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América Latina. El imperialismo histórico.

La
acumulación por despojo (1850-1898)

Rodrigo Quesada Monge1

Introducción

La metáfora de las supuestas formalidad e informalidad imperiales cuando se


habla del Imperio Británico, tiene obvias justificaciones políticas que nos
corresponde dilucidar, al menos para tener una idea más clara de la orientación
que tiene la política británica en lo concerniente a sus relaciones con la América
Latina. Hobson, en su celebrado y poco leído libro, lo decía con mucha claridad y
contundencia: para Inglaterra el imperio es una carga, no sólo económica, sino
también financiera y humana. Son unos pocos los que se benefician de él, y por lo
general, cuando se impone por la fuerza, el imperialismo es una desgracia para
los pueblos sometidos2.

Sin embargo, el beneficio político, geopolítico, militar, socio-económico y cultural


era sencillamente espectacular, aunque sólo fuera para un puñado de seres
humanos que estaban poseídos por la convicción de que su misión en este mundo
era llevar la civilización a las “razas inferiores” de África, Asia y America Latina. Si
un pequeño país como Inglaterra llegó a controlar las vidas y propiedades de más
de cuatrocientos millones de personas3 en las dos terceras partes del planeta, eso
no sólo se debe a la fuerza de la ideología, de la religión o de las bayonetas, sino,
por encima de todo a la potencia del sistema económico que lo hizo posible. Las
motivaciones financieras, comerciales y productivas del sistema capitalista
vinieron antes que la brutalidad, la humillación y la simple rapiña de los pueblos
sometidos al expolio imperial de las potencias europeas primero, y de los Estados
Unidos posteriormente.

El argumento de autores como Bill Warren4, para quienes el capitalismo y las


ganancias que supone se sostienen y se hacen penetrar por la violencia en la
punta de los fusiles de las fuerzas imperiales de aquellos países, será cierto
solamente hasta ahí donde se reconozca que el imperialismo es operativo
históricamente a partir del momento en que el capitalismo lo justifica y lo
reproduce. La violencia económica del sistema capitalista es anterior a las
preocupaciones geopolíticas de cualquier potencia imperialista; ésta es una de las
lecciones fundamentales que se desprenden de la historia económica de América
Latina, por ejemplo.
La dominación informal que ejerce el Imperio Británico sobre América Latina,
durante todo el siglo XIX, reposa precisamente sobre los logros y capacidad de
crecimiento del capitalismo inglés. No puede ser otra la razón, entonces, por la
cual la segunda parte de ese siglo, viene definida, en su esencia, por tres grandes
líneas de fuerza:

1. Los nuevos patrones de acumulación y reproducción de la riqueza.


2. La nueva división internacional del trabajo.
3. La rivalidad interimperialista.

A continuación nos referiremos a cada uno de estos asuntos por separado. Conste
que nuestra preocupación vertebral es ofrecerle al lector algunos ingredientes
descriptivos y analíticos sobre la forma en que el imperialismo, entre 1850 y 1898,
expresa las tendencias expansivas más generales del sistema capitalista como un
todo. En este sentido, América Latina, ve progresar paso a paso, pero de manera
consistente y sostenida, las distintas formas y métodos utilizados por el sistema
para atraerla hacia el movimiento internacional de los capitales y de la fuerza de
trabajo.

Entre los años de 1850 y 1900, América Latina y el Caribe se han convertido en un
escenario rico y diverso para las pugnas entre los imperios europeos y los Estados
Unidos. Pero se trata de enfrentamientos que van más allá de la posible ocupación
militar, como sucedía en el Caribe, o de la invasión colonialista clásica como en
1856 con Centroamérica, pues la internacionalización de los mercados incorpora
geografías y recursos ahí donde el consumo es potencialmente posible.

Filipinas, como el último bastión del imperio español en el Pacífico Occidental,


sufrirá también los embates del imperialismo norteamericano entre 1898 y 1902.
Éste es también el momento en que el imperio inglés alcanza su punto más álgido,
consagrado con la coronación de la reina Victoria como emperatriz de la India en
1876, en un entramado capitalista de progreso material y riqueza sin precedentes.

La guerra civil en los Estados Unidos (1861-1865), así como la crisis de 1873-
1896, completaron un capítulo político y económico definido, al mismo tiempo, por
la revolución de los transportes, la era del ferrocarril y de la navegación a vapor, y
la aparición por primera vez de tácticas y estrategias militares especialmente
diseñadas para reprimir a los movimientos de liberación nacional, a las mujeres y
a los trabajadores organizados.

Es también la época de la publicación del primer volumen de El Capital de Marx,


de La importancia de llamarse Ernesto de Wilde, de la crisis de la Primera
Internacional de los Trabajadores y del surgimiento de la Segunda Internacional,
así como de las expresiones más feroces del colonialismo, según lo atestiguan los
belgas, los ingleses, los franceses y los alemanes en el caso del Congo 5, donde
se alcanzaron niveles tan atroces de explotación y genocidio, solo comparables
con los logros coronados por la Alemania nazi.

Los nuevos patrones de acumulación y reproducción de la riqueza

Pero nada de eso fue posible sin la nueva lógica económica introducida por el
sistema capitalista con su reveladora aparición histórica, durante la segunda parte
del siglo XVI6. El nuevo sistema económico vino al mundo en un momento muy
particular, cuando las sociedades europeas se están expandiendo e incorporando
otras geografías y otras sociedades; cuando cambios radicales se están operando
interiormente en la agricultura, la artesanía, la manufactura, que dan paso al
surgimiento de una clase de personas que sólo tienen su fuerza de trabajo para
sobrevivir.

Otros, en cambio, se hacen dueños de instrumentos de producción, de tierras y


capitales para producir mercancías en busca de obtener la mayor ganancia
posible. Para ello es necesario contratar, por lo mínimo, a los primeros, a los que
sólo tienen su fuerza de trabajo. Esta relación, entre los poseedores y los
desposeídos, su enfrentamiento en torno al cómo y al por qué producir
mercancías, en torno al volumen y la distribución de las ganancias, tendrá una
evolución histórica, la mayor parte del tiempo sumamente conflictiva 7.

Esa conflictividad tendrá distintas expresiones, en las fábricas, en las calles, en la


tienda y en el campo. Por ella se harán revoluciones y se levantarán imperios. La
búsqueda obsesiva de ganancias produce ideas, instituciones y una moral que un
grupo determinado de seres humanos consideran perfectamente natural. Para ello
es necesario acumular riquezas, capital, tierras, hombres y toda clase de recursos,
con tal de que el sistema económico pueda seguirse reproduciendo.

Históricamente hablando, cuando el imperialismo hace su triunfal entrada en el


desarrollo del sistema capitalista (durante la segunda parte del siglo XIX), éste ha
pasado por varias etapas que lo han conducido hacia su consolidación definitiva.
El imperialismo, entonces, es esa búsqueda de ganancias y riquezas, exacerbada,
llevada al paroxismo por una clase social que considera legítimo despojar al otro
de lo que tiene, simplemente porque considera que es inferior, social, racial o
culturalmente, y apuntalada por ejércitos militares, de burócratas y
administradores dedicados a tiempo completo al saqueo, a la manipulación y a la
depredación de recursos y personas.

Bien se puede decir del capitalismo que es el sistema económico con el cual fue
posible históricamente el imperialismo, entendido como su moral, su política y su
ideología, y en la etapa de mayor desarrollo y crecimiento. Entre el banquero y el
tendero venecianos del siglo XVI y la corporación multinacional de nuestros días,
han transcurrido siglos de opresión y progreso, que hacen abrumadoramente
evidentes las desgarradoras y brutales contradicciones que han caracterizado al
sistema a todo lo largo de su historia.

Fue en Inglaterra donde el capitalismo adquirió los mayores niveles de desarrollo y


madurez, durante el siglo XIX, y por supuesto el imperio inglés. Para la segunda
parte del siglo, en ese país el crecimiento económico es espectacular, tanto así
como para considerarlo la “fábrica-taller del mundo”8. Eso implicaba estar a cargo
de los flujos internacionales de capital, de recursos humanos y naturales, y de la
geografía del planeta, donde los mares jugaron un papel central para la
navegación, la migración y el movimiento de los dispositivos relacionados con la
producción y controlados por Gran Bretaña9, dispositivos tales como la diplomacia,
la fuerza militar, las instituciones financieras, la tecnología, las facilidades de
mercadeo, las corporaciones multinacionales y otros sumamente influyentes para
hacer que el expansionismo tuviera una dirección clara y sostenida10.

Gran Bretaña viene desde una revolución industrial temprana, en la segunda parte
del siglo XVIII, que es a su vez un conjunto de varias revoluciones: una revolución
demográfica, agrícola, comercial, y de los transportes, todas las cuales hicieron
posible una transformación sin precedentes de la economía inglesa, al punto de
que, para la gran exposición de 1851 en el Palacio de Cristal de Londres, ha
alcanzado el punto de no retorno en un proceso de industrialización que otros
querrán imitar para jamás igualar11.

Para ese año, más de tres millones de trabajadores están concentrados en la


industria, y unos dos millones en la agricultura, pero se trata de trabajadores
altamente calificados. La productividad per cápita se ha doblado dos y media
veces, y aunque las tasas de crecimiento oscilaron entre un dos y un tres por
ciento anual, a todo lo largo del siglo XIX, no debe olvidarse que, el hecho de
haber experimentado la primera revolución industrial ponía en desventaja a la
economía británica, con relación a otras, como la norteamericana y la alemana
(con tasas de crecimiento anual del cuatro y el seis por ciento), que llegaron
después y encontraron muchas de las dificultades de la industrialización ya
resueltas12.

Pero con este libro no es precisamente la historia del capitalismo inglés la que nos
interesa describir, no tanto porque existen extraordinarios trabajos de investigación
que discuten el tema, sino porque nuestro interés primordial reside en el
imperialismo histórico, es decir, esa clase particular de imperialismo que América
Latina tuvo que enfrentar entre 1823 y 1898, período en el cual los ingleses
jugaron un papel esencial, pero en el que no fueron los únicos cuando se trató de
la dominación de nuestros países.

A todo lo largo de la segunda parte del siglo XIX, Inglaterra se enriquece, acumula
y reproduce su riqueza, no sólo generando textiles, carbón, hierro, acero,
ferrocarriles y barcos a vapor, sino también exportando capitales en grandes
cantidades, y explotando enormes contingentes de seres humanos, en África, Asia
y América Latina. A pesar de las severas críticas hechas por Henryk Grossmann al
libro de Fritz Sternberg, publicado en 192613, y que se dice es en alguna forma
una continuación del trabajo de Rosa Luxemburgo (ver el capítulo primero de este
libro), las disquisiciones teóricas y las descripciones históricas del mismo, tienen
enorme relevancia para el trabajo del historiador, en particular sus referencias al
papel jugado por América Latina, como cliente importante de los ingleses en
materia de inversiones de capital.

Aquí no haremos referencia al problema teórico que aquejaba, durante los años
veinte del siglo anterior, a una importante generación de teóricos marxistas (por
cierto una de las más brillantes de que se tenga memoria), relacionado con el
inevitable derrumbe del sistema capitalista (de aquí la frase derrumbismo histórico
que se les aplicaba a ciertos de estos teóricos), cuando el sistema hubiera perdido
por completo su habilidad para rehacerse, después de la última crisis económica
que lo llevaría al derrumbe definitivo, abriendo paso al socialismo.

La crítica leninista señalaba este enfoque como socialdemócrata, pues


argumentaba que dejaba por fuera totalmente al sujeto histórico (a los
trabajadores), con lo cual el proceso revolucionario perdía por completo su validez
histórica. El mecanicismo de este análisis era evidente, pero hizo avanzar
importantes estudios e investigaciones sobre la reproducción ampliada en el
sistema capitalista, para comprender mejor la caracterización del imperialismo en
dicho proceso, éste último (la reproducción ampliada) estudiado por Marx en los
volúmenes dos y tres de El Capital.

El llamado de atención de teóricos como Hobson, Rosa Luxemburgo o Sternberg


respecto a la importancia central del imperialismo para comprender un poco mejor
la etapa de madurez del capitalismo, adquiere más sentido en el trabajo de los
historiadores, desde el momento en que para estos describir y analizar los
cambios de la economía capitalista en el tiempo, particularmente el capitalismo
periférico, permite introducir factores e ingredientes que en el proceso
expansionista europeo se pueden perder de vista fácilmente, como suelen ser el
papel jugado por las migraciones, la exportación de capital y la depredación de los
recursos naturales en el desarrollo del intercambio desigual.

El hecho de que los europeos históricamente se beneficiaran más que otros en el


proceso de colonización del mundo, es perfectamente comprensible si pensamos
en que, a diferencia de algunas civilizaciones del pasado, donde la riqueza
acumulada se invirtió en pirámides o catedrales, el capitalismo europeo la reinvirtió
para reforzar su proceso de crecimiento y expansión. Tales riquezas, provenientes
de la colonización y de la industrialización, proveyeron los fondos requeridos para
continuar con el mismo, y la geografía de la expansión europea suplió la demanda.
En este escenario la inversión extranjera fue esencial, y ningún país tenía mejores
condiciones que Inglaterra para iniciar la tarea, pasando de $2,300 millones en
1855 a $19,500 en 191414.

Mientras puede ser cuestionable pensar que el crecimiento de las inversiones


inglesas en el exterior haya procedido de las reinversiones de los intereses
acumulados hasta 1913, no hay ninguna duda en que los ingresos por tales
inversiones fueron realmente resonantes. Una acumulación de capital a escala
internacional de esta envergadura era completamente nueva en la historia del
capital financiero.

Entre 1871 y 1875, cuando Inglaterra tenía un déficit promedio anual de £65
millones en su comercio exterior, el ingreso acumulado por sus inversiones en el
extranjero ascendía a £50 millones, a lo que habría que añadir sus exportaciones
invisibles, tales como navegación, seguros, banca e inversiones públicas
indirectas en países como los latinoamericanos, lo que contribuyó
ostensiblemente, para que los ingleses pudieran cambiar el déficit mencionado en
un superávit, y les permitiera pasar por la deprimida década de los setentas con
un ingreso cercano a los £55 millones anuales solo en inversiones extranjeras. En
el trecho de 1891 a 1906, no hubo año en que los ingleses no hubieran confiado
en sus inversiones extranjeras para nivelar sus libros15.

Lo que Tulio Halperin-Donghi16 y Roberto Regalado llaman el orden neocolonial, y


que nosotros hemos llamado “imperialismo histórico” encuentra en América Latina
el contra peso, la salida, a la herencia que ha dejado la revolución industrial en el
capitalismo inglés particularmente, como hemos visto. Las crisis de subconsumo
de 1825, 1836, 1848, 1857, 1866, 1873, 1882 y 1890-9317 forman parte todas de
un ciclo de saturación de los mercados que obliga a los empresarios, políticos y
técnicos europeos a buscar lugares, contextos económicos y sociales nuevos
donde invertir, vender y promover sus capitales, productos y mercancías.

La nueva coyuntura que se inicia después de 1850, trae la impronta de una


expansión ferroviaria espectacular que ha caracterizado a la década anterior de
manera incuestionable, tanto así como para provocar en gran parte la crisis de
1847 y 1848. Pero en el caso de América Latina, los años cincuenta son años
tranquilos, de búsquedas institucionales que legitimen los nuevos afanes
democráticos, después de la sangría generacional dejada por las guerras de
independencia18.

La acumulación a escala mundial, como la llamará Samir Amin, le asigna a la


América Latina un nuevo lugar en la división internacional del trabajo, junto a los
países de África y Asia que han sido integrados tardíamente en el proceso de
expansión capitalista, el cual ha remontado ya las limitaciones de la primera
revolución industrial, limitaciones atinentes al tránsito de una economía
fundamentalmente agrícola a una por completo industrializada, como sucedía con
Inglaterra por esa época. Este es el momento en que se puede escenificar el serio
deterioro de la agricultura británica, y el traslado del valor acumulado hacia la
industrialización interna definitiva19. Proceso que luego sería seguido e imitado por
otras potencias en vías de industrialización como Francia, Alemania, los Estados
Unidos y Japón.

Pero para que esta transformación se completara, fue necesario readecuar a las
economías externas marginales para que produjeran los alimentos y las materias
primas requeridas. Dicha readecuación pudo haberse hecho mediante una
renegociación del pacto colonial con dominios imperiales tales como la India,
Australia, y África occidental, o por la fuerza como sucedería en el Caribe, África
tropical y Egipto. La supuesta metáfora de imperialismo formal e informal deja de
serlo cuando nos percatamos de que los ejércitos de Inglaterra, Alemania, Francia,
Bélgica, Italia, Portugal, España, Estados Unidos, Japón y Rusia se saltan la
frontera entre ambos aspectos de la misma, si lo que está en juego son los
recursos humanos y materiales, los mercados externos y el libre flujo internacional
de los capitales, así como los distintos medios a través de los cuales aquellas
potencias logran atemperar sus problemas internos con las clases trabajadoras, el
campesinado y la pequeña burguesía radicalizada.

Los nuevos patrones de acumulación, apuntalados por la revolución de los


transportes, el ferrocarril y la navegación a vapor, son difíciles de comprender sin
referirnos a la nueva división internacional del trabajo, que permite tener una idea
más cabal de la nueva lógica que se desarrolla entre países de capitalismo
desarrollado y países de capitalismo dependiente.

Definitivamente, la segunda revolución industrial encontró a los sujetos del nuevo


imperialismo, dispuestos a todas las modificaciones requeridas por la geografía
planetaria para ejercer sus talentos y ambiciones. Los alemanes y los
norteamericanos, así como los franceses y los japoneses se propusieron remontar
la vieja estructura familiar de la empresa, típica de la Inglaterra del siglo XVII, para
dar paso al capital corporativo, donde la centralización del poder del estado, como
es el caso en Alemania y Japón, sería una palanca esencial en sus procesos
internos y externos de acumulación.

La nueva división internacional del trabajo

En términos de economía política no es suficiente hablar de nueva división


internacional del trabajo, como si se tratara de una cuestión relacionada
exclusivamente con una asignación inédita de recursos humanos y naturales, a
partir de parámetros geográficos antiguos y recientes. Si algo tuvo claro el Imperio
Británico (particularmente algunos de sus ministros ya referidos) respecto a la
herencia española en América Latina, fue que no podría seguir los mismos
procedimientos administrativos, económicos, sociales, políticos e ideológicos
estructurados por España en esa región, a lo largo de tres siglos de dominación,
puesto que la expansión capitalista, tal y como se ha visto en la sección anterior,
exigía la “invención” de nuevos mercados, la “creación” de una nueva geografía
como sucedió con la India, y la articulación de nuevos procedimientos de
intercambio comercial que le permitieran obtener el mayor provecho posible de
sus relaciones con América Latina, pero sin confrontar de manera abusiva a las
otras potencias capitalistas interesadas exactamente en lo mismo20.
Lo que queremos decir es que, con la nueva división internacional de trabajo, a
partir de la segunda mitad del siglo diecinueve, en aquellas geografías más aptas
para ello, no sólo se buscó concentrar recursos humanos y materiales en la
producción de alimentos y materias primas para intercambiar por productos
manufacturados, tecnologías y capitales, sino también que los criterios
geopolíticos, diplomáticos y comerciales debieron ser tomados muy en cuenta al
momento de diseñar las características de los flujos internacionales del
intercambio. De lo contrario no podría entenderse el afán por parte del capital
transnacional en abrir una ruta interoceánica a través del istmo centroamericano,
donde fueron consideradas dos opciones muy claras con consecuencias políticas,
diplomáticas, militares y geopolíticas realmente decisivas en las historias de
Nicaragua y Panamá.

Si el intercambio comercial experimentó una mutación decisiva en la segunda


parte del siglo XIX, debido a las nuevas tecnologías y medios de transporte, había
que crear las condiciones geográficas y económicas indicadas para que el sistema
capitalista pudiera continuar reproduciéndose. La reorientación de las economías
latinoamericanas hacia la especialización productiva, alimentos y materias primas,
incluía también obviamente un relanzamiento geopolítico de los aspectos más
estratégicos de su geografía, sobre todo en aquellos países y sub-regiones
estratégicamente ubicados, como era el caso del Caribe y de América Central.

La segunda parte del siglo XIX entonces, para estas áreas significó apostar su
independencia y su identidad ante un capitalismo más expansivo, seguro,
progresista y agresivo, que se serviría de medios y métodos claramente
imperialistas para articular una reproducción ampliada a través de la cual se
rediseñaría la totalidad de la geografía del planeta. El surgimiento del orden
neocolonial, como bien lo apunta, Halperin-Donghi, es sumamente desigual en el
caso de América Latina21, como desigual es el impacto de su incorporación en el
mercado mundial; puesto que, mientras en América del Sur algunas redes
ferroviarias, por ejemplo, pudieron ser levantadas y sostenidas por un buen rato
con capital nacional (Chile en 1851, Argentina en 1857, Brasil en 1854 y México
en 1872)22, en otras partes el capital transnacional hizo de las suyas y contó con
un apoyo incondicional de los grupos sociales dominantes, tal es el caso, de
nuevo, del Caribe y América Central.

Para estas áreas el librecambismo supuso, no sólo un utillaje teórico e intelectual


relativamente novedoso, para apoyar decisiones políticas no siempre muy
acertadas, sino también la puesta en práctica de una alianza imperialista de
consecuencias económicas y sociales impredecibles en este momento 23.

En el Caribe, particularmente en las Antillas mayores, y en América Central, la


especialización productiva en café, tabaco, azúcar y minería implicó una
concentración inédita de la fuerza de trabajo en economías de enclave, donde la
sobre explotación alcanzó niveles solo parangonables con la esclavitud. De hecho,
la emigración de trabajadores negros, chinos, y algunos europeos como italianos,
irlandeses y españoles, fue promovida e impulsada hacia estas tierras no tanto por
la explotación del oro, por ejemplo, sino esencialmente por las empresas
faraónicas de construcción canalera y ferrocarrilera que tenían lugar en sitios
como Panamá, Costa Rica y Guatemala24.

La segunda mitad del siglo XIX tiene, en esta parte de América, una historia
económica, social y política de perfiles muy especiales, pues llegó a convertirse en
el período de mayor exacerbación de las prácticas imperialistas por parte de las
potencias europeas, y de Estados Unidos en particular, para quienes el Caribe y
América Central debían ser consideradas las áreas geopolíticas por excelencia,
donde se dilucidarían algunas de las mayores tensiones en las líneas de fuerza
diplomática, militar, económica y financiera del siglo siguiente, que se resolverán
definitivamente con la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Las inversiones extranjeras en América Latina, entonces, privilegiaron los


aspectos estructurales del crecimiento económico de esta región, con el afán
estratégico de complementar el desarrollo que tenía lugar en la metrópoli 25. El
énfasis sobre la agricultura y la minería de exportación, los transportes,
ferrocarriles y navegación, los circuitos de la circulación, puertos, muelles y
caminos; y el impulso dado a políticas económicas que no obstaculizaran el libre
intercambio de mercancías, fuerza de trabajo y tecnologías, obligaron a los grupos
dominantes en América Latina, a participar en el proceso de modernización
capitalista a un costo político, cultural, social y económico incalculable 26.

El movimiento de la frontera agrícola tuvo un impacto devastador sobre tierras y


hombres en países como los centroamericanos y caribeños. El despojo de la
población indígena y la alta concentración productiva en los bienes de exportación
desequilibraron la producción para el mercado interno, y obligaron a estos países,
fundamentalmente agrícolas, a importar su alimentación. A pesar de que los
ferrocarriles pudieran haber reducido el tiempo de transporte de los productos del
interior a los puertos en unas treinta veces, o de que la navegación a vapor
hubiera doblado la capacidad de transporte y la velocidad de los barcos de vela en
menos de veinte años a mediados del siglo, estos pueblos pagaron cuotas
altísimas en sacrificios humanos para ligarse a los flujos internacionales del
capital. Entre 1871 y 1891, la construcción del ferrocarril al Atlántico en Costa
Rica, puede haber costado la vida a unas 4000 personas, sin tomar en cuenta el
desarraigo que supuso para la población negra, china y del trabajador europeo
que participó en el proceso27.

Pero, como hemos apuntado varias veces, la nueva división internacional del
trabajo, armoniosa con el “nuevo imperialismo” que despega en la segunda mitad
del siglo XIX, iba más allá del impulso dado a las emergentes economías de
exportación, y en zonas como el Caribe y América Central, suponía también el
ingrediente geoestratégico relacionado con la construcción de un canal o varios a
través del istmo.

La “economía canalera”, si cabe el término, que bien puede ser considerada una
forma de economía de enclave, al lado de la explotación minera y bananera,
supone indefectiblemente el funcionamiento de una economía dentro de otra, con
lo cual se obliga a la población, a los recursos humanos y materiales del país que
experimenta la utilización de su territorio nacional con tales fines, a fortalecer,
ampliar y sostener el buen funcionamiento del canal28.

La construcción del Canal de Panamá (1903-1913) recoge una historia que


podríamos decir se remonta al siglo XVI, cuando los españoles ya eran
conscientes de la viabilidad de una empresa de tal magnitud; pero la misma, que
adquiriría contornos ciertos hasta la segunda mitad del siglo XIX (1879), cuando el
“nuevo imperialismo” ya tendría la certeza de su enorme importancia
geoestratégica, casi borra y mutila por completo la historia nacional y la identidad
del pueblo panameño29. Haría exactamente lo mismo en el caso de Nicaragua,
puesto que este país fue también un candidato cierto de los delirios empresariales
y financieros del imperialismo monopolista de la segunda mitad del siglo en
cuestión30.

El Canal de Panamá, como el Ferrocarril Transítsmico, construido inicialmente por


capitalistas de Nueva York entre 1851 y 1855 (pero concluido en 1869) y,
posiblemente, la primera inversión de envergadura de los Estados Unidos en
América Central, son, en gran medida, producto del Tratado Clayton-Bulwer de
1850, entre los imperialismos de Gran Bretaña y los Estados Unidos, con el cual
se buscaba armonizar y disolver toda posible confrontación entre ambas potencias
en América Central y el Caribe.

Un gran triunfo diplomático para los Estados Unidos, con dicho tratado la joven
potencia les marcaba el terreno a los europeos, y les establecía los límites hasta
dónde podían llegar con relación a todo intento por construir un canal sin su
consentimiento, a pesar de que los británicos habían convertido el norte de
Nicaragua en una base de operaciones comerciales y militares de relativa
importancia en la región. Sin embargo, el tratado le facilitaba a los Estados Unidos
un poco más de tiempo para crecer, resolver muchos de sus problemas con la
esclavitud y finiquitar detalles con su expansión geográfica interna. Aún así, no
puede dejar de recodarse que el Ferrocarril Transítsmico, como parte de la nueva
división internacional del trabajo, cobró también un precio muy alto, pues unos
nueve mil trabajadores perdieron la vida en los pantanos de la línea que se había
tendido entre la ciudad de Panamá y la costa atlántica.

Entre 1855 y 1869, unos 600,000 viajeros deben haber hecho la travesía y unos
$750 millones en oro pueden haber sido transportados desde California hacia el
este de los Estados Unidos. En 1905 el ferrocarril estaba dejando unos $38
millones en ganancias a sus propietarios, pero había devuelto algo de prosperidad
al istmo y lo había convertido de nuevo en un cruce de caminos muy relevante
para el mundo occidental31. Igualmente, puede decirse que durante la construcción
de esta línea férrea, tuvieron lugar los primeros enfrentamientos trascendentales
de clase, en la historia del movimiento obrero centroamericano, y panameño
particularmente.
Tenemos huelgas en 1853, 1855, 1868, 1881 y 1895. Según el célebre pintor
francés Paul Gauguin (1848-1903), quien durante los años ochenta trabajó una
temporada en la construcción del canal para la compañía del ingeniero francés
Ferdinand de Lesseps (1805-1894), nueve de cada doce trabajadores perdía la
vida en los pantanos32.

En efecto, el costo humano de los proyectos relacionados con la construcción del


canal de Panamá, y del canal mismo, evidenciaban que el gobierno de los Estados
Unidos estaba dispuesto a pagar cualquier precio con tal de articular una
dominación lo suficientemente homogénea sobre el Caribe y América Central,
como fuera posible. Homogénea en el sentido de que el imperialismo
norteamericano visualizaba la solución de sus problemas internos, a través de la
solución de los problemas externos más acuciantes para su seguridad como
nación.

El acceso al Pacífico y a los mercados de Asia, estaba en relación directa con la


readecuación de la economía del Sur de los Estados Unidos, y para ello era
necesaria la construcción de un canal interoceánico. No era posible sostener la
integridad nacional sino se disponía de proyectos y empresas nacionales que la
hicieran posible. La guerra civil (1861-1865) pondría en evidencia el tremendo
nivel de desintegración que estaba desgarrando a ese país.

La rivalidad interimperialista

La nueva división internacional del trabajo, acompañada de un nuevo imperialismo


más consciente de sus logros y propósitos, hizo algo más que impulsar la
especialización periférica de la fuerza de trabajo, como hemos visto. Para servir y
realizar las aspiraciones de la metrópoli, la periferia, no sólo tuvo que concentrar
fuerza de trabajo y capital, sino también encontrar las vías políticas, sociales e
ideológicas, que justificaran el supuesto proyecto de clase que pensaban impulsar
los sectores dominantes, para que las alianzas y concesiones hechas a las
empresas y grupos transnacionales no aparecieran como un entreguismo burdo y
llano.

En gran parte, el siglo XIX es el siglo del liberalismo, y encontraremos que las
revoluciones liberales que tuvieran lugar en América Latina, iban orientadas a
servir y articular de forma más efectiva la institucionalidad correspondiente para
que el libre comercio con las potencias metropolitanas no encontrara obstáculos y,
más bien, cuando hiciera su aparición algún tipo de proteccionismo, imaginar los
atajos para escamotearlo.

De esta forma, encontraremos que en América Latina, las potencias


metropolitanas tuvieron serios enfrentamientos, entre 1850 y 1890, más que nada,
en el orden de las formas y los estilos, en el énfasis, más que en el aspecto
vertebral del crecimiento capitalista. Todas coincidían en que la expansión
capitalista solo podía tener lugar si se operaba una apertura de los mercados
externos, a través de la exportación de capital, de las inversiones extranjeras, de
la movilización de grandes contingentes de trabajadores de un lugar a otro, con lo
cual la migración, dicho sea de paso, se revelaba como otra forma de
desplazamiento del valor acumulado a escala mundial33.

Pero la construcción de ferrocarriles en Argentina, México o Chile no fue lo mismo


que aquella impulsada en Costa Rica, Guatemala o Panamá. En el primer caso
podríamos hablar del intento por construir sistemas nacionales de redes
ferroviarias34, en el segundo caso se trata más bien de ferrocarriles especialmente
diseñados para servir una determinada región que, controlada y explotada por una
multinacional, rediseñaba la geografía del país receptor en función de sus
intereses particulares, tal es el caso de la United Fruit Company, o del Canal de
Panamá.

El criterio comercial y financiero con el que Gran Bretaña inició la construcción de


ferrocarriles en un país como Costa Rica, era muy distinto al esgrimido por los
empresarios norteamericanos que se hicieron luego cargo de la misma actividad.
Los ingleses movilizaron a una importante cantidad de pequeños y medianos
accionistas, para lograr una inversión negociada por un grupo de banqueros no
siempre muy escrupulosos.

Los norteamericanos estuvieron representados solamente por un único


empresario, Minor Cooper Keith (1847-1929), para quien lo único que contaba era
servirse del ferrocarril con el fin de sacar el banano hacia los puertos y venderlo en
el mercado estadounidense. Aquí se nota de manera casi tangible, la transición
del imperialismo histórico al imperialismo permanente, el paso del capitalismo de
libre competencia, al capitalismo monopolista, y el gran peso que tuvo en la
expansión imperialista, el papel jugado por el capital financiero.

En Brasil35, Costa Rica, El Salvador y Guatemala36, los ferrocarriles constituyeron


el mejor ejemplo de la inversión privada directa, y de los préstamos
gubernamentales, en tanto que pivotes de la penetración imperialista del capital
financiero en esta parte del mundo. Para la Primera Guerra Mundial, un 70% de
las inversiones extranjeras realizadas en América Latina tomaba el rumbo hacia
los renglones mencionados37.

Durante los años noventa, el empresario norteamericano Minor C. Keith era el


inversionista más poderoso en casi toda América Central y el Caribe
suramericano, pero los alemanes en Guatemala, por ejemplo, controlaban dos
terceras partes de toda la exportación de café hacia el mercado internacional. El
alto grado de concentración del capital financiero norteamericano y alemán, hacía
que su capacidad competitiva fuera mayor que la ofrecida por los ingleses en
áreas como Centroamérica y el Caribe, donde sufrieron un desalojo progresivo
casi inmediatamente después de la firma del tratado Clayton-Bulwer de 1850.
Aunque después los norteamericanos no avanzaron mucho en los “afectos” de los
latinoamericanos38, aparentemente más inclinados hacia los negocios con los
europeos, es evidente que luego de 1850, al menos en el Caribe y América
Central, Inglaterra tuvo que replegarse hacia sus colonias, y los alemanes y
franceses asumir una actitud más conservadora con relación a sus actividades
comerciales y financieras en estas regiones, muy vulnerables debido a su
inestabilidad política y a su estrecha dependencia de los mercados
norteamericanos39.

Pero la rivalidad interimperialista adquirió también otras aristas pocas veces


estudiadas y evaluadas por los historiadores y otros científicos sociales y
humanistas. Más allá de la tirantez provocada por las rebatiñas en torno a cuotas
de mercado, contingentes de fuerza de trabajo, precios y salarios, o aquello otro
relacionado con seducir al consumidor centroamericano y caribeño, se tratara de
clase alta o del simple pueblo llano, las potencias imperialistas también tuvieron
que lidiar con estados nacionales en formación y muy complejos en términos
financieros, contables y de cálculo meramente, al tratar de hacer negocios con
pueblos todavía en condición “primitiva”, como diría el historiador británico al que
acabamos de citar.

Para la Corona Británica era muy distinto hacer negocios con los argentinos que
con los nicaragüenses, por ejemplo, en el tanto a estos últimos pueblos, los
centroamericanos, se los veía esencialmente como portadores de una riqueza
potencial, sumamente importante en términos geoestratégicos para los poderes
imperialistas del momento; nos referimos a su posición ístmica, lo mismo sucedía
con los panameños. Pero además, existía la posibilidad de convertir a estas
pequeñas naciones centroamericanas, en abastecedoras del mercado de esclavos
que nutría a los estados sureños en los Estados Unidos. Estados a los que
difícilmente podríamos llamar “estados nacionales”, los centroamericanos se
encontraron, después de la independencia, con el grave problema entre manos de
organizar una plataforma institucional, económica y financiera, que les permitiera
establecer lazos más o menos permanentes con la comunidad internacional 40.

Entre 1824 y 1838, como ya vimos, el proyecto federal fracasó por muchas
razones, pero sobre todo por motivos políticos y financieros; sin tomar en cuenta la
posibilidad de que el Cónsul Británico Frederick Chatfield haya estado involucrado
en boicotear el mismo. Pero entre 1838 y 1850, los pequeños estados
centroamericanos buscaron distintas sendas para ligarse a la economía mundial,
con productos tales como los tintes naturales y el café. Este último resultó muy
exitoso en el caso de Costa Rica, a la cual, desde la década de los treinta, le
había facilitado un ingreso regular y sostenido en los mercados europeos, sobre
todo en el mercado inglés.

Son años difíciles, porque los capitalistas ingleses han contraído seriamente sus
inversiones en América Latina, desde 1825 aproximadamente, en virtud del
sonado fracaso que tuvieron estos países para hacer frente a las deudas con los
banqueros y empresarios británicos. Será un hiato de unos veinticinco años, hasta
que en los cincuentas se establecen nuevos contactos con los estados
latinoamericanos en formación para suplirlos de ferrocarriles, bienes de capital y
productos manufacturados, a cambio de materias primas, alimentos, y accesos
espaciales en sus privilegiadas geografías, como la centroamericana y la caribeña.

La acumulación por desposesión, como la llama Harvey, en el caso de América


Central y el Caribe, adquiere niveles inauditos en lo que concierne a las acciones
imperialistas emprendidas para despojar a estos países de lo único que tienen: su
geografía, su territorialidad. La geografía histórica del capitalismo, durante la
segunda parte del siglo XIX, se mueve, se amplía, en un movimiento dinámico
impulsado por la expansión imperialista, que cuenta ahora con nuevas
organizaciones empresariales dispuestas a invertir grandes cantidades de capital
para repeler la oleada revolucionaria que sacude a Europa, por un lado; y por otro
a los Estados Unidos, quien se encuentra en medio de un proceso irreversible por
unificarse, integrando su geografía interna y, luego de la guerra civil, buscando en
el mercado exterior las salidas que distrajeran las consecuencias de la misma,
sobre todo después de que la crisis de 1866 anunciara la que se avecinaba en
1873, cuando no sólo el mercado del algodón se encontró redireccionado, sino
también el mercado de capitales saturado debido a flujos de oferta sin
precedentes en la historia financiera reciente.

Para los imperios, la geografía de América Central y del Caribe no les pertenecía a
estos pueblos, y estuvieron dispuestos a escoger cualquier recurso o acción para
hacerse con el control de ella. Por eso no extraña que algunos de los supuestos
latinoamericanistas europeos o norteamericanos de hoy, cuando hablan de
América Latina, casi siempre excluyen aquellas regiones, porque para ellos la
geografía de Argentina, Brasil, Perú, Chile o México, adquiere mayor presencia y
textura a partir de que fue receptora de una emigración importante, y ofreció
mayores riquezas materiales como sujeto de inversión y explotación extranjera.
Con estas condiciones, los países de América Central y del Caribe, entonces, no
existen, a no ser porque su geografía es estratégicamente decisiva para los
imperios.

Junto a los problemas de territorialidad, entonces, América Central y el Caribe


debían sumar sus serios problemas políticos y financieros internos, los cuales
fueron ampliamente aprovechados por los imperios, cuando después de 1850 nos
encontramos con que se repartieron sus recursos materiales y humanos, y su
geografía, sin tomar en cuenta los posibles resultados sobre pueblos y naciones
en el istmo centroamericano y en el Caribe. El Tratado Clayton-Bulwer de 1850, ya
lo hemos visto, es esencialmente un acuerdo entre imperios sobre dónde, cómo y
por qué establecer un canal interoceánico en esta zona.

Pero la invasión filibustera de 1856 representa lo más enconado de un accionar


imperialista que veía a la América Central como un candidato cierto para
solucionar, al menos parcialmente, el problema de abastecimiento de fuerza de
trabajo esclava en las plantaciones del Sur de los Estados Unidos. Para mantener
su estructura de clases, su forma de vida, y sus tradiciones, los esclavistas
sureños soñaron con un “imperio caribeño”, el cual les aliviaría el efecto que el
agotamiento de los suelos y el bloqueo de su desplazamiento hacia el oeste
estaba teniendo en sus niveles de productividad. Mucho antes de la guerra civil
(1861-1865) hombres como Jefferson pensaron que el Caribe podría jugar un
papel decisivo para la expansión del sistema esclavista de plantación 41. Y durante
aquella guerra los ingleses hicieron lo posible por desarrollar el cultivo del algodón
en América Central, el Caribe y México, que se beneficiaron de la crisis existente
en los Estados Unidos.

Por su parte, los alemanes no sólo terminaron siendo los amos y señores del
comercio exportador de Guatemala, sino que también intentaron posesionarse de
los puertos caribeños costarricenses, y de los proyectos canaleros en Nicaragua.
Lo mismo hicieron los japoneses, con relación a este último asunto 42. Este cuadro
que estamos pintando, donde los estados periféricos ni siquiera son dueños de
sus geografías frente a los estados metropolitanos, nos puede crear una
sensación exagerada de la voracidad de los imperios, pero la misma tiene sentido
dentro del orden de prioridades que se establecen los centros capitalistas
metropolitanos, para que su expansión económica y financiera remonte los límites
y obstáculos ofrecidos por pequeños estados con serias dificultades de
funcionamiento institucional, financiero y político.

En 1855, en Nicaragua, punto de partida de la invasión filibustera de América


Central, nos encontramos con un país que presenta dificultades insalvables para
encontrar su camino hacia la consolidación del estado nacional. Costa Rica, por su
parte, ha logrado articular una estructura económica más o menos estable en
torno a la producción y exportación de café, pero ha pasado por varias guerras
civiles (entre 1823 y 1842), el despojo de los indígenas de sus tierras de labranza,
y mucha confusión para darse un régimen constitucional que garantizara prácticas
políticas legítimas, en un pequeño país que cada vez se estaba jerarquizando
más. El resto de los países centroamericanos, apenas en los sesentas, ingresan
tímidamente a la producción cafetalera43.

Sin embargo, en los setenta años posteriores a 1850, filibusteros, mercenarios,


soldados retirados, y empresarios inescrupulosos de toda clase hicieron su
ingreso en América Central, con propósitos no siempre muy claros. La mayor parte
del filibusterismo se practicaba individualmente, o con el apoyo de empresas
especialmente diseñadas con ese objetivo; pero no debe olvidarse que mantener
una vigilancia policiaca de los trópicos por venganza, o por supuesto mal trato de
los extranjeros, puede ser considerada también una forma de filibusterismo.

De tal manera que la historia completa de este tipo de actividades en América


Central y el Caribe, debe incluir también el bombardeo norteamericano de San
Juan del Norte en 1854, las incursiones alemanas en el puerto de Corinto en 1878,
y las inglesas en la costa Mosquitia en 1894, así como el envío de fuerzas
norteamericanas hacia Honduras en 1906 y hacia Nicaragua en 1911-1912, y
1926-1932, sin olvidar jamás el sabotaje de la revolución sandinista a todo lo largo
de la década de los años ochenta del siglo XX44.
La invasión filibustera de 1856 sacudió profundamente la institucionalidad de los
países centroamericanos45, y los obligó a buscar mecanismos diplomáticos,
económicos y financieros para readecuarse a la nueva situación que el
expansionismo de los Estados Unidos les había planteado. Junto a la mortandad
que tal invasión produjo entre los pobladores centroamericanos, durante y
después de la guerra, pues sólo Costa Rica perdió el 10% de su población debido
a las epidemias desatadas, la desconfianza y la incertidumbre hacia la política
exterior del gobierno norteamericano fueron algunas de las consecuencias más
evidentes del ultraje.

Pero al mismo tiempo fortaleció el sentido de la nacionalidad de las pequeñas


repúblicas en ciernes, y les reveló caminos inéditos a las oligarquías
centroamericanas para consolidarse en el poder. En Costa Rica, al menos, este
fue el momento ideal para dar inicio a toda una mitología civil que, luego en los
años ochenta, le permitiría a la burguesía cafetalera, desplegar la plataforma
definitiva de su dominio ideológico y cultural.

En efecto, después de la guerra civil, los Estados Unidos entraron en una etapa en
la cual su crecimiento sería imparable y entre los ingredientes e instrumentos de
los que se serviría para lograrlo estaría precisamente lo que aquí hemos llamado
acumulación por desposesión. Porque, entre 1866 y 1898, el Gobierno de los
Estados Unidos logró tejer una red decisiva de influencias políticas y diplomáticas
en América Central y el Caribe, así como asestar los golpes económicos y
financieros definitivos en estas zonas, para que la estrategia del “patio trasero”
adquiriera su estatuto histórico definitivo, solamente alterado de manera sincopada
por la revolución cubana en 1959.

A finales de la segunda parte del siglo XIX, la incompetencia del sistema


económico para lidiar con los problemas internos y externos, en países como los
Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Francia, sacudidos violentamente por crisis
internacionales del calibre de aquella de 1873-1896, junto a las desigualdades del
intercambio entre centro y periferia, magnificaron los problemas económicos que
regiones como el Caribe y América Central podrían enfrentar para sostener su
ingreso en la comunidad económica mundial.

Los Estados Unidos, por ejemplo, pasaron por tres momentos decisivos para
sostener sus niveles de vida y una tasa elevada de acumulación de capital, que
les permitiera moldear el comportamiento económico del sistema mundial. 1- Se
sirvieron de una variante darwiniana del pensamiento liberal para justificar los
cambios sociales y económicos que contrajo consigo la revolución industrial
después de la guerra civil. 2- En el momento siguiente, adoptaron una forma de
capitalismo corporativo, una vez que el capitalismo liberal había probado su
incapacidad para retener el orden y la estabilidad necesarios, en procesos
sostenidos de acumulación, durante los breves experimentos con el sistema de
libre mercado, entre los años de 1861 a 1890. 3- Buscaron sistemáticamente un
imperialismo de puertas abiertas, con el cual se pretendía una continua y rápida
acumulación de capital que al mismo tiempo amortiguara las protestas y
desacuerdos internos debidos a la desigual distribución de la riqueza.

Estaba claro que la secesión de los estados del Sur no iba a ser permitida desde
ningún punto de vista, puesto que, siguiendo muy de cerca a Adam Smith, el
bienestar material de una nación estaba estrechamente ligado con el crecimiento
de los mercados, y para preservar ambos componentes la unidad territorial era
necesaria y fundamental. Estos criterios se le aplicaron también a Centroamérica y
al Caribe, donde Estados Unidos, después de 1866, quiso que sus instituciones se
desarrollaran igualmente, para que sus intereses económicos y geoestratégicos se
desplegaran sin limitaciones de ninguna naturaleza.

El trazo histórico dibujado por el imperialismo histórico entre 1866 y 1898, no sólo
está nutrido por los desmanes de los Estados Unidos en América Central y el
Caribe, sino también por la brutalidad y la humillación que caracterizaron a las
acciones del imperio español en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, todo dentro de un
contexto definido por el capitalismo en crisis, para lo cual se emprendían
ineludibles acciones imperialistas que ajustaran los tremendos desequilibrios
experimentados por las economías metropolitanas en ese momento.

Estados Unidos era tal vez el principal productor de algodón crudo del mundo,
antes de la guerra civil, con unas 506,000 toneladas anuales, cifra que se redujo a
cantidades insignificantes, durante la guerra, para desaparecer y ser sustituido por
las compras de algodón a Brasil, Egipto y la India, con alguna que otra compra en
América Central y el Caribe. Este cambio de las fuentes de las materias primas
originó una crisis monetaria relacionada con la necesidad de pagar en plata el
algodón no norteamericano, lo que implicó la adquisición de este metal en el
exterior con graves consecuencias para las reservas del Banco de Inglaterra.

Sin embargo, los efectos de la crisis relacionados con la carestía de algodón, que
dejó sin trabajo a un gran número de obreros en varias regiones de Inglaterra y
que provocó un fuerte descenso de los salarios, no afectó al resto del sistema
económico, el cual, en cambio, disfrutó de una cierta expansión originada, al
menos en Gran Bretaña, por la ampliación de las inversiones en el extranjero 46.

Aunque para algunos autores rara vez es posible encontrar sincronía entre las
crisis y el empuje hacia fuera del capital financiero, la evidencia histórica apunta
hacia una coincidencia nada extraña entre los problemas socio-económicos y
políticos de los países centrales y sus movimientos imperialistas hacia la periferia.
Los veinticinco años que transcurren entre 1873 y 1896, por ejemplo, crearon la
impresión de una modificación irreversible del clima de optimismo que había
caracterizado a la actividad económica desde la Revolución Industrial. Decía
David S. Landes:

“Fue la deflación más drástica que se puede recordar. Incluso disminuyó la


tasa de interés, hasta el extremo que los teóricos de la economía
comenzaron a evocar la posibilidad de un capital tan abundante como para
llegar a convertirse en un bien gratuito. Y las ganancias disminuyeron,
mientras que lo considerado hasta entonces como depresiones periódicas
parecía arrastrarse interminablemente. El sistema económico comenzaba a
decaer”47.

Estos son los años que presentan los síntomas contradictorios de un


debilitamiento del desarrollo capitalista y de una transformación económica más
amplia que aquella que caracterizó a la Primera Revolución Industrial. Todas las
fases del ciclo de reproducción quedaron afectadas por esta transformación.
Proteccionismo e intervencionismo estatal, ascenso del capital financiero y
concentración oligopólica e imperialismo son las fórmulas con que han sido
definidas las características de una organización que controlaba rígidamente el
proceso de distribución de la renta, salvaguardándolo de los riesgos implícitos en
la espontaneidad del mercado.

Si se caracterizaba ese desarrollo en términos puramente defensivos, se podía ver


claramente en ella una señal de la decadencia del capitalismo. Sin embargo, se
trataba de un proceso relacionado con otras modificaciones que afectaban a la
esfera productiva: la explotación de nuevas fuentes energéticas, la remodelación
del flujo de fabricación en la industria metalmecánica, la aparición de nuevas áreas
de producción, el conjunto de transformaciones conexas, que posteriormente
sugerirían la idea de una segunda Revolución Industrial, significaba el
funcionamiento de rendimientos de escala fuertemente crecientes. Todo esto se
apoyaba, además, en un crecimiento en valor absoluto, sin precedentes, del
comercio internacional, fundado sobre la especialización “vertical” entre
productores primarios y productores de manufacturas48.

“En 1880-años más, años menos-el avance en casi toda Hispanoamérica de una
economía primaria y exportadora significa la sustitución finalmente consumada del
pacto colonial impuesto por las metrópolis ibéricas por uno nuevo”, dice el
conocido historiador argentino Tulio Halperin-Donghi49. Eso significaba que los
niveles de articulación al ciclo económico mundial de las economías
latinoamericanas era irreversible, y de aquí en adelante, los soportes financieros y
comerciales del capitalismo central tendrían que desplegarse sirviéndose de
herramientas tales como las acciones militares, la diplomacia de la manipulación,
los acuerdos y tratados internacionales, donde las sociedades periféricas llevarían
siempre las de perder.

El tránsito del intervencionismo europeo a la tutela neocolonial norteamericana,


como diría de nuevo el profesor Halperin-Donghi, puede ser generoso en
ejemplos, sin tomamos en cuenta que la invasión filibustera en América Central
contó con la connivencia ideológica, y la silenciosa solidaridad de un gobierno de
los Estados Unidos dispuesto a todo, para desterrar de su patrio trasero a las
potencias europeas y su hipócrita diplomacia de los negocios. El cobro de las
deudas y de las supuestas afrentas hechas a los ciudadanos europeos en América
Latina golpeando la mesa, abrió paso a la diplomacia de las cañoneras, como
sería la práctica corriente a partir de 1898.
Los europeos, ingleses, franceses y españoles, no sólo planearon la invasión de
México en 1861, proyecto que, finalmente fuera acogido nada más que por
Francia hacia 1864, para terminar expulsados en 1867 de forma indigna, sino que
los alemanes chantajearon a los nicaragüenses en numerosas ocasiones
literalmente por pleitos callejeros de beodos50.

Los norteamericanos harían lo suyo para tumbar del poder al presidente


nicaragüense Zelaya, quien siempre vio con cautela y distancia el proyecto de
construcción de un canal a través de su país, y se adueñarían de ferrocarriles y
producción bananera en Honduras, Guatemala, El Salvador y Costa Rica. El
despojo de México, a partir de 1845, inicia un ciclo intervencionista clásico, que no
se cierra sino hasta la expulsión de los españoles de las Antillas en 1898, y de
Filipinas en 1902.

Entre 1868 y 1898, la lucha por la independencia de Cuba, recorre un trecho


amojonado por los altibajos de la gran depresión de 1873-1896, la cual obliga a los
imperialismos europeos a replegarse sobre su sistema colonial, y a los
norteamericanos a centrar sus esfuerzos para que la presencia europea en el
Caribe y América Central sea reducida a su mínima expresión. Pero el
enfrentamiento entre España y Estados Unidos, no se reduce únicamente a una
cuestión militar o diplomática, sino que debe ser abordado como una de las
expresiones más acabadas de estilos imperiales que reflejan épocas distintas.
Antes de la derrota definitiva de la flota española en el Caribe, su derrota
económica, financiera y política ya se había concretado, desde el momento en que
los empresarios norteamericanos se apropiaron de la producción y
comercialización del azúcar de caña antillano, a finales de los años treinta del siglo
XIX51.

En el Caribe, la situación fue todavía más grave que en otras partes de


Hispanoamérica, pues el imperialismo sostuvo, por un buen rato más, la
explotación de la fuerza de trabajo esclava, aunque la trata de esclavos
formalmente había sido abolida desde 1833. Desde las revueltas en Haití (1799-
1804), los imperios coloniales en el Caribe se propusieron impedir que el ejemplo
se expandiera al resto de América, pues el tema esencial no era tanto la masacre
de unos cuanto esclavos levantiscos, sino bloquear la posibilidad de que uno solo
de tales imperios terminara haciéndose dueño de la totalidad del tráfico
internacional de esclavos y, sobre todo, de la producción, ingenio y
comercialización del azúcar52.

De tal manera que la expulsión de España del Caribe en 1898, cierra un ciclo en el
cual los Estados Unidos no sólo terminan por consolidar su dominación política,
diplomática y estratégica, sino por encima de todo, el capitalismo norteamericano
termina por expulsar a sus posibles competidores europeos, y se adueña
finalmente del centro principal de producción y abastecimiento de azúcar del
mercado mundial.
Conclusión

1898 es un año que tiene especial relevancia para las Antillas, Estados Unidos,
España y el resto de América Latina; es igualmente significativo para Filipinas,
China y el Pacífico Occidental. Su resonancia política, diplomática, militar y cultural
reside en que a partir de esta experiencia, por ejemplo, la prensa norteamericana
sentó las bases de lo que sería, luego, algo que podríamos considerar el cuarto
poder en ese país.

Aunque los resultados militares de la misma son más que tangibles, la guerra de
1898, pasó a formar parte de las muchas otras guerras que vendrían después,
donde la imaginación periodística, el espíritu guerrerista, y la manipulación
ideológica jugaron un papel central para justificar el involucramiento de los
Estados Unidos, en zonas del mundo donde solo aspiraba a ganancias militares y
a una expansión que, aunque no necesariamente geográfica, significara, en el
largo plazo, un crecimiento mayor de los alcances del capitalismo norteamericano.
A esa lista pertenecen también la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra
Mundial, la Guerra de Corea, la Guerra de Viet-Nam, la Guerra de Irak, y una larga
enumeración de invasiones, ocupaciones, intimidaciones y demás donde las
lecciones aprendidas en 1898 surtieron un efecto irreversible.

¿Quién puede olvidar, por otra parte, que la guerra de 1898 fue la primera puesta
a punto de la clase de diplomacia que esperaría a Cuba para el siglo XX? ¿Quién
puede ignorar el aprendizaje recibido por Puerto Rico, Filipinas, Haití, la República
Dominicana y Jamaica, después de esta guerra, en lo que a prácticas genocidas,
terrorismo y conspiraciones se refiere para decidir del futuro político de América
Latina?

Los serios problemas de perfil historiográfico que tendrían algunos de los


movimientos nacionalistas en estos países, que superan con mucho las
aspiraciones teóricas del concepto de “comunidades imaginarias”, van más allá del
hallazgo brillante que puedan brindarnos los aparatos analíticos desarrollados
para la comprensión de problemas y situaciones exclusivamente europeos53.
Extrañamente para la mayor parte de esta clase de estudios, cuando se trata de
América Latina, el problema del imperialismo es invisible y se pone el énfasis
sobre cuestiones intrascendentes, como la sexualidad de los dirigentes o sus
convicciones religiosas54.

La clase de imperialismo que emerge con la guerra de 1898, es inédito en cuanto


a procedimientos y a la capacidad de procesar los resultados de sus acciones: si
en gran parte la guerra es una creación de la prensa, los ideólogos del imperio
saben, con mucha antelación, que hasta el perfil de los líderes nacionalistas puede
difuminarse, tras la capa de difamación y chantaje que se les puede aplicar. Entre
las acciones antiimperialistas de José Martí, José Rizal, Ramón Emeterio
Betances y Augusto César Sandino la única diferencia radica en el volumen de
capital desembolsado para expandir la gravitación de las empresas
norteamericanas en sus respectivas zonas de influencia, es decir Cuba, Filipinas,
Puerto Rico y Nicaragua.

NOTAS

1. Historiador costarricense (1952), catedrático jubilado de la Universidad Nacional de Costa


Rica.
2. J. A. Hobson. Imperialism: A Study (New York: Cosimo Classics. 2005. La edición original
es de 1902). Como dijimos en el ensayo anterior, este es un libro que debe ser leído y
releído, no sólo para entender gran parte de la teoría del imperialismo, sino porque muchas
de sus intuiciones y premoniciones tienen una vigencia deslumbrante.
3. Karen Farrington. Atlas histórico de los imperios. Desde el 4000 AC hasta el Siglo XXI
(Madrid: Edimat Libros. 2006) P. 164.
4. Bill Warren. Imperialism, Pioneer of Capitalism (London: Verso Editions. 1980) Capitulo 5.
5. Adam Hochschild. King Leopold´s Ghost. (Boston and New York, Houghton Mifflin Co.
1998) Capítulo 3.
6. “El capitalismo no es una persona ni una institución. Ni quiere, ni elige. Es una lógica
actuando a través de un modo de producción: lógica ciega, obstinada, de acumulación.
Lógica que se apoya en la producción de bienes, siendo el valor de uso el soporte de la
plusvalía que debe ser asignada al capital: y es preciso también que el valor se realice, que
la mercancía se venda; de lo contrario, la acumulación se bloquea y puede producirse la
crisis. Lógica que se extendió, en el último tercio del siglo XVIII y en los dos primeros
tercios del siglo XIX, con ocasión de la primera industrialización: textiles y vestidos;
máquinas y armas. Lógica que se desarrolló en Gran Bretaña primero y luego, con
diversos retrasos, en otros países de Europa y en los Estados Unidos”. Michel Beaud.
Historia del capitalismo. De 1500 a nuestros días (Barcelona: Ariel. 1984) P. 161.
7. Pierre Jalée. How Capitalism Works (New York and London: Monthly Review Press. 1977)
P. 9.
8. “En un sentido literal probablemente Inglaterra nunca fue el taller del mundo, pero su
preeminencia industrial era tal en la segunda parte del siglo XIX que la frase es legítima.
Producía dos tercios del carbón mundial, la mitad del hierro, cinco sétimos del acero, la
mitad del algodón para fines industriales y el cuarenta por ciento de las herramientas. En
1840 producía un tercio de la energía mundial a vapor y un tercio de las manufacturas”. E.
J. Hobsbawm. Industry and Empire (New York and London: Penguin Books. 1979. The
Pelican Economic History of Britain. Vol. 3) P. 134.
9. “En 1880, la población de Gran Bretaña se ha más que triplicado en menos de un siglo, y
cuatro de cada cinco de sus habitantes estaban viviendo en las grandes ciudades. La
agricultura apenas representaba el diez por ciento del producto nacional bruto, y poco más
de un tercio del presupuesto nacional se gastaba en importar alimentos y materias primas”.
Phyllis Deane. The Industrial Revolution in Great Britain. En Carlo M. Cipolla (Editor). The
Emergence of Industrial Societies. Vol. 1. The Fontana Economic History of Europe
(London: Fontana/Collins. 1978) P. 223.
10. Thomas D. Schoonover. Op. Cit. 1991. P.166.
11. Phyllis Deane. The First Industrial Revolution (Cambridge University Press. Second Edition
1979). P. 272.
12. Phyllis Deane. Op. Cit. Pp. 273 y ss. También de Phyllis Deane y W. A. Cole. British
Economic Growth. 1688-1959 (Cambridge University Press. Second Edition. 1978)
Capítulo IX.
13. Henryk Grossmann. “Una nueva teoría sobre el imperialismo y la revolución social”. En
Ensayos sobre la teoría de las crisis. Dialéctica y metodología en El Capital (México: Siglo
XXI editores. Cuadernos de Pasado y Presente No. 79) Pp. 133-195. Fritz Sternberg. El
imperialismo (México: Siglo XXI editores. 1979. Biblioteca del pensamiento socialista. Serie
los clásicos) Ver sobre todo la segunda parte.
14. William Woodruff. “The Emergence of an International Economy, 1700-1914”. Carlo M.
Cipolla (Editor). The Fontana Economic History of Europe. The Emergence of Industrial
Societies. Vol. 2. (London: Fontana/Collins. 1973) Capítulo 11.
15. Idem. Op. Cit. P. 709.
16. Tulio Halperin-Donhi. Historia contemporánea de América Latina (Madrid: Alianza. 1970)
Capítulos 4, 5 y 6. Roberto Regalado. Op. Cit. Pp. 113 y ss.
17. Renato Giannetti. Crisis económicas: el siglo XIX (Barcelona: Oikos-Tau. 1988. Colección
El Mundo Contemporáneo. Serie Economía e Historia. No. 3) Pp. 34 y ss.
18. Patricio de Blas y otros. Op. Cit. P. 334.
19. Si a principios del siglo XIX, la agricultura proveía el 40% del producto nacional inglés, para
1880 representaba solamente el 10%. Por otro lado, aunque el tamaño de la población
ocupada en la tierra pudiera haber permanecido casi sin cambios, entre 1801 y 1881, con
relación al total de la fuerza de trabajo, la población agrícola cayó en una proporción de
35.9% al 12.6%, junto a una participación en el capital nacional que pasó de la mitad a
menos de una quinta parte. J. D. Chambers & G. E. Mingay. The Agricultural Revolution.
1750-1880 (London: B.T. Batsford Ltd. 1978) P. 208).
20. Japón alguna vez estuvo seriamente interesado en construir un canal interoceánico a
través de Nicaragua. Thomas D. Schoonover. Op. Cit. 1991. P. 135.
21. Tulio Halperin-Donghi. 1970. Op. Cit. P. 222.
22. Patricio de Blas y otros. 2000. Op. Cit. P. 357.
23. Marcello Carmagnani. 1984. Op. Loc. Cit.
24. “Entre 1870 y 1930, 13 millones de europeos, en su mayoría de origen campesino y de
edades comprendidas entre los 15 y los 45 años, se acomodaron en tierras
iberoamericanas y supusieron un considerable aporte demográfico en cada uno de los
países de destino. El mayor número desembarcó en las costas brasileñas, argentinas,
uruguayas, cubanas y, en menor proporción, venezolanas y chilenas. El resto de los países
recibió cantidades inapreciables de inmigrantes. Brasil recibió 4 millones, en su mayoría
italianos, portugueses y españoles, y, en menor número, alemanes. Argentina otros 4
millones, Uruguay poco menos de 600,000 y Chile menos de 200,000. En estos tres países
recalaron sobre todo italianos y españoles y, en muy escasa proporción, franceses y
alemanes. Desde la independencia hasta 1930 llegaron a Cuba casi 600,000 inmigrantes,
de los cuales dos tercios eran españoles nacidos en Galicia, Canarias y Asturias”. Patricio
de Blas y otros. 2000. Op. Cit. P. 368. También Nicolás Sánchez-Albornoz. La población de
América Latina. Desde los tiempos precolombinos al año 2000 (Madrid: Alianza
Universidad. 1973) Capítulo 5.P.173.
25. Frederick Stirton Weaver. 2000. Op. Cit. P. 68.
26. “En 1870 había 2,800 kilómetros de líneas férreas tendidas en Iberoamérica y en 1900
superaban los 41,000 kilómetros, de los cuales la mayoría se encontraban en Argentina,
México y Chile” (…) “En realidad, los decenios que precedieron a la Primera Guerra
Mundial fueron una edad de oro para las inversiones extranjeras en Iberoamérica y
llegaron a alcanzar los 7,000 millones de dólares en 1914”. Patricio de Blas y otros. 2000.
Op. Cit. P. 392.
27. Rodrigo Quesada Monge. 1998. Op. Cit. Capítulo VII.
28. Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli. Historia económica de América Latina
(Barcelona: Crítica. 1979). Vol. 2. P. 86.
29. Walter LaFeber. The Panama Canal. The Crisis in Historical Perspective (Oxford University
Press. 1978) P. 13. Ricaurte Soler. Panamá, historia de una crisis (México: Siglo XXI
editores. 1989) Capítulos 3 y 4.
30. Thomas D. Schoonover. 1991. Op. Cit.
31. Walter LaFeber. Op. Cit. P. 12. Véase también de David McCullough. The Path between
the Seas. The Creation of the Panama Canal. 1870-1914 (New York. A Touchstone Book.
Published by Simon & Shuster. 1977) Book One. The Vision. 1870-1894.
32. Ricaurte Soler. Op. Cit. P. 45.
33. Varios autores. La emigración europea a la América Latina: Fuentes y estado de
investigación (Berlín: Colloquium Verlag. Bibliotheca Ibero-americana. 1979).
34. Tulio Halperin-Donghi. Op. Cit. 1970. P. 223.
35. Richard Graham. Britain and the Onset of Modernization in Brazil. 1850-1914 (Cambridge
University Press. 1972) “Fue en el campo de la inversión directa, más que en el de los
préstamos, donde Gran Bretaña ejerció una gran influencia en el sistema de transportes
brasileño. Para finales de 1880, habían unos once ferrocarriles británicos interconectados
en Brasil, y unos diez años después habían unas veinticinco compañías en la misma
actividad”. P. 57.
36. Rodrigo Quesada. Keith en Centroamérica. Imperios y empresarios en el siglo XIX
(EUNED. En prensa).
37. Frederick Stirton Weaver. 2000. Op. Cit. P. 66.
38. Fred Rippy. 1929. Op. Cit. P. 309.
39. “Las inversiones británicas fueron escasas en América Central y el Caribe. El hecho de que
Gran Bretaña tuviera grandes inversiones en Cuba y poseyera la mayor parte de los
ferrocarriles en la isla, contribuyó a que pudiera hacer frente a la abrumadora influencia
norteamericana después de la guerra de 1898. Pero Gran Bretaña no estaba interesada en
expandir su participación en la industria azucarera, y sólo quedaban unas seis de sus
plantaciones en 1911. En la mayor parte de los países centroamericanos y del Caribe, el
comercio británico dependía de la superioridad de ciertas líneas de algodón de
Manchester, una parte muy pequeña en un mercado todavía muy primitivo. Estaba
marginalmente interesada en el negocio de la exportación de café y azúcar. El inmenso
imperio bananero de la United Fruit Company canalizaba prácticamente todo el comercio
de los Estados Unidos. Los ferrocarriles norteamericanos y las compañías de electricidad
continuaron un negocio que los ingleses habían iniciado. La Costa Rica Railway Company,
por ejemplo, experimentó dos cambios de administración. Construida en gran parte por el
empresario Minor Keith con materiales y equipo traído de los Estados Unidos, fue luego
transferida a la Costa Rica Railway Company (inglesa) en 1891 que importó sus
materiales, hasta donde fue posible, de Inglaterra. En 1907 fue alquilada a la Northern
Railway Company de Costa Rica, una corporación norteamericana. Así, las importaciones
británicas de material para el ferrocarril se desplomaron de £27,955 en 1907 a £225 en
1908. El carbón lo siguió y después de ese último año todo el carbón procedió de los
Estados Unidos”. D. C. M. Platt. Latin America and British Trade. 1806-1914 (Harper &
Row Publishers. 1973) Pp. 301-302.
40. Según Cardoso y Pérez, Haití, República Dominicana y Nicaragua, no ingresarían
“realmente” en el mercado mundial hasta después de la crisis de 1929. Op. Cit. 1979. P.
85.
41. Thomas D. Schoonover. 1991. Op. Cit. P. 15.
42. Ibídem. Pp. 136-136.
43. “El despegue del café, entendido como la fase en que se afirma definitivamente en la
estructura productiva nacional y desplaza a las exportaciones antes predominantes, se dio
sucesivamente en Costa Rica (años 1830 y sobre todo 1840), en Guatemala, (a partir de
1865, superando a la grana en 1870) y en El Salvador (donde el añil fue desplazado
definitivamente hacia 1880)”. Ciro F. S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli. Centroamérica y
la economía occidental (1520-1930) (San José, Costa Rica: EUCR. 1977) P. 269.
44. Lester D. Langley and Thomas D. Schoonover. The Banana Men. American Mercenaries
and Entrepreneurs in Central America, 1880-1930 (The University Press of Kentucky. 1995)
P. 31.
45. En América Central los historiadores han publicado una cantidad impresionante de textos e
investigaciones sobre la conocida invasión filibustera de 1856, también referida como
guerra de liberación nacional; y existe una tradición historiográfica importante que ha
hecho del tema su preocupación esencial, de tal manera que sigue siendo motivo de
reflexiones y discusiones entre los académicos, intelectuales, políticos y artistas, quienes
hoy tratan de medir el impacto de aquella guerra en el desarrollo histórico de nuestros
pueblos.
46. Renato Giannetti. Crisis económicas: el siglo XIX (Barcelona: Oikos-Tau. 1988) P. 42.
47. Citado en Alessandra Pescarolo. La Gran Depresión (1873-1896) (Barcelona: Oikos-Tau.
1991) P. 9.
48. Ibídem. P. 10. Las ideas desarrolladas en estos párrafos le pertenecen a la Señora
Pescarolo.
49. Tulio Halperin-Donghi. Op. Cit. 1970. P. 280.
50. Thomas D. Schoonover. 1991. Op. Cit. Capítulo 4. Aquí se estudia el caso de los
hermanos Eisenstück, uno de los ejemplos más penosos de intervencionismo extranjero en
Nicaragua, carente de razones de peso, a no ser el cobro de deudas sin pagar.
51. César J. Ayala. American Sugar Kingdom. The Plantation Economy of the Spanish
Caribbean. (The University of North Carolina Press. 1999) P. 15. También de Eric Williams
From Columbus to Castro. The History of the Caribbean. (New York and London. Vintage
Books. 1984) Capítulo 22. Y el excelente ensayo de Juan Bosch. De Cristobal Colón a
Fidel Castro. El Caribe frontera imperial (República Dominicana. Secretaría de Estado de
Educación. 12ª. Edición. 2005) Capítulo XXIV. Además, de Hugh Thomas. La colonia
española de Cuba. 1860-1934. En varios autores. Historia del Caribe. (Barcelona: Crítica.
2001) Capítulo 2.
52. Laurent Dubois. A Colony of Citizens. Revolution and Slave Emancipation in the French
Caribbean, 1787-1804 (The University of North Carolina Press. 2004) Capítulo 14.
53. Benedict Anderon. Under Three Flags. Anarchism, and the Anti-Colonial Imagination
(London and New York. 2005). Pero sobre todo vale la pena leer de Sara Castro-Klarén
and John Charles Chasteen (Editors) Beyond Imagined Communities. Reading and Writing
the Nation in Nineteenth Century Latin America (Baltimore and London. The Johns Hopkins
University Press. 2000).
54. Benedict Anderson. Ibídem. P. 39 y ss.

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