y aguarda pacientemente la llegada del camión.

Slow motion...
Piensa en la gota, en el recipiente que la recibe y, por algún extraño principio, de
alguna manera reintegra a su antigua posición para que vuelva a caer, y así hasta
el infinito. El sol sigue abrasando el parque de las bancas de piedra y el viento
sigue levantando un fino polvo que no molesta al viejo que como todos los días, se
encuentra instalado en su misma banca.

Abres la puerta y entras en la habitación oscura, una gota de agua cae en alguna
parte; desde la ventana puede verse un parque barrido por el viento. Alguien abre
la puerta, preguntas que quién es y la puerta vuelve a cerrarse sin que te hayas
atrevido a entrar.
Palabras a las olas
Para LB
¿Pero de qué provecho
son las armas por fuera,
si la guerra es por dentro?
Anacreonte

Cuántas veces he estado aquí, frente a la playa extendida a lo largo del mar,
recordando viejas historias de piratas y tesoros ocultos, fumando mientras el sol
se hunde allá lejos. Cuántas veces dejando que la mirada se confunda con el
vaivén de las olas que revientan entre las rocas. Cuántas dejando que el silencio
me envuelva en el viento helado de un atardecer.

A lo lejos puedo mirar las formaciones rocosas que evocan alguna lovecraftiana
pesadilla cuando a las primeras horas de la noche se levantan sobre un mar
grisáceo y murmurante.

Muchas veces ya me he prohibido caminar hasta aquí, he tratado de negarme a


mirar la noche que por dentro llevo y a esperar una improbable aurora que
siempre se ha deshecho en fuegos fatuos, pero no he podido evitar que mis pasos
me arrastren nuevamente frente al mar para lanzar palabras a las olas, esperando,
tal vez, que algún día encuentren otra orilla.

Soñador escribiente de improbables papeles es posible me llames y a lo mejor es


cierto.

Y sigo aquí, frente a este mar sin peces ni gaviotas esperando a un bajel pirata o
el lejano grito de un monstruo marino solitario que, como yo, busque alguna
respuesta.

En este punto puedes juzgarme, como siempre, y sostener que todo son mentiras,
que no conozco el mar y que el único camino es el dulce cantar de las sirenas;
sólo quisiera que pudieras comprender que el palacio de Circe no es mi casa y las
dulces sirenas no me engañan - diez años frente a Troya me enseñaron a ver el
horizonte -.

Sí, desde aquí imagino múltiples historias como la de ser quizá el errabundo
espectro de un Ulises añorando una Itaca remota en donde una Penélope sin
rostro atisba la llegada de los aqueos triunfantes lanzando también palabras a las
olas, quién sabe.

Ahora comienza a levantarse la marea y el murmullo del mar forja sonidos en los
que quiero reconocer tu voz y casi estoy seguro que Cthulhu acecha entre las
rocas.
Sigo pensando en ti como he pensado mientras cada paso se hundía en la
húmeda arena de la playa y mi sendero dibujaba la tristeza de la noche.

¿Cómo puede pensarse que vivir sea ese irresponsable y fantasmal transcurrir
entre las cosas y la gente sin compromiso ni riesgo? ¿Qué puede haber en el
cómodo desgaste de playa adentro, sin horizonte ni tempestades? ¿Qué sino un
morir sin darse cuenta? ¿Qué sino la insatisfacción de no poder sentir las
corrientes y el viento contra el sol?

Patrañas, dirás, abominables visiones de un poeta alucinado que puede ver la


noche en su pellejo y asumirla hasta el brillante blanco de las lágrimas.

Y estoy aquí viendo a la oscuridad caer sobre las aguas, pronunciando tu nombre
que me llega desde lo más profundo del silencio. Cuántas tormentas ya me han
azotado y dejado aterido hasta los huesos pero ninguna, sabes, ninguna me ha
impedido continuar frente al mar y el horizonte.

Loco de atar, puedes llamarme ahora, por sostener mis hombros junto a otros y
por soñar en alcanzar estrellas para poder ser dueño de mi historia. Puedes
también, si quieres, juzgarme por amar.

Ahora ya es de noche y mis brazos se extienden como buscando la sombra de tu


cuerpo aunque de sobra saben que otra vez se extendieron para al final no recibir
a nadie.

Es de noche, te digo, y en esta playa puedes encontrarme si algún día decides


arriesgarte y abandonar tu estéril discurrir de playa adentro, porque digo, no sé,
que una mirada limpia es luz que te descubre aunque no manifieste pirotecnias de
fuegos de san Telmo.

El murmullo del mar que semeja tu voz me lleva lejos, hacia recuerdos
innombrados, hacia curiosos signos que reconozco míos pero que escritos fueron
en algún antiguo pergamino y que quizá no sean sino un mapa para encontrar una
ciudad perdida.

Así me quedo aquí, frente a las olas cubiertas por la noche como bajando hasta mí
para encontrarte, ¿no recuerdas?
II
Inmersiones
En la finca de Orencio López, llamada El Carmen, municipio de Ixhuatán, Chiapas,
conocí las montañas.
Las montañas existen. Son una masa de árboles y de agua, de una luz que se
toca en los dedos, y de algo más que todavía no existe.
Jaime Sabines
Lo has de recordar
¡Qué voy a cantar si soy un paria que apenas tiene una capa!
León Felipe

También tú lo has de recordar, con aquella su expresión de eterno tedio, con la


pipa colgando de la boca y los ojos muy negros diciendo: todo es una mierda.

Lo has de recordar, aun cuando haga muchos años que no lo veías, desde que le
diste la espalda - como tantos otros - y lo empujaste un poco más a la orilla.

No sé por qué te digo todo esto, pero es que no encuentro mejor manera de
escupir ésta pus que tengo atravesada en la garganta y que ya no me deja ni
respirar siquiera.

Si hubieras podido ver su cara esa noche, cruzada por los hilillos de sangre que
brotaban de la herida, tal vez me podrías entender mejor, o hubieras escuchado
su voz en el teléfono unas horas antes es el fin hermano, me está llevando la
chingada.

Se había ido desmoronando a golpes de vida, ya no le quedaba nada, ya nada


tenía que perder.

Era nuestro amigo, más que eso, nuestro hermano. Uña y carne, inseparables.

¿Sabes lo que pienso? Que esta vida de la chingada es el puritito infierno, que
aquí estamos penando las culpas que en algún jodido lugar quedamos a deber ,
me decía cuando los ojos se le nublaban por el alcohol y la yerba.

Te has de acordar de él, con su saco verde descolorido y sus pantalones grises,
declamando sus versos en las fiestas de la escuela. Este chico llegará lejos, será
gloria de las letras patrias, vaticinaban todos, no me digas que ya no te acuerdas.

Tengo guardados todos sus versos, no sé si valgan algo, pero para mi valen
mucho, son toda una vida, toda una pinche vida, ¿sabes lo que es eso?

Tienes que acordarte, porque a ti también acudió cuando ya casi no podía


respirar, cuando se ahogaba ya en su sangre, cuando todo lo que pedía era un
retazo de comprensión. Acudió a ti porque eras su cuate, su carnal desde chavos,
como yo, y todo lo que hiciste fue darle unos billetes. Tu si que estás jodido, la
plata te pudrió el alma; a él siquiera sólo se le pudrirá el cuerpo.

Arrieros somos, la vida nos escupió por diferentes caminos, ya vez, te hiciste rico y
poderoso, yo no me puedo quejar, ahí me voy defendiendo, pero él, era distinto,
no sé en qué pero era distinto.
Lo hubieras visto cuando conoció a la mujer aquella, hasta un libro completo de
versos sacó. Se iban a casar sólo que ¡pinches viejas!, que no, que si no tomas
una colocación seria es preferible terminar. Colocación seria, como si escribir no
fuera una ocupación seria, un trabajo honrado. Rompieron y él comenzó a
despedazarse, con fe, gozando casi en su propia destrucción, fue entonces que le
dio por la yerba.

Me lo llevé conmigo a trabajar en el abarrote pero fue inútil, eso no era para él; lo
tuve que meter en un hospital cuando el vicio le hizo crisis, luego le perdí de vista
por un par de años hasta que un día se me presentó en la tienda la vida nos está
partiendo la madre.

Entonces comenzó a mendigar un poco de solidaridad, un poco de humanidad.


Entonces fue cuando te buscó y lo único que hiciste fue ponerle en la mano unos
cuantos billetes.

¿Lo recuerdas? Era de nuestra misma edad, pero ya parecía tener el doble.

Es el precio del viaje, conocer el infierno no es de balde.

Hoy en la mañana lo enterraron y me he pasado el día aquí sentado, pensando,


recordando, contando esto a los fantasmas que revolotean y anidan en mi cerebro,
sumergiéndome en el atroz pánico que me invade cuando lo reconozco en mi
propia voz que dice, sin poder yo evitarlo, todo esto es una mierda.
Atardecer
Cuando el enorme reloj de la sala da las seis de la tarde piensas que hace rato
deberías estar ya arreglada. Sin embargo algo te ha hecho quedar frente a la
ventana de la estancia - desde donde puede admirarse la puesta de sol -,
pensando en cosas que, bajo otro estado de ánimo, considerarías absurdas.

El sol baja lentamente y el verde de los árboles del jardín va cambiando su


tonalidad. De alguna manera identificas aquel proceso con tu vida.

Viejas sensaciones se revuelven inquietas en algún olvidado rincón de tu cerebro;


sensaciones lejanas, olores y sabores desterrados a aquella zona distante que es
ahora tu infancia.

Un lejano aroma de yerbabuena y un murmullo de vocecitas chillonas que repiten


frases transmitidas por generaciones, o quizá inventadas en el momento de
pronunciarse.
María Blanca está cubierta
por pilares de oro y plata

Frases que tú no has repetido a tus hijos, por lo que sientes un profundo
sentimiento de culpa.

abriremos un pilar

Te consuelas pensando que tal vez en el kínder se las enseñen, o algunas


parecidas, pero comprendes que aunque sea así algo te ha sido arrebatado.

para ver a doña Blanca

La estrella de la tarde se manifiesta plena y sonríes imaginando el descenso de tu


hada madrina, de esa bondadosa señora que te protegería de todo mal, de todo
hechizo y te pondría en el camino de algún joven y apuesto príncipe que se
extraviara cazando en el bosque un día en que ...

Sí, tu hada madrina lo tendría todo calculado. Sólo que - te preguntas - no tienes
idea de cuándo se realizó el hechizo, o a cual de las hadas no invitaron tus padres
al bautizo, ni cuándo te cortaste con el huso.

Cuando Toño regrese te preguntarás ... bien, pero él no es ningún joven príncipe y
tú - frunces el ceño al pensarlo - ninguna princesa encantada. No eres sino una
aburrida señora que, en un instante de cursilería, se le ha ocurrido ponerse a
contemplar una puesta de sol, en lugar de arreglarse para la cena a la que tendrá
que asistir con su marido en dos horas más.
El sol ya casi ha desaparecido en el horizonte y un vientecillo frío se deja sentir,
acentuando esa expresión de ingenuo asombro que tiene ahora tu rostro.

Quisieras que el tiempo se detuviera, que Toño nunca llegara, que no tuvieras que
asistir a la fiesta y pudieras salir al jardín, tomar a tus hijos de la mano y
enseñarles que María Blanca está cubierta de pilares de oro y plata ...

Pero en unos minutos más Toño aparecerá para que vayan a esa reunión en la
que conversarás con señoras que, como tú, consumen su vida en sus respectivas
jaulas doradas, sin alas ya para emprender ningún vuelo, estacionadas hasta la
muerte como muy señoras de su casa - ¿su casa? - en esa seguridad adquirida en
un conveniente matrimonio de gente decente.

Cuando piensas en esa conveniencia de tu matrimonio te produces asco, pero


también consideras que toda tu preparación estuvo dirigida hacia esa meta, como
la de cualquier chica de familia acomodada, así haya realizado, como en tu caso,
una carrera universitaria.

El sol ya se ha desplomado, el tenue reflejo de las lámparas mercuriales se filtra a


través de las enredaderas del jardín.

Una puta solo está obligada a vender su cuerpo, pero tú has vendido también el
alma, la primogenitura por un plato de lentejas, piensas, y un dolor que parece
provenir de más allá del cuerpo te invade esa alma subastada, ofrecida entre
fiestas y bailes al mejor postor, al que más seguridad ofreciera. Y ese fue Toño.

Toño, al que cada día sientes más lejano, casi como un extraño. Tal vez sea por
eso que se haya agudizado el sentimiento de prostitución que te asalta en el
momento de hacer el amor.

Sabes que para él no eres sino un objeto más de su propiedad, como la casa, el
auto, los hijos ... sus amantes. Hace tiempo que sabes todo sobre él pero no te
importa, ya no puede importarte nada de lo que haga o deje de hacer.

Quizá el amor de tus hijos pudiera salvarte, pero les temes, te sientes indefensa
ante ellos, sabes que no tienes derecho a sus vidas, a sus duendes, a las hadas
que ahora flotan sobre ellos y que les abandonarán junto con la inocencia.

Ya ha oscurecido totalmente, escuchas el motor del auto de Toño y tu primer


impulso es dirigirte rápido a tu habitación para proceder a arreglarte, pero optas
por cerrar displicentemente la ventana. Los gritos de Toño ya no pueden
producirte ninguna alteración.
Miras a la estrella de la tarde y sonríes, imaginando que, algún día, el beso de un
príncipe desvalagado te despertará de tu sopor y puedas, por fin, ir a ese país en
el que tu hada madrina te estará esperando.
Lo otro
Abres los ojos, tardas en acostumbrarte a la oscuridad reinante, buscas tu muñeca
izquierda y encuentras los verdes y brillantes números del reloj de pulso: las nueve
treinta. Saltas de la cama e intentas reconocer el lugar - el saco yace sobre una
silla, has dormido vestido - y no consigues recordar donde te encuentras.

Vas a la ventana y corres la cortina, deslavada y polvorosa, para luego levantar la


persiana y dejar que el sol de verano penetre en el recinto. Te encuentras en un
quinto piso y puedes observar una decorosa perspectiva de la ciudad - hay poco
movimiento -, tampoco puedes reconocer la calle que se desliza en uno y otro
sentido bajo la ventana desde la cual la miras transcurrir.

Frotas los ojos y buscas exprimir el recuerdo de la noche anterior sin conseguirlo;
dejas entonces caer el cuerpo en un sillón que, junto a la ventana, parecía estarte
esperando y es cuando lo descubres, ahí, en la cama, junto a donde pasaste la
noche. Te levantas temblando y te diriges lentamente a la cama, lo examinas con
cuidado sin atreverte a tocarlo, ni idea tienes de quién pueda tratarse, sólo de algo
estás seguro: que llegaron juntos y que está muerto.

¿Qué hiciste el día anterior?

Bueno, eso es sencillo de explicar ... hasta cierto punto ya que llegó un momento
en que todo se borró y ocurrió esto.

Por la mañana saliste de casa al despacho, luego la de rutina y a las dos de la


tarde llamaste a unos clientes y juntos fueron a comer. Tomaste algunas copas
pero sin llegar a emborracharte, simplemente para adquirir confianza, lo suficiente
para desinhibirte.

Ella está siempre gritando que bebes demasiado, que das mal ejemplo a tus hijos.
Pero ella siempre es así, siempre está regañando, si hubieras sabido eso hace
diez años jamás te habrías casado, pero ya era tarde, tenías que aguantarla,
además están los niños.

Pero estábamos en que comiste con unos clientes y luego regresaste a la oficina -
ese espantoso tugurio en el que vas dejando la vida y poco a poco envejeces,
también para olvidar eso bebías de vez en cuando -, y en un par de horas
terminaste con lo que te quedaba pendiente.

Al salir pensaste en dirigirte a casa, pero aún era muy temprano y decidiste pasar
antes a tomar una copa en algún bar, en cualquiera, no tenías a ese respecto
preferencias específicas. Fuiste a uno, ¿a cuál? El nombre era algo que ya no
estaba en la memoria; una, dos, tres copas ¿cuántas fueron? Luego entraron
aquellas muchachas y junto con ese amigo ocasional - ¿quién era? - se apuntaron
de inmediato.

Luego, una conversación idiota, como las que siempre surgen en estas cosas y...

Como en otras ocasiones olvidaste que había pasado después. Te comentaban


que te daba por ponerte sentimental, que hablabas de los días de escuela, de tus
iniciales inquietudes intelectuales abandonadas para tomar la vida en serio, y que
acababas llorando y mentándote la madre.

Quizá ocurrió eso y luego salieron y vinieron aquí, ¿a qué? Los demás no están y
sientes que nunca estuvieron contigo, en este lugar que ni siquiera puedes
reconocer.

Vuelves a asomarte a la ventana, ya hay un poco más de movimiento en la calle,


será el mediodía, pero ahora lo único que sientes son los efectos de la borrachera.
Una profunda sensación de vacío te inunda y comprendes que no es sólo el
alcohol quien te la produce. Perdiste un día de trabajo y ella, en estos momentos...

Intentas aclarar la mente y decides hacer las cosas con orden. Primero te arreglas
un poco, luego sales de la habitación - el hotel no es de tan baja estafa como
suponías - y caminas por un amplio pasillo hasta llegar al elevador, es automático,
abajo vas a la administración, das los buenos días al amable joven que sonríe tras
el mostrador y descuidadamente, para no provocar ninguna sospecha, preguntas
que si tu acompañante ya salió, el joven que no estuvo durante la noche pregunta
a una camarera que si lo hizo y ésta, luego de mirarte con asombro, responde que
llegaste solo, que nadie te acompañaba.

Un helado presentimiento cruza tu mente y hace que imperceptiblemente te


estremezcas.

Con una sonrisa idiota buscas disculpas, arguyes que estabas tan borracho que
no recuerdas; el joven del mostrador y la camarera te devuelven la sonrisa con un
dejo de complicidad tratando de hacerte sentir que no tiene importancia.

Con paso impreciso buscas las escaleras, definitivamente no tienes humor para
subir en el elevador, quieres pensar un poco, aclarar esa idea que, desde que
supiste que nadie te había acompañado, cada vez se fija más en tu cerebro.

El amplio pasillo se abre de nueva cuenta ante tus ojos, lo recorres con toda la
lentitud de que eres capaz - realmente quisieras salir corriendo del hotel y olvidar
todo lo que ha pasado, pero sabes que no será posible, que tendrás que enfrentar
con la verdad algún día, y éste es igual a otro cualquiera.

Abres la puerta del cuarto y vas hasta la cama, aún te espera el cuerpo muerto,
inmóvil; no hay salida posible, lo sabes, hace mucho tiempo que se cerró.
Extiendes la mano hacia él pero prefieres antes hablar a casa...
Te sientas en el sillón, la mesa del teléfono queda a un lado, descuelgas el
auricular y marcas... Es ella quien responde, no pretendes disculparte, escuchas
pacientemente la diatriba y los sollozos, aburrido cuelgas.

Ahora ya no te importa ver el cuerpo, has adquirido la certeza de lo que se trata. Al


levantarte observas la imagen que te devuelve el espejo, la imagen de ese cuerpo
que día a día va aflojándose, de ese rostro cada vez más plagado de arrugas, esa
imagen que te devuelve cada uno de tus movimientos y que te mira desde ese
otro mundo al que desearías trasladarte porque ahí todo ocurre en forma inversa.

Vas de nuevo a la cama y recorres con la mirada aquella forma rígida, muerta, que
sólo a ti corresponde. La tomas por los brazos y haciendo un leve esfuerzo te la
echas a la espalda.

Sales del cuarto, abordas el elevador y te desespera la lentitud con que


desciende. Te diriges al mostrador, el joven sonriente bromea sobre tu estado,
pagas y te despides, algunas personas que se encuentran en el loby apenas si
reparan en tu presencia.

Una vez en la calle buscas un taxi, no lo hallas a la mano y echas a andar sin
importarte la carga que se balancea sobre tus hombros, la habías traído contigo
durante tanto tiempo que ahora, cuando la has descubierto, no parece pesar más.

Y allá vas, con tu paradoja a cuestas, con esa parte tuya asesinada, la de los
sueños y las inquietudes, por esa otra que sigue moviéndose, la del título
universitario y el dinero fácil. Triste paradoja que deberás continuar soportando
como un constante enfrentamiento entre lo que pudiste ser y lo que ya jamás
podrás dejar de ser.
Qué es el morir
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar.
que es el morir.
Jorge Manrique

Hace frío, por la puerta de la terraza - abierta - se cuela una corriente de aire
helado. El reflejo de la luz de los múltiples anuncios de neón recorta las siluetas de
los objetos - inanimados monstruos - que forman el escaso mobiliario de la
habitación.

Con los ojos cerrados aspiras descuidadamente el humo del cigarrillo que acabas
de encender. A tu lado duerme - ¿cómo se llama? - ella; hace apenas una semana
que la conoces; es sólo una más, la misma de siempre, la mujer objeto: úsese y
tírese.

Unos minutos antes, cuando hacían el amor, te pareció sentir de nuevo el cuerpo
de Cecilia. No era nada extraño, todo el día habías estado pensando en ella,
desde que al leer el diario - al levantarte - te habías encontrado con el cruel
encabezado: Conocido industrial asesina a su esposa y al amante de ésta. Ahí
estaba la foto de Cecilia, un poco ajamonada, pero los mismos ojos, las mismas
cejas pobladas, los mismos labios delgados con esa constante expresión de burla.

Tal vez dos años antes tal noticia te hubiera sorprendido, ahora no, habían pasado
ya tantas cosas y tomado conciencia de tu situación que no podía sorprenderte.

Dicen que al morir se recuerda cada momento vivido, quizá hace dos años que
has comenzado a morir, desde que murió Rodolfo cada minuto de tu vida te ha
acosado como un eco nostálgico y demoledor.

¿Saben qué quiere ser Carlos?

Todos interrogaban con la mirada a Cecilia, que aumentaba el suspenso


volteándote a ver - molesto rechinabas los dientes -.

¡Actor! - concluía triunfante.

Y comenzaban las risas y las bromas.

Desde que se separaron sentías miedo por su futuro... Supiste que se había vuelto
a casar y te tranquilizaste, pero ahora ...

La habías visto hacia poco, cuando fue a felicitarte por el último estreno.
Hablaron de la juventud, de las viejas ilusiones, etc., y te sorprendiste sintiéndote
por vez primera viejo.
Seré actor. El mejor de todos.

Y sentías el calor de su cuerpo, de su solidaridad.

Te casaste con el sueldo del primer papel importante de tu carrera. Pero la


ocupación escaseaba al principio y apenas sacabas para mal vivir.

Demasiados pleitos, demasiados problemas; el divorcio fue la única solución.

Nunca pudiste olvidarla realmente. Ninguna mujer volvió a interesarte en serio.


Luego murió Rodolfo, el amigo de siempre, y sentiste como las cosas se
escapaban sin poder retenerlas y tu existencia se convirtió en algo irrecuperable.

Sigue sintiéndose frío pero no te sientes capaz de levantarte para ir a cerrar la


puerta de la terraza. Ella sigue durmiendo - satisfecha, orgullosa de haberse
acostado con la gran estrella -.

Piensas de nuevo en Cecilia, en la nota del periódico, en el contrato de


exclusividad por un millón que firmaste esa mañana. Apagas el cigarro en el
cenicero y cierras los ojos midiendo el tiempo que te falta para acabar de morir.
Las miradas sin eco
Como el de la pata Daisy, dirá si se entera, pensó Javier el día que compró aquel
cuaderno negro que lucía en el frente, con letras góticas doradas, la palabra
Diario.

Pero a fin de cuentas, siguió pensando, no veo por qué tenga que enterarse; lo
guardaré en mi closet y ... ¡Vaya tontería! Ella no conoce mi closet, es más, nunca
ha entrado a mi recamara; y cómo iba a entrar si apenas a puesto los pies en la
casa, y eso sólo las veces que ha ido a visitar a Clarisa mi hermana. En fin, de
cualquier manera guardaré el Diario en el closet, para más seguridad.

El edificio en que vivía Javier con su familia - interior 305 - era más bien feo, de un
color pardo triste, con una pequeña puerta en el frente, un vestíbulo oscuro y unas
escaleras sombrías, iluminadas por las noches con un foco de veinticinco wats en
cada piso - hacia tres meses que el elevador estaba descompuesto -, pinche mole
espesa, le llamaba Javier en sus momentos de mal humor, los que cubrían un
porcentaje bastante alto de su existencia.

El departamento era estrecho, incómodo, sórdido. Tres recámaras de 3 x 3, un


baño, la cocina y la sala - comedor. Los conocidos de la familia coincidían en que
era una verdadera ganga, pero a Javier le hubiera gustado regalárselos para que
se lo metieran por donde les cupiera.

La única ventaja que tenía Javier en su casa era contar con un cuarto para él solo
desde que Arturo, su hermano, se había casado. Clarisa siempre había sido
independiente y contado con un lugar exclusivo. Pinche vieja latosa, piensa Javier
cuando repara en esa particularidad.

El 305 indica que se trata del tercer piso, el edificio tiene cuatro, en el cuarto - 408
- vive Lucía. Desde la puertecita que da a la azotea se ve la puerta del 408 y
desde allí, desde la puertecita de la azotea, vigila Javier todas las tardes las
entradas y salidas de Lucila.

Llevar un diario es una pendejada, medita Javier cuando se enfrenta a las páginas
blancas del cuaderno con cubierta negra en donde sólo ha anotado la fecha.

... ¿Deberé poner como en el de Daisy: Querido Diario? P´a su mecha, que jalada
más horrible, no, sencillamente.

Hoy volvió a pasar por Lucila el tipo ese que a veces viene por ella. Ahora que,
bien pensado, que culpa tiene ese mono de que yo sea tan pendejo.

Javier estudia el tercer año de preparatoria, hasta el año anterior su gran ilusión
era poder inscribirse en Ciencias Políticas, pero ahora parece que nada le interesa
ya, anda mal en sus materias, falta mucho a clases y, en ocasiones, se pasa
mañanas enteras en Chapultepec, tirado debajo de un árbol y con los ojos fijos en
las nubes que pasan. Por esta razón decidió comprar el Diario, para fijar las cosas
que le preocupan y tal vez resolverlas cuando pudiera observarlas fuera de él,
escritas en la libreta.

Estuve esperando a que Lucía llegara de la escuela. Hasta las ocho llegó, quizá
se fue a casa de una amiga, o ...

Cuando Javier y Lucila se conocieron ella lo miró de una forma muy especial, él se
limitó a sonreír y luego fue a encerrarse en su cuarto, también ésta me ve como
animal raro, pensó, pero no pudo abandonar la imagen de los ojos de Lucila.

Desde entonces Javier escogió para sitio de lectura un rinconcito en la azotea


desde el cual podía observar la puerta de la casa de Lucila. Decía que ahí se
sentía más libre que en su cuarto, que podía concentrarse mejor en los libros, pero
la verdad era que muy pocas veces lo conseguía, que por lo común su mirada
permanecía fija en la puerta que tenía - en color verde - el número 408.

La necia de Clarisa le había dicho que Lucila se quejaba de él, que le preguntaba
si estaba loco o qué porque cuando se lo encontraba en la azotea apenas si le
dirigía la palabra, que nada más la miraba como lurias, y la estúpida de Clarisa se
reía y comentaba que a lo mejor se gustaban.

Bajo la fecha de muchos días sólo podía leerse en la libreta de Javier la letra L
repetida por varias líneas. La letra L escrita mientras el número 408 podía
distinguirse desde el rinconcito de la azotea.

Hoy cenó en casa de Lucila el cuate ese. Pobre, lo van a dejar que para ni
diputado entre la gorda babosa de doña Lu y el briagoberto de su marido. Hasta
toluache le van a dar.

Javier se aficionó tanto a escribir la letra L que un día Clarisa la descubrió sobre el
retrato del abuelo, que se encuentra en el álbum de la familia, y acusó a su
hermano de andar llenando la casa de signos comunistas.

¿De qué color tiene Lucila los ojos? Chingao, nunca me he fijado, pero son así
como de gelatina, de muchos colores. Y tantas veces que los he visto.

¿De qué color pensará ella que yo los tengo? Han de ser de buey, qué más.
El día que Clarisa platicó que Lucila y su familia se cambiaban del edificio Javier
perdió el apetito, pasó la noche sin dormir tratando de definir qué era eso pastoso
que le daba vueltas en la garganta.
Al otro día no fue a la escuela, se pasó la mañana vagando por Chapultepec,
preguntándose por qué nunca había reparado en que el viento era color gris y las
nubes semejaban gargajos voladores.
Toda la tarde la pasó en la azotea, mirando fijamente el número 408 y pensando
en los ojos color gelatina de Lucila.

A fin de cuentas todo vale madre. Para que tanto hacerle al cuento si no es capaz
de decir nada con los ojos. Para que ver entonces si cuando la lengua se paraliza
los ojos no pueden decir nada. Pinche desmadre, no sé por qué escribo esto, pero
cuando pienso que Lucila se va...

Tres días fueron iguales para Javier. Cuando la tarde del cuarto regresó a su casa
vio el camión frente al edificio. Clarisa le dijo que no fuera tan bestia y se
despidiera de Lucila y su familia, Javier la mandó llanamente al carajo y se fue a
instalar en la azotea.

Desde el rinconcito pudo ver Javier cómo sacaban las últimas cosas del
departamento de Lucila y cómo doña Lu revisaba que no se quedara nada y cómo
Lucila salió por última vez sin ocurrírsele mirar hacia el rinconcito de la azotea.

Y allí, mientras el 408 dejaba de tener significado escuchaba arrancar el camión y


los gritos de despedida desde la puerta, fue Javier arrancando, una por una, las
hojas de aquel cuaderno negro que, como el de la pata Daisy, lucía en el frente,
con letras góticas doradas, la palabra Diario.
Gargajo
Se lo digo yo, todas son igual de putas. Todas buscan nada más engatusarlo a
uno y ya que lo tienen lo exprimen hasta sacarle todo el jugo.

No, no me malinterprete, no me refiero a esa clase de jugo, sino al otro, al único


que les interesa, usted me entiende...

Ándele, échese otra, para siquiera olvidar cómo nos trata esta pinche vida.

Si, claro, las ve uno muy hacendositas, muy arregladitas, dizque muy trabajadoras;
pero en cuanto le echan el guante al pendejo que se deja, se acabó el trabajo, el
arreglo, todo; entonces quieren casa y dinero a la puerta, como si por casarse se
quedaran tullidas para no seguir trabajando, para ayudar en algo, ¿no cree?

¿O a poco es usted de los que piensan todavía que las viejas como las escopetas,
cargadas y en un rincón?

Se me hace que el que inventó eso fue un pinche maricón que nunca se casó, o
alguna vieja, para justificar al gremio, que se me hace.

Y si a uno se le ocurre tratar de programar la familia, la que se arma, no, que yo


soy católica, que eso es pecado, que deben aceptarse los hijitos que Dios manda -
como si el pobre de Dios tuviera algo que ver en estos menjurjes -, que el Papa
dijo, viejo jijo, ya quisiera verlo a él ¿qué acaso va a mantener a la familia?

¿Usted cuántos tiene? ¿Cuatro? No, pues le gano, yo tengo siete y a ver si en
estos días no me salen con que se murió el conejo.

¿Otra? No faltaba más.

Yo al principio también me sentí muy macho, cómo iba a dejar que mi vieja -
entonces era mi señora esposa - trabajara, jamás, eso era casi como sentar plaza
de padrote. Pero después del segundo se me quitó lo macho y que se me ocurre
insinuarle que había en la oficina una vacante de secretaria.

No está usted para saberlo, ni yo para contarlo, pero me armó un escándalo que
me hizo pedirle el divorcio, se fue a casa de sus padres y al día siguiente mi
suegro me amenazó con matarme si se me volvía a ocurrir ese tipo de
proposiciones inmorales, que yo era un destrampado y que si habían aceptado
nuestro matrimonio era por el profundo amor que su hija me profesaba, hágame el
favor, si ya no sabían cómo salir de ella.

Otra ¿no?
Carajo, si viera usted que yo apuntaba, iba para ingeniero y dejé los estudios para
ponerme a trabajar y juntar para casarme con esa desgraciada, carajo. Y lo que es
peor, de recién casado tuve oportunidad de continuar la carrera, trabajando sólo
en las mañanas, pero ella salió con que no, que qué me ganaba, que con lo que
teníamos era suficiente, y todo eso me lo decía en la cama. Oiga usted, porque en
la cama es todo un caso, tal vez por eso la he aguantado.

Y en lo que acabé, en oficinista de quinta, porque de esta ya no salgo, ya tengo


más de cuarenta...

¿Otra? Oh, no se haga, la del estribo ¿sí?


Los sonidos apagados
El rugir del motor de la motocicleta acalla cualquier otro sonido; cuando se detiene
frente a la cafetería las miradas se clavan en el reluciente vehículo. Ahora todos le
miran a él que, con paso firme y seguro, atraviesa el local hasta llegar a una mesa,
en el fondo, donde ella le mira absorta, sumergida en aquella visión casi mágica...

¡Levántate Jacinto, ya son las siete!

Las enérgicas y encallecidas manos de tu madre te zarandean, y su voz, cada vez


más fuerte, va aclarándose en tu aún adormilado cerebro. Abres los ojos, ella
sonríe y sale de la habitación.

Te desperezas, a tiendas alcanzas los anteojos que descansaron, como todas las
noches, sobre el buró.

Tienes que vestirte y desayunar antes de ir al colegio.

Al colegio, donde podrás verla y, con un poco de suerte, hablarle.

No te acabaste la leche Jacinto, te estás poniendo muy flaco.

Es que ya no me cabe mamá.

En fin, qué le vamos a hacer. ¡Ándale apúrate que ya son siete y media!

El sol ya caliente; en esta época del año sale muy temprano. Caminas hasta la
esquina, donde tomas el camión todos los días. Mientras cuentas los cincuenta
centavos del pasaje repasas mentalmente su nombre: Susana, y te parece
escuchar su voz, aguda y un poco afectada.

Jacinto, no seas malo, préstame tus apuntes de geografía, ¿sí?

Y sientes su mirada cuando, nervioso, buscas en la carpeta los apuntes.

Ya en el camión encuentras a otros muchachos que, como tú, van al colegio;


conoces de vista a la mayoría, algunos te saludan.

Quiubo.

Quibo.

Hay asiento en la parte de atrás y acomodas como puedes tu cuerpo.


Mamá, ¿por qué ese muchacho tiene una bola en la espalda?
Es un jorobadito, y no señales con el dedo que es falta de educación.

Abres el libro de historia e intentas repasar lo que se vio en la clase pasada, sin
poder apartar la imagen de Susana, con su pelo castaño cayendo sobre los
hombros, los labios fruncidos y la mirada en blanco, intentando resolver algún
problema en la clase de matemáticas.

Bajas del transporte y antes de entrar en el edificio de manchada y amarillenta


fachada uno de tus compañeros te aborda.

Oye, cuídate del Bizcocho, es novio de Susana y dijo que si te volvía a ver
hablando con ella te iba a partir la madre.

Es novio de Susana; la idea te impide concentrarte en las lecciones y


disimuladamente, como siempre, la observas a ella, tres filas a tu derecha, - las
medias blancas, el uniforme guinda -.

Es novio de Susana; y te ves a ti mismo, todas las tardes, siguiéndola, buscándola


con la mirada y con el deseo. Y todas las tardes se vuelven una, una sola, en la
que puedas ir a su lado, sin hablar, sólo mirándola y encontrando en sus ojos la
promesa de la posible entrega - una tarde que será todas las tardes -.

A la hora del recreo te refugias, como todos los días, en el rincón del limonero,
hasta donde ella llega a buscarte.

Aquí están los apuntes Jacinto, gracias.

¿Les ... entendiste?

Seguro, los haces muy bien, ¿no juegas voli?

¿Yo? No, gracias.

Okey, nos vemos.

Y la miras alejarse, corriendo, ligera, vital. Durante el resto del recreo sigues
ensimismado sus movimientos, sus piernas, sus caderas, su sonrisa.

Cuando suena la chicharra, indicando la hora de salir, recoges tus cosas y a la


salida buscas cruzarte con ella.

¡Hasta mañana Jacinto!

Y se aleja a lo largo de tu mirada.


Tomas el camino de todos los días, pero te arrepientes y decides regresar a pie,
por entre las calles solitarias donde nadie repara en tu presencia.
El jalón es brusco, te obliga a soltar los libros que se desparraman por el suelo; la
voz gruesa, altanera, es tan violenta como el jalón.

¡Para que no andes buscándole la cara a Susana!

Y el puño se estrella en el rostro haciendo rodar los anteojos; la rodilla golpea el


vientre derribándote y haciendo que te retuerzas de dolor.

¡Y la próxima te va a ir peor, pinche feto!

Con la boca abierta inhalas aire con desesperación hasta que puedes ponerte de
pie. Buscas los anteojos, que afortunadamente salieron ilesos, y los libros que
quedaron regados en el suelo.

Ya de pie te limpias con la mano la sangre de la boca, lloras y la sangre, revuelta


con las lágrimas, te mancha la camisa.

Mientras arrastras el cuerpo rumbo a tu casa, piensas en la regañada que te dará


tu padre, por andar peleándote como rebelde, y tu madre, por no tener
consideración, y comprendes que en los ojos de Susana nunca encontrarás lo que
deseas, por eso sólo anhelarás que se haga de noche para ir a la cama, cerrar los
ojos y hacer funcionar el motor de la motocicleta cuyo rugir acallará cualquier otro
sonido.
Responso por la lluvia
Los limpiadores no dejan de funcionar y te cuesta trabajo concentrar la atención
en el paisaje lluvioso, que casi tiene que adivinarse a través del cristal opacado
por el vaho.

Todo el día ha estado lloviendo y la lluvia siempre ha tenido la curiosa gracia de


ponerte de mal humor.

Marieta no ha dejado de hablar durante todo el camino. Desde que salieron de


Cuernavaca has tenido que soportar su constante parloteo. Encendiste la radio
pero no fue suficiente para atacar aquella marabunta de palabras emitidas en el
tono chillón de la voz de tu mujer.

De vez en vez la observas con el rabillo del ojo, descuidando la carretera, y te


viene a la memoria la imagen de las piernas de Graciela, embobinadas en esas
medias color verde perico que te provocan verdaderos accesos de hilaridad.

La figura de Marieta te resulta grotesca, algo así como una papa rellena de
ostiones. No puedes imaginar como, en alguna época, pudo producirte una pasión
que, literariamente, consideraste como irrefrenable.

Los limpiadores siguen funcionando y las luces de los autos que corren en
dirección contraria te molestan la visibilidad, ya de por sí reducida por la lluvia y el
opacarse del cristal.

Sigues pensando en Graciela, en los ojos de Graciela, los senos de Graciela; en


Graciela riendo, en Graciela riendo, en Graciela fumando, en Graciela haciendo el
amor...

Hacer el amor, sí, el amor hay que hacerlo, se nos da como una masa informe a la
que hay que configurar con nuestros actos, con nuestras palabras, con nuestros
silencios - ¡sobre todo con los silencios! -, hay que ir labrándolo, acuñándolo,
moldeándolo, dándole forma, existencia, trascendencia.

El amar no puede ser ese cúmulo de actos mecánicos, rituales, sino


espontaneidad, búsqueda, encuentro, pérdida, reencuentro, sueño y realidad
compartidas. Amar es aceptar y tu y Marieta hace ya muchos años que
simplemente se soportan, que se han convertido en pegote uno del otro, una
vulgar suma de elementos sin complementarse jamás; juntos por costumbre, por
ley, por imagen social - y te preguntas si realmente alguna vez existió una
aceptación entre ustedes -.
Aparecen a la distancia, como brotando de la tierra al contacto del agua, las luces
de la ciudad de México, desplegadas a lo largo de todo el valle, semejando una
monstruosa colonia de luciérnagas.
Y Marieta sigue hablando, para ella es casi una competencia deportiva. Es capaz
de hablar y hablar durante horas, sin importarle averiguar si le prestan o no
atención.

Graciela es tan diferente, piensas, le molesta terriblemente el sospechar siquiera


que no está siendo escuchada.

Aumentas el volumen de la radio y te abandonas a ese paisaje húmedo que los


limpiadores apenas te dejan adivinar.

Marieta se acomoda en el asiento y reduce el volumen, sin importarle el evidente


gesto de fastidio que deliberadamente exageras.

Los limpiadores ya han comenzado a marearte, te gustaría detener el auto, pero


eso seria tanto como concederle a tu mujer unos minutos extras para que continúe
exhalando su inacabable estupidez.

Y Graciela sigue ahí, en el movimiento intermitente de los limpiadores, con sus


medias verde perico y su risa franca. Nunca ha mencionado siquiera que llegues a
separarte de Marieta, porque sabe que no lo harás, y sólo desea el tiempo que
quieras dedicarle; se te da por entero y te sientes culpable al no poder
corresponder de la misma manera. Pero están los niños y está tu carrera, tu
impecable carrera diplomática, tu limpísimo expediente.

Las luces de la caseta te producen una indefinible sensación de alivio. Ha


comenzado a dejar de llover pero no detienes los limpiadores, que han atrapado la
imagen de Graciela, y es quizá por esto, cuando pagas y el empleado te entrega el
comprobante, que eres capaz de sonreír por primera vez en todo el viaje.
Los recién llegados
Danzón dedicado a Alma y amigos
que la acompañan.

El retumbar de los parches reverbera junto a la intermitente luz rojiza que recorre
el local lleno de humo, de sudor, de voces. Los recién llegados atraviesan la pista
de baile donde una cantidad de cuerpos frotan, se enervan, se descubren, ya que
si Juárez no hubiera muerto ...

Se dice que llegaste junto con el grupo y que con ellos ocupaste una mesa
cercana a la pista, aunque otros sostienen la tesis de que ya te encontrabas en el
local, en una lejana mesa desde donde podías abarcar todo el ambiente que te
rodeaba. Las versiones difieren entre sí, pero de lo que estoy seguro es de que
pudiste percibir los rostros y las muecas de los recién llegados, y estoy seguro,
además, de que es irrelevante que estuvieras junto con ellos o en la mesa en que
algunos dicen que te vieron, porque de cualquier manera tu semblante taciturno y
extrañado hubiera sido el mismo, lo sé bien.

Puedo reconstruir tu presencia aunque jamás hubieras estado en ese lugar. Puedo
devolver a tu mirada ese brillo incrédulo de personaje de algún burdo albur
lanzado al infinito. Puedo saber que los dedos de las manos se deslizaban
buscando algo tan simple como otros dedos que nunca han encontrado. Puedo,
en fin, ubicarte frente a cierta presencia que te perturba aunque lo niegues,
ponerte frente a ella y enfrentarte a esa su mirada egoísta que lo pide todo sin
ofrecer nada. Puedo percibir esa falsa indiferencia, esa frialdad postiza para
rechazar algo a alguien que te importa pero cuya actitud te ha hecho temer otro
derrumbe.

Algún testigo presencial me ha dicho que escribías, pero otro que únicamente
tarareabas la melodía que desarrollaba la orquesta y seguías con la mirada el
ritmo de los que bailaban. La verosimilitud de estas versiones es también algo
secundario porque estoy seguro que imaginabas, aunque escribieras o no, que
imaginabas una tenebrosa historia de contrabandistas y padrotes, de adulterios,
de vidas ubicadas en un blanco y negro irreal que sólo la imaginación es capaz de
reconstruir.

Sé que en esos momentos te otorgabas una presencia total, que te mirabas entrar
en el local enfundado en una larga gabardina gris, con un sombrero de ala ancha
cubriéndote parte del rostro, el cigarrillo clavado en la comisura de los labios y con
el rostro de Bogart sobre tu cara. Te veo así pasar enfrente de los recién llegados,
acercarte a la barra, pedir una copa de algo y observar con el rabillo del ojo como
ella, la que tú sabes, se acerca, con el rostro Bacall y su andar desgarbado, hasta
apoyar su mano izquierda en tu hombro, tomar luego el cigarrillo de tus labios para
encender el suyo, devolverlo con la misma parsimonia con que lo tomó, acercar su
rostro al tuyo y preguntarte con su voz grave: ¿me quieres?, y te veo responder,
sin inmutarte, mirando fijamente al espejo que está frente a ti y en donde se
reflejan las siluetas de los recién llegados, espera que termine mi trago.

Sí, bien que lo sé, sólo tu imaginación te mantiene a flote, sólo ella es capaz de
establecer una relación eficaz con el mundo que te rodea, tu imaginación que
comienza a cansarse y a producir fisuras por donde el mundo te parece tan
absurdo e inexplicable, y aunque sabes que ha sido la imaginación del hombre la
que ha humanizado al mundo comprendes que lo tuyo no ha conseguido
humanizar esa porción de realidad que te pertenece, ergo...

Vuelves entonces a abandonarte a los cantoneos rituales de las parejas al ritmo


de los parches que son capaces de aislarte la conciencia de la presencia de los
recién llegados.

Aún no puedo saber cabalmente qué estabas haciendo ahí, a qué habías ido ni
con quién. Hay quienes aseguran que fuiste simplemente por cumplir con un deber
social, otros sostienen que por que se te pegó la gana ir a emborracharte, pero yo
te conozco bien y puedo decirte que es muy posible que las dos versiones sean
correctas pero que sobre ellas hubo otra razón que hasta tú mismo tienes miedo
de confesarte, una razón que inútilmente combates porque sabes que es real.
Fuiste porque sabías que ahí se encontraría también esa presencia que te irrita,
que te molesta, pero que muy a tu pesar se te ha ido haciendo indispensable.

¿Sabes?, es cierto, tienes razón cuando piensas que es difícil creer en el interés
de alguien a quien no le importa lo que piensas, ni lo que sueñas, ni lo que haces
y que sólo se limita a mirarte como exigiéndote una respuesta que tiene que ser la
que ella imponga. Es cierto, es difícil de creer, pero en la soledad de tus insomnios
has permitido que se cuele la posibilidad de algún encuentro y por las noches tus
manos se mueven como si en la oscuridad quisieran encontrar aquellas otras
manos. Espejismos, te dices, pero hay un rostro que dibujas a veces con los
labios.

Y me vengo hasta acá, hasta la mesa en la que algunos dicen te encontrabas, y


aquí te reproduzco, soy tus ojos, tu voz, tus manos que sostienen un vaso y un
cigarro, tu boca que expulsa pacientemente el humo contenido. Y con tus ojos
miro a donde ven tus ojos y reconstruyo así a los recién llegados y de entre todos
ellos a alguien que te interesa. No me dejas ver más, cuando ella te mira vuelves a
utilizar la indiferencia, el gris alejamiento y ya no quiero ser más que tú porque
golpeas muy hondo, muy hasta adentro, hasta donde se confunden recueros muy
amargos que no puedes olvidar y que la música y el ruido y las voces solamente
aletargan pero no eliminan.

Y yo no soy más que tú, y me doy cuenta de que quizá hasta lo del danzón es sólo
una invención tuya y no haya orquesta, ni gente bailando, ni recién llegados; que
todo quizá haya sido una invención de tu afiebrada y delirante mente para hablar
de lo que tú bien sabes. O es posible, sostiene uno de los perplejos testigos, que
únicamente hayas cambiado el escenario, porque él asegura haberte visto, que a
lo mejor no era danzón, sino mambo o tango, y de que las parejas bailando no
hayan sido sino las siluetas de los recién llegados proyectados en la
semipenumbra.

Hay quienes dicen que no pasó nada y quienes dicen que no vale la pena
averiguarlo, pero yo estoy cada vez más convencido que entre el humo, el ruido y
las voces de los recién llegados, ocurrió algo, algo que nos concierne a ambos,
aunque nos neguemos a admitirlo.
En la pared
Desde que entró tuvo la sensación de que alguien la observaba, fue algo como un
temblor en el ambiente, como una sacudida del instante que vivía. Mientras
permaneció ahí se dedicó a mirar la imagen que el espejo frente a ella reflejaba,
ese espacio en el que alguien, muy parecida a ella, aparecía cuando miraba el
espejo de frente.

Siempre le había intrigado la existencia de ese alguien y se preguntaba qué cosa


haría cuando no lo estaba viendo. Es posible que se pusiera a descansar o se
lamentaría de tener que pasar la vida asomándose al espejo cada vez que a ella
se le ocurría ponerse frente a uno, o también era posible que se tratara de alguien
que mirara transcurrir la vida como un lento arrastrarse entre las cosas, que se
hubiera ya cansado de mirar otros ojos en los que pudiera aparecer el brillo de una
respuesta.

Durante el tiempo que permaneció sentada la sensación de estar vigilada no la


abandonó. Era como si algo le indicara que no era la única en ese lugar. Cuando
se lavaba las manos los vio, algo como un presentimiento le hizo levantar la vista
por encima del espejo y ahí estaban, en un casi imperceptible hueco de la pared.

Al saberse sorprendidos se quedaron quietos. Eran oscuros, apagados, solitarios;


parecían estar esperando algo, algo que nunca llegaba; había una tristeza muy
profunda en ellos, una tristeza de la que quizá no tenían conciencia pero que
indefectiblemente reflejaban. Al momento de sorprenderlos pensó en gritar, ellos al
sentirse sorprendidos se agrandaron pero no desaparecieron, se quedaron ahí, en
su cárcel de mirar.

Ella no gritó y ellos no se movieron; entonces, sin saber por qué, sonrió, y sin
decirles nada apagó la luz del cuarto de baño antes de salir.
Sin nombre conocido.
Para Iceberg y Haifa

Siempre que el payaso terminaba se quedaba ahí, quietecito, sentado sobre sus
patas y con el hociquito como sonriendo. Lo recuerdas ahora, cuando la vieja calle
se te viene encima cargada de memoria. Llevaba un sombrerito con forma de
cucurucho que el hombre, quién sabe cómo, le enjaretaba entre las orejas, y uno
como chalequito de chaquira verde que le hacía parecer más chiquito de lo que en
realidad era. Sus ojillos café espuma se fijaban en cada uno de los curiosos y
como que atraían su atención porque comenzaban a caer monedas en el
sombrero del payaso. En realidad era un perro cirquero sin raza definida, sin
títulos ni pedigrí, que podía haber saltado intempestivamente de cualquier callejón
del barrio pero al que, sin lugar a dudas, jamás hubieras confundido con otro.
Ahora mismo te estás descubriendo otra vez ahí, observándolo cuando el payaso
se ponía a tocar lastimeramente su organillo y él, levantándose ágilmente sobre
sus patas, pretendía seguir aquel ritmo desmayado acompañándolo con unos
aullidos que a ti te producían un extraño cosquilleo en el estómago.

Has vuelto después de muchos años, cuando ya muchas cosas se han ido
quedando en el camino, cuando ya el cuerpo de aquel niño se perdió en la dureza
de este adulto que ahora mira una calle vieja y sola recordando aquellos días en
que aún era dado esperar.

Nunca supiste el nombre del payaso, parecía ser alguien de edad imposible, pues
de los recargados afeites sólo resaltaban un par de ojos huecos, gastados por el
sol y por el tanto mirar, así como ahora los tuyos, tan distintos a los de él que
parecían contener todo lo alegre del mundo. Esos ojos con los que quisieras llenar
esa calle cansada que se abre ante ti como vieja ramera, harta de soportar el paso
de tantos y tantos que le han ido robando su auténtica traza.

Sabes que ya no lo verás, sentado sobre sus patas y mirando a los curiosos con
sus ojos café espuma, porque también él desapareció un día y ya nunca volvió,
porque alguien te contó que un auto lo había atropellado y que su chalequito de
chaquira verde se había vuelto rojo sucio. Y un día tu también desapareciste, pero
a ti nadie te atropelló, simplemente te dejaste llevar por esa marejada que es la
vida, soñando con todo lo que ibas a encontrar fuera de esa calle y de esa infancia
que decías te acorralaba, pero fueron tus más años los que terminaron por
acorralarte, años que se presentaron cuando, muy lejos de ahí, lo volviste a ver y
supiste que no había muerto atropellado sino que, como a ti, la soledad lo había
estrellado contra sí mismo. El chaleco estaba desteñido, el cucurucho aporreado y
ya trabajosamente apenas podía levantarse para seguir la melodía del organillo.
Sus suaves sueños de perro se le habían ido quebrando, como los tuyos.

No sabes si volver a caminar sobre esa calle para ver si algo de tu esperanza
infantil se te quedó olvidada o si la sombra de aquel niño aún se puede distinguir
en las paredes. Prefieres quedarte frente a ella, dejarla como está sin reventarle
los recuerdos, sin atosigarla con tu sombra de ahora, desvaída, triste. Cierras los
ojos, los aprietas fuertemente y lo vuelves a encontrar, como entonces, sentado
sobre sus patas y con el hociquito como si sonriera y supones que para él debió
ser como ahora es para ti, porque nunca le conociste hembra y sólo lo recuerdas
siguiendo dócilmente al payaso, y entonces te levantas sobre tus patas y
comienzas a seguir la lánguida melodía del organillo para ver si así, siquiera por
ser perro, alguien puede sentir un poco de ternura y compartir contigo el calor de
una sonrisa.
III
Explosiones
que admitir o anunciar que nadie es libre es un
pobre edicto de la misantropía
que es más justo decir por ejemplo: si no hay
patria para todos no habrá patria para
nadie.
Mario Benedetti
La última cena según la describe el evangelio de
Judas Iscariote
Hoy te menté la madre y te me quedaste viendo todo azorado, dijiste que no me
habías dado ningún motivo; y puede que tuvieras razón, sólo que, cuando te ví
ahí, tan acomodadito en tu lugar de siempre, tan bien vestidito - también como
siempre - me dije: éste está buscando que le mienten la madre. Y así lo hice,
suavecito, parejito, con cariño, sin impostar la voz, te la fui mentando con todo el
amor del mundo.

Por eso cuando me viste de esa manera me sentí ofendido. Dime nada más quién
te la había mentado así antes, así de sabroso, de calientito.

Porque ahora no me vengas con que fue una mentada cualquiera; fue como te
dije, con clase, respondiendo a esas ganas, que te salían por todas partes, de que
te la mentaran.

Caray hermano, cuando a uno se le cumplen los gustos de esa manera por lo
menos hay que agradecerlo.

Palabra, si hubiera sabido que me ibas a mirar con esos ojos ni te me acerco. Uno
que te la mienta con todos sus años y tú - cuando era de esperarse una respuesta
igual, con el mismo cariño - sales con esa mirada.

Me cae que de ahora en adelante, aunque me lo pidas de rodillas, no te la vuelvo


a mentar.
Revolución es
Mamá, ¿qué cosa es la revolución? - Preguntó el niño mientras hojeaba una
gastada revista de páginas borrosas, gastadas por tantos ojos que habían pasado
por ellas.

La mujer planchaba.

No sé, hijo - respondió sin dejar de trabajar.

¿Es algo como la guerra? Porque ahí hay muchos hombres con rifles y pistolas -
insistió el niño sin dejar de mirar las viejas fotografías.

Yo creo que sí, porque mi abuelo se murió en una - contestó la mujer con una voz
como suma de murmullos.

En el patio de la derrumbada vecindad se escuchaban los gritos de los niños que


jugaban.

¿Mi papá se fue a una revolución? - volvió a preguntar el niño mirando ahora
fijamente a la mujer.

No, él se fue al norte a buscar trabajo, ya te le he dicho, y no sigas hablando


porque mañana tengo que entregar toda esta ropa.

El niño ya no habló, la mujer siguió trabajando, los ruidos de la vecindad fueron


apagándose conforme la noche iba tragándose las cosas.

¿Son buenas las revoluciones? Aquí hay muchos niños riéndose y jugando - la
voz del niño hizo a un lado el silencio.

Quién sabe, a lo mejor si, pero sólo ha de ser cosa de ricos, porque a los pobres
sólo nos queda trabajar - la mujer levantó los hombros en un profundo gesto de
cansancio.

Pero estos niños no son hijos de ricos sino que viven en el campo, como mi papá,
y están muy contentos.

Entonces esos niños todavía no saben lo que es la vida, cuando crezcan ya no


estarán contentos.

Pero aquí están sus papás y también están contentos.

Puras mentiras, hijo, los pobres nunca podremos estar contentos.


A lo mejor la revolución nos hace contentos.

La mujer sonrió condescendiente y continuó trabajando.

Mamá, tengo sueño.

Pues duérmase que mañana tiene que ir temprano a vender periódicos.

Mamá, ¿sabes una cosa?

¿Qué?

Cuando sea grande voy a ser revolucionario.

Y el niño cerró los ojos y, como convocando a las imágenes de las fotografías, se
quedó dormido.
Alguno
Pero con todo, caminar, buscarse, porque aún cuando fueran derrotados, algo les
decía, muy dentro, sin que oyeran nada, que la salvación existía, si no para ellos
para eso, sordo, triste y tan lleno de esperanza que representaban.
José Revueltas

Cuando bajo las escaleras algo dentro de mí parece que quisiera escaparse. El
olor a desinfectante me provoca náuseas. Apuro el paso para salir cuanto antes
del hospital, alejarme lo más posible de aquellos pulidos pasillos, de aquel olor y
de aquella plancha en que descansa tu cuerpo acribillado.

- Te digo que este es el momento, ahora o nunca.

- Estás loco, ¿con qué piensas enfrentar a los tanques y las ametralladoras?

- ¿Cómo crees que se atreverán a disparar?

- Lo hicieron contra la puerta de la prepa uno, ¿no?

- Pero es distinto, eso los escamó, la gente reaccionó...

Discutíamos frente a una taza de café, hasta que te enojabas y me llamabas


culero escéptico y no sé qué cosas más. Me divertía observar la expresión de tu
rostro pálido, con los ojos muy abiertos y las mandíbulas llenas de coraje; eras la
estampa de la decisión misma.

Sabías que no era más que una discusión de café, pero te apasionabas de una
manera exagerada. Estábamos en agosto de 1968.

Cuando consigo salir del edificio está anocheciendo, amenaza lluvia. Hago el
intento de detener un taxi que alguien me gana y finalmente decido caminar. Bien
a bien no tengo ningún lugar específico a donde dirigirme, tal vez a casa, pero no
soportaría estar cinco minutos en ella.

- ¿Fuiste a la manifestación?

- La seguí a partir de la Alameda, hasta llegar al Zócalo.

- ¿Y qué te pareció?

- Impresionante pero ingenua.

- ¡Chingada madre! ¿Qué es lo que necesitas para convencerte que el pueblo está
con nosotros?
- El pueblo no está con nadie.

- Pendejo, eso no son más que palabras.

- Piensa lo que se te antoje, pero mientras no vea claro no voy a ir a que me den
en la madre.

Si, tal vez llueva, el ambiente es nebuloso, hace frío. Cada vez me parece más
gris la ciudad. Lugar sin definición, llena de vapores, traspasada por multitudes
hieráticas. Pienso en ti y todo es cada vez más gris, un gris rojizo.

- ¡Pero es que nada más no se puede dar la cara así como así!

- Entonces ... ¿Vas a dejar que te maten sin saber por qué?

- Si sé por qué.

- ¿Por qué?

- Es nuestra oportunidad, el momento de manifestarnos, de obligarlos a que nos


tomen en cuenta...

- De que nos maten.

- Te digo que no se atreverán.

Ni tú ni yo lo creíamos realmente, aún éramos dos muchachos jugando: tú al


revolucionario, yo al escéptico pretendidamente realista. No nos pasaba por la
cabeza que pasara lo que pasó; todo aquello que nos haría madurar
sorpresivamente y que nos enfrentaría a una realidad concreta, no imaginada, en
donde el pensar y manifestarse se podía pagar con la vida.

A pesar de nuestras posiciones opuestas, para ambos las balas y la muerte


violenta sólo estaba en los libros de historia, en las películas y en guerras lejanas,
de las que nos enterábamos únicamente por la propaganda de ambos bandos.
Nos hubiéramos reído si alguien hubiera predecido lo que pasaría después.

La Avenida Juárez repleta de automóviles embotellados. Se escuchan las sirenas


de las patrullas. Las calles adyacentes cubren a los camiones con granaderos.
¡Agarraron a Marcué! Caminar por la Alameda en grupo es arriesgado, no
respetan a nadie, cualquiera puede parecer sospechoso y ser subido a las julias.
¡Rómpanles la madre! El grito es sorpresivo, el viejo carcamán, utilizando un
uniforme de la policía por sarcófago, es quien ordena la persecución...

Regresar después, jadeantes, asombrados, buscando a alguien que se quedó en


la corretiza. ¡Se lo llevaron a la panel! Enfrentárseles, insultarlos, ¡ustedes tendrán
la fuerza, nosotros la razón! ¡Agárrenlos! ... y volver a correr.
Recuerdo como tu madre me llamaba por teléfono para pedirme que te hiciera
desistir de andar en la política. Le decía que no se preocupara, que nada iba a
pasar, que todo no era sino cuestión de muchachos y que no tardaba en
pasársete.

- ¿Por qué no vienes a alguna de las asambleas? Ya hace mucho que no te paras
por C.U.

- Sabes que no creo en eso, y tú debieras dejar de andar haciéndole al loco.

- Anda a chingar a tu madre, qué sabes de nada.

- Piensa en el 66 y en la clase de gente que movió aquello...

- Era distinto.

- ¿En qué?

- Entonces era un problema interno, ahora se trata de cuestionar al sistema.

Sonreía irónicamente, de esa manera que sabía te molestaba. Esa noche el


ejército ocupó la Ciudad Universitaria.

He llegado a un pequeño parque donde puedo observar el edificio del hospital. La


lluvia sólo amenazó. Varias personas entran y salen, tal vez entre ellas haya
muchas que vayan a buscar a personas como tu. En un muro cercano me topo
con la sonrisa hipócrita del Gran Caudillo Inflado.

Tanto por la Avenida Universidad como por Insurgentes, las tanquetas bloquean el
paso. Hay pelotones estacionados ahí mismo.

La cabeza blanca, la voz cortada, las manos nudosas increpando impotentes.

- ¡Esto pasa por culpa nuestra, de los viejos, por no haber sabido defender lo que
conquistamos. Ustedes muchachos tienen que pelear por la libertad de México!
¡Atención!

Las voces de mando. Las botas retumbando sobre el pavimento. Las bayonetas
hacia delante... A correr de nuevo.

Correr siempre, de nuestra casa, de nuestro idioma, de nosotros mismos. Siempre


correr, siempre huir, siempre expulsados. Tal parece que la cobardía es nuestra
mentada idiosincrasia. Correr... huir... jamás enfrentar nuestro rostro, nuestra
verdad.
Qué podrás pensar de todo esto, de luchar por los ideales, ¡mierda! Tu ya sabes,
de una u otra manera has llegado a saber lo que yo no sé. Aquí, en la banca de
este jardín, en medio de una ciudad indiferente y deforme...

Jamás perteneciste a ninguna organización o Comité, eras sólo un simpatizante


más, un participante en asambleas, en pintas, en volanteo. Ahora estás ahí, en el
depósito de un hospital, rígido, con el rostro deformado por un impacto en la
mejilla derecha y los ojos abiertos, perdidos en quién sabe dónde.

Hace frío y tus palabras parecen llegar confundidas con el viento cortante:

- ¡Eres sólo un abogadete de mierda, encerrado en una oficina, castrado


intelectual, sin ambición, anciano a los veinticinco años!

Casi llegamos a las manos, nos separó Cristina. Te acababas de hacer novio de
ella.

Dejamos de vernos mucho tiempo. Nos encontramos un día y fuimos como antes,
a tomar un café.

- Tenías razón.

- ¿En qué?

- Se atrevieron a disparar...

Estabas muy cambiado, la mirada se te perdía muy fácilmente, estabas dejándote


la barba, tu voz era lúgubre.

Me contaste que habías estado preso, te agarraron el 2 en Tlatelolco. Ahora


estudiabas filosofía. Cristina estaba internada en un sanatorio, la matanza le había
aniquilado el sistema nervioso.

No supe qué responder. ¿Decirte que te había advertido? ¿Decirte que lo tomaras
con calma? No, no podía responder nada. Tal vez nunca te diste cuenta lo que me
dolió ver en el rostro de alguien como tú esa sombra de escepticismo y
desesperanza.

Siempre hablabas de comprensión, ahora quisiera hablarte con tus mismas


palabras, por qué no eras capaz de comprender, de comprenderme a mí, de
entender esta rabia sorda, esta impotencia ante los tanques pisoteando nuestra
Universidad, ante las declaraciones huecas de un sistema sin justificación racional
posible.

Tenías razón, sólo soy un abogadete. Pero ahora no lo soy ya más, ahora tal vez
si pudieras entender mi decisión de escribir, de ser honesto conmigo mismo.
- ¿Sigues en el despacho?

- No, he decidido dedicarme a escribir.

- Vaya, me sorprendes.

- ¿Por qué?

- Pues... porque no esperaba eso de ti.

Quise esbozar mi sonrisa irónica pero no pude, sentí que ya no produciría el


mismo efecto. En unos cuantos meses eras ya otro, como que el mundo había
dejado de tener importancia y que si aún estabas en él era porque no te quedaba
otro remedio.

Ya es de noche, se han encendido las lámparas de mercurio, pero desde esta


banca, entre los árboles, simplemente la obscuridad ha borrado el contorno de las
cosas.

Es curioso, ahora creo que podríamos entendernos perfectamente, de una manera


madura. Ahora comprendo tu nerviosismo, tu desesperación vital ante el mundo
que te rodeaba, tu ansia de manifestarte; y estoy seguro que ahora tu podrías
entender mi escepticismo, mi silencio, mi rebelión muda. Ahora, cuando la muerte
nos ha unido definitivamente es cuando no podemos comunicarnos.

Nos veíamos esporádicamente en la facultad, siempre andabas solo, con las


manos en los bolsillos y sin prestar atención a lo que sucedía en tu alrededor. Nos
íbamos a tomar un café y a platicar de literatura, política y tantas cosas que nos
rondaban en la cabeza, aunque te propusieras alejarlas con esa actitud distante.

- Fui a ver a Cristina.

- ¿Y.. ?

- Está deshecha. Pasa los días en una silla mirando el jardín interior del sanatorio.
Los médicos dicen que es un caso difícil, el shock fue tremendo. Sus padres me
culpan a mí, ¡a mí!

- Estamos solos, creí que te habías dado cuenta. Hemos roto el cordón umbilical.
La lucha es sólo nuestra.

- No es tan fácil olvidar la sangre, ¿sabes? Cuando ocurrió aquello estábamos tan
quitados de la pena. Llegó el helicóptero... No le dimos importancia, siempre
estaban vuele que vuele sobre nosotros... Luego algo así como triquitraques,
alguien gritaba que todo era una provocación, la gente corría por todos lados, ella
y yo también. Nos dejamos caer en un recoveco, no sé dónde. Yo la cubría con mi
cuerpo, el escándalo era espantoso. Me atreví a levantar la cabeza y había un
montón - te juro que no miento -, un montón de cuates tirados por todas partes.
Alguien lloraba y se quejaba, Cristina también lo hacía. Sentí un fuerte golpe en la
espalda, un soldado me había pegado con su M-1, cuando voltee me colocó el
cañón en la cabeza. Nos sacaron arrastrando, luego nos juntaron a empellones
con otros e hicieron que nos desnudáramos. Luego...

- Ya párale. No tiene sentido que te atormentes así.

- Desnuda... Frente a esos cochinos aguacates, punta de cabrones marihuanos


hijos de la chingada. Y yo sin poder defenderla... Ahora quieren que olvidemos
todo eso por dos o tres discursitos, dichos por quien estuvo implicado
directamente en el asunto.

Te dejaba hablar, sabía que era inútil tratar de callarte. Mirabas por encima de mi
hombro hacia un punto distante. Prefería entonces bajar la cabeza y tratar de
acompañarte en ese desahogo desesperado que yo empezaba a compartir.

- Sólo queríamos vivir, crear un lugar nuestro, para nosotros y los que vinieran
después; algo que fuera un poco más limpio que todo esto ¿y sabes que hicieron?
Nos mataron, nos destruyeron; mandaron a unos Generales cabrones analfabetos
y nos aniquilaron, así sin más. ¡Pum!

- No hables así...

¿Qué decirte? Casi creía que tenías razón, y me aferraba angustiado a ese casi.
Desde entonces parece que me rodeara un velo oscuro que me impidiera ver y
respirar.

Por la mañana tu madre llamó a casa y, llorando, me dijo que no aparecías, que
desde ayer por la mañana habías salido, que a lo mejor se te había ocurrido ir a la
manifestación, que ya sabía lo que había ocurrido, que desde el lunes andabas
muy raro porque te avisaron del suicidio de una muchacha que había sido novia
tuya... que...

Pregunté en muchos sitios hasta llegar a este hospital. Quise llorar pero no pude -
¡Palabra! - no pude, únicamente me quedé ahí, tieso, tratando de adivinar hacia
donde estabas mirando. Llamé a tu casa, dije donde estabas y colgué; no hubiera
podido soportar lágrimas ajenas, ajenas a ti y a mí. Algo dentro de mí quería
escaparse, el olor a desinfectante me producía náuseas...

Tal vez escriba una historia sobre ti y tal vez la publique. Tomaré la pluma y diré lo
que recuerdo y trataré de fijar en el papel la imagen de tu cuerpo, deshecho por
las balas disparadas por quién sabe quién y quién sabe por qué.

Cuando me pongo de pie el viento me golpea directamente el rostro.


Curiosamente la calle se encuentra semivacía. No sé qué hora pueda ser - ni me
importa -. Vuelvo la vista al hospital y pienso que tus padres ya deben haber
llegado; luego veo frente a mí la calle que tendré que recorrer y en cuyas paredes
rebotan las palabras que ya no podré compartir contigo...

Hoy es viernes 11 de junio...


El pez ciego
Cuando Andrés mira el río recuerda otros días, ni mejores ni peores, sino
solamente otros. Aquellos días que otras aguas del río recorrieron y que ahora
sólo han quedado en la cada vez más frágil memoria de Andrés. Días que se van
perdiendo conforme Andrés remonta el río en su barca para obtener cada vez
menos de cada vez más trabajo.

Fue el venezolano, eso sí que lo recuerda bien, aquel pescador que hablaba como
niño chiquito, moreno él, que con tres golpes de remo dejaba la barca en el centro
mismo de la corriente, aquel del tronco de vaina que todavía estaba en la huerta
como esperando que alguien lo deshiciera en palabras y se lo engullera junto con
un bocado de orepas con coraotas. Sí, fue el venezolano el que trajo el pie de cría
del pez ciego, porque la vaina es echarle pichón a la vaina chico, el que consiguió
que por primera vez los de la empacadora se preocuparan al ver como se reducía
la entrega por parte de los pescadores, ya que cuando aquello comenzamos a
vender parte del producto en forma directa y a exigir precios más justos a los
patrones.

Sí, de todo eso se acuerda Andrés, se acuerda como entre nubarrones, como
entre encontronazos con la memoria, porque es posible que el tal pez no se
llamara ciego, aunque casi estoy seguro que así lo llamaba el venezolano, o es
posible que ni tan siquiera él supiera a bien como se llamaba el mentado pez. Lo
que sí es que el pelado jalaba como pocos, para aquí y para allá, para donde se le
llamara o necesitara.

Cuando llegó ni quien supiera qué cosa era un venezolano, se decía que eran
gentes que vivían más allá de donde viven los gringos pues todo el mundo se
quedó en las mismas; hubo incluso quien sostuvo que los venezolanos eran unos
herejes que tenían tratos con los masones y los comunistas y que también tenían
pacto con el diablo, pero como tampoco sabíamos a derechas quienes eran los
masones y los comunistas eso nada nos aclaraba.

Andrés sonríe cuando se acuerda de lo del pacto con el diablo, se acuerda de la


gracia que le hacía al venezolano, no jodas chico, y de cómo todos los pescadores
acababan riéndose con él entre trago y trago de ron.

El pez famoso se adaptó pronto a nuestras aguas, se reprodujo con rapidez y en


poco tiempo llegó a ser uno de nuestros mejores productos. Fue entonces que
comenzaron a preocuparse los de la empacadora ya que además el venezolano
era levantisco, nos hizo ver que los patrones nos pagaban apenas la cuarta o
quinta parte de lo que valía realmente nuestro trabajo, además obteníamos
buenas ganancias con la venta directa de parte de nuestros productos. Y Andrés
sigue mirando al río y mirando más allá del río, donde deja de serlo y se precipita
al horizonte, ahí donde todavía resisten algunos tablones carcomidos que señalan
el lugar en donde se fundó la cooperativa, donde se reunían todos los sábados
para discutir los asuntos del trabajo y donde por primera vez comprendieron que la
vida no sólo era ese oscuro trajinar para irla pasando y que la empacadora no era
tampoco la única fuente de trabajo posible.

Luego vino la leyenda, nadie supo nunca donde comenzó pero se puso a rodar y
rodar y en poco tiempo todos la conocían. Las viejas más viejas decían que los
bigotes del pez ciego hacían rejuvenecer a las ancianas, curar mal de amores y
hasta hacer hablar a los mudos, y las menos viejas, que en las noches de luna
llena el pez ciego se introducía en las intimidades de las mujeres y las sanaba de
sus calenturas. Alguien llegó a contar que el pez ciego no sólo se les introducía a
las mujeres sino también a los hombres que no tomaban ciertas precauciones,
incluso se llegó a decir el nombre de alguno que todas las noches se metía
desnudo al río y se volvía ciego como los peces para retozar con ellos.

Los ojos de Andrés miden las distancias y sienten que éstas cada vez son más
grandes, o tal vez sean los ojos los que se achican en los entreveros de los años,
esos entreveros que forman ya un laberinto en donde Andrés se pierde cada que
mira al río.

A los de la empacadora no les supo nada bien el buen provecho que el pez nos
había dado. Mascullaban su rencor y de mala gana concedían los aumentos,
llegaron a decirnos que de seguir así iban a tener que cerrar la planta por
incosteabilidad.

Una noche el venezolano nos reunió a todos para explicarnos que lo de cerrar la
planta sólo era un pretexto para obligar al gobierno a tomar cartas en el asunto y
hacer que nos pagaran el producto al mismo precio de antes, que era necesario
legalizar la cooperativa y que en caso de que insistieran en el supuesto cierre
nosotros nos hiciéramos cargo de la empacadora. Llegamos incluso a formar una
administración para cuando se diera el caso.

El pez ciego siguió dándonos muchas satisfacciones y hasta se decía que habían
desaparecido los malos humores de muchas viudas y quedadas y que la iglesia se
iba quedando vacía porque las beatas preferían ir por las noches a bañarse en el
río que rezar el rosario.

Pero comenzó la epidemia, primero unos cuantos, después muchos, fueron


muriendo sin que nadie supiera la causa; comenzó entonces a rumorarse que la
enfermedad la había traído el pez ciego, el venezolano sostuvo que era una
jugada de los de la empacadora para eliminar al pez y fuimos a traer a dos
médicos de la ciudad. Examinaron a los enfermos y los difuntos y dijeron que se
trataba de tifoidea, que había que denunciar el brote y poner en cuarentena a la
región; fueron a la ciudad por medicinas y nunca más los volvimos a ver. Supimos,
luego que pasó todo, que su auto había caído al río y que se habían ahogado,
nunca se aclararon las causas del accidente pero en ese entretiempo los de la
empacadora le llevaron al gobernador un certificado firmado por alguien que
nunca supimos quién en el que constaba que la causa de la epidemia era el pez
ciego.

Llegaron entonces brigadas sanitarias, custodiadas por soldados, para detener la


epidemia y exterminar al pez ciego, fue cuando el venezolano nos encabezó para
ocupar la empacadora y evitar que las brigadas sanitarias pudieran operar en el
río. Nos fortificamos en la oficina de la cooperativa y decidimos defender al pez
ciego.

Durante dos días no pasó nada, los soldados se dedicaron a vigilar el


campamento de las brigadas sanitarias y los de la empacadora no dieron señales
de vida. Al tercer día apareció el cura y habló con nosotros, nos dijo que la
epidemia iba en aumento y que de no ceder en nuestra actitud en poco tiempo iba
a desaparecer el pueblo entero por lo que la tropa ya tenía instrucciones del
gobierno para intervenir y detener la epidemia costara lo que costara; el
venezolano les alegó que todo estaba bien excepto que el pez ciego nada tenía
que ver y que a lo único que nos oponíamos era al exterminio de la especie, que
eso era una mala jugada de los de la empacadora para proteger sus intereses y
continuarnos explotando; el cura dijo que las autoridades estaban abiertas al
diálogo. Se convino entonces en que una comisión de nosotros fuera a
parlamentar con las autoridades.

El venezolano y cinco más fueron nombrados comisión y salieron juntos con el


cura. Era sábado, durante todo el domingo los esperamos, igual que como a los
médicos aquellos nunca volvimos a verlos con vida. El lunes en la mañana los
soldados nos rodearon y nos dijeron que no se quería hacer una matanza, que
nos entregáramos. Preguntamos por el venezolano y por los otros y nos dijeron
que se habían ido del pueblo. Nos entregamos. Por la tarde comenzaron a
exterminar al pez ciego. Al día siguiente aparecieron flotando en el río seis
cadáveres.

Después se nos hizo firmar unos papeles en los que se decía que un agitador
extranjero había soliviantado a un grupo de pescadores contra las autoridades
aprovechándose de su ingenuidad y de su ignorancia, que luego que las
autoridades lograron convencer a los pescadores, el extranjero, junto con algunos
de los más exaltados, había pretendido ejercer violencia contra la industria que
daba de comer al pueblo y que el ejército se había visto obligado a intervenir para
asegurar los derechos de la comunidad y que desgraciadamente se había
producido un enfrentamiento en el que resultaron muertos el extranjero y cinco de
sus seguidores. Nos tuvimos que tragar la rabia. Al venezolano lo enterramos en
el huerto junto al tronco de vaina y las beatas volvieron a vestirse de negro y a
rezar el rosario por las tardes.

Andrés comienza a remar por el río, su mirada y sus recuerdos van siguiendo el
vaivén de la barca y continuando el ritmo de cada golpe de remo. En una orilla dos
jóvenes, con el agua a la cintura, trabajan y cuando advierten la presencia de la
barca de Andrés reaccionan sorprendidos. Andrés sonríe y pasa de largo, los
jóvenes lo siguen con la mirada y Andrés sigue mirando hacia delante, hacia
donde el río dejó de serlo, hacia donde los mohosos tablones de lo que fue la
cooperativa aún resisten el asalto de las corrientes. Y Andrés sigue remando,
mientras algo como un cosquilleo le trepa por el cuerpo y le rebulle los recuerdos,
porque la vaina es echarle pichón a la vaina chico, y la sonrisa se le agranda por
su ya arrugado rostro cuando piensa en lo que los muchachos esos estaban
echando al agua, cuando reconoció, sin lugar a dudas, la vieja y familiar silueta del
pez ciego.
Puede ser
Recordar, recordar la mirada ante la puerta cuando aún se podía escuchar el eco
de los gritos en la plaza.

¡Viva el coronel Aureliano Buendía!

Cuando aún se percibía claramente el olor de la pólvora y los cadáveres se


apilaban en las esquinas, cuando todavía se escuchaban los gritos de las mujeres
y los perros se disputaban los mejores trozos de los cadáveres.
Recordar el instante, el preciso momento en que la tarde calurosa se deshizo en
esos ojos que reinventaban el mundo con su mirada.

El sol se desplomaba sobre la tarde, los cascos de los caballos resonaban por las
calles del pueblo mientras los prisioneros eran arrastrados para ser colgados en la
plaza.

La puerta se abrió sólo un instante, me acuerdo bien, el tiempo suficiente para que
esa mirada se desbocara buscando la salida. Esa mirada.

Conocí al coronel Aureliano Buendía. Lo vi una noche en los alrededores de


Macondo. Una cara imperturbable escondida en una barba negra y dos ojos que
brillaban en la oscuridad, como los de los gatos. Dicen que puede ver en la noche
mejor que en el día. Pero la mirada de aquella tarde fue tan otra cosa. Recordar,
recordar el gesto insolente del tenientillo mientras le colocaban el lazo al cuello y
su madre lloraba pidiendo compasión. Compasión que ellos no habían tenido
cuando cortaron la lengua a los de la manifestación para luego hacerles beber
alcohol, o para quemar los ojos a los campesinos que se negaban a revelar el
paradero del coronel.

Dicen que los de Macondo no existimos, que sólo somos un mito, una invención.
Me lo dijeron una noche que escuchábamos al arpista en la Casa verde. Me
dijeron que todo nos lo habíamos inventado, que gitanos había en todas partes y
que a Melquiades lo habían quemado con leña verde cuando predicó que la tierra
se movía. Puede ser. Dicen también que el coronel sólo es un pretexto de
bandidos y robavacas. Puede ser.

Por eso trato de recordar y sólo recuerdo mitos, sólo recuerdo rostros secos y
fatigados, rostros de hombres fatigados por el trabajo y el sol, rostros de mujeres
agobiadas por el trabajo y el sol, rostros de niños agobiados por el trabajo y el sol.
Puede ser que hasta el hombre sea un mito. Como también aquella mirada que se
desprendió de una puerta entreabierta la tarde que entramos a Macondo, la tarde
que colgamos al tenientillo de la mirada insolente, la tarde en que el coronel
atravesó a galope el lugar para enterarse de la traición de su compadre Artemio
Cruz.
Recordar, recordar todo eso cuando me dicen que el coronel ha sido aniquilado en
las montañas. Recordar cuando veo en los oficiales la preocupación por la
creciente popularidad de los mitos. Recordar cuando el pelotón de fusilamiento de
la compañía bananera se estremece al escuchar un grito que llega redondo de
quién sabe dónde.

¡Viva el coronel Aureliano Buendía!

Instante en el que puedo recordar aquella tarde, aquella mirada, antes que pueda
observar el fuego de la descarga y el gesto de rencor del hombre que cava mi
tumba.

Dicen que todos los de Macondo somos un mito. Puede ser.

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