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Creo Señor, pero aumenta mi fe; confió en ti Señor, fortalece mi esperanza; te amo
Señor, ayúdame a amarte cada vez más. Haz Señor que viva y muera en tu santa
presencia; que duerma y me levante siempre en tu santa Voluntad.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que
aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había
revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el
Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para
cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios,
diciendo:
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La promesa de Dios...
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Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una
mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y
cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a
Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a
Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Una vez que José y María cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se
volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose,
se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.
Dios, por el amor que le tenía al hombre, prometió enviarle un Salvador que le
libraría de la esclavitud del pecado. Así pues, al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su Hijo unigénito, Jesucristo, para que Él iluminara a aquellos que
habitaban en tinieblas, les anunciara la salvación y les alcanzara la redención
mediante su muerte y resurrección.
La “luz que alumbra a las naciones” (Lucas 2, 32), es la misma luz que emana del
corazón de Cristo, que por el inmenso amor que nos tiene, ilumina nuestras vidas,
para que nos veamos libres de toda oscuridad y esclavitud que nos viene del
pecado y podamos caminar de su mano al puerto seguro de la salvación.
Podríamos considerar nuestra vida como un caminar hacia Dios; caminar que
requiere un esfuerzo constante y consciente de una meta deseada: el cielo; con
una motivación clara: el amor de Dios; y una entrega generosa de mi día a día,
confiando en su Divina Providencia, que me ama y conoce qué es lo mejor para mí
y para mi salvación.
«En el templo sucede también otro encuentro, el de dos parejas: por una parte, los
jóvenes María y José, por otra, los ancianos Simeón y Ana. Los ancianos reciben de
los jóvenes, y los jóvenes de los ancianos. María y José encuentran en el templo las
raíces del pueblo, y esto es importante, porque la promesa de Dios no se realiza
individualmente y de una sola vez, sino juntos y a lo largo de la historia. Y
encuentran también las raíces de la fe, porque la fe no es una noción que se
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aprende en un libro, sino el arte de vivir con Dios, que se consigue por la
experiencia de quien nos ha precedido en el camino».
(Homilía del Papa Francisco, 2 de febrero de 2018).
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor
con Aquel que te ama.
Propósito
En este día de la vida religiosa, pide al Señor para que nos conceda vocaciones
santas, que estén dispuestas a transparentar el amor y la luz de su corazón; pide
también por todos aquellos religiosos que más lo necesiten en este momento.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los
siglos de los siglos.
Amén.
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