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PALABRAS MATRERAS

Empecé Matrero hacia 1999 y terminé su mayor parte de un tirón. Puede decirse
que lo culminé por el 2001, pero sé que aún no ha finalizado. Unos pocos amigos han
tenido conocimiento del mismo, algunos de los cuales escriben y firman las generosas
páginas que le siguen.
Ya que me resulta extremadamente difícil decir algo sobre él, prefiero remitirme a
la sensación de haberlo escrito. Si bien no creo en fenómenos plenamente inspiratorios, los
versos fueron irrumpiendo, según pienso, como una especie de devastación de mi poesía
anterior y simultánea, incluso de una cierta idea de poesía. A la manera de un lenguaje que
hubiera estado viviendo desde siempre en mis posibilidades, el poema apareció para
quedarse. Son voces que asedian y que hacen fuerza para salir. Sea como sea, a medida que
las incorporo van proponiendo un juego argumental que se hunde en las tradiciones de la
gauchesca, de la que Matrero es descendiente y a la cual me parece que desborda. Sin
embargo, no me resultaría justo hablar de un énfasis de relación con esas tradiciones: hay
algo previo a la voluntad en su vínculo.
He tardado unos años en publicarlo, probablemente para preservarlo de una mayor
socialización; quizás por desconfianza, quizás para mantener ese rasgo de intimidad
profunda del cual pienso que nació. No dejaré de confesar que es un poema que alberga
secretos. En todo caso, la eventual cuestión biográfica es una consecuencia de los mismos
y no su razón última. Si es que en el último rincón de las cosas habita una razón.

H.B.P.
Montevideo y Canelones,
entre 2003 y 2004
A José Enrique Benítez Monteiro dos Reis,
todo mi padre vibrando en mi memoria.

De hierro, no de oro, fue la aurora.


Jorge Luis Borges
Matrero, matrero de mí, finalidad sin fin.
Chilcas de la escapada entre barro de botas, metidas,
cuarteadas por la andada, tiempo, tiempo p'atrás y tiempo
para adelante, cuerpo de leguas, guascazo que te empuja,
te lleva a tirones, un listón de abismo
por el ondular de la pene y llanura,
ah, la pradera, ah.
Corto alambres. Aquella güeya pareció camino,
pero llovió de costado y la hacienda
pisoteó, vos venías, vos vías, lucubrabas
cómo dir, matrero, matrero de vos,
perdiste patrones, carajo, ganaste carne viva
de campo y pedregal.
Mucha muerte te hirsuta el ojo.
La milicada dice y viene, te quiere, requiere
arrear las tabas, cortás, cortás la huella
rápido, teros en estampida, vas armando la diagonal
al atropello un poco, otro poco no porque pensás. Pensás y le metés ojo
al horizonte para atrás y p'adelante,
igualito a vos, finalidad sin fin, ese horizonte matrero
te pide cortar alambre, trac, p'adelante, trac, nuevamente.
Los montes del Río Negro, látigo de ramajes, rumbo a la cueva, los montes
¿se te vienen en tu ayuda? ¿no es trampa de la milicada?
Los montes, los montes del Río Negro. Seguís para adentro y sigo.
¿Te obliga un soplo sacro, te conversa en la cabeza, arrulla con prepo?
¿Te carcome lo que se debe por el lado de adentro? ¿Tenés que?
Al monte, montaraz.
Al monte montaraz.
Por los montes del Río Negro se te gasta la suela,
entre veredas, chilcas, chajás, bichicomes, teros y taleros,
aire suelto de riendas. La muchacha
salió de pronto y dijo "masajes placenteros". Y vos, trac, p'adelante
con el zaino sudado (pobre animal) fuiste
con el zaino en tres patas (pobre animal) fuiste
pronto, firme, serio, trac, sin alegría, puro vértigo,
trac, p'adelante, alma y vida (pobre animal),
masajes, no: trac, adelante.
La milicada adivinó la diagonal, arriesgó un tiro:
a un cardo se le quiebra el cogollo de la tarde,
da en un poste luego cae la bala muerta: semen inútil.
Responderás con degüello, apurando el tajo
de chirrido seco, viendo la risa del cogote del milico
temerario, el que osó, pero ahora
la pana líquida se le va a los pies:
"A cada chancho le toca su refalosa".
Dedos de sangre rasgan el horizonte, es un solo segundo para mirarlo,
a tres metros los tenés, la milicada, los tenés casi en la boca,
dedos de sangre rasgan,
la corrida feroz, ellos atrás, sablazos, suela tuya desesperada, ellos
atrás, con furia de muerte, no de órdenes, la furia paseada
en su autonomía, sin pausa, lo otro es disfraz. Dedos de sangre.
Infiel. Buscá al infiel.
A los montes, te tirás por el zanjón, vos sabés, fuerza
en los dedos para el próximo milico, lo imaginás
antes de hacerlo, lo hacés. Buscá más al infiel.
Ya llegan las ramas espinosas, conocés, el milico
queda lejos. Dedos de sangre seca, pinceladas de arcilla,
coagulan el horizonte. ¿Y el caballo? Los milicos son
voces y puteadas. Vos sos
lo que queda
de vos
sos
un solo cuero cuarteado cuarteando cuarteada
la mirada en chispas como las del infiel pero como.
Buscalo. ¿Y el caballo?
Al monte, montaraz.
Al monte montaraz.
Al monte montarás.
Sos
lo que vendrá de vos,
tranco primero, galopada después. ¿Y el caballo?
Como quien pone nervudo todo el cuerpo
silbás al animal: hay un silencio y un pájaro en el medio,
y un milico que no se come esto de dos pájaros
y el sonido de un tranco sin montura que te busca.
El milico, a paso de puma, de atrás
con tu zaino de carnada, pero vos sabés, vos
que sos
lo que ya va viniendo de vos,
matrero, matrero de vos y de mí que te estampo,
finalidad sin fin.
De carnada con tu zaino, la respiración del milico se revuelca
y se revuelca, se hace el indio, se hace el puma, todo lo que es
se hace. Quiebra despacito las carquejas, pero las quiebra,
con paso de serpiente renga hasta que
se disgrasia en tu puntazo y se ahoga
en el remanso de tu poncho, fiero, como aguas feroces
corre lo suyo hacia fuera, circula entonces
para cualquier lado: borbotones, chijetazos
de lo que ya no está.
Tus voces solas, mientras tirás ahora del caballo solo,
tus voces sin milico, aparecieron, voces guapas,
sin obligación por el lao de ajuera
(finalidad sin fin), mansas ellas saben que no hay facón
que lidie con ellas, no hay coraje que las haga hocicar, sólo
el coraje de la cobardía
las apaga.
Vuelve la milicada.
Te siguen, te persiguen, te prosiguen
en procesión. Infiel.
Buscá al infiel.
De repente te imaginás
rodeado, barro en las botas al borde
del arroyo, esperando plomo como quien
aguarda sangre en la boca
de la herida nueva, tocada mágica del filo en la piel, y son milésimas
de segundo el pedacito de tiempo
para que lo rojo se te venga abajo,
arroyo tibio y luna loca en la frente,
tu fierro en tu mano como si no
fueras vos. Pero sos vos que te vas, se te va,
te imaginás que se te va pero seguís, todo es sueño cercano.
Buscá al infiel.

Pasás, en silencio.

Corre el agua del río, espejando con ondulaciones


tu cara, lo que corre y descorre
por tu cara, lo cual es un decir
de otros decires.
Correr de aguas es el empuje
de todo lo que pasa, como decir
“la vida” (pero así es menos).
Todos los correres son huellas de uno
que no se dice o no se atreve.
Hay ríos como de gente allí, con el agua en las bocacalles,
y espejean, sí, luces que otros encendieron, no tu cara.
Hay charcos como de gente allí, agua ondulando
entre baldosas, con los pedazos de edificios, una ventana,
papeles de caramelos
arrastrados,
la mano de la muchacha, trac, y el bandoneón del ciego,
arrastrados, no tu cara,
y vos, finalidad sin fin, salpicado
en tu cara,
matrero, vadeando pisos de piedra lisa,
finalidad sin fin.

Pasás, en silencio.
No pasás
en silencio.
Y te hablaron de familia,
de no hacerte renegado,
de que no andés empacao
matrereando en tu cabeza,
que es un peligro que empieza
a entreverar el recao.

Pero peinaste los montes


contra todas las partidas
que quién sabe quién las manda:
son grito mudo que anda
como fierro agazapado
que ni la distancia ablanda.
Que ni la distancia ablanda
el rumoreo del sueño.
Porque el hombre nunca es dueño
de lo que en su fondo ocurre:
si la mente así discurre
no hay poncho, facón ni empeño.

El milico es el de siempre,
latoneando al matreraje.
Carancho contra el coraje
del que inventó una conciencia:
si el milico ve otra ciencia
lo mete al miedo en su traje.

Finalidad sin fin.


Todo es leva.
Entre pastos, embostados,
y otros detalles marchan
los de la leva levante levantisco
“Van a comer
bien y van
a servir a la Patria”
una vociferada
voz.

Todo es leva.
Por pastos por pastos por otros
pastos encrinados
todo
es leva
se pisan los detalles
los hombres de la leva levante
levantiscos
como una cuña de vociferación
esa voz, sargento, vociferación,
sargento, vos que vas, acumulado,
sargento, voz de bozal, can
de palabras, sargento, cosita
de la muerte march, sargento,
llenito del sonar que antecede
al lenguajeo
¿palabras?
Todo es leva.
“Van a comer bien, van
a servir a la Patria” la patria
está servida.

“Vamo’ a estar
to’o junto
apretaditos por la muerte.”
Todo es leva.
Levá.
Se viste: disfraz: la leva, viste
se desviste te inviste
un mundo en fila
corazón aparte en el garguero
un ese corazón parado ahí
trepado a lisos peldaños gargantiles,
ampolla
sin conjugar
una palabra sí allí no
coincidirá no
calzará con los azotes de adentro no
tuvo nada que ver
con lo que te venía sin terminar de venir
por chasquidos de la lengua
-promesa, sonora-
y así como el gurí arrojado al rincón de penitencias
siembra y edifica sus ahogos
tenés muro de argamasa o barro bosta paja pajonal
en la garganta: un rancho criollo atravesado
no te deja hablar
mientras
porque mientras
todo es leva
apretando apretaditos
alientos de muerte.

El desierto es una leve ondulación.


El desierto es una leve ondulación de prados y arroyuelos.
Piedra gris, corazón verde.
El desierto aquí, allá.
Es la fiera de acá,
la extensión llena de allí,
locura de vos, conquista de ti,
ese algo de muerte, ese todo de qué,
boleadora quieta, trapo de sangre que te empapa
por prados y arroyuelos juntamente.

Tela extendida es el desierto.


Campo tigre, campo lión, campo de nos.
Y es lo que hay, felino de salida: un campo, dos campos,
treinta y tres campos
campo adentro.
Viene un ángel cimarrón a todo galope.
Viene estirando la tela, matrero de vos,
viene cuereando campo,
chicoteando a las voces que te curten,
viene en pie viene en alas viene en cueros
campo adentro más adentro
viene a devolverte
el perfume del desierto
este campo es tuyo cultivalo o cuando menos
dale de comer a un animal
viene un ángel cimarrón y apenas habla
se sienta se siente
al borde del mantel
“Comé, comamos, no te pierdas
el cuero de este asado”, desertor,
desierto de vos, futuro de ti,
no mires para atrás, que ya vas bien,
desertor, ahora empezaste, no preguntes:
sos un talero encendido.
¿Un desertor en picada después del entrevero?
es un collar de boleadoras en el aire
relámpago de piedra tras de vos este desierto,
entrevero, duelo “comé, comamos,
cada cual en su teta, no me diga, mi sargento,
que el desierto está servido y siempre alcanza”.
Matrero de vos, de tu tela y de la mía,
vayamos a encontrarnos: subite al filo
del facón, cortemos tela, cortemos muerte.
Si no hay desierto no hay llegada.
Vamos, ángel, por un desierto lleno de pájaros.
En aquel horizonte se esconde una ciudad: ya viene.
Cimarrón vivir, cimarrón lo otro,
finalidad sin fin.
De carnada con tu zaino, la respiración del milico se revuelca
y se revuelca, se hace el indio, se hace el puma, todo lo que es
se hace. Quiebra despacito las carquejas, pero las quiebra,
con paso de serpiente renga hasta que
se disgrasia en tu puntazo y se ahoga
en el remanso de tu poncho, fiero, como aguas feroces
corre lo suyo hacia fuera, circula entonces
para cualquier lado: borbotones, chijetazos
de lo que ya no está.
En el horizonte un cerro.
La aurora, dijo el gringo, de sangrientas manos.
La aurora entre los fuegos de las torres del petróleo.
El flete trepa, con chasquidos de cascos, salpicaduras
hasta que todo se ve, y es ahí
que te ves: en la punta del cerro de vos,
Vos te ves a Vos es el nombre nuevo
de la ciudad. ¿Y quién cree
que el gaucho le teme a la ciudad?
Sitiala, buscá al infiel.
Lengüetazos marrones de un río
allá abajo
a la derecha,
anfitrión
del horizonte, tan baguala esa sangre fría, tan linfática, tan blanda
guillotina de tiempo, temporoso barro
tan sin nada
que decir,
tan matrero ese río, tan así vos vas vos ves vos vos
y ellos que querrán pescarte, sitialos, que tendrán la tansa tensa,
sitialos, que se habrán equivocado, sitialos, porque no se pesca
al propio río.
Matrero de vos y de mí,
sitialos, sitiate, matrero.
El guascazo de tu rebenque es menos ciego que todos ellos,
matrero.
Matrero, matrero de mí, finalidad sin fin,
como un aullido
cimarrón,
como un aullido,
cimarrón
interminable
finalidad
sin fin.
Palabras a Matrero
La primera impresión ante Matrero es la extrañeza: algo viejo se junta con algo
nuevo. El lenguaje campero, la enunciación gauchesca, en tensión con la construcción
del texto, por etapas pero sin narrar una historia. Pero una vez que se entra en la lectura,
lo que impacta en este texto de Hebert Benítez es el empuje de la enunciación, el
arrastre, la violencia verbal que atraviesa tiempos y escenarios como figuración de un
arresto individual. Esa historia se presenta (o mejor dicho: se actúa) desde un presente
sin tiempo, en el espacio abierto, como si la actividad física incesante se espejara en la
escritura a favor del movimiento y de la reflexión sobre el movimiento.
Es una gauchesca apenas tocada para liberar su carga,voluntariamente artificial,
voluntariamente literaria: es el vocabulario campesino del fraseo de lo campesino, que
integra lo que no está, lo que tal vez nunca fue, a la identidad de un personaje que actúa,
como matrero que es, desde la libertad tan absoluta como asediada. Matrero obliga a
pensar rápido, a ajustarse a su ritmo creciente, paulatinamente más exacto. Pautado en
escenas, en cortes que son instancias dramáticas, el relato asume una condición épica
impulsada por la segunda persona, por el diálogo (también un soliloquio) cuyo ritmo se
impone al discurso entero, lo lleva, le modifica el metro y la intención, pero no conduce
al lector a conclusión alguna: el texto se asume como un acto de conciencia, de
contemplación hacia adentro y hacia fuera de la historia y de la Historia.
La estructura de comienzo y recomienzo, la repetición de las frases, la
integración de lo heroico intemporal, marcan la relectura de un mito que se hace valioso
precisamente a favor del texto: Matrero es un poema que suena poéticamente por la
misma fuerza de su actitud narrativa, por el énfasis continuo en una referencia que se
traslada, con todo su peso, más allá de sí misma. Es en ese punto que estiba el carácter
conmovedor del poema: extraño en la obra de Benítez, marcada por un sello intelectual,
y extraño en la poesía uruguaya, raramente consciente de sí misma. Lo que conmueve es
aquello de lo que se habla, pero también lo que hace hablar, lo que identifica, lo que
instala el diálogo con uno mismo a lo largo de la lectura. Es precisamente eso, una
“finalidad sin fin”, que obliga a Benítez a prolongar períodos, a cambiar el paso, a
detenerse para pensar, a hacer poesía en el mismo impulso del pensamiento: es como si
el tema y el personaje segregaran su propio discurso, su propia reflexión, paso por paso,
palabra por palabra, y en el impulso generaran, a su vez, la posibilidad de leer todo
desde varios ángulos a la vez. En ese movimiento, de y hacia lo humano, está la
importancia de este poema.
Roberto Appratto

Desacralizante del mito por el acápite de Borges: “De hierro, no de oro, fue su
aurora” pero con una nostalgia por lo que no fue a la que se le podría aplicar, para que
cuaje, unas fórmulas conseguidas en otras tradiciones lingüísticas, el afán es épico. Todo
ºafán es consecuencia del deseo de dignificar una acción. De dar el tono. De ahí que la
acción en un poema como Matrero deba irremediablemente identificarse con la
escritura. Como el matrero mismo es una característica , una propiedad de un existente y
no él, el matrero no es un gaucho. No puede serlo. Sin embargo, el gaucho sí puede ser
matrero. Generoso, lo gaucho se le revela a alguien después de la desaparición del
gaucho, es algo que queda, una resaca de quien da el ancho. Lo matrero no puede
revelarse en la medida en que no es posible otorgarle, como un don, a nadie “lo”
matrero. Y del mismo modo en que no es posible otorgárselo es muy difícil que a
alguien se le quite lo matrero.
Con la escritura, entonces, es la identificación. El sujeto no existe. Benítez
acierta al otorgarle a ese no-sujeto –finalmente es un matrero- la característica de la
escritura. El poema tiene un paisaje, tiene un léxico, tiene un protagonista genérico. Se
debe, contextualmente, a esta neogauchesca que ha desbordado la poesía del Río de la
Plata desde Girondo aproximadamente, pasando por Madariaga hasta llegar a
Perlongher que contradice ese espíritu lexical porque, en él, el léxico es totalmente
tentativo y la historia un azar. Lo que está en entredicho, obviamente, es la noción
“patria” históricamente formulada. Existe la sospecha de que se trata de una
mistificación. Lo raro en Matrero es que no haya desmistificación de la historia. O hay,
en sentido negativo, una mistificación de un carácter a-histórico, no sedentario, no-
urbano, finalmente antiburgués. Condenado a la errancia el Matrero es un gesto de
escritura que sobrevive en la medida en que actúa: toda escritura es matrera, descubre
Benítez. No hay que perder esa memoria. El poema tiene un paisaje, tiene un léxico,
tiene un protagonista genérico, dije. No sé si esto último es cierto. Un protagonista
genérico es “here comes everybody” de Joyce. Lo que en Matrero aparece como
protagonista es la necesidad que el poema contagia en el lector de inventar un
protagonista, de que esa cantidad de atributos de acción terminen por encarnar. Ese “tú”
que tanto se mueve, siempre señalado, perseguido por el relato o lo que es lo mismo:
perseguido por sus atributos, no es más que una sombra. Sombra en el sentido de
memoria de una existencia que fue. Sombra que, no podía ser de otra manera, termina
encarnándose no en objeto –ni en el de su deseo- sino en sombra misma, escritura, en
esa frase que a partir de un cierto momento de ese “arte de la fuga matrera” que creó
Benítez ya no deja de aparecer como figura de condensación: “finalidad sin fin”, repite.
Lo que es una buena definición de arte.

Eduardo Milán

Matrero significa una posible construcción de la libertad frente a la completud


del poder. Un tajo, una brecha, una apertura emanada del enunciado. El tema del libro es
la libertad. La libertad deviene en el discurso.
El texto tiende una línea narrativa cuyo modelo remoto, parodiado aquí en
código neo barroco, tal vez neo barroso, original, podría rastrearse en los clásicos del
sub género (v.g.: el paradigma oblicuo representado por “Martín Fierro”), pero cuya
tensión está dada por el salto cualitativo, por la fisura o brecha (gap, en nomenclatura
inglesa) en la calidad del lenguaje y en la intencionalidad comunicativa.
La narración poética de Matrero es reflexiva, el texto conversa consigo mismo,
se enmienda, se modifica, deconstruye, rectifica y ratifica su grito primigenio de
libertad, se erige en su certeza textual pero a la vez oscila con propósito lúdico, trágico y
gozoso, en inflexión erótica, cuasi sexual sobre la geografía del discurso (“montarás el
monte”).
El resultado es una plurisemia controlada y un impacto singular que se resuelve
en varias posibilidades de lectura: Matrero es épica y espectáculo. Redención, proclama
de liberación y show poético.
Matrero provoca una curvatura, una distorsión eminente en la superficie del
lenguaje gauchesco que evoca y resignifica con desparpajo y premeditado gesto
barroco. Por las líneas de fuerza de ese espacio redefinido se establece una poderosa
sugestión que habilita en el lector (cuyo fantasma textual es el narratario) una forma
alternativa de competencia comunicacional: la competencia poética.
Tales, entre muchos, algunos de sus notables logros.

Rafael Courtoisie
Ya sin mirar para atrás,
pela el flamenco y ¡sás! ¡trás!

Fausto, Estanislao del Campo

Matrero es un desbordamiento. Desborda las poéticas previas y previstas del/por


el propio Benítez Pezzolano. Desborda los ecos del discurso disciplinado de la
gauchesca histórica. Desborda los Alambres de Néstor Perlongher (¡trac!) e, incluso, se
descuelga de los bordes de la parodia con gusto a serio que monta Leónidas
Lamborghini en su Odiseo Confinado.
Asistimos a un texto que matrerea en solitario (como bien lo prescribe la ley del
gaucho alzado) y -por lo pronto- vive a monte en el campo literario rioplatense. Una
escritura que hubiese re-imaginado Pedro Leandro Ipuche si la historia remontara casi
un siglo, cuando su "gauchismo cósmico" horadó los marcos de expectativa de los
lectores de la ruralia decimonónica, y su efecto de lectura devino, muchas veces, en
(in)comprensión.
Matrero escarba los escaparates de la biografía de su autor: un dejo de
fronteridad en la sangre y en la memoria (escrituración ancestral), una biblioteca
asumida e internalizada, una firma (quizás la única en el Uruguay de este nuevo siglo de
"resistencia a la literatura") que puede "decir" su propia teoría literaria apoyada en el
arquitrabe de su "saber" .
Escritura baguala, Matrero arriesga un trazado que desplaza convenciones
(aunque se emplaza en ellas: la sextina, por ejemplo), que se inscribe como una marca
sui generis en la lírica reciente. Escritura montaraz, paga ante los lectores el montazgo,
una suerte de tributo al tránsito de sus versos por el monte literario.

Gerardo Ciancio

Dejarse llevar, irse por las voces que rebasan la razón, es venirse al “pago”
de la inspiración: esa diagonal del sueño de la historia, barro primigenio, barro propio:

la escapada entre barro de botas, metidas,


cuarteadas por la andada

Desde el “prólogo” el autor -derrotado en su “no creencia” por el poema que se


le escribió-, confiesa:

Si bien no creo en fenómenos plenamente inspiratorios, los versos fueron irrumpiendo, según
pienso, como una especie de devastación de mi poesía anterior y simultánea, incluso de una cierta
idea de poesía.

Entre una concepción y otra de poesía - la de la rienda corta y la de la “rienda suelta” -hay
una dialéctica o una lucha que es medular a este poema, al menos desde donde me atrapó
leerlo.
La misma puede apreciarse en ese matreraje de voseos y de voces que hacen del
jinete que cabalga un personaje al que, a su vez, otras voces instigan:

tus voces sin milico, aparecieron, voces guapas,


sin obligación por el lao de ajuera.

El jinete es una figura desdoblada de la alteridad autoral, a la que la misma voz que
enuncia apela, saliéndose de sí (“locura de vos”) para escapar ambos (voz y vos, jinete)
de “la ley”, de cualquier ley escrivida por otros, en la que se sería infiel a la libertad
(creativa).
Dicho de otras maneras.
Poema de autoliberación, de convers(ac)ión interna:

matrero, matrero de vos y de mí que te estampo.

Poema que corta las alambradas de cualquier “finalidad previa” y se larga a la


“finalidad sin fin” de la poesía, que no se halla ni hace güeya en ningún “deber ser”.
Poema-jinete que es posible leer (“seguir”, sería lo adecuado) como el mismo autor
lo escribiera: sabiendo que lo que está en juego es el caballo invocado y desbocado de la
poesía abrevando en su propio caudal: “¿y el caballo?”, pregunta insistente esa voz atrás,
de jinete autoral ya destronado.
Este lector siguió el argumento con el deseante propósito de que el matrero
venciera en su huida, que atravesara la frontera sin aduana ni peaje de clase alguna. Así, en
pelo, con esa transpirada forma de “escuchar voces” que nadie controla

porque el hombre nunca es dueño


de lo que en su fondo ocurre.

En la “escapada” hay una exigencia de libertad; una libertad cuyo destino es la


tan kantiana “finalidad sin fin”, cuyo letit-motiv no por casualidad abre y cierra el texto.
Si vamos al “argumento” de fondo histórico allí está el matrero huyendo de la
milicada –mito y realidad de lo heroico romántico gauchesco-; si venimos a la historia
reciente tenemos la voz de un cogeneracional: Benítez fue de los jóvenes de la
resistencia dictatorial quienes, como decían los Unos, sabían del “milico que todos
llevamos en el mate” y que lo más difícil sería sacárnoslo de adentro. A ese doble
“arrastre” histórico hay que sumar ahora su principal respuesta, la que proviene de
aquella pugna y que a su vez de ella se libera -sin evadir su político compromiso:
desinteresada finalidad sin fin que subraya lo cimarrón de las crines de la poesía.
Chasquido del galope en “la belleza libre”, otra fija kantiana que, retomada por
H.G. Gadamer –de quien Benítez es atentísimo lector-, constituye la matra y el apero de
un arte que no tiene más que su autotélica trascendencia: finalidad sin fin(al).
En ese no querer ser “nada más que poesía” es en donde este Matrero persigue
un territorio libre y suyo: “chicoteando a las voces que (la) curten”, a rienda suelta.

Luis Bravo
La lectura de Matrero es un reencuentro con la literatura en su función
primordial: conmover, reconstruir encrucijadas de la existencia, promover la reflexión
ontológica, asumir un pathos virtual. Otra lectura fue súbitamente asociada a ésta en su
repercusión: ¡Bernabé, Bernabé! de Tomás de Mattos. Ambas escrituras emergen desde
una tradición que las vincula, que las aproxima a su textura épica.
Este Matrero tiene la cualidad de reenviarnos a la tradición gauchesca, y el
riesgo del gesto arqueológico o arcaizante ha sido exorcizado por una reinterpretación a
“carne viva”. Sin embargo, a partir de guiños intertextuales, del juego verbal, del refrán
criollo, y del palimpséstico montaje metaliterario; el texto se legitima en su polisemia
original. Auténtica resignificación de la tensión urbana y postmoderna, de nuestras
escisiones individuales y colectivas, de nuestras rebeliones íntimas.
Un chisperío de imágenes emergen convocadas en formato de videoclip,
rápidas y a “borbotones”. Junto a ellas, versos que cargan lucubraciones rastreadoras
entre los pliegues recónditos de la memoria afectiva, histórica, individual; casi al borde
de la angustia y del miedo. Desdoblamiento, revés y envés, coraje y miedo de vivir o de
morir, intersección existencial sobre la que enanca Hebert a su Matrero, deslizado en la
rampa patriarcal de los íconos rioplatenses, de los mitos fundacionales de este cono sur
americano.
Celebro que estos versos proseadores permitan a la literatura uruguaya
ofrecer esta versión del exilio-insilio, desde la marginalidad hemisférica y la intemperie
personal que les da sentido.

Rodolfo Panzacchi

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