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H en r i B resc

PlERRE GUICHARD
R o ber t M a n t r a n

Eu r o p a
y el I s l a m e n la
Ed a d M e d ia

C r it ic a
Barcelona
Traducción castellana de Mercedes Trías (capítulos 1 y 2),
Marta Carrera (capítulos 3 y 4), Rafael Santamaría (capítulo 5)
y Manuel Sánchez (Glosario), revisada por Manuel Sánchez

Fotocomposición: Víctor Igual, S.L.


Cubierta: Joan Batallé
© 1982, 1983 y 2000: Armand Colin Editeur
© 2001 de la traducción castellana para España y América:
E d it o r ia l C r í t i c a , S.L., Provenía, 260,08008 Barcelona
ISBN: 84-8432-169-X
Depósito legal: B. 2.796-2001
Impreso en España
2001.—A&M Gráfic, S.L., Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)
PRÓLOGO

La aparición del Islam en la historia de la humanidad constituye un fenómeno de


primer orden. Hoy es una potencia espiritual, económica y política que influye día tras
día en el destino del mundo. Varios centenares de millones de creyentes se encomien­
dan, en ocasiones por medio de ritos divergentes, a la palabra de dios, revelada al pro­
feta Mahoma y transcrita por él en una «recitación», el Corán, cuya autoridad es re­
conocida por todos. Más de cuarenta estados, de los 170 que pertenecen a la ONU, se
identifican con esta cultura. Pese a ello, su esplendor dista de haber sido continuo, pre­
visible y sencillo: los ocho o nueve siglos de su historia, que recorre el presente libro,
constituyen el sorprendente testimonio de este fenómeno.
La revelación espiritual que interpretó el árabe Mahoma a principios del siglo vn
debe su originalidad al hecho de haber aparecido en el punto de encuentro de los tres
grandes conjuntos culturales y religiosos de los mundos de Occidente y Oriente Próxi­
mo: el mundo cristiano, en el que destacaba por su esplendor el Imperio bizantino, he­
redero, al menos parcialmente, del Imperio grecorromano de la Antigüedad y centro de
confluencia de los saberes antiguos; el Imperio persa sasánida, donde el culto zoroás-
trico y varios grupúsculos cristianos mantenían vivos el ideal monoteísta y la llama del
pasado caldeo o iranio y, por último, las comunidades judías, dispersas desde los co­
mienzos de la era cristiana alrededor del Mediterráneo y en las ciudades, pero cuya cul­
tura y religión seguían dotadas de gran poder de seducción y esperanza. Este conjunto
territorial, que se extiende desde la península griega o África del norte hasta el Indo y
el borde de los desiertos asiáticos, se caracterizaba por unos suelos que sin duda adole­
cían de graves carencias en agua, madera y hierro, pero contenían riquezas indudables,
como oasis exuberantes o cultivos en terrazas, rebaños y minas de oro. Hacía siglos que
en su vida urbana se concentraba el grueso de las poblaciones sedentarias, que renun­
ciaron a sus tierras estériles en beneficio de las caravanas y los nómadas.
Sin embargo, estas semejanzas enmascaran notablemente las oposiciones políti­
cas y las rivalidades económicas. Es posible que la «explosión» musulmana se viera
apuntalada por la evidente sencillez del mensaje profético, pero su éxito se debió en
buena medida a contingencias coyunturales: la oposición secular entre «griegos» y
«persas», la aspiración constante a la independencia de las viejas tierras de África del
norte, o futuro Magreb, aún númida y escenario del Egipto eterno. Explotando estas
tensiones, ganando a su causa a pueblos que iban arrebatando a los griegos, persas o
godos, y que sometían a una autoridad muy leve y tolerante, los árabes crearon, en
cien años, un imperio de tipo militar y fiscal cuyos únicos elementos unitarios eran el
empleo preponderante de la lengua coránica y un culto inspirado en los judíos y cris­
tianos, pero que se abstuvieron de imponer.
Será durante los tres primeros siglos de su existencia, de la muerte de Mahoma a
mediados o finales del siglo x, cuando el Islam vivirá su apogeo. Su extensión territo­
rial es, sin lugar a dudas, el rasgo que antes salta a la vista. Entre 635 y 750, los com­
batientes del Islam redujeron a cenizas el Imperio persa, arrebataron a Bizancio Asia
menor, Oriente Próximo y África del norte, y a los godos España y el Languedoc. A
mediados del siglo viii, esta primera oleada fue contenida por los francos en la Galia
del sur, por los griegos bajo las murallas de Constantinopla y por los chinos en Tran-
soxiana. De hecho, si hablamos de «árabes» en esta ¿poca es por mera comodidad. La
mayoría de los príncipes o jefes militares todavía proceden de esta etnia, pero los sol­
dados y el grueso de la población es bereber, española, egipcia, siria, turca o kurda; el
gobierno de las ciudades está en gran parte en manos de los dhimmis, los «sometidos»,
«gentes del Libro» —léase «la Biblia»— , es decir, judíos y cristianos no conversos, y
son sobre todo los judíos quienes controlan el comercio. De hecho, pronto no habrá
uno sino tres «imperios» o califatos: uno, el de los omeyas, en Córdoba y de tenden­
cia liberal; el segundo, fatimí, en El Cairo y herético; el último, abasí, en Bagdad y
apegado a una estricta ortodoxia. Pero es sin duda entre 750 y 1050, por este contacto
con las tradiciones de los pueblos incorporados, cuando la civilización musulmana
brilla con mayor esplendor: caravaneros y vendedores de esclavos, doctores de la fe y
copistas de textos antiguos, acuñadores de monedas de oro y marinos consumados, los
musulmanes son los amos del mar, el desierto y el pensamiento.
Hay que distinguir una segunda fase en la historia del mundo musulmán, entre
950 ó 1000 y 1200 ó 1250. Se produce un repliegue, primero territorial: se pierde
prácticamente España y luego Córcega y después Sicilia; las costas de Asia menor,
primero reconquistada por los griegos y más adelante recuperada por los turcos, deja­
rán de ser musulmanas; los «francos» se implantan brutalmente en numerosas regio­
nes del norte de África o de Siria y Palestina durante dos siglos; más al este, los tur­
cos islamizados empiezan a retroceder ante el avance de los nómadas mongoles,
impíos. Aunque todavía tenga poderosos arrebatos defensivos tanto en España comp
en Jerusalén, y aunque su prestigio cultural parezca intacto, el Islam padece cada vez
con mayor agudeza la presión cristiana; el oro africano escapa en parte a su control;
los comerciantes italianos parecen ubicuos y el Mediterráneo ha dejado de ser un
«mar árabe». Además, la situación económica se modifica: el gigantismo de las ciu­
dades mata el campo y los desgarros religiosos acaban arruinando a los pueblos alza­
dos en armas: uno tras otro, los tres califatos desaparecen.
La brutal conquista mongol que lleva a las tribus asiáticas hasta el Mediterráneo
y Europa central asesta al Islam un golpe casi mortal, pues las hordas tártaras despre­
cian la civilización urbana tanto como la unicidad de la fe; entre 1250 y 1350, el Islam
se retrae hacia el sur, África o el Indo, y pierde la hegemonía cultural durante siglos.
Pese a todo, el vigor de este gran organismo herido no ha desaparecido, ya que la fe
musulmana se extiende poderosamente en esas nuevas direcciones: el África negra o
el mundo de las Indias. Aún más: después de 1350, los turcos otomanos franquean el
Bósforo e inundan los Balcanes eslavos. Tras 1500, este nuevo Islam de semblante
turco extenderá su control a una gran parte de las tierras musulmanas de África y las
tierras cristianas del Danubio, pero se trata ya de un Islam sin brillo cultural ni vigor
económico: es un «hombre enfermo» acechado por el expansionismo europeo.

R o ber t F o s s ie r

París, 15 de enero de 2001


Capítulo 1
DEL MODELO HEGIRIO
AL REINO ÁRABE
(siglo VII - mediados del siglo VIII)*

El mundo islámico de los primeros siglos medievales se define no tanto por


una comunidad de estructura económica social o técnica sino más bien por el pre­
dominio absoluto de un sistema de valores y de un modelo político y cultural que
arrolla los «conjuntos» que le han precedido en el espacio geográfico oriental y
mediterráneo, que aniquila su recuerdo y llega a reducir y enquistar los restos de
los mismos. Pero este mundo en elaboración y en construcción presenta las mis­
mas características generales que los mundos bizantino y sasánida a los que susti­
tuye: sus economías y sociedades, cuando pueden ser objeto de estudio y puede
analizarse su evolución, no constituyen entidades autónomas cuyo sistema políti­
co y cultural sería un mero reflejo de las mismas; la conquista musulmana no
superpone simplemente un lenguaje .común a los mundos que unifica ni impone
sólo un código fiscal como símbolo de una dependencia efectiva. El Estado, al
igual que en la Antigüedad, es al mismo tiempo un espejo de las desigualdades
y un instrumento represivo que las codifica e inmoviliza; es también el motor de
la circulación de bienes y valores. En función de este Estado se establece una
clase de privilegiados, casi de funcionarios, constituida en un principio por la to­
talidad del pueblo musulmán que se ha lanzado a la conquista y, más tarde, por
los grupos sectarios o las clientelas dinásticas; gracias al Estado funciona una eco­
nomía monetaria en la que la única función del metal es reforzar la jerarquía me­
diante una imposición fija sobre la producción de las pequeñas unidades campe­
sinas.
Al igual que el mundo antiguo, del que la Dár al-lslám (conjunto de países
musulmanes) constituirá un reflejo no sólo de sus grandes rasgos sino incluso de
sus más pequeños detalles, el mundo nuevo se presenta como una totalidad; to­

* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Sanisó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
dos los elementos se relacionan y, en él, la adhesión es profunda y vital: la duda
constituye el enemigo principal, y es un riesgo de anarquía social y de maldición
que aniquila la personalidad. Poder, facciones, familia y pensamiento religioso
son los motores de la evolución social. La propiedad de los medios de producción
o el lugar que se ocupa en la circulación de bienes son factores secundarios ya
que dependen, en primer lugar, del ejercicio de un poder del Estado que va siem­
pre acompañado de una adhesión ideológica total a una dinastía gobernante, que
constituye la garantía de la justicia, la armonía y la salvación. El modelo teocrá­
tico encarnado por el Profeta ejercerá una misma influencia sobre todas las expe­
riencias revolucionarias o conservadoras que surgirán en el futuro. Serán, no obs­
tante, el pensamiento antiguo y, sobre todo, la gnosis los encargados de articular
en programas políticos esta sed de unidad y de salvación así como la esperanza
apocalíptica. Analizar las mutaciones del mundo islámico entre los siglos viii y
xi aplicando esquemas de conflicto entre burgueses y militares «feudales» puede,
evidentemente, llegar a aclarar ciertos aspectos de una realidad que se ha renova­
do repetidam ente, pero sin duda también contribuirá a oscurecer una originalidad
y una permanencia sorprendentes.

U n O r ie n t e P r ó x im o d e s g a r r a d o a n t e u n a r e v o l u c ió n r e l ig io s a

En el año 610, en el momento en que comienza la profecía islámica, el O rien­


te Próximo se encuentra dividido en dos grandes imperios, dos sociedades monár­
quicas provistas de una aristocracia de Estado y de un clero centralizado pero
carentes de una unidad ideológica o religiosa: la monarquía y la dinastía se iden­
tifican, en efecto, con un pueblo dominante y con una cultura hegemónica. El
Oriente Próximo bizantino somete, a la autoridad de los griegos y a la ortodoxia
establecida en el 451 en el concilio de Calcedonia, a toda una serie de naciones
antiguas semihelenizadas cuyas opciones religiosas, las «herejías», intentarán re­
forzar la originalidad de los grupos nacionales bebiendo en el manantial de las
polémicas teológicas. La persecución melkita (en nombre del rey, el em perador
bizantino) no fue siempre uniforme, ni las opciones heréticas resultaron, tal como
se ha visto, un simple reflejo de las peculiaridades lingüísticas y de las tradiciones
étnicas. En Egipto, en donde los melkitas son poco numerosos y la opinión se
aglutina en torno a la iglesia monofisita, la lengua copta constituye un elemento
unificador eficaz así como un signo de oposición a los griegos. Hacia el 610 surge
en este país un clima de terror tras el exilio del patriarca Benjamín y la apostasía
forzosa de los obispos, sacerdotes y monjes, obligados a adoptar la solución im­
puesta por Heraclio (638) al problema cristológico, el «monotelismo». Sirios y
mesopotamios, de lengua aramea y siriaca, se encuentran por el contrario dividi­
dos en tres confesiones: los melkitas son numerosos entre la aristocracia de Jeru-
salén, donde un solo patriarca mantiene la ortodoxia griega; los monofisitas, que
se identifican con la tendencia «jacobita» definida por Severo de Antioquía y lue­
go implantada por Jacobo Baradai, un predicador itinerante, se agrupan en torno
al patriarca de Antioquía y su fuerza se apoya esencialmente en una base monás­
tica; tenemos, finalmente, el grupo constituido por la cristiandad iraquí e irania
cuyos obispos eligieron, desde el 484, la teología de Teodoro de Mopsuente y
establecieron, en el 485, un catholicos nestoriano en Ctesifón. Cuando, hacia el
año 491, el em perador Zenón expulsó a todos los nestorianos del Imperio, sólo
logró reforzar la posición de esta Iglesia semioficial para todos los cristianos del
imperio persa. Si los jacobitas de Siria se sienten en comunión con los coptos de
Egipto, se encuentran, por otra parte, separados de los siriacos de Mesopotamia
así como de los armenios, los cuales, por su parte, abrazan mayoritariamente la
Iglesia oficial; la misma separación existe, por otra parte, con respecto a los mo-
notelitas de Antioquía, agrupados en torno al monasterio de San Marón.
El imperio sasánida tampoco se encuentra sólidamente unificado: además de
las divisiones «horizontales» entre la aristocracia persa y los pueblos vencidos y
sometidos del Iraq y de A rm enia, el mundo iranio en sí mismo sólo se ha conver­
tido de manera aparente a la ortodoxia zoroastriana. Si bien se han apagado los
fuegos sagrados de las restantes ramas herederas del antiguo mensaje del Avesta,
el zorvanismo y otros movimientos heréticos subsisten en el inconsciente o en el
fervor popular, se enraizan en el seno de la corte y agitan las masas. El príncipe
Mani había predicado, en el siglo m, un sincretismo y una moral de la verdad
absoluta, de la división de los principios buenos y malos, del rechazo de la carne
y de cualquier obra de muerte. Ejecutado en el año 276, Mani dejó una amplia
herencia ideológica que quedó inerme ante la represión. Hacia el año 500, en
tiempo del sháh Kubadh, el filósofo Mazdak arrastró al imperio a una guerra de­
sastrosa: apoyado en un principio por el mayor de los príncipes herederos, provo­
có luego su caída y facilitó el acceso al poder del más joven de estos príncipes,
Cosroes II (Jusráw II). Todo el nordeste del imperio se escapa, así, a la religión
zoroastriana: en torno a Balj (Bactria), la Bactriana y los antiguos países irania­
nos situados más allá del Oxus o Amu Darya, la Fargána y la Ushrusana en la
montaña, los principados sogdianos de Samarcanda y Bujára se convirtieron pro­
fundamente al budismo. En Balj se encuentran más de cien pagodas (viharas),
así como 3.000 monjes y, sobre todo, el «nuevo Vihara», en Nawbihar, cuyo prior
será el antepasado de la poderosa familia de visires Barmakíes, en tiempo de los
califas cabbásíes.
Estas debilidades son, por consiguiente, estructurales: oposición larvada de
enormes masas campesinas, sólidamente apoyadas por una red de monasterios y
de predicadores errantes; resistencia moral y fiscal combinada en provincias ente­
ras; finalmente, divisiones teológicas de los medios políticos y religiosos de las
cortes reales, los cuales se mostraban siempre dispuestos a buscar una solución
de conjunto o a seguir una «herejía». D urante los años 600-610 se añade a esta
situación el agotamiento debido a la guerra encarnizada entre los dos imperios:
ésta se desarrolla en buena parte con ayuda de guerreros pertenecientes a los dos
principados árabes/vasallos, ambos cristianos, el de los gassáníes, situado en los
confines de Siria, y el de los lajmíes de las riberas del Éufrates. De esta manera
los árabes, hasta entonces recluidos en la reserva de valores y principio de liber­
tad que constituye el desierto, se introducen de manera gradual en el gran conflic­
to teológico y político de O riente.
Estos árabes son, fundamental y etimológicamente, nómadas. Al sur se en­
cuentran los árabes «puros» y al norte los «arabizados», todos ellos unidos y fe­
derados por el centro caravanero y religioso de La Meca, custodiado por la tribu
de Quraysh. Al norte encontramos un mundo de pastores, conservador, aferrado
a los valores de la libertad que impone la estructura tribal o el estado de guerra
perm anente entre los grupos; al sur se halla un mundo urbano, aislado de la evo­
lución religiosa y cultural de los países semíticos debido a la barrera del desierto
de Arabia, orgulloso de su tradición de libertad (se trata del único pueblo semí­
tico autónomo) y provisto de estructuras sociales y culturales arcaizantes (ciuda­
des-estado, panteones locales). Las guerras, que lanzan nuevas fuerzas al asalto
del Yemen, detienen el proceso evolutivo del reino yemení de Himyar que avan­
za hacia un imperio militar y hacia un monoteísmo judaizante. Por otra parte, se
refuerza la solidaridad de los árabes meridionales y septentrionales: en el 525 los
etíopes de Axum, empujados por los bizantinos, conquistan Yemen y acaban con
la monarquía himyarí; no obstante, los supervivientes se alian con las tribus del
norte y dan nueva fuerza a una confederación, centrada en La Meca, que acabará
con la ocupación etiópica en el 571. Esta resistencia cristalizó en torno al orgullo
que los árabes sentían por su originalidad lingüística y cultural. Asimismo valori­
zó un «humanismo tribal», con su énfasis en el honor y su ética de libertad y
virilidad, aunque subrayó también sus contradicciones con las exigencias de mo­
noteísmo.

Mahoma

Si las debilidades o la crisis, que se definen a posterioriy no pueden constituir


el único factor determinante de la caída de los imperios del Oriente Próximo,
ello se debe a que el Islam se presenta, ante todo, como una revolución. No se
trata de una revolución social, ya que el Islam no atribuye ningún valor especial
a la pobreza, por más que la expansión musulmana pudo verse acompañada, es­
porádicamente, de venganzas y ajustes de cuentas. Tampoco es una revolución
«nacional» de pueblos minoritarios sometidos a los grandes imperios. Se trata,
en cambio, de una revolución religiosa, lo cual implica que afecta, a la vez, los
planos político, intelectual y filosófico, y está centrada en una nueva apelación a
la fundamental unidad de lo divino y marcada por la experiencia inefable de la
profecía, o sea de la relación directa con Dios. La llamada desde La Meca a una
mutación de valores y a una ruptura con el paganismo que se está organizando
hace surgir la extraordinaria fuerza del monoteísmo. El período durante el cual
Mahoma reside en Medina dará lugar, en cambio, a una corriente profética que
se disciplina y se canaliza hacia la creación de un Estado, cuya estructuración no
se term inará nunca pero que constituirá el modelo ideal incierto de su legitimi­
dad, a medida que se vea agitado por las fuerzas explosivas que surgen y son
suscitadas por la llamada del Profeta. En veinte años se forja el conjunto de prin­
cipios en los que se apoya una cultura, una fe y una ley, frente a un Estado que
siempre se pone en tela de juicio.
Podemos extrañarnos de la inmensa adhesión del mundo cristiano de Asia y
de África o del conjunto de países dominados por el orden zoroastriano-sasánida
a una religión defendida por un grupo, numéricamente muy modesto, constituido
por los árabes del Hidjáz, que no se caracterizaban por una capacidad filosófica
particular ni por mantener relaciones estrechas y sostenidas con los grandes cen­
tros de cultura —Antioquía, Alejandría, Harrán, Ctesifón o D jundishapur— en
los que se había producido la fusión entre la herencia clásica y las grandes corrien­
tes religiosas monoteístas. El «escándalo» intelectual del nacimiento del Islam fue­
ra de las áreas ya convertidas al monoteísmo recuerda, de hecho, el carácter tam­
bién subversivo y marginal de la mayoría de estas tendencias religiosas en sus orí­
genes: el Islam redescubre la radicalidad del judaismo o del cristianismo primiti­
vos frente a los panteones y a las construcciones filosóficas complejas de su tiem­
po. En el Islam, la cultura semítica de expresión griega encuentra, por vez prime­
ra, su originalidad y su verdad: abandona las expresiones extranjeras que la aho­
gaban así como las teologías filosóficas, por más que las recupere más tarde.
En el momento en que empieza la predicación de Mahoma (Muhammad) en
La Meca, la Arabia central sigue experimentando la tensión provocada por la
invasión del Yemen por los etíopes cristianos, tal vez en represalia por las perse­
cuciones de las que fueron objeto los cristianos árabes de los oasis a manos de
los príncipes yemeníes judaizantes. El valor simbólico de la victoria que obtiene
la coalición árabe en el Año del Elefante (571) ante La Meca es enorme. El san­
tuario abriga, en efecto, los ídolos ciánicos y tribales, reunidos, bajo la custodia
de la tribu de Quraysh, en el «recinto de Abraham», en torno a la Kacba, el
«cubo», la primera casa, iiarto rudimentaria, de Ismael, el hijo de Abraham. En
ella cristaliza la relación con los orígenes mismos del monoteísmo y justifica la
elaboración de una vía original, propiam ente árabe al culto del Dios único a tra­
vés de los hanífSy hombres piadosos cuya fe en Dios contiene referencias explíci­
tas a Abraham . Por otra parte, dado el carácter de santuario federal, aunque in­
formal, que tiene la Kacba, La Meca espera y desea la aparición de un profeta
capaz de estructurar un panteón jerarquizado, para que pueda consolidarse la he­
gemonía de las tribus y de los qurayshíes. El poder de estos últimos se encontraba
en auge debido a los cambios sufridos por las vías comerciales: la decadencia de
los transportes marítimos a través del mar Rojo y la de las rutas caravaneras hacia
el codo del Eufrates* debido a la guerra entre persas y bizantinos, había estimu­
lado el desarrollo de una nueva ruta caravanera que pasaba por los oasis del Hid-
jáz, entre el Yemen, productor de plantas aromáticas e importador de especias
indias, y Siria. El enriquecimiento y la irrupción de la economía monetaria am e­
nazaban el equilibrio tradicional de las estructuras ciánicas y de las relaciones en­
tre clanes; el dinero iba a sustituir a los valores del «humanismo» tribal: virilidad,
generosidad y solidaridad agnática. Esta es la razón por la cual el movimiento
iniciado por la predicación de M ahoma tiene, por una parte, el carácter de revo­
lución debido a su adhesión radical a una nueva moral familiar y, por otra, cons­
tituye una restauración de los valores fundamentales del monoteísmo que, a lo
largo de la historia del O riente Próximo, había mostrado su creciente decadencia.
Construcción de una fe «total» y, al mismo tiempo, revolución árabe que logre
el retorno triunfante del Dios único a los templos de los que había sido expulsado
debido al olvido del pacto fundamental de los hombres con Él, por paganismo o
por la complejidad de las disquisiciones de los teólogos, empeñados en conocer
la naturaleza divina. Mahoma se sitúa, desde un principio, en la tradición de
los grandes profetas del judaismo y de las restantes ramas de la revelación: los
Shu3ayb, SSlih, HOd, los profetas de Moab y de los pueblos árabes del norte de­
sempeñan un papel fundamental en el Corán y evocan la omnipotencia divina y
la inminencia del Juicio.
De la predicación a las armas

La ruptura protagonizada por este mercader, rico, responsable en el seno de


su comunidad (administraba la reconstrucción de la K a'ba) y monógamo, ha sido
com parada con otros destinos místicos: se trata de una aventura que, en un prin­
cipio, tiene un carácter individual y cristaliza en predicación tras un largo período
de meditación. En un principio el Profeta procede, sin duda, a una búsqueda per­
sonal de salvación: la revelación del 610 constituye, para él, un mensaje que con­
mueve a un alma exigente, un mensaje espiritual, una llamada a la justificación
y al respeto de los imperativos de la vieja moral ciánica, aunque depurada de su
orgullo y de su egoísmo. Al condenar el matrimonio consanguíneo y maldecir el
asesinato de las niñas recién nacidas, Mahoma tendía a destruir la sociedad tribal
por explosión demográfica o por ruptura de la solidaridad de clan. En esta prime­
ra etapa la revelación profética se deja arrastrar por la propia evolución de la
sociedad mekí, sin tratar de remodelarla pero sin integrarse tampoco en ella.
Mahoma se niega a vestirse como un adivino (káhin) o a asumir sus funciones;
sus contactos con otros hanifsy incluso la competencia con otro profeta (Masla-
ma), el hecho de que se reúnan en torno a él «jóvenes y débiles» excluidos de la
sociedad tribal, son un conjunto de hechos que cambian gradualmente su función:
del mensaje que afirma la preeminencia del Dios de salvación, Mahoma pasa pro­
gresivamente a la reforma política y social.
Los qurayshíes no se equivocan cuando le ofrecen el liderazgo de un movi­
miento de reforma y le sugieren que sea, a la vez, el Licurgo y el Hesíodo llama­
do a establecer un nuevo panteón. El Profeta acepta en un principio la tarea de
fijar la genealogía de los dioses pero pronto se echa atrás ante una doble presión:
por una parte es consciente de que Dios habla por su boca y, por otra, el rechazo
de la idea por sus primeros conversos. Sólo le protege la moral tribal de la soli­
daridad a pesar de las condenas que lanza contra el orgullo y la violencia de ías
familias qurayshíes. Insertado gradualmente en la tradición monoteísta, su men­
saje se cristaliza por la adhesión de los primeros fíeles, las «gentes de la Casa»,
sus parientes Jadídja, su única esposa, cAlí, a la vez sobrino y yerno, el liberto
Zayd, un verdadero hijo adoptivo, más tarde algunos vecinos como el omeya
cUthmdn y cUmar ibn al-Jattáb, y finalmente personajes más humildes como Bi-
lál, el esclavo negro perseguido por su amo y rescatado por Mahoma. El mensaje
profético, que durante mucho tiempo permanece difuso, se integra en el rito de
la oración cotidiana y constituye, hacia el 619, una primera comunidad de natura­
leza particular, igualitaria y revolucionaria. A la muerte de su tío Abú TAlib, que
ha protegido al grupo de creyentes sin sumarse a la nueva religión, el Profeta
decide una ruptura sin precedentes: para escapar a la persecución se impone la
emigración y las mujeres y niños parten en dirección a la Etiopía cristiana. Esto
confirma la existencia de lazos con el cristianismo en un momento en el que sur­
gen versículos coránicos que exaltan a la Virgen y recuerdan la concepción de
Jesús por obra del Espíritu, con lo que adquiere un lugar excepcional en la línea
profética. Mahoma entabla contactos con los hantfs y con los clanes árabes de
Yathrib, la ciudad por excelencia en el momento en que el Profeta se establezca
en ella (Madtna, Medina). Allí se encuentran también varias tribus judías y se le
ofrece el papel de árbitro. Su emigración (hidjra, ‘hégira’) hacia el refugio, el 24
de septiembre del 622, funda el Islam como comunidad universal: es la «hégira»,
la emigración provisional, ruptura y exilio voluntario. El Islam, religión de la
duda en la que nada puede escapar a la omnipotencia divina, se afirma por este
acto original como una religión del exilio que obliga a abandonarlo todo y a de­
pender únicamente de la voluntad divina.
La acogida por parte de los mediníes, los denominados «auxiliares», a los in­
migrantes que han llevado a cabo la hégira (los muhádjirún), seguida de la con­
versión a la fe musulmana, bastante rápida, de los primeros, da lugar a la consti­
tución de la primera comunidad, la um m a, pacto de solidaridad total, adhesión
intima y familiar a la sombra de lo divino omnipresente; pues Dios está hablando
por boca de su Profeta con menos solemnidad en Medina que durante los prime­
ros tiempos de la revelación. Se comprende mejor, de esta manera, la extraordi­
naria nostalgia que suscita en toda la historia del Islam esta comunidad musulma­
na de la hégira, en la dár al-hidjra, ‘casa de la emigración’, expresión con la que
se denomina a Medina. Cada siglo será testigo de las tentativas, incluso sectarias,
de volver a la pureza de las relaciones entre los hombres, y entre éstos y Dios,
a esta simplicidad del Estado, simple caja común alimentada por las contribucio­
nes voluntarías de cada ciudadano o por el botín de guerra obtenido en la lucha
contra los infieles. Se trata de un pueblo armado, al que se reúne con facilidad,
que vive en una igualdad que traduce la igualdad fundamental de la oración. Este
«modelo» sostendrá siempre la marcha ofensiva del Islam en sus fronteras, estre­
chamente ligado a la «vocación» de las almas por Dios, menos preocupado por
la conversión que por la conquista, menos predicador que defensor activo de los
derechos de Dios. Será el modelo que animará todos los movimientos de retorno
a un Islam primitivo, desde las secesiones járidjíes hasta las insurrecciones cárma-
tas, la «vocación» fatimí y, con el transcurso de los siglos, volverá a encontrar­
se en el mahdismo sudanés del siglo xix o en la Sanúsiyya de la Libia contempo­
ránea.
Medina es también el laboratorio en el que se definen las relaciones del Islam
con las religiones monoteístas: el contacto con el judaismo en esta ciudad resulta
fructífero para el Profeta, que adopta sin reservas las costumbres judías, las
prohibiciones alimentarias, el ayuno (fijado entonces en el día 10 del mes de
muharram) y refuerza los lazos de su doctrina con la religión de la ley. El Islam
escapa de esta manera a la atracción de un cristianismo que resulta únicamente
moralizante e incapaz de fundar un Estado, mientras que los elementos judaizan­
tes se ponen inmediatamente al servicio de la lucha militar que la umma ha em­
prendido en contra de los paganos de La Meca. Éstos subrayan, al igual que la
oración comunitaria dirigida hacia Jerusalén, la unidad de los musulmanes «com­
batientes» de la fe y de la ley. No obstante, este hecho se produce debido a un
malentendido extraordinario: Mahoma se considera un profeta dentro de la línea
que une a Noé, A braham y Moisés con Jesús; liga su mensaje con las llamadas
y la visión de Dios de sus predecesores y afirma inmediatamente su carácter uni­
versal con lo que rompe con la noción de «pueblo elegido». Para los judíos o
judaizantes de Medina, Mahoma era únicamente un profeta árabe, destinado a
difundir en árabe y para los árabes una especie de religión paralela al judaismo.
Tras un período de colaboración militar eficaz se producirá la ruptura en dos eta­
pas: expulsión de las tribus judías en el 625 y, más tarde, aniquilación de los
Q urayza en el 627 tras haber sido acusados de traición. El profetismo de Mahoma
apela, entonces, de manera más estrecha al personaje de Abraham y al de su hijo
Ismá^l y reafirma el papel central de la Kacba de La Meca. Es el momento en
el que se modifica la dirección de la oración, que apunta ahora a La Meca, y en
el que el ayuno se endurece y extiende a un mes lunar entero de abstinencia de
alimentos y continencia diurnas: se trata del mes de ramadán (ramadán), que re­
cuerda el aniversario de la primera profecía. Finalmente, se abandonan las pres­
cripciones alimentarias aunque se conserven las interdicciones más tradicionales
relativas al cerdo o a los animales muertos. El horror por el consumo de la san­
gre, de origen judío e implantado en Medina, marcará igualmente al musulmán.
Los principales resultados de la hégira son, no obstante, la militarización de
la comunidad y la vida basada en el botín que obtiene una umma hegemónica y
combatiente: en enero del 624, sin respetar las treguas sagradas establecidas en
torno a la Kacba durante tres meses cada año, Mahoma inicia una campaña de
guerrillas contra los mekíes, atacando a las caravanas y llegando a cambiar la na­
turaleza misma de la guerra. La «guerra elegante», cuya finalidad era hacer pri­
sioneros y someter a las tribus bajo la apariencia de una dependencia familiar, es
sustituida por el Profeta por una guerra total, sin piedad, que pretende la destruc­
ción de las estructuras políticas o religiosas del mundo mekí. La derrota sufrida
en el año 627 por el ejército qurayshí, bajo el mando de los omeyas Jálid y cAmr,
implica el hundimiento moral de la tribu. Sin renunciar a su militarización, el
organismo mediní insistirá, a partir de este momento, en el retorno a los valores
fundamentales del pueblo árabe: tras la conversión al Islam de los generales om e­
yas se llega a un acuerdo entre La Meca y Medina, en el 628, que permite que
los musulmanes de Medina tengan, el año siguiente, la vía abierta para efectuar
la peregrinación a la Kacba. Mahoma procede entonces a una recuperación y sa-
cralización de los ritos, restableciendo su significado dentro de la historia de
Abraham: siete circunvalaciones en torno a la Kacba, siete carreras entre Safá y
Marwa, detención para rezar en el monte cArafát, lapidación de Satán en el valle
de Miná y, finalmente, la Pascua, la «fiesta grande» que conmemora, de manera
aún más exclusiva que las pascuas judía y cristiana, el sacrificio fundamental de
A braham. La peregrinación pacífica del año 629 garantiza a los qurayshíes, por
consiguiente, que La Meca siga siendo el centro político y comercial de Arabia
a pesar de la islamización definitiva del santuario. Por otra parte, las expediciones
mediníes habían ampliado el ámbito de influencia musulmana que, limitada en
un principio a las tribus del Hidjáz, se extendía ahora a amplias zonas del sur y
de los confines siro-palestinos. En el año 630 un* gran ejército de 10.000 musulma­
nes comparece para realizar la peregrinación: el hadjdj se convierte en una entra­
da victoriosa, se destruyen los ídolos y se restablece la unidad entre la tribu de
quraysh y el más ilustre de sus hijos. Al año siguiente se prohíbe definitivamente
la peregrinación a los no-musulmanes y se opera una identificación entre e(l Islam
y el marco sagrado que le precedió. No obstante, la capital del Estado islámico
no será nunca La Meca: entre el 630 y el 632, fecha de la muerte del Profeta, al
igual que bajo los primeros califas, la capitalidad se asociará sólidamente con M e­
dina, que seguirá siendo el principio de legitimidad, el centro de insurrecciones
eventuales de varios anticalifas y la residencia predilecta de los parientes más pró­
ximos del Profeta, los descendientes de cAli.
E l MODELO DE E STA D O M EDINÍ

El estado mediní se encarna en el monumento por antonomasia del Islam pri­


mitivo, la primera «mezquita», el masdjid de Medina: se trata de un «santuario»
privilegiado (no en vano el mundo entero es el santuario de Dios) que dará forma
a un prototipo de edificio cultual musulmán, la mezquita con patio, lugar de ora­
ción y centro político en el que se reúne la comunidad para trabajos y ceremonias
colectivas. En un terreno ligeramente irregular, el Profeta dispuso un gran patio
cuadrado rodeado de una pared de ladrillos con tres entradas; un tejadillo, sus­
tentado por columnas rústicas formadas por troncos de palmera, bordeaba el
muro norte, que señalaba la dirección de Jerusalén y, más tarde, después del 624,
el muro norte, la alquibla, dirigido hacia La Meca. Fortín de defensa, lugar de
reunión política y militar, espacio encerrado en sí mismo al igual que la casa mu­
sulmana, el santuario de Medina se encuentra dominado por la sede del Profeta,
su almimbar, y comprende su casa y un rosario de habitaciones dispuestas a lo lar­
go del muro este. A la hora de la oración la comunidad igualitaria de los musul­
manes se dispone en una serie de filas, paralelas al muro de la alquibla, y sólo
queda aislado el imám (imán), el «guía» de este culto de alabanza y adoración.
Pero, tras la muerte de M ahoma, ¿quién mantendrá el contacto entre el Dios tras­
cendente y la comunidad de sus adoradores? ¿Cómo llevar a cabo la unidad de los
creyentes y responder a las nuevas preguntas que se planteen? ¿Cómo se podrá
desarrollar y defender el mensaje divino ya que únicamente el Profeta se encon­
traba en relación directa con Dios y daba testimonio de la voluntad divina me­
diante sus juicios, sus hadices, así como mediante el ejemplo mismo de su vida?

El Estado recluido íntegramente dentro de la mezquita

El ejemplo de la mezquita muestra tanto la unidad de función en el seno de


una organización única de la sociedad-Estado de los musulmanes, como el conser­
vadurismo de un sistema que reproducirá dócilmente el modelo de Medina en
todo el Dar al-Islám. Por todas partes los musulmanes construyen santuarios que
conservan la forma cuadrada del prototipo, su espacio prohibido y cerrado, la
asimetría de su organización, así como los grandes rasgos de su mobiliario: el
almimbar, estrechamente relacionado con la oración del viernes a mediodía, que
expresa la solidaridad militante del pueblo en armas, es el lugar desde el que el
predicador, también armado y vestido ritualmente, proclama la legitimidad de la
dinastía que ocupa el poder; es la ceremonia de la jutba, que une a la comunidad.
Un nicho vacío, el m ihráb, señala la «dirección espiritual» de la oración y está
situado junto al púlpito del predicador; en este mihráb ha querido verse un resi­
duo de una capilla reservada al califa, pero se trata de una hipótesis a descartar
sin que ello implique perder de vista el estrecho vínculo que une la mezquita con
el palacio, tanto si se trata del palacio califal como el del gobernador. Debe ex­
ceptuarse el caso de Jerusalén, donde la Cúpula de la Roca constituye una remi­
niscencia del lugar del sacrificio, consagrado ya por el templo de David, y la mez­
quita al-Aqsá es la última mezquita, la del juicio y del fin de los tiempos. En
todos los demás casos, la mezquita aljama (djámic) o mezquita del viernes se en­
cuentra junto al palacio, unida a él por un pasadizo que desemboca en el espacio
cerrado llamado maqsúra, aislado de la parte pública, donde reza el titular de la
autoridad. Como en M edina, estas mezquitas asumen durante mucho tiempo las
funciones de lugar de reunión del ejército, de hospital, de tribunal y de tesoro
público: tal es el caso de Damasco, donde el edículo del tesoro se alza sobre una
columna en un ángulo de la mezquita de los Omeyas.
En el año 632, a la muerte del fundador, se han establecido ya los grandes
principios de un Estado y de una sociedad. Tenemos, en primer lugar, «los cinco
pilares del Islam»: la profesión de fe monoteísta, la oración, el ayuno del Rama-
dán, la peregrinación y, finalmente, la limosna legal del diezmo (zakdt, azaque),
engranaje esencial del Estado. Por otra parte, aparecen las «buenas costumbres»,
establecidas por el ejemplo del Profeta y por sus «dichos», los hadices, manifes­
tación en tono menor de la función profética, pronunciados en Medina con m oti­
vo de la organización de la vida secular. Los múltiples hadices serán jerarquizados
en la práctica consuetudinaria de los musulmanes y, más tarde, discutidos y orga­
nizados en corpus por los primeros doctores dé la ley. Estos corpus constituirán
la sunna o tradición, que sigue en importancia al Corán (QurVS/i), recitación que
contiene la revelación divina, en la enumeración de las fuentes del derecho mu­
sulmán. Entre las buenas costumbres antes aludidas, una de ellas, el djihdd, «es­
fuerzo» militar contra los paganos y contra los que desconocen los derechos de
Dios, adquirirá pronto una jerarquía casi igual a la de los Cinco Pilares. Otras
tradiciones, más o menos islamizadas, se reintroducen en la vida religiosa y en la
organización de la familia: la circuncisión, por ejemplo, la obligatoriedad del velo
femenino que el Profeta sólo recomendaba a las mujeres de su casa y a las espo­
sas de los creyentes; también, pese a haber sido condenada por Mahoma, la en-
dogamia, que constituía un signo de nobleza en una sociedad basada en el linaje
y era una garantía contra la dispersión de los patrimonios que podía traer consigo
la legislación mediní sobre la herencia (una parte para cada hijo, media parte
para cada hija); finalmente la poligamia, autorizada por los múltiples m atrimo­
nios del Profeta, uniones tanto políticas como amorosas, que fue estrictamente
limitada por la doctrina a cuatro esposas cuyos derechos debían ser iguales y res­
petados, incluso en el plano de la sensualidad, cuyos valores son asumidos por el
Islam.
La restauración de las costumbres de la aristocracia mekí y su difusión como
modelo en el conjunto de la Dár al-Islám es el signo de un compromiso entre la
sociedad igualitaria de los creyentes -siem p re horizontal, teocrática y enteram en­
te dependiente de la voz de Dios en su administración o su ju sticia- y la sociedad
mekí cuyos valores anclados en un pasado lejano, como la pureza del linaje fami­
liar, la jerarquía tribal o la solidaridad agnática, constituyen un instrumento ex­
traordinario de poder pero también un riesgo de inestabilidad. El sistema tribal
se impone, en efecto, al ejército musulmán y colonizará el Estado omeya: se apo­
ya sobre una red eficaz de dependencias y adhesiones y constituye una «república
de primos» basada en un principio aristocrático. A la muerte del Profeta, el Is­
lam, conducido por los generales omeyas, será el vehículo de transmisión del po­
der de las grandes familias. En todas partes se impondrá un modelo genealógico
que redescubrirá las viejas costumbres agnáticas mediterráneas patrilineales. La
poligamia, por su parte, funcionará como un poderoso disolvente de las socieda-
LOS OMEYAS
(661-750)
Quraysh

Umayya •Abd al-Muttallb


_ l __
Abó-l-*Aa Harb AbúTaNb «AbdAMah al-*Abb«s

•A(fin Abú SufyAn1


•Ulhmin I
644 656
4. Marwin I I M u eAwtya *AH + Fitim a
683-685 (661-68Ó) i

5. *Abd al-Malik eAbd al-'Axte 2. Yazld I I


7^5
685-70T | M f> » 3 |

--------- 1 6 «Umarll 3. Mu «iwtya II I


717-720 683
6. al-WaKd I 7.Sulaymán O.YazIdll 10 Hiahim
706-715 715-717 720-724 724-743
_L
I
12. Yazld III 13. Ibráhlm 11. ai-Wadd ll
744 744 743-744

14. Marwin II
744-750

des vencidas, obligadas a entregar a sus mujeres. La guerra de conquista y el de­


recho familiar constituyen, por consiguiente, de manera sorprendentemente para­
dójica y en buena parte extraña a la profecía, una sociedad original cuya gestión
impondrá un considerable esfuerzo de interpretación y de reflexión. Pero desde
el momento mismo de su constitución, e incluso antes de su triunfo sobre sus
enemigos* la túnica sin costura del Islam mediní se desgarra en «escuelas», divi­
didas en temas como los principios de la devolución del poder, las relaciones en­
tre el libre arbitrio y la omnipotencia divina, y el vínculo entre la fe y la reflexión
humana.

La «familia» ante los poderes

El «asunto de familia» que constituye la sucesión del Profeta, con sus episo­
dios trágicos, sus nimiedades y sus luchas de facciones, revela la debilidad funda­
mental del Islam durante muchos siglos: la dificultad de definir la legitimidad del
poder. Esta dificultad trae consigo la elaboración de múltiples doctrinas políticas
y, por tanto, religiosas, siempre profundizadas, enriquecidas por aportaciones ex­
teriores y que con frecuencia se encuentran al borde de la herejía, aunque sólo
sea bajo forma de «exageración», algo muy frecuente en el Islam. A la muerte
del Profeta, una solución conservadora y eficaz permite confiar el poder a viejos
musulmanes respetados y unidos por lazos de matrimonio a la familia de M aho­
ma: Abú Bakr y cUmar que inician el período de las grandes conquistas. Al hacer
estó, se descarta a otros parientes más próximos del Profeta: su tío cAbbás, cuyos
descendientes destacarán más tarde sus méritos y derechos y, sobre todo, su so­
brino CA1!, el primer converso después de Jadidja, creyente escrupuloso y activo
en torno al que cristaliza un partido cuando, a la muerte de cUmar, un tercer
«lugarteniente» (Jalifa, ‘califa') se instala en el poder: se trata de cUthmán, un
omeya apoyado por su clan y que empieza a colonizar el Estado. Este provoca
la oposición de los creyentes a la antigua usanza, fieles a la vieja um m a, o la de
los testigos de la Revelación, los «recitadores» del Corán: al ordenar el estableci­
miento de una vulgata o versión única del libro de la Revelación, de la que se
han censurado las maldiciones lanzadas en un principio contra su clan, cUthmán
se precipita hacia su propio asesinato que tendrá lugar en 656.
cAli, por consiguiente, llega muy tardíamente al poder, en medio de una at­
mósfera de intrigas y venganzas. Acusado por el gobernador de Siria, Mucáwiya,
de haber instigado el asesinato de su pariente cUthmán, CA1T contemporiza y pier­
de a sus partidarios. Forzado a una guerra civil entre sus hombres, agrupados en
Küfa, y el ejército de Siria, evita un choque sangriento al aceptar, en Siffín, so­
meterse a un arbitraje que establecerá su responsabilidad eventual en el asesina­
to. Esta debilidad provoca, no obstante, el furor de los que protestan contra un
juicio humano en un asunto de esta índole. A partir de este momento el Islam
sufrirá una división en tres partidos: de entre los antiguos partidarios del yerno
de Mahoma, algunos salen de la umma inicial; son los járidjíes, intransigentes y
rigoristas, que denuncian a los imanes pecadores o a los creyentes relapsos y pre­
conizan que la pureza de conciencia es el único camino posible. En torno a cAli
sólo permanece un grupo de creyentes, que pronto serán sectarios y que no lo­
gran protegerle del cuchillo de un járidjí. El hijo mayor del califa asesinado re­
nuncia a luchar, pero el menor, Husayn, se alza contra Mucáwiya y los omeyas:
su martirio en KarbalS3, en el año 680, provoca la creación de un «partido»
(shFa) pro-cAlt, el de los shFíes, legitimistas y minoritarios, refugiados en una
atmósfera de arrepentimiento trágico y teatral. En cambio, en torno a MucSwiya,
el vencedor, se reúnen los moderados, los oportunistas, los indiferentes y los am­
biciosos que aceptan apoyar este poder militar reflejo de Quraysh y de las tribus
antiguas: han llegado los Omeyas.
En conjunto, no obstante, las doctrinas filosóficas y políticas que se elaboran
en el ámbito musulmán, resultan bastante desfavorables a los Omeyas: el escán­
dalo de Siffín, la desposesión y el martirio de la familia de cAlí suscitan la refle­
xión sobre la validez del imamato, sobre la responsabilidad del hombre e incluso
sobre la naturaleza del Corán o los atributos divinos. La razón, específicamente
musulmana para estos tiempos, reflejada en el kalám (teología dogmática), afir­
ma la libertad humana contra la «coacción», defendida implícitamente por los
Omeyas, y contra la predestinación. Los que insisten en la inaccesibilidad de Dios
y en su unidad forman una gran corriente de pensamiento, el «muctazilismo»: se
trata de una organización clandestina, que lucha contra el antropomorfismo y
contra la inmoralidad de los califas omeyas y defiende la obligatoriedad de un
«gobierno del bien» y de rebelarse contra los jefes injustos o impuros. Estas doc­
trinas abren camino a la propaganda de los descendientes de cAbbás que se infil­
tran en el seno del movimiento m uctazil. Alejados de los járidjies en el tema de
la condición del musulmán pecador, los miftazilíes se aproximan a éstos en
la idea de un imán justo y que pueda ser destituido por los creyentes, mientras
que en el plano propiamente filosófico se encuentran más cercanos a los medios
shNes.
La elaboración del Islam es, pues, principalmente, una profundización, una
reflexión racional sobre los elementos de la fe. Los contactos, los préstamos de
otras culturas y las polémicas resultan limitados. Desde luego, el Islam queda so­
metido a los ataques de los teólogos cristianos de las escuelas sirias como Juan
Damasceno y Abú Q urra, pero la reflexión musulmana va fundamentalmente di­
rigida contra el escepticismo radical de los «libertinos», los zindtqs, herederos del
dualismo iranio. El problema del mal les motiva mucho más que el del logos he­
lénico del que hablan los cristianos de Siria. Las tesis muctazilíes excluyen cual­
quier responsabilidad divina en la existencia del mal cuyo origen se encuentra
únicamente en el libre arbitrio humano; su doctrina de un «Corán creado» tiene
como finalidad desechar los argumentos de los adversarios del Islam que habían
encontrado imperfecciones en el texto sagrado, que es palabra divina. En esta
atmósfera de profundización intelectual, las opciones filosóficas implican siempre
una aplicación política inmediata. El Islam, religión y Estado, impone una res­
ponsabilidad a este respecto a cada musulmán. La cristalización de los partidos
y, en particular, el de los seguidores de cAli, trae consigo la introducción de ideo­
logías que, en un principio, eran totalm ente extrañas al Islam.
Por más que el movimiento de partidarios de cAli se mantiene durante mucho
tiempo como una tendencia familiar, dirigida por los miembros más antiguos de
este linaje, y como un partido legal, surgen pronto sectarios que introducen o
desarrollan en él gérmenes de «exageración»: esperanzas mileiíaristas que les con­
ducen a atribuir una función profética a los imanes y, en particular, a esperar la
aparición del «bien guiado» (el mahdi). El fracaso en las empresas llevadas a cabo
por los imanes, reconocidos sucesivamente como m ahdísy llevó al grupo a adoptar
la idea de la clandestinidad en espera del retorno de un mahdi salvador que sería
descendiente de CA1T; de este modo acabaron reconociendo, en la cadena de los
imanes ocultos, las encarnaciones de la divinidad, lo que les indujo a aceptar los
temas helenísticos de la metempsicosis y a empezar a reflexionar sobre la gnosis
del mundo cristiano. Hacia el 760, en los medios shNes de Küfa el profetismo y
el milenarismo, protegidos por el recuerdo de los tiempos de Medina y de La
Meca, se prolongan en una pléyade de sectas siempre en ebullición: partidarios
de cAlí y creyentes en su probable retorno mesiánico; partidarios de su hijo
Muhammad ibn al-Hanafiyya; partidarios de Abú Háshim; devotos de la descen­
dencia de Husayn; activistas reagrupados en torno a la rama de Hasan, dentro
de la familia de cAIt, y partidarios fervientes de una oposición militar (los zay-
díes). Fronteras inciertas separan el «partido» legal de la shFa, engarzado con
frecuencia en revueltas violentas y efímeras, de los grupúsculos de carácter exage­
radam ente místico, que se ven finalmente obligados a refugiarse en una clandes­
tinidad impotente. De este modo, incluso antes de haber logrado alcanzar la m á­
xima cantidad posible de su cosecha, el Islam veía crecer la cizaña.
L A COSECHA D EL ISLAM

El gobierno de los Omeyas se elabora, por tanto, en una atmósfera de conflic­


to perm anente -político, ideológico, fam iliar- entre las distintas facciones que
surgen en el seno del pueblo árabe. El mundo del Islam, que gracias a la conquis­
ta adquirirá dimensiones similares a las de los mayores imperios de la Antigüe­
dad, podrá ser administrado al descubrirse soluciones al triple problema del po­
der en la comunidad, de las relaciones entre vencedores y vencidos y de la defi­
nición de las doctrinas jurídicas. El fracaso final de la dinastía no debe movernos
a subestimar su capacidad creativa, que llegó a expresar una síntesis entre ele­
mentos contradictorios, entre el mensaje igualitario y universalista y las realida­
des de una estructura jerárquica y de la existencia de clientelas dentro del pueblo
árabe. Los Omeyas no son, evidentemente, simples generales de la aristocracia
qurayshí: siempre serán considerados responsables de la ruptura con los partida­
rios de CA1!, más prestigiosos, y se les acusará fácilmente de inmoralidad y amor
al lujo; deben tenerse en cuenta, no obstante, las necesidades que les impuso la
construcción de un centro de poder, de una corte y de servicios administrativos
privados que les separaron de un pueblo armado, indócil y nostálgico. Por otra
parte, siempre tuvieron conciencia tanto de sus deberes con respecto a la com u­
nidad -d e b e re s de ejemplo moral, generosidad y ju sticia- como de su legitimi­
dad incierta o, por lo menos, com partida con las restantes ramas de la familia.
Con ellos la represión de las insurrecciones no alcanzará jamás la ferocidad de
las represalias cabbasíes posteriores: la jornada fatal de Karbalá3, en la que murió
Husayn, hijo y heredero de cAlt, es la única excepción.

Desde el Turquesíán hasta Libia

La construcción del Estado mediní y la difícil sucesión de Mahoma se sitúan


sobre un trasfondo de expansión, conquista y fundación de un imperio universal.
Los acontecimientos se suceden rápidamente: si las primeras expediciones, en
Vida del Profeta y bajo Abú Bakr, logran que las tribus se alíen con el Islam y
se asocien a los primeros conversos en una empresa militar común, los éxitos ex­
traordinarios de los generales qurayshíes traen consigo, menos de seis años des­
pués de la muerte del Profeta, la construcción de un nuevo imperio que trastorna
las fronteras tradicionales del O riente Próximo.
En el año 636 la batalla de Qádisiyya marca la caída brutal de la dinastía sa-
sánida: bastarán pocos años para que la dominación musulmana llegue al Zagros
(642), al Fars y al Jurásán (651). En el otro extremo del Creciente Fértil la toma
de Damasco (635) y, tras la batalla de Yarmük (636), la de Jerusalén, abren a la
ambición de los conquistadores, casi sin resistencia, el camino de Egipto, la alta
Mesopotamia y A rm enia (641). D ebe subrayarse que fueron los mekíes, aliados
tardíam ente al Islam, y en particular los Omeyas qurayshíes, de fuerte tradición
tribal y militar, quienes se hicieron cargo de las expediciones y, más tarde, de la
administración de los territorios conquistados: Mucáwiya fue gobernador de Siria
desde el 637, mientras que Jálid y cAmr gobernaron las provincias de Irán y Egip­
to. Crearon las condiciones de una autonomía muy amplia de los gobernadores
locales, que se incrementó aún más dada la diversidad de pactos concluidos con
las distintas poblaciones. La existencia de estas fuerzas tribales y de estos mandos
descentralizados subraya la importancia del consenso político y religioso sobre el
que se apoya el Estado musulmán: una unidad ideológica en la que ha hecho
mella, no obstante, la dura lucha en tom o a la legitimidad del poder.
Lo esencial del imperio islámico, Egipto, Siria, Iraq e Irán, ha sido ya con­
quistado en 656, cuando estalla la gran querella (fitna) entre CA1! y los herederos
de cUthmán. La expansión continúa en el Jurásán y en el Sidjistán, alcanza las
marcas iranias del nordeste, limítrofes con el país de los turcos, y las avanzadillas
del imperio chino. Violentos enfrentam ientos tribales acompañan la reducción
progresiva de estos viejos países iranios de la Transoxania, mosaico de principa­
dos zoroastrianos o budistas que, en un principio, fueron sometidos a tributo y,
más tarde, suprimidos. El ejército de conquista, puram ente árabe, trasladado des­
de KQfa y Basra, se divide muy pronto en partidos que se enfrentan en torno al
problema del reparto del botín entre los guerreros y la administración central de
los Omeyas: los Banü Qays, que se encontraban al frente de un grupo de tribus
del Hidjáz, llegan a apoyar a los adversarios de los Omeyas para pasar, después
del 691, incluso a aliarse con estos últimos en contra de los árabes de origen ye-
mení. Muy pronto todas estas tribus se llenan de «clientes» (mawáU): soldados
de ocasión, antiguos esclavos iranios, prisioneros de guerra. Su manumisión viene
acompañada por un deber de fidelidad y entrega a la tribu de la que formarán
parte en lo sucesivo, aunque dentro de una categoría inferior (mawlá indica la
relación de subordinación entre el señor y el subordinado). Son contingentes de
mawálí, o sea, iranios arabizados, los que participan, después del período 705­
715, en la conquista de Bujára, de Samarcanda, del Jwárizm y de los altos valles
de Fargána que abren la vía de entrada a la China. En el año 731, 1.600 infantes
mawálíes y un millar de conversos de Samarcanda serán los que ayuden al ejército
regular árabe, formado probablem ente por unos 40.000 hombres, a term inar con
la amenaza del ján turco de Turgesh. A hora la frontera está bien defendida y los
chinos, que intentan una contraofensiva para recuperar el control de sus antiguos
tributarios de la Transoxania, son rechazados en el río Talas (751): es cterto, por
otra parte, que el Islam no parece preparado para adentrarse más en las tierras
del imperio chino. Más allá de los límites que se han alcanzado, tanto si se trata
del país de los turcos, del Cáucaso o de las montañas situadas al sur del mar
Caspio, del Afganistán o de Nubia, se encuentra el «país de la guerra» y de las
razzias o algazúas: En él actúan los «voluntarios de la fe» junto al ejército regular.
Poco a poco, la sedentarización de los árabes y el menor papel que desempeñan
los soldados oficiales dará un mayor relieve a estos voluntarios, los gázis o guerri­
lleros. Su prestigio crecerá sin cesar y, en época cabbásí, veremos que los gázis
de la frontera irania acuden en ayuda del ejército tribal árabe que se encuentra
en dificultades en el Taurus, frente a Bizancio.
Por este lado, al igual que en las islas del M editerráneo oriental, la conquista
había proseguido bien en un principio, pero cuando surge la reivindicación de un
imperio universal, ésta va unida a una fascinación acerca del papel sagrado que
desempeña la nueva Roma. Se cree que la toma de Constantinopla acabará con
ciertos secretos escatológicos y coronará el triunfo del Islam. El esfuerzo que lle­
van a cabo los Omeyas es inmenso: no obstante, en tierra, una vez agotado el
LAS GRANDES EXPEDICIONES ® Batata
632 Muerte del Profeta ■; . Regiones de penetración o
I ■ 642 10 aAos después ----- - implantación diHcles en las . Donad ;
: 31/651
652 20 atos después ------- que sólo se realizaron
. . ,.<A campanas esporádicas -

?;,vFecha en que se fundó. ;:


l 2/711 alcanzó o conquistó una
• • . . ciudad '
702 70 atos después (Hégira/Era cristiana)

— I
732 100 artos después .• Estepa desértica
Las grandes expediciones tras la muerte del Profeta
impulso de las primeras victorias casi milagrosas, el armamento y la táctica musul­
mana se encuentran, en pleno país griego de Asia Menor, en equilibrio con las
fuerzas bizantinas a las que se había barrido fácilmente de otros países cristianos,
como Egipto o Siria, pero que resultaban trem endam ente coriáceas en Constan-
tinopla. En este momento la guerra debe abrir paso a la caballería pesada, a un
armamento constituido por sables, lanzas y corazas costosos, y a una articulación
cuidadosa entre los distintos cuerpos del ejército. Resulta cara y produce escasos
beneficios: de acuerdo con la evolución de los conflictos, los Omeyas se verán
obligados a desmovilizar contingentes del ejército regular y a tacharlos de los re­
gistros de soldada, atrayéndose con ello terribles oposiciones. En el mar, los ára­
bes dominaron bastante de prisa las técnicas de construcción de navios así como
las de la guerra naval: desde el 648 llevan expediciones a Chipre, en el 655 obtie­
nen una victoria decisiva en la «batalla de los mástiles» y, menos de 20 años des­
pués, se presentan ante Constantinopla, entre el 673 y el 680. Este primer «ase­
dio», que no lo es en realidad, se renueva con mayor seriedad en 717-718. No
obstante, fracasa dos veces ya que los árabes no habían tenido en cuenta la for­
midable posición bizantina así como la eficacia de la nafta, el «fuego griego», que
permite a los bizantinos incendiar los barcos enemigos, liberar la ciudad y recu­
perar, al menos hasta aproximadamente 825-826, una verdadera hegemonía ma­
rítima.

Y desde Libia hasta Aquitania

Los propósitos iniciales de los Omeyas no incluían, probablemente, ir más allá


de las arenas libias: una campaña relámpago de cAbd Alláh, hijo de al-Zubayr,
hasta Cartago en el 647, había revelado claramente la extrema fragilidad de las
guarniciones bizantinas de Ifriqiyá, pero también las dificultades que existían para
llegar a controlar a los bereberes del Atlas de los que se decía que Dios, en el
reparto inicial, les había dado la turbulencia, la ceguera, el amor al desorden y
a la violencia. ¿Llegó cUqba ibn Náfic a cruzar a la velocidad del rayo toda la
Berbería hasta llegar al sur del wádt Sebu y penetrar a caballo en el Atlántico
(681-683)7: tal vez no, pero, por lo menos, puede atribuírsele la fundación de un
campamento, detrás de Cartago, denominado al-Qay-rawán, a pesar de la hosti­
lidad de las tribus bereberes vecinas. Después de 692 empieza una conquista me­
tódica poderosa (se habla de 40.000 hombres). Cartago cayó, al igual que las res­
tantes plazas griegas, bajo el ataque de Hassán ibn al-Nucmán. ¿Existió realmente
una resistencia organizada en los montes Awrás bajo el liderazgo de una mujer
de la tribu de los Djaráwa, la «Káhina»? Hoy en día se tienen ciertas dudas, pero,
por lo menos, se sabe que hicieron falta más de diez años para que resultara se­
guro el camino que llevaba de Qayrawán a Volubilis. Por otra parte, los goberna­
dores del Magrib, como Müsá ibn Nusayr, juguetean con la independencia, sin­
tiéndose seguros dada la lejanía del centro de poder.
El episodio ibérico sigue aún suscitando hipótesis: ¿pidieron ayuda lós griegos
y judíos levantinos contra la presión visigótica?, ¿se trataría de una transacción
comercial?, ¿aventura personal de un mawlá bereber de Músa, Táriq ibn Ziyád?
La usurpación de Rodrigo en la Bética y los sobresaltos de la corte de Toledo
pudieron tentar a codiciosos y oportunistas. En el verano del 711 Táriq cruza el
estrecho, dando su nombre a la montaña que domina su orilla septentrional (Dja-
bal Táriq, Gibraltar), dispersa el ejército de Rodrigo y mata ¿1 rey en el río Bar-
bate. Al año siguiente se le une Músá, acompañado esta vez de árabes que se
apoderan de Sevilla, Mérida, Toledo y Zaragoza. Las resistencias son raras, las
huidas alocadas; esta conquista «fulminante», que dura como máximo dos o tres
años, resulta característica tanto de la prudencia como de la audacia de los musul­
manes. Hacia el 714 la avalancha musulmana llega al pie de la cordillera cantábri­
ca, en la que se han refugiado algunos guerreros, y hacia el 720 se desborda hacia
el Rosellón y Narbona. La rapidez y ulterior duración de esta «revolución occi­
dental» exigen, no obstante, explicaciones más completas que las que recurren a
la fuerza o a la sorpresa explotadas con habilidad.
En realidad, los ejércitos musulmanes encontraron en este país una situación
agitada que debe relacionarse con una crisis muy profunda del orden sociopolítico
de tradición romana que existía tanto en el África bizantina como en la mayor
parte de España. Las estructuras impuestas por Roma ya habían desaparecido
prácticamente de varias regiones, como los Pirineos vascos, la zona cántabro-as-
tur y, sobre todo, el África bereber ante la reconstitución de formas sociales de
tipo tribal o «segmentario» que parecen enlazar con los modos de organización
anteriores a la romanización. La manifestación más visible de esta degradación
de la herencia romana es, al igual que en el resto de Europa occidental, la deca­
dencia o desaparición de las ciudades, evolución que no afecta sólo a las franjas
de la romanidad que se encuentran más amenazadas desde el punto de vista eco­
lógico, como sucede en las zonas predesérticas del norte de África que van siendo
recuperadas para la vida tribal. En las mismas riberas del antiguo mare nostrum ,
el «mar romano» de los textos árabes, los centros de actividad urbana antigua e
intensa situados en la costa m editerránea de la península ibérica, como Sagunto
y Cartagena, han decaído de tal manera,: entre la crisis del siglo iii y la invasión
musulmana, que estas ciudades, a principios del siglo viii son simples aldeas insig­
nificantes. Las luchas entre visigodos y bizantinos hasta principios del siglo vn
pudieron contribuir a esta decadencia —Cartagena fue destruida por los sobera­
nos de T oledo— pero no bastan para expíicar una evolución de conjunto que ter­
mina con la desaparición de la tercera gr^n metrópolis romana de la costa levan­
tina, Tarragona, que desaparece por combleto del mapa entre su destrucción du­
rante la conquista musulmana y la repoblación del solar llevada a cabo por los
catalanes en el siglo xii. Las antiguas ciudades romanas de la costa africana han
desaparecido también, con la excepción d£ algunas plazas del estrecho de G ibral­
tar en las que la presencia bizantina se mantuvo durante más tiempo: es el caso
de Tánger y Ceuta.

¿Agonía del mar latino?

En definitiva es el mar el que aparece como el espacio de combates más en­


carnizado y más duradero. La desurbanización preislámica del Occidente m edite­
rráneo viene acompañada por una decadencia de las relaciones marítimas norm a­
les que afecta a toda la cuenca occidental. Este espaciQ que antes tenía un tráfico
tan intenso, se convierte en una zona de vacío político y económico entregada a
las empresas de piratería; la situación se prolongará hasta que se produzca el len­
to renacimiento del tráfico marítimo a partir de fines del siglo ix y, sobre todo,
en el siglo x. La situación de las regiones marítimas, a pesar de su entrada en el
mundo musulmán, sólo se modificará muy lentam ente dado su mediocre interés
político y económico que los centros de poder principales del Occidente musul­
mán —ninguno de los cuales es una ciudad marítima antes del siglo xi — no te­
nían excesivos deseos de controlar. No existe ninguna ciudad digna de este nom­
bre en las costas andalusíes y magribíes entre la conquista musulmana y el siglo
x si exceptuamos los puntos de paso obligados entre la Europa meridional y la
costa africana, o sea, el M editerráneo central por una parte y la zona del estrecho
de G ibraltar por otra. Entre Nákur y Túnez sólo se encuentran ruinas de ciudades
romanas y la situación no es mucho mejor al norte de Málaga, en la costa medi­
terránea de la península. Sólo Tortosa, dada su importancia militar frente a los
francos, conserva cierta significación, sin que pueda descubrirse en ella actividad
comercial alguna antes del siglo x. Al igual que las grandes metrópolis, todos los
centros urbanos que, como consecuencia de su integración en el área de civiliza­
ción islámica, empiezan a animar la vida política, económica, social y cultural del
Magrib central y occidental y de la Hispania del Sur —el país de los vándalos
(al-A ndalus)— se sitúan en las zonas interiores: es el caso de Tubna, Msila, As-
hir, Tahert, Tremecén, al-Basra, Sidjilmasa, Sevilla, Toledo o Zaragoza.
El caso de las Baleares puede ilustrar bien esta situación de vacío político y
de depresión de la vida urbana y de los intercambios comerciales. Sometidas, en
un principio, en el año 707, por la flota de Túnez que acababa de crearse, se
mantienen luego independientes de cualquier poder político exterior durante casi
dos siglos. En el año 798 son atacadas por piratas procedentes, probablemente,
de las costas andalusíes; el poder de Córdoba considera que gozan de una tregua
(sulh) cuya ruptura provocará, en 848, una expedición punitiva de carácter semio-
ficial. En el año 902 las Baleares son consideradas, todavía, un país de guerra
santa ya que en esta fecha un rico ciudadano obtiene un permiso del emir de
Córdoba para organizar un djihád privado con el fin de conquistarlas. Es el mo­
mento en el que se islamizan las islas, pero todavía durante unos 30 años consti­
tuyen una especie de emirato autónomo que sólo se integrará a la administración
cordobesa tras la proclamación del califato en el 929. Sólo después de la conquis­
ta del 902 se producirá el renacimiento de la vida urbana en Mallorca, con la
fundación de Palma (Madina Mayúrqa) que tiene un rápido desarrollo, en un M e­
diterráneo occidental en el que se reanima el tráfico internacional.
El mismo esquema se repite en el este: cuando en el 723 Willibaldo quiere di­
rigirse a O riente, encuentra navios disponibles en G aeta, Nápoles e incluso en Si­
cilia, para llegar al Egeo y a Chipre, isla que ha obtenido un estatuto de tributario
de los Omeyas y que sigue manteniendo relaciones con Bizancio. No obstante,
apenas ha desembarcado en Siria, es detenido junto con la tripulación chipriota,
acusado de espionaje, y sólo un anciano podrá dar testimonio de que se trata de
un peregrino. Liberado, detenido de nuevo, liberado por segunda vez gracias,
ahora, a un converso español, deberá esperar durante mucho tiempo la llegada de
un barco que le lleve directamente de Tiro hasta Constantinopla. No se han cor­
tado, desde luego, todas las relaciones, pero puede comprobarse cuántos peligros
y obstáculos rompen, en esta época, lo que había sido la unidad del mar y el gran
comercio de lujo mediterráneo. Sólo los chipriotas parecen ser capaces de atrave­
sar el bloqueo naval y ello no es fruto de un objetivo económico sino una conse­
cuencia de la recuperación de la superioridad griega en el mar hasta el año 826
que dará como resultado una decadencia de los centros urbanos de la costa siria
y una progresiva escasez de viajes marítimos, para no hablar, como hacía Piren-
ne, de cierre total a la navegación. La primera consecuencia desastrosa de la gue­
rra omeya parece ser, pues, una «continentalización» del imperio árabe.
Sin duda, en tierra y hasta el fin de la expansión, la guerra sigue siendo uno
de los elementos esenciales de la sociedad musulmana, pero existen grandes dife­
rencias con la época de la hégira en Medina. En aquel momento todo el pueblo
árabe se encontraba lanzado y comprometido en una empresa de expansión arm a­
da y, con el transcurso del tiempo, la progresiva disminución del papel desem pe­
ñado por el elemento tribal redujo la función militar a un grupo de especialistas
que, durante un período, siguieron siendo los representantes de las tribus pero
que, en época cabbásí, quedaron reducidos únicamente a los árabes del Jurásán,
los «hijos de la revolución». No obstante, el sentimiento del deber militar del
djihád, como afirmación militar de los derechos de Dios, sigue teniendo mucha
fuerza entre los musulmanes, tanto si esta fuerza es espontánea como si es el re­
sultado del nuevo vigor que le dan los juristas. Los Omeyas establecen, a fin de
cuentas, un prototipo de califa com batiente. Una solución cómoda, al menos en
apariencia, puede encontrarse, tanto en el plano doctrinal como en el de la pra­
xis, en los mudjáhidúns voluntarios mantenidos por el califa. Con ella se evita,
salvo en caso de invasión, tanto una movilización general, que evidentemente re­
sulta embarazosa para el poder, como movilizaciones excesivamente parciales.
Pero esta práctica trae consigo dos reclutamientos paralelos: el de los profesiona­
les de la guerra, que pronto serán mercenarios o esclavos acuartelados, y el de
los voluntarios orgullosos de sus méritos. Aleja, por tanto, la masa de los musul­
manes del modelo de Medina y de la democracia militar salvo en casos excepcio­
nales. Incrementa, asimismo, la tentación de una revolución conservadora que
devolvería al musulmán «de base» su derecho imprescriptible y su prestigio, am ­
bos anulados. Las secesiones de los járidjíes, de los partidarios de cAIi y de los
movimientos que derivan de los dos anteriores adquieren fuerza debido precisa­
mente a este hecho.

¿Es POSIBLE UN REINO Á R A B E ?

Los Omeyas contestarán a las pretensiones del Imperio Bizantino confiscando


dos símbolos de esta soberanía universal. Todavía en el año 687, el califa sirio se
comprometía a proporcionar al em perador el papiro con las marcas distintivas
imperiales y los vestidos de aparato, de dignidad y de función, tejidos en los ta­
lleres egipcios. £n_el-692 el califa cA h d _al-Malik-xealiza„uoa_iuptuia. radicaLal
suprimir las invocaciones a la Trinidad y el signo de la cryz que ^aparecían en q 1
papirq y al instituiLjijga mar£.a* un tiráz, del taller del Estado en las vestimentas
cortesanasTFor otra parte, lleva a cabo una reforma monetaria que trastorna las
escalas constantes de valor y sustituye los tipos monetarios bizantinos que habían
prolongado las acuñaciones de los primeros califas por un tipo nuevo y puramente
musulmán. Entre el 691 y el 696 acuña un primer dtnár de oro, con la efigie del
califa en pie y, más tarde, en el 696, el diñar clásico, puramente epigráfico. Para
Dizancio esto constituye la usurpación de un derecho fundamental: la acuñación
de oro vinculada a su soberanía. Las nuevas monedas musulmanas (diñar de 4,25
gr de oro y dirham de plata de 2,97 gr) unifican dos sistemas de circulación que
durante mucho tiempo han estado separados: el sueldo bizantino de 4,55 gr y el
dracma sasánida de 4,10 gr de plata.

¿Cómo unificar todos esos pueblos?

Las equivalencias de las monedas son cómodas, pero difunden sobre todo un
mensaje religioso, una profesión de fe: «No hay más dios que el Dios; es único
y no tiene asociado. Mahoma es el enviado de Dios», «Dios el único, Dios el
eterno; no ha engendrado ni ha sido engendrado; nadie es igual a Él». Lo ante­
rior constituye un «símbolo omeya», pero aparece también un segundo símbolo
profético: «Mahoma es el enviado de Dios para señalar la dirección del camino
recto y enseñar una religión verdadera que triunfe entre las restantes religiones».
Estas leyendas ocupan lo esencial del lugar disponible en la moneda y a ellas sólo
se añade, en un principio, el nombre del califa, el del acuñador, normalmente un
cliente o mawlá, la indicación del taller y la fecha: manifiestan, pues, un claro
deseo de propaganda religiosa, de afirmación serena y de arabización. La existen­
cia de una auténtico bimetalismo oro-plata viene reforzada por abundantes acu­
ñaciones en cobre (el fals> plural fu lú s, que deriva del follis bizantino) y da testi­
monio de la existencia de un mercado complejo y escalonado, rural, local e inter­
regional y de una primera tentativa de unificación económica del continente mu­
sulmán, que en lo sucesivo se independiza del antiguo dominio mediterráneo.
Esta unificación simbólica se acompaña, en la realidad, de un control serio de
las fuerzas vencidas —grupos étnicos o grupos religiosos— cuya debilitación es
sorprendente y testimonia el agotamiento de las tradiciones ante la presión de
una ideología universalista. El mismo Irán, pueblo de combatientes, nación domi­
nante, llamado por el mazdeísmo a representar un papel universal y a luchar per­
manentemente contra el mal, se hunde por completo. Desde luego, algunos lina­
jes «nobles» se mantienen eo la provincia de Fars y conservan el sentimiento or­
gulloso de su raza de origen y el recuerdo de las dinastías nacionales. No obstan­
te, son sobre todo las montañas del litoral del mar Caspio, tradicionalmente insu­
misas y que se islamizaron tardíam ente, las que conservan durante más tiempo
un poder autónomo: sus «marqueses» (ispahbadhs) del Tabaristdn, por ejemplo,
herederos de los gobernadores sasánidas, u otros similares, enquistados en un
«país de guerra» devastado por las constantes expediciones musulmanas, o am e­
nazados por los esfuerzos de los misioneros, podrán resistir durante un cierto
tiempo. Al este, el Islam se adapta a las condiciones de sumisión de los antiguos
principados sogdianos y bactrianos: en Balj una dinastía local conserva su autori­
dad, primero sola hasta el 736, mientras los árabes se mantienen acuartelados en
una ciudad vecina, más tarde entra en competencia con el emir hasta ser elimina­
da hacia el 870. Los príncipes de Fargána y del Ushrusana, los afganos de Gazna
y, más tarde aún, hasta el 995, los sháhs del Jwárizm disfrutarán de la misma
autonomía. En conjunto, estos acuerdos parciales y frágiles entre la aristocracia
irania y el poder islámico no implican la constitución de un «refugio» nacional:
el Islam penetra por todas partes y las lenguas persas se arabizan en gran medida.
Sólo subsiste el recuerdo del pasado espléndido de la poesía, de la arquitectura
y de la dominación política de los iranios que se traduce, a partir del momento
en que los Omeyas empiezan a reclutar secretarios de origen persa para las ofici­
nas de la administración, en la polémica de la shucübiyya: frente a los humanistas
árabes de Basra, los persas reafirman —¡en árabe!— los valores literarios y heroi­
cos del pasado iranio.
En los países cristianos de Iraq, Siria y Egipto, la afirmación de la libertad
religiosa y el fin de las persecuciones bizantinas trae consigo un renacimiento de
las iglesias minoritarias, la reconstrucción de los monasterios y el reclutamiento
de numerosos funcionarios monofisitas, a la vez que se produce un gran desarro­
llo cultural en la iglesia jacobita siria en torno a la figura de Severo Sebojt. Cierto
es que la presión fiscal acaba pronto con esta «primavera del Islam», al incitar
numerosas revueltas coptas e inducir al califa a jugar al sectarismo de los minori­
tarios, enviando, por ejemplo, preceptores zoroastrianos a la Djazíra. Asimismo,
las sectas, divididas, no ofrecen excesiva resistencia a la aplicación estricta, con
cUmar II ibn cAbd al-cAzíz, de las reglas que establecen la superioridad del Islam:
obligación de respeto y de discreción (prohibición de las campanas y del culto
público, necesidad de adoptar una actitud de deferencia) y de llevar una señal
distintiva. La aplicación de la ley musulmana es obligatoria en cualquier proceso
entre un fiel de una confesión minoritaria y un musulmán o entre dos minoritarios
pertenecientes a distintas sectas, del mismo modo que está prohibido poseer lin
esclavo musulmán o prestar testimonio contra un creyente. La fiscalidad y la jus­
ticia constituyen, por otra parte, armas eficaces de conversión, pero el califa evita
su uso por temor a agotar la reserva fiscal sobre la que se apoya la vida de la
comunidad. En conjunto, por tanto, da garantías a los súbditos dhimmíes (judíos
y cristianos principalmente) contra el exceso de celo y arbitra un largo debate
entre los teóricos musulmanes y los doctores pertenecientes a las minorías en tor­
no al tema de las libertades contestadas: derecho a reconstruir iglesias y sinago­
gas, mientras que está prohibido construir de nueva planta edificios de esta índo­
le; derecho de waqf, esto es, derecho a que las instituciones religiosas tengan pro­
piedades libres de impuestos; derecho a heredar de parientes lejanos y a percibir
legados testamentarios de un musulmán. Los escribas cristianos, sobre todo nes-
torianos, que servirán a los Omeyas y, más tarde, durante mucho tiempo, a los
cabbásíes, tratarán de ampliar estas libertades; no obstante, en un principio, la
partida de los escribas sirios de rito griego hace irreparable el conflicto con Bizan-
cio y convierte a una parte de la cristiandad oriental en sospechosa de espionaje
a favor de los griegos.
En Occidente, incluso fuera de los medios tribales islamizados que estaban ya
próximos estructuralm ente de la sociedad árabe tradicional y que podían adoptar
fácilmente sus ideales al asimilar su lengua, llama la atención la difusión rápida
del árabe entre los indígenas islamizados, incluso entre los que permanecieron
fieles al cristianismo. En Toledo, ciudad particularmente refractaria a la autori­
dad de los emires cordobeses y donde no parece que se instalara más que un
número reducido de orientales, se ve, desde fines del siglo vm, cómo el poeta
muwallad (indígena converso) Girbíb galvaniza la resistencia de sus conciudada­
nos ,j^e_&e-hanxebelado contra el poder cordobés, componiendo poemas árabes.
Conocemos, por otra parte, a mediados del siglo siguiente, las lamentaciones de
..Eulogio, dérico mozárabe (arabizado, que vive en medio de los árabes), a propó­
sito d.ftl abandono de las letras latinas por los cristianos de Córdoba y de la atrac­
ción que éstos sienten por la cultura árabe. D urante mucho tiempo, sin duda, se
siguió utilizando en la península los d ialéelos romances indígenas, aunque l l e g a ­
dos al rango de lengua popular no escrita; ahora bien, incluso a este nivel, sufrían
la compsiCJOcia del árabe vulgar, que a<;abó por suplantarlos por completo quizás
a partir del siglo xi. Con la semitización lingüística penetraron también costum­
bres, modos de vida, mentalidades que contribuían a alejar la población andaluza
de sus raíces indígenas. Es curioso observar, por ejemplo, que el matrimonio en-
dógamo practicado, probablemente, por imitación de las costumbres árabes, era
tema de controversia entre los mozárabes del siglo ix. En toda la fachada medi­
terránea encontramos, en la abundantísima toponimia gentilicia difundida en el
campo sin duda desde los siglos ix y x, el índice de una relación entre los grupos
humanos y la tierra, de tipo oriental o magribí, que supone una modificación pro­
funda de las estructuras de parentesco respecto a la tradición local de origen ro­
mano-visigótico.

¿Cómo obtener recursos?

Así pues, el «reinó árabe» de los Omeyas superpone la estructura política del
ejército-Estado a las tradiciones de las múltiples provincias del imperio: el pueblo
musulmán, esencialmente de lengua y cultura árabes, reunido todavía en contin­
gentes tribales, vive de una renta asegurada por la fiscalidad y el botín, mientras
consagra sus propias energías a la conquista o a la definición intelectual, filosófi­
ca, jurídica y política que justifica su poder. Esta sociedad islámica tiene, por tan­
to, una resonancia «ateniense» y se basa, evidentemente, en la explotación de las
sociedades conquistadas, anquilosadas en su diversidad e inferioridad radicales.
El sistema d&_pensioaes manifiesta, en primer lugar, la superioridad de los
musulmanes en conjunto, y no sólo de la clase militar; las tribus aparecen regis­
tradas en los libros de los tesoreros (divanes) desde cUmar, sin que se establezca
una relación precisa entre la pensión recibida y un servicio prestado al ejército.
La pensión (catá3) de los militares, de los veteranos o de los musulmanes libres
que constituyen el potencial movilizable, tiende a sustituir el botín móvil (gam­
ma) de la época de las primeras conquistas, regula los derechos eminentes del
pueblo árabe y evita que se deje arrastrar por la tentación de entregarse a la al-
gazúa y a la guerra irregular. El enrolamiento de los contingentes tribales recuer-
jfo m u ch o , por otra parte, los orígenes del Islam ya que, durante largo tiempo,
excluyó a los no-conversos que, por otra parte, se veían obligados a convertirse
en clientes (mawálij si querían integrarse en la sociedad musulmana «pura»; in­
cluso su participación, activa según ha podido verse, en las expediciones militares
no les daba derecho a soldada sino sólo a una ppjrte meaoixLel botín.
Otro reparto^ el de la tierra co n q u ist^ a, iba a incrementar las desigualdades
dentro de la sociedad musulmana y a estabilizar, dada la casi propiedad de am­
plios dominios, las jefaturas tribales y los mandos militares. En teoría, el botín
de bienes inmuebles (fay3) se repartía entre todos los combatientes, salvo un
quinto reservado al Profeta, y más tarde a la comunidad, que se atribuía a las
fundaciones religiosas. En la práctica, los musulmanes vacilaron entre dos tipos
de reparto: el primero respeta el principio y determina amplias distribuciones de
tierras, que seguirán siendo cultivadas por sus poseedores, los dhimmíes conver­
tidos en súbditos y situados en una posición jurídica inferior; éstos pagarán los
impuestos consuetudinarios mientras que los musulmanes deberán abonar al Es­
tado el diezmo de sus ingresos. El segundo procedimiento se aplicó en el Sawád,
la «región negra», o sea, la zona arbórea que rodea a Bagdad, y prevé la inmo­
vilización de la tierra que se atribuye en waqf, o sea, en bien de mano muerta,
al conjunto de la comunidad de los creyentes: los habitantes pagan su impuesto
bajo un doble título, como capitación y como impuesto territorial, constituyendo
este conjunto un «ingreso de fundación piadosa» destinado al servicio de los mu­
sulmanes. No obstante, en ambos casos el príncipe, en nombre de la prioridad
que reservan al jefe los usos tribales, conserva para sí mismo una enorme reserva
territorial, los bienes sawáfí: tierras conquistadas pertenecientes al Estado sasáni-
da, a las iglesias y templos de fuego, propiedades de familias nobles expulsadas
o bienes abandonados. Estas tierras tenían, en un principio, una extensión medio­
cre y, en el Sawád, sólo producían ingresos de 4 millones de dirhams, que supo­
nían una cantidad mínima en relación a los 124 o 128 millones de ingresos totales
anuales. No obstante, los bienes sawáfí crecieron sin cesar debido a las confisca­
ciones o a la aplicación del derecho de posesión del califa sobre los pastos.
El califa podía distribuir lotes de estas tierras sawáfí á los musulmanes que
tuvieran méritos particulares: la concesión implicaba la obligación de trabajar las
tierras, era revocable y, por tanto, no daba lugar a una propiedad plena. Permitió
pronto, no obstante, la formación de grandes dominios / dayca) en los que resul­
taba difícil distinguir la concesión usufructuaria inicial de las compras sucesivas.
Sin llegar a la constitución de una aristocracia territorial, ya que el derecho mu­
sulmán establece que la herencia debe dividirse entre los hijos, estos lotes per­
mitieron sin duda la implantación de una clase de medianos propietarios musul­
manes.
No obstante, en conjunto, la base financiera del Estado sigue fundándose en
el sistema de impuestos que se elabora a medida que avanza la conquista.
La evolución de la imposición y el esfuerzo de racionalización llevado a cabo
por los juristas (fuqahá3) contribuyeron poco a poco a simplificar esta anarquía
conservándose, finalmente, dos impuestos universales: la djizya, impuesto que
grava «las nucas» de los súbditos (los dhimmíes) , precio por la protección que
pagan sólo los hombres adultos, capaces de ir a la guerra; dicho impuesto consti­
tuía una contribución elevada y oscilaba entre 1 y 4 dinares. El segundo impuesto
era territorial, el jaradj, y su base tributaria más frecuente (caso de Iraq o Irán)
era la superficie de la tierra (misáha)y efectuándose el pago en efectivo o la mitad
en especie. El gran problema era, evidentemente, el de la progresiva conversión
de los dhimmíes ya que, en este caso, dejaban de pagar la capitación. Por ello
los juristas tendieron a relacionar el impuesto territorial con la tierra y no con el
estatuto de su poseedor: el impuesto pertenece a la comunidad y no puede dismi­
nuirse o enajenarse. Una casuística refinada se ocupó de la clasificación de las
tierras según su status original: de todos modos, las opiniones de los doctores di­
ferían tanto que, en último término, el califa seguía siendo el último árbitro en
materia de impuestos.
Los musulmanes estuvieron durante mucho tiempo exentos de toda imposi­
ción: eran rentistas del impuesto y sólo estaban obligados a dar una limosna vo­
luntaria (zakát o sadáqa) cuya. equivalencia con. el diezmo.fue establecida por la
CPJáumhre. No debe subestimarse la importancia de la misma: la Crónica de D io­
nisio de Tell-Marhé permite evaluar los distintos impuestos en los que se descom­
pone. En el siglo n del Islam el djezmo de la cosecha que, en la Djazira, se abona
según una tasa muy elevada, 2 diñares por unidad de tierra, asciende a una cuan­
tía que equivale al jaradj del vecino Iraq; el diezmo de los rebaños beduinos,
calculado no sobre los beneficios que éstos producen sino sobre el capital y que
debe pagarse en metálico, constituye una contribución tan elevada que hubo que
reducir la tasa a 1/30 o, para los rebaños pequeños, a 1/40. El sistema de imposi­
ción aplicado a los musulmanes no resulta, por tanto, tan favorable como podría
creerse: sólo se les exime de la capitación, que se consideraba infamante. A pesar
de todo, el amplio movimiento de conversiones, acompañado del crecimiento de
las ciudades improductivas y del abandono del campo, reducen los ingresos del
Estado desde la época Omeya; así los ingresos fiscales procedentes de Egipto,
cuya media era de 12 millones de dinares bajo cUmar y sus sucesores, con algunos
aumentos esporádicos que llegaban hasta 14 o hasta 17,5 millones, bajarán hasta
4 millones en tiempos de Hárün al-Rashid, en el siglo ix, y, más tarde, oscilarán
entre 3 y 4 millones bajo los fatimíes. En la Djazira jacobita esta disminución se
producirá más tarde: 58 millones bajo Hárün al-Rashid y 17,3 millones hacia el
870. Igualmente, los ingresos fiscales del Iraq, estabilizados en torno a los 120
millones de dirhams en lá época de la conquista y que se mantenían al mismo
nivel en tiempos de Hárün al-Rashid, sufrirán una brusca caída en el siglo ix: 78
millones hacia el 870. Este empobrecimiento del Estado se debe, sin duda, a nu­
merosas causas, como las distribuciones de bienes sawáfi y los cambios en el es­
tatuto fiscal de los contribuyentes. Sin necesidad de subestimar el gran peso de
la presión fiscal, que gravaba tanto las actividades económicas como los ingresos
individuales, resulta fácil com prender la preocupación que sentía el fisco por no
dejar escapar a nadie y detener el movimiento de disminución de los ingresos.
En estas condiciones, la fiscalidad contribuye a desarrollar una administración
quisquillosa: el tacdily una auténtica inquisición periódica, es el encargado de fijar
el censo de las riquezas. En la Djazira esta inspección se realiza cada diez años
a partir del 690 y actúa de forma despiadada, en particular con los poseedores
ilegítimos de tierras públicas. Nadie puede viajar sin llevar el recibo del recauda­
dor que le protege frente a una posible detención e investigación: se trata de evi­
tar la huida ante los impuestos que amenaza con generalizarse. Acabará por exi­
girse, como prueba de que el contribuyente ha cumplido con sus deberes fiscales,
llevar un sello de plomo sujeto al cuello con una correa. Por otra parte, la dureza
del impuesto crece, en virtud de la arbitrariedad del censo que llevan a cabo los
funcionarios de la administración central, frecuentemente elegidos entre los
miembros de una minoría distinta de aquella a la que pertenezcan sus contribu­
yentes. La imposición se endurece también debido a la necesidad de pagar en
oro o plata; para obtener efectivo el campesino se ve, por tanto, obligado a ven­
der inmediatemente la cosecha, antes de la recolección, a precios desde luego
inferiores a los que se obtendrían unos meses más tarde. Las autoridades locales,
que son responsables del pago de los impuestos y son, al mismo tiempo, grandes
propietarios, se convierten entonces en prestamistas. La usura tiende a dislocar
la estructura igualitaria de la comunidad rural y da lugar a la multiplicación de
los vínculos de protección entre autoridades locales y campesinos empobrecidos.
Todo ello trae consigo no solo la huida ante los impuestos, sino también la apa­
rición de violentos motines de los campesinos. Estas revueltas van dirigidas en
contra de los especuladores pero también en contra de los exiliados que han hui­
do de los impuestos y a los que se persigue para obligarles a volver a la com u­
nidad que se ha visto empobrecida por su huida. ¡No estamos muy lejos de Bi-
zancio!

La fiscalidad sigue el mismo ejemplo en Occidente

No hace falta decir que, en los niveles superiores del gobierno y de la adminis­
tración, las estructuras que se organizaron en.Occidente eran mi calco fiel de los
modelos que se estaban elaborando en O riente. Algunas de ellas aparecen muy
pronto, como el diwán al-djund, registro en el que figuraban los distintos contin­
gentes tribales <Jel ejército,con los sueldos que percibían. La fiscalidad se caracte­
riza de entrada por el deseo de organizar un sistema idéntico al oriental: djizya
o impuesto específico de los contribuyentes cristianos, jaradj o impuesto territo­
rial, diezmo (zakát o cushr) que se exige a los musulmanes. A partir del 701, por
ejemplo, vemos cómo el gobernador de Ifriqiyá inscribe sobre las listas de percep­
ción del jaradj a los Rüm (romanos) de Ifriqiyá que desean conservar su religión
cristiana. En al-Andalus, un célebre tratado llamado de Tudmir (Teodomiro) es
firmado por las autoridades musulmanas y por un jefe godo de este nombre, re­
sidente en Orihuela. Este pacto concede a Iqs cristianos del sudeste de la penín­
sula la conservación de sus bienes y la adquisición del estatuto de dhim m í a cam­
bio del pago de una djizya en metálico y en especie, prácticamente idéntica a las
que se encuentran en textos orientales del mismo tipo.
La lejanía podría haber facilitado abusos o licencias, pero en realidad el con­
trol ejercido por el califato de Damasco sobre los primeros gobernadores parece
haber sido tan estricto como lo permitían las distancias y los medios técnicos de
la época. No existe duda alguna de que tanto el gobierno del imperio como las
autoridades locales querían ajustar la organización de las provincias recién con­
quistadas a las normas islámicas. La crónica latina del 754, llamada Crónica m o ­
zárabe, insiste repetidam ente en los esfuerzos realizados por los gobernadores de
Córdoba para ajustar a la legalidad la realidad anárquica de la apropiación de las
tierras por los conquistadores. D e esta manera, el gobernador al-Samh (719-721)
habría procedido a un nuevo reparto de los bienes que los árabes tenían «indivi­
sos» (indivisum), es decir, sin que se hubiera procedido previamente a un reparto
legal. Por su parte, el gobernador Yahyá ibn Saláma (725-727) obligó a árabes y
bereberes a restituir a los cristianos indígenas los llamados «bienes de paz», pro­
bablemente tierras que les habían sido arrebatadas a pesar de haber sido garantí-
zadas por un tratado de paz (sulh)y pactado en el momento de su sumisión. Por
otra parte, la misma crónica contiene múltiples alusiones al establecimiento de
registros fiscales por parte de estos primeros gobernadores, de varios de los cua­
les se dice que efectuaron una descriptio populi, sin duda con la intención de re­
gularizar la percepción del jaradj.
El sistema monetario, que constituye un corolario de la fiscalidad, se introdu­
ce tanto en África como en al-Andalus con una notable rapidez. Los tipos im­
puestos por la reforma del califa cAbd al-Malik a fines del siglo vn en Oriente
van precedidos por algunas monedas híbridas latino-árabes. Ahora bien, aunque
la existencia misma de estas últimas da testimonio de la conciencia adquirida por
las autoridades de la necesidad de facilitar la transición, la brevedad de su emi­
sión (del 703 al 716 en África) muestra también que se deseaba instaurar el siste­
ma oriental lo antes posible. En al-Andalus existe, una ruptura complata,e inme­
diata con la moneda visigoda, y las monedas de transición, latinas o bilingües
imitadas de los modelos africanos, sólo duran desde el 7Í1 hasta el 717; después
de esta última fecha sólo se encuentran diñares que se ajustan, en su epigrafía y
metrología, al tipo fijado por la reforma de cAbd al-Malik. Un problema que no
está claro, en cambio, es el de la interrupción de la acuñación de moneda de oro
en al-Andalus a mediados del siglo v i i i . En efecto, a partir del 745, y tras una
interrupción que dura unos 15 años, debida sin duda a la crisis política de media­
dos del siglo viu, las cecas andalusíes sólo acuñarán dirhams conformes a los tipos
acuñados previamente por el califato de Damasco, y esta situación durará hasta
la proclamación del califato en Córdoba en el 929. En esto, como en otros rasgos
institucionales, al-Andalus parece conservar estrictamente la tradición omeya. Es
posible que, al no haber osado asumir inmediatamente el título califal, los sobe­
ranos de Córdoba no se creyeran autorizados tampoco a disputar a los cabbásíes
el monopolio de la acuñación de oro. Puede pensarse también que el oro era,
entonces, raro en todo el Occidente, y señalar el sincronismo de la interrupción
de estas acuñaciones en al-Andalus y en la Galia en el siglo v i i i . En el Magrib
los idrisíes, sin duda por las mismas razones, únicamente acuñaron dirhams. En
lo que se refiere a los dinares emitidos por los aglabíes de Ifríqiyá, probablemente
sirvieron sobre todo para pagar el tributo debido al califa, mientras que la circu­
lación interior se debió basar fundamentalmente en la plata.

U n a RECUPERACIÓN ECONÓMICA DIFÍCIL

La base rural del O riente Próximo afectado por la conquista musulmana no


debió sin duda transformarse de manera inmediata. La preocupación fundamen­
tal del conquistador tenía carácter fiscal, según acabamos de ver con detalle: he­
redaba situaciones locales, impuestos bizantinos y sasánidas, y se dirigía a unas
comunidades campesinas para cobrarlos. Aunque la invasión árabe provocara una
cierta sedentarización de las tribus, en Siria, la Djazira y Egipto, esta instalación
de algunos beduinos (poco más de 150.000 combatientes de Siffin) no pudo tener
consecuencias importantes sobre la base rural del imperio. Por otra parte, el
atractivo que suponían las ciudades improductivas desorganizó las comunidades
rurales y determinó una ola de deserciones. La ciudad islámica, que vive de las
rentas del suelo y de la fiscalidad y acumula tanto el prestigio religioso como el
militar, atrae a la población de los nuevos conversos que se ven rechazados por
la dureza de la fiscalidad campesina: en la ciudad escapan al jaradj, que les asimi­
la a los súbditos dhimmíes; adquieren la libertad y el anonimato o incluso el pri­
vilegio de verse admitidos, como mawálí, en una tribu.

Una base rural encogida y anémica

Las deserciones fueron, por tanto, considerables. Se encuentran claramente


expuestas y fechadas en el Libro sobre el impuesto territorial redactado hacia el
790 por Abú Yúsuf para el califa H árún al-Rashid; en el Iraq central, en el Sa-
wád, centro fiscal del im peno, «datan de hace un centenar de años aproximada­
mente». La arqueología aporta indicios tales como el abandono total de los cana­
les de Iraq entre Bagdad y el Zagros o entre el Tigris y el Éufrates; la disminu­
ción del número de pueblos al pie de los montes por los que circula el río Diyálá
«detrás de Bagdad», al igual que en la Mesopotamia septentrional; en otras regio­
nes del Próximo O riente aparecen los mismos indicios de deserciones antiguas
como en las franjas nabateas de la Palestina meridional y oriental, y en la Siria
oriental, principalmente entre Hims y Palmira. En la Djazira, el comportamiento
de los indígenas se modifica debido a la instalación de las tribus mudár, bakr y
rabica, todas ellas del norte de Arabia; lo mismo sucede en Siria donde se instalan
qaysíes y kalbíes, oriundos del Yemen, y en Egipto donde aparecen qaysíes y
numerosos grupos yemeníes que se dispersan hasta el Sudán. Se ha señalado que
no debe verse en esto un aspecto de la lucha entre nómadas y sedentarios; el
equilibrio ecológico de estas regiones no se ve alterado por los pastores; por el
contrario, se produce una valoración de recursos complementarios y surgen inter­
cambios entre la zona límite del desierto y la zona agrícola. De hecho las oleadas
de abandono de las tierras son más amplias y más tardías que estas instalaciones.
La deforestación y, más tarde, la crisis demográfica son los dos factores que de­
sangran por completo los mercados urbanos y provocan la debilitación de los va­
lores tribales ante un Estado opresor. En el caso de Siria el desencadenante es
el desplazamiento del centro político del imperio hacia el Iraq después del 750.
En Egipto la disminución de la superficie irrigada y el abandono de las franjas
occidental y, sobre todo, oriental del Delta son consecuencias tardías, en el siglo
x, del encenagamiento de la rama pelusiaca del Nilo. A este respecto no es segu­
ro que una reflexión más atenta por parte del Estado musulmán hubiera podido
evitarlo, ya que de las siete ramas principales del río utilizadas en la época ptole-
maica sólo quedaban tres en uso a la llegada de los árabes: las de Pelusium, Da-
mieta y Roseta.
No conviene recargar demasiado las tintas del cuadro. A lo largo de las franjas
desérticas, en Siria, por ejemplo, el período omeya vio aparecer múltiples casti­
llos que eran, a la vez, lugares de cita de los que partían expediciones de caza y
centros de grandes explotaciones agrícolas que se mantenían gracias a un control
minucioso del agua, recogida en embalses y conducida hacia los grandes recintos
cultivados, que se encontraban rodeados por altas paredes de piedra y ladrillo
crudo. Qasr al-Hayr al-Sharqí, el «oriental», construido por el califa Hishám en
el 111 y comprende un poderoso conjunto fortificado de 71 m de lado que rodea
a un patio de 45 por 37 m, defendido por 12 torres redondas; es una residencia
lujosa, maravillosamente decorada por frescos y ornamentación vegetal de estuco
que recibe sus vituallas de un jardín y un huerto (hayr) de 7 km de largo por 1,5
de ancho. Otros esfuerzos precoces de valoración de tierras, construcción de di­
ques y canales, erección de nuevos castillos y hasta fundación de pueblos se atri­
buyen a los príncipes omeyas Sa'Td y Maslama. Todo ello da testimonio de que
el interés de los poderosos se inclina hacia las tierras irrigadas del bajo Iraq, que
constituirán el centro de aplicación de la revolución agrícola de la época cabbásí.
Ya Ibn Wahshiyya, en su Agricultura Nabatea, describe estas explotaciones, estas
daycas, llevadas por un dueño y un administrador y pobladas por trabajadores no
especializados y poco islamizados. Pese a ello se tuvo que recurrir a la ayuda de
técnicos para construir los canales y fabricar las grandes norias con cangilones
para elevar el agua. En su doble condición de aldeas y grandes granjas, dichas
explotaciones comprenden un sector artesanal de herreros, alfareros y carpinte­
ros. Sólidamente ancladas en una antigua tradición de gestión, sin utilizar todavía
un personal exclusivamente constituido por esclavos, estas grandes explotaciones
son el centro en el que se conserva el calendario solar preislámico y un saber
técnico impregnado de magia.
El estatuto de los campesinos presenta, en su conjunto, una gran variedad.
La gran explotación utiliza una mano de obra asalariada, por lo menos alimenta­
da y mantenida en una dependencia casi servil, aunque se trata de un caso mino­
ritario. Las comunidades rurales siguen siendo muy fuertes en Siria y en la D ja­
zira, donde ejercen un derecho de propiedad colectivo sobre el suelo que implica
repartos periódicos. En Egipto, en cambio, es el Estado el que impone cada año
a una comunidad, enlace de su autoridad, la repartición de la tierra de regadío
y los cultivos obligatorios. El peso de los impuestos y los abusos del fisco no fa­
vorecen la constitución de grandes propiedades —en contradicción, como hemos
visto, con las reglas de la herencia —, sino más bien el re forzamiento de las rela­
ciones de clientela entre los notables y los habitantes del llano. El campesino bus­
ca la protección (taldjfa o himáya) de un «poderoso» que se hace cargo de los
impuestos y obtiene, a cambio, un derecho eminente sobre la tierra de su prote­
gido, pudiendo explotarla en régimen de aparcería o devolverla al campesino y
exigir un diezmo o medio diezmo como precio de su protección. Este fenómeno
no implica la constitución de grandes dominios estables distribuidos en concesio­
nes feudales. La resistencia de la comunidad campesina es muy fuerte y se en­
cuentra a menudo organizada según el modelo genealógico que resulta, por tanto,
solidario; sigue existiendo la posibilidad de huir hacia la ciudad, algo que se ex­
plica bien debido a la fragilidad de la clase de los «poderosos». La fuerza y la
riqueza están estrechamente asociadas a la fortuna política, que cambia demasia­
do a menudo. La propiedad de la tierra se ve continuamente afectada por desgra­
cias y confiscaciones. ¿Es todo ello el resultado de una defensa de los equilibrios
naturales del régimen social islámico?, ¿una reminiscencia del carácter centralista
del Estado nacido de las conquistas?, ¿un medio para impedir que, gracias a la
riqueza y al poder, se constituya una clase social capaz de influir sobre el califa
y de arrebatarle su derecho eminente e imprescriptible sobre las tierras? La gran
propiedad se constituye rápidamente pero se divide también rápidamente y no
puede mantenerse más que bajo la forma del waqf religioso; las obras pías desti­
nadas a los pobres, a las mezquitas, a los trabajos de interés colectivo (baños,
alhóndigas, canales) son de pequeña envergadura pero la práctica de fideicomisos
familiares encargados de su gestión podría constituir una base temible para la
constitución de grandes propiedades. Pese a ello debe tenerse en cuenta que los
waqfs suelen ser bienes ciudadanos y que el campo suele notar poco sus efectos.
En conjunto, el estatuto del campesino, que ya era humilde y se veía am ena­
zado en época bizantina o sasánida, se ha degradado. Se le denomina raqiq, es­
clavizado, término que implica una situación personal desprovista de honor. En
las tierras que tiene en régimen de explotación, propiedades antiguas o extendi­
das por el juego de las protecciones, la parte que corresponde al campesino resul­
ta de lo más mediocre: la aparcería (musáqá) no le deja, en las tierras fértiles,
más que una cantidad comprendida entre la mitad y una cuarta parte de la cose­
cha; el contrato de mujábara, especie de sociedad en la que el propietario, ade­
más de la tierra, proporciona las herramientas, la utilización de su ganado y las
simientes, sólo deja al asociado la quinta parte del grano cosechado; una situación
idéntica se produce en el Magrib, donde el régimen de los jartimás (‘quinteros’)
tiene la misma estructura. Esta condición social y económica tan degradada no
es, en modo alguno, universal ni homogénea: la llanura tiene ricos y pobres, cam­
pesinos sin tierras y vagabundos que apenas se notan. Sin duda hay incluso una
complementariedad entre la gran propiedad y la comunidad rural. La primera
puede absorber y organizar, en las tierras irrigadas, un exceso de población rural
o incluso, cuando la comunidad ha alcanzado sus límites ecológicos y no queda
ya tierra que repartir, ofrecer a los excluidos, los hijos menores de las familias,
un medio de trabajo prestándoles los bueyes y las simientes.

Herencia urbana y nuevas ciudades tribales

La sociedad musulmana de los conquistadores es, en primer lugar, una socie­


dad de ciudadanos, organizados en campamentos militares, fácilmente moviliza-
bles en las grandes asambleas tumultuosas de la oración comunitaria y agrupados
además en torno a esos dos órganos esenciales de la vida de la comunidad armada
que son la mezquita_y el palacio. La sedentarización de los beduinos forma aglo­
meraciones nuevas y poderosas en la desembocadura de las grandes rutas carava­
neras seguidas por los ejércitos árabes, así como a orillas de los grandes ríos de
Iraq y de Egipto: en el 636 se funda Kúfa junto a una ruta que lleva de Hira
hasta el centro del Iraq cruzando el Eufrates sobre un puente de barcas; en 638
Basra, en la confluencia del Tigris y el Eufrates; Fustát en 640, junto a la forta­
leza bizantina de Babilonia de Egipto, en el lugar del primer puente situado más
arriba del delta. Estas ciudades, los amsár (singular misr)y manifiestan la fuerza
y la unidad de los vencedores y carecen de cualquier tipo de fortificación o pro­
tección. Basra no será amurallada y provista de un foso hasta el 771, cuando se
produzca la insurrección de los járidjíes surgidos de entre los propios beduinos;
estas obras no se deben, por tanto, a que se sienta ningún temor a los vencidos.
En estas ciudades se desarrolla un urbanismo original, variado. Su fundamen­
to es la estructura tribal que ha presidido la fragmentación en lotes y la distribu­
ción de circunscripciones que corresponden a los contingentes, todos ellos organi­
zados según el modelo genealógico. En Basra encontramos cinco barrios, cada
uno de los cuales ha sido elegido por una confederación de tribus: Azd, Tamím,
Bakr, cAbd al-Qays, y cAbd al-cÁliya. En Küfa el plano recuerda el de un cam­
pam ento romano con cuatro avenidas principales que se cruzan ortogonalmente
en el centro, marcado por la mezquita y el palacio. Las calles son muy anchas,
hasta 25 m, y en el centro de cada concesión tribal (jitta) se encuentra el cemen­
terio del grupo. La topografía de Kúfa respetará los límites diseñados para esta
instalación que, en un principio era semirrural. Así, las chozas construidas con
cañas y las tiendas de campaña no serán sustituidas por casas de obra hasta trein­
ta años después de la fundación. En Fustát la arqueología confirma una cronolo­
gía similar: una ciudad de tiendas en la que las calles separan a las jittas tribales.
Aquí, no obstante, el plano es más confuso y muestra una red de calles que cons­
tituyen laberintos, con callejones sin salida y plazas a veces cerradas en forma de
pata de oca o de estrella. Este plano reproduce, sin duda, las originalidades triba­
les y ha marcado toda la topografía ulterior de la ciudad. Incluso en Fez, fundada
en el paso del siglo v m al IX, el plano de la nueva capital idrtsi se basa en una
repartición tribal.
El urbanismo de las ciudades nuevas se caracteriza por un cierto número de
rasgos comunes: estructura basada en el grupo tribal, más o menos aislado, admi­
nistrado por sus propios jefes con la colaboración de los «^índicos» —cuya fun­
ción adquiere gran importancia ya que conocen las reglas genealógicas de la tri­
b u —. Es una estructura simple que permite la movilización rápida de un pueblo
unido, con un aparato jurídico y político muy elemental ya que las cuestiones
relativas a la herencia son competencia de la tribu, y un centro religioso e intelec­
tual, la mezquita, en continua efervescencia. Toda esta simplicidad se desvanece
poco a poco ante los progresos de una vida económica cuyo objetivo principal
seguirá siendo el aprovisionamiento de los grupos urbanos. La organización se
complica entonces sin perder su significación fundamental de metrópolis rentista
que «digiere el botín»; a ésto hay que añadir las rentas de la tierra, constituidas
fundamentalmente por los impuestos que los vencidos deben abonar a la comuni­
dad vencedora. En todas estas ciudades se construye la Casa de la Moneda, la
Casa del Tesoro e incluso, en Kúfa, una Casa del Botín y un arsenal en Basra
que, en un principio, apunta hacia el Golfo Pérsico y, muy pronto, hacia la India.
En Fustát la vida comercial se encuentra anclada en la tradición de los comercian­
tes locales pero la experiencia de los mekíes se desarrolla en torno a un mercado
agrícola local que, poco a poco, se alimenta con productos más exóticos, proce­
dentes de la India y de China. Esta transformación de las ciudades cambia, en
realidad, su apariencia tribal de forma muy lenta, pero acentúa las diferencias de
riqueza entre las grandes «casas» que controlan la dirección de los clanes y los
linajes inferiores.
Las aglomeraciones nuevas, aunque constituyen el ideal de la vida urbana
para los árabes que han inmigrado en las antiguas tierras del Creciente Fértil, de
Egipto o de al-Andalus, ejercen su autoridad sobre una gran red de ciudades he­
redadas del pasado. Se produjeron, sin duda, algunas fundaciones en tiempo de
los primeros califas y bajo los Omeyas, sobre todo en el Iraq y en las zonas fron­
terizas, pero lo esencial sigue siendo la estructura bizantina o sasflnida. La conti­
nuidad de la toponimia y el hábitat son particularmente apreciables en la Siria
septentrional, en los confines de A natolia o en Irán. Al este, donde la urbaniza­
ción recibe un latigazo debido a la instalación de grandes contingentes árabes,
puede contemplarse un desdoblamiento de las aglomeraciones antiguas y, junto
a las ciudades persas, que frecuentem ente son ciudadelas de escasa importancia,
los recién llegados desarrollan un suburbio (btrún), junto a la carretera, en el que
se sitúan los órganos de la ciudad islámica, la gran mezquita y el palacio con el
mercado. En Nishápúr, situada sobre la carretera que atraviesa el Jurásán hacia
la Transoxania y la China, la ciudadela y la ciudad interior (madtna o sharastan)
quedan englobadas en un conjunto más amplio. La autonomía, que dura largo
tiempo, de los antiguos «marqueses» sasánidas hace que numerosas ciudades
como Marw, Balj, Samarqand y Bujára queden al margen de la islamización. Por
todas partes se nota que se ha roto la estructura de la ciudad, ajena al esquema
unitario que sólo se recompondrá lentam ente; en Marw, que durante mucho
tiempo resultó inaccesible a los árabes que acampaban en el oasis, hubo que es­
perar a que Abü Muslim construyera un nuevo centro político (Dár al Imára)
hacia el 750. En Siria la continuidad es aún más fuerte: la ocupación árabe se ha
amoldado a la estructura de los distritos militares, los djunds, en las ciudades an­
tiguas. Desde luego, las ciudades del litoral, tal como ha demostrado la arqueo­
logía, sufren una decadencia rápida en el momento de las grandes expediciones
por el M editerráneo, pero fuera de ellas el número de monedas de cobre que
llevan los cuños distintivos de las distintas cecas confirma la supervivencia de Ti-
beríades, Emesa (Hims), Qinnasrin y Alepo. En las plazas fronterizas, como T ar­
so, A dana, Missisa, la presencia del ejército mantiene una vida activa y dem ocrá­
tica: un pueblo de combatientes, ejército regular a sueldo o voluntarios retenidos
por el botín o las fundaciones pías vive en ellas, se entrena, lucha, se desgarra
en oposiciones tribales o disputa la autoridad del gobernador.
Damasco, que ha sido elegida como capital administrativa de la dinastía ome-
ya, simboliza esta misma continuidad de una manera diferente. Ha heredado de
la tradición antigua y de la dominación bizantina un recinto fortificado, una red
de aprovisionamiento de agua, un acueducto, numerosas canalizaciones y múlti­
ples depósitos de agua de los que parten las conducciones que alimentan las fuen­
tes, mezquitas, baños públicos (hammáms) y casas. Se han podido establecer las
etapas de la evolución topográfica de la capital siria: establecimiento de una red
de mercados (súqs, zocos) en torno a la gran avenida con columnas de la ciudad
romana, conquistada gradualmente por las tiendas lo que le hace perder su traza­
do rectilíneo y su aspecto monumental; transformación de la antigua ara sagrada
del templo de Júpiter Damasceno (Bacl H addád) en una mezquita con patio cen­
tral comunicada con la residencia del califa; finalmente, dislocación de la red de
calles perpendiculares, por obra del particularismo tribal, que puede aún vislum­
brarse bajo la nueva estructura en forma de colmena, con calles acodadas y ba­
rrios fortificados.
Estas transformaciones tienden a aproximar a Damasco, capital efectivamente
arabizada, a las ciudades nuevas, los amsár. De hecho, muchas ciudades antiguas
siguen fieles al sistema helénico y, por otra parte, los secretarios del califa, inclu­
so conversos, siguen fieles a la cultura helénica, expresión que todavía es sinóni­
ma de ciencia e incluso de tecnología, y son partidarios acérrimos de una ciudad
racional fundamentada en la astrología, la geometría y las técnicas propias del
ingeniero. A partir de este momento, todo lo que afecta a la vigilancia y a la
regulación de la vida urbana constituye un asunto público y escapa a las contin­
gencias tribales. A este respecto, todo lo que se sabe de las ciudades de Occiden­
te se dirige en el mismo sentido: el de un abandono progresivo del modelo tribal.
La historia de la wiláyat al-süq (‘control del m ercado’), función de vigilancia y
de regulación de la vida social y económica que resulta fundamental en la ciudad
hispano-musulmana, nos proporciona un buen ejemplo, con la ventaja de afectar
directam ente a la historia económica. El cargo aparece con seguridad en las fuen­
tes andalusíes a partir de la llegada al poder del segundo emir omeya de Córdoba,
Hishám I, en el año 787, pero nada prueba que se trate de una estricta novedad.
La función se considera suficientemente importante en la jerarquía administrativa
como para que su titular, de origen oriental, sea un visir que figuraba en primera
fila en el registro (diwán) en el que se anotaban las pensiones atribuidas a los
dignatarios del gobierno y de la administración. Se sabe también que, en el 805,
al-Hakam I hizo ejecutar al sáhib al-süq (funcionario encargado del mercado),
implicado en una conjuración, y que, al año siguiente, la gestión de su sucesor
provocó una revuelta popular en la capital. El primer manual de hisba, tratado
relativo al gobierno del zoco, que conservamos y que constituye el primero de
una serie de manuales jurídico-administrativos orientales y sobre todo occidenta­
les del mismo género, es obra de un andalusí, Yahyá ibn cUmar, residente en
Ifriqiyá al final del período aglabí, el cual responde a las consultas de los funcio­
narios de los mercados de Súsa y de Qayrawán siguiendo las doctrinas sobre la
materia del propio Malik ibn Anas y de los grandes doctores del malikismo egip­
cio, andalusí e ifriqí. Esta obra es, por consiguiente, totalmente representativa
de este mundo musulmán del siglo vm en el que la falta de una unidad política
práctica entre O riente y Occidente y los inevitables matices regionales no impiden
la elaboración de una civilización común a partir de bases idénticas.

L a s DISLOCACIONES Y EL FRACASO

La monarquía omeya conoce una historia sembrada de insurrecciones que


continuarán, por otra parte, con idénticas características durante el primer siglo
cabbásí. Estas revueltas asocian una componente antifiscal a la protesta contra la
dominación del pueblo-ejército árabe. Frecuentemente han sido interpretadas
como revueltas «nacionales» contra el Islam, ancladas en un pasado religioso, so­
bre todo en Irán. Si bien las constantes revueltas coptas (cinco entre 739 y 773 y
una última particularmente violenta en 831) no deben nada al drama filosófico y
religioso del contacto con el Islam, siendo de hecho simples rebeliones contra el
fisco desautorizadas por otra parte por la jerarquía episcopal que llega incluso a
ayudar a reprimirlas. Irán, por el contrario, conoce movimientos complejos que
constituyen más bien respuestas al universalismo islámico. De la misma manera
y por la misma razón surgen profetas entre los bereberes que elaboran «espejos
del Islam»: adoptan un monoteísmo con aire regional que pretende restaurar la
lengua y el orgullo de sus antepasados persas o bereberes. La profecía se dirige
hacia el futuro y en este plano hace la competencia al Islam inspirándose, al mis­
mo tiempo, en sus instituciones.
Revueltas y aculturación

El primero de estos profetas persas, Bihafarid, provoca un levantamiento del


Jurásán entre el 746 y el 749, anuncia el fin del décimo milenio de la misma ma­
nera que Zoroastro había anunciado el final del noveno, aporta su Libro, un anti-
Corán en persa, su alquibla (el sol), sus siete oraciones e, incluso, el diezmo;
prohíbe el matrimonio endogámico, el culto del fuego y el vino; se opone, por
tanto, de manera indiscutible al clero zoroastriano e incluso su color, el verde,
es el mismo del Islam. Tras su derrota, es sustituido por un movimiento más sin­
crético, también en el Jurásán hacia 755-756, que logra reunir enormes muche­
dumbres armadas. Otros movimientos rivales surgirán más tarde y, entre ellos,
el de un batanero que, hacia 756-768, logrará reunir 300.000 hombres en unos
días. Estas tendencias hacia el mesianismo sincrético alejan poco a poco a los
rebeldes de toda relación con el Islam al que ya no tratan de imitar. Las desvia­
ciones caen en la «exageración»: en 776 un artesano de Marw llamado M uqannac
provocará una revuelta utilizando el tema de la encarnación de Dios. Se inspira
en el extremismo shicí, pues los apóstoles encarnados son, en efecto, Adán, Set,
Noé, Abraham , Moisés, Jesús, Mahoma, cAli, su hijo Muhammad, AbD Muslim
y, finalmente, el propio M uqannac; proclama el derecho a consumir cerdo y lleva
una máscara de oro. Conforme a la visión musulmana, esta radicalización del mo­
vimiento enlaza la especulación filosófica con el militantismo político. Antes de
su islamización definitiva, el noroeste de] Irán será testigo de una nueva revuelta
genera], la Jurramiyya, cuya doctrina admite la transmigración de las almas y la
encarnación de los apóstoles. Su jefe, Bábak, hijo de un comerciante de aceite,
subleva al Adharbaydján en el 816 y también una parte del Irán hasta el 827.
Bábak, al constituir en torno a sí mismo una especie de Estado y presentarse
como luchador de la luz contra las tinieblas, obedece al modelo de Medina que
pretende renovar.
Todas estas revueltas, vanas y confusas, son testimonio de una necesidad y
subrayan las dificultades de una aculturación. Deberíamos, por otra parte, añadir
más conflictos: piénsese en las querellas «simplemente» tribales que oponen a
qaysíes y kalbíes, en los sobresaltos producidos por los partidarios de cAli y en
las protestas armadas de los járidjíes. Estos últimos defienden, como es bien sa­
bido, el retorno a la comunidad de Medina y el reparto igualitario de ingresos
entre todos los creyentes. En principio, los járidjíes son partidarios de la igualdad
de todos ante la ley, sean éstos musulmanes antiguos o conversos recientes. Por
esta razón sus convicciones deberían haber promovido la sublevación de los clien­
tes, los mawáli, cuya nueva fe, moldeada sobre las estructuras tribales de sus ven­
cedores, no había recibido la recompensa debida por los servicios prestados. No
obstante, el movimiento quedó restringido sólo a los beduinos: su anarquismo
agresivo sigue concediendo excesiva importancia a su mérito como pioneros del
Islam. Su táctica de golpes de mano realizados a caballo sólo puede garantizarles
éxitos efímeros: entre 684 y 699, amenazan el Iraq, el Fars y el Kirmán. Aplasta­
dos por el gobernador al-Hadjdjádj, que crea la nueva ciudad de Wásit para vigi­
lar Basra y Kúfa, los járidjíes se dispersan por la periferia del imperio, en el Sid-
jistán, y sobre todo por el Magrib donde crean un principado autónomo en Tiaret
en 766.
Por el contrario, el movimiento shicí arrastra muchas más adhesiones, particu­
larm ente en las ciudades en las que los mawáli son numerosos, por más que los
partidarios de cAli no se dirijan, en un principio, a ellos. Simple legitimismo di­
nástico, el shicismo promete una era de justicia tras el restablecimiento del linaje
de Mahoma y de cAlí. Ofrece a los mawáli una función revolucionaria adaptada
a la concepción común de su parentesco con los seguidores de cAlí: sus clientes,
elegidos, honrados como miembros de la familia, se sienten hermanos espirituales
de los pretendientes. Se trata de una adhesión compleja, aunque sincera, de estos
hombres dispuestos a servir a la comunidad. Los mawáli de Kúfa participan ma­
sivamente en el «movimiento de los Penitentes» del 684 y, sobre todo, en la insu­
rrección de al-Mujtár en el 687 que estableció en Küfa un embrión de Estado y
pretendió gobernar en nombre de los sucesores de cAli. Las grandes «casas» le
abandonaron y esto dio lugar a su fracaso, pero el impulso estaba ya dado porque
el shicísmo encarna una aspiración profunda a una monarquía totalmente islámi­
ca; al mismo tiempo se envuelve en una religiosidad mística en la que el martirio
de la familia de cAli se asocia el parentesco profético, constituyendo un conjunto
que conmueve profundamente a los intelectuales.

I m crisis del 750

La crisis revolucionaria del 750, que termina con el imperio omeya e inaugura
una era y un régimen nuevos —ambos conceptos aparecen expresados por el tér­
mino dawla— confirma la debilidad del poder y su incapacidad para resolver los
problemas planteados por la conversión masiva de los antiguos dhimmíes. No se
trata, no obstante, de una revolución nacional de los iranios contra los árabes ni
de una revolución de los mawáli contra la aristocracia tribal, sino de buscar una
solución islámica al problema de la Hacienda estatal. Si bien el centro de la insu­
rrección es, de nuevo, la provincia del Jurásán, de hecho son árabes y, en parti­
cular, las tribus que se vieron privadas, hacia el 733, de los sueldos del diwán y
fueron excluidas del ejército, quienes marchan sobre Marw armadas con garrotes.
Las consignas del movimiento no muestran ninguna hostilidad hacia los árabes e
incluso la población propiam ente árabe de KOfa será invitada a apoyar y sancio­
nar las decisiones de los generales jurásáníes. En ningún momento se observa
resto alguno de un programa que pretenda corregir las desigualdades e injusticias
de las que eran víctimas los mawáli, sino tan sólo una promesa de renovación del
Estado. Ha surgido simplemente un mensaje revolucionario que se ha recibido
en un terreno favorable y que unifica diversos descontentos, todo ello en medio
de una atmósfera vagamente milenarista en la que no faltan los rasgos místicos
característicos de los sectores extremistas del shi^smo.
Por otra parte, la situación particular del Jurásán explica el éxito que allí tuvo
un movimiento revolucionario: arabizado debido a la afluencia de 50.000 familias
de Kúfa y de Basra que constituyen una poderosa fuerza de ocupación, la provin­
cia, marca extrema del Islam, en contacto con los países iranios todavía indepen­
dientes o paganos de la Transoxania y del Afganistán, es aún «tierra de guerra
santa», de botín y de tributo. Abundan en ella los conflictos tribales entre los de
M udár o qays y los yemeníes y existe una oposición violenta a todo lo que viene
de Siria, por tanto, a los Omeyas. El problema de los mawálí sólo se plantea en
términos de honor y dignidad; desde cUmar II están inscritos en los registros de
los contingentes militares y, después del 738, una reforma fiscal ha aligerado sus
cargas. Por el contrario, los árabes, en particular los yemeníes, tienen una revan­
cha pendiente con los Omeyas que en 733 les suprimieron los privilegios de la
soldada, con la excepción de 15.000 familias que se mantuvieron en los registros.
La elección del Jurásán y, en particular, de la tribu yemení de los Juzaca como
base del movimiento revolucionario explica asimismo el éxito de una propaganda
clandestina y, en último término secundaria, la de los cabbásíes, un linaje medio­
cre y de pretensiones tardías. Por otra parte, su parentesco masculino indiscutible
con el Profeta los sitúa en un plano de igualdad con los descendientes de cAli e
incluso el testamento de uno de estos últimos, Abú Háshim, en favor del cabbásí
Ibráhim, permite que se alíe con ellos una parte de la opinión shicí. Durante casi
20 años los cabbásíes desarrollan un movimiento político (en Kflfa con Abú Salá-
ma) y militar (en el Jurásán bajo Abú Muslim) hostil a los Omeyas, sin especificar
jamás el nombre o el linaje del «imám digno» para el que trabajan. Sus adeptos
se limitan a referirse al deber y al derecho a vengar a los miembros de la familia
del Profeta, asesinados por los tiranos omeyas; la bandera negra y las ropas del
mismo color de sus seguidores constituyen únicamente una señal de luto y de ven­
ganza; se unen también al espíritu niesiánico.
El lugar que ocupan los mawáli en todo este asunto aclara la importancia de
los lazos familiares y de adopción espiritual: Abú Muslim, iranio que ha entrado
como mawlá en una tribu árabe de Kúfa, adopta el título de «general (amír) de
la familia» y de «representante» del linaje. Adoptado por el imám Ibráhim en el
746, recibe de éste una especie de misión, según la cual, aunque no pueda reivin­
dicar el poder para sí mismo, puede, en cambio, transmitir su autoridad subdele­
gada. Este es un procedimiento de transmisión que será recuperado, más tarde,
por los fatimíes. En KOfa, Abú Saláma, también un liberto, adopta un título que
había sido utilizado por Mujtár durante la revuelta del 686, en nombre del hijo
de cAlt, «auxiliar» (wazir) de la familia, literalmente «el que lleva el peso de la
carga», una denominación que implica, por lo menos, un parentesco espiritual
—recuérdese que en el Corán Aarón es llamado wazír de Moisés—. Estos herm a­
nos espirituales asumen todos los riesgos y se hacen cargo de la propaganda y de
las operaciones militares, protegiendo a sus superiores, los príncipes cabbásíes o
descendientes de cAli que se ocultan en una clandestinidad absoluta y que no se
mostrarán, en modo alguno, agradecidos: Abú Saláma será ejecutado inmediata­
mente después de la victoria cabbásí y Abú Muslim en el 754, por orden del califa
al-Mansúr.
El éxito de la revolución se explica precisamente por la ambigüedad que ro­
deó al nombre del imán, permitiendo recuperar toda una serie de revueltas ante­
riores de los partidarios de CA1T, asociarse al movimiento teológico de los mucta-
zilíes, del que hablaremos más tarde, y adoptar de ellos la idea central de un
«mando» del bien que se opone a una mala autoridad. Al mismo tiempo, poten­
cia plenamente la carga de los odios tribales y, en particular, la oposición de los
yemeníes a la hegemonía qaysí. La revolución es proclamada abiertam ente en el
747 y se transmite mediante el telégrafo óptico constituido por un sistema de se­
ñales con hogueras en la región de Marw la noche del 25 de ramadán. La decía-
ración se hace en nombre del «imám esperado» y derrota a la dinastía omeya que
se encuentra debilitada por todas partes. En dos años el ejército de los «garrotes»
barre los contingentes califales de Irán e Iraq y el 28 de noviembre del 749 se
proclama a Abú-l-cAbbás en la gran mezquita de Kúfa pese a todo el despecho
que sienten los príncipes sucesores de cAlí. Al año siguiente los miembros de la
familia omeya, a los que se ha atraído a un encerrona en Siria, son asesinados
sin piedad; sólo uno logra huir, tan lejos como puede, hasta Córdoba. El nuevo
poder se instala en Iraq, en Anbár-Háshimiyya, lo que constituye un primer signo
de ruptura con los Omeyas, en medio de una atmósfera de crueldad y odio tribal
que llega a desenterrar a los muertos omeyas con el fin de arrancar a la dinastía
depuesta cualquier resto que pudiera quedar de grandeza. La revolución cabbásí
manifiesta, por tanto, una trem enda violencia ideológica pese a ser, en primer
lugar y de hecho, un simple cambio de dinastía.
Capítulo 2
EL MUNDO DE LOS CABBÁSÍES
El «éxito» del Islam*

M andar

El triunfo cabbásí ofrece una solución islámica a los problemas de la legitimi­


dad y de la gestión del poder: la proclamación de Abü-l-cAbbás en el marco
sacralizado de la venerada mezquita de Kúfa, foco de las revueltas legitimistas,
tiene lugar en el momento de la oración comunitaria del viernes.

Una monarquía «islámica»

Esta monarquía afirma los derechos absolutos del linaje de cAbbás, tío del
Profeta, en virtud de un derecho de antigüedad. Rechaza todo imamismo de
tipo shffi (Abú-l-cAbbás adopta, por otra parte, el título de «príncipe de los cre­
yentes y no el de imán») así como cualquier transmisión testamentaria de los
herederos de cAlí a los cabbásíes. Parientes honrados y protegidos por la dinas­
tía, los herederos de CA1! y sus primos los dja'faríes son excluidos en lo sucesivo
de toda legitimidad dinástica y ni siquiera forman parte de la shúra, el consejo
consultivo que determina, a falta de una designación por parte del califa, quién
es el sucesor «más excelente» entre los miembros de la familia, que ha quedado
reducida al linaje de cAbbfis. Abú-l-cAbbás restaura una historia interrumpida y
establece un retorno absoluto a las fuentes a partir del momento en que se pres­
tó juram ento al Profeta. Restaura también la unidad de la um m a, suprimiendo
los privilegios del ejército árabe y estableciendo la igualdad entre todos los mu­
sulmanes. Proclama, finalmente, la responsabilidad y la autoridad absoluta del
«príncipe de los creyentes» con respecto a la comunidad. Tal como puede verse,
la monarquía islámica no rompe con el fundamento absolutista del régimen de

* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
los Omeyas ni reduce la extremada concentración del poder; por el contrario,
suprime el contra-poder de los jefes de tribu que constituían el ejército. Todo el
ejercicio de la autoridad se encierra en el seno de la «familia bendita».
A hora son las estructuras familiares, ampliadas gracias a la clientela y el pa­
rentesco ritual, las que aseguran la gestión del Estado islámico. Los cabbásíes sir­
ven al califa como gobernadores de provincia o jefes del ejército y se seccionan
amplios territorios del imperio para que ellos gobiernen y, de manera particular,
para el presunto heredero que, con frecuencia, manda el ejército de las marcas
situadas en el frente bizantino. Estos gobernadores favorecen, de hecho, los au-
tonomismos subterráneos, inevitables dada la inmensidad y la ausencia de unidad
cultural y económica del imperio, en particular en el inmenso Oriente iranio que
Hárün al-Rashid confía a su hijo al-Ma3mün, proclamado heredero de su otro
hijo, o que al-Mutawakkil confía a al-Muctazz, mientras que el presunto herede­
ro, al-Muntasir, gobierna el Oeste. También el ejército se reconstituye sobre la
base de utilizar sólo a mercenarios y apoyarse en la solidaridad de partidos: com­
puesto por jurásáníes, su núcleo está constituido por los a b n á «hijos» del régi­
men, mientras que los antiguos contingentes árabes son eliminados gradualmente
del ejército, tachados de los registros de soldada o acantonados en las marcas.
Bajo al-Mansür, la gestión del aparato administrativo se confía, a un fiel ayudante
del califa y, para denominar su cargo, se utiliza de nuevo el título de visir (wazir)
del que había hecho uso Abú Saláma. Si se trata de un secretario (kátib), buen
conocedor de la gestión de las numerosas y complejas oficinas, su relación con el
califa será íntima, familiar y también conflictiva: además de recibir una delega­
ción, que tiende a ser total, de las prerrogativas califales (absolutismo visiral que,
no obstante, se encuentra moderado por la revocación, ejecución o confiscación),
el visir, y otros cortesanos, se ven introducidos, forzosamente, en la intimidad de
la familia como «secretarios-tutores», es decir, verdaderos padres adoptivos, pre­
ceptores de los príncipes y tutores que pronto resultarán molestos.
La base administrativa del imperio se desarrollará rápidamente y su eficacia se
verá reforzada. El gobierno de los cabbásíes constituye el apogeo de la especiali-
zación de los departamentos estatales y del control, la obra maestra de los secre­
tarios. El Tesoro omeya (Bayt al-mál) desarrolla un conjunto de servicios que con­
trola los impuestos territoriales, diezmos, bienes confiscados y el tesoro privado;
más tarde, en el siglo ix, el servicio de los impuestos territoriales se reestructura
en tres que son responsables, respectivamente, del Occidente, Oriente y el Sawád
(región de Bagdad) y que, en su conjunto, están sometidos a un departamento en­
cargado del control. Esta estructura, que resulta por otra parte inestable y some­
tida a reorganizaciones, se reproduce en provincias y permite un conocimiento
precoz de los recursos fiscales e incluso la elaboración de presupuestos centrales,
que se elevan a 400 millones de dirhemes bajo los primeros cabbásíes, a 300 mi­
llones hacia el año 850 e incluso a más de 200 millones hacia el año 900. Los ser­
vicios de la tesorería, que reciben sólo una parte de los ingresos derivados de la
fiscalidad ya que las provincias gozan de autonomía financiera, pagan, a través de
los divanes de los gastos y del ejército, los sueldos de los funcionarios y de los mi­
litares, las pensiones de los miembros de la familia y las necesidades de la corte.
Finalmente, las oficinas de la cancillería y del sello registran las decisiones de po­
lítica general y los diplomas en los que constan los nombramientos, mientras
que el servicio de correos organiza una red oficial de comunicaciones y de vigilan­
cia policial sobre el conjunto del imperio, a la manera sasánida o romana.
Este sistema, estable sólo en teoría, se encontraba no obstante sometido a las
fuertes tensiones que agitaban a la familia y a la corte califal, esto es, fundamen­
talmente, los conflictos sucesorios que forman parte, de modo inevitable, de la
estructura misma del régimen. Ninguna sucesión se ve libre de ellos: a la muerte
de Abú-l-cAbbás al-Saffáh, el tío de al-Mansúr prueba su suerte alegando su de­
recho de mayor antigüedad; al-Mansúr debe apartar a su primo, designado por
al-Saffáh, para transmitir el califato a su hijo al-Mahdi. Cuando éste ir' tere, po­
siblemente asesinado, se rompe el orden sucesorio y al-Hádí obtiene ventaja so­
bre su hermano Hárün. Éste, liberado de la prisión a la muerte de al-Hádí, trata
de imponer un orden sucesorio entre al-Amín y al-Ma^mün. Fracasa y, a su m uer­
te, el Estado se ve desgarrado por una dura guerra civil que estalla en el momen­
to en que el califa elimina de la sucesión a su medio hermano. Al-Ma3mün, con
el ejército del Jurásán mandado principalmente por Táhir, marcha sobre Bagdad
y asedia la ciudad desde agosto del 812 hasta septiembres del 813, viéndose obli­
gado a vencer la resistencia heroica de la población. Estos conflictos se ven ani­
mados, por otra parte, por la competencia de los secretarios-tutores y por las am ­
biciones de las reinas madres, cada una de las cuales espera derrotar a sus rivales
del gineceo califal. Esta atmósfera de intrigas desatadas acaba por afectar el ca­
rácter mismo del poder califal: al-Mahdi muere, tal vez asesinado, y se abriga la
misma sospecha sobre la muerte de al-Hádí; al-Amin, por otra parte, morirá a
manos de los soldados de Táhir.

¿Qué sentido tiene?

Los conflictos que surgen en el seno de la familia repercuten, sin duda, en el


ambiente de palacio y contribuyen a que el visirato tenga una historia caótica,
interrumpida por tremendas desgracias y confiscaciones desmedidas, hasta el mis­
mo fin del gobierno personal de los cabbásíes. La fragilidad de su suerte lleva a
los secretarios a promover una consolidación desmesurada de su partido, a tratar
de enriquecerse sin medida, y agrava sin cesar el carácter de poder privado y de
delegación personal y total del mismo que caracteriza al visirato. Los favoritos
reciben títulos significativos y suntuosos («hermano en Dios» es el apelativo de
Yacqúb ibn Dáwúd bajo al-Mahdí) que implican una integración en el seno de la
familia y enmascaran la inestabilidad del cargo. Un caso resulta, ante todo, digno
de mención: es el de los Barmekíes, descendientes del superior de un convento
budista de Balj, que gobiernan entre 786 y 805, a partir de Yahyá, tutor de Hárün
al-Rashid, gracias al cual este último alcanzará el poder. La extraordinaria buena
suerte de esta familia, dada la duración y amplitud que alcanzaron sus poderes,
permitió una política a largo plazo cuyos frutos fueron: reconciliación con los par­
tidarios de cAli, reclutamiento de un nuevo ejército en el Jurásán e imposición
de la paz a Bizancio. Se produce una verdadera división del trabajo político que
asocia el visirato, todopoderoso en Bagdad, con el califato, dedicado de manera
exclusiva a la guerra santa o djihád. El peso fiscal de esta política dará lugar, en
el 803, a la caída y ejecución de los Barmekíes.
En efecto, los miembros de la familia se ven afectados por la duda sobre la
legitimidad de su poder, lo que constituye una seria amenaza para el futuro de
la dinastía. Los descendientes de cAlf han intensificado su propaganda y afinado
su argumentación. Se jactan siempre de su genealogía pura en la que no aparece
ningún matrimonio desigual: insisten en su ascendencia materna irreprochable,
como hijos de mujeres nobles, mientras que los califas eran hijos de concubinas
esclavas, y pronto argumentan que descienden de Fátim a, todo ello a pesar de
que el modelo genealógico habitual entre los árabes es exclusivamente patrilineal.
Pero sobre todo apelan, en círculos restringidos, a las nuevas ideas que están en
el ambiente: mesianismo apocalíptico que anuncia la próxima llegada del M ahdi,
el «bien guiado», el «señor del tiempo» encargado de establecer una era de justi­
cia, función casi sobrenatural del imám, dotado de ciencia y virtud y puente con
lo divino. Estas convicciones integran los antiguos temas de los extremistas shicíes
y están de acuerdo con la cosmología neoplatónica que acaban de descubrir los
sabios árabes. A ellas responderán los cabbásíes con una táctica imitativa de esca­
so alcance: el hijo de al-Mansúr, que se llamaba ya Muhammad ibn cAbd Alláh,
precisamente el nombre que la tradición religiosa atribuye al M ahdi salvador, lle­
ga a adoptar el título califal de al-Mahdi; al-Ma3mún se autodenominará imám e
incluso jalífat A lláh, «vicario de Dios», l odo ello presagia una extraordinaria in­
flación de los títulos califales, cada vez más cargados de significado religioso: ex­
presan, en una lengua todavía fresca, la elección, la fortuna o la victoria que Dios
ofrece a su protegido. Estas fórmulas no están aún estereotipadas pero constitu­
yen un simple recurso para cubrir las apariencias y los mismos califas se ven afec­
tados por el sentimiento de superioridad de los descendientes de cAlí: entre 816
y 818 al-Ma3mün decide transmitir el califato a CA1! al-Ridá, perteneciente a la
familia de cAlí y, para ello, lo convierte en su yerno y lo nombra heredero suyo.
Este sueño de reconciliación fracasa debido a la oposición armada de Bagdad y
el imám muere probablemente envenenado:
Tras este fracaso, al-Muctasim y su hijo al-Wathiq realizarán, entre 827 y 847,
una última tentativa de dar un sentido a la monarquía islámica: se trata de impo­
ner una ideología común, la del muctazilismo, al imperio musulmán. En 827 al-
Ma^mún adopta el dogma del «Corán creado». En 833 empieza la mihna o inqui­
sición, cuyas investigaciones lleva a cabo el jefe de la policía de Bagdad, bajo la
autoridad del gran cadí, y los gobernadores de las provincias, los cuales apartan
del servicio de la dinastía a todos los adversarios ideológicos del pensamiento
muctazilí, a los dualistas iranios y a los negadores de la unidad divina (denomina­
dos, ambos, zindiqs), a los antropomorfistas que admitían la realidad de los atri­
butos divinos y la visión de Dios en el paraíso, y a los que negaban la libertad
humana. La represión alcanza a los doctores los cuales son interrogados por la
autoridad e incluso por el propio califa, viéndose conminados a la aceptación de
los dogmas muctazilíes. La mayoría se someten, de forma más o menos sincera,
pero surge una resistencia entre los tradicionistas, agrupados en torno a la figura
de Ahmad ibn Hanbal, que fue interrogado y encarcelado dos veces. Algunas
víctimas proporcionan mártires a la propaganda hanbalí y la inquisición será
abandonada de manera brutal a principios del reinado de al-Mutawakkil. El gran
cadí Ibn Abi D u3ád es destituido en 825 y el califa se resigna a condenar, por
rescripto, todo estudio de teología dogmática (kalám). Este fracaso, si bien no
LOS 'ABBASlES

al-'Abbis
I
■■
■ ■— ■ i
1 al-Mantúr
Abú-l-cAbbáa al-Saffáh 754-775
750-754 al-Mahdl
775-785

al Hádl Hárún al-Raahld


785-786 786-800
i
al-Amln al-Ma'mOn al-Mu ctaaim
800-813 613-633 833-642
__________________________1

al-Wathlq al-Mutawakkll
842-847 847 861

al-Muata Hn al-Muntaair al-Mu ctazz al-Muwatfaq


862-866 861 862 862-869

al-Muhtadl al Mu cladid
860-870 802-902

al-MuqtacMr al Oáhir
al Muktafl 032-034
002-008 908 032
I
al-Mustakfl al-RAdt al-Muttaqt al-Mutr
944-046 034-040 040-044 046-074
I I
alO id lr
001-1031 al-Tii*
I 074-001
•l-OA'lm
1031-1075

compromete el futuro de la investigación teológica y filosófica, contribuye no obs­


tante a que estas disciplinas sean consideradas sospechosas por muchos tradicio-
nalistas. Por otra parte, las doctrinas se encuentran forzosamente limitadas por
su concordancia con la letra del Libro sagrado. Finalmente, este fracaso trae con­
sigo, asimismo, el fin de un nuevo tipo de gobierno: el que ha sido asumido por
el gran cadí en un momento en que los visires ven limitadas sus funciones a lo
estrictamente fiscal y financiero.
Este paréntesis se cierra con al-Mutawakkil y la monarquía islámica vuelve a
la inestabilidad y a los peligros de la época de los Barmekíes. Surgen, además,
nuevos peligros con el reclutamiento sistemático de un ejército de esclavos turcos,
ya que la dinastía ha renunciado a la administración directa del Jurásán, que se
encuentra confiado a Táhir y a sus descendientes, con lo/que desaparecen las
fuentes de su ejército tradicional. Las intrigas palaciegas, promovidas por los
«hermanos adoptivos» del califa y por los secretarios-tutores, se ven incrementa­
das por las ambiciones de los oficiales turcos, seguros de la obediencia de sus
tropas, y las sucesiones trágicas vuelven a producirse con el asesinato de al-Muta-
wakkil, en 861, a manos de los guardias de palacio; con ello reaparecen, una vez
más, los conflictos entre los príncipes cabbásíes. El fracaso de la monarquía islá­
mica es total, pues priva al Estado de sus fundamentos, revela la existencia de
relaciones de pura fuerza, disfrazadas de manera hipócrita con pomposos títulos
califales, contribuye a crear corrientes contradictorias en la opinión pública, re­
fuerza el shi^smo milenarista que predica la esperanza en un reino de justicia y,
finalmente, favorece a los doctores o ulemas (culam¿P) que están decididos a ha­
blar en nombre de la Comunidad y a oponerse a los abusos de los militares. Tal
vez sea el Occidente islámico, en el que se está operando un cambio moral y
político profundo y duradero, el que les ofrezca un ejemplo.
La evolución política de la parte occidental del inmenso imperio musulmán
presenta, en efecto, ciertas características particulares. Al-Andalus y el Magrib
occidental y central a partir de la crisis de mediados del siglo v i i i , así como Ifrlqyá
después del 800, se organizan en estados independientes que prescinden, en la
práctica, de la autoridad del califato oriental. Si bien la aparición de los emiratos
de Tahert y de Fez se debe, en buena parte, al hecho étnico bereber, la constitu­
ción de los de Córdoba y Qayrawán no revela ningún particularismo local indíge­
na. Todo sucede en función de una aristocracia dirigente de origen oriental que
encuentra apoyos o resistencias en los medios tribales árabes o bereberes. Por
otra parte, incluso en los estados «bereberes» de Tahert y de Fez, las dinastías
son, respectivamente, irania y árabe. También eran árabes, o al menos preten­
dían serlo, los pequeños emires del principado sálihí de Nákflr. Sólo en las fron­
teras aún inciertas de este Islam occidental podemos encontrar jefes políticos,
más o menos independientes, de origen indígena: es el caso de los midraríes be­
reberes de Sidjilmasa o de los «señores» muladíes (muwallads) del valle del Ebro.
Por consiguiente, en el orden político, procede de Oriente todo lo que domina
la segmentación tribal y la disgregación local, si bien hay que intentar medir, en
primer lugar, la influencia árabe y oriental en los comienzos de estos estados mu­
sulmanes del Occidente mediterráneo.

En Occidente, ¿berberización o arabización?

No conocemos con suficiente precisión las modalidades exactas de la implan­


tación de los elementos étnicos procedentes del O riente Medio, tanto si se trata
de árabes como de clientes arabizados e integrados al ejército y a su organización
tribal. En principio, estos guerreros no debieran haber recibido tierras sino una
soldada, de acuerdo con la jerarquía del diwán al-djund o registro militar. De
hecho, tanto en Ifríqiyá como en al-Andalus, recibieron pronto cóocesionés terri­
toriales importantes y los gobernadores enviados por el califa de Damasco reali­
zaron ímprobos esfuerzos para legalizar el reparto de las mismas. No sabemos
casi nada sobre las modalidades de la desposesión de los indígenas, la proporción
de tierras que los conquistadores se apropiaron de este modo y el procedimiento
por el que fueron distribuidas (sobre base individual o ciánica). Podríamos inte­
rrogarnos hasta el agotamiento en torno a la aplicación efectiva de las normas
jurídicas, aün mal definidas en aquel momento, que habrían debido regir la apro­
piación y el reparto de las tierras por los conquistadores, pero lo cierto es que
nunca sabremos lo que sucedió en realidad. En lo que respecta al modo de explo­
tación de las propiedades (diyác) adquiridas de este modo, puede suponerse que
los nuevos poseedores conservaron, en un principio, el régimen en vigor en el
momento anterior a la conquista que, al menos en al-Andalus, parece haber man­
tenido, en las grandes propiedades de la aristocracia dirigente, una mano de obra
rural que se encontraba en una situación jurídica todavía próxima a la esclavitud
de tipo romano. No obstante, las conversiones al Islam y el propio espíritu de la
nueva civilización debieron favorecer la evolución de la condición de estos cam­
pesinos adscritos hacia formas de colonato aparcero que resultaran lo menos des­
favorables posible para los explotadores. Pese a ello, Ibn Hawqal, que escribe
poco después de mediados del siglo x, pero parece referirse a la época de los
conflictos sociales, políticos y religiosos que conoció la parte musulmana de la
península al final del siglo anterior, señala todavía la existencia de grandes pro­
piedades explotadas por campesinos cristianos de condición servil cuyas revueltas
siempre eran de temer.
Tampoco conocemos con seguridad el número de árabes o arabizados que se
instalaron en Occidente. Según Talbi el efectivo total de los ejércitos orientales
afincados en Ifriqiyá asciende a unos 180.000 hombres. La cifra es, sin duda, in­
ferior para la península (¿unos 50.000?) y los efectivos orientales que llegaron a
al-Andalus no deben sumarse a los del Magrib, ya que sin duda muchos venían
del norte de África y no directam ente de O riente. Sólo puede hablarse de algunas
decenas de millares de guerreros, la mayoría de los cuales debió instalarse de
modo definitivo y que, en la mayor parte de los casos, vinieron acompañados por
sus familias. Se concentraron sobre todo en Ifriqiyá, en el sur de la península y
en la marca superior (valle del Ebro), y, de manera secundaria, al norte de Ma­
rruecos, en torno a Tánger. Más tarde, algunos árabes de al-Andalus y de Ifriqiyá
acudieron para poblar Fez, que había sido fundada de nuevo por la dinastía idrisí.
Resulta menos importante evaluar el peso demográfico inicial de este elemento
árabe que darse cuenta de la importantísima función social que desempeñó. Se
ha llamado la atención sobre el hecho de que, en Ifriqiyá este elemento étnico
no sólo logró mantener su individualidad sin diluirse en la masa am biente, sino
que se afirmó «como grupo piloto del cuerpo social al que invadió con su lengua,
su religión y los ideales que difundía. Por otra parte no puede dudarse de su fe­
cundidad física y si, desde el punto de vista biológico, la aparición de generacio­
nes de muwalladún o muladíes y de hudjaná (descendientes de varones árabes y
mujeres indígenas) debe considerarse como resultado de una cierta forma de fu­
sión, desde el punto de vista social se trata de una dilatación del elemento árabe».
Estas observaciones son también válidas para al-Andalus, en donde, al menos
durante dos siglos, los árabes siguieron formando un grupo aristocrático activo,
distinto del resto de la población y suficientemente numeroso, sobre todo en las
regiones meridionales, para poder medirse con ventaja, a fines del siglo ix, con
los indígenas islamizados (muwallads) y con los cristianos mozárabes rebeldes
contra su dominación. En particular, en este último país puede pensarse que la
organización patrilineal y endógama de los linajes árabes «arrebatadores de mu­
jeres» que, por otra parte, eran dominantes social y políticamente, les proporcio­
nó una fuerte ventaja sobre una aristocracia indígena debilitada por la derrota,
carente de un sólido soporte cultural y cuyas estructuras familiares resultaban mu­
cho más débiles. Esta ultima parece haberse visto marginada, eliminada o absor­
bida de manera progresiva, de tal modo que, después del siglo ix, no se la ve
desempeñar ningún papel.
La España musulniana y cristiana en la primera mitad del siglo IX

En el norte de África el sistema sociopolítico propuesto por los conquistado­


res no destruía, de manera fundamental, las estructuras indígenas, al contrario
de lo que sucedió con el sistema impuesto por el imperialismo romano. La tradi­
ción árabe, por su parte, incluía un sistema tribal que no era muy distinto del de
los bereberes y que se conservó, en parte, gracias a la organización militar del
djund. Los grandes grupos tribales bereberes «orientales» se asimilaron rápida­
mente a los árabes a los que, sin duda, se asemejaban notablemente. Así lo ob­
serva, por ejemplo, al-Yacqúbí, a fines del siglo IX, a propósito de los Hawwára,
los cuales, dice, «afirman ser descendientes de tribus yemeníes cuyo nombre han
olvidado. Las fracciones de los Hawwára - a ñ a d e — se unen unas a otras a la ma­
nera de las fracciones de las tribus árabes». Los sedentarios baráníes de la Argelia
oriental conocían, sin duda, una organización más adaptada a la vida en núcleos
de población que los nómadas o seminómadas de las estepas predesérticas, pero
su esquema social tampoco era muy distinto del de los antiguos árabes si pensa­
mos en lo que responden, hacia el 900, unos peregrinos de la tribu de los kutáma
de la pequeña Kabilia que se dirigen hacia La Meca cuando son interrogados so­
bre las costumbres de su pueblo: «Nos ramificamos en varias tribus, clanes y fa­
milias ... No practicamos mucho la ayuda mutua entre nosotros ... Luchamos
unos con otros y luego nos reconciliamos; hacemos la paz con unos mientras gue­
rreamos con los otros». Estos bereberes explican, asimismo, que son gobernados
por las asambleas (djamáca) y que para resolver sus litigios recurren al arbitraje
«de las personas que han adquirido algunos conocimientos y de los maestros de
escuela». Precisan, finalmente, que no están sometidos a ningún Estado y que
entregan directam ente a los pobres la limosna del diezmo que exige la norma
islámica.
Una síntesis de esta índole entre las exigencias musulmanas y los modos de
organización tradicional de la sociedad tribal debió realizarse en una buena parte
del Magrib, en particular en toda la zona járidjí, en la que las tribus sólo estaban
sometidas a la supremacía lejana y vaga del imán de Tahert, como es el caso de
los NafQsa del sur de Ifriqiyá, los cuales, según al-Yacqúbí, no pagaban el impues­
to territorial a ningún gobierno. El mismo autor precisa que en su tiempo (fines
del siglo ix) los nafQsa no hablaban árabe. El mantenimiento de las estructuras
sociales indígenas debió favorecer, en la mayoría de los casos, la conservación
del bereber como lengua corriente. Pero debe tenerse en cuenta que, de manera
paralela, estas tribus bereberes se islamizaron sin reservas y aceptaron, asimismo,
el árabe como lengua de cultura, con todo lo que ello podía implicar en lo rela­
tivo a la modificación progresiva de los ideales sociales, de las mentalidades y de
los comportamientos cuando no se mostraban conformes con los que transmitía
la nueva lengua «oficial». Puede entreverse, por ejemplo, un nivel de arabización
bastante elevado entre los kutáma de la pequeña Kabilia cuando, hacia el año
900, los misioneros fatimíes acudieron, para difundir el shicísmo, a esta región
rural situada en las fronteras del em irato aglabí que se había mantenido, no obs­
tante, prácticamente independiente del poder de Qayrawán en el marco de una
organización tribal bien conservada. Y si bien, por una parte, a los kutáma les
repugna la idea de aceptar la autoridad política y las obligaciones fiscales que
tratan de imponerles los representantes del Estado aglabí establecidos en las ciu­
dades situadas al pie de sus montañas, el éxito de los fatimíes revela, por otra
parte, la existencia entre ellos de una fascinación por el Oriente al que consideran
como la fuente de todo conocimiento. Esta concepción tuvo necesariamente que
favorecer la penetración de la lengua árabe y de los ideales sociales que trans­
mitía.
Lo que acabamos de decir acerca de las tribus bereberes del Magrib resulta
también evidentemente cierto, a fortiori, en el caso de las que se trasladaron a
al-Andalus en el momento de la conquista de la península a principios del siglo
v i i i . El medio tribal bereber andalusí no tenía, sin duda, la importancia ni la so­
lidez del del Magrib pero los textos no dejan duda alguna acerca de su existencia.
Numerosas regiones de al-Andalus, como las montañas andaluzas, zonas del G ua­
diana y del Tajo (D jaw f o región de Mérida y Marca Inferior), la Sierra M orena
(Fahs al-Ballüt), el norte del G arb (centro del actual Portugal), las zonas m onta­
ñosas situadas entre Toledo y la región valenciana (Santaver), así como buena
parte de la misma región levantina (Sharq al-Andalus), habían recibido una im­
portante aportación étnica bereber de la que quedan restos en la toponimia ac­
tual: Mestanza, en las montañas situadas al norte de Córdoba; Mequinenza, en
la región de Tortosa; Cehegín, en la provincia de Murcia, y los diversos Adzaneta
de la región valenciana, que dan, todavía hoy, testimonio de la implantación de
grupos tribales coherentes de bereberes Mistasa, Miknása, Sinhádja (al-Sinhádji-
y yin) y Zanáta. Ejemplos de la misma índole pueden multiplicarse sin dificultad.
Ciudades o distritos rurales de la Marca Inferior, del Levante y de las montañas
andaluzas llevaban nombres de otras tribus como los nafúsa, los magíla, los lama-
ya, cuya instalación debió producirse, con frecuencia, a través de una ocupación
de hecho de los territorios que habían conquistado, legalizada a continuación, en
la medida de lo posible, por los representantes del poder. Así, el jurista ifriqí de
fines del siglo x, al-Dáwúdí, en la parte de su Kitáb al-amwál (tratado sobre el
régimen de las propiedades territoriales), relativa al occidente musulmán, se hace
eco de tradiciones relativas a la ocupación de Hispania durante la cual cada grupo
de conquistadores -recuérdese que los ejércitos estaban organizados sobre una
base trib a l- se había apoderado de las tierras a su alcance sin que, en un princi­
pio, se hubiera realizado un reparto legal. Consecuencia de este hecho fue que'
las transformaciones, sobre todo de orden económico, siguieron a la ocupación
del suelo más lentamente en Occidente que en O riente donde las reformas legales
pusieron en marcha un proceso de cambios agrarios que fue duradero y rápido.

P r o d u c ir

La reforma fiscal, tardía e independiente del cambio político producido por


la revolución cabbásí, sólo afecta al Iraq central, al Sawád de Bagdad, que cons­
tituye el núcleo del imperio califal. Responde al deseo de acabar con el em pobre­
cimiento del Tesoro y con el abandono de las tierras. Defendida por Abü Yúsuf
en su Libro sobre el impuesto territorial presentado a Hárún al-Rashid, había sido
puesta en práctica por sus predecesores bajo el califato de al-Mahdi. Dicha refor­
ma empieza por constatar que los campos del Iraq están siendo abandonados y
que este hecho aumenta la carga impositiva sobre los campesinos que perm ane­
cen en su comunidad; señala asimismo la existencia de conflictos sociales avivados
por la necesidad de pagar en metálico en un momento en que la cosecha no se
ha realizado todavía. Los juristas del califa observan asimismo que la imposición
de las parcelas abandonadas, que recae sobre la comunidad, quita a los campesi­
nos los medios financieros necesarios para valorar las tierras desiertas. Por consi­
guiente, a petición de las comunidades campesinas del Sawád, el gobierno del
califa decidió volver al reparto de las cosechas.

Una reforma fiscal, una revolución agrícola

Este reparto, la muqásama, se efectúa en los campos. No se trata, no obstan­


te, de un impuesto en especie: sólo se calcula la base tributaria en el momento
en el que se miden las cantidades cosechadas de manera efectiva y entonces se
exige al campesino el valor de la parte correspondiente al príncipe que debe pa­
garse en metálico. ¿Los recaudadores de impuestos calculaban este valor en fun­
ción de un precio ideal, tras corregir las variaciones, o de acuerdo con el precio
real del mercado? Probablemente haya que aceptar la primera hipótesis ya que
los teóricos del derecho islámico temían la irregularidad del precio del mercado,
que sólo pertenece a Dios y que hacía sospechosas las ganancias ilícitas a las que
pudiera dar lugar. No obstante, el reparto resultaba mucho más duro que la im­
posición por unidad cadastral: la diferencia, notable, es de uno a tres e implica
un considerable endurecimiento del impuesto unitario. La necesidad de una venta
rápida de las cosechas para pagar los impuestos no contribuía precisamente a ali­
gerar las cargas fiscales y, por otra parte, permitía que surgiera la sombra de la
especulación, de la compra del grano a precio de monopolio por los banqueros
que acompañaban a los recaudadores de impuestos y, finalmente, de la usura. El
hecho de que los propios campesinos hubieran deseado esta reforma da cuenta
de hasta qué punto resultaba aplastante el peso de las tierras abandonadas y de
los impuestos correspondientes.
Esta vuelta al reparto de las cosechas va acompañada por una política fiscal
consciente destinada a favorecer el desarrollo agrícola y, especialmente, por una
auténtica revolución en los cultivos. La supresión de los impuestos sobre las tie­
rras no cultivadas mueve a las comunidades y a los individuos a ampliar los perí­
metros cultivados. Se acompaña también por una política de restauración: se con­
ceden las tierras «muertas» a los que las trabajan de nuevo. Hay más: la desgra-
vación sistemática de las tierras irrigadas tiene en cuenta los costos de la irriga­
ción. En tierra de jaradj, el Estado exige el 40 por 100 del trigo y de la cebada
obtenidos en cultivos no irrigados y sólo el 30 por 100 de los que se obtienen en
los regadíos; grava el 33 por 100 de la cosecha de las viñas, de los forrajes (trébol
y alfalfa) y de los restantes cultivos obtenidos en regadío en las huertas; finalmen­
te sólo grava el 25 por 100 de los cultivos «de verano» (como las legumbres, san­
días, sésamo, colocasia, berenjenas y también algodón y caña de azúcar). En tie­
rra sometida al diezmo esta política es aún más clara: 10 por 100 para los granos
regados «de manera natural» (sin intervención de máquinas, por lluvia, crecida
o regadío por gravedad), 5 por 100 para los granos regados con ayuda de máqui­
nas costosas, 10 por 100 de nuevo para los frutos secos, legumbres secas, fibras
textiles y cereales secundarios (mijo, arroz, sésamo), pero exención del impuesto
para las hortalizas y los forrajes. Se trata, a la vez, de cultivos veraniegos (melón,
calabaza, berenjena), de cultivos que se desarrollan bajo el suelo (pepino, za­
nahoria, espinaca, melón de primavera) y de forrajes cuyo interés para el suelo
había sido reconocido por los agrónomos (fijan el nitrógeno, sirven de abono ver­
de o de alimentación para el ganado, dejan libres los terrenos de pasto y suminis­
tran estiércol).
Pueden comprobarse los objetivos económicos precoces de esta reforma com­
pleja: el coeficiente decreciente del impuesto en relación a la productividad del
suelo incita a la valoración y al desarrollo del mismo sin que, por ello, el Estado
pierda ingresos ya que éstos se recuperan gracias a las cantidades cosechadas que
son superiores a lo previsto. El Estado, por otra parte, se hace cargo de la cons­
trucción o excavación de los canales de irrigación. La reforma favorece la adop­
ción de especies nuevas, la renovación de las cualidades productivas del suelo y
la multiplicación de cosechas a lo largo del año (cultivos subterráneos y cultivos
veraniegos). Además, la desgravación afecta a los productos que resultan más fá­
cilmente comercializables en los mercados ciudadanos: el trigo duro de verano
irrigado que permite fabricar pastas alimenticias, el arroz cuya progresión en el
mundo musulmán no ofrece dudas, las frutas y hortalizas cuyo consumo se ve
favorecido por las modas culinarias codificadas en los libros cabbásíes de recetas
(carnes condimentadas con especies, frutos secos o plantas aromáticas, carnes con
almendras, pistachos o granadas, arroz y carne azucarados y con leche agria, car­
ne con hortalizas, puerros, cebollas, guisantes y berenjenas).
No hay que disimular que, a pesar de algunos relanzamientos indiscutibles de
una economía alimentaría que, sobre todo en O riente, había sufrido una notable
inseguridad durante más de dos siglos, la situación de las poblaciones rurales se
mantuvo en el nivel mediocre del que hemos hablado al referirnos a la época
omeya: el explotador suele ser un pequeño propietario o un aparcero, menos fre­
cuentemente un esclavo, que se encuentra dominado, a la vez, por el rico propie­
tario que le protege y por las exigencias de la ciudad vecina. Esta última, como
en la Antigüedad, desempeña un papel fundamental. No obstante, antes de con­
siderarlo, conviene echar un vistazo hacia el Oeste.

Más desórdenes en el Oeste

En efecto, el carácter desarticulado por naturaleza de la autoridad pública


multiplicó, en el occidente islámico, los contrastes locales y la confusión de esta­
tutos. Los diccionarios biográficos mencionan, a veces, a sabios que vivían en
medio rural y algunos de ellos disfrutaron de una gran reputación: es el caso de
un alfaquí de principios del siglo ix que vivía en el campo en los alrededores de
Morón y que inspiraba tal respeto a los muftis (‘jurisconsultos’), consejeros del
cadí de Córdoba, que éstos se abstenían de expresar cualquier opinión en su pre­
sencia cuando acudía a la capital. Este personaje, que al final de su vida fue cadí
de Ecija, era de origen bereber y pertenecía a un grupo tribal efectivamente ins­
talado en las proximidades de Morón en la época de la conquista. Ibn al-Faradi,
fuente de estas indicaciones, nos informa de que este sabio vivía en una qarya,
o sea en un pueblo, y no en una gran propiedad. No hay duda alguna sobre la
existencia de haciendas importantes pertenecientes a la élite residente en las ciu­
dades de a l - A n d a l u s y del Magrib, pero no sabemos nada acerca de la proporción
que representaban sobre la totalidad del suelo cultivado ni tampoco acerca de
cómo eran explotadas. Antes hemos visto que Ibn Hawqal mencionaba auténticos
siervos cristianos en algunas diyác andalusíes, pero esto no parece que constituye­
ra la regla y es probable que estos procedimientos de explotación agraria tendie­
ran a evolucionar hacia un regimen dQ colonato por aparcería menos riguroso.
Podemos preguntarnos, sobre todo, si el régimen más frecuente no era el de la
propiedad pequeña o mediana, individual o colectiva, en el marco de los pueblos.
Uno de los textos más interesantes sobre el estatuto territorial es el tratado
de al-Dáwüdí, antes citado, que nos proporciona algunas precisiones útiles relati­
vas a Sicilia así como también, de forma secundaria, sobre al-Andalus. La mayor
parte de las indicaciones que contiene se refieren a grupos de explotadores que
entran en conflicto con las decisiones abusivas del poder central, el cual, tras ha­
berles concedido, tierras en iqtáF> se las retira por razones diversas (de naturaleza
político-administrativa) o dispone de ellas de nuevo por haber sido abandonadas
de manera temporal como consecuencia de guerras, teniendo que enfrentarse, a
continuación, con las reclamaciones de los antiguos poseedores o de sus herede­
ros. Se asiste, por ello, a litigios entre el Estado que, como representante de la
comunidad musulmana, ejerce.una especie_.de propiedad eminente sobre el suelo
y los titulares de concesiones convertidas en explotaciones agrícolas que tal vez
110 cultiven personalmente (aunque en algunos casos cabe'suponer que lo hicie­
ron) pero que son asimilables a colonos militares y no a grandes propietarios de
tierras. El poder, por ejemplo, quiere imponer talas obligatorias de árboles, por
necesidades de la flota* a los colonos sicilianos. Pero éstos rehúsan argumentando
que sólo están obligados al servicio de g u e rra ,a l djihád. El poder intenta impo­
nerles su voluntad) ftor la fuerza, pero sólo consigue que abandonen las tierras.
Del mismo modo unos bereberes andalusíes ven cómo se les impugna una iqtác,
resisten por las armas y, finalmente, son expulsados. En todo ello interesa menos
el resultado de estos conflictos que la relación de fuerzas que revelan entre el
poder y ciertos grupos de poseedores del suelo capaces de rehusar un cierto nivel
de exigencias estatales llegando, en caso de necesidad, a oponerse por la fuerza.
E ^ e my.el_dfi„exigencias estatales, en .principio limitado por el juismo derecho
musulmán y que no podía, de modo verosímil, elevarse al infinito, dada la omni-
presencia de los juristas, variaba sin duda en función de la capacidad de resisten­
cia de los distintos grupos. Si bien los dhimmíes, a los que se había dejado la
posesión de sus tierras, no podían oponerse en gran medida a la percepción de
un jaradj elevado, no sucedía lo mismo con los soldados conquistadores que se
habían establecido en iqtá's, ni con las tribus bereberes islamizadas del Magrib,
provistas de fuertes estructuras tribales o municipales. Sin necesidad de hablar
de las tribus járidjíes independientes del emirato de Tahert o de las del Magrib
occidental, sabemos que, en el interior mismo del Estado aglabí, se había conser­
vado una organización tribal en muchos lugares relativamente alejados de las re­
giones costeras. Así, cerca de Bádja, al-Yacqflbi señala la existencia de un territo­
rio ocupado por los bereberes wazdadja, «de humor independiente, que rehúsan
toda obediencia al príncipe aglabí». Los señores árabes autónomos de Setif y de
Balazma se enorgullecían de haber acabado con los kutáma y de haberles «redu­
cido a un verdadero estado de servidumbre y vasallaje» porque habían logrado
imponerles, de manera temporal, el pago de los impuestos coránicos mientras que
estos bereberes pretendían, por su parte, satisfacerlos entregando directamente
la cantidad correspondiente a los pobres bajo forma de limosna. Puede verse que
los kutáma elevaban en gran manera el nivel de su resistencia a las exigencias
estatales ya que de hecho rehusaban cualquier tipo de fiscalidad.
Estos hechos no afectan sólo al Magrib. En Sicilia y en al-Andalus grandes
partes del territorio conquistado habían sido concedidas a los grupos de conquis­
tadores, algunos de los cuales, a la manera de los kutáma de la Pequeña Kabilia,
aprovechaban el alejamiento o la debilidad del poder y se sustraían también a
toda obligación fiscal: éste es el caso, siempre según al-Yacqúbt, de las tribus be­
reberes establecidas en la región valenciana que no reconocían la autoridad de
los Omeyas cordobeses. JE¿n el momento de la gran crisis de fines del siglo ix, la
territorio andalusí..escapa a la autoridad de Jos emires. Pese a
ello no parece que las poblaciones hayan caído, de manera general, bajo la férula
de feudalismos locales,que las hayan oprim ido^ por tocias partes se las ve resis­
tiendo CQn las armas a todos los intentos de restablecimiento J e la autoridad de
J qs emires, en castillos que se encuentran por todo el país y que son refugios
situados en lugares elevados o auténticos pueblos fortificados en lugar de castillos
«señoriales». Estas poblaciones parecen estar mayoritariamente islamizadas y lo
poco que sabemos de ellas contradice lo que frecuentemente se afirma, sobre al-
Andalus de manera especial, acerca de la existencia de grandes masas de colonos
en situación harto mísera por encontrarse sometidos a la presión del fisco o a la
arbitrariedad de los grandes propietarios. Si ésta pudo ser la situación de los sec­
tores menos favorecidos de entre los campesinos, caso de los mozárabes que tra­
bajaban las propiedades de la jássa urbana tras la conquista, no puede decirse lo
mismo de la mayor parte de los propietarios de tierras, descendientes de los con­
quistadores árabes y bereberes o de indígenas conversos, que vivían en el marco
Ide los pueblos o qurá y sólo dependían de una fiscalidad estatal sobre la que
sabemos muy poco pero que, en un principio, no tenemos motivo alguno para
suponer opresiva o para creer que se salía de los límites marcados por las normas
generales del derecho público musulmán.

Una producción agrícola sabia en un medio ingrato

En conjunto, la economía agraria desarrollada por la reforma fiscal correspon­


de a un Iraq bien provisto de agua y se basa en la irrigación. Un libro de m ate­
máticas prácticas, destinado a los geómetras de los servicios de impuestos y de
irrigación, describe en el siglo xi, con precisión y mesura, mediante la resolución
de problemas sencillos, la manera de perforar canales, el costo de los mismos, el
esfuerzo físico que requieren las máquinas de elevación de agua movidas a brazo
o con la ayuda de un buey, que permiten irrigar los campos situados por encima
del nivel de los canales y de los ríos. Se trata de un servicio público organizado
por un cuerpo de agentes técnicos del Estado, niveladores y geómetras, que están
al frente de equipos formados por varios centenares de obreros libres, que traba­
jan a destajo y son pagados en función de la cantidad de tierra que han extraído
o acumulado para formar un terraplén. De acuerdo con el terreno se perfora o
se construye utilizando grandes cantidades de haces de cañas o arbustos que se
consolidan con arcilla. Las máquinas permiten un riego constante y varias cose­
chas y se utilizan la noria giratoria, con cangilones, que riega 35 ha diarias, ase­
gurando la irrigación de más de 100 ha en cultivos de verano y de 150 en cultivos
de invierno, y el balancín, movido por 4 o 5 hombres, que puede acarrear en su
cubo hasta 600 litros (de 44 a 78 ha en cultivo de verano y de 100 a 138 en cultivo
de invierno). De manera paralela, en las montañas se difunde una técnica irania,
la del qanát (un canal subterráneo que capta, montaña arriba, el agua de la capa
freática y guía su recorrido a lo largo de un trazado que aparece señalado, en la
superficie, por una red de pozos de aireación y de mantenimiento), que permite
a la vez regar los suelos ligeros, arrancados a la montaña y «cálidos», y drenar
los mardjsy zonas pantanosas en las que se encuentran aguas estancadas. Se trata
de una hidráulica sabia que conoce los peligros de la irrigación mal dosificada así
como los de la salinización que pueden afectar a los terrenos mal drenados.
Evidentemente, en el conjunto del imperio musulmán domina la agricultura
pluvial. Si bien ésta sólo utiliza el agua de lluvia o, como mucho, el agua que
proporcionan la pequeña hidráulica de los pozos, de las cisternas o de las peque­
ñas norias elevadoras de los huertos, no deja por ello de ser sabia: sabe «cerrar»
el suelo por bina para evitar la evaporación, preparar un suelo nivelado con una
ligera pendiente para repartir adecuadam ente el agua, escalonar los trabajos ne­
cesarios para «romper» la tierra - tr a s las primeras lluvias— y hacer circular el
aire en primavera y, finalmente, ofrecer los surcos al sol. Toda la ciencia geopó-
nica de la Antigüedad, la de los romanos y griegos (Varrón, Columela, traducido
al árabe en el siglo ix, el bizantino Casiano Baso, autor de la Agricultura de los
romanos, y el pseudo-Constantino VII) y también la de los persas (Qustús ibn
Askuraskína), apoyada en la cosmología aristotélica, en una observación atenta
e incluso en la experiencia, se difunde a través de una literatura agronómica cuyas
manifestaciones en al-Andalus han sido estudiadas recientemente y entre las que
se cuentan: procedimientos para abonar y enterrar pajas y cenizas, práctica del
barbecho labrado con cultivo subterráneo del nabo, multiplicación de los procedi­
mientos de arado, encierro móvil de los animales sobre el barbecho muerto (para
evitar el exceso de estiércol), rotación generalizada de los pastos naturales y de
los cultivos, que evita el endurecimiento de los suelos pisoteados. Se trata de un
saber verificado y vivificado por la experiencia, cuyo lugar favorito es, sin duda,
el jardín de las cortes de los príncipes, y que se difunde a través del libro, que
unifica las técnicas, las registra de acuerdo con el método de los tradicionistas
(maximizar la cantidad de informaciones, falta de certeza absoluta) y las critica
por un método experimental.
La actitud de innovación audaz y de investigación que se transparenta en el
trabajo de los agrónomos ayuda a com prender el éxito que obtiene la revolución
de los cultivos: los new crops que se introducen o seleccionan en los centros hor­
tícolas de Irán, Siria y Egipto se difundirán muy rápidamente en todo el conjunto
del Dár al-Islám. Este enriquecimiento del patrimonio floral forma parte de un
amplio movimiento plurisecular que tiende a asimilar, en el M editerráneo, las
plantas subtropicales que habían sido ignoradas en la Antigüedad. Estos nuevos
productos son, en primer lugar, plantas de estación corta: la espinaca, que es la
verdura de Isfahán (isfánáj), la colocasia, la berenjena, también de origen iranio
y que conserva en todas partes su nombre persa (bádindján) apenas transformado
(melenzana, melinjano, etc). Estas plantas permiten un cultivo subterráneo siem­
pre y cuando se abone y labre bien la tierra. Aún más importante resulta la intro­
ducción de los cultivos de verano (arroz, algodón, melón, sorgo, trigo duro, caña
de azúcar) que ofrecen, en las mismas condiciones, la posibilidad de conseguir
una segunda cosecha de verano, algo que antes se ignoraba por completo. Los
agricultores —sobre todo arboricultores y horticultores— del M editerráneo adop­
tan asimismo otras plantas: nuevos árboles frutales, limoneros, naranjos, platane­
ras, cocoteros y mangos, plantas de las que se obtienen tintes como la aleña y el
índigo, plantas con raíces verticales como el nabo, destinadas asimismo a producir
cosechas subterráneas. Su difusión resulta precoz y vasta: la Sicilia árabe conoce­
rá, en el siglo xi, cultivos especiales de algodón, aleña e índigo, «cañas persas»,
la producción de azúcar refinado, tal vez las plataneras, con toda seguridad las
palmeras datileras y, asimismo, la morera que se multiplica, de forma paralela,
en el mundo bizantino para el cultivo del gusano de seda.
El calendario agrícola que redacta al-Maqrizi para Egipto muestra la impor­
tancia de los nuevos cultivos: la crecida del Nilo, que empieza en junio, en el
mes copto de abib, y alcanza su plenitud en tüt (septiembre), va seguida inmedia­
tamente por la siembra de los cereales, trigo y cebada, que se cosecharán en
abril, hortalizas que madurarán en noviembre, garbanzos, lentejas, lino y trébol,
cuyas cosechas se escalonarán desde abril hasta junio e irán seguidas del cobro
del primer plazo del impuesto territorial establecido en función del catastro levan­
tado en septiembre sobre las superficies inundadas. En marzo y abril, sobre las
superficies regadas con las máquinas que extraen agua del Nilo y de los canales
contiguos —sobre todo en el delta, en el que se reciben las aguas acumuladas,
durante la crecida, en la reserva natural del lago Q árún, en Fayyúm, regularizada
por esclusas antiguas— se siembra el arroz cosechado en octubre, la colocasia,
las berenjenas, los pepinos, el melón, el sésamo, las espinacas, la lúbiyá (alubia
o judía de la Antigüedad) y el índigo, sembrado en mayo y cuyo período de cre­
cimiento dura 100 días. Las cosechas de los cultivos de verano (sayfi) coinciden
con la recolección de frutas, cerezas, higos, melocotones, peras, plátanos, limo­
nes y uvas, así como con el pago del segundo plazo del impuesto catastral.
Estas nuevas plantas se encuentran estrechamente asociadas a la política de
desarrollo por intensificación y valoración de las tierras: la caña de azúcar, la co­
locasia y el cocotero mejoran las tierras salobres y absorben el exceso de salini­
dad, mientras que el algodón enriquece las tierras de mala calidad. En conjunto
los árboles frutales, legumbres, hortalizas y plantas industriales implican un m er­
cado urbano rico, suficientemente provisto de granos y productos agrícolas de pri­
mera necesidad, así como una cocina desarrollada y refinada. Concuerdan con el
desarrollo urbano de la época y contribuyen a diversificar y mejorar cualitativa­
mente la alimentación. Estas plantas subtropicales necesitan mucha agua así
como mucho laboreo y grandes cantidades de abono; concentran, por tanto, el
esfuerzo de desarrollo, irrigación e innovación agrícola en los suburbios bien re­
gados de las grandes ciudades, mientras que el dry farm ing, realizado por otra
parte de manera muy sabia, se hace cargo de la alimentación de base.
La revolución en los cultivos se basa, en los regadíos, en la aportación de agua
y abono. La crecida y la irrigación por gravedad no resultan suficientes y todo el
esfuerzo de innovación pretende alargar el período de regadío utilizando máqui­
nas y canalizaciones, así como renovar las cualidades productivas del suelo. Si
bien el abono animal no sufre grandes transformaciones, el conocimiento em píri­
co de la aportación de nitrógeno que traen consigo las leguminosas (habas, lente­
jas, altramuces, garbanzos, bejines) y de las plantas forrajeras verdes (alfalfa, gui­
sante gris, trébol de Alejandría), que se utilizan también como abono (si se las
entierra en su estado natural o bajo forma de abonos compuestos o cenizas), se
asocia con la multiplicación de las formas de uso de la azada y del arado con el
fin de favorecer la penetración del agua, mullir la tierra y eliminar las plantas
parásitas. El deseo de crear cortezas superficiales duras favorece la adopción de
plantas de raíz vertical de las que se conocen bien sus efectos mullientes, así como
de abonos compuestos por pajas y cenizas, en particular las que se obtienen en
las calderas de los baños. Una observación interesante preconiza la elección de
leguminosas de raíz corta, que fertilizan las capas superficiales y son esenciales
para el crecimiento de los cereales. O tra preocupación clara es la de aportar al
suelo elementos «cálidos» —en particular el abono de ave y la muy cotizada pa­
lom ina— pero, por razones evidentes, se descarta el abono de cerdo y el abono
humano.
En conjunto, la reforma fiscal —limitada a Iraq y esencial para las finanzas
califales— se encuentra estrechamente ligada con la revolución agrícola —que
puede compararse a la del siglo xvm en Inglaterra— y sus objetivos económicos
comunes constituyen, en cierto modo, una premonición de las reflexiones de los
fisiócratas, pues pretenden intensificar la producción y, gracias a ello, lograr que
las sociedades campesinas no resulten aplastadas por una fiscalidad muy dura y,
al mismo tiempo, alimentar a las numerosas metrópolis, muy pobladas y grandes
consumidoras. Se trata de reformas muy ligadas a la existencia del mercado libre
ciudadano y, de alguna manera, evitan la necesidad de una anona y de la distri­
bución autoritaria de los excedentes. Pero esta agricultura cabbásí, que permite
una siembra con rendimientos muy elevados, increíbles para el historiador de la
Edad Media Occidental (en Egipto se obtiene una media de 10 granos cosechados
por cada grano sembrado llegando a alcanzarse máximas comprendidas entre 20
y 30 granos por grano sembrado; en la Sicilia medieval, que hereda los métodos
de cultivo árabes, se obtienen medias de 8 y máximas que llegan a 20 y 22), así
como rendimientos también elevados por superficie sembrada (de 2 a 20 irdabbs
de trigo por faddán, o sea, entre 3,6 y 36 hl por ha, una media de 18 hl), es una
agricultura frágil que requiere un control constante del agua en las zonas de rega­
dío y, siempre, abundancia de abono. Resulta, por ello, sensible a las destruccio­
nes repetidas de canales y ganado. No obstante, debe rechazarse la visión «asiá­
tica» de una sociedad hidráulica: Egipto, Iraq y el Jurásán disponen de sistemas
regionales de irrigación, al nivel del nomo, de la comarca y del distrito, que sólo
pueden ser destruidos como consecuencia de la repetición de catástrofes. Por el
contrario, esta agricultura se ve escasamente afectada por los desplazamientos de
población y por el abandono de los emplazamientos de los pueblos. En un mundo
ampliamente inexplotado y en el que hay una inmensa reserva de tierras, el capi­
tal más precioso está constituido por la técnica y por el control del agua.

T r iu n f o d e l a c iu d a d m u s u l m a n a

La revolución cabbAsí simboliza su triunfo mediante la creación de una capital


colosal, la ciudad redonda de Madínat al-Salám, la ‘ciudad de la Paz', cuyo nom­
bre evoca el carácter islámico de la nueva monarquía. La elección del lugar en
que se construyó resulta digna de mención: como Nínive al norte y Basra al sur,
la nueva capital se encuentra en la desembocadura de una de las tres carreteras
que cruzan el Zagros y llevan al Jurásán (Nínive al final del Gran Zab, Basra por
Ahwáz y Bagdad por Hulwán, Nehavend y Hamadhán). Las comunicaciones flu­
viales son cómodas, por el Tigris y el Eufrates, hacia la Djazira y Siria. La región
ofrece los últimos lugares de paso fácil sobre los dos grandes ríos antes de que
el valle se ensanche y se llegue a las ciénagas del bajo Iraq. Finalmente, los bar­
cos marítimos con poco calado pueden rem ontar los ríos hasta el emplazamiento
de la nueva ciudad. Para al-Mansúr, en el 758, es «la encrucijada del universo.
Allí atracarán y fondearán los barcos que, por el Tigris, vengan de Wásir, Basra,
Ubulla, Ahwáz, Fars, Omán, la Yamáma, Bahrayn y las regiones vecinas. Allí
llegarán las mercancías, transportadas por el Tigris desde Mosul, el Adharbayd-
ján y Armenia. Del mismo modo allí llegarán los productos transportados por los
Plano de Bagdad

navios por el Éufrates desde Diyár Mudar, Raqqa, Siria, las marcas del Asia Me­
nor, Egipto y el Magrib. Esta ciudad se encontrará también sobre las rutas de
las poblaciones del Djibál, Isfáhán y de las provincias del Jurásán». Añadamos a
este programa, preocupado por el abastecimiento de la futura capital, la fertilidad
del Sawád y de la llanura situada al pie del Zagros.

Capitales colosales

El emplazamiento elegido en el año 758 ofrecía, para un campamento militar


y residencia de la dinastía revolucionaria, una serie de baluartes naturales: unos
canales antiguos, el Sarát y el Nahr cÍsá, que forman una «isla» entre los dos
grandes ríos. Por otra parte tenía un gran inconveniente: la zona en la que se
fundó la ciudad redonda emerge apenas unas cuantas decenas de centímetros so­
bre las elevadas aguas del Tigris y las fuertes crecidas del río socavarán los pala­
cios construidos con ladrillo crudo. Sólo el barrio de Karj (en arameo ‘la ciudad*)
se encuentra fundado sobre una colina insumergible y será el centro del sector
occidental de la ciudad, mientras que la combinación de las crecidas del Éufrates
(escasas pero devastadoras) con las del Tigris (anuales y siempre peligrosas: el
caudal pasa de 1.200 a 8.000 m 3/segundo y puede llegar hasta 25.000 m 3/segundo)
invita a trasladar la parte esencial del hábitat a la ribera oriental, más eleva­
da, protegida por antiguos diques de tierra, pero carente de una defensa militar
natural.
La ciudad redonda, fundada en 762 y acabada en 766 gracias a una fantástica
movilización de 100.000 artesanos y obreros, presenta un plan radioconcéntrico.
Es de forma redonda perfecta, herencia de las ciudades iranias, a través de una
mística de la realeza cósmica (cuatro puertas, 360 torres, una orientación astroló­
gica rigurosa que obliga a «desorientar» la mezquita unida al palacio), en la que
los aspectos defensivos y simbólicos adquieren una importancia privilegiada: ro­
deada por un foso de 20 m de anchura, una muralla con una espesura de 9 m
aísla un espacio vacío de una anchura de 57 m queJzéfdea la muralla principal
de una altura de 31,2 m y espesor de 50 m en la ba^fc y 14 ny en la cima. En cada
puerta, una construcción defensiva abría paso haci¿ el exterior a través de pasillos
acodados y permitía el acceso a los sectores del anillo habitado, estrictamente
aislados tanto entre sí como del mundo exterior. Tras la primera muralla, un es­
pacio de 170,7 m constituye el anillo construido, reservado a los partidarios de
los cabbásíes y a los militares: este anillo se encuentra cerrado en su cara interna
por un muro con un grosor de 20 m y 17,5 m de altura. En el centro de este
conjunto, de 2.352 m de diám etro, se encuentra una inmensa explanada vacía y,
en la intersección de los dos ejes que pasan por las puertas, aparece el palacio
de Oro de 200 m de lado, con su cúpula verde y encuadrado por cuatro twánes
colosales, y la gran mezquita de 100 m de lado. Nadie podía entrar en el espacio
central si no era a pie y provisto de la correspondiente autorización. Una minu­
ciosa vigilancia multiplica meticulosamente los puntos de control, los cuerpos de
guardia, y los pasadizos cubiertos vigilados desde las bóvedas. El comercio, de
modo particular, es recluido en las cuatro «avenidas» cubiertas, cada una de las
cuales alberga 108 tiendas, hasta ser, finalmente, expulsado al Karj donde al-
Mansúr construye una segunda mezquita aljama. Entonces la ciudad se convierte
en el «dominio personal» del califa.
Capital de los seguidores de los cabbásíes, se encuentra exclusivamente po­
blada por los responsables y pensionistas de la revolución, por los soldados ju-
rásáníes (los «hijos del régimen», A bná3 al-Dawla) y miembros de la familia en­
tre los que se incluyen los descendientes de cAlí, primos de los cabbásíes, y se
desarrolla rápidamente siguiendo dos ejes: en primer lugar, la corte califal se
desplaza hacia el este; en vida del propio al-Mansür abandona la ciudad redon­
da para desplazarse al «jardín de la Eternidad» (Juld), instalado en la cabeza
de puente que lleva a la ribera oriental; más tarde, bajo al-Mahdi se dirige a
la Rusáfa y, con al-Ma3mún, al Hasanl. Cada soberano considera una cuestión
de honor el construir una nueva residencia ostentosa y los materiales de cons­
trucción que se utilizan facilitan esta política: se trata de ladrillo crudo barato
recubierto con ladrillo cocido y paneles de estuco. Tras los cincuenta años de
estancia en Samarra, cuando los cabbásíes regresan a Bagdad en el 892, el Ha-
sani se convierte en el centro incomparable del poder califal. Mientras que los
palacios de los primeros califas de la dinastía eran unitarios, el Hasaní abarca
dentro de su recinto varios conjuntos: el Tadj (‘corona’), el Firdaws (‘paraíso’)
y 11 pabellones más. Un lujo deslumbrante acumula en el Hasaní todos los sím­
bolos del poder: 38.000 cortinas de seda, 12.500 vestidos honoríficos, 25.500
grandes cortinas, 8.000 colgaduras, 22.000 tapices, 1.000 caballos, 4 elefantes y
2 jirafas, 5.000 corazas, 10.000 piezas de armadura; todo ello se presenta ante
los embajadores de Bizancio en el año 917. La guardia personal se compone,
entonces, de 20.000 pajes-soldados y 10.000 esclavos a los que hay que añadir
un número mal conocido de criados. Bajo al-Muqtadir (908-932) se cuenta con
15.000 esclavos y con la guardia mudjárí, además de una guarnición de 14.000
hombres.
La capital se desarrolla en otros lugares, incluso en la orilla occidental en don­
de los miembros de la familia han recibido parcelas para instalar residencias y
dependencias. Se construyen nuevos barrios, casas de vecindad y mercados, situa­
dos en torno a los palacios, en zonas parceladas, pero también hipódromos priva­
dos, campos de polo y residencias de los «clientes» de los príncipes cabbásíes. Se
advierte que los palacios califales se rebajan con frecuencia hasta convertirse en
residencias de la jássa, mientras que el urbanismo se organiza en grandes aveni­
das trazadas en función de estos palacios; en la orilla oriental, la Gran Avenida,
paralela al Tigris, tiene, en el siglo x, una topografía muy semejante a la de Sa-
marra: las residencias se construyen en la misma ribera, con accesos al río y vistas
del agua; frente a ellas se encuentran los alojamientos de los soldados, los esta­
blos y las mezquitas privadas. Este urbanismo abierto, con amplios espacios, re­
cortado por la presencia de jardines, parques de animales y reservas de caza, con
un hábitat horizontal y sin pisos, se opone a los callejones sin salida de los barrios
cerrados y protegidos y, en particular, a los mercados. No existe ninguna fortifi­
cación, con la única excepción del muro de tierra construido apresuradamente
por al-Mustacin para proteger la orilla oriental en el 865, durante el año en el
que se defiende del asedio de las tropas de su rival al-Muctazz.
Samarra («se alegra quien la ve») fue fundada por al-Muctasim en 836 como
una segunda Bagdad, con el fin de hacer frente al problema de la seguridad per­
sonal del monarca (tras la guerra civil y la insurrección de Bagdad) y renovar el
prestigio dinástico. Tiene las mismas características que Bagdad y una evolución
similar: su emplazamiento parece bastante mal escogido ya que carece de agua
potable y, previamente, no existía en él más que algunos pueblos y conventos
cristianos; no ofrece pues las mismas ventajas de situación que Bagdad. Se trata,
de una «fundación» absoluta: en un principio se construyó un palacio aislado, el
Qatul (en este caso se trata de un octógono), seguido por un segundo palacio,
colosal, en el que al-Muctasim se instala en 838 y en torno al cual se disponen la
mezquita aljama y algunas zonas aparceladas. Entre 859 y 861 al-Mutawakkil
construye una segunda ciudad, la Dja^ariyya, con su palacio y su mezquita (lla­
mada de Abü Dulaf, que quedó por acabar en el momento del asesinato del califa
en el 861), provista asimismo de varios complejos palaciegos (Balkuwara, el ‘cas­
tillo del Novio’) construidos para los príncipes. El plano de Samarra no revela la
existencia de ningún programa defensivo: falta de fortificaciones, escasos canales,
y presencia de enormes complejos palaciegos, con inmensas avenidas una de las
cuales tiene más de 7 km. Según el modelo jurásání, los palacios están separados
de la calle por un canal cruzado por puentes y se encuentran gigantescos hipódro­
mos, parques de caza y pabellones residenciales situados sobre la ribera occiden­
tal irrigada. No puede discernirse el emplazamiento de los mercados sobre el pla­
no, que revela, ante todo, la gigantesca distribución ortogonal de las arterias pri­
vadas. Si bien existió una zona para los comerciantes, los proveedores del califa
y de la jássa, la ciudad aparece ante todo como un centro militar y administrativo
que distribuye, a lo largo de más de 35 km, residencias y cuarteles, habitados
simultáneamente sin que ello implique que Bagdad haya sido abandonada en fa­
vor de la nueva capital: se trata de la capital de una dinastía vigorosa, deportiva
y guerrera, que desconfía de sus tropas y de las posibles conjuras, en la que resi­
dirán siete califas durante 50 años. En esta ciudad, enormemente larga, la segre­
gación de los grupos étnicos enrolados en el ejército evita la fusión y el contacto
con la población civil y mantiene las oposiciones sobre las que se basa la seguri­
dad personal del califa. Por otra parte la misma inmensidad de la ciudad garantiza
el disponer de tiempo suficiente para huir en el caso de que se produjese un golpe
armado: hace falta un día entero para cruzar la capital a pie.
Samarra y, más tarde, la Bagdad oriental después del 892 exageran la tenden­
cia a lo colosal y lo grandioso de las primeras fundaciones de al-Mansúr: la insta­
lación extensiva y la ocupación del terreno se aproximan a lo absurdo. En Sama­
rra (6.800 ha), el califa y los notables compran escrupulosamente un suelo poco
costoso: el espacio está libre, vacío, inmenso y, en ambas capitales, el uso del
ladrillo crudo limita, afortunadam ente, los gastos que, pese a ello, resultan enor­
mes. Salvo en el caso de los paneles estucados y pintados al fresco, la decoración
puede desplazarse fácilmente: mármol, mosaico, cedro y teca. Se llegan a des­
montar los paramentos y los arcos para poder trasportar los ladrillos cocidos, que
son muy costosos ya que el combustible escasea, dejando con ello al descubierto
los cascotes de ladrillo crudo que son rápidamente erosionados por las inundacio­
nes y por el viento. Con todo, los gastos se encuentran a la altura de las grandes
empresas: la ciudad redonda costó entre 18 y 100 millones de dirhams según las
distintas fuentes, el palacio de las Pléyades le costará a al-Muctadid 400.000 dina­
res y el del príncipe búyí Mucizz al-Dawla un millón. La prodigalidad de al-Mu-
tawakkil impresiona a los historiadores musulmanes: según al-Yacqúbt, el canal
inacabado de la Djacfariyya costó, por lo menos, un millón y medio de dinares.
En ambas ciudades, la extensión del espacio construido por adición de nuevos
barrios pone de relieve el carácter personal y autocrático de las fundaciones: nun­
ca se decide abandonar los antiguos palacios y barrios. El califa manifiesta una
total confianza en su destino, reforzada por las predicciones favorables de los as­
trólogos, a las que se adaptan los arquitectos, los cuales se limitan a ejecutar la
voluntad del califa incluso cuando es extravagante desde un punto de vista técni­
co: tal es el caso de Samarra que carece de agua y de puentes cómodos, está
expuesta a las crecidas y alejada de las grandes rutas imperiales. De hecho, Sama­
rra, una vez ha sido abandonada por la corte y por el ejército, no conocerá la
prosperidad de Bagdad durante la ausencia del príncipe y se retraerá a una zona
minúscula sitiada cerca de la gran mezquita de al-Mutawakkil.

(
Focos de aculturación

Las capitales cabbásíes, ciudades en las que se ha afincado la jássa, viven fun­
dam entalmente de la fiscalidad imperial. En el momento de la fundación de Bag­
dad, cada tío del califa recibe una paga de un millón de dirhams, la familia se
reparte 10 millones y cada uno de los 700 compañeros obtiene una pensión de
500 dirhams mensuales. Una geografía compartimentada distribuye los contingen­
tes beduinos del ejército en barrios tribales y los regimientos jurásáníes (que tam­
bién son árabes) son repartidos en función de su ciudad o región de origen (Jwá-
rizm, Rayy, Marw, Qábúl, Bujára) junto a los palacios y parcelas distribuidos a
los parientes y jefes de los seguidores cabbásíes. La ampliación de la ciudad, en
la que se multiplican los mercados, atrae la inmigración de gentes pertenecientes
a las clases bajas, sobre todo iranios que se han arabizado rápidamente y que se
instalan asimismo en los barrios en función de los vínculos de solidaridad: es el
caso de los artesanos de al-Ahwáz (las gentes de Tustar, especialistas del tejido
de la seda y del algodón). Junto a la élite administrativa, militar y religiosa, Bag­
dad y Samarra ven cómo se desarrolla la cám m ay un pueblo turbulento, sólo en
parte productivo (tejedores, albañiles, escultores de la madera, ladrilleros y alfa­
reros), en parte inactivo o activo de modo irregular (cargadores, barqueros, guar­
daespaldas, maceros y los numerosos ladrones), preocupado por los conflictos po­
lítico-religiosos y por el patriotismo municipal. Profundamente islamizado y tam­
bién arabizado, este pueblo se compromete, sin temor, con el sistema: son los
«desnudos» que resisten durante 14 meses, armados sólo con bastones, frente a
las tropas de Táhir en 812-813, cuando surge el conflicto entre los califas al-Amin
y aI-Ma3mún.
La gran ciudad representa un papel que, sin duda, es esencial en el fenómeno
de la aculturación: si bien Bagdad sigue siendo una ciudad cristiana, con su pa­
triarcado nestoriano y sus conventos e iglesias nestorianas, jacobitas y melquitas,
así como la capital del judaismo, con sus escuelas talmúdicas y la presencia, en
la corte, del exilarca, por otra parte la solidaridad de los barrios cristaliza en tor­
no a las mezquitas dedicadas a los mártires, aquellas que guardan las tumbas de
los imanes shicíes, en Kazimayn, y las de los doctores perseguidos por la inquisi­
ción muctazilí, situadas en torno al mausoleo de Ibn Hanbal. La cultura astroló­
gica, astronómica y médica florece en palacios, observatorios, hospitales públicos
y en la Casa de la Sabiduría, fundada por al-Ma^mün con el fin de reunir en ella
la suma de todos los conocimientos de la antigüedad griega, pero a ella se yuxta­
pone —sin que ello implique que no se produzcan fenómenos de interacción y
de circulación de ideas y personas— un Islam popular, vigoroso y atento a los
debates ideológicos, fácilmente intolerante y siempre agitado por los conflictos
entre las escuelas. El shicismo aparece en Bagdad a partir del año 780 y pronto
empieza, impulsada por los hanbalíes, una auténtica resistencia puritana contra
la inmoralidad de los poderosos.
Samarra y Bagdad son los prototipos de la vida cortesana, dedicada al lujo y
a los placeres que provocan la revuelta de los barrios puritanos y constituyen un
modelo para las provincias: el estilo arquitectónico y decorativo elaborado por
los arquitectos califales se impone en la capital del Egipto túlüní. La gran mezqui­
ta de Samarra, construida en 849-852 y la de Abü Dülaf (859-861), ambas inmen­
sas (100 m por 160 y 104 m por 155, respectivamente) se presentan como autén­
ticas fortalezas en medio de amplios espacios libres: muros gruesos, planta redon­
da de las torres situadas en los ángulos y de los contrafuertes que aparecen a lo
largo de las fachadas, alminares enormes. Volveremos a encontrar en la mezquita
de Ibn Tulún (879), que tiene una planta distinta (en este caso cuadrada), la ten­
dencia al gigantismo, la construcción de ladrillo en grandes pilares rectangulares,
la posición del alminar en el eje del mihrab y, sobre todo, la superposición de
placas de yeso decorado con rosetas e inscripciones epigráficas que sugiere un
traslado de los artistas. Del mismo modo la cocina bagdadí, la etiqueta y la com­
postura y la música llegarán a al-Andalus de la mano del liberto Ziryáb, el «Pe-
tronio andalusí», antiguo esclavo de al-Mahdi, cocinero, bailarín y maestro de
buenos modos. Son, desde luego, las grandes ciudades, las que crean el modelo
del «hombre honrado» musulmán, el adtb. Sus amplios conocimientos que le per­
miten brillar en la conversación y que se ajustan a las reglas del buen gusto son
los que cabe esperar que surjan, en muy buena parte, de la formación que se
exige al secretario, al kátib.
El enciclopedismo árabe codifica, en efecto, una erudición colosal, ecléctica
y algo heteróclita; refleja las tertulias en las que se charla y recita poesía y en las
que se utiliza una terminología pedante y considerable. Emplea una memoria in­
finita, reforzada por procedimientos mneinotécnicos, y desarrolla una cultura his­
tórica, biográfica, genealógica y geográfica que cristaliza en anécdotas, que pue­
den utilizarse fácilmente como ejemplos morales, y en descripciones maravillosas
de presentación agradable: todo ello coincide bastante exactamente con los sabe­
res que se exigen al secretario. Si bien éste debe, además, tener una formación
de jurista (impuestos, estatutos territoriales y estatutos «gubernamentales»), co­
nocer la caligrafía y la retórica administrativa, es su cultura general o su mundo­
logía lo que le permitirá progresar en su carrera: se trata de un conjunto de cono­
cimientos que abarcan la poesía, la cocina, la música, la astronomía, etc., todo
al servicio del adad> o sea, el buen gusto. Y dado que la capital había reunido y
sometido a las normas del Islam y del arabismo las adquisiciones culturales de
Irán y del helenismo, el manual de la cultura mundana hará confluir la etiqueta
de los espejos de príncipes persas y el saber aristotélico, conocido fundamental­
mente a través de las traducciones siriacas del seudo-Aristóteles. Responde asi­
mismo a las críticas irónicas de los secretarios iranios y forja un humanismo ori­
ginal que está de acuerdo con las tradiciones árabes.
Debido al sincretismo que empieza a actuar en Oriente, las ciudades serán los
catalizadores fundamentales del saber. A este respecto, la creación de la «Casa
de la Sabiduría» en Bagdad por al-Ma3mün, en 832, constituye una fecha básica
para la historia del pensamiento humano, pues marca el encuentro de la filosofía
y de la ciencia helénicas con la cultura árabo-irania e hindú. Los musulmanes
recibieron con avidez y respeto a los grandes autores griegos: la traducción de
Platón, Aristóteles y también la de Hipócrates, Galeno, Dioscórides, Ptolomeo,
Euclides, Arquímedes, Herón de Alejandría o Filón de Bizancio constituyeron
un acicate para los doctores que reflexionaban sobre la revelación coránica o, de
manera más simple, sobre las virtualidades de la lengua, el empirismo de la me­
dicina o la observación astronómica. Al-Kindí (m. 873) y al-Farábí (m. 950) fue­
ron los primeros en adoptar la lógica aristotélica y el movimiento niuctazilí del
\ q u e hemos hablado antes obtuvo gracias a ella buena parte de su fuerza argumen­
tativa. La magnitud de las «bibliotecas» que se constituyeron de este modo nos
Aparece, hoy, extraordinaria: en los comienzos del período fatimí en Fustát se nos
habla de 18.000 manuscritos antiguos, de 40 almacenes de libros, de 400.000 vo­
lúmenes, cifra, esta última, que se repite, en Occidente, para la Córdoba de la
misma época.
El campo científico sacó provecho, esencialmente, de este sincretismo. Por
otra parte, cualquier pensador, es a la vez, filósofo, biólogo y matemático: el
«Ptolomeo de los árabes», Isháq ibn Hunayn (m. 910) reunió y desarrolló las teo­
rías antiguas sobre la visión, la óptica y la luz, mientras que sus contemporáneos
Abú Macshar (m. 886) y Thábit ibn Q urra (m. 900) hicieron lo mismo con el
movimiento de los planetas y la trigonometría respectivamente. No obstante,
debe observarse que, por una parte, antes de la aparición de las grandes síntesis
iranias del siglo xi, se trata esencialmente de asimilar, verificar y propagar: por
ejemplo, las teorías geocéntricas griegas del cosmos todavía no se ponen en tela
de juicio. Por otra parte, en un punto esencial, la reflexión científica musulmana
se separa de la herencia helénica. Nos referimos al cálculo: en esta ocasión la
India —y no Ptolomeo o D iofanto— constituirá el punto de apoyo fundamental
de la reflexión matemática; nada mejor para probarlo que la obra, amplia y pre­
coz, de al-Jwárizmi (m. 830), introductor del sistema decimal y del cero hindúes
y también vulgarizador del sistema de ecuaciones de segundo y tercer grado que
también toma de la matemática hindú. Su libro al-Djabr, es decir, el «número
que restaura» la unidad, cubrió, en lo sucesivo, toda reflexión algebraica.

Una civilización urbana sin igual en la Edad Media

Las fundaciones imperiales (Bagdad y Samarra, pero también Raqqa, capital


de Hárún al-Rashid situada cerca de la frontera siria, Tyana, Tarso en Cilicia,
donde reside al-Ma3mün) y las capitales provinciales (Fustát, que será más tarde
la capital de Ibn Tülün, en Egipto) se injertan, con mejor o peor fortuna, en un
desarrollo urbano evidente. Surgen numerosas aglomeraciones en Iraq (Haditha,
Oasr ibn Hubayra, Rahba, Djazirat ibn cUmar), en el norte de Siria (Hisn Man-
sür, Hárüniyya, Masisa e Iskandarúna, reconstruidas frente a los bizantinos) y en
Palestina (Ramla), mientras brotan las ciudades iranias en torno al arrabal árabe.
Debe, no obstante, tomarse todo esto con una cierta reserva y no creer en exceso
en un aparente desarrollo urbano: ciertos éxitos brillantes pueden ocultar el des­
plazamiento de las poblaciones y la decadencia de las antiguas metrópolis. Esto
es lo que sucede en Egipto con el abandono casi total de Alejandría, que queda
reducida a menos de la mitad del espacio encerrado dentro de las murallas de la
Antigüedad y se instala, en lo sucesivo, en el cordón litoral anexo al muelle del
Heptastadio, un pequeño puerto sin importancia que ni siquiera tiene un pequeño
taller para la fabricación de moneda. De la misma manera en Siria se producirá
la regresión de Antioquía. En realidad, la evolución demográfica se conoce muy
mal y los cálculos son puramente hipotéticos. Recordemos principalmente el fin
de las grandes epidemias bajo los cabbásíes tras la etapa en que las pestes se pro­
ducen repetidam ente desde los primeros decenios del siglo vn hasta aproximada­
mente el año 745. Puede pensarse, por tanto, que la urbanización no tiene como
premisa una punción de la población rural tan catastrófica como bajo los Omeyas
o, al menos, que pudo repararse más fácilmente. ^ x
Si bien, en general, una red urbana sustituyó a otra (en ^ iria, dotade son nu­
merosos los abandonos de las ciudades costeras, también en fegipto, c \ \ o s confi­
nes de la Anatolia y quizá también en Irán), en Iraq se produjo en cambio una
auténtica urbanización colosal: Bagdad mide, en el año 892, entre 6.000 y 7.000
ha, por lo menos cuatro veces más que Constantinopla y 13 veces más que Ctesi-
fonte. La ciudad parece contar con medio millón de habitantes: a principios del
siglo x, en dos de las cuatro mezquitas en las que se pronuncia la jutba (a la que.
en principio, se convoca a todos los varones adultos) se cuentan 64.000 asistentes.
Se trata de un peso demográfico com pletamente nuevo ya que el crecimiento de
Bagdad no va acompañado por la decadencia de las ciudades de tamaño mediano,
por lo menos antes de que los Zandjs incendien Basra en 871. Sólo puede expli­
carse debido a la movilización de los recursos financieros de un imperio, que per­
mite el «despegue» de las grandes capitales y por el aum ento de la productividad
agrícola en las tierras sometidas a cultivo intensivo, que permite la supervivencia
de estas enormes aglomeraciones en las que el artesanado sólo contribuye en una
parte mínima a los ingresos fiscales y a la creación de riqueza. Las ciudades no
venden su producción al campo y la circulación de bienes entre la ciudad y el
campo es puramente fiscal. El propio peso de las ciudades constituye un límite
infranqueable para el desarrollo urbano.
La expansión que acompaña a la urbanización en el imperio cabbási no implica
la unidad del urbanismo. Debe dejarse de lado la idea de un «tipo musulmán»
de ciudad, en la que la mezquita ocupa una posición central y los mercados están
dispuestos en un orden iniciático fijo: las capitales omeyas y cabbásíes siguen un
modelo contrario al de la ciudad centrada en el palacio. Bagdad y Samarra opo­
nen su topografía de grandes avenidas, muy distintas de los callejones de los ba­
rrios de los mercados, al espacio limitado y recortado de Fustát, en el que se
mantiene la disposición tribal, y a la estructura de las ciudades antiguas descom­
puestas por la privatización y la usurpación del suelo de las calles. No obstante,
en todas partes se impone un modelo de casa con pequeñas variantes: se trata
de la bayt de Samarra, que conocemos gracias a las excavaciones realizadas en la
capital califal, constituida por un amplio domicilio rodeado de paredes sin venta­
nas y cuyas habitaciones geométricas se abren a un patio central. El análisis de
las excavaciones de Fustát confirma que este modelo data del siglo ix: se trata
de tres habitaciones, alineadas tras un pórtico o antesala con tres vanos, de las
que la central presenta dos entrantes laterales (habitación en T invertida, de
acuerdo con la denominación usual). El patio dispone de un estanque, la disposi­
ción general es frecuentemente asimétrica, y tanto las habitaciones como el palio
están embaldosados de forma irregular.
Sobre este esquema común, que encontramos tanto en el Magrib como en
Siraf, la necesidad y el azar injertan una serie de rasgos particulares: en las casas
de mercaderes de Siraf falta la antesala, pero las paredes altas y gruesas soportan
pisos que se utilizan como almacenes. En Fustát, al igual que en los palacios de
los príncipes, se combinan dos patios que, a veces, se componen de dos bayts,
situadas una frente a la otra, con el fin de obtener apartamentos funcionales: en
unos casos se oponen la zona de recepción y la zona familiar o secreta (harim),
en otros las habitaciones de verano y las de invierno. Todas las excavaciones ar­
queológicas muestran un mismo lujo: calidad de la construcción, buena piedra y
ladrillo cocido, fábrica bien cuidada y excelentes morteros, decoración de estuco
y, sobre todo, abundancia de agua pese a las dificultades existentes para obtener­
la. En Siraf la traen dos acueductos procedentes de la montaña y que se dirigen
hacia el emplazamiento de la ciudad, árido y aplastado por el calor. En Fustát
existen depósitos jerarquizados (para el riego de las calles, lavado y consumo)
excavados en las rocas, que se encuentran próximos a un sistema potente de eva­
cuación de las aguas residuales, canalizaciones y fosas sépticas protegidas por mu­
ros y que se limpian regularmente desde el exterior de las casas: prueba de ello
es su contenido arqueológico, homogéneo y contemporáneo de la época en que
fueron abandonadas. El ingenio, el afán de limpieza y la eficacia se descubren,
incluso, en Fustát en la construcción, en las terrazas en las que se encuentran
sistemas de captación de vientos frescos que, a continuación, se distribuyen m e­
diante canalizaciones: todo ello llevará, en los siglos x y xi, a la multiplicación
de instalaciones hidráulicas. Así, en una casa simétrica ordenada en torno a una
canalización a cielo abierto, una fuente, provista de una cascada que humedece
y refresca el aire, conduce a un estanque con surtidores y criaderos de peces
rojos, rodeado de arriates y zanjas para los árboles. Este modelo, que ya es fati-
mí, tiene una doble simetría orientada y corresponde a las casas de grandes di­
mensiones.
La tipología diversificada de las ciudades islámicas y la originalidad de las for­
maciones urbanas y de sus topografías no deben hacernos olvidar que la genera­
ción de las ciudades cabbásíes presenta rasgos comunes: surge una clase que sube
y que recibe el nombre de «patriciado», constituida por gentes que viven de las
rentas de la tierra, por profesionales de la religión y por mercaderes, y que se
codea con los representantes del poder central, los secretarios, o sea, los funcio­
narios de las oficinas, y los militares. Con diversos orígenes religiosos (nestoria-
nos, zo roas tríanos, musulmanes) y sociales (juristas y profesores de tradiciones
—hadith—, dihgans, antiguos funcionarios sasánidas del distrito, mercaderes de
la ruta de la seda que lleva desde el Jurásán hasta la Transoxania y la China),
pero estrechamente asociados en función de los matrimonios que los llevan a fu­
sionarse, rápidamente, en familias de actividades económicas muy variadas, los
linajes patricios de Nishápúr unen el prestigio de la ascendencia árabe y musulma­
na de los conquistadores (los Harashi, familia de cadíes, descienden, por ejemplo,
del califa cUthmán, de quien toman el nombre) y las realidades del poder econó­
mico local: los Harashí-cUthmání reciben también numerosas propiedades por sus
matrimonios con hijas de funcionarios y se asocian, en el siglo x, a mercaderes
de origen persa, los Balawí.
Una imagen arqueológica extraordinariam ente precisa de la hegemonía de la
clase dominante nos la proporcionan las excavaciones de Fustát y de Siraf: son
mansiones inmensas, que parecen fortificadas, protegidas por los alojamientos de
los porteros y, a veces, con entradas acodadas. Su extensión resulta sorprendente:/
en Siraf los domicilios excavados miden entre 210 y 540 m 2 de superficie en la|
planta baja, con una media de 361 m 2, sin contar la planta alta. En Fustát la
planta, menos clara (los muros, con frecuencia, han sido arrasados al nivel de los
cimientos), y la irregularidad de la parcelación, nos permiten, a pesar de todo,
reconocer conjuntos muy amplios y hacen surgir dos módulos distintos: uno, sen­
cillo, con un solo patio, que tiene de 180 a 200 m 2, y otro, con doble patio, y
400, 500 y hasta 1.200 m 2. En ambos lugares, el emporium iranio y la metrópolis
egipcia, estas enormes mansiones ocupan todo el espacio, especialmente en el
campo de excavaciones de Fustát B (350 m de longitud por una anchura com pren­
dida entre 50 y 100 m), en el que enmarcan amplios complejos industriales (talle­
res de alfarería y vidrio). No se encuentra ningún tipo de hábitat de menor enver­
gadura con la excepción de ciertos restos de squatters tardíos situados en los islo­
tes muy destruidos que rodean la encrucijada principal. Las casas patricias, que
en Fustát han sido denominadas «castillos», aparecen perfectamente unidas sin
dejar entre sí espacio alguno que perm itiera la presencia de un tejido de casas
pequeñas que ocupara los huecos. Tampoco se encuentran casas de alquiler, del
tipo de la antigua ínsula, que los visitantes caracterizaban por sus múltiples pisos.
¿Dónde vive el «vulgo», la clase baja? y ¿dónde están las tiendas? Si puede pen­
sarse que los inmigrantes vivían en habitaciones de alquiler situadas sobre las te­
rrazas de los patricios y que los trabajadores habitaban en los mismos talleres,
estas constataciones multiplican los límites de la pretendida exuberancia de los
mercados y del desarrollo de la clase media de los artesanos. Surge, entonces,
una imagen de la ciudad que manifiesta la dependencia íntima de los asalariados
y supone la integración de los débiles en el seno de estas grandes casas: esto ilus­
tra la existencia de clientelas familiares y, de manera más general, la base familiar
de la organización urbana.

Un poderoso dinamismo artesano y una expansión artística

El desarrollo urbano impone y estimula una diversificación creciente de las


actividades, que se desarrollan a la sombra de las residencias de la «élite». La
ciudad musulmana hereda de la Antigüedad tardía una extensa gama de oficios
artesanales cuyo número se ha precisado y multiplicado debido, en parte, a la
preocupación puntillosa por la calidad y por el control de los precios. De entrada
hay que prescindir de la idea de una vida corporativa que agrupara a los maestros
artesanos en una asociación privada obligatoria, así como de la teoría de un ca­
rácter iniciático y democrático de las agrupaciones profesionales a partir de un
«pacto de honor» artesano cuyo gran maestro habría sido el barbero del Profeta,
Salmán el Persa, llamado «el Puro». Se ha podido dem ostrar que esta especula­
ción es tardía y que establece una confusión entre el nacimiento de la futuw w a,
una sociedad política sin carácter profesional, contaminada por los ritos iniciáti-
cos de los ismá^líes, que surge a fines del siglo IX, y la organización estatal dedi­
cada a la supervisión del trabajo urbano.
Esta última es muy antigua: en ciertos oficios se organiza desde la época om e­
ya y, bajo los cabbásíes, empieza a someterse al control de los guardianes del
comercio, los almotacenes o muhtasibs. Éstos son especialistas elegidos para ga­
rantizar la calidad del producto, supervisar los precios y asegurar que los maes­
tros se inscriban en los registros fiscales. Bajo su guía los oficios se mantienen
abiertos: el aprendizaje, la admisión en la profesión y su ejercicio no están some­
tidos a ninguna regla restrictiva o coercitiva. Tampoco se impone la localización
topográfica de las actividades por más que se vea con buenos ojos la agrupación
de los oficios que permite una vigilancia más fácil. Si nace un «espíritu de cuer­
po», ello se debe al mismo peso sociológico que hace que los hijos sigan las pro­
fesiones de sus padres o de sus tíos y sólo podemos citar un número limitado de
casos de conflictos de grupo entre oficios (encargados de baños contra comercian­
tes de sal en La Meca, oficios de la alimentación contra zapateros y mercaderes
de telas en Mosul, en 919 y 929). En este cuadro institucional o contra él, el
mundo artesano no manifiesta ninguna aspiración democrática determinada y no
se constata ninguna penetración masiva de las teorías ismá^líes en los medios pro­
fesionales; por otra parte, el interés que manifiestan los escritores por el mundo
del trabajo no es más que una reminiscencia escolar de la cultura antigua.
En todas las ciudades del mundo islámico, las necesidades del consumo impo­
nen la presencia de los oficios relacionados con la alimentación y con la transfor­
mación final de los productos. Junto a los proveedores de las residencias aristo­
cráticas (mercaderes de hortalizas y frutas, frecuentemente especializados de ma­
nera muy específica en un único producto, comerciantes en granos, lecheros,
mercaderes de vinagre, vino y vino de dátiles, pescaderos, vendedores de maris­
cos, carniceros y vendedores de aves de corral) y a todos los oficios relacionados
con las cadenas de producción (desde el mercader de ganado hasta el matarife,
descuartizador, carnicero, tripero y fabricante de salchichas; igualmente y, desde
el mercader en grano hasta el molinero, vendedor de harina, panadero, hornero
y una gran variedad de tipos de pastelero), el mercado o zoco ve surgir gran nú­
mero de fabricantes de diversos platos cocinados, destinados a la alimentación de
las clases populares que no cocinan, bien sea por temor a los incendios o por
falta de medios para comprar alimentos al por mayor, y recurren a la casa de
comidas. Son platos de pescado, arroz, legumbres, carnes en salsa (de buey, que
se contrapone al cordero considerado como la carne de los ricos, y de camello),
menudos, buñuelos y dulces de miel. La comunidad social y cultural se expresa,
desde al-Andalus y Sicilia hasta el Irán, gracias a la difusión de esta cocina calle­
jera; existen platos que permanecen sólidamente implantados, en el Palermo del
siglo xx, con sus nombres árabes (cália o sfincio). También el hammám surge
por todas partes: se ha olvidado su origen griego, que se ha visto desplazado por
la necesidad ritual que impone el Islam. También en todas partes se desarrollan
los oficios relacionados con la construcción, que son muy numerosos, los fabri­
cantes de muebles (cofres, asientos, armarios), las profesiones relacionadas x^n
el cuero (esenciales para el mobiliario y los recipientes), con los tejidos (el sastre,
cuyo salario elevado y prestigio social subrayan el carácter altamente técnico del
oficio) y las artes del fuego (herrero y ceramista).
La circulación interregional de productos de artesanía afecta, además de a un
gran número de productos alimenticios que se conservan (confituras, frutas con­
fitadas, frutos secos, verduras en vinagre) y pueden transportarse sin excesiva di­
ficultad, a los productos elaborados de alta calidad y, en particular, a los textiles,
armas, papel y cerámica decorativa. Las técnicas, pese a la unidad política, se
difunden lentamente y su difusión se debe más a la emigración de los operarios
que a la imitación (así, en Fustát, los fabricantes de pañuelos de lino proceden
de Amida, en Mesopotamia). Esto concuerda con la extraordinaria capacidad vi­
sual que adquieren los clientes para reconocer las calidades, los orígenes y la ha­
bilidad manual adquirida por las sucesivas generaciones que trabajaban con una
continuidad perfecta, de tal modo que se llegan a inventar expresiones para deno­
minar los trabajos efectuados, de acuerdo con las normas y procedimientos tradi­
cionales de las regiones de origen, por los obreros emigrados: de esta manera,
los tapices tejidos en Ramla, Palestina, por operarios procedentes del Tabaristán
recibirán el nombre de tabart ramlt. La localización de estas «especialidades» se
debe en gran parte a las materias primas que, cuando son pesadas, resultan de
transporte difícil. De este modo, la metalurgia se sitúa principalmente en las re­
giones mineras: es el caso de las industrias de armamento armenias, afganas y de
la Transoxania, de la siderurgia damascena, que no se encuentra lejos del hierro
del Taurus y de la Cilicia, de las forjas del Dágistán, del Adhárbaydján, de Nis-
hápúr, de Isfáhán, de la calderería de Mosul y de la industria del latón en Herát
y Baykand. Pero Damasco, donde se desarrolla una industria del cobre, y el delta
egipcio, donde Tinnis crea una industria especializada de cuchillería, muestran el
papel que adquieren los medios artesanales de tradición antigua y de alto nivel
técnico a la hora de establecer tales centros y poner de relieve su fama.
La industria textil —sin duda la de mayor importancia y la que acapara lo
esencial de las inversiones familiares dedicadas a la adquisición del mobiliario y
al establecimiento de una reserva eventual— presenta una especialización análoga
de los centros de producción que, de la misma manera, se distribuyen en función
de las materias primas: lana de Egipto, de Siria y del arco de montañas que va
del Taurus al Irán a través de Armenia y del Tabaristán, lino del delta egipcio,
algodón del Jurásán y de la Djazíra, seda cruda del Jurásán y de al-Ahwáz. Evi­
dentem ente, el transporte, más fácil, de ciertas materias primas, que se cotizan
de manera especial, favorece la multiplicación de centros y la diversificación a
ultranza de los productos: tapices de Tiberíades, de Armenia, del Adhárbaydján,
del Tabaristán, del Jurásán y de Transonia, tapices bordados con agujas del Fars,
mantos a rayas del Yemen, tejidos de algodón del Kima, pañuelos del Tabaristán,
satén del Jurásán, brocado y dibádj (trama y urdimbre de seda) de Tustar, tafetán
cattábí de seda y algodón de Siria, vestidos del Fars, tejido siqlatün con grandes
círculos ornamentados de Bagdad, gasas de lino egipcio, el sharb y el qasab del
delta. Esta breve lista sólo nos permite atisbar la gran variedad de productos exis­
tentes, entre los que se encuentran ciertas imitaciones declaradas de modelos de
prestigio como los «cinturones armenios» de Tib, en al-Ahwáz.
Por otra parte, nos encontramos ante la primera fase original de un arte deco­
rativo que puede calificarse de «musulmán», de la misma manera que el arte de
los Aqueménidas acabó por ser «persa». Dicho de otro modo, al encontrarse en
presencia de tradiciones frecuentem ente antiguas y poderosas como la exuberan­
cia floral hindú, el arte que representa figuras de animales en el Oriente Medio
mesopotamio y las representaciones «historiadas» y en materiales suntuosos de
Egipto y Siria bizantinos, los califas o su entorno no pensaron por un momento
en imponer una tradición exótica que, por otra parte, no les proporcionaba el
arte árabe preprofético. Atrajeron en torno a ellos, y sin pretender una colabora­
ción exclusiva, a artistas de las regiones más diversas y, en una primera etapa,
les permitieron trabajar de acuerdo con modelos que, indiscutiblemente, eran bi­
zantinos o sasánidas, como sucedió en Damasco o en la cúpula de la mezquita
de la Roca en Jerusalén. En el 722, el califa omeya Yazid II trató de presionar
sobre el arte al prohibir, incluso antes que los bizantinos y sufriendo tal vez la
influencia de una concepción muy rigorista en el O riente Medio, toda representa­
ción de criaturas, considerada como una manifestación inadmisible de «compe­
tencia» con Dios. Pero, si bien los edificios dedicados al culto se adaptaron a
estas exigencias —que, por otra parte, fueron suscritas con mayor suavidad por
los cabbásíes—, subsiste un número suficiente de motivos decorativos en edificios
privados, así como de cerámicas o miniaturas anteriores al siglo x, en los que
aparecen figuras humanas: tal es el caso del palacio de Qusayr cA m ra, en Jorda­
nia, y ello nos permite dudar de la eficacia del espíritu iconoclasta musulmán.
A partir de aquí, y en una segunda etapa, la concurrencia de las diversas co­
rrientes estéticas hizo surgir una fuente de inspiración original que resultó, en
definitiva, bastante homogénea de un extremo al otro del Dár al-Islám. Dado
que la pared, la puerta, la columna o el plato no deben utilizarse como com enta­
rio o ilustración de un versículo sagrado o de un tratado jurídico, carece de im­
portancia que el arte apunte, o no, a la realidad, a lo concreto. Por ello la expre­
sión artística musulmana será abstracta, se situará al margen de la vida, como
puro sueño y misterio, sin más significado que la armonía de las formas. La esti­
lización, la geometría, la imbricación y la repetición infinita de las figuras consti­
tuyen su tema fundamental. Curvas, contracurvas, rombos, mocárabes y orna­
mentos florales que se multiplican, debido a un horror al vacío que es, aquí, to­
talmente medieval, sobre el estuco, la madera, el marfil, el barniz de los azulejos,
el tejido, el vestido, hasta alcanzar un exceso que resulta agobiante para nuestra
estética occidental. Los dos únicos elementos que podrían romper esta monotonía
exuberante no alteran mucho el conjunto: el primero es el «arabesco», o sea, la
inscripción piadosa en rasgos estilizados que se mezcla con la decoración, la cual,
a su vez, toma sus formas del aspecto mismo de la escritura árabe que se constru­
ye a base de bucles y cortos segmentos curvados. Estas inscripciones resultan, a
veces, difíciles de distinguir de la ornamentación floral vecina. En lo que respecta
a la introducción, típicamente «oriental», de motivos a base de figuras de anima­
les, tanto si se trata de monstruos como de fauna real, elefantes, camellos, leo­
nes, pavos reales, pero también aves fénix, dragones, unicornios, pájaros de fue­
go, que encontramos luchando, enfrentados, formando filas, la estilización les
hace perder buena parte de su interés «óptico», que es sustituido por eTv&lor
simbólico que encarnan y que resulta bien conocido.
Sin duda, es algo artificial el contemplar el nacimiento de este arte desde la
ciudad: muchos palacios rurales han desaparecido. Pero la riqueza y el costo pro­
bable del arte desarrollado en la corte o asociado con el culto justifican su asocia­
ción con los centros fundamentales de aculturación que son los enormes conjun­
tos urbanos.

A l Oeste, una reanimación y no un despegue...

En el Oeste, las indicaciones relativamente numerosas que poseemos sobre el


desarrollo de la función del «señor del zoco», el sáhib al-süq, en Córdoba y en
Qayrawftn, deben relacionarse con los aspectos generales del desarrollo urbano
que, por su parte, se muestran de acuerdo con los modos de urbanización que
aparecen en todo el mundo musulmán. Aquí, una vez más, puede insistirse en la
precocidad de esta estructuración urbana de tipo oriental.
Qayraw&n, en sus orígenes, es una ciudad-campamento que puede compararse
con Kúfa, Basra o Fustát, en las que, de entrada, se delimitan los barrios tribales
y el núcleo monumental. El gobernador Hassán ibn al-Nucmán (692-705) em pren­
dió, de manera muy activa, la construcción de la mezquita catedral y sabemos
que la obra fue concluida bajo el califa Hishám ibn cAbd al-Malik (724-743). En
ella se utilizaron las técnicas del ladrillo y la reutilización sistemática de las co­
lumnas antiguas; es una de las más bellas del Islam (80 m por 135 m son las me­
didas del conjunto constituido por el patio y el oratorio), contiene 17 naves de
techo plano y una cúpula sobre el tramo en el que se abre el mihrábi La decora­
ción, a base de cerámica con reflejos metálicos, deriva directamente de Samarra.
La mezquita fue objeto de modificaciones sucesivas después del 774 y, más tarde,
en 836 y 862 fue ampliada de nuevo y su alminar cuadrado adquirió mayor altura
hasta alcanzar los 30 m. También hacia esta época se construyó su mercado cen­
tral, a lo largo del Simát, la gran avenida que dividía la ciudad en dos; el gober­
nador Yazid ibn Hátim, algo más tarde, lo estructuró y especializó de acuerdo
con los oficios. Pero al margen de este urbanismo oficial, la ciudad se estructura
asimismo de manera espontánea en torno a los zocos y mezquitas de barrio, mu­
chas de las cuales aparecen documentadas desde antes de mediados del siglo v i i i .
La capital de Ifriqiyá siguió creciendo a ritmo rápido en época aglabi, pero los
gobernantes de esta dinastía la duplicaron construyendo ciudades principescas a
la manera cabbásí: primero fue al-cAbbásiyya, en los comienzos de la dinastía y,
más tarde, Raqqáda, a fines del siglo IX. Para las necesidades de aprovisiona­
miento de agua de esta metrópolis se llevó a cabo, ya desde la época de los go­
bernadores, y, más tarde, durante el período aglabí, una red completa de obras
hidráulicas —depósitos de almacenamiento y canalizaciones— de la que todavía
quedan restos en los alrededores de la ciudad.
La línea general de la evolución es la misma en todo el occidente musulmán
aunque debe tenerse en cuenta que, en la mayoría de los casos, se trata de la
reanimación y de la reestructuración de ciudades antiguas en decadencia más que
de la fundación de ciudades nuevas. La excepción principal está constituida, evi­
dentem ente, por Fez, fundada hacia el 789 bajo Idris I y, más tarde, ampliada a
principios del siglo ix por Idris II, quien distribuyó a los árabes procedentes de
Ifriqiyá y al-Andalus en barrios tribales. En Túnez, la mezquita catedral (la Zay-
tüna) fue construida por el gobernador Ibn al-Habháb (732-741) y se vio rodeada,
rápidamente, de zocos. En el Magrib occidental, la urbanización del país se desa­
rrolló dentro del marco de los principados idrisíes, cuyos centros fueron ciudades
fundadas en el siglo ix, como al-Basra, o pequeños núcleos preislámicos. De en­
tre ellos, varios acuñan moneda y las abundantes emisiones de dirhemes dan tes­
timonio de la progresiva «monetarización» de la economía.
Apenas conquistada Córdoba, el gobernador al-Samh (719-721) hace recons­
truir en piedra el puente romano sobre el Guadalquivir y restaurar la muralla
parcialmente derruida. La historia de las ampliaciones sucesivas de la mezquita
aljama, corazón material y espiritual de la aglomeración, ofrece claros indicios
sobre el crecimiento de la gran metrópolis andalusí. En al-Andalus, este edificio
tiene un papel que puede compararse al santuario de Qayrawán, en el Magrib:
hacia el año 766 o 768 se empezó a construir, en el emplazamiento de la catedral,
adquirida a los cristianos, un edificio al que se hicieron continuas adiciones hasta
mediados del siglo x, con lo que adquirió un tamaño grandioso. La sala de ora­
ción (180 m por 120 m), más grande que las de Samarra o Fustát, comporta 19
naves sostenidas por más de 850 columnas de mármol, unidas por una doble red
de arcos de piedra blanca y ladrillo rojo. Varias cúpulas recubiertas de mosaico,
una decoración floral a base de estuco y paneles de alabastro grabados con ins­
cripciones piadosas dan testimonio de una inspiración claramente autóctona, «vi­
sigótica», por no decir romana. Este edificio, el más considerable que nos ha le­
gado el Islam medieval, constituye, por sí solo, una prueba de la amplitud de
medios y de la fuerza política y económica de los emires omeyas que se refugia­
ron en España tras la matanza del 750. Para los viajeros árabes, Córdoba es la
única rival posible de Bagdad. La célebre «revuelta del arrabal» del 818 muestra
la extensión, ya considerable en esta época, que han adquirido los barrios popu­
lares situados frente a la antigua ciudad romana, al otro lado del Guadalquivir.
Habrá que esperar, no obstante, a la primera mitad del siglo x, bajo el califato,
para que Córdoba, como Qayrawán, se vea superada por una ciudad principesca,
Madinat al-Zahrá3.
Estas ciudades o, al menos, las más notables de entre el Ins. se convierten rá­
pidamente en núcleos de vida intelectual. Esto no afecta sólo <i las capitales po­
líticas sino también a los centros de mayor envergadura: Túnez, por ejemplo, tie­
ne, al igual que Qayrawán, sus sabios y sus tradicionistas y su mezquita era, ya
antes del período aglabí, un centro de cultura y de enseñanza famoso. Una ciudad
geográficamente tan marginal como Zaragoza, situada en la frontera del mundo
franco, no es sólo una plaza fuerte y un centro de intercambios comerciales. Por
el contrario, a través de los diccionarios bibliográficos andalusíes puede adivinar­
se, desde los primeros tiempos del Islam y durante todo el período del emirato
de Córdoba, la existencia de una notable vida religiosa e intelectual de la que da
testimonio la treintena de hombre de religión, juristas y letrados oriundos de esta
ciudad o que vivieron en ella antes de la proclamación del califato (929) cuyos
nombres fueron considerados dignos de ser preservados por los biógrafos en sus
repertorios. Lo mismo sucede en Toledo, a pesar de que esta ciudad fue, étnica­
mente, poco arabizada y que estuvo permanentemente en estado de disidencia
política con el poder central de Córdoba, llegando incluso a aliarse contra él con
los cristianos del norte de la península. Desde los comienzos del emirato encon­
tramos en Toledo a un grupo de personajes dedicados al estudio de las letras y
de las ciencias religiosas que viajan a O riente para escuchar las enseñanzas de
Málik ibn Anas (m. 795). A su retorno, estos estudiantes se convirtieron en maes­
tros y difundieron sus conocimientos entre sus compatriotas. Algo más tarde, en
la primera mitad del siglo ix, otro grupo se dirige, en viaje de estudios, a Q ayra­
wán para recibir, en esta ciudad, la enseñanza del gran jurista málikí Sahnún.
Resulta obvio, en efecto, que tanto en Toledo como en Zaragoza, toda la ciencia
procede de Oriente, bien sea de manera directa a través del viaje que muchos
eruditos han realizado con el fin de buscar el conocimiento en sus mismas fuen­
tes, bien de manera indirecta a través de Córdoba o de Qayrawán, ciudades en
las que también se transmite la enseñanza de los maestros orientales. Uno de los
elementos sociales más activos está constituido, en los centros de población im­
portantes, por el grupo de doctores en ciencias religiosas y jurídicas del que se
conoce, por ejemplo, el papel importante que representó en el levantamiento del
arrabal de Córdoba del 818.
En su calidad de capitales políticas y administrativas, lugares en los que reside
la aristocracia militar, centros de producción y de intercambio, focos de vida in­
telectual y de irradiación cultural, las ciudades del Occidente musulmán se ani­
man rápidamente, a medida que se desarrolla el nivel de civilización y de integra­
ción al mundo musulmán de estos lejanos límites del D ár al-Islám. Se ha señala­
do, a propósito de Ifriqiyá, donde la sociedad se encuentra, en buena parte, do­
minada por el hecho ciudadano, la existencia de una tendencia excesiva a consi­
derar las ciudades como organismos amorfos, dóciles y sumisos sin reservas al
poder. La ciudad ifriqí del siglo I X es, por el contrario, el centro neurálgico que
agrupa las fuerzas vivas de la región, un lugar de tensión permanente entre los
múltiples clanes burgueses o aristocráticos y, por su propia naturaleza, un medio
de fermentación perpetua, tal como puede observarse a través de la historia agi­
tada de Qayrawán, Túnez, Trípoli o Palermo durante la época aglabí. Este dina­
mismo se percibe también en al-Andalus, pero debe tal vez subrayarse que, en
ambos casos, parece agotarse en una agitación cuya lógica comprendemos mal,
ya que está marcada por revueltas y luchas de clanes, bastante estériles en apa­
riencia, que, posiblemente, deban relacionarse con la falta de estructuración y de
autonomía orgánica de las ciudades de la Edad Media musulmana.

...pero una misma sociedad urbana

En Occidente, la descripción clásica de la sociedad urbana musulmana la con­


sidera compuesta por la masa, o al-cámma> que comprende a los artesanos, pe­
queños comerciantes, jornaleros y asalariados de todo tipo, y la élite o al-jássa,
cuya imagen en O riente acabamos de ver. La élite com prende, en primer lugar,
el grupo titular del poder, asimilable en los emiratos occidentales del siglo ix a
un auténtico clan de parientes, por línea paterna, y de clientes de la dinastía rei­
nante que ocupan los puestos clave del gobierno, la administración y el ejército
y representan, la igual que en O riente, un conjunto de varios centenares de per­
sonas a las que se han atribuido las pensiones más elevadas e importantes propie­
dades territoriales. También forma parte de la jássa la antigua aristocracia militar,
básicamente de origen árabe, pero que abarca también a los mawáli de origen
oriental y, en Ifriqiyá, a numerosos jurásaníes. Constituyen el núcleo antiguo del
ejército y algunos de sus elementos permanecen a sueldo debido a su participa­
ción relativamente frecuente en las campañas militares (como los djunds sirios en
al-Andalus), mientras que a otros les han sido concedidas amplias concesiones
territoriales, razón por la cual se encuentran relativamente «desmovilizados», en
la medida en que no dependen directam ente del Estado para su subsistencia. Este
último, por otra parte, confía más, pai'a las operaciones de policía y expediciones
de importancia limitada, en la guardia del príncipe o en las tropas acuarteladas
formadas por mercenarios o soldados de condición servil que han sido reclutados
entre los bereberes, esclavones (esclavos de origen europeo) o negros, por encon­
trarlos siempre a su disposición y por considerarlos más seguros, dada su expe­
riencia de las múltiples revueltas del ejército tradicional. No obstante, en caso de
campaña importante o de peligro inminente, siempre puede apelar a este último.
Se clasifica también dentro de la élite a la categoría importantísima de los fu -
qaháy es decir los intelectuales, especialistas en las ciencias jurídico-religiosas o
fiqh> cuyos nombres llenan los diccionarios biográficos y que, partiendo a veces
de un origen humilde, podían elevarse gracias a su ciencia hasta los más altos
puestos del Estado. De este modo, el cadí de Qayrawán, Asad ibn al-Furát, en­
cargado en el 827 de dirigir al ejército que se embarcaba para Sicilia, al acordarse
de su pasado de modesto alfaquí en medio de los honores que le rodeaban, se
dirigió a sus compañeros exhortándoles a cultivar la ciencia del derecho que —se­
gún les decía— podía abrirles todas las puertas, incluso la del mando de los ejér­
citos. Muchos acceden a funciones oficiales, en primer lugar a las de la judicatura
(cadí o juez, m ufti o consejero del cadí) o a cargos relacionados con el servicio
de las mezquitas (dirección de la oración y de la predicación). Los más famosos
entran en los consejos de los soberanos, pero algunos tienen el prurito de recha­
zar cualquier compromiso con el poder, lo que, evidententemente, incrementa su
fama entre el pueblo. Orgullosos de este prestigio pueden, a veces, llegar muy
lejos en la crítica o, incluso, en la oposición declarada a determinada medida
adoptada por el poder. Algunos se dedican, simplemente, a la enseñanza y esta
actividad les proporciona, por lo menos, una parte de sus medios de subsistencia.
Este grupo social unificado por su formación y por su función (se trata, siem­
pre, de establecer lo que es conforme a derecho), así como por sus orígenes y
actitud con respecto al poder, representa un papel fundamental en la sociedad
musulmana entre fines del siglo v i i i y principios del x. Son los alfaquíes los que
difunden en Ifriqiyá y al-Andalus la doctrina málikí, una de las escuelas más rigo­
ristas dentro del Islam ortodoxo. A unque pueden proceder de las categorías so­
ciales más diversas, la mayoría de ellos parece haber surgido de una especie de
clase media, situada al margen de la división entre al-jdssa y al-cámma y constitui­
da por los comerciantes que formaban una burguesía de hecho aunque no estuvie­
ra reconocida por la jerarquía oficial; pese a esto último debe señalarse que, en
Córdoba, los notables más acomodados de los arrables y de los bazares aparecen,
a veces, ocupando el último lugar dentro del orden protocolario. En efecto, a
través del laconismo de las biografías en torno al tema de los medios de existencia
de estos alfaquíes, se entrevé que un número considerable de ellos procedían de
familias de mercaderes e incluso se dedicaban, ellos mismos, al comercio en una
civilización en la que esta actividad no era, en modo alguno, objeto de ningún
descrédito social ni religioso, sino más bien lo contrario.
Numerosas obras atraen la atención sobre la imbricación de intereses entre
comerciantes y alfaquíes y subrayan el respeto de los primeros por la ciencia del
derecho y la interconexión de las redes de circulación de los mercaderes y los
intelectuales puesta de manifiesto por los esquemas de viaje que combinaban los
intereses de ambos órdenes, así como el hecho de que la ley islámica fue codifi­
cada en la época en que la sociedad urbana musulmana estaba dominada por una
mentalidad comercial. Puede discernirse, entre los alfaquíes andalusíes del siglo
ix, la existencia de una oposición entre un primer grupo de juristas estrechamente
especializados en el fiqh e interesados por el ejercicio del poder, y una generación
posterior, abierta a las ciencias religiosas que entonces nacían, cuyos representan­
tes se dirigieron a O riente y adquirieron un prestigio superior al de sus rivales.
Tal vez los segundos sean el resultado de una creciente integración de al-Andalus
en las redes de intercambio del mundo musulmán, así como de la ascensión de
las clases urbanas ligadas al desarrollo de la producción y del comercio. A pesar
de ello no debe llevarse demasiado lejos la identificación entre clase comerciante
y clase intelectual: en primer lugar porque existen categorías de comerciantes con
un nivel social muy diferente (los tudjdjár, que se dedican al gran comercio y
están relacionados con los medios dirigentes, y los pequeños tenderos de los zo­
cos ciudadanos, que forman parte de la cámma y están sometidos a la jurisdicción
del sáhib al-süq). Desde luego, los intereses de estas dos categorías no son los
mismos. La prosperidad del comercio a gran distancia que, en buena parte, es
practicado también —especialmente en O ccidente— por mercaderes no musulma­
nes, judíos y cristianos, carece de relaciones estrechas con el contexto económico
regional o local. Sería abusivo, por otra parte, presentar a los alfaquíes como una
clase exclusivamente urbana, por más que se encuentren muy ligados al medio
ciudadano por su formación y, frecuentem ente, por sus actividades ulteriores.

Lys LAZOS DEL COM ERCIO

/
U E1portancia
movimiento de técnicas y técnicos desde el este hacia el oeste tiene una
fundamental en el proceso de unificación cultural del mundo islámi-
cb: denota la presencia de gustos comunes y subraya el papel que representan las
clases dirigentes en la difusión de los productos.
De este modo, la producción textil, que moviliza grandes masas de obreros,
hilanderas, tejedores y tintoreros, recupera tradiciones técnicas y artísticas anti­
guas coptas y, sobre todo, sasánidas y bizantinas (trabajo del brocado en efectos
de fondo y de trama) y más tarde innova al inventar, por ejemplo, el trabajo del
lampote de múltiples tramas. También populariza nuevas fibras como el algodón
o la seda cuya difusión de O riente a Occidente resulta muy rápida: el algodón,
introducido en el siglo vm a partir de su lugar de origen en el Jurásán, llega antes
del siglo xi a Hispania, Túnez y Sicilia desde donde será exportado, en rama, ha­
cia el centro industrial egipcio. El gusano de seda, que ya conocían los bizantinos
y los sasánidas, y la técnica compleja de su cultivo, de su devanado e hilado, cuya
introducción o perfeccionamiento se atribuye a los chinos que fueron hechos pri­
sioneros en el Talas en 751, llega a Hispania muy pronto. Al-Andalus se convierte
en la principal región dedicada a la sericultura, tal vez porque fue poblada por
árabes de Siria, mientras que Sicilia se convierte, a partir del siglo x, en la gran
productora de seda bruta del mundo musulmán, de la misma manera que Cala­
bria, en la zona situada alrededor de Reggio, es uno de los grandes proveedores
de materia prima de las sederías bizantinas. Algo similar sucede con el papel cuya
introducción se atribuye, asimismo, a los prisioneros chinos del 751. De hecho,
su fabricación se implanta primero en Samarcanda donde, todavía a principios
del siglo x, se elaboran papeles de gran calidad que los ijshidíes importan en
Egipto. La administración adoptará el papel a fines del siglo vm (la primera fecha
segura es el 799) y éste sustituirá a los restantes materiales utilizados para escri­
bir, en los que las correcciones se distinguen menos bien que sobre el papel. Las
grandes variedades de éste se denominan a partir de nombres de príncipes o de
altos cargos de la administración: «faraónico», sulaymáni (derivado del nombre
del tesorero de Hárún al-Rashid), djcffari (de Djacfar, visir de HárQn), talhi (de
Talha, hijo de Táhir), táhiri y núht (de NQh el Samáni). A partir del 794 se fabrica
papel en Bagdad, en el siglo x en Egipto y, poco después, en España, particular­
mente en Játiva, iniciándose así un comercio de exportación de papel de gran
calidad hacia Egipto. Se trata de un papel fabricado con trapos desmenuzados a
los que se añade cola de almidón, que se alisan, finalmente, sobre una capa su­
perficial de harina y almidón y cuya masa se colorea con frecuencia. Toda una
gama de colores (amarillo, azul, violeta, rosa, verde, rojo) muestra la perfección
técnica que se ha alcanzado, mientras que su uso como envoltorio (cucuruchos y
paquetes) a partir del siglo xn da testimonio de la democratización del producto.
La arqueología nos permite seguir la circulación de O riente a Occidente de
un producto de gran difusión como la cerámica. La herencia bizantina y sasánida
(vidriado plomífero y decoración estampada) se une, en un principio, al deseo de
imitar las producciones chinas importadas a través del golfo (el verde celadón y
los gres T ’ang). Varias escuelas nacen dentro de uña atmósfera de revolución téc­
nica impetuosa que revela un extraordinario espíritu inventivo: Irán imita los
splash ware T ’ang (policromía con trazos de color por debajo del vidriado) y aña­
de una variante propiamente islámica, la incisión por esgrafiado bajo la decora­
ción coloreada. Susa, Rayy y Samarra, para imitar la porcelana blanca de los
Song (cuyo procedimiento de vitrificación a alta tem peratura sigue siendo desco­
nocido), inventan una loza monocroma blanca con incisiones delicadas bajo el
vidriado estannífero y, sobre el blanco opaco de la loza, añaden una decoración
seudo-epigráfica y temas florales en azul cobalto. El conjunto constituye una de
las grandes aportaciones de los fabricantes de loza islámicos que será adoptado,
a su vez, por la China e inspirará las fábricas de Delft. En Níshápúr y en la región
que la rodea aparecerá una cerámica ornam entada con barnices de colores sobre
barniz blanco que adopta, en tom o al motivo Tao, una decoración a base de epi­
grafía cúfica. En Samarra, finalmente, se lleva a cabo la elaboración precoz del
lustre metálico: la cocción, en una atmósfera reductora, de las piezas de loza hace
aflorar en la superficie las sales metálicas, mezcladas en exceso con el vidriado,
e imita la vajilla metálica condenada por los doctores rigoristas. Estos productos
(con excepción de los barnices jurásáníes) aparecen asociados al lujo de las capi­
tales califales y se difunden muy rápidamente por la gran vía que va de O riente
a Occidente. Son exportados, tal como sucede con los azulejos polícromos brillan­
tes que se utilizan, en 862, en la mezquita de Qayrawán y con los que llegan, en
936, a la capital española de Madínat al-Zahrá, cerca de Córdoba. También son
objeto de imitaciones: azulejos bícromos de Qayrawán, reflejos metálicos y esgra­
fiado del Egipto fatimí, en el que trabajan artesanos de la loza coptos que llevan
a cabo obras religiosas. A partir del 771 se fabrica, en Fustát, vidrio esmaltado
de acuerdo con una técnica semejante y, hacia el 900, junto a los vidrios tradicio­
nales tallados y grabados con torno, surge un vidrio decorado con trazos de color.
Estos últimos ejemplos muestran las estrechas relaciones existentes entre las dis­
tintas artes que utilizan el fuego, subrayan la función ejercida por las capitales
provinciales como etapas en la migración de técnicas y justifican la solidez de las
relaciones de intercambio en todo el ámbito islámico.

¿Para qué clientela se produce?

El papel del lujo resulta, evidentemente, esencial en la elaboración y difusión


de estos artesanados: lujo de pobres en el caso de las cerámicas de brillo metálico
o en el de los falsós verdes celedones, lujo costoso, en cambio, en las artes que
utilizan materias primas raras y preciosas: marfil, oro y plata de joyeros y tejedo­
res de brocados, perlas y coral utilizados por los bordadores de tapices, lana de
mar del biso tejida en una tela de colores cambiantes (que fue pronto imitada
utilizando tintes menos costosos) y tintes importados desde países muy lejanos
(brasil de la India, laca, goma arábiga). La búsqueda de los productos menos
corrientes explica los precios asombrosos que citan los autores: 50.000 dinares
por una pieza de brocado de la madre de Hárün al-Rashid, 1.000 dinares por la
vestimenta del mismo tejido del médico de al-Ma3mún, 400 diñares por el manto
del jurisconsulto Abú Hanifa, que la polémica opone al valor, más que modesto,
de 5 dirhemes de la ropa de Ibn Hanbal. La función de reserva explica asimismo
la acumulación de productos artesanales en los armarios de los miembros de la
élite, como los 200 pares de pantalones de seda del jurista Abú Yüsuf y, sobre
todo, del príncipe. Las colecciones colosales de los palacios cabbásíes no son, de
acuerdo con las cifras que se citan, utilizables en realidad y ni siquiera suponen
una auténtica reserva valiosa, ya que sólo son parcialmente negociables: se trata,
en realidad, de un simple símbolo.
La reserva califal se renueva gracias a los talleres oficiales del tiráz. Su función
es proporcionar continuamente regalos, en especial vestidos honoríficos (jila3)
que se distribuyen a funcionarios y cortesanos y que las embajadas llevan a los
príncipes extranjeros. Esta organización de la producción textil del Estado, que
conocemos mejor en el Egipto fatimí que en el imperio cabbási, tiene dos vertien­
tes: en el palacio califal y en el de los emires de las provincias existen sastres que
preparan los vestidos honoríficos; en otros centros textiles que, dada su especia­
lidad, tienen una fama particular hay talleres descentralizados o, mejor, marcos
administrativos dirigidos por el «señor del tiráz», con capacidad jurídica para mo­
vilizar a los artesanos a cambio de una remuneración justa. El taller califal no es
una manufactura sino una administración. En cada centro existe una residencia-
almacén que, en el caso del tiráz egipcio, es un vínculo simbolizado por la barca
nilótica del «señor» que recoge los productos y procede a verificar el funciona­
miento de su máquina administrativa. El estatuto eminente de este alto funciona­
rio queda subrayado por su presencia en las ceremonias califales, en las que pre­
senta los vestidos reservados al príncipe de los creyentes.
El tiráz (una palabra persa que significa ‘bordado’) forma parte en realidad
de los derechos exclusivos de la majestad soberana, al igual que la oración y la
moneda. En efecto, en los tres casos se exalta el nojnbre del príncipe: el tiráz es
una banda de tejido en el que aparece su calámay su divisa, bordada en oro o en
color. Sólo puede llevarlo el soberano o, en virtud de una orden expresa suya,
aquellos a los que hace objeto de una gracia especial. Su carácter político queda
subrayado por la presencia de eulogias y bendiciones propiamente dinásticas y,
a veces, bajo los fatimíes, por expresiones tomadas del credo ismá^lí y por ins­
cripciones con los nombres de los visires o allegados al califa —sus mawáli, sus
clientes— que han ordenado la fabricación del tiráz. Es una prerrogativa sobera­
na que se asocia con el derecho califal de revestir la Kacba con un velo de seda
tejido por el taller estatal, con la práctica de la distribución de un turbante y una
vestimenta negra al predicador oficial encargado de la oración. No es de extrañar,
por ello, que H árün al-Rashid mencione el tiráz en su testamento junto al impues­
to territorial, el correo o el Tesoro, entre los engranajes del Estado y precisamen­
te como expresión de la gloria del califa. Del mismo modo, el primer indicio de
la revuelta de al-Ma3mún será suprimir el nombre de su hermano de los bordados
del Jurásán. A partir de los Omeyas, Egipto parece privilegiado en la repartición
geográfica de los talleres: Ajmím, luego Fustát y, más tarde, Bansha, Dabíq y
los tiráz del Sa^d, el A lto Egipto. Las indicaciones que nos suministran los frag­
mentos que se han encontrado en Samarra y en Egipto establecen la diferencia
entre una oficina destinada a la producción reservada al califa, tiráz al-jássa, y
otra de carácter público, tiráz al-cámmat que, bajo al-Amin, se encuentra en Fus­
tát, y cuyos productos gozaban de una distribución más amplia y eran, sin duda,
distribuidos a los funcionarios, a los servidores del califa (en particular a los pre­
dicadores oficiales) y a los militares, o incluso vendidos. Esta comercialización
no deja de ser hipotética: se encuentra excluida en Tinnis en 1047, por el testimo­
nio de Naslr-i Jusráw, pero podría justificar la gran dispersión de los hallazgos.

Las falsas apariencias del «despegue» comercial

Una tradición cómoda pretende ver en el imperio cabbásí la edad de oro del
comercio musulmán. La unificación política de regiones que, hasta la conquista,
se encontraban separadas por una frontera rígida, el desarrollo urbano y la irriga­
ción monetaria, permitida por el botín, el gasto público y el oro del Sudán hacen
imaginar «un crisol cronológico y geográfico, un plano de intersección, una in­
mensa coyuntura y una cita fabulosa». La realidad es más modesta y, sobre todo,
resulta cronológicamente desfasada: el desarrollo comercial se encuentra estre­
chamente relacionado con las disponibilidades y necesidades de las clases sociales
dominantes. Se adapta a la sociedad califal de las grandes capitales y excluye todo
comercio de masa. Este primer punto debe quedar claro: el imperio califal verá
la desaparición —que durará doce siglos, salvo en ciertas regiones— del carruaje
(cuyo nombre mismo, carabay es hoy de origen turco) y de la rueda. Esta falta,
en un mundo montañoso y com partimentado, expresa y refuerza la ausencia de
todo comercio de productos pesados limitando, en particular, los transportes de
granos a unidades geográficas restringidas situadas en tom o a un río o junto al
mar. Egipto provee al Hidjáz desde que cAmr abre de nuevo el canal que une el
Nilo con el mar Rojo pero no puede exportar a Siria más que cantidades muy
reducidas, limitadas a las pocas toneladas que puede desplazar una caravana de
camellos. La Djazira suministra a Bagdad y Sicilia a Túnez pero, en conjunto,
las cantidades que se transportan son muy exiguas. El mundo musulmán constitu­
ye una inmensa masa continental y, con la excepción del mar Rojo y del golfo
que, por otra parte, se abren a regiones desérticas, los mares interiores resultan
inutilizables para las relaciones interregionales. Sólo el Éufrates asume esta fun­
ción mientras que la fachada mediterránea se encuentra desierta de manera dura­
dera. En lo que se refiere al camello, éste puede transportar, según el arnés, en­
tre 70 y 240 kilos y una caravana compuesta por la cifra impresionante de 500
animales desplazará entre la cuarta parte y la mitad de la carga de un navio de
tamaño medio (250 toneladas).
Por otra parte, la unificación política, aunque rápida, permaneció durante lar­
go tiempo incompleta, sobre todo en el Asia central que, desde la Antigüedad,
mantuvo estrechas relaciones comerciales con la China. Tampoco puede decirse
que unificación política implique necesariamente unificación comercial ya que
subsisten aduanas interiores como el mcfsin de Djedda, que grava las mercancías
procedentes de Egipto. Asimismo las acuñaciones monetarias respetan durante
largo tiempo las peculiaridades regionales, los monometalismos en plata y oro.
Sólo de forma muy lenta se producirá una unificación de la circulación, tal como
lo atestiguan los tesoros, mientras permanecen áreas comerciales muy distintas
que traducen importantes desniveles en los precios: Iraq y la Djazira por una par­
te, Siria y Egipto por otra. La abundancia misma de las emisiones monetarias no
puede haber impulsado de manera decisiva la circulación comercial y la produc­
ción. La economía del imperio resulta perfectam ente rígida al no producirse una
revolución técnica —de la que sólo hay indicios en la cerámica y, de manera tar­
día, en el siglo x, en la industria textil de lujo— y sólo en una etapa mucho más
tardía se constituirán nuevos mercados gracias a la democratización de las sede­
rías de la que dan testimonio los documentos judíos de la Genizá en Egipto. La
puesta en circulación de metales preciosos sólo trae consigo un alza de precios.
Los datos que se han podido recoger con enorme paciencia permiten apreciar su
enorme importancia: en el siglo vm los precios del grano y del pan se multiplican,
al menos, por cuatro. El fenómeno se explica, en parte, por la reducción de las
superficies cultivadas acompañada por un probable crecimiento demográfico,
pero debe aceptarse el testimonio del propio HdrQn al-Rashid: un dirhem de al-
Mansúr valía más que uno de los dinares que él acuña 30 años más tarde.
Por consiguiente, la conquista musulmana sólo contribuye a unificar la clase
mercantil, a particularizar los tipos de mercaderes e instituciones comerciales, en
particular las formas de cooperación descritas por las obras jurídicas a partir del
siglo vm. Junto al artesano productor-distribuidor que vende directamente al
cliente, el mundo musulmán ve desarrollarse la figura del cambista, liberado de
los límites institucionales que enm arcaban su esfera de acción. Se produce un re­
troceso en la distribución estatal (desaparición de la anona). La gran propiedad
autárquica y la autosubsistencia campesina desaparecen ante el mercado libre, es­
timulado por la fiscalidad. El comerciante se ve, asimismo, liberado de las obliga­
ciones tradicionales: obligación de afiliarse a una asociación, derecho preferente
y monopolístico de compra por parte del Estado o de la corporación. Por otra
parte, sigue sometido a la obligación de residencia en factorías en el extranjero,
se le encargan misiones de espionaje y está ligado al poder, que lo utiliza como
banquero y recaudador de impuestos. Al igual que en el conjunto del mundo an­
tiguo, su rápido enriquecimiento se encuentra regulado por grandes confiscacio­
nes, de modo que el comerciante se ve sometido a sangrías brutales: en el año
912 se pone una multa de 100.000 dinares al mercader egipcio Sulaymán.
En el siglo vm surge una jerarquía dentro de los comerciantes. En la parte
más baja de la escala se encuentra el mercader itinerante que recoge las mercan­
cías en los centros de producción y las traslada a los mercados periódicos. Por
encima está el «viajero» que va a ver la mercancía en países lejanos llevando con­
sigo la correspondiente lista de encargos, un capital en metálico o en especias
que deberá comercializar por cuenta de un gran mercader del tercer tipo. Este
último, el mercader «estacionario», el único que tiene derecho al título respetuo­
so de tádjir, actúa desde los lugares más importantes, a través de encargos y tam­
bién con informaciones que circulan por cartas y gracias a la cooperación amisto­
sa e informal cuyo apogeo se encuentra en el mundo de la Genizá. En el interior
del grupo de los tádjir, poco numerosos y fabulosamente ricos como el egipcio
Sulaymán, circulan los productos preciosos y el dinero fiduciario de los bancos,
órdenes de pago siempre al portador, órdenes de pago de ejecución diferida (su f-
íadjas), pagaderas a la vista por los corresponsales del tádjir. Suftadjas y cheques
(sakkas) circulan ampliamente alcanzando las mayores distancias, pero el présta­
mo con interés resulta raro y se limita a graves necesidades extracomerciales. Pro­
bablemente es considerado inmoral y sólo aparecerá en los negocios de manera
tardía* en el siglo xn, mientras que la letra de cambio no se utiliza en el mundo
musulmán, que conserva su unidad monetaria y numismática ideal y sólo trabaja
con su moneda de cuenta, el diñar o dirhem «puros», con la que se relacionan
todas las monedas reales.
Las estructuras de la cooperación comercial se constituyen muy pronto. En
las obras de Málik ibn Anas (m. 795), fundador de la escuela jurídica málikí, y
del hanafi al-Shaybáni (m. 803), autor de un Libro de las sociedades y de un L i­
bro del préstamo, surgen las formas que se introducirán o reinventarán en Italia
en el siglo x. Tenemos, en primer lugar, la «sociedad» (shariká) que constituye
un capital común, limitado a una sola operación, a una mercancía, a una suma
en efectivo, o, por el contrario, ilimitado y universal lo que, en este último caso,
coincide con la solidaridad de un grupo familiar. El contrato impone a los socios
un deber de garantía colectiva así como de representación recíproca, que encuen­
tra también su complemento y sus raíces en una colaboración amistosa, informal
y patriarcal. En el préstamo con participación (qirád, muqárada), conocido en el
Hidjáz a partir del siglo vi, el gran comerciante confía un capital o unas mercan­
cías a un «viajero» que obtendrá como recompensa una parte de los beneficios
(un tercio si no se responsabiliza de las pérdidas eventuales), con lo que se le
pagarán su trabajo y los riesgos personales en que incurra durante el viaje. El
préstamo de mercancías, prohibido en teoría debido a la incertidumbre que pesa
sobre la formación de los precios, se admite de hecho en la escuela hanafi. En
efecto, la escuela hanafi tiende, en conjunto, a respetar las antiguas costumbres
mercantiles y al desarrollo de formas jurídicas que constituyen subterfugios lega­
les para rehuir la prohibición de las prácticas usuarias y que son rechazados por
las escuelas jurídicas rivales de los sháfftes y málikíes.
La clase de los comerciantes, un grupo cerrado, poco numeroso y cuyos
miembros se conocen bien entre sí, lleva a cabo la operación que implica la pesa­
da tarea de negociar las mercancías de sus corresponsales sin solicitar por ello
compensación, comisión o beneficio alguno, únicamente con la seguridad de ob­
tener, en el futuro, una revancha amistosa. Esta tarea implica el deber de ayudar
a los «viajeros», asegurar la expedición, así como la vigilancia y transporte de los
productos y, sobre todo, de mantener siempre informados a los amigos lejanos
acerca del movimiento de los precios, de la calidad y cantidades de los bienes
disponibles en el mercado y de las ocasiones que ofrecen navios y caravanas ca­
paces de desplazarlos hasta su destino.
Los manuales de mercaderes como el de al-Dimashqi, escrito en el siglo xi
en medio fátimí, y las cartas de los comerciantes de El Cairo se muestran de
acuerdo en la constante práctica de la búsqueda de una información segura, y en
la rapidez en las operaciones, sin las cuales no pueden obtenerse los altos bene­
ficios a los que aspiran los mercaderes: entre el 25 y el 50 por 100 del precio de
coste, en el que se incluyen los gastos de adquisición, transporte y venta. Exclu­
yen de su esfera de acción y de sus intereses el comercio destinado a las masas,
con lo que se dibuja la figura del gran comerciante al que sólo le importan las
mercancías preciosas (piedras de gran valor, especias raras de importación, teji­
dos de precio elevado) y, principalmente, las materias primas, además del artesa­
nado de transformación (orfebrería, droguería y farmacia, bordado de tejidos con
hilo de oro). Se trata de un comerciante que conoce bien las técnicas «capitalis­
tas» (prestar y tomar en préstamo, prestar con participación), y que se interesa
fundamentalmente en la reinversión de sus capitales, en el subarriendo de los im­
puestos y en las operaciones inmobiliarias y agrícolas. Se constituye así una aris­
tocracia mercantil, que en modo alguno se encuentra prisionera de su función
comercial y está al servicio de un consumo ostentoso, principesco y aristocrático.

El mercado rey

La fiscalidad estatal mantiene en todas partes el mercado local, cuya edad de


oro fueron los siglos vu y vm y que se caracterizó, en el terreno monetario, por
la abundancia de moneda fraccionaria, fals de cobre omeyas y cabbásíes, especial­
mente en Basra. Se trata de un mercado que asombra a los peregrinos occidenta­
les: Arculfo, que visita Alejandría en el año 670, y Bernardo el Monje, que ve,
ante Santa María la Latina de Jerusalén en el año 870, un foro en el que para
vender hay que pagar una tasa de dos dinares al año. En realidad sólo se trata
de la entrada en la ciudad del mercado rural, bajo el aguijón del impuesto que
exige el pago en metálico y sitúa al productor rural en una posición débil ya que
se ve obligado a vender a cualquier precio. Este mercado anima el campo sin
crear salidas para las actividades urbanas ya que los campesinos deben conservar
sus ganancias y sólo compran excepcionalmente, con lo que el mercader tiene
escasas oportunidades de insertarse en él. El Mirbad de Basra, el Kunása de
Kúfa, el mercado del martes de Bagdad, el del miércoles en Mosul, el del lunes
en Damasco son centros totalmente abiertos en principio y existe una completa
libertad para instalarse en ellos. Allí, como en la mezquita, el primero que llega
ocupa el mejor lugar. No obstante, el zoco se cierra progresivamente bajo los
últimos Omeyas: las plazas quedan reservadas y los vendedores pagan un alquiler
al «señor del zoco». Pronto los zocos se especializan y surgen los jáns en los que
los funduqs constituyen pequeñas «bolsas», cada una dedicada a un producto y
muy pronto, a partir del siglo vm , aparece un mercado cerrado y vigilado para
los productos de lujo, la qaysariyya o alcaicería (la «casa del César» del mundo
antiguo), mientras que el mercado alimentario, excluido del centro urbano, se
descentraliza en suwayqas, los mercadillos de barrio.
Si bien la topografía de la ciudad musulmana excluye una repartición jerárqui­
ca fija de los zocos, la actividad comercial se especializa hasta el límite. Al igual
que los cuerpos constituidos por los oficios artesanales, los oficios comerciales,
no muy distintos de los anteriores, se caracterizan por una determinación minu­
ciosa, filológica, del producto que se vende. En su libro La clave de los sueños,
al-Dinawari enum era casi 150 actividades comerciales en la Bagdad del año 1006,
mientras que la Genizá cita 90 oficios comerciales. El mercado, vigilado en época
Omeya por un wálí en las ciudades principales (La Meca, Medina, Kúfa, Basra,
Wásit) y más tarde por un almotacén (muhtasib) que fija los precios, cobra el
diezmo y el alquiler de la plaza utilizada, controla pesos y medidas y juzga acerca
de la honradez de las transacciones realizadas, es un organismo enteram ente mo-
netarizado. No obstante, la ley de la oferta y la demanda no determina el precio
de las vituallas que, en un principio, es «político» y ha sido calculado por el «se­
ñor del zoco» en función de las necesidades de una masa turbulenta. Esta «tasa­
ción» de las mercancías puede adquirir, de manera precoz, el aspecto de una in­
tervención de la autoridad bajo la forma de un granero público destinado a regu­
larizar la carestía. La Sicilia normanda heredará, así, en el siglo xn la institución
de esta rahba. Por su parte, el mercado rural obedece a otras reglas, ya que los
vendedores se ven obligados a vender productos voluminosos y perecederos a
cualquier precio para obtener las cantidades en efectivo que necesitan para pagar
los impuestos. Finalmente, el mercado artesano resulta evidentemente especulati­
vo ya que apunta a la calidad, a la originalidad y a la acumulación de trabajo en
el objeto. El precio no viene determinado por la productividad ni por la ley de
la oferta y la demanda sino por la moda y por la técnica consumada del fabrican­
te, más artista que artesano. La historia de los precios se limita fatalmente, por
una parte, a la de las carestías, en una coyuntura uniformemente favorable al
consumidor urbano y, por otra, a la fastuosidad de los ricos o a sus deseos de
ostentación.

Rutas lejanas hacia el Este y productos de excepción

El desarrollo de los grandes centros de poder de Iraq y de algunas capitales


provinciales refuerza un gran comercio que resulta ya antiguo y está destinado a
proveer de suministros de consumo a una élite refinada y de enormes disponibi­
lidades financieras. Además de en las capitales califales se encuentra en las gran­
des ciudades de Iraq meridional, Kúfa, Basra y Wásit, cuyos comerciantes parti­
cipan, gracias a su enriquecimiento, de los privilegios de la élite, en el Fustát de
los Tülúníes, así como en Rayy, Nishápúr y en las grandes ciudades de la Transo-
xania. Las rutas comerciales se modelan de acuerdo con la demanda de los cen­
tros y, en particular, de las capitales de los emires. Siria permanece mucho tiem­
po al margen de la circulación de estos bienes. La arqueología confirma que tras
la primavera precoz del lujo omeya no existe lujo iraquí ni iranio al oeste del
Eufrates y que se adoptan con lentitud las modas que vienen de China a través
de Irán, como la loza recubierta por una capa estannífera o la cerámica de refle­
jos metálicos.
Un famoso texto de al-Djáhiz en torno a las importaciones de Iraq describe
un comercio de productos caros, caballos, especias, esclavos, frutos y productos
confitados, vestidos, tejidos y armas que se estructura en torno a tres polos: un
consumo militar que concuerda con el carácter fundamental del estado cabbásí
(caballos de China y de A rabia, armaduras afganas, de los jazares y yemeníes,
arneses chinos, espadas indias y también francas); un consumo ostentoso de pro­
ductos tropicales (especias, drogas, marfil, maderas preciosas y, en particular, la
teca procedente de la India), nórdicos (pieles procedentes de Siberia a través del
Jwárizm) o incluso exóticos (papel, seda y verdeceledones de la China, animales
para su exhibición en un zoo, fieltro de los turcos de Dzungaria); finalmente, una
circulación interregional de productos de uso cotidiano que resultan, pese a ello,
lujosos. Son las especialidades artesanales y agrícolas, el papiro egipcio, el azúcar
y las golosinas del Jwárizm y del Ahwáz, los productos textiles como los tejidos
de seda del Ahwáz, el lino egipcio, los tapices y tejidos de lana de Armenia y de
la Djazira, y las numerosas variedades de productos alimenticios de calidad como
las alcaparras confitadas de Búshandj, faisanes del Djurdján, trufas de Balj, cirue­
las de Rayy, manzanas y membrillos de Isfahán. El producto más precioso, el
esclavo, es objeto de un gran tráfico. Se traen esclavos de la India (técnicos),
Zandjs (negros) del Sahel africano oriental, así como eslavos y turcos que son
traídos por búlgaros y ja zares a través del Jurásán. Hacia el año 870 Bernardo el
Monje sale de Bari, capital de un em irato dedicado a la trata de esclavos, acom­
pañado por seis navios cargados de cautivos que son lombardos afincados en el
sur de Italia. Se trata de 9.000 prisioneros de los que 3.000 van destinados a T ú­
nez, 3.000 a Trípoli y 3.000 a Alejandría. El comercio del mundo musulmán apa­
rece como la conjunción de múltiples corrientes de importación que no se preocu­
pan de las balanzas económicas y se fundamentan en el principio del placer.
No hay que extrañarse, por lo tanto, de que, en la historia del desarrollo del
tráfico comercial, las rutas que se explotan de manera más temprana y rápida
sean precisamente las que llevan a lugares más lejanos los productos más raros y
más preciosos. Las excavaciones de Satingpra, en el istmo malayo, un punto de
paso obligado entre el océano índico y el golfo de Siam, muestran la presencia,
entre los siglos vi y ix, de gres procedente de la China y verdeceladones T ’ang
junto con vidrios de Alejandría. Las fuentes chinas mencionan mercaderes persas
a partir de los años 671, 717, 748. En el año 758 se produce la primera ruptura
de relaciones entre la China y el golfo ya que los mercenarios musulmanes que­
man Cantón y la ruta de la China permanecerá cortada hasta el año 792. Una
vez reanudadas las relaciones, la ruta se verá de nuevo abandonada tras el perío­
do 875-878 en el que los rebeldes matan a 120.000 mercaderes musulmanes en
Cantón. Si bien esta cifra está claramente exagerada, las fuentes árabes confir­
man la importancia de este puerto —cuyo alminar sirve de faro—, la precocidad
de las expediciones comerciales (hacia el año 750 los comerciantes musulmanes
acuden a Cantón para comprar áloe) así como su regularidad. En el año 851 se
publica un portulano, la Relación de la India y de la China, a nombre del merca­
der Sulaymán, siendo revisado en el año 916 por el comerciante Abú Zayd de
Siráf y completado, en el año 950, por las Maravillas de la India de Buzurg, ne­
gociante del puerto de Ram-Ormuz. Este texto describe el itinerario que lleva de
Basra hasta los puertos del golfo (Suhár y M asqat, seguidos por Siráf y Ormuz)
y luego a la costa de Malabar, evitando cuidadosamente a los piratas de la costa
del Beluchistán y del Sind, para seguir hasta Ceilán, donde se establece una co­
lonia musulmana desde el 700, y hasta Kalah, en Malasia, donde los árabes tom a­
ron contacto con los chinos después de los acontecimientos de los años 875-878.
Desde Kalah, por el Champa, el antiguo país de los jmers, los navios musulmanes
llegaban, tras tres meses de navegación, hasta los puertos de Cantón y de Zaytún,
en la desembocadura del Yang-Tsé. La presencia musulmana se consolida a lo
largo de esta ruta y surgen las colonias del Sind (Daybul y Mansüra), de la costa
ISLAM Y EL RESTO DEL MUNDO EN LA ÉPOCA CABBÁSÍ
___________________________________1_____________________
# QrandMiMMpofeiMgúncI pópalo rt-Muq«ddMl (i. x)
• Otra* dudada* importantaa. puarioa. aiapa* caiavanara*
PrindpaÉa* víaa da coocrtcación
de la India (antes del 956 al-Mascúdi visita una ciudad de 10.000 musulmanes en
Saymúr), de Sumatra y de Java. Sulaymán y Abü Zayd precisan que los navios
son escasos y que regresan con mercancías raras y preciosas: áloe, teca, porcela­
na, alcanfor, brasil y estaño de Malasia. Añadamos otro testimonio de la arqueo­
logía: la presencia de porcelana blanca translúcida china y de verdeceladón en
Samarra, Rayy, Susa y Nishápúr.
La segunda gran «fachada» del comercio del imperio califal comenzó a ani­
marse desde la época sasánida, se desarrolló con los táhiríes, alcanzó su apogeo
bajo los sámáníes y entró en brusca decadencia a partir del año 1000. Es la ruta
de las pieles, procedente de la taiga rusa, polaca y siberiana, y también la ruta
de los esclavos. La trata se efectúa desde los centros urbanos de los pueblos tur­
cos del Volga, Bulgár, capital de los búlgaros, situada cerca de Kazán, y la ciudad
de los Burtas, que se encuentra cerca de Nijni-Novgorod. Los descubrimientos
de monedas islámicas permiten establecer una cronología y una geografía de los
intercambios: un tesoro, encontrado en Novgorod y perfectamente fechado por
la dendrocronología, permite asegurar la existencia de un intervalo breve entre
la fecha de la acuñación más reciente y el momento en el que fue enterrado (no
más de 15 años). De un conjunto de 66 fechas estudiadas de este modo, 2 son
del siglo vm, 20 del ix, 41 del x y sólo 3 del siglo xi, cronología que resulta
confirmada por el análisis de los tesoros que han sido publicados de manera ínte­
gra y que revelan una superioridad aún mayor del siglo x sámání. En lo que res­
pecta a la distribución en el espacio de estas monedas, parece falseada en parte
por una fuerte concentración de tesoros en la costa báltica (en el año 1910 se
enumeran 11 tesoros en el «gobernorado» de San Petersburgo y 42 en Livonia).
Esto suele explicarse por el drenaje que debieron efectuar los vikingos de las ri­
quezas acumuladas por los pueblos que transitaban la región, bien como botín de
guerra o como consecuencia de los intercambios. Pero un mapa de estos descubri­
mientos muestra que estaban enterrados, fundamentalmente, en los límites meri­
dionales de la gran zona de bosques, en los antiguos «gobernorados» de Kazán
(14 tesoros), de la Viatka (15) y de Yaroslav (11). La enorme cantidad de rique­
zas escondidas en Rusia (varios tesoros superan los 1.500 dirhemes y el de Vladi-
mir alcanza el número de 11.077, de los que 140 son cabbásíes, 4 táhiríes, 16
djacfaríes, 2 sádjíes, 16 büyíes y 10.079 sámáníes), así como también en Polonia,
Escandinavia e incluso en Gran Bretaña y Alemania, ascienden a un total de me­
dia tonelada de plata pura (120.000 dirhemes en Rusia y más de 40.000 en Escan­
dinavia), que sólo puede constituir una pequeña parte del flujo de monedas islá­
micas. Todo ello revela la importancia del movimiento comercial así como su ca­
rácter puramente importador.

Mayores incertidumbres en Occidente

Al contrario de lo que sucede en estas «fachadas» activas, el siglo x verá sur­


gir un Sahel africano activo que, en la etapa anterior, sólo conocía la animación
de unas pocas factorías que se encontraban tanto en las costas del océano índico
(donde se establecen colonias en Berbera, Zayla, Sofala y Zanzíbar) como en las
metas meridionales de las rutas saharianas, que fueron, quizás, descubiertas por
Sidt cUqba a partir del año 666 y más tarde exploradas e islamizadas, en los siglos
x y xi, por los bereberes Sanhádja. La costa m editerránea, por otra parte, se
encuentra esterilizada por la guerra y las algazúas. De hecho, jel .mar se encuentra
en manos de los piratas «sarracenos», cuya primera expedición conocida es el co­
nato de invasión de las Baleares en el año 798. A continuación, en los primeros
años del siglo ix, las fuentes mencionan ataques contra las islas pequeñas situadas
junto a las costas de Sicilia e Italia meridional, así como contra Cerdeña, Córcega
y, en el año 812, Civitavechia y Niza. Se trata de flotas importantes y aparente­
mente bien organizadas, procedentes sobre todo de las costas levantinas de al-
Andalus y, de manera secundaria, del Magrib occidental, y que llevan a bordo,
principalmente, a bereberes si es que debemos interpretar estrictamente el apela­
tivo de mauri con que los designan las fuentes carolingias. Pero las crónicas ára­
bes que se ocupan de esta época, generalmente basadas en anales scinioficiales,
no nos proporcionan información alguna acerca de estas operaciones, ya que sue­
le tratarse de empresas de carácter privado cuyo punto de partida se encuentra
en regiones que, de hecho, escapan al control de los poderes políticos estableci­
dos en las grandes capitales del Islam occidental, o que, incluso, llegan a encon­
trarse en un estado de disidencia abierta. Esta piratería andalusí se desarrolla en
la segunda mitad del siglo IX en el que lleva a cabo ataques contra el litoral de
la Provenza y establece una instalación permanente en la base de Fraxinetum,
que perdurará desde el año 890 hasta el 970.
También Italia se ve seriamente inquietada por los sarracenos. En realidad
las incursiones marítimas, como el célebre ataque a Roma del año 846, probable­
mente obra de piratas andalusíes, tiene menor importancia que la actuación de
las bandas de mercenarios musulmanes, al servicio de las pequeñas dinastías del
sur de la península desde antes de mediados del siglo, que rápidamente han esca­
pado a todo control. También aquí los musulmanes dispondrán de establecimien­
tos permanentes que, en el caso del em irato de Bari (841-871), llegarán a adoptar
la forma de un auténtico, aunque pequeño, Estado. El propósito de todas estas
agresiones sarracenas, es, ante todo, la captura de esclavos por los que se obtiene
un buen precio en los mercados del mundo musulmán, en los que existe una fuer­
te demanda. Los mercaderes del sur de Italia exportaban esclavos a Ifriqiyá desde
finales del siglo vm , pero quizá ciertos aventureros decidieron acudir para apode­
rarse de la mercancía con las armas en la mano dada la insuficiencia de la oferta
y la esperanza de lograr mayores beneficios. En vano, en el año 836 el príncipe
de Benevento pretendió prohibir su comercio a los napolitanos. Las expediciones
contra las islas se han querido justificar, también, por el deseo de abastecerse de
madera para la construcción naval. Si bien las flotas sarracenas no dejaban de
atacar los barcos mercantes cuando se encontraban con ellos, éstos no consti­
tuían, sin duda, su principal objetivo. No se puede, por tanto, tal como se ha
hecho a veces, argumentar partiendo de esta piratería para postular la existencia,
en esta época, de un comercio todavía im portante en el M editerráneo occidental.
La situación resulta diferente en el M editerráneo central, donde Sicilia y las
ciudades del sur de Italia mantienen relaciones estrechas con el mundo bizantino
del mismo modo que Ifriqiyá se encuentra ligada, económica y políticamente, de
forma más directa con el imperio cabbásí que el resto del Magrib y al-Andalus.
En este sector el mar se ha visto siempre recorrido por importantes corrientes de
intercambio y ha estado controlado por las flotas bizantinas, de modo que los
poderes establecidos en Qayrawán se ven forzados a interesarse por él. Las rela­
ciones entre las ciudades comerciantes del antiguo ducado de Nápoles (la propia
Nápoles, G aeta y Amalfi) y la costa africana se mantienen de manera sostenida
incluso después de la conquista musulmana la cual, como hemos visto, estimuló
probablemente ciertos tráficos como la trata de esclavos. Por su parte, los agla-
bíes de Túnez tratan de no perder oportunidad alguna de participar en empresas
que podrían escapárseles y, por ello, toman la iniciativa de una operación de
djihády la conquista de Sicilia, que se inicia en el año 827. No obstante, incluso
durante el emirato aglabí, los centros urbanos y las regiones del interior como
Mila, Laribus, Sbiba, el Záb, el Nafzáwa adquieren tanta importancia en el equi­
librio general del país como los centros costeros de Túnez o Süsa. Ciudades ma­
rítimas como Gabes o Trípoli deben su peso a ser etapas o metas de las caravanas
terrestres procedentes de Egipto más que a su condición de puertos.
Ciudades caravaneras importantes son, también, Tahert (fundada en el año
761) y, sobre todo, Sidjilmása (757), gran centro comercial situado en el límite
del Sáhara Occidental. Son etapas en las rutas que recorren el Magrib en direc­
ción este-oeste y, sobre todo, puntos de partida de un tráfico importantísimo con
el África negra a través del desierto, consistente en la exportación de sal y pro­
ductos manufacturados y en la importación de esclavos y, sobre todo, de oro.
Este comercio desarrolla otras ciudades del sur de Marruecos como Agmát o
Tam dult, ciudad esta última fundada por un emir idrisí en el siglo ix. Asimismo
contribuye a explicar la importancia de las ciudades situadas al borde del desier­
to, durante el emirato aglabí, o sea de Tozeur en la Qastiliya y de Tubna en el
Záb. Pero conocemos muy mal la cronología del desarrollo de este comercio,
controlado enteram ente por los bereberes járidjíes del emirato de Tahert. Parece,
en particular, que el papel de Sidjilmása no fue preponderante hasta el siglo x
cuando los fatimíes extendieron su control al conjunto del Magrib y redujeron
T ahert, hasta entonces uno de los polos principales de este tráfico, al papel de
simple etapa en la ruta este-oeste. O tro sector animado por intercambios comer­
ciales que tampoco conocemos bien es 1? frontera entre el imperio carolingio y
los Estados surgidos de su desmembración. Las ciudades de la Marca Superior
(Zaragoza, Huesca y Lérida) ven pasar por ellas a comerciantes judíos, y proba­
blemente también a mozárabes, que se dirigen a los países de los francos por una
parte a través de Barcelona y, por otra, por Pamplona y los Pirineos occidentales,
para volver con esclavos blancos (saqálibá), pieles y, tal vez, armas.

Pero los comerciantes extranjeros penetran ampliamente en el Islam

Las «fachadas» del imperio, si bien manifiestan el espíritu de iniciativa de los


mercaderes musulmanes y la audacia de los marinos, no revelan en modo alguno
la superioridad comercial del mundo islámico. Ponen, simplemente, en contacto
unos círculos de comerciantes que buscan los productos reclamados por el consu­
mo aristocrático con otros círculos de mercaderes capaces de tener iniciativas. Si
los musulmanes penetran ampliamente en la India, Insulindia, Indochina y China
y si exploran franjas de África y Siberia para comprar, se encuentran práctica­
mente ausentes del Imperio Bizantino, que agrupa a los escasos visitantes en fac­
torías sometidas a una vigilancia estricta, e ignoran totalmente a la Europa Occi­
dental. Por el contrario, la preocupación que sienten las capitales califales por
conseguir suministros incita al imperio musulmán a abrir sus fronteras a los mer­
caderes extranjeros, pertenecientes a grupos marginales dentro de sociedades me­
nos desarrolladas y menos urbanizadas y a grupos móviles cuya actividad no sirva
en modo alguno los intereses políticos de los grandes estados enemigos, Bizancio
y los jazares. Estos mercaderes se desplazan dentro del mundo del Islam bajo la
vigilancia del «contraespionaje» de los «señores» del correo (baríd).
Será precisamente un señor del correo, Ibn Jurdádhbih (en el año 870 era
responsable de la oficina central), quien nos deje una descripción precisa de las
rutas que utilizaban dos de estos grupos. Si bien los itinerarios resultan, en algu­
nos puntos, inverosímiles e inciertos, es indudable el valor que .tiene este testimo­
nio en su conjunto. Asegura que, sin duda hacia el año 840 (Ibn Jurdádhbih em ­
pieza a escribir en 844), un grupo penetraba en el mundo del Islam, mientras que
se autorizaba a otro a atravesarlo en su istmo central con la finalidad de llegar
al Océano índico. El primer movimiento lleva, en efecto, a los mercaderes rusos,
de raza eslava, desde las «regiones más remotas» (precisamente las de los cazado­
res de la taiga y de la tundra) hacia el mar Caspio a través del Don, el Volga y
la capital de los Jazares. Atraviesan el Caspio y desembarcan en la costa del
Djurdján desde donde se dirigen, por caravana, hasta Bagdad y allí unos eunucos
eslavos les sirven de intérpretes. Otros mercaderes van a Bizancio por el Dniéper
y el mar Negro. Todos venden pieles, esclavos (palabra que deriva etimológica­
mente de eslavo) y armas francas (espadas fabricadas cori técnicas superiores),
así como sus propios servicios. Estos rusos no hacen, evidentemente, más que
prolongar el amplio movimiento hacia el este de los varegos. Se trata, sin duda,
de eslavos conducidos por escandinavos e Ibn Jurdádhbih precisa que son cristia­
nos. En otras circunstancias el itinerario dejará de ser comercial para convertirse
en ruta de invasión: entre los años 864 y 884, y más tarde en el año 909, en 913,
en 943, en 969, y en 1030-1032 los rusos franquearán el Cáucaso o atravesarán
el Caspio para atacar el Tabaristán y el Adharbaydján, llegando a ocupar la capi­
tal de este último. Como puede verse, el comercio resulta inseparable del pillaje.
Puede observarse que los pueblos turcos del Volga, jazares y búlgaros (estos úl­
timos acuñaron, no obstante, monedas bastante abundantes que imitaban las mu­
sulmanas) no desempeñaron el papel de intermediarios que la geografía parecía
reservarles. Este gran movimiento de hombres en compañía de sus mercancías
atestigua la irregularidad de las transacciones y su carácter rudimentario lo que
está de acuerdo, a fin de cuentas, con los altos precios que se pagan.
El movimiento de los judíos «rádháníes» constituye un tema más importante
y muchos más discutido por los historiadores, que han llegado a negar la misma
autenticidad del texto, convirtiéndose en el núcleo central de un debate. D urante
mucho tiempo se ha querido ver en el relato de Ibn Jurdádhbih la prueba de la
especialización comercial de la comunidad judía y, en fecha más reciente, la de
su supremacía en unas rutas que estaban abiertas a todos. Ambas posturas deben
descartarse y, si bien hay que aceptar que ciertos detalles del itinerario indicado
por Ibn Jurdádhbih provienen de una «contaminación» con otras rutas, en con­
junto debe admitirse que revela un episodio breve pero significativo. Estos mer­
caderes judíos, políglotas (hablan persa, griego, árabe y las lenguas francas, espa­
ñolas y eslavas) traen de Occidente eunucos, esclavas, muchachos, seda, pieles y
espadas. Se embarcan en el país de los francos, en el mar occidental (queda, por
tanto, excluida Narbona y debe tratarse de uno de los puertos oceánicos del im­
perio carolingio), franquean el istmo de Suez entre Farám a (la esclusa) y Qulzum
(Suez), llegan a los puertos de la península arábiga, al-Djark y Djidda y, final­
mente, a la India y la China. El regreso, en este primer itinerario, lo efectúan
siguiendo el mismo camino, provistos de especias y plantas aromáticas. Una va­
riante pasa por Antioquía y llega al Éufrates, a Bagdad y al puerto de Ubulla
para acabar en las mismas regiones del Extremo O riente. Una tercera ruta parte
de al-Andalus y del país de los francos y pasa por Tánger, el Sús, Ifriqiyá, Egipto
y Siria. Finalmente, la cuarta ruta, avanza «por detrás de Bizancio» y por el país
de los eslavos, llega a la capital de los jazares y penetra en el mundo islámico
por el Djurdján. A través de Balj y la Fargána, llega a China.
Es probable que Ibn Jurdádhbih haya unido, en su descripción de las rutas
rádháníes, varios segmentos de itinerarios que, en un principio, eran indepen­
dientes. El paso por Marruecos y Túnez parece, de manera particular, haber sido
añadido para completar y no se relaciona con el conjunto. Muchos otros elem en­
tos, en cambio, concuerdan perfectam ente con informaciones que tenemos docu­
mentadas por otras fuentes. Hacia el año 825 Luis el Piadoso concedió privilegios
comerciales a unos mercaderes judíos llamados D onato, Samuel, A braham de
Zaragoza, David y José de Lyon y, de forma paralela, según Ibn Jurdádhbih los
rádháníes regresaron «junto al rey de los francos». El hecho de que no se mencio­
ne Alejandría en el itinerario se corresponde con la etapa en la que este puerto
quedó relegado por ser la sede de una república de corsarios. El paso de una
ruta «por detrás de Bizancio» se encuentra confirmado por la existencia de una
hilera de tesoros —en su mayoría algo más tardíos, del siglo x, que contienen
monedas sámáníes y búlgaras— en Galitzia y Bohemia. En el año 973 el andalusí
al-Turtüshi encontró, en Maguncia, especias indias y dirhemes sámáníes fechados
en el periodo 913-915, lo que constituye un buen indicio de la existencia de esta
ruta. Queda aún una duda acerca de la apertura precoz del mar Rojo y, de ma­
nera particular, que ésta resultara accesible a grupos minoritarios como los ju ­
díos: observemos, simplemente, que en el año 950 Buzurg encuentra en el océano
índico a un mercader judío, un dhimmí, que disfrutaba de la «paz califal» mucho
antes que los comerciantes de la Genizá. Puede, por tanto, considerarse que los
itinerarios son verosímiles así como aceptar la lista de productos mencionados.
Sólo queda por identificar quiénes son los rádháníes.
En ellos se ha querido ver a judíos oriundos del mundo musulmán ya que
Rádhán es el nombre de un distrito del Sawád, situado al este del Tigris. Esta
etimología resulta decisiva y debe descartarse la que recurría al persa Rah-dar
(‘el que conoce los caminos1) o la que, de manera fantástica, pretende relacionar
a los rádháníes con el Rhodanus o Ródano. Pero el texto atestigua de manera
explícita el carácter europeo de estos mercaderes judíos que aparecen como «ju­
díos del rey». No obstante, si aceptamos que este comercio aventurero y marginal
tiene un carácter particular y que establece una relación azarosa y atrevida (aun­
que se efectúe con suficiente regularidad como para que el señor del correo llame
la atención sobre ella a los secretarios del monarca), puede concebirse que un
nombre de origen iraquí, con el que se designe una familia o una pequeña comu­
nidad, hay sido conservado por un grupo inmigrado o englobado por lá conquista
en el imperio franco. Este grupo pudo conservar el uso del árabe y del persa
(indicio revelador de la verosimilitud de la hipótesis) y aprovechar su carácter de
bisagra o puente y de la indefinición de su estatuto jurídico para lanzar operacio­
nes comerciales que resultan inauditas desde un punto de vista comercial pero
que, sin duda y tal como hemos visto, eran bastante normales para los mercade­
res del D ár al-Islám. Puede pensarse, evidentemente, en los judíos de Narbona,
reconquistada por Carlomagno, cuyo prestigio se mantuvo muy alto en los siglos
sucesivos pero nada lo confirma y las relaciones de los rádháníes con España pue­
den explicarse mediante el itinerario oceánico, mencionado por Ibn Jurdádhbih,
que pasaba por Gibraltar. Pero, en su conjunto, la Rádhániyya, que no tuvo su­
cesores, corresponde a la expansión del imperio carolingio. Se extingue con la
crisis —invasiones normandas y reanudación de la ofensiva musulmana hacia la
Provenza— pero anuncia en gran medida las características del gran comercio del
siglo x i: papel de las minorías y del mar Rojo y desarrollo de las rutas sámáníes
hacia la India.

Elaboración de un modelo de sociedad

El mundo cabbásí nos aparece como el heredero directo del D ár al-Islám om e­


ya. La estructura del mundo antiguo se encuentra aún en pie, la capital absorbe
las disponibilidades monetarias que proporciona un aparato fiscal eficaz, el poder
permanece indiscutible, tanto el del Estado como el de su clase administrativa,
principa] beneficiaría de la redistribución social del impuesto, pero capaz también
de aspirar, como por capilaridad, la fortuna y el prestigio de las viejas aristocra­
cias transmitidas por herencia familiar o surgidas de la guerra. Una lista cerrada
y jerarquizada, bien delimitada por la memoria de los síndicos de las familias pri­
vilegiadas, pero provista de una apertura que permite el ascenso de los esclavos
mediante el parentesco adoptivo. Las luchas de facciones en el seno de los estra­
tos más abiertos y más cambiantes de esta clase privilegiada expresan las tensio­
nes para lograr el poder, o sea la fortuna. La dislocación del ejército árabe y de
su aristocracia de grandes linajes deja que compitan entre sí letrados y oficiales.
Estos dos grupos están constituidos, por una parte, por los técnicos de la belleza
del lenguaje y de la caligrafía y por los administradores fiscales distinguidos y,
por otra, por profesionales ambiciosos nacidos en las capas sociales más modes­
tas, más remotas, y en los lugares más miserables: se trata, en último término,
de los esclavos turcos y jazares. La competencia y los conflictos no oponen, sin
embargo, a los grupos sociales sino a las facciones, que son alianzas móviles y
momentáneas.
El pueblo musulmán, ahora sólidamente constituido gracias a la conversión
masiva y la aculturación de las minorías, unificado por la circulación de la ense­
ñanza y su normalización, parece excluido de la vida política, dominada por la
autocracia califal y por el poder real de las camarillas, así como también del po­
der económico. Cabe imaginarse una vida social duramente sometida a la pirámi­
de de las clientelas, agrupadas en torno a las grandes fortunas de la adm inistra­
ción y del círculo de los mercaderes que aprovisiona a la jássa, la élite. Todo da
testimonio de esta hegemonía que aparece traducida en imágenes arqueológicas
y urbanísticas. No obstante, una realidad social, una conciencia colectiva, un «Is­
lam horizontal» subsisten y rebrotan, hundiendo sus raíces en el modelo surgido
de la hégira. La jássa, excesivamente móvil y dislocada por las confiscaciones no
puede fundar nada auténticamente estable. La verdadera fuente de toda estabili­
dad sigue siendo el saber y la normalización de la enseñanza multiplica tanto can­
didatos como posibilidades y desestabiliza las fracciones cuya posición parece ad­
quirida de forma definitiva. Las clases populares, cuya filosofía se adapta bien a
esta revancha, oponen a esta movilidad las virtudes de la estabilidad y de la hu­
mildad. Sus esperanzas se vuelven hacia la polémica religiosa, el milenarismo y
el afecto que sienten por los nobles descendientes de CA1! que sufren en una semi-
clandestinidad y que estudian las «ciencias religiosas».
De este modo la figura del «doctor» gana peso y adhesión por parte de las
masas. No aparece sólo como el jefe de partido, sabio, buen filósofo y dispuesto
a levantar prontam ente el estandarte de la revuelta y de la pureza. Es, también
y cada vez más, un maestro cuyo enraizamiento en la masa se establece gracias
al contacto cotidiano, en la mezquita o en su domicilio, con los hijos del pueblo
cuya pobreza y dependencia comparte en gran número de casos. La cdm m ay el
pueblo bajo que vive sin duda aglomerado y aglutinado en torno a los poderosos
del momento, protegido y explotado a la vez, encuentra, no obstante, en la eco­
nomía monetaria, en el mercado, la posibilidad de despegarse y de adquirir una
independencia moral que contrastan con la estructura jerarquizada de las tribus
de la primera generación de las ciudades islámicas. Al ganar poco, no descubren
garantías ideológicas ni fidelidades afectivas en el vínculo que les une a los pode­
rosos. Pueden por ello deslizarse hacia otros señores y, sobre todo, reencuentran
su libertad en su adhesión, en un principio tumultuosa y, más tarde, secreta, a
las esperanzas revolucionarias. El milenarismo no tiene asignada ninguna misión
social si no es la inversión de papeles y la esclavitud de los amos como consecuen­
cia lejana del retorno al modelo egalitario surgido de la hégira. Realmente, no
hay modo de salirse de un doble modelo: uno realista, en el que sólo el poder
trae consigo la riqueza y en el que el saber es una introducción al ejercicio del
poder, y un segundo, ideal, en el que el poder es un servicio que sólo se justifica
por el saber. La mirada, el juicio y la valoración de los criterios constituyen, en
ambos casos, el privilegio de los doctores.
Capítulo 3
LA FRAGMENTACIÓN
DEL MUNDO ISLÁMICO
(de finales del siglo IX a finales del siglo X)*

Desde el último cuarto del siglo ix hasta finales del siglo xi el Islam conoce
un inmenso paréntesis ismá°ilí al mismo tiempo que un despertar de las econo­
mías mediterráneas adormecidas: el fracaso ideológico de la monarquía islámica,
apreciable ya en 812, su incapacidad para controlar las relaciones entre el poder
central legítimo y el poder de pura fuerza de los generales del ejército, goberna­
dores de provincias, abre una brecha por donde resurge el milenarismo de las
masas adictas a la construcción intelectual de los ismá^líes. Oficiales y soldados,
rentistas del Estado desde siempre, acentúan su presión y aumentan su sangría
sobre los ingresos fiscales; pero sería oponerse al buen criterio querer presentar­
los como «feudales» que hubieran limitado la esfera de acción de una «burguesía
urbana». Nada cambia fundamentalmente en el campo, aunque las dependencias
se refuerzan conforme a una tendencia plurisecular; en la sociedad urbana se pro­
duce una readaptación. Bajo la hegemonía de los militares y de sus secretarios la
posición de los intelectuales se refuerza, conservando firmemente, frente a la
fuerza de los emires, un principio de «disidencia» que les une a las multitudes,
en cuestiones morales, religiosas y políticas. La importancia del movimiento inte­
lectual destaca además por el ascenso y la acción del partido ismá^lí en búsqueda
de una síntesis entre el modelo mediní y la experiencia de la ciencia helénica.
Los equilibrios fundamentales no son ni alterados ni rotos; sólo el lento creci­
miento de las zonas occidentales trastorna finalmente - y tard íam en te- la red de
rutas comerciales.

* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
L A DESCOMPOSICIÓN D E O R IE N T E

La guerra civil en la época de Al-Ma3mün, la malograda experiencia de un


acuerdo con los cShicíes y de un gobierno del Imperio desde el Jurásán han hecho
fracasar las grandes esperanzas de la monarquía islámica; el poder cabbásí, com­
prometido en su lucha por imponer la ideología del Estado, es violentamente con­
testado en Bagdad y su autoridad se basa de hecho sólo en las autonomías que
ha concedido a los gobernadores de provincias.

La cabeza ardiente

Desde Hárún al-Rashid, Ifriqiyá, en el oeste, posee su propia dinastía emiral


de la familia aglabí y sólo proporciona a Bagdad y a Samarra un tributo anual;
en el este, desde 820, los hijos y nietos de Táhir son el verdadero soporte de la
dinastía cabbásí, ya que, a pesar de que el propio Táhir había mostrado cierta
independencia en su inmensa provincia oriental, sus descendientes aseguran la
estabilidad y la paz en el Imperio. Desde Nishápúr, su capital, gobiernan el Jurá­
sán, el Kirmán, las provincias sudcaspianas y la Transoxiana donde instalan a los
gobernadores de la familia sámání: sin embargo, los desórdenes son constantes:
los hijos de Táhir colaboran con el visir de Bagdad en 822 para someter los altos
valles de la Transoxiana, posteriorm ente aplastan a los rebeldes járidjíes en el
Sistán y luchan contra una rebelión copta o contra las infiltraciones zajdíes en
Tabaristán.
Por su parte, los calíes intentan aprovecharse del rápido proceso de islamiza-
ción del Irán para implantar poderes dinásticos sobre las regiones fronterizas des­
de donde poder amenazar el centro del Estado califal: en 834, un breve intento
en el Jurásán y otro, después de 864, se apoyan en las dinastías tradicionales de
la montaña sudcaspiana del Daylam. Allí se agitan fuerzas que sienten la inevita­
ble evolución del califato hacia poderes descentralizados: Mazyar, un descendien­
te de los antiguos «marqueses» del Tabaristán, se hace musulmán, es recibido
por Al-Ma3mün, y formando parte de su clientela regresa como gobernador, con­
vierte a las clases dirigentes, construye centenares de mezquitas y se asegura todo
el poder sobre la montaña eliminando a las familias rivales y a su propio clan.
Denunciado a Al-Ma’mün en 827 a causa de la opresión fiscal a la que es some­
tida esta región, es, a pesar de ello, confirmado en su autoridad y aprovecha la
ocasión que le proporciona la acelerada islamización del Irán y la ascensión al
poder de los táhiríes para romper en su propio beneficio con el pasado tribal y
establecer un emirato de nuevo cuño: una guardia de 1.200 esclavos mercenarios,
un tesoro de 96.000 diñares y 18 millones de dirhemes. El intento, prematuro,
fracasa en 839: el ejército capitula sin combate ante un cuerpo de expedicionarios
enviado desde Samarra. Esta empresa no tiene ninguna relación con una proba­
ble tradición mazdeísta o comunista: Mazyar saqueó en efecto los bienes de va­
rios de sus enemigos, pero no les atacó en absoluto en cuanto a clase; significó
simplemente un ascenso de fuerzas locales.
La confusión también aparece entre los táhiríes; el Sistán debe organizarse
por sí mismo. Esta vez se trata de un poder insurreccional de origen plebeyo e
iranio, el primero en la historia del Islam en romper escandalosamente con la
unidad del Imperio y con las tradiciones tribales, militares y religiosas de la legi­
timidad. Reúne un ejército de voluntarios en torno a Yacqúb ibn Layth, quien se
proclama emir del Sístán en 861, somete a los járidjíes y los incorpora a su ejér­
cito, se lanza sobre Afganistán, saquea los templos paganos y conquista las gran­
des minas de plata de A ndaraba. Extiende su poder sobre las provincias táhiríes
(Kirmán, Jurásán) y paga generosamente el reconocimiento de sus conquistas por
parte del califa Muctamid. La revuelta de los zandjs le permite incluso atacar Bag­
dad, pero es derrotado en las puertas de la ciudad por el regente Muwaffaq. AI
morir en 878 su sucesión es asegurada por su hermano cAmr, quien consigue una
patente oficial para el Fars, Jurásán, Kirmán, Sistán y Sind a cambio de un tribu­
to de un millón de dirhemes al año, aum entado a 10 millones en 889. Capturado
por los sámáníes en 900, cAmr es enviado a Bagdad donde es ejecutado: éste es
el final de un poder de pura fuerza, personal, muy hostil a los cabbásíes, sostenido
por un patriotismo iranio. Y el recuerdo de su buena administración o de la gloria
de sus victorias será esencial en el renacimiento persa que se desarrollará a través
de la poesía en la corte sámání y posteriorm ente en Gazna.
Estos trastornos no implican el restablecimiento de la autoridad cabbásí; la
dinastía carece efectivamente de jefes enérgicos y de generales, con la excepción
del regente Muwffaq, apartado del poder supremo, y de su hijo, que aplastará
en 896 las rebeliones járidjíes y se enfrentará a los qármatas del Iraq. Muwaffaq
había combatido especialmente la principal revuelta del siglo, la de los zandjs,
que amenazaba al califato en el mismo centro de su poder, en el Iraq. Al igual
que los movimientos persas del siglo precedente, los zandjs expresan las aspira­
ciones de una minoría duramente explotada de poner en práctica el modelo me­
diní en su propio beneficio. Son negros importados como esclavos desde el siglo
vu a las marismas que separan KOfa, Wásit y Basora, y utilizados como peones
para romper la capa de natrón que convierte en yermo las tierras del bajo Iraq.
Sus primeras insurrecciones datan de 689 y su situación, excepcional en el Islam
medieval, así como su número (Tabarí habla de 15.000 esclavos), constituyen una
fuerza que canaliza la propaganda shN. El debilitamiento de la autoridad califa!,
enfrentada con las revueltas, permite a un pretendiente, cAIí ibn Muhammad, de
genealogía cambiante y discutida pero reconocido por las tribus beduinas, desen­
cadenar una revuelta servil en 869 que pronto se extiende por toda la región; las
ciudades del Ahwáz son ocupadas e incendiadas y posteriormente Basora es des­
truida en 871.
El fuerte sentido de solidaridad de los sublevados les permite resistir al ejér­
cito turco de los generales cabbásíes y constituir en las marismas un Estado gue­
rrero, comunidad militar de los zandjs y de sus aliados los beduinos, en torno a
CA1Í, quien se proclama mahdi y se rodea de una corte califal, que, sin embargo,
no incluye a ningún zandj. El jefe insurrecto acuña moneda y en sus dirhemes
aparecen leyendas de resonancia járidjí; construye una capital, Mujtára, con di-
wáns%hipódromo y talleres palatinos, mientras que la economía del Estado se
basa en el botín y la tributación de las regiones sometidas, cuya estructura social
no se modifica. En 878 es el momento de máximo esplendor: una colaboración
de hecho con los sublevados del Este, contactos no fructíferos con los qármatas
y una potencia militar que permite al «señor de los zandjs» atacar la región de
Bagdad y prohibir la peregrinación. Muwaffaq necesitará cinco años y 5.000 hom­
bres para reducir la insurrección; la participación personal del regente y de su
hijo en los combates, en los que son heridos, es indispensable para abrir brecha
en las murallas de Mujtára en 883. Y sin embargo, no es la desesperación la que
guía a la resistencia encarnizada de los zandjs: los combatientes que se rinden
son integrados en cuerpos particulares y homogéneos del ejército cabbásí. De esta
manera se demuestra el carácter mesiánico de la revuelta, ya que, aunque la base
social sea evidente, no oculta que se ha moldeado totalmente en el mundo de la
comunidad hegiriana y que sus referencias explícitas al shícismo activista anuncian
el vasto movimiento ismá^lí de Iraq y de Siria.
Después de la muerte de Muctadid, en 902, la estrecha vigilancia que m antie­
nen los emires y visires sobre los califas hábilmente escogidos por su juventud,
por su debilidad, no ofrece oportunidades a la dinastía si no es bajo una sumisión
aparente. El califato, único principio de legitimidad en la Dár al-lslám, resulta
imprescindible para los poderes transitorios que nacen de la lucha política. Los
califas estarán obligados a jugar la cartas de las rivalidades entre emires; los pri­
meros fracasarán: Mutaqí, que buscaba el apoyo de los jefes occidentales, será
destituido en 944; Tá3ic, que persistirá en el intento, será destituido en 991. De
991 a 1031 y de 1031 a 1075 tienen lugar los dos largos reinados de Qádir y de
Q á’im: protegidos por la amenaza fátimí, que fuerza a los emires buyíes a un
acuerdo, se apoyan sistemáticamente en las ascendentes fuerzas rivales de los
grandes emires. Reciben así regalos y homenajes de los gaznawíes y posterior­
mente de los seldjüqíes y se preocupan activamente de relacionarse con la opinión
tradicional («sunní») en vías de constitución: de este modo, Qádir deja condenar
al puritanismo muctazilí, hace maldecir a los ismá^líes y suscribe una profesión
de fe que lo une estrechamente a los tradicionalistas. Es cierto que alrededor del
califa se reúnen puristas y hombres de religión que sueñan con la restauración de
su autoridad, en particular el valiente Mawardi que protesta en 1038 contra la
usurpación del título de «rey de reyes» por el emir iranio buyí. Q á3im, fortalecido
por este partido, resistirá mucho tiempo a las pretensiones del turco seldjúqí Tu-
gril para acabar aceptando finalmente un compromiso con su sucesor, Alp Ars-
lán, a condición de que su dignidad superior y moral sea salvaguardada. La mo­
narquía islámica, relegada a un papel de árbitro y desde entonces atenta a la opi­
nión formulada por los predicadores, permanece como una amenaza y un recurso
al mismo tiempo.

Emires y visires: un constante trastorno

Las piezas claves del edificio político de la monarquía islámica siguen siendo
el visirato, el ejército y la fiscalidad; pero ahora dejan de estar al servicio exclu­
sivo de la dinastía para convertirse gradualmente en las bases de verdaderos go­
biernos provinciales; sin embargo, estas formaciones políticas no llegan a adquirir
el papel de estados periféricos, jerarquizados y, de alguna manera, federales: con
la excepción del emirato sámání, no son más que trampolines para conquistar el
poder central y la responsabilidad del emir supremo. No obstante, muestran la
extrema ductilidad del aparato administrativo y su capacidad para servir eficaz­
mente a las ambiciones de los generales y de los gobernadores de provincia. Estas
provincias no se libran de la vigilancia y de la fiscalidad de los dtwáns, pero la
ya antigua descentralización de poderes constituye una base financiera y militar
que les permite alcanzar el control de la capital y compartir la autoridad del ca­
lifa.
En un primer momento, sin embargo, en Bagdad y en Samarra, el visirato se
enfrenta a otras fórmulas de gobierno: por ejemplo, bajo Muctasim el visirato está
sometido de hecho a un «primer ministro», el «gran cadí» Ahmad ibn Abí Du^ád,
que asegura la dirección política e ideológica del Imperio; con Ma3mún, el emir
táhirí, poderoso en Bagdad, donde conserva las funciones de prefecto de policía
y de gobernador militar, lleva el peso del poder; en el reinado de Mutawakkil,
se asiste al retorno de los visires asociados a la familia califal por un lazo de pa­
rentesco espiritual, particularmente a un príncipe o incluso a un califa. Después
del episodio revolucionario del asesinato del califa y de la guerra civil entre sus
hijos, el visirato, que conoce la intervención de un primer «regente» en la persona
del turco Utamish, queda bajo la autoridad del regente Muwaffaq y recupera des­
pués toda su eficacia durante los conflictos entre emires que marcan la primera
mitad del siglo x.
El visirato se introduce profundam ente entonces en las rivalidades faccionales,
siendo el propio visirato lo que está en juego en un largo conflicto entre dos par­
tidos familiares de secretarios: los «escribas nestorianos», pertenecientes a las fa­
milias Banü al-Djarráh y Banü Majlad, y técnicos financieros shNes del linaje de
los Banü Furát, cuya adhesión a las sectas extremistas no les impide servir a la
monarquía cabbásí ni participar con fuerza en las intrigas a partir de 950.
Los conflictos de visires y las rivalidades entre emires aumentan la inestabili­
dad dinástica; impiden una política a largo plazo y agotan la energía de los admi­
nistradores y de los jefes militares en un lucha que parece inútil y fastidiosa. Sin
embargo, no hay que olvidar la continuidad de la administración, de los funciona­
rios y de las autoridades administrativas. El aparato administrativo sigue siendo
un instrumento sólido, reproducido en los grandes dominios provinciales, en la
Bujára sámání, en Gazna, en Shíráz, entre los buyíes, que permite mantener un
buen conocimiento de los distritos vigilados - u n a auténtica piel de zapa a causa
del reparto de las competencias fiscales en iqtác— y de las técnicas matemáticas
necesarias para la fiscalidad: el Kitáb al Háwi proporciona a los secretarios y a
los geómetras fórmulas para calcular las superficies fiscalmente imponibles, la
base del impuesto territorial, la parte dejada a los cambistas y el precio de las
entregas.
El poder emiral imitará también al visirato cabbásí: los sámáníes culminan su
aparato burocrático con un visir, un tesorero y un jefe de Correos, y conservan
igualmente las instituciones rivales del gran chambelán y del comandante del ejér­
cito, mientras que los gaznawíes duplican el visirato organizando una poderosa
«Oficina de la revista de Soldados» que verifica las listas y la presencia de los
combatientes o paga la soldada. Entre los buyíes, que hacen depender totalmente
el visirato del em irato y que no dejan al visir del califa más que la sombra de un
poder administrativo, una serie de grandes técnicos, como el poderoso Ibn cAb-
bád en las provincias persas, llevan a cabo una eficaz gestión. Este último, secre­
tario primero y después ministro, es también un letrado de cultura universal.
Además de sus Epístolas, manual de cancillería y también de política y gobierno
(en el que manifiesta especialmente su hostilidad hacia los autonomistas urbanos
y el activismo de los «jóvenes», esto es, de la Futuwwa), nos ha dejado numerosas
obras de teología muctazilí, de historia, de lexicografía y de gramática, y un diwán
de poesías. Los visiratos iranios participan ampliamente no sólo en el renacimien­
to literario persa sino también en el desarrollo de las ciencias en la D ár al-Islám,
como Avicena (Abú cAli Husayn, llamado Ibn Siná, 980-1037), hijo de un funcio­
nario sámání de Bujára, filósofo y médico desde su adolescencia, es decir, sabio
universal, que escribe sus libros en los momentos libres que le deja su actividad
de consejero y de visir de los príncipes buyíes de Hamadhán y de Ispahán.
El desarrollo del ejército profesional ha ampliado progresivamente la autono­
mía de los oficiales: la revolución cabbásí ha supuesto el fin del dominio tribal,
cuyos equilibrios y conflictos eran regulados por los antiguos modelos del mundo
árabe beduino. La constitución de un ejército de profesionales pagados, es decir
de una corporación militar unida por un derecho dinástico e ideológico, podría
desembocar en un mayor riesgo de conflicto entre los príncipes y el cuerpo de
generales procedentes del O riente cabbásí. En cambio, el reclutamiento de con­
tingentes homogéneos permitía jugar con otro «sentido de solidaridad» y prevenir
los riesgos de golpes de Estado a causa de la multiplicación de cuerpos del ejér­
cito desunidos y antagónicos. Los turcos, más seguros, mejores guerreros, lingüís­
ticamente aislados de los conflictos religiosos, constituyen desde 830 la base de
este nuevo ejército así como su espina dorsal, la caballería pesada, sin tener no
obstante la exclusiva en el reclutamiento: árabes de la Djazira, kurdos, esclavos
negros de Egipto, hindúes de las fronteras orientales constituyen otros tantos
cuerpos, así como los jinetes beduinos y los soldados de infantería persas armados
con el hacha y la jabalina. Los daylamíes, superiores en los combates en montaña
o en terrenos pantanosos, se eclipsan ante los turcos que introducen nuevas tác­
ticas, como la huida simulada, la infantería montada, el uso del arco a caballo,
y acaban con sus rivales en el siglo xi.
El peso de este ejército (cuyos efectivos son mal conocidos, entre 50.000 y
100.000 hombres) se ve aum entado por la importancia de las pagas. Éstas, muy
elevadas (los ingresos de los distritos fiscales distribuidos que corresponden a un
jinete serán valorados entre 1.000 y 1.200 dinares, y a un emir entre 1.300 y
2.000), son además complementadas mediante asignaciones en especie y donacio­
nes con motivo de proclamaciones de califas y de acontecimientos extraordina­
rios, actos que la presión del ejército hace totalmente obligatorios. En conjunto,
en la época de Muctadid (892-902), el ejército central necesita 5.550 dinares por
día, 2 millones de dinares al año, y se puede valorar en 5 millones de dinares el
coste total de la paga de un ejército de 50.000 hombres, es decir, junto con los
gastos de armamento y de mantenimiento, casi la mitad del presupuesto del Im­
perio, que en el momento de su apogeo era de 16 millones. La «oficina del ejér­
cito» (Díwán al Djaysh), que llevaba perfectamente sus registros en los que eran
anotados los nombres de los soldados, su genealogía y sus características físicas,
a fin de evitar los «falsos soldados», tendía a absorber toda la fiscalidad del E sta­
do y a someter a ella las oficinas del fisco; así, entre los gaznawíes, el jefe de la
«oficina de la revista de soldados» se convierte en uno de los personajes principa­
les del em irato, y, bajo la enérgica dirección de los emires buyíes, el ejército asu­
me la administración fiscal y territorial, el catastro, la valoración de lps ingresos,
y distribuye directam ente las competencias fiscales.

La ciqtác, especificidad del Islam

El poder emiral responde a las necesidades del ejército, y en particular del


ejército buyí, arbitrando un nuevo tipo de concesión de los ingresos fiscales en
la que se ha querido ver un principio de «feudalismo» islámico. Sin embargo,
esta nueva ciqtác no tiene nada que ver con el modelo feudal occidental; aunque
refuerce, provisionalmente, la autoridad y la influencia de los concesionarios, so­
bre todo de los oficiales turcos, nunca merma el carácter público, estatal, del po­
der, no crea una propiedad hereditaria ni cambia la naturaleza de las relaciones
sociales. Recordemos que en el siglo ix la ciqtdc consistía en la distribución de
propiedades sujetas a diezmo sometidas a la «oficina de los Dominios»: el titular
percibía de los campesinos un impuesto territorial y entregaba un diezmo al Esta­
do; se hacía cargo de los trabajos de irrigación y mejoramiento e incrementaba
la diferencia entre su renta y aquellas prestaciones. El dominio permanecía some­
tido al derecho común y su titular sólo podía ampliar su esfera de influencia im­
poniendo una «protección» tarifada, frente al bandolerismo y a los abusos del
fisco, a las comunidades rurales vecinas que progresivamente iban entrando en
el marco institucional de la aparcería. Los límites de esta «gran propiedad» son
evidentes: incluso estabilizada no permite ejercer el derecho de justicia; no goza
de ningún privilegio en relación a la ley musulmana, y, sobre todo, no se libra
de las reglas de la herencia que la desmiembran imponiendo una difícil reconsti­
tución.
Otras formas jurídicas de percepción del impuesto territorial son las que ha
propiciado la nueva ciqtác: contratos que conceden a jefes militares o a arrendata­
rios generales la percepción exclusiva de las tasas -s in intervención ni control de
las «oficinas»- a cambio del pago de una cantidad fija. Estos contratos, frecuen­
tes sobre todo en las zonas fronterizas, serán sistematizados por los buyíes en el
Iraq y posteriormente introducidos en el Irán por los seldjüqíes, bajo la forma de
(iqtác de «correspondencia»: el titular, el muqtacy se hace cargo de la recaudación
de un impuesto que corresponde en teoría a la paga que le debe el Estado. Toda
la renta fiscal del distrito está bajo su responsabilidad y esta competencia escapa
del conocimiento y control del fisco, lo que posibilita una presión fiscal máxima.
El Estado mantiene la vigilancia -m in u c io sa - del cumplimiento del servicio y
no establece relaciones personales, estables e institucionales, entre un oficial y
sus hombres: cada militar, simple soldado a caballo o emir, es en efecto titular
de una ciqtác que corresponde a su paga. El peso del impuesto territorial junto
con la usura, la violencia y la encomendación forzosa, sin duda han contribuido
a agravar la situación de los campesinos, que pasan a la categoría de tenentes o
de «clientes» jurídicamente dependientes. La asimilación frecuente de los cargos
de gobernador, administrador financiero y de muqtac en la persona de un oficial
o de un visir crea amplias zonas de autoridad y de explotación de los ingresos
fiscales que pueden ser acompañadas de la creación de grandes propiedades. Es­
tos «señoríos» son, sin embargo, inestables: sobreexplotadas y arruinadas, las
ciqtács son devueltas al fisco y no duran más que el tiempo del servicio o de la
fortuna del titular cerca del príncipe.
Por otra parte, no todo el mundo musulmán conoció esta evolución, que em­
pezó en el Iraq buyí, donde el pillaje ocasionado aceleró las deserciones e impuso
a los seldjúqíes una rigurosa revisión. Nizám al-Mulk aplicará la doctrina buyí,
pero reservando la ciqtác para los oficiales y sometiéndolos a un intercambio trie­
nal de su competencia a fin de evitar la dilapidación del capital fiscal. El Jurásán
sámání y el Irán oriental gaznawí conservan el modo tradicional de pago de la
soldada a partir de los ingresos del Tesoro, alimentado por los impuestos sobre
el comercio con los países turcos y por el botín de la guerra fronteriza. Los seld­
júqíes extenderán su modelo de ciqtác y en términos generales en el Irán se cons­
tituirán amplios dominios concedidos a los jefes de tribus turcómanas y a los prín­
cipes seldjúqíes. En Egipto, por último, que, con los tülúníes, aparecía como una
inmensa ciqtác de nuevo tipo combinada con la concesión de la autoridad guber­
namental, los fátimíes concederán a sus oficiales competencias fiscales sobre las
que ejercen una vigilancia constante; paralelamente, en Siria, utilizarán la conce­
sión de rentas fiscales junto a un dominio político y militar para controlar el país.
La extensión de la ciqtác señala, pues, en el conjunto del mundo oriental, la preo­
cupación, al mismo tiempo, de efectuar el pago regular y pacífico de las soldadas
militares (y de las pensiones administrativas, subsidiariamente) y de descentrali­
zar el poder, obsesión de las dinastías califales primero y emirales después. El
ascenso de los militares que se observa en el Estado buyí no conlleva la creación
de una pirámide estable y sigue estando relacionado con la suerte de las dinastías,
que depende de la autoridad personal y del espíritu de solidaridad del grupo que
la apoya.
El carácter inestable y revocable del poder de los militares se manifiesta en
el desarrollo y en la extinción de las «protecciones» institucionales multiplicadas
en la época de los buyíes: es decir, la encomendación concedida a los campesinos
frente al impuesto (bajo la forma de una aparcería ficticia, que realmente confis­
caba la tierra, o bien de una simple tasa), al «chantaje» llevado a cabo por los
cuerpos de policía a los tenderos y propietarios de inmuebles, o la protección de
rutas, concedida, bajo el control del Estado, a verdaderas empresas privadas de
seguridad pública, que percibían peajes y tasas. El conjunto de estos ingresos y
de las fuerzas que los aseguraban habían permitido el desarrollo de una red de
poderes locales, combinados con la ciqtác o independientes, más o menos recono­
cidos por el Estado, que serán marginados y sustituidos tras la invasión seldjúqí.
Muy lejos de desembocar en una estructura estable y jerarquizada y de ser coro­
nado por el consenso ideológico, el ascenso de estos poderes choca con la falta
de arraigo y con la disidencia de los intelectuales apegados a modelos distintos,
califales o mesiánicos, capaces de arrastrar y movilizar a las multitudes.

Buena dirección de los dominios periféricos, los califas bajo tutela

La estabilidad, la duración y la paz son las características de las grandes dinas­


tías periféricas que así aseguran el relevo del poder califal: desde 867, Egipto ha
sido confiado a Ahmad ibn Tülün, un oficial turco, hijo de un esclavo mercenario
procedente de Bujára. En 872 consigue su independencia financiera y no m antie­
ne otra relación con Samarra que el envío de un tributo de 1.200.000 dinares;
resiste al regente Muwaffaq cuando éste obtiene su revocación: Ibn Túlfln se apo­
ya, contra éste, en el califa Muctamid, a quien propone acoger en 882 en su ma­
lograda huida, y no duda en conquistar Siria y las marcas fronterizas. Ya lo ve­
mos, una buena administración y la paz interior no son posibles sin intervenciones
constantes en la política califal, que term inan, en el caso de Ibn Tülün, con un
armisticio: Muwaffaq le otorga en 884 la investidura por 30 años e impone un
tributo de 200.000 dinares, aum entado a 300.000 dinares al año en 893. Egipto
es nuevamente reconquistado en 905 y perdido en 936. A nte la presión fátimí,
Bagdad reconoce el poder del prefecto de Damasco, un general persa que adopta
un nombre principesco, el de Ijshid, título de los antiguos reyes de Fargána.
Aunque necesario localmente, para el califa el poder emiral no es más que
ün auxiliar incómodo y que pronto se convierte en peligroso; únicamente los sa­
mantes, Ahmad, sus hijos Nasr y Ismá0!!, el hijo de éste último Ahmad, y Nasr
II, hijo y sucesor de Ahmad, cuyo reino, concluido en 943, señala el apogeo de
la dinastía, no parecen haber tenido la ambición de dominar al califa: dirigen des­
de 900 el conjunto del dominio iranio (excepto el Fars), que administran por me­
dio de sus propios gobernadores turcos. Su administración, basada en el modelo
de Bagdad, muestra la facilidad con la que el Imperio crea los órganos de su
descentralización: un visir, un gran chambelán, un tesorero, un jefe de correos y
un comandante en jefe del ejército con el título persa de sipah-salar, una podero­
sa burocracia bilingüe que gobierna enormes ciudades -Sam arcanda, Bujára y
N íshápür- y administra los beneficios de una amplia circulación comercial, pieles
de Rusia y de Siberia y sobre todo esclavos turcos.
Aunque los sámáníes se han mantenido apartados y no han participado en el
conflicto iraquí, éste compromete a tres principales interesados: a los generales
turcos de la guardia califal, a los hamdáníes, árabes de la Djazira, y a condottieri
iranios del Daylam, el eficaz linaje de los buyíes. Los primeros muestran una ex­
traordinaria capacidad de asimilación y una gran energía, pero no consiguen con­
trolar de un modo estable el califato; son simples jefes militares que se entregan
a una rabiosa competencia por el título de «emir de los emires», que constituye
desde entonces la base del poder efectivo, pero que no fundan verdaderas dinas­
tías duraderas y capaces de transmitir la autoridad.
Únicamente los hamdáníes de la Djazira, árabes, demuestran una capacidad
de permanencia que durante 60 años, de 930 a 990, les convierte en candidatos
serios al em irato supremo: su integración en el mundo tribal de los beduinos ára­
bes y de los nómadas kurdos les permite canalizar en beneficio propio las energías
del «espíritu de solidaridad» de los clanes de la región de Mosul. Después de
haber participado en los conflictos de facciones de los años 860-890 en las filas
járidjíes, los hamdáníes pasan al servicio de los cabbásíes con sus contingentes
tribales. Enriquecidos por sus victorias sobre los kármatas y por el saqueo de Fus-
tát en Egipto, a partir de 930 refuerzan su autoridad en Mosul, antes de recibir
el em irato supremo en 942; su jefe toma el nombre de Násir al-Dawla. El ejemplo
hamdání demuestra la fragilidad del poder militar: Násir al-Dawla conservará
sólo un año la responsabilidad y los beneficios del poder central del que será ex­
pulsado; se retirará a Mosul, aceptando o rechazando el pago del tributo (de 2
a 7 millones de dirhemes) según la relación de fuerzas que le oponga a los buyíes.
Las rivalidades entre hamdáníes y los violentos conflictos entre los árabes de la
Djazira (algunos de los cuales prefieren la emigración y la conversión entre los
bizantinos que la sumisión a los hamdáníes) cortan las alas a los intentos de re­
conquista de Bagdad, mientras que un hermano de Násir, CA1Í, llamado Sayf al-
Dawla, constituye desde Siria a Arm enia una amplia marca fronteriza a la que
defiende enérgicamente contra los griegos. De 931 a 967 la guerra «sayfí» con­
vierte a los hamdáníes en los únicos defensores del Islam frente a los esfuerzos
de la conquista bizantina, mientras que el califa, Ijshíd de Siria, y los buyíes re­
chazan cualquier responsabilidad. A la muerte de Sayf queda en Siria un princi­
pado hamdání, recortado al norte (pérdida de Alepo, provisional, y de A ntio­
quía, definitiva), que paga tributo a los bizantinos y que dura hasta 1002: es ad­
ministrado por los oficiales de los emires, capitanes turcos y chambelanes esclavos
que terminan por hacerse dueños de todo el poder.
El caso de los hamdáníes ilustra admirablemente las características del em ira­
to: un poder exclusivamente militar que segrega sus propios órganos de gobierno,
su propio visirato, pero también un poder faccional, cuya supervivencia procede
únicamente del «sentido de solidaridad» tribal y familiar, que ayuda al califato a
neutralizar a sus competidores enfrentándolos. De este modo el califato sobrevive
al em irato, que no posee los medios teóricos para sustituirlo; pero demasiado
comprometidos en los conflictos entre emires, los príncipes de Bagdad pueden
ser asesinados (932), depuestos o cegados (934, 944 y 946). Los buyíes instalados
en la capital oprimen a la dinastía cabbásí, pero, a pesar de sus convicciones shi-
cíes, no se atreven a anularla, quizás por temor a verla sustituida por un califato
alida más enérgico. Condottieri persas, originarios del Daylam, los tres hijos de
Büya, tres oficiales, cogen las riendas del ejército del noroeste del Irán; dueños
del Fars en 935, entran en Bagdad en 945 y reparten sus fuerzas siguiendo el
principio de una prudente solidaridad. Ahmad recibe del califa un título de regen­
te y lo domina; Hasan gobierna el Fars, quedando la autoridad suprema en ma­
nos del mayor, cAlí-cImád al-Dawla, instalado en Shiráz. Bagdad pierde entonces
importancia: sigue siendo una gran metrópoli, pero aislada por las guerras qárma-
tas; centros económicos potentes y rivales se constituyen en Irán, en Rayy, en
Nishápür, en Shiráz, que permiten a los buyíes imponer su voluntad al emir de
Bagdad: una «confederación» en la que la autoridad familiar pasa de mano en
mano. Incluso se ha asistido a una verdadera restauración del Imperio sasánida:
título de «rey de reyes», reaparición de las regalía persas, trono, corona, indu­
mentaria, signo astrológico de Leo, inscripción pahleví en las medallas, nombres
persas a los príncipes, y en particular, nombres propiciatorios, y por último teoría
del doble poder (la profecía a los árabes y al califa; la realeza a los persas). Pero
hay una especie de doble conciencia: los símbolos persas son destinados a la corte
y al ejército daylamí, mientras que el buyí toma, en las monedas y en la plegaria,
otros títulos destinados a la comunidad musulmana; y cuando su nieto, ya con
menos fuerzas, arrancará al califa el título de sháh-ansháhy en 1027, se producirá
una rebelión.
El gobierno buyí pone fin gradualmente a la anarquía: se hacen frágiles acuer­
dos con los hamdáníes, los sámáníes y sobre todo con los kurdos, cuyo desarrollo
tribal y nómada multiplica las dinastías locales. Se recobra la seguridad a lo largo
de la ruta del Jurásán y grandes empresas son llevadas a cabo en el Iraq: recons­
trucción de Bagdad, programas de irrigación... Las rivalidades entre príncipes bu­
yíes, cuyos poderes se han multiplicado, y algunas guerras civiles cortas 110 com­
prometen la suerte de la dinastía emiral hasta 1012. En efecto, los dominios reu­
nidos por cImád al-Din en 1040 son considerablemente mermados por el avance
de los turcos uguz, guiados por el clan seldjüqí. A la muerte de clmád al-Dín, en
1048, su hijo Cosroes Firúz (observemos los dos nombres sasánidas) toma el título
casi impío de «Rey perdonador», al-Malik al-Rahim, pero su poder es una piel
de zapa, compartido en 1055 con el seldjüqí Tugril y pronto liquidado por el tur­
co. El califato ha sabido aprovecharse de la oposición entre buyíes, gaznavíes y
seldjüqíes para poder sobrevivir: ha adoptado una ideología oficial, ampliamente
inspirada en el hanbalismo, que es la principal forma del sunnismo. La «profesión
de fe» del califa Qádir, continuada y difundida por su hijo Qá3im, es contraria a
la opinión popular shH que habían desarrollado y organizado los buyíes (fiestas
en los aniversarios del martirio de Husayn, hijo de CA1Í, y de la designación de
CA1Í por el Profeta; gran mezquita shící en Bagdad; constitución de una corpora­
ción de descendientes de Abü Tálib, padre de CA1Í, etc.). Pero, de hecho, es so­
bre todo la desaparición progresiva de los regimientos daylamíes, apartados pri­
mero y después sustituidos por contingentes de esclavos turcos, lo que mina la
fuerza militar buyí y pone a la dinastía en las manos de su ejército.

BULGAROS
RUSOS del Volga
• Kiev TURCOS UQUZ
HUNGAROS

Gazna
• NlahApúr

fe* .Atepo .,pS * Ra* GAZNAWÍES


¿3* }* uaM D ^ • Hamadhin
TípoH* 0 u Y/BS

Imperio Bizantino
Estados vasaNoa

# La Meca

El Oriente Próximo hacia el año 1000


La entrada en escena de los turcos

Hl ascenso de los emires turcos en el mundo oriental anuncia, en efecto, un po­


deroso empuje migratorio que cambiará la población y la estructura de las provin­
cias iranias: primero, los gobernadores sámáníes de Gazna en Afganistán, Alp Ti-
gin y Subuktigín, constituyen un vasto emirato autónomo que prosigue en las
fronteras de la India la guerra santa y las expediciones de saqueo de los templos
paganos. Dividido entre los hijos de Subuktigín, este dominio* que incluye el Ju­
rásán, es reunificado por Mahmúd (998-1030) y gobernado con firmeza por Mas-
cüd (1030-1040). Empieza entonces una dinastía emiral como cualquiera otra, que
conoce los corrientes problemas de sucesión y cuya fuerza se basa en la capacidad
individual de aquellos grandes generales que lanzan ofensivas masivas sobre la In­
dia. No convierten a nadie; se limitan a arruinar los templos (en particular Som-
nath en 1026) y a exigir pesados tributos cuyas rentas, junto con el fruto de los
pillajes, les permiten comprar el reconocimiento del califa, diplomas de legitima­
ción y títulos honoríficos que forman parte de la plegaria y figuran en las monedas
y en los tejidos del tiráz. Su administración y su ejército no se diferencian en ab­
soluto de los de los sámáníes, pero son turcos puros, que hablan en turco, a pesar
de una profunda aculturación en un medio iranio (en Gazna reciben a poetas per­
sas, entre los cuales está Firdúsí), y su adhesión incondicional a los cabbásíes re­
fuerza el califato y frena el desarrollo del extremismo shH, especialmente del is-
má^lismo en el Sind. Ellos darán paso al sunnismo intransigente de los seldjúqíes.
El empuje turco, que sin duda es debido a un rápido crecimiento demográfico
de los pueblos de la estepa, fue durante mucho tiempo frenado, amortiguado,
por las luchas entre tribus y por una inmigración constante y abundante hacia el
imperio musulmán de esclavos capturados por los «combatientes de la fe» o ven­
didos por las tribus enemigas. Muqaddasí cifra en 12.000 el número de hombres
entregados cada año por los sámáníes al poder califal. Incluso si la cifra es exce­
siva, los ejemplos individuales confirman la importancia de los grandes mercados
de esclavos en Isfídjáb y en Shásh (Tashkent), donde Subuktigín es vendido; el
oficio de militar esperaba a los niños, mientras que las niñas serían destinadas a
los harenes, especialmente el del califa. Sin duda, el cambio se debe a la conver­
sión de las tribus turcas: constituidas en sociedades musulmanas —no sin amplias
zonas de paganismo y de sólida conservación de tradiciones consuetudinarias—
se han dotado de estructuras políticas más fuertes, emiratos locales y confedera­
ciones tribales. Estos Estados-ejército, en los que curiosamente encontramos cier­
ta resonancia del modelo hegiriano, representan una fuerza militar determinante,
animada por una csabiyya tribal y por la bravura, sinceridad y violencia de los
tiempos preislámicos. Desde un principio prohíben a las dinastías emirales el re­
clutamiento de sus ejércitos de esclavos y son grandes grupos tribales quienes
reemprenden una marcha colectiva hacia el este, llevando con ellos su modo de
vida nómada, cuyos débiles recursos imponían la actividad militar como comple­
mento o como actividad principal. En Transoxiana, los qarluq, guiados por ilek
jáns (los qarajáníes) de Kashgar y de Khotan invaden Bujára en 992 y se adueñan
de ella; en el Jurásán, son turcómanos o turcos uguz, que ya habían estado ante­
riormente al servicio de los gaznavíes e incluso de los buyíes, quienes efectúan
una penetración decisiva en 1034.
Guiados por el clan seldjüqí, los hermanos Tugril y Tchagri, constituyen un
pueblo numeroso y compacto: en 1040, en la batalla de D andanqan, cerca de
Merv, que pone fin al Imperio de los gaznawíes, son unos 16.000 combatientes.
Una hábil utilización política del terror (el saqueo de Rayy abre todas las puertas
de las ciudades), unas relaciones establecidas con el califa Q á3im y el respeto a
los deberes del Islam extienden rápidam ente el poder de Tugril. A unque el califa
no se apresura en absoluto en reconocerlo (espera a 1050 para otorgarle un título
honorífico y a 1057 para la primera audiencia), el seldjüqí se proclama su cliente
y se aprovecha de la situación debilitada del califa para justificar su marcha hacia
Bagdad, donde en 1055 entra bajo pretexto de peregrinación. Eliminará sin pro­
blemas a todos sus rivales, que rápidamente se alian a los fátimíes para encontrar
un apoyo contra aquél. En 1057 la estrella de los seldjüqíes brilla sobre todo el
Oriente: Tugril, «Piedra angular de la fe» y «Poder» (sultán), encabeza un pue­
blo-ejército cuya instalación, pasado el momento de choque, contribuye a la pros­
peridad del Irán; los turcos uguz se implantan en Transoxiana, en Ádharbaydján
y en las orillas del lago de Van, de donde expulsan a los armenios. La modifica­
ción étnica de estas regiones será definitiva; introduce en Anatolia un nuevo no­
madismo, y la necesidad de pastos junto con el dinamismo de los turcos ejercerá,
desde entonces, una gran presión sobre el Asia Menor. En 1071, el cerrojo bizan­
tino salta inesperadamente en la batalla de M antzikert y la penetración turca se
efectúa en masa, sin ningún proyecto preconcebido y en desorden, a través de la
península hasta entonces inviolable.
En el interior del Islam, los seldjüqíes, enfrentados a continuas revueltas de
sus tropas turcómanas, partidarias de una gestión más clásica del poder que el
emirato impide, consolidan su autoridad: título de sultán que refuerza al de
«rey», adjetivos prestigiosos, matrimonios impuestos al califa (que, sin embargo,
se resiste y retrasa sin cesar un reconocimiento que le priva de libertad de manio­
bra y de influencia sobre Tugril), campaña en Irán, donde la Transoxiana es re­
conquistada por Alp Arslán, hijo de Tchagi, y posteriorm ente, de 1073 a 1092,
en la época de Malik Sháh (de relevante nombre: «rey» en árabe y en persa),
reorganización de la administración por parte de Nizám al-Mulk. Este visir iranio,
«tutor» y padre espiritual, átábeg, del califa, ha dejado expuestos los principios
de su gobierno en su Siyásat-Námeh (Libro del gobierno), escrito en 1091. En el
apogeo de la dinastía seldjüqí, esta colaboración entre el visir persa y el sultán
turco señala la realidad de un renacimiento persa literario, lingüístico y, hasta
cierto punto, «nacional».

La revancha cultural de Irán

Este renacimiento se inscribe, en efecto, en un mundo iranio desde entonces


totalmente islamizado: únicamente permanece vivo un frente de conversión diri­
gido por misioneros shffies, como el ismá'ílí Nasir-i Jusraw, autor del admirable
relato de viajes Safar-Námeh, militante, filósofo gnóstico y gran escritor persa a
la vez. El despertar de la literatura persa no significa ningún tipo de separatismo,
sino sólo la afirmación de glorias propiam ente iranias, con, quizás también, algu­
nas reivindicaciones de una supremacía que confirme el ascenso de las dinastías
emirales y la iranización cultural de los gaznawíes y de los seldjúqíes. Primero se
lleva a cabo la construcción de una nueva lengua, el neopersa, a partir del dialec­
to persa común, el dari (que había sustituido a la antigua lengua literaria pahle-
ví). Ésta asimila un gran componente léxico árabe y somete «el metro silábico
iranio a la prosodia cuantitativa árabe». Algunos poetas, en la corte de los sámá­
níes y posteriormente en Gazna, abren el camino al restaurador de la lengua per­
sa, Firdúsi. Éste, nacido en TQs en 940 de una familia de juristas, se arruina para
poder hacer su obra, reuniendo los anales dinásticos y las colecciones de tradicio­
nes orales ya recogidas por el gobernador de Tús, que constituirán la base m ate­
rial de un gran poema histórico. Este Libro de los Reyes (Shdh-Ndmeh) ensalza
a los reyes benefactores, a los héroes iranios, entre ellos a Rustam, y también
las virtudes de la aristocracia sasánida (pureza, acción, abnegación), desarrollan­
do una historia pesimista, en la que la lucha eterna del bien y del mal evoca la
filosofía preislámica, pero acercándose sin embargo al pesimismo general de un
Islam que duda profundamente de su porvenir. De su porvenir, pero no de su
cultura, ya que la semilla sembrada en aquel prerrenacimiento del siglo ix ha
fructificado ahora; las ciencias, maduradas lentam ente en las Casas de la Sabidu­
ría, han alcanzado el nivel de la síntesis; síntesis como las de Abü Bakr al-Rází
(muerto en 923), el Razés de los Occidentales, y sobre todo de Ibn Siná (muerto
en 1037), Avicena, enciclopedias médicas del saber y de la experimentación anti­
gua y persa en las que Europa basará sus conocimientos sobre la circulación de
la sangre, el tejido óseo, las enfermedades contagiosas y la cirugía, hasta el siglo
xiv; la óptica de Ibn al-Haytham (muerto en 1039) es también una continuación
de las investigaciones del siglo x sobre la luz y constituirá una base que no será
modificada hasta Kepler.
Curiosamente, por otra parte - o quizás a causa de los problemas militares
que hacían inseguro el edificio—, la arquitectura religiosa o civil no ha producido
testimonios de una calidad comparable, ya que los dos únicos monumentos excep­
cionales de este período, la mezquita de Ibn Túlún en Fustát (hacia 878-890) y
la de Malik-Sháh en Ispahán (hacia 1090), dejan precisamente una importante
laguna en la historia del arte. Pero esto sería así si no tuviéramos en cuenta, en
cambio, el desarrollo, que ya no cesará, de las «artes menores», como se las suele
llamar erróneam ente sobre todo en el Islam más que en cualquier otra área cul­
tural, ya que el tejido, el artesonado, las alfombras, no sirven sólo para la deco­
ración sino que también son objeto de intercambio, de obsequio, de ofrenda, y
es su número el que determina la riqueza, más que las casas o los dinares: las
maderas esculpidas de Egipto y de Siria representan pequeñas escenas de la vida
profana, caza, danzas, conciertos, orgías; los tapices y las alfombras son adorna­
dos con hileras de pájaros y de liebres, también como en Egipto, o con motivos
antiguos, trenzas, círculos, óvalos, como en Irán; los tejidos y las sedas llevan
dibujos cada vez más complicados, herméticos y simbólicos; la loza es brillante
con un fondo pardo o policromo. Todos estos objetos son testimonio desde en­
tonces de una originalidad en la que el peso de Irán y su gusto por lo maravilloso,
pero también por el rigor de la coordinación, triunfan indiscutiblemente. En este
sentido, los turcos no han hecho más que reforzar el peso de O riente en la D ár
al-Islám; fomentan y precipitan las dos fallas que dividen en tres partes al mundo
musulmán: la que abrieron los ismá^líes y la que les separa del Oeste.
L a ORGULLOSA s u p e r v i v e n c i a u r b a n a

La crisis del poder califal, desgarrado por las intrigas de los oficiales y de los
príncipes o debilitado por la duda sobre la legitimidad de la dinastía, sacudido
por las revueltas iraquíes y por el surgimiento de nuevos poderes emirales, impli­
ca una merma constante de la base fiscal del imperio cabbásí. La renta del Iraq
disminuye de 100 millones de dirhemes a principios del siglo ix a una cifra que
oscila entre 30 y 40 millones en el siglo x; la renta de las provincias de la Alta
Mesopotamia cae de más de 10 millones antes de 900 a 3 millones en 959 y a 1,2
millones alrededor de 965. El tesoro califal se ve primero y en mayor medida
afectado que la fiscalidad provincial (no se observa un debilitamiento semejante
ni en Siria ni en Irán) a causa de las distribuciones de ciqtács. El empobrecimiento
de la dinastía se manifiesta en el abandono provisional de la muy elevada tasa
de metal precioso de la moneda califal: los diñares, excelentes con los omeyas,
los primeros cabbásíes, en Bagdad y en Samarra, ven su ley disminuir de un 96-98
por 100 a un 76 por 100 en la época de Muntasir y se deterioran constantemente
con los buyíes, los sámáníes y los gaznawíes (entre un 50 por 100 y un 87 por
100, excepto en Níshápür, sin embargo, donde la ley de la moneda se mantiene),
mientras que el sistema de pesos se disloca. El diñar de oro cae de 4,25 gr a
menos de 4 gr. No hay que insistir en la importancia de las manipulaciones mo­
netarias, punción fiscal suplementaria de las dinastías débiles. Así pues, parecía
que estaban reunidas todas las condiciones para dar nacimiento a una crisis urba­
na que afectaría primero a los grandes centros cuyo nivel de consumo estaba ba­
sado en los ingresos fiscales.

Bagdad: un mundo agitado

Sin embargo, la vitalidad del organismo musulmán se manifiesta contraria­


mente, al entrar en el siglo x, mediante una diversificación de las actividades ur­
banas, la altiva supervivencia de las capitales y la multiplicación de los centros
comerciales enlazados tanto con la red de abastecimiento de las capitales cabbá-
síes como con la de circulación de productos. El despertar de la actividad urbana
en las costas mediterráneas y las multiplicaciones de capitales bajo el dominio de
los fátimíes son un eco de la prosperidad de las ciudades iranias, simbolizadas
por Níshápür, a pesar de las continuas guerras civiles, del viraje insurreccional
de 860-950 y de los conflictos de facciones que lo prolongan. El éxito de Bagdad
llama primero la atención por la incorporación de un organismo económico fuerte
y el desarrollo de una verdadera función municipal sobre la antigua ciudad-cam­
pam ento de los califas.
En efecto, los mercados de Bagdad desarrollan una producción artesanal de
envergadura: los artesanos, que se han establecido cerca de los lugares de consu­
mo, tejedores de Tustar, contratistas de obras, estucadores y albañiles de Mosul,
Ahwáz e Ispáhán, contratados por los buyíes. Como en toda producción artesa­
nal, el textil es lo principal en Bagdad: en 985 un proyecto de fijación de precios
calcula en un total de 10 millones de dirhemes la producción de sedas y de telas
de algodón de la capital. No es, sin duda, extraordinario: según Yácqüb (que es­
cribe en 889), los impuestos locales proporcionaban 12 millones y la renta espera­
da en 985 (un millón) es algo superior a la de los molinos de la ciudad, el impues­
to de consumo más clásico. Pero esto nos muestra que la metrópolis califal ha
dejado de ser una mera bomba aspirante: se construirán varios mercados cubier­
tos en Karj para albergar la venta de materias primas textiles; algunos bordadores
producen allí tejidos de alta calidad, especialmente los velos para la cabeza (ta-
ylásáns). La presencia de los buyíes junto al poder califal multiplica las fundacio­
nes, las construcciones (nuevos mercados, nuevos hospitales, como el de cAdud
al-Dawla en 982, habilitado en el antiguo palacio de luid, palacios múltiples) que
mantienen la actividad edilicia y los trabajos públicos: los emires conceden la m a­
yor atención a la restauración de los diques del Tigris que protegen a la ciudad
de las crecidas. Las descripciones de Bagdad muestran, además, la formidable
actividad y el refinamiento de los mercados. En su elogio de la ciudad, Ibn cAqil
recuerda el lujo del mercado de pájaros y del mercado de flores. Insiste también
en el barrio de las librerías, en el que los intelectuales tenían naturalmente su
lugar de reunión y del que conocemos la producción de manuscritos hacia el año
1000 gracias al catálogo de Ibn al-Nadím, el Fihrist. Si estos comercios muestran
la difusión de modelos culturales muy modernos (la compra de pájaros y de flores
es realmente popular), la presencia de contingentes militares alrededor del pala­
cio emiral de la Dár al-Mamlaka estimula el desarrollo de grandes mercados es­
pecializados (zocos de armas, caballos, heno) que confirman la importancia del
consumo del ejército en el crecimiento urbano.
El ensanchamiento hacia el este de la capital continúa, aum entando la super­
ficie registrada en el catastro de una manera fantástica: en la época de M uqtadir
(908-932) ésta supera las 8.000 hectáreas, pero con amplias extensiones desocupa­
das, jardines (el Harim de los táhiríes, el Z ahtr, vergel califal de 32 hectáreas),
inmensos cementerios, campos militares y plazas de armas en la Ciudad Redonda
y en Shammásiya, y también ruinas de palacios abandonados. El tamaño desme­
surado de la ciudad llama la atención a los coetáneos: se calculan 1.500 baños,
869 médicos, 30.000 barcos, en 993; 33 mezquitas y 300 tiendas son destruidas en
el incendio del Karj en 971, pereciendo 17.000 personas. En esta extensión in­
mensa, las emigraciones desencadenadas por el hambre o simplemente por el au­
mento de precios provocan daños irreparables. El riesgo en Bagdad consistía en
quedar dividida en barrios enfrentados, separados por extensiones abandonadas;
estos barrios se caracterizaban en efecto por un «sentido de solidaridad» popular
muy activo, sunní en Harbiyya, cerca, de la tumba de Ibn Hanbal, en Báb al
Táq, en la orilla este; y shN en Karj. Manifestaciones, rebeliones, expediciones
de tropas son indicio de este conflicto faccional perm anente. Las dos orillas del
Tigris también se oponen: cada una tiene su cadí y su prefecto de policía. Final­
mente, la diarquía califa-emir enfrenta el centro califal, el Dar aUJiláfa, y el pa­
lacio emiral, el Dár al-Mamlaka, construido por el buyí cAdud al-Dawla en 980
en Mujarrim, donde se instalan los mercados militares, cerca de la plaza de armas
de las tropas daylamíes.
A pesar de las violencias que enfrentan a los partidos religiosos y a los barrios
(en 1002, 1007, 1015-1016, 1045 y 1051, 1055 y de nuevo en 1072, 1076, 1082,
1089), en la capital se constituye una conciencia común que forma parte de sus
reservas de fuerza. Un patriotismo bagdadí ya se había manifestado ante los ase­
dios de 812-813 y de 865; una colaboración política incluso hace desaparecer, pro­
visionalmente, las oposiciones sectarias y segmentarias en las grandes ocasiones:
en 1049 shFíes y sunníes realizan una peregrinación común hacia los martyria de
Alí y de Husayn. Y, sin que exista verdaderam ente un cuerpo municipal, dos
medios intelectuales preservan la continuidad política: junto a los «secretarios»,
que hasta la invasión mongol mantienen el eficaz aparato administrativo iraquí,
los docentes, los ulemas, constituyen el armazón político y moral de la ciudad.
En general son juristas y hombres de partido, pero estaría muy lejos de la reali­
dad considerarlos aislados: su saber y su curiosidad enciclopédicos, demostrado
por la extraordinaria diversidad cultural de un Ibn cÁqil, les relaciona con medios
sociales muy diversos. Desde H árún, ulemas y poetas, por ejemplo, mantenían
sus reuniones en el Mercado de las Librerías, en Shanimásiya. La existencia de
partidos, de facciones religiosas y filosóficas asegura, por otra parte, la circula­
ción de las ideas y de la autoridad entre los ulemas y los cuerpos de voluntarios
que garantizan la lucha contra los símbolos de la inmoralidad y contra los defen­
sores de la herejía en los barrios. En ausencia de una representación municipal,
los universitarios detentan el papel de una autoridad política multiforme en con­
tacto con todos los antagonismos urbanos.

Intelectuales, facciones, «jóvenes»

En Bagdad los tradicionalistas hanbalíes asumen la autoridad principal luchan­


do constantemente contra los shffes y los muctazilíes, antes de que Tugril o
Nizám al-Mulk instauren nuevas madrasas o casas de ciencia para oponerse a la
enseñanza shFÍ. Los grandes momentos de la historia política de la capital
son principalmente las controversias religiosas y las abjuraciones: la ejecución del
disidente Mansúr al-Halládj, el «cardador de los corazones», el 26 de marzo de
922; la rebelión de 1031 llevada a cabo contra los buyíes por los voluntarios de
la guerra santa que desfilan antes de su partida hacia el frente bizantino; la capi­
tulación del cadí Saymari que renuncia al muctazilismo; la rebelión de 1067 contra
el muctazilí Ibn al-Walíd; el exilio y la posterior retracción de Ibn cÁqil. La llega­
da de los turcos no cambia en absoluto el dinamismo del hanbalismo y no se les
podría atribuir más que un sunnismo somero, militar: Tugril y su visir son tole­
rantes y Nizám convierte a la madrasa Nizámiya, su fundación privada, en un
centro de enseñanza jurídica y filosófica en Bagdad. La madrasa, en la segunda
mitad del siglo XI, desempeña un papel cada vez más relevante en las ciudades
del Islam: empezó siendo hacia 1020, en Irán, un centro de acogida para los sa­
bios que llegaban en busca de las tradiciones, transformándose en un centro de
enseñanza, con un cuerpo de profesores retribuidos (basado en el modelo de las
cátedras que existían en las mezquitas), colegios constituidos, en fundaciones pri­
vadas por generosos mecenas y estudiantes becarios. Así pues, la madrasa refuer­
za la cantidad y el papel social de los intelectuales profesionales, permite una
democratización del reclutamiento y crea, frente al poder, una clase de árbitros
y de censores dispuestos a invocar la ley ante los abusos.
Un autonomismo urbano parecido al de Bagdad se manifiesta en Irán a través
de los conflictos entre facciones. También aquí son los partidos religiosos quienes
asumen frecuentemente la organización y la evolución de la comunidad urbana:
en Níshápür, la escuela sháfffi, relacionada con los místicos, se opone a los hana-
fíes más próximos al niuctazilismo. La lucha entre estas facciones conlleva una
alternancia en el seno del poder local, simbolizada por la elección del cadí: éste
es hanaff con los sámáníes, sháficí con sus gobernadores, nuevamente hanafí con
los gaznawíes. La lucha de facciones, tanto en Níshápür como en Bagdad, es
acompañada de alianzas con las dinastías emirales, las cuales financian la cons­
trucción de madrasas, y persiguen y someten a procesos y retracciones a los jefes
de los partidos opuestos; esta lucha desaparecerá con los seldjúqíes, que pondrán
fin provisionalmente a la rivalidad asegurando el triunfo de los hanafíes y des­
mantelando los colegios contrarios. ¿Esta larga rivalidad esconde acaso antago>
nismos sociales? Los místicos se han establecido en el barrio pobre de Manashik
y quizás hayan canalizado la hostilidad hacia los poderosos de Híra, residencia
de los comerciantes. Sin embargo, esta oposición permanece marginal, mientras
que predominan las luchas entre opciones jurídicas y filosóficas hereditarias apo­
yadas por otros tantos partidos plurifamiliares.
En Irán, como en todo el mundo musulmán, el desarrollo de múltiples grupos
de facciones va acompañado de la decadencia de la autoridad central: en 897, el
califato prohibió oficialmente las manifestaciones de los «espíritus de solidaridad»
urbanos, que se expresaban mediante conflictos entre ciudades, a nivel provincial
Tustar contra Susa, en Ahwáz), entre partes de la ciudad (en Níshápür, Manshik
contra Híra) o entre clientelas familiares. Así, en Qazwín, en el noroeste de Irán,
dos linajes se repartían el poder local administrando la ciudad, cada uno agrupa­
do en torno a un raJis hereditario. Un tercer poder, el de los grandes propieta­
rios, interviene en su lucha, mientras que las autoridades administrativas y milita­
res delegadas por el emir arbitran los conflictos, intentando evitar que no degene­
ren, respetando el ejercicio corporativo y múltiple de la autonomía municipal.
Estas luchas de facciones mantienen partidos armados que intentan restablecer el
orden público cuando falla la función de policía. Las milicias de «Jóvenes» (ah-
dáth) movilizados al servicio de los rcfís locales, pasan fácilmente de un estatuto
ambiguo de irregulares, medio ladrones medio vagabundos, al de protectores,
que extorsionan a los mercaderes de los zocos y que se alistan en los cuerpos de
seguridad urbana y en los de «voluntarios» que acompañan al ejército regular y
que incluso pueden sustituirlo. En Qazwín, hacia 970, los «pillos» se alzan contra
los «nobles» Dja^arí.
La organización de los «Jóvenes» en la ciudad se presenta como una fuerza
militar y política muy solidaria. Por otra parte, se inserta en un largo movimiento
disidente de «hombres jóvenes», apartados del matrimonio y que viven en comu­
nidades, sin ataduras, en un compañerismo que inquieta a las autoridades; lo en­
contramos en las grandes ciudades desde el siglo vm y participa en la resistencia
de Bagdad contra Al-Ma3mún. Las agrupaciones de «jóvenes» se multiplican en
la segunda mitad del siglo x, en Irán y en Bagdad, pero también en Siria, donde
se unen a la facción antifátimí, y en Egipto, donde aparecen en el seno de la
población copta de Tinnis, siendo exterminados por las fuerzas califales tras la
denuncia de los notables cristianos. La extensión de grupos de «jóvenes», clase
de edad bloqueada por la concentración de las fortunas en manos de las genera­
ciones establecidas, al mismo tiempo que comunidad de excluidos y de depen­
dientes en una sociedad en la que la autoridad se identifica supuestamente con
la mayoría de edad y la dependencia con el aprendizaje, se manifiesta incluso en
el seno de religiones minoritarias y, sin embargo, fuertem ente estructuradas: los
documentos de la Genizá judía muestran la inquietud de los notables ante las
facciones y los grupos conflictivos que se constituían en «asociaciones de cam ara­
dería», trastornando la autoridad de los «viejos», de los ancianos. En todas partes
son exaltadas las virtudes de los «jóvenes», generosidad, fuerza física, heroísmo
y solidaridad: en persa, la palabra que los designa significa «joven héroe». En
cambio, la base religiosa de las facciones es cambiante y constituye sólo un em ­
blema, renovado continuam ente pero de carácter general, que cubre los antago­
nismos urbanos.

E l p a r é n t e s i s i s m á c!l í

Durante la crisis de confianza que afecta a la dinastía cabbásí, los movimientos


filosóficos y políticos desarrollados a partir del shffsmo original son capaces de
presentar una ideología y un programa. Aunque la ideología es compleja, acumu­
lando una cosmología, una interpretación de la historia, también un derecho,
como en cualquier movimiento musulmán, y una tradición, una sunna propia, el
programa político aparece como un milenarismo sólidamente anclado en una filo­
sofía de la historia, guiada por un «Señor del Tiempo», que permite vivir un A po­
calipsis de Salvación y de Victoria.

Profunda crisis ideológica en el Islam

El principal movimiento, el de los ismá^líes o Bátiniyya (‘los del secreto’),


posee extraordinarias capacidades de movilización, a pesar de sus incertidumbres
teóricas, sus rupturas internas y, finalmente, de su fracaso práctico. No sólo las
masas (beduinos iraquíes, bereberes del Norte de África, gente de ciudades y del
campo de Iraq y de Yemen) han hecho de sus consignas un símbolo de su indig­
nación contra los poderes injustos, recuperando la inspiración original de la co­
munidad mediní, sino que también hay que destacar la adhesión general de los
intelectuales y de los hombres de ciencia a las concepciones filosóficas e históricas
de los ismá^líes. En efecto, éstos llevan a la perfección lógica la construcción ela­
borada por los sabios musulmanes en contacto con el pensamiento helénico. Han
integrado al Islam las especulaciones cosmológicas de los pitagóricos y de los neo-
platónicos en una teoría, no carente de inspiración, que afirma la primacía del
saber y de lo racional, pero que implica también una iniciación progresiva a la
verdad, dejando cierto margen a los errores políticos y reforzando la hegemonía
de los intelectuales sobre el «partido» y posteriorm ente sobre el Estado.
El «partido ismá^lí» es propiam ente la realización combatiente del Islam shicí;
nace en la atmósfera de la revolución cabbásí y de los conflictos interminables
que enfrentan a las camarillas personales de los príncipes calíes, en Bagdad y en
Samarra. La seguridad de contar entre ellos con un imán dotado de capacidades
sobrenaturales, la dificultad de reconocerlo y la esperanza del súbito retorno de
un mahdi que vengará a los perseguidos, divide el movimiento shicí en numerosos
grupos. Y la incertidumbre conduce, finalmente, a la mayoría de sus partidarios
a una. adhesión apenas disimulada a los cabbasíes: una teoría de la «ocultación»
(gayba) explica la historia pasada y sitúa la esperanza en un horizonte bastante
lejano. Doce imanes impecables se han sucedido desde el Profeta; su martirio es
la prueba de su sucesión legítima; el decimosegundo, «oculto», invisible, volverá
para iniciar la «Era de la Verdad» que precederá al juicio y que permitirá el ajus­
te de las cuentas acumuladas. Sin una adhesión explícita y en una postura altiva
y crítica, los shicíes desarrollan el culto a los imanes mártires y a la esperanza del
mahdi\ dominan el mundo intelectual y la sensibilidad religiosa, influyen incluso
en la dinastía cabbásí, pero apenas actúan. Los grupos activistas, al contrario, uni­
dos en torno al chiismo político tradicional, se consagran a la realización inmedia­
ta del régimen justo, expansión de la justicia sobre la tierra y restablecimiento de
la legitimidad de la casa de CA1Í. Pero sus éxitos, aunque no son despreciables,
son marginales: emirato del Tabaristán, que durará hasta principios del siglo xn,
em irato del Yemen fundado en 897, sólidamente implantado pero aislado.
El ismailismo, partido de una camarilla personal, la de Ismá^l ibn Djacfar y
de su hijo Muhammad, crecido en la atmósfera de constantes revueltas, realizará
una penetración sorprendente mediante una atrevida síntesis: partido com batien­
te, asume el rigor del movimiento shN y atrae a los activistas; movimiento clan­
destino de estructura iniciática es capaz de durar, de renacer de sus cenizas, y de
proteger, multiplicando las coberturas, a sus jefes secretos. Sus imanes no son
«ocultados» pero sí bien escondidos, tan bien escondidos que permanece la incer­
tidumbre sobre sus nombres y su lista, y que desde el siglo xi sus adversarios han
denunciado la no pertenencia de los fátimíes del Norte de África a la familia de
cAlí. El primero de ellos, cUbayd Alláh el Mahdi, sería efectivamente descen­
diente de otro linaje, el de Maymún el Oculista, que ha proporcionado «padres
espirituales» a los fátimíes clandestinos, representándolos y organizando el parti­
do y los movimientos revolucionarios. Según una antigua fuente, Mahdi sería un
imán de este linaje apócrifo, pero que habría adoptado a Q á3im, hijo del imán
escondido y calí realmente legítimo.
La existencia de estos dos tipos de imanes, los «activos», contingentes y sim­
ples depositarios, y los «silenciosos», permanentes y necesariamente auténticos,
ha sido discutida. Aunque no haya sido verificada, intenta justificar la incertidum­
bre de su genealogía, que los fátimíes de Mahdiya y de El Cairo no aclararán
nunca en sus circulares secretas a sus afiliados, y la importancia del parentesco
místico, relación de educación (la verdadera filiación es la de maestro a discípu­
lo). La designación y la transmisión del imamato, del secreto, predomina sobre
la filiación material, insignificante y transitoria a fin de cuentas. Y, por esta cues­
tión, el movimiento se ha desarticulado, efectivamente, repetidas veces.
La progresiva introducción de especulaciones neoplatónicas aporta un sentido
cosmológico a la historia y a la filosofía política del shfism o ismá^lí; su carácter
de totalidad, de «engranaje» necesario, justificaba plenamente la acción revolu­
cionaria, cumplimiento propiamente de la ley del mundo. Culmina entre 961 y
980 con la redacción de las Epístolas de los Hermanos de la Pureza, enciclopedia
de todas las ciencias que tiene en cuenta los conocimientos racionales y revelados
de la Antigüedad y los somete a un imanismo generalizado. Sin que los ismá^líes
recurran verdaderamente a la metempsicosis, se cumple la transmigración de las
almas individuales a lo largo de siete ciclos milenarios, guiado cada uno de ellos
por un profeta, A dán, Noé, A braham , Moisés, Jesús, Mahoma y Q á3im, el «re­
surgente». La presencia del imán es, pues, necesaria: está siempre presente y es,
entre Dios y los hombres, el vínculo y el testimonio de la ascensión de las almas.
En esta filosofía unitaria, en la que todo es un símbolo, la acción es esencial:
únicamente el esfuerzo, moral, científico y político a la vez, permite liberar la luz
del alma de la pesadez material. Y éste pasa por la iniciación al «secreto» (bátín)
y a lo esotérico.
Incluso antes de la proclamación de la nueva ley, la acción política pone en
práctica una organización clandestina y, sin duda, jerárquica, que ha sido compa­
rada, con acierto, a los grados de la francmasonería y del carbonarismo; en la
práctica de la ciudad espiritual las funciones sociales corresponden a las faculta­
des humanas, a las virtudes: el imán «divino», los reyes «verídicos», los jueces
«virtuosos» y los artesanos «piadosos y compasivos» encuadran el «pueblo co­
mún» que representa a la razón en potencia. La presencia, real, de trabajadores
manuales no significa que ésta sea sólo una máscara de la revolución social: mo­
vimiento escatológico guiado por intelectuales activistas, está únicamente abierto
a la presencia y a las aspiraciones de los medios populares.
Hasta 899 el movimiento clandestino de los ismácilíes permanece unido bajo
una dirección central situada en Ahwáz, después en Basora, y finalmente en los
límites sirios del desierto, en la ciudad de Salamiyya. Toma la forma de una «re­
surrección» parecida a la revolución cabbásí y rápidamente tiende a extenderse
por el mundo musulmán: un misionero implanta el movimiento en Rayy hacia
877, otro instala un Estado en Yemen en 881 y a partir de allí se extiende a lo
largo de las vías comerciales; la misma familia consigue fundar un principado re­
volucionario en el Sind en 883, mientras que AbúcAbd Alláh el Shící convierte a
la tribu beréber de los kutáma en 893 y una amplia zona de disidencia se estable­
ce desde 891 en el bajo Iraq, donde los rebeldes, constituidos en comunidades
rurales, ponen en común el botín, el ganado y los instrumentos de producción,
así como todos los bienes de uso. Estos éxitos fulminantes hacen prever una vio­
lenta ruptura: el jefe de los ismailíes del Sawád y de Kúfa, Hamdán Q aim at, he­
redero de la tradición activista más antigua del shicismo, rompe con el imán clan­
destino cUbayd Alláh, quien pierde también la adhesión del Bahrayn. Por su par­
te, el jefe de los beduinos sirios, unidos al movimiento, proclama mahdi a un
misterioso «amo de la camella» y consigue asombrosas victorias en Siria en 902
y 903, y después en Iraq, hasta su muerte en 907. También él ha roto con cUbayd
Alláh, quien a duras penas se escapa de ser asesinado al huir hacia el Yemen. A
partir de 907 él movimiento continúa en Iraq bajo la dirección de antiguos lugar­
tenientes de Qarm at, que siguen anunciando la llegada de un m ahdi: una gran
tarea política y filosófica llevada a cabo por los «misioneros» qármatas de Irán
consigue reunir las diversas ramas del movimiento en espera del mahdi.
La constitución en Bahrayn de un foco «qármata», donde la esperanza mesiá-
nica se combina con la acción militar, trastorna a todo el Oriente: la era mesiáni-
ca, anunciada en 928 según la creencia en las especulaciones astrológicas (conjun­
ción de Júpiter y Saturno), empieza con una expedición contra La Meca en 930,
la masacre de los peregrinos y el secuestro de la Piedra Negra. En 931 (año 1500
de la era zoroástrica), convencidos de la cosmología cíclica neoplatónica y contan­
do con bastantes iranios, reconocen al mahdi en un mago de Ispáhán y proclaman
el fin de la Era Islámica y su superación. Es un fracaso: habrá que matar al mahdí
que pretendía restaurar el culto al fuego. El movimiento qárm ata, desmoralizado,
se divide, unos se integran en los cuerpos de mercenarios de los ejércitos de los
estados emirales, otros mantienen la esperanza en el m ahdiy en Bahrayn, en una
colectividad fuertem ente estructurada, pero sin aliarse más tarde a los fátimíes y
rompiendo con el antinomismo que definía los tiempos mesiánicos de 923-931.
Al participar con los emires y los turcos en la destrucción del imperio califal, el
partido qármata limita su Estado revolucionario a una comunidad de elegidos:
hacia 1045, Nasir-i Jusraw lo describirá como un Estado colectivamente propieta­
rio de 30.000 esclavos negros y dirigido colegiadamente por los descendientes de
su fundador, un Estado-Providencia, reflejo del comunismo campesino de finales
del siglo ix en el Iraq rebelde.

El triunfo de los cal(es fátimíes

La explosión de estos movimientos ha modificado, sin retrasarlo, el adveni­


miento del imanato fátimí: el mahdi cUbayd Alláh había preparado su «hégira»
al Yemen. La adhesión de los misioneros yemeníes a los qármatas le obligó a
realizar una larga y peligrosa emigración hacia el foco niagrebí, entre los Kutáma:
es hecho prisionero en 903 y conducido a Sidjilmása, donde sus afiliados le libe­
rarán en 909 después de la conquista de la capital aglabí del Norte de África,
Raqqáda. La entrada triunfal del mahdi en 910 señala la realización de las espe­
ranzas mesiánicas, pero el advenimiento de los fátimíes, que toman el nombre de
la hija del Profeta, significa la llegada de una dinastía de legitimidad discutida y
obligada a revisiones constantes de su doctrina: en la clandestinidad los imanes
se consideraban únicamente depositarios del imanato; en 953, Mucizz, para recu­
perar a los grupos disidentes y en particular a los intelectuales adictos a las doc­
trinas neoplatónicas, deberá introducir su cosmología y afirmar que Muhammad
ibn Ismá0!! es el Q á3im esperado, considerado como el antepasado de los fátimíes.
Estos problemas teóricos reales explican, tanto como las constantes disensiones
familiares, las terribles crisis escatológicas del siglo xi.
Es difícil explicar la historia entrecortada de los fátimíes sin poner en un pri­
mer plano las impulsiones mesiánicas y ante todo la ambición de una monarquía
universal, nunca conseguida sin embargo y posteriorm ente incluso abandonada.
Esta dinastía parece ser la de la duda. Todo su comportamiento es, en efecto,
ilógico: en 909-969, y mientras el orden se mantenga duramente en el Magrib y
en Sicilia, todos sus esfuerzos son dirigidos hacia el este, hacia la conquista de
Egipto. En 913 se realiza una primera expedición, seguida en 919, en 921, en
935. Los propósitos ismá'ílíes son anulados por la resistencia del emir iranio, lla­
mado Ijshid. La capital instalada en 920 en una península, Mahdiyya, simboliza
la próxima ruptura con el Norte de África y la determinación de llevar la guerra,
por tierra y por mar, hacia Oriente. Una activa propaganda contra los cabbásíes
y los omeyas de Al-Andalus insiste sobre la legitimidad de una familia destinada
a un imperialismo universal, «unida a Dios por un lazo espiritual sólidamente ata­
do»; los fátimíes se presentan como los únicos califas auténticos, los adalidades
de la moralidad islámica frente a los emires turcos borrachos y corrompidos; sólo
tienen una esposa y viven sin ningún lujo; también aseguran defender los dere­
chos de la religión: en 951 consiguen de los qármatas la restitución de la Piedra
Negra. Cuando en 969 el siciliano Djawhar entra por fin en Fustát y funda al año
siguiente la nueva capital dinástica de El Cairo, la «Victoriosa», los fátimíes pa­
recen haberse instalado en su situación de jefes de una minoritaria cofradía de
iniciación: el aislamiento religioso ismá^lí parece total. Djawhar se ha com prom e­
tido a respetar los ritos y los derechos de los egipcios: una actitud prágmática y
tolerante, muy abierta a las minorías cristianas y judías, que no aspira a obtener
conversaciones si no es mediante la predicación y la enseñanza. Por otra parte,
tras la conquista de Siria frente a los qármatas, el esfuerzo por la guerra cesa:
ningún intento serio se realizará para agredir a los cabbásíes ni desalojar a los
buyíes.
La dinastía vive violentas tensiones internas: Mucizz intenta en 985 rectificar
la doctrina y la genealogía fátimíes para evitar las críticas de los qármatas y rea­
firmar el origen calí de la familia. Un conflicto sucesorio marca el fin de su reina­
do, cuando la autobiografía de Djawhar muestra la penetración de las esperanzas
y de las creencias populares en el seno de la jerarquía ismáctlí. Exteriormente la
dinastía se presenta como la de todos los musulmanes; y, sin embargo, se vale
de buen grado de ministros cristianos (después de Ibn Killis, de origen judío pero
ismá^lí convencido, es el copto cIsa ibn Nastúrus quien gobierna Egipto). Se des­
gasta por su propio mesianismo y la necesidad de aplazar siempre para más tarde
la realización de las esperanzas escatológicas en que se basa su éxito. La tensión
estalla con Al-Hákim, «el imán del año 400». Es proclamado en 996 a la muerte
de cAziz; este último es el hijo de una cristiana y el sobrino de los patriarcas
melkíes de Jerusalén, O reste, y de Alejandría, Arsenios. Es aún un niño y el
poder pronto es destrozado y disputado por el jefe de la milicia beréber de los
kutáma y el eunuco Bardjawán, del cual Al-Hákim se deshace asesinándolo en
el año 1000. La inminencia del cuarto centenario de la hégira (en 1009) comporta
actitudes y decisiones aparentem ente incoherentes que reflejan el conflicto inte­
rior que desgarra a Al-Hákim: de 1003 a 1007 restablece las reglas morales tradi­
cionales del Islam, prohíbe la promiscuidad, las bebidas alcohólicas, los gastos
inútiles (matanza de bueyes de labranza, por ejemplo, vestidos ostentosos); res­
taura las prescripciones indumentarias contra las minorías. A esta obra de comba­
tiente, de muhtasib, muy popular, se añade en 1005-1007 una violenta propagan­
da sh?0! e ismá^lí, a la que responde la proclamación de un antiguo califa omeya
en al-Andalus: inscripciones contra los Compañeros del Profeta, lecciones en la
Casa de la Sabiduría, apertura de la secta a las conversiones. En 1008 empieza
la persecución contra los cristianos y las otras minorías: confiscación de los waqfs,
de la iglesias, y destrucción de los signos externos de las religiones sometidas al
Islam, lo que formaba parte de la tradición del muhtasib, suplicio o conversión
forzosa de varios altos funcionarios, entre ellos el patriarca Arsenios, tío materno
del califa; finalmente, en 400 (1009), destrucción de las iglesias y en particular el
Santo Sepulcro en una atmósfera de apocalipsis. Sin duda, el califa y su entorno
esperaban del nuevo siglo cambios radicales, la culminación mesiánica de la his­
toria en la abolición de las otras religiones y el retorno a la unidad.
El fracaso de la persecución, que cesa en 1014 y que será parcialmente olvida­
da en 1021 (restitución de los bienes, reconstrucción de los edificios, autorización
de la apostaste de los convertidos a la fuerza), posibilita una reactivación de la
propaganda shFí. Nuevos iniciados afirman que Al-Hákim sí es el Qá3im, el «re­
surgente» esperado: en un ambiente de rebelión, de 1017 a 1019, y sin que el
califa admita el movimiento ni asuma la posición que aquéllos le atribuyen, orga­
nizan una secta en el seno de la dacwa\ la excentricidad del califa, modesto, gene­
roso, imprudente, está sin duda en relación con la afirmación de.su propia con­
fianza en su destino; sus «actos sin motivo» se sitúan en la perspectiva de un sen­
tido oculto e iniciático, pero su costumbre de realizar paseos nocturnos solitarios
es también una ocasión para hacerlo desaparecer en 1012. El movimiento ismá^lí
y la dinastía fátimí salen malparados de este malogrado apocalipsis: la revolución
continúa, pero en la periferia, en Irán, en Yemen, y en la India; en Egipto, los
lugartenientes de Hamza prosiguen la predicación y dan origen a la comunidad
de los drusos. Por lo que se refiere a la dinastía, ésta entra en letargo, pero no
sin un último cisma en 1094 por el problema sucesorio que da origen al extraño
ismá^lismo nizárí.
La secesión de los misioneros que reconocen como imán legítimo a Nizár con­
duce a la constitución de un Estado-refugio en las montañas del Antilíbano y a
la conjunción del tradicional «disimulo» de los sh?cíes con un espíritu de sacrificio
extraordinario que permite la consolidación de un distrito independiente alrede­
dor de la fortaleza de Alamüt; los ismá^líes aterrorizan a las filas sunníes median­
te asesinatos teatrales. El linaje del gobernador de Alamüt durará hasta 1256.
Sus descendientes dudarán entre varias opciones: continuar con el terrorismo en
la perspectiva apocalíptica (dos califas cabbásíes serán víctimas de ello), constituir
un mini-califato calí proclamándose descendientes de Nizár (del mismo modo que
los fátimíes lo habían hecho con Ismá^l) o adoptar la ley sunní y constituir un
emirato periférico. En esta incertidumbre volvemos a encontrar los conflictos en­
tre las esperanzas mesiánicas y las realidades que habían proporcionado una fuer­
te originalidad a los qármatas. Pero estas dudas no han impedido que los nizáríes
de Alamüt y de la Siria central continúen perpetrando una serie de asesinatos
con tal desprecio por ía muerte que sus enemigos lo atribuían al uso del hachís
y los llamaban los cómplices hashishiyya, «asesinos». Contribuyen a deshacer el
mundo musulmán, cuya estructura se cristaliza en la personalidad de jefes milita­
res y políticos y en el que los partidos personales y las fidelidades combatientes
e intelectuales ocupan todo el terreno en política. Vecinos permanentes de los
Asesinos, los cristianos de Tierra Santa comprenderán pronto el interés en buscar
apoyo en su jefe, el «Viejo de la Montaña», naturalm ente sin intentar penetrar
en su filosofía.

L a r e a p e r t u r a d e l a s v ía s y d e l m a r

El auge de un nuevo tipo de gran comercio mantiene la actividad urbana, de­


jándonos una gran cantidad de restos arqueológicos y documentales. Es la expre­
sión de una nueva función del mundo islámico: en esta geografía que apenas cam­
bia, con múltiples zonas económicas, se establece un eje mar Rojo-Mediterráneo
orientado hacia Occidente. En efecto, el Occidente -m usulm án y cristian o - es
a partir de entonces el motor de una inmensa transformación: en primer lugar,
ahora lo veremos, jn u ta d ó n alz^ n d aju s^ u e-d e-u n a-so cied ad rural, tribal y
militar ve surgir un mundo urbano com pletamente nuevo, perfectam ente arabiza-
do_s[jno_t.Qtalmentej5lainizadov y .que.¿dQpta. el estilo,.las modas y el refinamiento
deJSagdad. Así, las principales relaciones, que conocemos a partir de los archivos
de la Genizá de El Cairo, se establecen con destino a al-Andahis, con escala en
Sicilia y en Túnez: los productos del consumo musulmán tradicional circulan por
el eje Fustát-Mazara (o Mahdiyya)-Almería. Este comercio amplía las estructuras
y el área geográfica del Oriente cabbásí sin cambios ni rupturas. Al mismo tiempo
integra la acción de nuevos intermediarios comerciales que hacen participar al
mundo franco en el consumo y prestigio del Oriente urbanizado y refinado, pri­
mero los amalfitanos y posteriorm ente los mercaderes de las repúblicas marítimas
de- la alta Italia.

Reconstrucción de un eje mediterráneo

El desarrollo de este tráfico este-oeste reanima un mar desierto, un niar-fron-


tera entre potencias navales, empobrecido por el corso que tenía lugar en los pe­
ríodos de debilidad musulmana, cuando la actividad militar estaba impedida. Este
desarrollo tardío del M editerráneo como vía de transporte ha sido propiciado sin
duda por el agotamiento de los dos rivales, califas fátimíes preocupados por sus
problemas interiores y dispuestos a firmar largas treguas con Bizancio, y em pera­
dores macedonios satisfechos de la reconquista de las marcas sirias y preocupados
únicamente en conservar su superioridad estratégica. No conocemos que hayan
intentado interrumpir el comercio a lo largo de las costas de la Cirenaica a partir
de la Creta reconquistada, siendo sin embargo esta vía especialmente vulnerable.
Pero, señalemos también que, en el despertar del M editerráneo, Bizancio y el
Islam continúan constituyendo dos mundos aparte, raramente unidos en expedi­
ciones económicas; y su punto principal de contacto es Trebisonda, en la ruta de
Arm enia, como lo atestigua Istajrí en 940: allí los musulmanes van a comprar los
brocados y otros tejidos de origen griego.
La importancia del nuevo comercio m editerráneo es considerable: en el siglo
xi se calcula que hay en Fustát una decena de navios por temporada, procedentes
de Mazara y del Occidente. Cada uno lleva de 400 a 500 pasajeros, es decir, tan­
tos o más que la caravana que, en ocasión del hadjdj, recorre paralelamente la
ruta de Sidjilmása y Q a y r a w á n hasta Fustát, donde se une con la masa de peregri-
mos de La Meca. La escala siciliana y tunecina redistribuye, en primer lugar, los
productos de un intercambio interior entre las dos partes del M editerráneo mu-)
sulmán: seda andalusí y siciliana, productos mineros ibéricos, sobre todo cobre(
antimonio (el kuhl)y mercurio y también azafrán hispánico, plomo, papel de exce-V
lente calidad, algodón siciliano y tunecino a cambio del lino de Egipto, que e s /
muy importado a Occidente y cuyo precio de producción (de 2,5 a 4 dinares por
cien libras) se duplica en el mercado de Fustát y sube a una media entre 7 y 11
diñares, con máximos de 17,5, en Sicilia y en Túnez. A estos productos se añaden
la cerámica egipcia, el aceite, el arroz, el vidrio y, pronto, incluso el vidrio roto
exportado a las vidrierías italianas que imitarán, con un retraso técnico considera­
ble, las producciones egipcias utilizando sus desechos. Hay que añadir también
las especias y las drogas de Egipto, de Siria y, evidentemente, los productos en
tránsito del Lejano Oriente: Fustát comercializa las sales amoniacales de Wádí
Natrdn, la goma adragante del desierto, la nuez moscada, la laca, el brasil y la
pimienta sobre todo, cuyo precio se duplica o triplica entre Fustát y la escala si­
ciliana y tunecina, de 18 a 34 dinares y hasta 62 dinares por 100 libras, mientras
que Trípoli de Siria exporta el azúcar sirio, la mermelada de rosas o las violetas
confitadas. Todos estos productos son, ya lo vemos, mercancías caras y preciosas,
y las enormes diferencias de precios cubren ampliamente los riesgos del mar y la
eventualidad de un mercado bruscamente saturado. Notaremos la ausencia de
productos de masa, cereales, ganado. El impulso del consumo «occidental» con­
tribuye sin embargo a que la producción egipcia de azúcar y de papel adquiera
un carácter industrial: mientras que el modo normal de producción artesanal si­
gue siendo el taller familiar o la asociación de varios miembros, la refinería es ya
un potente organismo cuya inversión exige un millar de diñares.
El desarrollo del comercio amalfitano da una nueva dimensión a este tráfico:
mientras que en el siglo ix el sur de Italia, afectado por la expansión militar mu­
sulmana y empobrecido, y también ruralizado y poco consumidor, no parece que
haya tenido relaciones comerciales con Egipto ni con la Sicilia hostil, en el siglo
x se observa un desarrollo precoz de la Campania; las roturaciones en la penínsu­
la amalfitana y la difusión de la moneda de oro musulmana, el tarín de oro, un
cuarto de diñar, de poco peso .y de uso cómodo, van a la par con la aventura
comercial: en 871, primer indicio, un amalfitano de Qayrawán advierte al prínci­
pe de Salerno de un inminente ataque aglabí; en 959, existía en Fustát un merca­
do de «griegos»; en el viejo centro de Babilonia, y con el nombre de «griegos»
(en árabe Rúm) se denomina a todos los cristianos extranjeros, y, sin embargo,
los bizantinos no están presentes en Egipto. En 978, un primer contacto confirma
la presencia de un amalfitano en El Cairo, y un texto de Yahya de Antioquía
expone que el 5 de mayo de 996, después del incendio de la flota fátimí en el
Maks de El Cairo, las tropas bereberes se precipitan sobre «los Rúms amalfita-
nos», matando a 160; el Dar Manak, la factoría italiana, es saqueada, la iglesia
melkita y la iglesia nestoriana son incendiadas, 90.000 dinares de mercancías per­
didas. De este acontecimiento excepcional varios aspectos llaman la atención: la
confusión, espontánea, de la gente amalfitanos y bizantinos, que atribuye a los
primeros un sabotaje del que evidentemente se benefician los segundos; la pre­
sencia, que parece normal, en Fustát, al sur de la ciudad califal de El Cairo, en
el corazón de Egipto, pues, de mercancías y de navios que no son fondeados en
los puertos mediterráneos y cuyo escaso tonelaje Ies permite atravesar el delta
(sin duda se trata, por otra parte, de crear cerca del palacio califal una factoría
forzosa para poder vigilar a los extranjeros y ejercitar un monopolio de compra
califal, y que es identificado a este Dár Manak, seguramente el almacén de los
Occidentales); finalmente, el desplazamiento hacia el este de las actividades co­
merciales de los amalfitanos, que parecen masivas: 160 muertos significan varias
tripulaciones a la vez. Hay que insistir en la precocidad de estos tráficos y en el
clasicismo de los intereses amalfitanos: especias y drogas a cambio, seguramente,
de productos de la agricultura intensiva que se pone en práctica en este momento
\ > Verdún •

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£ / comercio del Islam del siglo IX al X I


en la Campania, avellanas, castañas y vino. Y se podría atribuir a la familiaridad
de los amalfitanos con la Sicilia y el Túnez fátimí su expansión hacia el este:
Djawhar, el conquistador de Egipto para los fátimíes, era un converso siciliano,
y la difusión del tarin en Campania fue simultánea a una activa plantación de
viñas. La hipótesis de un comercio de vinos, bien atestiguada en los siglos xm y
xiv, es admisible, por otra parte. Los amalfitanos llevan a Egipto madera labra­
da, quesos, miel, vino y ya desde entonces algunos tejidos de valor (velos, broca­
dos), quizás bizantinos. Ya son lo suficientemente numerosos como para que el
vocabulario italiano empiece a penetrar en el árabe comercial: desde 1030 «mue­
lle» se dice isqála (del italiano scald) en Fustát, y, desde 1010, bala se dice barqa-
lu (del italiano barcalo). Los éxitos de los amalfitanos serán continuados en el
siglo xi por las expediciones de Mauro y de su hijo Pantaleone. Restaurarán hacia
1070 Santa-María-Latina de Jerusalén, cuyo hospital pasará a ser el Hospital de
San Juan, hogar de la orden militar que luchará contra el Islam hasta el último
soplo del espíritu de cruzada y de corso, en Palestina, en Rodas, en Malta. Se
observa que el renacimiento de Alejandría es lento y tardío: la penetración de
los mercaderes extranjeros hasta El Cairo prim ero y posteriormente la com peten­
cia de otros puertos en la desembocadura del Nilo, Damieta y Tanis, limitan su
desarrollo. Los fátimíes no restablecen la Casa de la Moneda hasta 1076 y A lejan­
dría no volverá a ser escala obligada de los mercaderes italianos hasta finales del
siglo xii con Saladino.
Esta precoz y profunda abertura de Egipto al tráfico de los amalfitanos, testi­
gos del crecimiento de la Europa cristiana y del aum ento de sus necesidades de
productos de lujo, se acompaña de una verdadera revolución comercial a escala
del Antiguo Mundo, en la cual los fátimíes has sido, o se han hecho, los protago­
nistas. Sin duda, éstos han perseguido conscientemente el monopolio de las rutas
de Oriente. Ya eran los amos de las rutas transaharianas: éstas se animan en el
siglo ix y terminan en el siglo x constituyendo Estados africanos basados en el
tráfico de oro y de esclavos y en contacto con organismos comerciales y estatales
musulmanes en el Sahel (reino de Gána y ciudad de Audagost, reino de Kanem-
Bornú). Sin duda los fátimíes también han intentado apoderarse de las rutas co­
merciales de Oriente, del mercado eritreo y del mercado del norte de Siria, reac­
tivado por los hamdáníes. Aunque este aspecto es más dudoso y aunque un obje­
tivo exclusivamente mercantil evidentemente no es más que una parte de la com­
pleja política de la dinastía, algo sí es seguro: el desvío del tráfico comercial, de­
cisivo y definitivo, del océano índico hacia Egipto, la reactivación del mar Rojo
y el abandono del golfo Pérsico.

La ruta de las Indias

El cambio de rutas se efectúa en dos tiempos: ya en 870, los zandjs sublevados


han cortado la ruta de las especias y de la teca entre Basora y Wásit, y en el siglo
x la decadencia relativa de Iraq, determinada por la ruina de Basora y por las
grandes insurrecciones qármatas, implica la disminución del tráfico comercial en
la costa del Fars; allí, el puerto de Siráf abastece la metrópoli de Shiráz, mientras
que Ormuz trabaja con el Kirwan y el Sistán. Las excavaciones recientes han re­
velado que éste es el momento de prosperidad de Siráf. Pero la inseguridad crece
en el golfo, donde los qármatas han instalado un Estado pirata em Bahrayn; Siráf
tiene que rodearse de vastas fortificaciones y pronto se producirá una brusca de­
cadencia; alrededor del año 1000 sus habitantes abandonan la ciudad y van a la
isla de Qays, y muchos de sus mercaderes trasladan su actividad a la nueva capital
comercial de A den, dinámica ya a finales del siglo x: así lo hará el «millonario»
Ramisht, muerto en 1140, que cubrirá la Kacba de sedas chinas como símbolo de
su triunfo comercial. Las salidas comerciales del golfo eran inmensas, pero se ba­
saban en la prosperidad frágil de las metrópolis cabbásíes y de las capitales emi-
rales, mientras que el estímulo al consumo que circula por Egipto se añade a las
necesidades de la nueva capital califal, determinando un crecimiento constante y
acaparando los productos de la India, del África Oriental y de la China. Por otra
parte, la misma crisis afecta a las rutas «sámáníes» de la Europa del Este y de
las estepas rusas: en los tesoros del siglo xi las acuñaciones más tardías son de
1002, 1013 y 1014. Este es el indicio de la desorganización del comercio de pieles
con destino a Samarcanda y a Bujára, sin duda debido a la presión turca sobre
la Transoxiana y el Jwárizm, quizás también porque el nuevo centro político, fa­
bulosamente rico, de Irán está ahora en Gazna, en las fronteras de la India, y
porque el área sámání durante medio siglo será sólo un gobernorado periférico,
que ya no recurrirá a los productos de la taiga. Pero, según los indicios onomás­
ticos, ya en 970, Nishápür y el Jurásán habían reducido sus relaciones a larga
distancia y sería posible relacionar esta decadencia precoz con la animación de
las estepas turcas.
Hemos descrito el desarrollo de la ruta egipcia de las especias a partir de la
documentación de los tradicionalistas que coincide con la de la Genizá: entre
Adén, almacén de la pimienta, canela, jengibre, clavo, alcanfor, y el Alto Egipto,
un enlace por cAydháb, fondeadero mediocre, y el Wádi cAlláki de los buscado­
res de oro, después Asuán, un camino peligroso expuesto a los asaltos de las tri­
bus budja, luego una ruta cAydháb-Asúan por el borde del mar, finalmente la
reactivación del puerto de Berenike y la adopción hacia 1060-1070 de un trayecto
corto que lleva las caravanas a Qift (la antigua Coptos) y desemboca en el Nilo,
al norte, cerca de Qüs, metrópoli del Alto Egipto. A partir de aquí los productos
en tránsito son transportados tranquilamente por el río y en grandes barcas (cus-
háris) hasta Fustát: si los mercaderes siguen así, subiendo hacia el norte, un tra­
yecto difícil en un mar Rojo infestado de piratas, evitan los numerosos puntos de
conflicto entre Asuán y Luxor, una zona peligrosa asolada por los grupos tribales
árabes, Qaysíes del extremo sur, Yemeníes de Sa^d, y amenazada por las incur­
siones de los budja. Más tarde, hacia 1360, la apertura del puerto de Qusayr acor­
tará aún más el trayecto por vía terrestre antes de dar la ventaja decisiva a la
península del Sinaí y al camino de Suez a El Cairo.
Grandes almacenes a cielo abierto jalonan la ruta egipcia hacia Adén y algu­
nos mercaderes se reúnen en Ajmin, en Qüs, en Dahlak. Y en la ruta de la India
se establece una vasta comunidad cuya com ponente judía y sus técnicas comercia­
les conocemos bien gracias a los documentos de la Genizá: éste es el principio
del gran comercio karimí, que culminará con los mamelucos, pero entonces el
mar Rojo estará reservado al monopolio de los mercaderes musulmanes. Con los
fátimíes, que protegen con atención el tráfico naval y constituyen una flota en el
mar Rojo, una comunidad mercantil une a musulmanes, judíos, cristianos e hin­
dúes en la gestión de un comercio masivo. Se puede estimar el peso transportado
en 3.000 balas de especias y de mercancías preciosas. Desde el siglo xi se consti­
tuyen enormes fortunas, las de los patrones de navios, los nakhúdas, las de los
mercaderes: en el siglo xm se valorará la fortuna de uno de ellos en un millón
de diñares, entre 30 y 100 veces más de lo que disponía un mercader cairota, y
en la época de los primeros mamelucos se contará con 200 mercaderes fluviales,
cada uno con sus esclavos-factores itinerantes, mientras que un ra3is dirige, o me­
jor preside; una «corporación» informal basada en los lazos de parentesco que
unen a los grandes mercaderes.
Sin embargo, el comercio egipcio con la India no es un sumidero de dinero y
de metales preciosos: Egipto ha sabido multiplicar y diversificar sus exportacio­
nes, sedas, tejidos de lino y productos químicos (álcali, sales amoniacales); reex­
porta por el mar Rojo las telas «rusas», los metales (cobre hispánico, plomo), la
vajilla de plata y el coral siciliano trabajado. Importa de la India madera de brasil
para el tinte, pimienta, almizcle, laca, que paga con mercancías en un 90 por 100
sólo y el resto en oro, según los balances de operaciones realizados en 1097-1098.
De esto se puede deducir que la balanza comercial no es tan favorable para Egip­
to, aun cuando las autoridades tenían preocupaciones totalmente opuestas a las
concepciones mercantilistas y que les interesaba sobre todo favorecer el abasteci­
miento de la capital. En realidad, la tasación fátimí no fomenta la exportación:
pone una sobretasa a los excedentes en relación al valor de las mercancías impor­
tadas, como lo demuestra el Minhádj de Majzúm, tratado fiscal ayyúbí, que uti­
liza documentación fátimí. Impone al tráfico comercial una fiscalidad extrem ada­
mente gravosa - 2 0 y 30 por 100 ad valorem— que no desanima sin embargo a
los mercaderes, prueba de la necesidad incoercible de productos de lujo; también
va acompañada de un monopolio de venta del alumbre egipcio a los occidentales
que adquirirá mayor importancia a partir del siglo x i i .

Las form as y los fondos

La reanimación del tráfico mediterráneo estaba, por otra parte, favorecida


por el despertar económico de Siria y Palestina; ya en 969 el tratado entre Bizan-
cio y los habitantes de Alepo, de nuevo bajo protectorado griego, preveía la re­
caudación de un diezmo sobre las mercancías procedentes del país de los griegos.
Hacia 990, las revueltas urbanas, particularmente en Tiro, son indicio de una nue­
va vida, seguramente del enriquecimiento de un «patriciado» ambicioso. Hacia
1030-1040 la Genizá confirma la presencia de numerosos mercaderes «occidenta­
les» (¿judíos de al-Andalus y del Magrib?) en Tiro, Saydá o Trípoli; también ates­
tigua el renacimiento de la actividad marítima en estos puertos, así como en As-
calón, Acre, Latakia (Ládhiqiyya), y las relaciones que pronto tendrán lugar con
Chipre, Antalya e incluso con Salónica. Las largas treguas y el protectorado bi­
zantino sobre Alepo, la proximidad de Antioquía y la autonomía de Trípoli, ad­
ministrada de 1070 a 1109 por una familia de cadíes, los Banu cAmmár, una es­
pecie de «señorío mercantil» y familiar, han permitido esta apertura hacia Bizan-
cio y también hacia Occidente en general: en 1047 Nasir-i Jusraw describe Trípo­
li, los jánes de los mercaderes y el puerto, donde van y vienen navios de Kúm
(¿Bizancio y/o Amalfi?), de la Sicilia musulmana y del país de los francos (segu­
ram ente Italia del Norte). Sin embargo, no hay que atribuir este despertar de
Siria al tráfico procedente del golfo; el sombrío cuadro que se ha podido trazar
de antes de la llegada de los seldjüqíes e incluso de la segunda mitad del siglo xi
excluye que Siria haya vuelto a ser el emporium del comercio de la India como
lo fue bajo el Imperio Romano.
En cambio, es el desarrollo de una nueva agricultura, sobre todo de azúcar,
en la llanura de Trípoli y en las franjas de regadío litorales, lo que suministra las
mercancías embarcadas. Los cargamentos expedidos en 1039 desde Trípoli a
Mahdiya, Túnez, por el mercader Jacob Abú-l-Faradj, contienen mermelada de
rosas, laca, mantos de algodón, goma adragante, y otras expediciones llevan al­
máciga, violetas confitadas y azúcar.
El nuevo impulso dado al comercio gracias a la reapertura del istmo egipcio
da una mayor relevancia a las minorías religiosas: éstas han participado siempre
en los intercambios, al menos las comunidades ecuménicas, los melkíes, los nes-
torianos sobre todo, y los judíos de las dos obediencias rabinitas; los tráficos se
amoldan fácilmente a las relaciones a larga distancia que permiten o imponen la
comunión, la comunidad educativa y la preocupación de conservarlas (especial­
mente entre los rabinitas de Iraq y Palestina que mantienen Academias en todas
partes) o incluso la centralización jurisdiccional. El modelo familiar judío conjuga
la endogamia local y de linaje con la búsqueda de alianzas prestigiosas y lejanas.
El modelo intelectual insiste en la necesidad de errar por el mundo para tener
una mejor formación y valora la búsqueda itinerante y el peregrinaje; ambos ade­
más concuerdan bien con las necesidades técnicas de una estructura comercial ba­
sada en las relaciones familiares o de conocidos de toda confianza y que identifica
sociedad comercial y linaje, o bien que adopta de buen grado, en las relaciones
entre patronos y empleados, el mismo estilo del aprendizaje y la educación. En
Fustát encontramos al poderoso grupo familiar de los Banu Táhartí, de origen
magribí (de T iaret), los hijos de Barhún, y asimismo los de Tustarí, también ju ­
díos pero originarios del Ahwáz, que pasan del comercio a la administración de
los bienes privados de las princesas fátimíes.
Sin embargo, es un error de estimación pensar que los judíos monopolizaban
el gran comercio dentro del espacio de la Genizá. El mismo error ha llevado a
sobrevalorar a los famosos «banqueros» judíos del Ahwáz, Yúsuf ibn Fincas y
Hárún ibn cImrán, depositarios del visir Ibn al-Furát; se les ha considerado pione­
ros de la gran banca, cuando su función era en realidad la de arrendatarios (djah-
badhs) del cambio manual de los recaudadores generales, con posibilidades de
hacer grandes inversiones, seguramente, pero afectados por la indignidad del des­
precio que implica una función subalterna. En El Cairo, o mejor en Fustát, la
intervención de las minorías en la actividad comercial es limitada. Entre sus filas
se encuentran algunos de los grandes mercaderes, como Ibn Awkal (en activo de
1000 a 1038) y Nahray ibn Nissim, de Qayrawán, pero la mayor parte de sus co­
merciantes son pobres desgraciados, corredores, «pies polvorientos». Los ritos re­
ligiosos de los judíos constituyen un grave obstáculo a los viajes largos (descanso
del Sabbat y prohibiciones alimentarias); un límite se impone también de un
modo natural: las minorías no poseen navios, al menos en el M editerráneo (en
el siglo x i ii algunos judíos los comprarán en el océano índico) y los desplazamien­
tos de los cristianos son vigilados, así como los de los italianos, al menos en las
rutas de Etiopía, y les está prohibido, sin duda, al igual que a los cristianos de
Occidente, pasar por el mar Rojo. Por otra parte la fiscalidad fátimí deja de hacer
distinciones entre los mercaderes musulmanes y los dhimmíes al poner los im­
puestos sobre las mercancías: si los fátimíes no se preocupan expresamente de
garantizar a los musulmanes una hegemonía comercial es porque sin duda el equi­
librio está aún a su favor. Incluso sometidos al diezmo hubieran estado menos
gravosamente afectados.
Las estructuras del mundo comercial adquieren mayor complejidad a medida
que se desarrollan los tráficos comerciales: ya no son simples expediciones de
compra, ahora hay que articular los múltiples comercios, administrar a distancia
y cubrir los intervalos de las ausencias. Las «Bolsas» se multiplican: en Fustát
son almacenes («Casas» del algodón, de la seda, del azúcar, del arroz, etc.) en
los que se dispone de un espacio para las ventas públicas, el «Círculo». Los pro­
curadores que representan a los mercaderes y administran sus stocks adquieren
una función oficial de depositarios jurados y de árbitros de los intercambios. De
simples representantes pasan a ser magistrados que cobran una comisión y que
asumen, también, las funciones de arrendatarios de impuestos; su dár al-wakála
(la oquelle = delegación, de las Escalas de Levante) sirve todavía de Bolsa y de
lugar oficial donde levanta actas el notario; los grandes puertos cuentan con va­
rios de estos notarios y varios procuradores. Los puertos sirven de domicilio pos­
tal y de centro de la actividad mercantil. Así, en Adén, desde finales del siglo xi
hasta finales del xn, la familia judía de Hasan ibn Bundar es quien detenta la
oquelle a donde acuden los mercaderes judíos de la ruta de las Indias. Su casa es
parada obligada y su influencia es hasta tal punto evidente que el hijo de Hasan
será a partir de 1150 el nagidy jefe oficial de la comunidad de judíos del Yemen.
La reanudación de las relaciones comerciales de un extremo al otro del Medi­
terráneo, al mismo tiempo que el desarrollo de las ciudades y la abundancia de
oro, permiten considerar, con razón, las últimas décadas del siglo x y las primeras
del xi como el «gran siglo» musulmán. Pero sin la expansión simultánea del Islam
Occidental, estos cien años de omnipotencia no hubieran podido brillar con tal
resplandor. Por lo tanto, ahora hay que volver a tomar el camino del Occidente,
en un sentido inverso del que habían seguido los fátimíes, y buscar allí las carac­
terísticas y los motivos de este éxito.

E l ESPLENDOR DE A L-A N D A LUS

Se tiende a considerar que el siglo x de nuestra era corresponde, en el Occi­


dente musulmán, a una época de apogeo político en la que los dos califas rivales
de Qayrawán y de Córdoba suplantan con escándalo un califato cabbásí oriental
decadente. El establecimiento del régimen fátimí en Ifriqiyá corresponde a una
alteración del equilibrio político del Magrib, con la destrucción del emirato de
Táhart y los esfuerzos —finalmente infructuosos— de los califas shHes de Q ayra­
wán para extender su domino al Magrib occidental. La proclamación de califato
en Córdoba corresponde a una restauración de la autoridad del poder central
omeya sobre el conjunto del territorio andalusí, tras una larga crisis política que
agita a al-Andalus en las últimas décadas del siglo ix y a principios del siglo x,
y a la necesidad del emir cAbd al-Rahmán 111 de dotarse, mediante el título cali­
fal, de un prestigio igual al de los califas fátimíes de nuevo establecidos en Qay­
rawán (910). La propaganda shN podía provocar en al-Andalus movimientos pe­
ligrosos para el régimen omeya, como ya se había visto a principios de siglo (901)
en un curioso episodio, que en sus primeras fases había presentado sorprendentes
analogías con la aventura de cUbayd Alláh entre los kutáma. Un agitador políti­
co-religioso del mismo género había arrastrado entonces a las tribus bereberes
del centro de la península a una gran expedición de guerra santa contra la ciudad
cristiana de Zam ora, en la frontera del reino de León. La aventura concluyó con
un lamentable fracaso por la retirada de los jefes bereberes quienes, habiéndole
seguido primero, empezaron a temer por su autoridad, pero hubiera podido de­
sembocar en un movimiento político hostil al régimen.

Al-Andalus se abre

E/^929)fel emir cAbd al-Rahmán IH se proclama califa. Dos años antes, apro­
vechando las dificultades de los fátimíes de Qayrawán en el Magrib central y en
el Magrib extremo, ya había ocupado la ciudad de Melilla, en el extremo oriental
del litoral rifeño. En 931 una flota omeya conseguía conquistar Ceuta. Poco tiem­
po después el más poderoso jefe tribal bereber de estas regiones, Músá ibn Abí
j-_cÁ fiya, que hasta entonces había apoyado a los fátimíes, se alia con los Omeyas.
La mayor parte del Magrib occidental tendía a convertirse desdé entonces en una
especie de «protectorado» del califa de Córdoba, donde sin embargo la influencia
y las posiciones omeyas tuvieron que ser defendidas paso a paso durante todo el
siglo de los ataques fátimíes y zíríes. El conflicto se extendió por las regiones
marítimas. En 995, una escuadra siciliana ataca el puerto de Almería, destruyen­
do una parte de la importante flota de guerra que tenía allí la base. En represalia,
al año siguiente una flota omeya atacó las costas de Ifriqiyá, saqueando Marsá-1-
Jaraz (‘La Calle’) y devastando los alrededores de Susa y de Tabarka. Además
de la de Almería, la flota cordobesa disponía entonces de otra base importante,
dotada de un arsenal (cuya inscripción de fundación, fechada en 944-945, ha sido
conservada), en Tortosa, y escalas en las Baleares, donde se sabe que residía un
cámil (gobernador) omeya desde 929 al menos, y a donde Córdoba envía un cadí
por primera vez en 937. El muy im portante texto del volumen V del Muqtabas
de Ibn Hayyán nos aporta precisiones capitales sobre la política m editerránea del
califato omeya hacia mediados de siglo, mencionando varios tratados firmados
en 940 por el gobierno de Córdoba con varios príncipes cristianos de la Europa
mediterránea, entre ellos el conde de Barcelona y, probablemente, el rey de Ita­
lia Hugo de Provenza ( Undjuh).
Según la misma fuente, este Undjuh habría enviado a Córdoba una embajada
para pedir seguridad para los comerciantes de su país en los viajes hacia al-A nda­
lus. El tratado que les concedía las garantías solicitadas fue comunicado «al co­
mandante de Fraxinetum y a los gobernadores de las Baleares y de los puertos
costeros de al-Andalus». En esta época, pues, la colonia sarracena de Provenza,
OMEYAS DE AL-ANDALUS
__ . _ . ....... eAbd al-Rahmán 1
756 788
ii
Mishám 1
788-796
Al-Hakam 1
796-822
|
eAbd al-Rahmán II
822-852
|
Muhammad 1
852 886
1 -------- -L------------- ,
Al-Mundhir eAbd ANáh
886-888 888-912
II
Muhammad
l
cAbd al-Rahmán III
919-961
Califa en 929
1
Al-Hakam II
961-976
Califa
ii
Híshám II
976-1009
Califa

Los Omeyas en al-Andalus

que durante mucho tiempo parece ser que se desarrolló de una manera totalm en­
te autónom a, había pasado bajo el control omeya. Estos tratados tuvieron un
efecto inmediato, puesto que en 942 mercaderes amalfitanos fueron a comerciar
por primera vez a Córdoba. En el mismo año, una embajada sarda solicitaba,
también, al califa un tratado de paz. En esta época se multiplican los signos de
una reanimación de las relaciones a larga distancia en la cuenca occidental del
M editerráneo, a partir de centros que han empezado a desarrollarse desde finales
del siglo precedente en las costas musulmanas. El principal de ellos es el conjunto
urbano constituido por las dos localidades de Pechina (Badjdjána) y Almería, en
el extremo sureste de la península. La ciudad de Pechina había sido fundada en
884 por marineros andalusíes de la costa oriental en busca de escalas seguras para
el comercio que efectuaban con la costa de la Argelia actual. La ciudad se desa­
rrolló rápidamente como una especie de pequeña república independiente duran­
te la época de anarquía de finales del siglo ix y principios del x, y cuando la
autoridad omeya fue restablecida en 922 constituía ya un centro comercial y cul­
tural importante. cAbd al-Rahmán III hizo de ella la principal base de su flota
de guerra, y a partir de 955 em prendió considerables trabajos de acondiciona­
miento del puerto de Al-Mariyya, situado a pocos kilómetros del núcleo urbano
inicial que se había desarrollado un poco más al interior, a orillas del río Anda-
rax. La nueva creación urbana adquirió rápidamente mucha mayor importancia
que Pechina, que desde finales de siglo volvió a ser una modesta aldea, mientras
que Almería se convertía en el puerto más activo y en una de las más importantes
ciudades de la península.
Se poseen pocas informaciones precisas sobre las bases económicas del desa­
rrollo de Pechina-Almería. Al-Rází, que escribió poco antes de la mitad del siglo
x, habla de construcciones navales y de fabricación de tejidos de seda y de broca­
dos. Pero cabría preguntarse si uno de los principales factores de la prosperidad
de la ciudad no fue desde un principio el comercio de esclavos capturados por
los piratas en las costas cristianas. Los geógrafos orientales del siglo x mencionan,
en efecto, a los esclavos blancos (saqáliba) como uno de los principales artículos
de exportación andalusí, y uno de ellos, al dar precisiones sobre los métodos de
castración de la que eran víctima algunos de los esclavos, indica que la operación
era practicada por comerciantes judíos en una localidad próxima a Pechina. En
este caso se trataba de esclavos importados por tierra desde los países francos,
pero es probable que Pechina, teniendo en cuenta su situación geográfica, con­
centrase también el producto de las correrías sarracenas por la cuenca del Medi­
terráneo occidental. En la misma época, las relaciones de Tortosa con el mundo
franco son testimonio de algunos hechos, entre ellos el viaje a Europa occidental
del mercader judío de esta ciudad, Ibráhim ibn Yacqúb, en 965, que dará lugar
a un relato escrito. Al mismo tiempo que se desarrollaba Pechina, otras «facto­
rías» o escalas aparecen en la costa del Magrib, fundadas también por mercaderes
andalusíes, como Tenés (875) y Orán (910). A los largo de la ruta marítima que
va de al-Andalus a Ifriqiyá, el comercio andalusí anima puertos nuevos en el siglo
x, como éstos que acaban de ser mencionados, o también aldeas existentes ya
anteriormente pero que no eran conocidas, como Tabarka.

El mar sarraceno

Así pues, parece ser que a partir de los últimos años del siglo ix y a lo largo
del siglo x se reanima la circulación marítima a larga distancia en el M editerráneo
occidental. Paralelamente, este mar, que había estado durante un siglo y medio
prácticamente abandonado a las empresas anárquicas de los piratas, vuelve a ser
un espacio controlado política y militarmente por flotas oficiales, omeyas o fáti­
míes. Sin duda estos dos hechos están relacionados: los poderes establecidos en
las grandes capitales políticas no podían suprimir de un día al otro estas incursio­
nes lanzadas desde sus costas, que se situaban en el marco de una guerra santa
legítima y que sin duda también aportaban ingresos al Tesoro público; pero es
muy probable que a partir del momento en que habían alcanzado una cierta talla
internacional ya no podían sentirse satisfechos del desarrollo de actividades in­
controladas de este tipo. Quizás sea significativo el que la base sarracena de Fra-
xinetum, que es controlada políticamente por Córdoba desde antes de mediados
del siglo x, como acabamos de ver, desaparezca precisamente en el momento del
apogeo del califato omeya, alrededor de 970, sin que, según parece, éste no haya
hecho nada por prolongar su existencia.
La potencia marítima de los fátimíes, por su parte, fue también considerable.
Es verdad que heredaron una flota importante creada por los aglabíes, el control
de Sicilia y unas relaciones tradicionales mantenidas durante toda la A lta Edad
Media en el M editerráneo central. Pero, en la época de los fátimíes, Ifriqiyá se
convierte por un tiempo en el «eje» del comercio mediterráneo. Sin duda, Mah-
diyya, fundada en 916 por el primer califa fátimí, que quería hacer de ella su
nueva capital, desempeñó un papel militar y no suplantó a Qayrawán —a la cual
fue asociada la ciudad principesca de Mansúriyya a partir de mediados del si­
glo—, pero la elección de un emplazamiento costero para la primera capital de
los fátimíes no carece de interés. Significativo también de la intensificación de las
relaciones en el mar es el proyecto previsto por el califa Mu^zz, antes de su par­
tida hacia Egipto, de un gran canal que habría unido Mansúriyya a la costa. Este
proyecto fue reconsiderado, pero ya sin continuación, tres cuartos de siglo más
tarde, en la época zirí. La «fundación» de Argel por el jefe beréber Buluggin ibn
Ziri, hacia 960, debe corresponder también a una animación creciente de las lo­
calidades situadas en la costa del Magrib central o en las proximidades, en rela­
ción con el comercio de los andalusíes. A lo largo del siglo x y a principios del
siglo xi se desarrollan a la vez las rutas que unen las ciudades del interior del
Magrib con la costa, las relaciones entre los puertos situados a lo largo de ésta y
las ciudades del litoral andalusí y, perpendicularmente al eje de estos itinerarios
meridianos, la gran vía marítima que une Hispania e Ifriqiyá.
La constitución, en la segunda década del siglo X I, de los pequeños reinos de
taifas de Tortosa, Valencia, Denia, Murcia, Almería, en la costa oriental de la
península, no es sólo consecuencia de un hecho político negativo (la desaparición
del califato de Córdoba); se corresponde también con un desarrollo previo de
centros urbanos,im portantes, susceptibles de constituir capitales políticas, en una
región en la que hasta el siglo x vegetaban insignificantes aldeas. Carecemos de
fuentes para establecer con precisión la importancia de los factores económicos
y políticos en el desarrollo urbano de cada una de estas ciudades, pero global­
mente parece ser que la animación económica precedió a la promoción de la ciu­
dad como centro político. Denia, por ejemplo, no aparece en las fuentes árabes
antes del texto geográfico de Al-Rázi, que, a mediados del siglo x, se limita a
mencionar la ciudad como un «buen puerto». Hacia 1011, cuando la anarquía
política hacía estragos en Córdoba y paralizaba el poder central, un oficial escla­
vón se estableció allí y constituyó un poder independiente. Utilizando sin proble­
mas los medios navales con que contaba uno de los puertos que habían servido
de base de la piratería sarracena de épocas precedentes, y en el que se habían
empezado a desarrollar actividades marítimas más pacíficas, extiende rápidam en­
te su autoridad sobre las Baleares e intenta incluso, en 1015, apoderarse de Cer-
deña, de donde es expulsado por los genoveses y los písanos. Este Mudjáhid al-
cAmiri fue uno de los más destacables reyes de las taifas andalusíes del siglo xi.
Practica un mecenazgo ilustrado, fundando en su capital una escuela de lectura
coránica que goza de un gran renombre en todo el mundo musulmán de la época,
y atrayendo a su alrededor a letrados de diversas especialidades. Los documentos
de la Genizá de El Cairo muestran que Denia era entonces, con Almería y Sevi­
lla, uno de los principales puertos de la península, directamente unido con Egipto
por tráficos marítimos. Por otra parte, los soberanos de Denia tienen relaciones
diplomáticas continuas con los condes de Barcelona, ciudad en la que las princi­
pales monedas de oro musulmanas que circulan, en la primera mitad de siglo xi,
son los dinares del principado hammúdí de Ceuta-Málaga y los de los cámiríes de
Denia.
En los siglos x y xi también se desarrollan dos centros políticos y económicos
insulares de diferente importancia, pero cuyo auge es igualmente revelador de la
nueva vitalidad del espacio m editerráneo occidental: Madína Mayúrqa (Palma de
Mallorca) y Palermo. Integradas en el mundo musulmán a principios del siglo x,
las islas Baleares parece que en un primer momento sirvieron sobre todo de base
para las actividades de piratería contra las costas cristianas. Sin embargo, la mis­
ma fuente que narra la conquista de las islas indica también que los conquistado­
res construyeron inmediatamente mezquitas, alhóndigas (fundúqs) y baños, es de­
cir, en una zona hasta entonces totalmente desurbanizada, los elementos funda­
mentales que estructuran la vida religiosa, económica y social de cualquier centro
urbano musulmán. O tro indicio del rápido desarrollo urbano de la nueva capital
de las «islas orientales» es el notable auge que tuvo la vida intelectual. Desde el
siglo x, doctores en ciencias jurídicas mallorquines, los fuqahá3, aparecen en las
colecciones biobibliográficas de sabios. En la segunda década del siglo xi, Madína
Mayúrca es la sede de una sonora controversia entre dos de los intelectuales an­
dalusíes más famosos de la época, Ibn Hazm y Al-Bádjí. Se ha destacado, con
razón, el hecho, significativo por el nivel cultural elevado del medio insular, de
que esta polémica se desarrollara en público. Constituidas en Estado indepen­
diente entre 1070 y 1080, las Baleares son en 1114-1115 el objetivo de una «cru­
zada» de písanos y catalanes que termina con el saqueo de la capital. Los barce­
loneses deseaban sobre todo dar un golpe decisivo a un foco molesto de piratería,
pero para los písanos se trataba principalmente de debilitar o destruir un compe­
tidor comercial. Se sabe que la potencia mallorquína renació algunas décadas niás
tarde, en la época de la dinastía independiente de los almorávides Banü Gániya,
en la segunda mitad del siglo xn.
En cuanto al desarrollo considerable de Palermo, éste había comenzado con
la incorporación de Sicilia al mundo musulmán por la conquista llevada a cabo
por los aglabíes en el siglo ix. Capital de una provincia dependiente de Qayra-
wán, la ciudad se afirmó como capital administrativa y militar al mismo tiempo
que se desarrollaba como escala casi obligatoria de las relaciones tradicionales
que unían Sicilia con Ifriqiyá por una parte, y, por otra, con las ciudades com er­
ciales de la Italia meridional. En la época fátimí, Sicilia tiende a adquirir una
autonomía creciente con la dinastía de los gobernadores kalbíes, independientes
de hecho tras la partida de los califas de Qayrawán hacia El Cairo en 973. La
descripción detallada de Palermo a mediados del siglo x, que debemos al geógra­
fo Ibn Hawqal, nos presenta una de las mayores ciudades del Occidente musul­
mán, con zocos animados por una intensa actividad artesanal y comercial. Los
documentos de la Genizá, ya lo hemos visto, destacan por su parte la importancia
de los tráficos que en la primera mitad del siglo xi unen la capital de Sicilia no
sólo a los países cristianos y al Magrib, sino también a al-Andalus y a Egipto.
Entre los productos cuyo comercio centraliza Palermo y que aparecen en las car­
tas de la Genizá, se pueden citar las importaciones de alheña, añil, pimienta, lino
de Egipto, mientras que las almendras, el algodón, las pieles y sobre todo la seda
son exportados a Ifriqiyá, Egipto y al Oriente Medio en general. Sicilia por otra
parte envía cantidades muy importantes de trigo Qayrawán, Mahdiyya y a los
centros urbanos de la actual Túnez. Sin duda algunos puertos secundarios, como
Mazara en la costa meridional, más orientado hacia Ifriqiyá, tienen una cierta
actividad; pero es característico apreciar que del mismo modo que la actual Palma
era entonces llamada Madina Mayúrqa, es decir, «la ciudad» por excelencia de
las «islas orientales», en un territorio insular de otras dimensiones, la ciudad de
Palermo absorbe prácticamente toda la actividad económica de la isla porque ella
es la capital; así, en las cartas de la Genizá el término de Siqilliya designa a la
misma Palermo, que eclipsa totalmente la vieja capital bizantina de Siracusa, muy
raram ente mencionada.

Un m undo rural activo y comunitario

La historia económica y social del Occidente rural musulmán se reduce casi a


listas de producciones obtenidas de geógrafos árabes, surtidas de vagas considera­
ciones sobre la «prosperidad» de tal o cual región. Sin duda es útil saber que se
producía aceite en cantidad en la región de Sevilla, trigo en la de Bádja (Ifriqiyá),
algodón en el Sus, y que la especialización de tal o cual región se integraba en
una red general de intercambios entre ciudades y campo, pero nos gustaría poder
ir más allá de la constitución de simples catálogos para conocer la situación de
los productores rurales y hacernos una idea de la propiedad del suelo. Lo que se
sabe de la agronomía andalusí en el siglo xi demuestra eljlest.asable jnLY-el alcan­
zado en los métodos de cultivo de. la parte.m usulm ana de la-península, tanto en
lo que respecta al sector de regadío como a la agricultura de secano. Estas técni­
cas no eran radicalmente innovadoras con relación a la tradicjon-rafttigua, pero sí
sacaban un mejor partido de éstax enriqueciéndola con la experiencia y racionali­
zándola. Por otra parte integraban toda una aportación oriental, en particular en
lo que se refiere a la utilización del agua, y obtenían, intensificando las labores
de cultivo, el rendimienió máximo al que se podía llegar en el marco de una agri­
cultura tradicional en el medio mediterráneo. Apenas es posible avanzar más en
el estudio de las técnicas, pero nos quedamos sin saber lo concerniente a la exten­
sión espacial relativa del sector sobre el que se aplicaban los preceptos de los
agrónomos sevillanos o toledanos. Esta agricultura intensiva era probablemente
la que se tendía a practicar en las huertas periurbanas y en las grandes propieda­
des de la aristocracia; pero ¿qué pasaba en otras partes y, sobre todo, a quién
pertenecía la tierra y cuál era la condición socioeconómica de los que la cultiva­
ban?
Por lo que se refiere a al-Andalus, la mayor parte de los autores admiten im­
plícita o explícitamente la preponderancia de la gran propiedad y de la pequeña
explotación. En la época de la conquista se habrían constituido grandes dominios
pertenecientes al Estado y a los cuadros árabes, subsistiendo un importante sector
de propiedad aristocrática indígena. Ya en la época visigótica las tierras habían
sido explotadas principalmente por aparceros cuya condición estaba cerca de la
servidumbre, y este modo de explotación se mantendría en conjunto, sin cambios
bruscos, en los dominios territoriales hispanomusulmanes. Al estudiar la sociedad
de la época califal, Lévi-Proven 9al escribe, por ejemplo:
El campesino, atado de padre a hijos a una tierra que no poseía legítimamente,
conservaba sin duda más o menos la misma condición que en la época visigótica, la
de un siervo de la gleba, ligado al amo por un contrato tácito y perm anente de apar­
cería, en virtud del cual no tenía derecho de conservar más que una pequeña parte
de la cosecha ... el cuarto, el tercio, excepcionalmente la mitad. Pero aunque fuera
hombre libre o considerado como tal, el campesino andalusí no estaba menos obli­
gado, aparte de su trabajo cotidiano, a las levas, a las requisiciones, sin hablar del
diezmo sobre los productos de la tierra debido al fisco. Podemos suponer que lleva­
ría frecuentem ente una existencia mediocre, si 110 miserable, sin beneficiarse siem­
pre en contrapartida de una protección real por parte de su amo o de su patrón.

Los estudios más recientes no discuten este esquema general de la propiedad


del suelo y de las formas de explotación, aunque tienden a matizar el carácter
pesimista del juicio precedente en cuanto a la condición concreta de los explota­
dores. Así, aunque el colono muwallad no sea propietario de la tierra que cultiva,
que pertenece al Estado, a un soberano o a un gran terrateniente, su situación
ha mejorado en relación a la época visigótica por el hecho de la transformación
del régimen de servidumbre en un sistema de aparcería en el que el colono apar­
cero recibe una parte más importante de la cosecha. Por otra parte, aun cuando
la exacción fiscal era muy gravosa en la época califal, la descentralización de la
época de las taifas tiende a aligerar la presión del impuesto y esta coyuntura fa­
vorable a la economía rural contribuye a explicar el considerable desarrollo de la
agronomía andalusí en esta época. «El desarrollo de la agricultura intensiva anda­
lusí ... no parece que se hubiera podido realizar si no es gracias a la descentrali­
zación del siglo xi.» Asimismo: «El tipo social predominante en la sociedad rural
musulmana (andalusí) era el sharik (aparcero o colono aparcero), que ciertos au­
tores han asimilado a una especie de siervo, pero que en realidad era libre y ex­
plotaba una tenencia perpetua por la que debía un censo fijo».
Las fuentes que mantienen esta última opinión son principalmente documen­
tos cristianos del siglo xn, posteriores a la reconquista, que efectivamente mues­
tran la existencia en la España oriental, y sobre todo en el valle del Ebro, de una
categoría de campesinos musulmanes llamados exaricos, cuya situación corres­
ponde a la anteriorm ente descrita. Sin embargo, parece peligroso apoyarse en
textos de época cristiana, correspondientes a una estructura sociopolítica en gene­
ral fundamentalmente transformada, para reconstituir la sociedad de época mu­
sulmana. Los textos árabes que nos informan sobre la condición de las poblacio­
nes rurales andalusíes en los siglos x y xi son de hecho escasos. Por una parte se
encuentran contratos agrarios de aparcería conservados en los formularios nota­
riales y, por otra, algunas indicaciones en las fuentes de la época de las taifas
sobre la extensión de las propiedades territoriales de tal o cual soberano, de los
que se dice que poseían el tercio o la mitad de la tierra de su país, así como
recriminaciones referidas a la abusiva fiscalidad que los gobernantes de la época
imponían a sus súbditos. Particularmente interesante en este sentido es un texto
de Ibn Hayyán, autor del siglo xi, que acusa a los dos primeros soberanos escla­
vones de la taifa de Valencia, en los años 1011-1017, de haber sometido a impues­
tos tan duramente a los habitantes de la región, que éstos vivían miserablemente
y se veían obligados a abandonar sus pueblos o qurá (plural de qarya, que signi­
fica localidad rural’). Los gobernantes no dudaban «en apropiarse entonces de
estos pueblos cuyos habitantes habían emigrado para convertirlos en dominios
privados (daycá)»y a veces volviendo a instalar, después, a los antiguos habitantes
como colonos en las tierras que antes les pertenecían. Este texto que evoca clara­
mente un proceso de «patrimonialización» de las tierras detentadas anteriormente
por campesinos libres y propietarios del suelo, en el marco de las comunidades
rurales, sugiere que a finales del califato la forma corriente de propiedad en la
región levantina no sería el latifundio sino una pequeña o mediana propiedad
campesina en el marco de las aldeas o qurá. Sin duda se ejercían presiones para
extender el sector patrimonial, pero los repartimientos de Valencia o de Murcia
en la época de la reconquista cristiana parecen indicar que en el siglo xm todavía
la propiedad campesina independiente de las qurá ocupaba la mayor parte del
suelo cultivado. En la misma región, otros documentos de la misma época mues­
tran también la importancia de las comunidades rurales o aljamas.
El replanteamiento de la representación tradicional de la sociedad rural al que
se llega a partir del estudio de la documentación valenciana puede ser aplicado
a otras regiones de al-Andalus. Podemos pensar que los huertos y las fincas situa­
das en los alrededores inmediatos de las ciudades pertenecían principalmente a
las clases urbanas acomodadas, pero nada nos indica que las numerosas aldeas
esparcidas por el campo andalusí no se correspondieran sobre todo con un sector
de la pequeña y mediana propiedad. En la región levantina y en una gran parte
de Andalucía, la frecuencia de topónimos de tipo gentilicio o «ciánico» sugiere
incluso formas de propiedad colectiva del suelo, aunque es difícil saber sin em bar­
go hasta qué época éstas han sido vigentes o han correspondido efectivamente al
patrimonio territorial de grupos de parientes paternos; las fuentes nos aportan
muy poca información en este sentido. Estas estructuras territoriales de carácter
comunitario han marcado sobre todo la toponimia de las zonas que habían recibi­
do una aportación étnica beréber en la época de la conquista musulmana, y a
veces se encuentran rastros de este origen magribí en las fuentes más tardías. Así,
pof ejemplo, la qarya de Baní cUqba (la actual Beniopa, cerca de la ciudad de
Gandía, en el sur de Valencia) es señalada, a finales del siglo xi, como el lugar
de origen de un letrado perteneciente a la tribu beréber de los Nafza, que parece
haber tenido una implantación particularmente fuerte en la región valenciana.
Vestigios de organizaciones tribales degradadas o simples estructuras com unita­
rias aldeanas desempeñan sin duda en la vida social del campo andalusí un papel
más importante de lo que podríamos creer leyendo lo que ha podido ser escrito
sobre la vida rural de al-Andalus, donde hasta ahora sólo hemos visto campesinos
dependientes y masas de trabajadores sometidos pasivamente a la arbitrariedad
del Estado y de los propietarios del suelo.

El Magrib m uy cerca

Sucedía lo mismo con mayor motivo en el Magrib, donde la fuerza y la exten­


sión de las estructuras tribales o aldeanas era mucho mayor. Allí tampoco las
fuentes escritas nos permiten apenas estudiar más que las formas de relaciones
que se establecían entre las clases urbanas de poseedores del suelo y los aparceros
que, bajo diversas formas de contratos agrarios, explotaban sus propiedades.
Pero en el Magrib central y occidental, sobre todo, las formas de apropiación del
suelo por comunidades de agricultores sedentarios o por ganaderos que practica­
ban diversas formas de nomadismo eran seguramente, con mucho, las más exten­
didas. Así, la descripción que hace Al-Idrisí de la «ciudad» que lleva el nombre
de los bereberes miknása (Miknás, Mequínez) muestra una organización primiti­
va del territorio calcada de la segmentación ciánica en grupos de parientes pater­
nos, que se corresponde con otras tantas «tribus» establecidas cada una en su
propio territorio: Banu Ziyád, Banu Tawra, Banu Atush, etc. Estas pequeñas lo­
calidades rurales o segmentos de tribus poseían inicialmente en común un «viejo
mercado» (al-süq al-qadíma) «donde se reunían todas las tribus de los Banu Mik­
nás». En la época almorávide este conjunto estaba en vías de urbanización, con
la construcción de una residencia emiral fortificada, de bazares y de baños, así
como de palacios rodeados de jardines, pertenecientes seguramente a la aristocra­
cia dirigente. Pero aunque las condiciones primitivas de la propiedad comunitaria
del suelo habían sido sin duda alteradas en la parte central de la «ciudad», en
cuanto se alejaba de esta zona se encontraba la antigua apropiación tribal de la
tierra, si seguimos creyendo a Al-Idrisí, que continúa: «Allí donde terminan las
viviendas de los Banu Atush empiezan los campamentos y las viviendas de una
aldea de los miknása llamada Banú Burnds ... Los habitantes cultivan trigo, viña,
muchos olivos y árboles frutales, y los frutos se encuentran a muy bajo precio».
La extensión del sector de dominios privados era sin duda mucho más consi­
derable en Ifriqiyá, al menos hasta la invasión hilálí. Pero la gran propiedad tam ­
poco había conseguido hacer desaparecer allí las formas tribales o aldeanas de
apropiación del suelo. Tanto respecto a al-Andalus como a Ifriqiyá y las regiones
del Magrib sobre las cuales se extendía la influencia de la economía urbana y
monetaria y la de una organización estatal, se plantean dos problemas a los cuales
es prácticamente imposible, dado el estado actual de los conocimientos, aportar
una respuesta global: el de la naturaleza y las modalidades de la fiscalidad rural,
y el de* la existencia e importancia en Occidente de formas de concesiones terri­
toriales o de alienaciones a particulares del derecho de percibir el impuesto. En
al-Andalus y en Ifriqiyá existe un dominio territorial del Estado, frecuentemente
mal diferenciado del del soberano. Algunos dominios pueden ser separados para
ser concedidos a particulares. Por otra parte, el poder central (sultán) también
puede conceder en ciqtác tierras muertas (ard mawát), lo que sin duda ha permi­
tido en cualquier época la extensión del sector de dominios privados y el cultivo
de tierras nuevas por parte de particulares acomodados.
Parece también que en tiempos de Al-Mansúr, el gobierno de Córdoba aban­
donó en manos de elementos militares la percepción directa de ciertos impuestos.
Sin duda, estas prácticas continuaron en la época de las taifas, al menos en el
reino ziri de G ranada, donde los jefes militares recibían no sólo dominios pro­
pios, sino también, por lo que parece según las Memorias del rey cAbd Alláh,
«feudos» (inzát) constituidos por pueblos de los que probablemente percibían el
impuesto. Falta por saber a cuánto correspondía exactamente la exacción estatal
sobre la producción agrícola, cuál era la extensión relativa de las tierras sobre las
cuales se percibía el jarádj territorial y en qué zonas se aplicaba únicamente el
diezmo. Podemos avanzar que la fiscalidad rural, a pesar de los abusos tem pora­
les y circunstanciales, tendía a ser conforme a las normas coránicas, y que las
alienaciones de derechos fiscales se hacían más bien bajo forma de títulos (sidjilt)
que concedían a un jefe político o militar el conjunto de las prerrogativas estatales
sobre una región, es decir, una delegación de gobierno (wiláya), que no afectaba
fundamentalmente la naturaleza misma de las relaciones sociopolíticas. Estas con­
cesiones o delegaciones, así como los impuestos no coránicos (cuya existencia e
impopularidad son, por otra parte, mejor atestiguados en medio urbano que en
medio rural), no tenían de todas formas más que una existencia precaria y, con­
denados por el derecho y la opinión pública, son fuertem ente cuestionados en las
épocas de restauración de la autoridad del poder central. El modelo de una orga­
nización estatal que sólo es representada por los agentes del sultán y los grupos
sociales aldeanos, tribales o urbanos, sin mediación de ninguna clase «feudal» o
«señorial», permanece siempre presente en la mentalidad colectiva y realizable
en la práctica (como, por ejemplo, cuando los almorávides, en al-Andalus, despo­
seen a los reyes de taifas, suprimen los impuestos ilegales y restauran la unidad
de la comunidad y el poder del Estado).

N a c im ie n t o d e u n I s l a m o c c id e n t a l

En las actividades económicas entre la cuenca occidental del M editerráneo y


la cuenca oriental evocadas anteriorm ente, Sicilia y Palermo se sitúan en la pro­
longación de un espacio ifriqí, él mismo ampliamente dominado por la preponde­
rancia de las capitales, Mahdiyya y sobre todo Qayrawán, desempeñando los
otros centros urbanos como Túnez, Sfax o las ciudades del interior un papel de
punto de parada en las rutas que llevan a aquellas metrópolis. Hacia ellas conver­
gen principalmente, sobre todo después dé la extensión de la autoridad fátimí en
el Magrib central —e incluso durante un tiempo en el Magrib occidental —, tanto
las caravanas que llevan oro y esclavos del Sudán como los navios cargados de
mercancías andalusíes destinadas a ser reexportadas hacia Egipto y Siria. A pesar
de la nueva animación de su fachada mediterránea y del desarrollo en sus márge­
nes de dos centros económicamente importantes y políticamente autónomos, Pa­
lermo, en la frontera del mundo cristiano, y Sidjilmása, en contacto con el Sáhara
y el África negra, el mundo musulmán occidental permanece, hacia principios del
siglo xi, fuertem ente centralizado alrededor de los dos grandes conjuntos urbanos
de Córdoba, por una parte, y de Mahdiyya-Qayrawán por otra, que parecen equi­
librarse política y económicamente, cuando se asiste a una lucha de influencias
entre las dos potencias por dominar la parte occidental del Magrib, caracterizada
por una situación confusa de parcelación política y tribal.

El oro del Sudán

Los conflictos encarnizados que se desarrollan en esta parte del norte de Á fri­
ca situada entre el meridiano de Argel y el Atlántico, en el siglo x y a principios
del siglo xi, y en los que intervienen a la vez los fátimíes, los ztríes, el califato
de Córdoba, los emires idrisíes de Marruecos y las grandes confederaciones triba­
les que ocupan el Magrib central y occidental, han sido frecuentemente interpre­
tados como luchas por el control de los puntos de llegada de las grandes rutas
saharianas por las cuales el oro del Sudán era encaminado hacia el Magrib. Mau-
rice Lombard había desarrollado desde 1947 la idea de que la prosperidad de las
finanzas fátimíes en el siglo x, base de su éxito militar en Egipto, se explicaba
en última instancia por el hecho de que los califas shFíes de Qayrawán habían
conseguido, destruyendo el Estado de Táhart y extendiendo incluso durante un
tiempo su autoridad a Sidjilmása, controlar todas las salidas y todas las rutas del
oro del Sudán. A finales de siglo, al contrario, son los omeyas de Córdoba quie­
nes, por medio de sus aliados zanáta, dueños de la ruta Nákur-Fez-Sidjilmása,
habrían desviado hacia al-Andalus una gran parte del tráfico del oro, hecho que
constituiría la principal explicación de la prosperidad y del poder del califato de
Córdoba en la época de la «dictadura» del Al-Mansür (hacia 980-1002).
Estas teorías se apoyan en un enfoque muy «monetarista» de la historia eco­
nómica y en la idea de que los grandes estados de la Edad Media magribí con
base urbana se habían constituido ante todo a partir del desarrollo de actividades
comerciales a larga distancia poco dependientes del entorno social y económico
local: «Cada Estado posee un poder tanto mayor cuanto mayor es la parte del
tráfico del oro que consiga concentrar, principal factor de fuerza y de importancia
económica». Por este motivo, los califas de Córdoba «se aferran a Ceuta, su ca­
beza de puente africana, (y) se esfuerzan en conservar sus relaciones con Sidjil­
mása, mediante la acción directa o por un sistema de alianzas», mientras que
«mediante una serie de grandes ofensivas sobre Fez, Tremecén, Táhart, y princi­
palmente sobre Ceuta, los soberanos fátimíes, y luego los que les suceden, se
esfuerzan por impedir a los califas de Córdoba ejercer su influencia sobre Sidjil­
mása y controlar de este modo una parte del tráfico de oro». El dominio del ex­
tremo final de la ruta transahariana en el Magrib proporcionaría así la clave más
convincente para explicar el auge de los grandes imperios que controlan sucesiva­
mente el Magrib, el de los fátimíes en el siglo x, el de los almorávides en el siglo
xi, el de los almohades en el siglo xn. Contrariam ente, la extensión de la influen­
cia de los omeyas de Córdoba sobre el Magrib occidental y el desvío hacia al-An­
dalus de la mayor parte del oro encaminado por aquella ruta, por una parte, y
por otra la constitución de estados independientes o de «señoríos militares» autó­
nomos en las marcas occidentales y meridionales del Estado zíri (el Estado liam-
mádí y los grandes «feudos» de la Ifriqiyá meridional), contribuirían a explicar
las dificultades económicas y sociales y el debilitamiento del Estado qayrawání
incluso antes de la llegada de los hilálíes a mediados del siglo xi. Así, la gran
«crisis financiera» de 1050, que significó la retirada de la moneda fátimí en circu­
lación y su sustitución por un nuevo diñar ziri fuertem ente devaluado, correspon­
dería a la necesidad del gobierno de Qayrawán de «sacar el máximo partido de
las reservas de oro que existían en Ifriqiyá, en una época en la que se agota el
flujo de oro sudanés que durante varios siglos había alimentado regularmente y
enriquecido al país», estando la ruta del oro «ahora dominada y cada vez más
deformada ya sea por la conquista omeya, ya sea por el desarrollo de nuevas po­
tencias djaridíes».
La ciudad, gran rehén del comercio y del dinero

Los historiadores que han defendido estas tesis —en reacción a las explicacio­
nes generales de la historia del Magrib contemporáneas a la colonización que se
basaban en las oposiciones entre grupos étnicos (bereberes y árabes, zanátas y
sinhádjas) y entre nómadas y sedentarios— tenían razón al insistir en el hecho,
ya señalado por F. Braudel, de que en este Occidente musulmán medieval las
ciudades frecuentem ente se desarrollan sin relación con el país que las rodea y
que viven de la apertura del país que posteriorm ente ellas organizan, al contrario
de lo que generalmente ocurre en la Edad Media de Occidente, donde la prospe­
ridad urbana está más relacionada con el entorno rural, que, por otra parte, es
más favorable. El caso de Almería, evocado más arriba, cuyo desarrollo en una
región naturalmente poco favorecida es debido al comercio, primero, y luego a
factores políticos, no es una excepción. Aún es más destacable el crecimiento de
las ciudades de los límites norte y sur del Sáhara, como Sidjilmása o Audagost.
En esta última se realizan cultivos de huerta cuidadosamente labrados y regados
a mano, pero no son ni mucho menos suficientes al consumo urbano, y los pro­
ductos alimenticios importados de muy lejos alcanzan precios fabulosos.
Sin duda se trata de casos límites, pero el crecimiento de las grandes ciudades
andalusíes, de las capitales ifriqíes, de Palermo, de las ciudades del Magrib cen­
tral, está basado en gran parte en la existencia de tráficos comerciales preexisten­
tes o provocados por el mismo desarrollo urbano, sin los cuales estas enormes
ciudades —quizás con centenas de millares de habitantes las más im portantes—
no habrían sido capaces de mantenerse. El poder establecido en la ciudad se
aprovecha indirectamente de este comercio gracias a la percepción de derechos
de aduana, participando además los mismos dirigentes y el soberano directamente
en actividades comerciales sin ningún prejuicio aristocrático. Los ingresos fiscales
obtenidos del comercio y de las actividades artesanales contribuyen ampliamente
al mantenimiento de un aparato administrativo y militar que obliga a los campe­
sinos al pago del impuesto. Las clases acomodadas de las ciudades y el mismo
soberano se apropian, por medios financieros o a la fuerza, de la mayor parte de
las tierras del fahs (extrarradio rural) que rodean la ciudad y explotan sus domi­
nios mediante trabajadores agrícolas o colonos aparceros según diversos tipos de
contratos de aparcería. Sin embargo, una gran parte del abastecimiento de la ciu­
dad es importado de regiones rurales más lejanas gracias a la riqueza obtenida
del comercio y del artesanado (así, Qayrawán importa trigo de la llanura de Bád-
ja y de Sicilia, higos de varias regiones, hasta el litoral de Argel, dátiles de To-
zeur, nueces de Tebesa, etc.).
Así pues, el desarrollo de las ciudades está simultáneamente relacionado con
el gran comercio y con la capacidad del poder político de mantener instituciones
estatales cuya base económica regional es muy limitada, de aquí el carácter a me­
nudo frágil de los grandes organismos urbanos. Incluso en el caso de ciudades
mucho menos importantes, a veces notamos en las fuentes la ambigüedad de un
crecimiento urbano sin relación con el entorno rural. Así, el cronista que relata
la fundación de Ashir por Zirí ibn Manád en 935-936 explica que fueron a buscar
albañiles y carpinteros de Masila y de Tubna para edificar la nueva ciudad, y que
el califa de Qayrawán envió a su lugarteniente del Magrib central otros artesanos
y materiales, en particular hierro. La fortaleza, una vez construida, fue ocupada
por sabios, mercaderes y juristas. Pero las precisiones más interesantes atañen a
la circulación monetaria que se estableció en la región por el hecho de la funda­
ción de la ciudad: hasta entonces las transacciones no se efectuaban en dinero
sino en especie, sobre todo en ganado. Ziri acuñó moneda e instituyó una paga
para sus tropas, y los ciudadanos dispusieron así de una gran cantidad de dirhe­
mes y de diñares que circularon desde entonces por la región que rodeaba la nue­
va capital.
El papel de esta redistribución de moneda a los elementos administrativos y
militares mediante instituciones estatales en los siglos x y xi es un dato im portan­
te en la vida económica y social del Occidente musulmán, que no parece haber
conocido, o al menos muy poco, el desarrollo de las iqtács , las cuales en la misma
época están minando la organización político-administrativa del O riente cabbásí.
En este sentido hay unos pasajes curiosos en las obras de los juristas, que se pre­
guntan sobre la licitud de la utilización por particulares de la moneda que procede
de la percepción de impuestos no coránicos, redistribuida por el Estado bajo la
forma de pagas a los soldados y a los funcionarios, e introducida en la economía
general mediante las compras hechas por éstos a los productores. Así, Ibn Hazm
de Córdoba expone muy gráficamente que el producto impuro de los tributos ile­
gales percibidos por los soberanos de las taifas andalusíes del siglo xi es compa­
rable a un fuego cuyo ardor, tras el pago de las soldadas a los militares, se mul­
tiplica

...porque (estos últimos) lo utilizan inm ediatam ente para com prar a comerciantes y
artesanos, en las manos de los cuales se convierte en escorpiones, serpientes o víbo­
ras. A su vez, los comerciantes compran a otros lo que necesitan, de tal manera que
las monedas de oro y de plata son en definitiva como ruedas que circulan en medio
.del fuego del infierno.

No se podría evocar con mayor claridad la importancia de la circulación mo­


netaria y el carácter tan «monetarizado» de la vida de estos Estados del Occiden­
te musulmán en la Edad Media. Entre los hechos importantes de la historia eco­
nómica de los siglos x y xi hay que destacar los progresos de la acuñación en oro
en al-Andalus y en el Magrib, razón por la que estos países tienden a alinear sus
estructuras monetarias con las del mundo oriental. En efecto, hasta entonces los
talleres andalusíes y marroquíes habían acuñado sólo dirhemes, y parece ser que
las monedas de oro emitidas por los soberanos aglabíes habían servido sobre todo
para pagar el tributo debido al califa de Bagdad, basándose la circulación interior
principalmente en la plata. Con la proclamación del califato* los soberanos ome­
yas empezarán a acuñar dinares, que es posible que fueran destinados sobre lodo
a realzar el prestigio de la dinastía. El oro, sin embargo, no parece haber sido
abundante en al-Andalus al principio del califato omeya. En efecto, hasta 940 las
acuñaciones son poco frecuentes y se emiten principalmente fracciones de diñar.
A lo largo de la década siguiente las emisiones parecen relativamente más abun­
dantes, lo que quizás está en relación con las dificultades de los fátimíes en el
Magrib en la época de la gran revuelta de Abü Yazid (que causó estragos de 943
a 947), que permitió a las tribus zanátas aliadas a los omeyas consolidar su auto­
ridad sobre el Magrib occidental. A partir de entonces la acuñación del oro se
mantuvo a un ritmo que no siempre es fácil de relacionar con los acontecimientos
políticos magribíes, aunque es probable que la extensión de la influencia cordobe­
sa sobre el norte de Marruecos y las alianzas con las tribus «zanátas» de las altas
llanuras argelino-marroquíes hayan tenido un papel importante en la formación
de un conjunto económico y monetario «hispanomorisco» que se esboza clara­
mente en la época de Al-Mansúr y se concretiza en la vida política y cultural del
Occidente musulmán con los grandes imperios almorávide y almohade, a partir
de finales del siglo X I .

Una sola área, del Ebro al Senegal

Es difícil medir exactamente la importancia que hay que otorgar al problema


del «control de las rutas del oro» en la historia del Occidente musulmán. Incluso
en el momento en que se acuñan diñares en mayor abundancia en al-Andalus, la
acuñación en oro no sustituye a la acuñación en plata. De los cinco últimos años
del gobierno de Al-Mansúr, 998-1002, por ejemplo, se conservan sólo 92 diñares
y 7 fracciones de diñares omeyas, y alrededor de 1.500 dirhemes. Si a partir del
número de ejemplares conocidos de cada una de estas monedas trazamos una cur­
va (que, en ausencia de otros estudios numismáticos más refinados, puede darnos
una idea poco clara de las variaciones de la producción), constatamos en los 20
últimos años del siglo x un considerable paralelismo que nos induce a pensar que
la acuñación de los dos nietalés era determinada por factores económicos, fiscales
o políticos, que se nos escapan ampliamente pero que constituían un complejo
de hechos que influían tanto en la emisión en oro como en plata. Parece pues
ilegítimo, en lo que atañe al oro, otorgar una importancia primordial a las posi­
bilidades de abastecimiento directo por el control político de los puntos de llega­
da y de las rutas del tráfico, mientras que este factor no afecta a la plata, cuyo
ritmo de acuñación no es esencialmente diferente. Por otra parte, podemos ob­
servar que, al menos en las fuentes escritas, los esfuerzos diplomáticos y militares
consentidos por el gobierno de Córdoba para m antener su dominio en Marruecos
se manifiestan sobre todo mediante salidas masivas de diñares, bajo la forma de
pagas al ejército y de regalos y subvenciones a los jefes bereberes vasallos. Final­
mente podemos preguntarnos cómo este «oro del Sudán» llegaba al tesoro del
Estado. En parte quizás por medio de la misma acuñación —pero en el Magrib
ésta es relativamente poco abundante —, y más probablemente mediante la per­
cepción de impuestos sobre las actividades comerciales en el interior del área do­
minada por el califato.
Estas relaciones en un sentido meridiano se intensifican ciertamente de m ane­
ra importante en la segunda mitad del siglo x y a principios del siglo xi. Dos
grandes rutas comerciales casi paralelas recorren entonces el Magrib extremo:
una va a lo largo del Atlas por el oeste y, por Agmát y Fez, llega al estrecho de
G ibraltar; la otra sigue las altas llanuras situadas en los confines argelino-marro­
quíes actuales, y desde Sidjilmása conduce a la región de Tremecén y de Wudjda
(ciudad fundada en 994 por el emir beréber Zirí ibn cAtiyya, aliado de los omeyas
de Córdoba y escogida por él como lugar de residencia), y a partir de aquí va
hacia los puertos de la costa como Tabahrit o ArshgOl. El texto de Al-Bakri, al
mencionar los numerosos vínculos que tenían los puertos del Magrib occidental
y central con sus homólogos de la costa andalusí, muestra la densidad de las re­
laciones comerciales que en el siglo xi unían los países situados al oeste de Alger
con la península ibérica. El norte de Marruecos y la Argelia occidental eran en­
tonces países agrícolas prósperos, que proporcionaban cereales, frutos, ganado,
miel, en abundancia, y algunos productos más especializados como el algodón
del Garb o el azúcar del Sus. Ibn Hawqal señala, ya en el siglo x, la existencia
de plantaciones de caña de azúcar, y Al-Bakri, en el siglo siguiente, insiste en
los bajos precios del azúcar en la misma región a causa de su abundancia. Todos
estos productos tendían a ser cada vez más exportados hacia al-Andalus, sin duda
a cambio de productos industriales, entre los cuales los textiles serian seguramen­
te los más importantes. En toda la parte oriental de al-Andalus, tanto en los gran­
des centros como Valencia, Murcia y sobre todo Almería, como en modestas al­
deas como Bocairente o Chinchilla, se producían en abundancia sedas más o me­
nos lujosas, cuya mayor parte era exportada hacia O riente, al Magrib, pero tam­
bién al África negra a través de Marruecos, Sidjilmása y las rutas del Sáhara oc­
cidental. Esta producción de sedas es atestiguada desde mediados del siglo x en
Almería y en el sur de la región valenciana por Al-Rází, y seguramente Al-cUdhi í
hace alusión al comercio de estos productos, un siglo más tarde, cuando mencio­
na las relaciones comerciales que unían en su época una ciudad de la España
oriental, como es Játiva, con el bilád al-Sudán y con Gana.
Si se postula una relación demasiado estrecha y de alguna manera «mecánica»
entre la prosperidad económica, el abastecimiento de oro y la potencia política
de los Estados de la Edad Media musulmana, se comprende mal la gran ruptura
que constituye la desaparición del califato omeya de Córdoba. Es precisamente
en el momento en que la potencia política de éste, que extiende su influencia
tanto sobre el Magrib occidental como sobre la España cristiana, alcanza su apo­
geo cuando se produce, con la crisis de los años 1009-1031, el hundimiento del
poder centralizado y la fragmentación de la autoridad política entre las grandes
ciudades de las provincias, promovidas a la categoría de capitales de los «reinos
de taifas». Todo el espacio sobre el que se ejercía hasta entonces el control polí­
tico del califato omeya se fragmenta políticamente. A un lado y al otro del estre­
cho, en Tánger y en Málaga-Algeciras, se ejerce la autoridad de los hammCidíes,
en un principado que constituye un vestigio limitado de las ambiciones cordobe­
sas sobre Marruecos. Estos antiguos generales del ejército omeya, de origen idri-
sí, acuñan monedas de oro de tipo califal que circulan en toda la península, y en
particular en la España cristiana, donde se las conoce con el nombre de mancusos
ceptinos (es decir, de Ceuta). Estos diñares continuarán siendo acuñados igual­
mente en Valencia, Denia y sobre todo Sevilla, en la primera mitad del siglo xi,
y en los otros reinos de taifas (Toledo, Zaragoza, etc.) se acuñarán monedas de
oro más pequeñas. Parece ser que el oro africano sigue penetrando en la penín­
sula en esta época: a partir de 1018, y después de 1037 en mayores cantidades,
se conoce en Barcelona la emisión de numerosos mancusos imitando diñares
hammúdíes, que eran acuñados a partir de lingotes importados de Ceuta.
Las curvas de la circulación del oro en Cataluña muestran que tras una fuerte
subida de 980 hasta aproximadamente 1015, las entradas de oro experimentan
una relativa baja entre 1020 y 1050, que podría ser atribuida a razones políticas
(debilidad momentánea del poder condal que provoca un retroceso de la influen­
cia catalana en al-Andalus), y después se recuperan claramente entre 1050 y 1080
con la política intervencionista del conde Ramón Berenguer I, que impone gravo­
sos tributos (parias) a sus vecinos musulmanes. Los últimos años del siglo se co­
rresponden con otra caída brutal que habría que relacionar con la llegada de los
almorávides y la presencia del Cid en Valencia, deteniendo ambos fenómenos la
percepción de parias. Al constatar los hechos que acaban de ser mencionados,
parece difícil poder aceptar la idea defendida por varios autores de un brusco
descenso de las entradas de oro africano en la península tras la crisis del califato.
Por otra parte, el hecho de que ésta se produzca en el mismo momento en que
el poder cordobés sobre el Magrib parece estar en su apogeo impide relacionar
demasiado estrechamente el poder de los Estados del Occidente musulmán con
el control de las rutas del oro africano. Hemos recordado más arriba la hipótesis
según la cual el desvío del oro del Sudán hacia la península ibérica había sido
una de las causas de las dificultades económicas y sociales que conocía el Magrib
oriental desde la primera mitad del siglo xi, incluso antes de la llegada de los
nómadas hilálíes. Pero esta idea ¿no es acaso contradictoria con el hecho de que
la crisis andalusí se produzca en el mismo momento en el que la influencia polí­
tica de Córdoba se ejerce más claramente sobre el Magrib occidental?
No negaremos, sin embargo, que la cantidad de oro en circulación en al-An-
dalus de las taifas haya tendido a disminuir después de la época califal y sobre
todo en la segunda mitad del siglo xi, cuando la falta de metal precioso se hace
evidente en la muy mala calidad de la acuñación a finales de la época de las tai­
fas. Por otra parte, la pobreza de ésta contrasta con las descripciones de los textos
sobre el lujo desplegado por las cortes principescas de la España musulmana en
esta época, y con la codicia que la riqueza monetaria de al-Andalus provocaba
entre los cristianos del norte. Es posible que las considerables sangrías que repre­
sentaban las parias contribuyeran notablemente a este empobrecimiento, del cual
es difícil captar su importancia. La historia económica y social de las taifas sigue
siendo, de hecho, muy mal conocida. Considerada mucho tiempo como una épo­
ca de «decadencia», actualmente se tiende a «rehabilitarla» y a considerar que la
regionalización política pudo, al contrario, favorecer el crecimiento económico y
un cierto equilibrio social entre clases urbanas y productores rurales, aliviados en
parte de la fiscalidad gravosamente centralizada de la época califal. No es tam po­
co seguro que esta interpretación corresponda a la realidad, pero debemos reco­
nocer que el desmembramiento del califato no cuestionó la tendencia a la unifica­
ción social que se constata en el siglo x. De hecho, aunque políticamente dividi­
da, la sociedad andalusí «era cultural y socialmente más homogénea que con los
omeyas». Esta homogeneidad social y la influencia de los juristas, los fuqahá3
—especialmente en los medios urbanos—, favorecerían a partir de 1086 la exten­
sión por la península del poder almorávide, que ya se había impuesto en M arrue­
cos en el cuarto de siglo precedente. Esta unificación política del Magrib y de
al-Andalus se sitúa en la lógica de la evolución iniciada a finales del siglo x y se
concreta con la constitución de una gran área económica y cultural «hispanomo-
risca» que se prolongará en el siglo xn con el Imperio almohade.
La aventura almorávide es una de las más sorprendentes de la historia del
Islam. Los bereberes sinhádja, nómadas del sur del Atlas e intermediarios entre
el país del oro y de la sal, Audagost o Bambuk, y los oasis del Tuat o del D arca,
se habían convertido a finales del siglo ix y habían contribuido a llevar al Islam
hasta Níger. Hacia 1048, un alfaquí marroquí, llamado por los jefes sinhádja cAbd
Alláh ibn Yásín, fundó en una isla del Senegal un ribát, una comunidad militante;
los miembros de este grupúsculo, los «morabitos», al-murábitún (de aquí «almo­
rávides»), se lanzaron hacia los países sudaneses de Gána por una parte y por
otra hacia Sidjilmása y Táfílálet; en el norte, su jefe Yahyá atravesó el Atlas hacia
1055; su primo Yúsuf creó el campo de Marrákish en 1060 y consiguió apoderarse
de Fez (1062), Tremecén, O rán, Argel (1084). La caída de Toledo en manos de
Alfonso de Castilla le hizo pasar el estrecho: aunque sólo pudo detener a los cris­
tianos en Sagrajas (1086), se deshizo de los emires de las taifas (1090) y tras la
muerte del Cid se apoderó de Valencia (1102), y su hijo de Zaragoza (1110). Esta
reunificación de todo al-Andalus y su integración a la casi totalidad del África
del noroeste daba una dimensión política al área económica en formación.
El cuadro que se puede trazar del estado social y económico de los países
dominados, a finales del siglo xi y primera mitad del xn, por el poder almorávidc
es brillante. La sumisión de Marruecos y de al-Andalus se ha realizado, en con­
junto, de una manera pacífica. La fiscalidad del nuevo régimen, al menos en las
primeras décadas, debió ser relativamente poco gravosa y conforme a las exigen­
cias coránicas, teniendo en cuenta una propaganda política basada precisamente
en el respeto a las normas coránicas en este sentido. El desarrollo urbano conti­
núa y se amplifica, con el crecimiento de Marrákish, creada de nuevo, la unifica­
ción de Fez, hasta entonces dividida en dos ciudades distintas, el desarrollo de la
actividad comercial de Sidjilmása, de Tremecén, y de las grandes ciudades anda­
lusíes, entre las cuales Almería, descrita por Al-Idrísí, nos proporciona un buen
ejemplo: la ciudad contaría en la época almorávide con 800 talleres de tejido de
seda y más de 900 almacenes-hospederías para los viajeros y los comerciantes (al­
bóndigas). Producía también toda clase de utensilios de cobre y hierro. Su puerto
era frecuentado por navios procedentes de Egipto y de Siria, en la ciudad se en­
contraban las mayores fortunas privadas de al-Andalus. La unidad económica y
el esplendor del Imperio almorávide están simbolizados por la emisión de una
moneda de oro abundante, acuñada en los principales centros económicos y ad­
ministrativos (Sidjilmása, Agmát, Fez, Tremecén, Sevilla, Granada, Murcia y Va­
lencia principalmente), y que se introduce en grandes cantidades en el mundo
cristiano m editerráneo, donde es conocida con el nombre de «marabotines» (de
al-murábitún). Córdoba está entonces en su apogeo: su biblioteca rivaliza con las
de Oriente; su mezquita, a la que el visir Al-Mansúr le dio sus dimensiones actua­
les a principios del siglo xi, es testimonio del sincretismo de los gustos ibérico y
árabe en la decoración de su mobiliario; en sus madrasas, cuyo renombre llega
al Occidente cristiano vigilante, se produce lentam ente la maduración filosófica
de la que Europa extraerá dentro de poco uno de los más poderosos resortes de
su florecimiento intelectual.
Capítulo 4
EL ISLAM DESCORONADO*

La implantación de los fátimíes en Egipto y en Siria a finales del siglo x había


trastornado profundam ente la situación del mundo musulmán en el Próximo
Oriente: la división y la rivalidad sucedieron a la aparente unidad política y reli­
giosa del califato cabbásí. Además, el dominio económico de los califas de Bag­
dad había retrocedido ante los fátimíes porque éstos ocuparon las salidas sirias y
egipcias al M editerráneo. Considerándose los únicos herederos legítimos del P ro­
feta por su filiación directa con Fátima y cAlí, los fátimíes habían intentado elimi­
nar al califa cabbásí: la conquista m om entánea de Bagdad, en 1059, fue una oca­
sión para conseguirlo; pero la intervención de los turcos seldjúqíes de Tugril a
favor del califa invirtió la situación: el éxito de los seldjúqíes restableció al califa
cabbásí en Bagdad y redujo a los fátimíes a sus bases de Siria, de donde serían
desalojados poco a poco por los seldjúqíes, aunque sin expulsarlos definitivamen­
te de Palestina.

E l O r ie n t e e n f e r m o y a g r e d id o

Los com bates que se sucedieron en esta región tuvieron sus consecuencias, ya
que los cristianos de Occidente encontraron en ello un motivo para acudir a libe­
rar la Tierra Santa de sus belicosos ocupantes. La llegada de los seldjúqíes al Pró­
ximo Oriente reforzaría, en el aspecto religioso, la posición del Islam sunní frente
al Islam shN de los fátimíes, y acentuaría en el aspecto político la evolución del
papel del califa cabbásí hacia un estado de jefe espiritual de la comunidad musul­
mana, en detrim ento de su papel de jefe temporal; esta trasposición ya se había
llevado a cabo por los visires buyíes a finales del siglo x y principios del xi.
En el campo de las relaciones internacionales, la expansión seldjúqí hacia el
O este, orientada primero con éxito hacia Siria y después hacia Egipto, se dirigió

* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
posteriorm ente hacia Arm enia, lo que significaba un enfrentam iento con el em pe­
rador bizantino. La batalla de M antzikiert, en 1071, en la que el em perador bi­
zantino fue vencido y hecho prisionero, además de iniciar un período de diez años
de conflictos internos en el imperio griego, permitía a las tribus turcas el acceso
al Asia M enor, hecho que algunas de ellas aprovecharían sin dem ora. Desde en ­
tonces el destino del Próximo O riente se transformó y los turcos desempeñarían
un papel primordial durante muchos siglos. Estas transformaciones afectaron no
sólo el aspecto político sino también el humano, social, religioso y económico.
Del mismo modo que en el norte de África el dominio árabe ha cedido su lugar
al dominio de los soberanos bereberes, en el Próximo O riente desaparece progre­
sivamente en beneficio de los sultanes turcos; sin em bargo, la civilización árabe
musulmana no desaparecerá: asimilada por los recién llegados, conocerá aún días
de gloria y m ostrará su dinamismo en la literatura, en las ciencias y en el arte.
Y respecto a las cruzadas, que finalmente fracasaron en el aspecto político y re­
ligioso, fomentaron un desarrollo de las relaciones económicas ya establecidas an­
teriorm ente, en el que las ciudades comerciales italianas, Venecia y Génova espe­
cialmente, supieron aprovechar los éxitos y los reveses de la presencia franca en
O riente.

Dos dominios inconciliables

Al nacer el siglo xn dos potencias dominan el mundo musulmán del Próximo


y del Medio Oriente: el califato fátimí de Egipto y el sultanato seldjúqí que con­
trola Jurásán, Irán, Iraq, Siria, y se extiende hacia al Asia Menor. Potencias
orientales por sus orígenes, por su concepto y ejercicio del poder, por sus institu­
ciones internas, por sus opciones religiosas y por su papel económico, se oponen
ya sea directam ente o bien a través de los Estados latinos de Siria y Palestina;
cuando, en el siglo xn, el relevo seldjúqí de estas provincias sea tomado por los
zengíes y más tarde por los ayyúbíes, se tratará aún de una continuación del em ­
puje turco pero bajo una fachada kurda arabizada que se extenderá por Egipto
y proporcionará a una parte del Próximo O riente una cierta unidad política y re­
ligiosa.
Aunque la autoridad fátimí fuera discutida localmente, en la primera mitad
del siglo xi la dinastía, instalada desde entonces en El Cairo, controla todo el
litoral m editerráneo, directa o indirectam ente, desde Marruecos hasta el norte
de Siria. Política y económicam ente representa una fuerza considerable, pero su
dominio político suscita, ya lo hemos visto, resistencias por parte de tribus bere­
beres del Magrib y de emires sirios hostiles a cualquier poder externo; la dispari­
dad religiosa no atrae tampoco a favor de los fátimíes la simpatía de la población,
que a veces ha sido perseguida; y por último, el poder ejerce su autoridad por
medio de un ejército en el cual los mercenarios de origen sudanés, turco, arm e­
nio, circasiano, son cada vez más numerosos y desde la segunda mitad del siglo
xi tienden a desem peñar un papel político. Sin em bargo, la potencia fátimí está
lejos de ser vulnerada a finales de este siglo y su posición privilegiada en la costa
m editerránea le proporciona enormes ventajas económicas por ser mediadora en­
tre los países del oceáno índico y los de la Europa mediterránea.
Por otra parte, en menos de un siglo la parte principal de los territorios que
constituían el dominio cabbásí en Oriente pasan a ser controlados directamente
por jefes seldjúqíes que toman el título de sultán, es decir, se consideran prácti­
camente detentores del poder temporal, dejando al califa de Bagdad únicamente
la función de jefe religioso de la comunidad musulmana, y en nombre del cual,
como fieles sunníes, se oponen a los fátimíes shffes. El poder que los seldjüqíes
instauran en el Jurásán, Irán, Iraq y en el Asia Menor oriental, es un herencia
de las tradiciones tribales turcas, del sistema administrativo del Jurásán y de la
cultura política árabe e irania; su manifestación práctica es el Siyásaí Námeh («Li­
bro del Gobierno») de Nizám al-Mulk, visir de los sultanes Alp Arslán (1063­
1073) y Malik Sháh (1073-1092). La llegada de los seldjüqíes y posteriormente de
otras tribus turcas o turcómanas al Próximo Oriente modifica no sólo la situación
política de esta región, sino que además introduce un factor humano y social to­
talmente nuevo, un comportamiento religioso dinámico que se expresa a través
de cofradías «ofensivas» como la de los gázis, y que afecta a toda una zona eco­
nómica importante por sus producciones y por su situación de intermediaria entre
Europa, India y China. El dominio de los puertos de Siria y Palestina es uno de
los aspectos que están en juego en el enfrentamiento que opone a seldjúqíes y
fátimíes; pero el episodio de las cruzadas y sus consecuencias contrarrestará esta
evolución por mucho tiempo.
Por su propia naturaleza el régimen fátimí era de esencia divina y su jefe tenía
que ser obligatoriamente descendiente del Profeta: era imám (guía) y, al estar
limitado el imanato a la familia del Profeta, cada imán era nombrado por su pre-
decedor sin que necesariamente fuera designado como tal el hijo mayor del imán
en el cargo. Esta sucesión se realizó sin ningún problema en la dinastía fátimí
hasta finales del siglo xi; tras la muerte del califa Al-Mustansir empezaron las
discusiones acerca de la designación del imán, polémica originada por la familia
del califa, por personajes importantes de la corte, especialmente el visir, o bien,
y cada vez más, por la guardia califal, de reclutamiento heterogéneo, para la cual
el símbolo sagrado del imanato no significaba nada. La incapacidad de los califas
fátimíes para unir bajo su autoridad a los musulmanes contra los cruzados o de
oponerse a ellos con sus fuerzas significó un descrédito para los califas y el califa­
to, descrédito que se vio acentuado en la segunda mitad del siglo x i i cuando los
fátimíes establecieron un pacto de alianza con el rey latino de Jerusalén y éste
avanzó hasta El Cairo. No es sorprendente que Saladino eliminara la dinastía,
posteriormente, sin suscitar una gran oposición en Egipto.
Ya anteriormente, el poder califal había soportado* fuertes ataques de los visi­
res, que en un primer momento habían sido los ejecutores de la política de los
califas; pero en la segunda mitad del siglo xi, bajo el califato de Al-Mustansir,
la llegada al visirato de Badr al-Djamáli transformó las condiciones del ejercicio
de esta función. En efecto, debido a las circunstancias, Badr al-Djamáli fue dota­
do de plenos poderes: de simple jefe de los ejércitos fátimíes (amtr al-djuyúsh)
pasó a ser jefe de la administración civil, judicial y religiosa. Los visires que le
sucedieron se beneficiaron de la misma autoridad, que a menudo imponían al
califa reinante a la fuerza si era preciso; pero, a consecuencia de la disolución
del poder califal y de las rivalidades que se produjeron en la corte y en el seno
del gobierno fátimí, el destino de los visires fue a menudo trágico, y a medida
que transcurría el siglo x i i la inestabilidad de los visires prevaleció al mismo tiem­
po que crecía la anarquía del régimen. Hecho destacable en un Estado tan mar­
cado en sus orígenes por el Islam, varios de los visires fueron cristianos o antiguos
cristianos (particularmente armenios) convertidos al Islam. Hay que ver en esto,
en los primeros años de la dinastía en Egipto, una prueba de apertura hacia cate­
gorías de la población egipcia más capaces aue los musulmanes sunníes de coope­
rar con las autoridades gubernamentales. Estas se apoyaban en una administra­
ción muy centralizada, jerarquizada, dependiente, según los períodos, del califa
o del visir, y que, rival de la administración cabbásí, ha podido ser considerada
como un modelo en su género. Los cristianos y los judíos estaban ampliamente
representados en ella y manifestaban una gran lealtad hacia un régimen que les
aportaba satisfacciones materiales y morales.
Asimismo, los califas fátimíes recurrieron a mercenarios no árabes para cons­
tituir su guardia personal e incluso una parte de su ejército, que fue un privilegia­
do del Estado fátimí. Pero, en el siglo xii, dándose cuenta de su importancia,
este ejército ejerció una presión cada vez más fuerte sobre el califa, el visir o las
diversas delegaciones de la administración; más tarde los diferentes elementos de
este ejército (bereberes, turcos, sudaneses) se enfrentaron unos contra otros para
poder asegurarse el control del régimen, que no lo resistiría.
Los seldjúqíes representan un sistema totalmente diferente. Aunque son mu­
sulmanes y aplican en su Estado los principios de la shar^a (la ley musulmana),
son, sobre todo, herederos de las tradiciones turcas a las que se han superpuesto
elementos iranios y árabes. El rasgo dominante de la dinastía es la concentración
de los poderes militares y civiles en manos de miembros de la familia: ésta reco­
noce como jefe al primogénito, a quien corresponde el título de sultán y la labor
de dirección general de los asuntos del Estado; pero atribuye las funciones impor­
tantes del ejército y de la administración civil a sus hermanos, tíos, sobrinos. Este
sistema prevalecería si a la cabeza de la familia se encontraba una personalidad
de envergadura que diera pruebas de autoridad y de dinamismo ofensivo: las con­
quistas permitían satisfacer los apetitos eventuales de los parientes próximos o
lejanos concediéndoles una parcela de poder sin que la unidad del Estado se viera
amenazada; se trataba de una especie de «infantazgos» (apanages) familiares que
contenía en sí misma los gérmenes de la destrucción del Estado seldjüqí. En efec­
to, desde finales del siglo xi vemos cómo se multiplican los pequeños principados
en el Alto Iraq, en Djazira y en el norte de Siria. Sometidos en principio a la
autoridad de un príncipe seldjüqí, están de hecho gobernados por los átdbegs,
preceptores de los jóvenes príncipes, que poco a poco se van atribuyendo el po­
der real: la disolución del sultanato seldjüqí del Irán, Iraq y del norte de Siria
sería consecuencia de este fenómeno. Sin embargo, el sultanato seldjüqí del Asia
Menor se libraría de esta desintegración, aunque a finales del siglo x i i el sultán
Qilidj Arslán II al dividir el Estado entre sus hijos estuvo a punto de provocarla.
El Próximo Oriente partido en dos

Por otra parte, los seldjúqíes son musulmanes sunníes: los problemas teológi­
cos apenas Ies preocupan, pero conciben la religión como un elemento fundamen­
tal del Estado, elemento de gobierno, elemento de orden, elemento de morali­
dad; sólo reconocían el Islam ortodoxo y combatieron enérgicamente el shfísmo
ismá^lí. Su ortodoxia procede del Islam iranio, y particularmente de la «defini­
ción» de Ghazálí, pensador, filósofo, teólogo, que supo conciliar fe y razón pre­
sentándola de modo que satisficiera a los turcos seldjúqíes. Al igual que sus veci­
nos y rivales fátimíes, fueron muy tolerantes con los no musulmanes, cristianos
o judíos.
Otras características diferencian a fátimíes y seldjúqíes. El poder de los prime­
ros, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xi, se ejerce sobre poblacio­
nes esencialmente árabes, y secundariamente sobre minorías no árabes o no mu­
sulmanas; a partir de principios del siglo xi y sobre todo a partir de mediados de
este siglo, el Magrib se les va prácticamente de las manos y pasa, en su mayor
parte, a estar bajo el control de dinastías bereberes, a pesar de la invasión de
unas tribus árabes, llamadas hilálíes, procedentes de Egipto. Los seldjúqíes, al
contrario, dominan diversos pueblos, turco, iranio, kurdo, árabe, y más tarde ar­
menio y griego; estos pueblos son mayoritariamente musulmanes sunníes y por
lo tanto no hay oposición entre los dirigentes y las poblaciones sunníes. Aunque
existen algunos grupos no sunníes, como los nizáríes, los hashishiyyay los «asési-
nos», que son despiadadamente perseguidos, y cristianos, muy minoritarios, hasta
el momento en el que los seldjúqíes ocupan el Asia Menor, las poblaciones mu­
sulmanas en conjunto reconocen como jefe al califa cabbásí. Éste, única autoridad
legítima, delega oñcialmente una parte de su poder en el sultán seldjúqí y por
consiguiente le confiere, mediante investidura, un carácter de legitimidad que le
permite ejercer una parte de poder: limitado primero a las cuestiones militares y
administrativas, este poder se extiende a los aspectos jurídicos y religiosos, apro­
vechándose de la lucha contra los fatimíes. La definición de las reglas seldjúqíes
que aparece en el Siydsat Námeh está basada tanto en el carácter temporal del
poder seldjúqí como en su carácter religioso que le ha sido cedido por el califa.
El peligro, que aparece a finales del siglo xi y más aún en el siglo xu, reside en
el sistema de repartición de responsabilidades entre los seldjúqíes: éste, al dismi­
nuir la autoridad del sultán, «gran seldjúqí» de Iraq, permite la aparición de otros
sultanes en Asia Menor, en el Jurásán, que, aunque reconocen de manera oficial
—pero teórica— al califa cabbásí como jefe religioso y al sultán de Bagdad como
jefe de la familia seldjúqí, utilizan estos argumentos para mostrarse como los re­
presentantes legítimos de aquellas dos personalidades, y en consecuencia atribuir­
se localmente todos los poderes: político, administrativo, jurídico y religioso.
También es posible que la diversidad étnica de los territorios dominados por los
seldjúqíes haya facilitado una división del poder político y la creación de estos
sultanatos: la unidad religiosa no era suficiente para mantener la unidad política.
Entre los fátimíes, el hecho de que el califa no sea el jefe espiritual de la in­
mensa mayoría de los habitantes, y que no haya conseguido atraerse la adhesión
de éstos, favoreció el desarrollo de la autoridad de los visires, detentores de un
poder político muy material, lejos de implicaciones religiosas. Los excesos de
ciertos visires y de sus agentes efectivos, los mercenarios, su laxismo ante los cru­
zados, facilitaron en el último tercio del siglo xii la recuperación del sunnismo
en el plano político y religioso y la reconciliación entre la autoridad dirigente y
la población. Al contrario que en el mundo seldjüqí, se asiste a una reunificación
del dominio sirio-egipcio con Saladino. Pero sería por poco tiempo.
El mundo mediterráneo y el Próximo Oriente conocieron en la segunda mitad
del siglo xi modificaciones comerciales importantes, cuyas causas son varias. Cau­
sas políticas: implantación de los fátimíes en Egipto y en Siria, reconquista del
norte de Siria por los bizantinos, principio de la fragmentación del califato cabbá-
sí, y trastornos que son consecuencia de la nueva presencia de los seldjüqíes y de
otras tribus en las orillas del mar Negro hasta las del mar de Aral. Causas propia­
mente comerciales: aparición de mercaderes italianos —presentes ya en Ifriqiyá —
en Egipto y pronto en las costas de Palestina y de Siria; entre fátimíes y anialfi-
tapos, seguidos inmediatamente por pisanos, por genoveses y por venecianos, se
establecen corrientes comerciales que pronto darán lugar a una presencia europea
permanente en el Oriente; intensificación también del papel de los mercaderes
judíos de Ifriqiyá y de Egipto, y, por último, control por parte de los fátimíes del
comercio efectuado con Sudán y el África Oriental. Causas accidentales: ruina
del puerto de Siráf, en el golfo Pérsico, destruido por un terremoto, cuando este
puerto era una escala hacia Basora y Bagdad y desempeñaba un importante papel
en las relaciones marítimas entre la India e Iraq; su destrucción y la aparición de
piratas en el golfo obligó, como hemos dicho anteriormente, a desviar una gran
parte del tráfico comercial hacia el mar Rojo y Egipto. Los problemas en el
Oriente cabbásí y la instauración de un régimen fuerte y estable en Egipto tam­
bién influyeron de alguna manera en estas transformaciones.
En el otro lado, en la parte septentrional del Próximo Oriente, desde el Asia
Menor hasta el Jurásán, seguían las luchas, bien internas como las de los griegos,
o bien por el poder o el dominio de una región; además, la llegada de las tribus
turcas y turcómanas transformó la vida cotidiana de las poblaciones locales: cam­
bios étnicos, modificaciones parciales de las actividades económicas tradicionales,
menor importancia de la capital del califato... Y todo esto repercutió en contra
de la ruta del golfo Pérsico-Irán-Iraq, aun cuando una parte del comercio carava­
nero seguía efectuándose a través de ella:
Sin afirmarlo de un modo absoluto, es posible que los sultanes seldjüqíes hu­
bieran previsto el restablecimiento del tráfico comercial en los territorios que
ellos controlaban hasta las salidas al Mediterráneo y al mar Negro: esto explica­
ría, además de los motivos políticos y religiosos, sus ataques contra los fátimíes
en Siria e incluso en Palestina, y contra los bizantinos en el Asia Menor oriental.
Pero la llegada de los cruzados y su establecimiento en los límites sirios y pales­
tinos y en una parte de las tierras interiores frustraron las intenciones de los seld­
jüqíes.
Cuando a finales del siglo xn los cruzados, vencidos, abandonaron la mayor
parte de sus posiciones, se restableció aparentemente la unidad musulmana: aun­
que Saladino y, posteriormente, los ayyübíes controlaron el poder en Siria y en
Egipto, Iraq y sobre todo Asia Menor se les escapan de las manos: durante medio
siglo cambió la situación del Próximo Oriente musulmán hasta la irrupción de los
mongoles, que de nuevo trastornó la situación. Las características de los siglos x
y xi se reproducen: la zona norte y la zona sur están separadas, e incluso, a veces,
en abierto conflicto, y esta situación durará hasta principios del siglo xvi, cuando
los sultanes otom anos restablecerán la unidad en el Próximo O riente musulmán.

La agresión cristiana

Cuando los cruzados llegan al Próximo O riente bizantino y musulmán, éste


vive divisiones y luchas internas: en Asia Menor, la estabilidad del poder al acce­
der al trono Alejo I Com neno termina con la anarquía de los años 1071-1081;
pero éste ha tenido que permitir la instalación de tribus turcas en la meseta de
A natolia, e incluso en la región costera del mar de Mármara: de este modo los
seldjúqíes de Sulaymán ibn Qutulmish, y posteriorm ente de Qilidj Arslán 1, ocu­
pan las principales ciudades de la ruta Nicea (Iznik)-Iconion (Qonya); los dánish-
mandíes, el triángulo Sivas-Kayseri-Malay; los artuqíes y los saltuqíes, el Asia
M enor oriental y sudoriental.
Estas tribus llegaron tras la victoria de Alp Arslán en Mantzikiert (Maláz-
gird), en 1071, frente al basileus Rom ano Diógenes; por etapas van avanzando
hacia el centro e incluso hacia el oeste, aprovechándose de la lucha por el trono
que hace estragos entre los griegos, apoyando, como lo hacen los seldjúqíes, a
uno de los candidatos, o instalando, como los dánishmandíes, su autoridad en
sustitución de los griegos. Después de la toma de poder de Alejo I, estas tribus
se benefician de circunstancias favorables: el basileus se encarga de la restaura­
ción del poder imperial, de la reorganización administrativa y militar del imperio
y de la lucha contra los intentos de invasión por el oeste de los normandos del
sur de Italia.
Las disputas entre los turcos contribuyen al debilitamiento de la potencia bi­
zantina. Sulaymán ibn Qutulmish quiere asegurarse la supremacía sobre todos los
seldjúqíes y lucha sin éxito contra su primo del Iraq; tras él, Qilidj Arslán renun­
cia a la expansión hacia el este, pero se opone violentamente a sus vecinos y ri­
vales dánishmandíes, que, por otra parte, están en conflicto perm anente con las
dinastías armenias de la región del alto Éufrates. Así se com prende el hecho de
que los cruzados al desembarcar en Asia Menor no encontraran una verdadera
oposición y que su paso por Nicea, Dorilea, Qonya, hasta las Puertas de Cilicia,
se efectuara en buenas condiciones.
La conquista de los cruzados de las principales ciudades de la costa siriopales-
tina, habiendo penetrado en Siria tras el largo cerco de A ntioquía (1098), se debe
también a las rivalidades que, poco antes, habían enfrentado a seldjúqíes y fáti­
míes en esta región (los fátimíes habían recuperado Jerusalén ante los turcos m e­
nos de un año antes de que los francos se apoderaran de ella), lo que de hecho
impidió cualquier alianza frente a los invasores. Los fátimíes enviaron incluso una
embajada a los francos en el momento del cerco de A ntioquía, y una embajada
franca se presentó en El Cairo. En este sentido, se ha hablado de un proyecto
que habría concedido Siria a los francos y Palestina a los fátimíes, proyecto poco
probable dado que la finalidad de los cruzados era otra y, por otra parte, que los
fátimíes acudían a suplicar y no a exigir. El éxito conseguido hasta entonces por
los cruzados no les habría llevado a tal avenencia; de cualquier modo, poco des­
pués de esta embajada los fátimíes se apoderaron de Jerusalén (agosto de 1098)
e intentaron ocupar todo el norte de Palestina, con la esperanza de m antener la
amenaza franca lo más lejos posible, al igual que la seldjúqí, siempre presente.
Este intento fracasó ya que en julio de 1099 los cruzados se apoderaron brutal­
mente de Jerusalén, y un poco más tarde ocuparon los puertos de la costa hasta
Jaffa, entre 1100 y 1120. La falta de unión entre los musulmanes en el Asia Me­
nor, en Siria y en Palestina favoreció a los francos. Pero en Asia M enor encontra­
ron también aliados, voluntarios o forzosos, en los Estados armenios de Cilicia y
del Taurus, cuyos soberanos se alian o se someten a ellos: el príncipe armenio
Thoros, soberano de Edesa, acude a Balduino de Boulogne para deshacerse de
los turcos; pero, finalmente, quien desaparece es él y Balduino funda entonces
el primer Estado cruzado de O riente, el condado de Edesa (marzo de 1098).
Así pues, los cruzados penetran en un Próximo O riente profundam ente divi­
dido a finales del siglo xi. Pero conviene destacar que los musulmanes, por su
parte, no fueron conscientes, al iniciarse esta expedición franca, de la importancia
de este tipo de invasiones: para ellos se trataba de un ataque de los cristianos del
N orte, a lo que ya estaban acostum brados sobre todo desde el siglo x, más aún
cuando entre los cristianos se hallaban los bizantinos, ya sea del Asia M enor o
de Antioquía. En un primer m omento creyeron que era una ofensiva pasajera y
limitada frente a la cual siempre se podrían concertar alianzas. A nte la p e rs e v e ­
rancia de los sitiadores en el cerco de A ntioquía, y sobre todo tras la invasión de
Siria y de Palestina y la posterior creación del reino de Jerusalén, descubrieron
la realidad. Pero ya era muy tarde para poder alejar el peligro franco.
Sin em bargo, desde los primeros años del siglo xn aparece una forma clara
de resistencia cuyas consecuencias a largo tiempo son irrefutables. Primero, fren­
te a la segunda oleada de cruzados en Asia M enor, se unen seldjúqíes y dánish-
mandíes para impedirles atravesar este país. De hecho, en agosto de 1101, los
lombardos son vencidos cerca de Amasia, un poco más tarde las tropas del conde
de Nevers son aplastadas cerca de Eregli, y lo mismo ocurre con los contingentes
de A quitania y de Baviera. La meseta central de Anatolia está defendida por los
turcos, y desde entonces los refuerzos hacia Tierra Santa sólo pueden llegar por
mar. Simultáneamente, los átábegs de Djazira y los seldjúqíes del Iraq se sienten
menos amenazados, mientras que el conde de Edesa, contra el cual sus vecinos
dánishmandíes llevan a cabo un continuo hostigamiento del que es víctima Bohe-
mundo de Antioquía, no puede esperar otro apoyo y refuerzo que el que le den
los estados cruzados de Tierra Santa. De este modo, en el Asia M enor, los turcos
musulmanes han hecho un frente común contra el invasor; pero, una vez supera­
do este peligro, em prenden de nuevo la lucha por establecer su hegemonía en la
meseta de Anatolia.
Por otra parte, en Siria, tras los primeros fracasos, los príncipes locales, seld­
júqíes o átábegs de A lepo, H am á, Homs (Hims) y Damasco, resisten cualquier
ataque de los francos. El largo cerco de Antioquía les ha dem ostrado que éstos
no eran tan invencibles como creían, y según las circunstancias, aliándose entre
ellos tem poralm ente frente a un ataque de los cruzados o, si era preciso, estable­
ciendo un pacto con ellos, consiguen preservar las principales ciudades del inte­
rior de Siria, proteger la ruta Alepo-Damasco-La Meca, y acudir, llegado el caso,
a Mosul y a Bagdad. Sin em bargo, se trata más de una política local oportunista
que de un movimiento general de oposición a los cruzados: la idea de guerra san­
ta está ausente de sus espíritus y cuando la ocasión se presenta se restablecen
relaciones de carácter comercial, sobre todo, entre musulmanes y mercaderes
francos.
Más al sur, los fátimíes han perdido Jerusalén y la mayor parte de Palestina,
pero finalmente se acomodan a la presencia de los latinos en esta región y a la
creación de los Estados de Tierra Santa. En efecto, por una parte éstos desvían
la atención de los seldjúqíes, y por otra constituyen una barrera entre turcos y
fátimíes. Estos últimos lo prefieren, ya que la situación interior de Egipto se ha
degradado sensiblemente y no desean en absoluto com batir con ningún adversa­
rio: de aquí el interés en m antener el statu quo con los francos. Además, al po­
seer una de las vías de acceso al océano índico, ofrecen a los mercaderes italianos
condiciones de comercio más beneficiosas, más directas y menos aleatorias que
las que pueden encontrar a través de Siria e Iraq.

La aventura de los latinos en Oriente

El episodio de la implantación latina en Palestina y en Siria sigue suscitando


interés en Occidente, aunque en la historia del Islam se reduce a un «paréntesis»,
cuyos efectos, a largo plazo, fueron prácticamente nulos. El interés de los histo­
riadores europeos, más allá de todo problem a teórico («la cruz contra la media
luna», una primera «colonización», etc.), es debido al carácter tan original de la
experiencia (im poner un tipo social a una población que lo ignora) y a la riqueza
del bagaje reglamentario que procede de ella: «importada» en estado puro, la
sociedad aristocrática de Occidente permaneció allí con su estructura inicia] (sin
las alteraciones experimentadas de un modo natural en el oeste), de manera que
la naturaleza exacta de los vínculos vasalláticos, de las prerrogativas reales, de
los procedimientos judiciales, se perciben mejor en el Livre du roiy las Assises de
Jérusalem, la Assise de la cour aux bourgeois, el Libro de Juan de Ibelín o la
Assise sur la ligesse que en la mayoría de libros sobre costumbres de Europa.
El primer aspecto, y el principal, concierne al núm ero de hombres. El retorno
de la mayor parte de los cruzados a sus casas, las pérdidas inevitables de la con­
quista hasta 1120, los fracasos de las expediciones de ayuda y también la escasa
presencia de elementos femeninos cristianos hicieron difícil el dominio franco sin
los paliativos que se fueron imponiendo poco a poco. En primer lugar la dificul­
tad era de orden militar: lo que se conoce sobre los efectivos guerreros instalados
en el lugar nos indica que habían 1.500-2.000 miembros de caballería pesada y
12.000-15.000 «sargentos». Estas tropas, efectivo irrisorio para controlar cerca de
80.000 km2, recibían el apoyo anual de peregrinos armados que acudían en cum ­
plimiento de su promesa, pero éstos generalm ente estaban poco habituados a las
tácticas locales y pasaban mucha sed y calor en sus arm aduras de hierro bajo el
sol. El desarrollo de cuerpos asalariados de indígenas armados, los «turcoples»,
palió de alguna manera la «oligantropía», la escasez de hombres, pero era un
sistema que estaba expuesto a las traiciones. La implantación de órdenes de m on­
jes-soldados (hospitalarios y templarios), a partir de 1112-1120, proporcionó gue­
rreros de élite, siempre disponibles, pero implacables hasta la obstinación y la
arrogancia. El mestizaje con los armenios, los griegos e incluso los sirios sólo se
podía producir en las ciudades, y en Occidente pronto despreciaron a estos «pou-
lains» (= partidarios de la coexistencia con los musulmanes) que llevaban túnica
y turbante y que eran más propensos a adaptarse a las circunstancias que a car­
gar. En definitiva, toda esta obra se basaba en la superioridad militar: esas em ­
bestidas espantosas a las que los orientales estaban poco acostum brados, esos sol­
dados-caparazón a los que las flechas no herían, esas enorm es fortalezas capaces
de albergar, de buen o mal grado, a todos los aldeanos reunidos, y cuyas ruinas
extraordinarias nos m uestran aún su poder: Krak de los Caballeros, Saona, Beau­
fort, M ontreal, Chastelblanc, etc. Aunque las rem ontas de caballos no fueran po­
sibles, las cisternas estuvieran vacías, o el calor les obligara a quitarse la cota de
mallas... los francos resistieron porque dominaban totalm ente el mar protegiendo
a su retaguardia y porque los segundones enviados a Siria para intentar la aven­
tura se revelaron a m enudo como excepcionales capitanes, como el norm ando
Tancredo y Balduino 1, antes de 1120, Foulques de Anjou y Raimundo de Trípoli
más adelante.
El peligro no residía sólo en el escaso número de efectivos, sino también en
la agresividad de estos hombres rapaces a los que la Iglesia les aseguraba su sal­
vación. Aunque sólo fue creado un «reino» en Jerusalén, en 1100, los «príncipes»
normandos de Antioquía o de Edesa, los «condes» tolosanos de Trípoli, poste­
riorm ente los de Poitiers o los de Provenza, y en el siglo xm los alemanes o los
de la Cham paña, se entregaron a incesantes rivalidades que, al ser expulsados
hacia la costa en el siglo xm , transfirieron a la ciudad. Allí, en los puertos en los
que las ciudades comerciales habían conseguido, como se ha dicho anteriorm ente,
privilegios y mercados (fundúg, fondaco), se trasladaron también las querellas ita­
lianas o catalanas. La intransigencia de unos y otros no sólo se ejercía entre ellos
mismos sino también respecto a otras minorías cristianas.
Sin em bargo, hay que señalar que los francos no encontraron en las poblacio­
nes cristianas de Siria y Palestina toda la ayuda y simpatía que esperaban; estas
poblaciones eran en su mayoría de rito ortodoxo, sobre todo en el norte de Siria,
y no estaban muy de acuerdo con el control sobre amplios dominios, espirituales
y materiales, que ejercía la Iglesia latina. La intolerancia de prelados y señores
de Occidente fomentó aún más esta antipatía y, en consecuencia, las alianzas fue­
ron poco frecuentes, salvo con los m aronitas, y tuvieron un carácter temporal o
incluso sim plem ente individual. De cualquier m anera, aunque episódicas, estas
relaciones entre francos y cristianos de O riente tuvieron para estos últimos dolo-
rosas consecuencias, ya que, tras la partida de los francos, los dirigentes musul­
manes castigaron a toda la comunidad cristiana por aquello que sólo habían co­
metido unos cuantos.
Estos sombríos aspectos no cesarán de ampliarse. Pero no hay que negar el
gran esfuerzo de aclimatación iniciado al menos en el siglo xii. Convencidos pron­
to de que no serían más que un puñado de jefes y, por otra parte, muy preocu­
pados por las «costumbres» como lo estaban en sus lugares de origen, los francos
se limitaron a cobrar los impuestos territoriales o públicos del régimen musulmán,
el diezmo (zakát), las tasas de aduana (dogana), los alquileres de la tierra; llam a­
ron a las aldeas «casales», pero dejaron que gobernara y juzgara el rcfis y el cadí,
como antes. Y se cree que, en el cam po, sus relaciones fueron muy superficiales
y por lo tanto poco agresivas con el campesinado. No intentaron nunca la conver­
sión ni la sustitución de derechos; sólo trasplantaron allí, y para su propio uso,
feudo, hom enaje, servicios diversos, con el rigor de las exigencias que justificaba
el clima guerrero, y una jerarquía feudal a la alemana o a la española, como se
quiera, en la que cada uno —rey, príncipe, conde, par, barón, vizconde, castella­
no, señor territorial— ocupaba su lugar. Situación conservadora, es verdad, pero
de hecho también conservatoria. La organización sólo fue profundam ente altera­
da en la ciudad, lo que explica que en el siglo xm el «reino de A cre», casi exclu­
sivamente urbano, tuviera bastantes problemas. En este sentido, fueron los italia­
nos, sobre todo, quienes introdujeron su experiencia de administración ciudadana"
en los establecimientos comerciales, la administración local por barrios (ruga, vi-
cus), la designación de «cónsules» o de «bailes» para cada com unidad, tribunales
comerciales especializados (fonde), etcétera.
No hay que exagerar, ya lo hemos dicho, la importancia de este injerto extran­
jero en el cuerpo del Islam. Ciertam ente para Europa significa la seguridad de
un acceso regular y prioritario al comercio oriental. Pero da la impresión de ser
una simple «boca de ventilación», de que lo esencial se fragua en Egipto o en
Asia M enor. Muy pronto, y bastante antes de la época de Saladino, las posesio­
nes territoriales, que por otra parte son poco im portantes para poder desem peñar
un papel militar decisivo en O riente, pasarán a ser secundarias dentro de las
preocupaciones de los mercaderes. Y esta será, sobre todo, la causa del fracaso
final de la conquista latina.

¿Salvó Saladino al Islam?

Los primeros intentos de resistencia ante la presencia de los francos en Siria


son debidos a problem as locales y a rivalidades entre territorios colindantes de
cristianos y musulmanes; Edesa, A ntioquía, A lepo, Mosul, Márdín y Damasco:
no se trata en absoluto de guerra santa, sino de querellas entre príncipes en las
que no se tiene en cuenta el origen ni la religión del eventual aliado. En los años
veinte del siglo xn todo el norte de Siria fue sacudido por ataques francos contra
las principales ciudades y, también, por las acciones violentas de los bátiníes, mu­
sulmanes heterodoxos ismácilíes, en Alepo y Damasco. A pesar de fracasos a ve­
ces sangrientos, como la famosa masacre del Ager sanguinis entre A lepo y A ntio­
quía en 1119, los francos consiguen asegurarse el control del golfo, desde Alejan-
dreta hasta el Sinaí: en esta península instalan bases, a lo largo del golfo de Eilat,
y también en Cisjordania, como el famoso Krak de Moab. Caravanas de m erca­
deres o de peregrinos están siempre a su merced. Y ¿qué decir de la botadura
de barcos corsarios en el mar Rojo, a partir de 1160, que llegan a atacar Djiddah,
el puerto de La Meca?
El emir de Mosul, cImád .al-Din Zengi, se propuso desde 1128 una doble ac­
ción: reconquistar a los francos los territorios del norte de Siria y hacer prevalecer
la ortodoxia sunní sobre el shfísm o en esta región. Recuperando el honor de la
lucha contra los enemigos de la verdadera fe, Zengi revitalizó el concepto de
djihád (‘guerra santa'), sin que, sin em bargo, este concepto haya conocido nunca,
mientras él vivió, una repercusión muy clara en las conciencias musulmanas: esto
es debido a que las acciones de Zengí fueron muy diversas y dispersas, y a que
sus contem poráneos no pudieron descubrir en él una línea de conducta bien d e­
finida. La eliminación de los shHes y de los bátiníes de A lepo, e indirectam ente
de Damasco, le aseguró la adhesión de numerosos musulmanes, pero su rigor a
veces excesivo le impidió aliarse a los de Damasco, que, al contrario, se acerca­
ron más a los francos de Jerusalén. Por otra parte, la recuperación de Edesa en
diciembre de 1144 fue considerada, en el mundo musulmán, como un primer paso
verdaderam ente im portante en la lucha contra los latinos. Recíprocam ente, la
caída de Edesa dem ostró a los latinos la fragilidad de su establecimiento en
O riente, fragilidad debida a una implantación de hombres muy restringida y, tam ­
bién, al entorno hostil, griego o árabe, que, tras la sorpresa inicial, contraatacó
enérgicamente. Era necesario un refuerzo para los cruzados de Oriente: la E u ro ­
pa cristiana debía mostrar su fuerza y su voluntad. Por este motivo en la segunda
chuzada predicada por san Bernardo de Clairvaux participan reyes. Al djihád m u­
sulmán los cristianos responden con la guerra santa: pero esta guerra (1147-1149)
no tuvo el mismo éxito que la prim era cruzada y sus resultados fueron apenas
destacables.
Así, una nueva situación aparece en O riente, donde, desde entonces, los fran­
cos están a la defensiva en el norte y en el centro de Siria, y donde los musulma­
nes, bajo el impulso de NQr al-Dín, hijo y sucesor de Zengí, se unirán poco a
poco desde Mosul a Damasco: tarea minuciosa en la que Núr al-Dín prosigue la
obra de su padre, com batiendo a la vez a los heréticos musulmanes y a los cristia­
nos latinos y obligando a los emires turcos, kurdos o árabes de Djazira y de Siria
a reconocer su autoridad. Desde 1146, fecha de su acceso al poder, hasta 1174,
fecha de su m uerte, Núr al-Dín representó al creyente musulmán por excelencia,
no sólo porque supo desarrollar y hacer efectivo el espíritu de djihád contra los
francos, sino también porque su acción contribuyó, por una parte, a aniquilar el
shFismo en Siria y reforzar el sunnismo, sobre todo promoviendo centros de re­
flexión y de difusión de la ortodoxia musulmana y, por otra, a marginar y aislar
a los fátimíes de Egipto, por haber concluido una alianza con los latinos de Jeru ­
salén. Núr al-Dín fue reconocido como el jefe y el protector de los musulmanes,
lo que tuvo como consecuencia inmediata la unión de éstos bajo su autoridad y
como consecuencias más lejanas la eliminación de los fátimíes y por tanto la rein­
serción de Egipto en el conjunto de los países musulmanes ortodoxos del Próximo
O riente, y, por último, la destrucción del reino franco de Jerusalén. El artífice
de estas últimas empresas fue Saláh al-Dín ben Ayyúb, el Saladino de la historio­
grafía occidental.
A mediados del siglo xn Egipto aparece, efectivamente, como uno de los ele­
mentos esenciales del Próximo O riente: a las tentativas, infructuosas, del visir Ta-
lá*i contra el reino de Jerusalén suceden negociaciones con enviados de Núr al-
D ín, del basileus M anuel 1, del rey Balduino III. En realidad, fue la degradación
de la situación política interna de Egipto lo que favoreció el proceso final: las
querellas entre visires, las intervenciones anárquicas de diversos elementos del
ejército, los conflictos, las revueltas en varias provincias, llevan a Núr al-Dín y
al nuevo rey de Jerusalén Am aury I a pretender incluir Egipto en sus áreas res­
pectivas. A dos expediciciones de Am aury en 1161 y 1162, sin éxito, sigue un
ataque llevado a cabo por el em ir kurdo ShírkÚh en 1164, actuando en nom bre
Las conquistas de Saiadino
de Núr al-Dín a petición de un antiguo visir, Sháwar, refugiado en Damasco.
Éste, una vez restablecido en su puesto, se niega a cumplir las promesas hechas
a Nür al-Dín y pide ayuda a Amaury. Tras una primera intervención en julio
de 1164, tiene lugar una segunda intervención en 1167 con ayuda de los griegos,
consecuencia de la invasión de las tropas de ShírkOh; pero, finalmente, los dos
adversarios se retiran. Un nuevo ataque de Amaury en 1168 provoca la reacción
de NQr al-Dín y de Shírkúh; a pesar de una inteligente política de equilibrio
y de promesas, Sháwar es eliminado en beneficio de Shírkúh, quien anterior­
mente había obligado a los francos a retirarse en enero de 1169. El nuevo visir
se une al califa fátimí, pero poco después su muerte permitió a su sobrino Saláh
al-Dín (Saladino) el acceso al visirato y al mando del ejército. Éste resistió dos
ataques de Amaury y finalmente, tras la muerte del califa fátimí Al-cAdid, res­
tableció en El Cairo la ortodoxia sunní y la jutba fue pronunciada en nombre
del califa cabbásí en septiembre de 1171. Hasta la muerte de Núr al-Dín (1174),
las relaciones entre él y Saladino, primero correctas, se enconaron ya que este
último quería independizarse en Egipto y en las regiones que bordean el mar
Rojo: las preocupaciones económicas le llevaron a seguir esta política.
La muerte de Núr al-Dín y las querellas sucesorias favorecen la intervención
de Saladino en Siria y en Djazira, pero hasta finales de 1180 no recibe del califa
la investidura oficial y se convierte, no sin oposiciones locales, en el verdadero
jefe del Próximo O riente, consiguiendo así la unión deseada por Núr al-Dín.
Por otra parte, la situación de los latinos se ha degradado profundamente: a las
insubordinaciones de tal o cual belicoso «barón» se añaden la impotencia del
rey de Jerusalén Balduino IV, impedido por enfermedad, las agudas envidias
entre familias guerreras y el doble juego de los em peradores bizantinos, prác­
ticamente reinstalados en Antioquía y en Cilicia desde 1137-1159, que codician
Egipto y mantienen con los armenios o los turcos sutiles intrigas, provocando
a la vez a los italianos que, por sus ambiciones, están muy preocupados en O c­
cidente. En 1187, tras derrotar en Hattín al ejército franco, Saladino recupera
Jerusalén y la costa, salvo algunos puntos como Antioquía, Tiro o Ascalón.
La unión se completa con la incorporación de Palestina al territorio ayyúbí.
Una tercera cruzada (1190-1192) permite a los francos recuperar una parte de
la costa palestina, desde Tiro a Jaffa, pero en realidad consagra el triunfo de
Saladino, el fin prácticamente del reino de Tierra Santa y la realidad del reino
ayyúbí que se extiende por la Alta Mesopotamia, Siria, Palestina y Egipto, que
constituye una unidad política reforzada por la unidad religiosa, habiendo el
sunnismo suplantado definitivamente al shftsm o. Esta unidad no ha sido obra
de los árabes, sino de los turcos y de los kurdos, que han estado al frente del
com bate militar, político y religioso: el poder propiam ente «árabe» desaparece
de este modo por varios siglos en el Próximo O riente.
La captura de Jerusalén, la desaparición del cisma del Islam oriental, la li­
beración del mar Rojo, la recuperación de las entradas de oro y esclavos por
el M editerráneo y de los vínculos con África del Norte son un balance des-
tacable de la acción de Saladino. Y, sin embargo, en el momento de su muer­
te, en 1193, se pone en duda la continuidad de estos éxitos: el califa ha roto
con el sultán de Egipto, las salidas marítimas permanecen en manos de los cris­
tianos, los turcos no se han unido, y se esbozan ya vías de tránsito desde Ex­
tremo O riente a Europa, a través de Anatolia y el Turkestán, que marginan a
Egipto.
En efecto, en un primer momento se constituye otra unidad musulmana, en
el Asia M enor, en detrim ento del Imperio bizantino, del em irato ddnishmandí y
de las tribus turcóm anas, y en beneficio de los turcos seldjúqíes: el sultán Qilidj
Arslán II triunfa sobre su rival ddnishmandí (1164-1174) y sobre todo inflige la
dura derrota de Myriokefalón al basileus Manuel en noviembre de 1176. Esta re­
petición de la batalla de Mantzikiert anula toda esperanza de reconquista de terri­
torios en el Asia M enor por parte de los bizantinos, reafirma la autoridad del
seldjükí en toda la meseta central y consagra la instauración del poder político y
religioso del sultanato seldjüqí de Qonya. La obra turca es ya una realidad hasta
tal punto que un cronista de la tercera cruzada dio el nombre de «Turchia» al
Asia M enor seldjüqí. De este modo, a finales del siglo x i i , el Próximo O riente
musulmán conoce una evolución irreversible y consagra el desarrollo y la victoria
de nuevos pueblos.

¿ H a y m o t iv o s p a r a e s p e r a r ?

El fracaso en la conquista de Bagdad y en el derrocam iento del califato cabbá-


sí tuvo consecuencias políticas y económicas directas. En principio, el califa fáti-
mí, Al-M ustansir, vio su autoridad fuertem ente reducida y tuvo que recurrir a un
hombre fuerte, el visir Badr al-Djamáll, para restaurar el prestigio del Estado:
esta medida inauguró un período en el que el poder efectivo estaba en manos de
los visires, situación com parable a la del régimen cabbásí un siglo antes. Posterior­
m ente, para poder em prender la expedición al Iraq, Al-Mustansir vació las arcas
del tesoro, al mismo tiempo que el ejército soportaba querellas internas y suble­
vaciones entre las tropas turcas y sudanesas y que una espantosa carestía se abatía
sobre Egipto durante varios años.

Un Egipto próspero, pivote del comercio oriental en el siglo xi i

Badr al-Djaniálí, que además del título de visir posee el de A m tr al-Djuyüsh


(‘com andante del ejército*), introduce en el Estado fátimí nuevas ideas, en prim er
lugar porque la personalidad del visir suplanta a la del califa y concentra los po­
deres militar, civil e incluso religioso. Además, Al-Djamáli, de origen arm enio y
antiguo esclavo de un emir sirio, constituye para sí mismo una guardia armenia
(cristiana) que le permite afirmar su autoridad, sobre todo frente a varios elem en­
tos del ejército, eliminando a los más conflictivos (sudaneses o turcos) o envián­
dolos de nuevo a Ifriqiyá (bereberes); mientras, el califa es prácticamente ence­
rrado en el palacio real y no sale de él más que en ocasión de ceremonias de
gran pompa.
La centralización del poder, que ya era evidente con los primeros califas fá­
timíes de El Cairo, se acentúa pues con Badr al-Djamálí y sus sucesores: ios go­
biernos provinciales dependen estrecham ente de El Cairo, donde los diw&ns ges­
tionan la vida administrativa y financiera del país desde el palacio del visir o del
califa, y los agentes civiles o militares son alineados en una determ inada jerar­
quía, cuya categoría se manifiesta en la paga, las insignias indumentarias y el lu­
gar que ocupan en las ceremonias. Estos funcionarios, que en su mayoría residen
en El Cairo, son a la vez un apoyo y un peligro interno para el gobierno fátimí,
ya que las rivalidades a veces son feroces y la aspiración a cargos im portantes y
bien pagados o a la protección del visir provoca envidia y conflictos. Sin em bargo,
tanto con Badr al-Djamáli como con sus sucesores Al-Afdal y Al-Ma3mOn, la au­
toridad del visir no fue discutida, sino reforzada, ya que la vida social y económ i­
ca conoció un período eufórico.
Si con el califa A l-Hákim, a principios del siglo xi, y un poco más tarde bajo
el visirato de Yázúrí, los cristianos fueron objeto de vejaciones, a partir de Badr
al-Djamáli las condiciones de los no musulmanes vuelven a ser normales. Y no
sólo los cristianos son em pleados como funcionarios del gobierno, algunos de los
cuales consiguen funciones im portantes (como el monje copto A bú Nadjáh que
en 1129 es consejero del califa Al-Ám ir, el cual había eliminado al califa Al-M a5-
mún) y se sabe que otros visires fueron cristianos; también parece que algunos
judíos nombrados visires se convirtieron al Islam. Cristianos y judíos partici­
paron activamente en el renacer económico, y, por su parte, el gobierno, sobre
todo durante los visiratos de Al-Afdal y AI-Ma3mÚn que favorecieron la celebra­
ción de fiestas religiosas e instituyeron ceremonias, consagró créditos oficiales
para fiestas cristianas y para la restauración o construcción de iglesias y m onaste­
rios. Esta política liberal con los cristianos implica una lenta asimilación, y en
esta época, en los siglos xi-xu, se perciben progresos sensibles en la arabización,
debido a que los árabes son probablem ente mayoritarios en la población, y la
regresión de la lengua copta que tiende a convertirse esencialmente en una lengua
litúrgica.
Si hubo, a mediados del siglo xi, una reacción anticristiana, en la época del
visir Ridwán ibn Walajashí, en la que se tomaron medidas severas (expulsión de
la administración, confiscación de bienes e incluso ejecuciones), esta política no
fue duradera y hasta el final de la dinastía la comunidad cristiana y la comunidad
judía no sufrieron directam ente graves perjuicios: aunque sí hubo dificultades
como consecuencia del desorden político que afectó a El Cairo y que llevó final­
mente a Saladino a tomar el poder.
A unque la situación de la vida económica de Egipto, antes de la llegada de
Badr al-Djamálí, no era muy buena, las medidas tomadas por el visir contribuye­
ron a mejorarla rápidam ente. No sólo restauró el orden, sino que también se
ganó la confianza de los campesinos rebajándoles los impuestos durante tres años
y pidiendo prestado a los comerciantes —no confiscando— cantidades de dinero
que se com prom etió a devolver. La recuperación de la seguridad favoreció a la
producción y al comercio, y también al rendim iento de los impuesto? y tasas, y,
como consecuencia, posibilitó un gran esfuerzo de construcción y un gran esfuer­
zo artístico que se manifestó sobre todo en la nueva ciudad de El Cairo. Hay que
señalar que la degradación política del siglo xii no perturbó sensiblemente el de­
sarrollo económico, ni siquiera cuando circunstancias externas llevaron a la ruina
a manufacturas de tejidos de Tanis y de D am ieta, en el delta del Nilo, que luego
fueron trasladadas a Fustát y a El Cairo. En relación al régimen de las tierras
disponemos de poca documentación. Podemos, sin em bargo, señalar que el régi­
men de los impuestos tradicionales (jarádj, diezmo) de los cabbásíes permaneció
vigente con los fátimíes. Es posible que las fundaciones piadosas ( waqf) se hayan
generalizado más que antes, ya que se han creado instituciones y edificios religio­
sos a los que se dedican los ingresos de estas fundaciones: pero estos ingresos
proceden esencialmente de recursos urbanos (tiendas, mercados, baños, etc.). El
régimen de la ciqtác está establecido bajo un estricto control del Estado.
En el aspecto agrario, Egipto no parece haber conocido otra catástrofe natural
como la de los años 1062-1069, y a partir de entonces la producción agrícola fue
regular y abundante, permitiendo un abastecimiento suficiente para los habitantes
y los talleres y proporcionando al gobierno, a través de los impuestos y otras
exacciones, im portantes recursos. Los principales productos obtenidos son el tri­
go, la cebada, las legumbres (sobre todo habas), la caña de azúcar, forraje, y,
entre las plantas industriales, el lino y el algodón. La madera es escasa y de mala
calidad, y por lo tanto había que importarla de Occidente por mediación de las
ciudades comerciales italianas, sobre todo para poder construir navios. O tra fuen­
te de riqueza es el oro procedente de Nubia que los buscadores llevan a Fustát,
a la casa de la moneda, que en 1122 será sustituida por la casa de la moneda de
El Cairo: de este modo, la moneda egipcia ha conservado una garantía de valor
que se ha mantenido con los ayyúbíes cuando Saladino activó las relaciones con
Abisinia o el Chad.
El gobierno ejerce un estricto control sobre los gremios, como se hace eviden­
te en los talleres textiles: percibe tasas importantes sobre los productos destinados
a la exportación. Según Muqaddasí:

Las tasas son especialmente gravosas en Tanis y en Damieta. Ningún copto puede
tejer una pieza de tela en Shata sin que sea sellada por el gobierno, no puede ser
vendida si no es por agentes reconocidos por el Estado, uno de los cuales lleva el
registro de las piezas vendidas. Cada pieza es confiada a un empleado que la enrolla,
otro que la sujeta con fibra de palmera, un tercero que la pone en una caja, y por
último, otro que ata la caja, y cada uno de estos empleados percibe un tributo. A
la salida hay que pagar otra tasa. Todas esas tasas están controladas por la firma de
cada uno de estos empleados sobre la caja y son verificadas por inspectores a bordo
de los navios que están a punto de salir.

O tros productos de la industria egipcia fátimí adquirieron una gran reputación:


objetos de marfil, de cristal de roca, de alfarería, de cuero, dieron lugar a un
comercio de exportación.
Los fátimíes ya habían mantenido buenas relaciones comerciales con varios
puertos y ciudades italianas cuando estaban establecidos en Ifriqiyá; éstas se con­
servaron tras el traslado a Egipto y es muy probable que los mercaderes y artesa­
nos judíos colaboraran en estas actividades comerciales como muestra claramente
la documentación de la Genizá depositada en la sinagoga de los Palestinos de El
Cairo, recientem ente descubierta y estudiada. Estos documentos muestran el pa­
pel desempeñado por los judíos magrebíes introducidos desde finales del siglo x
en el comercio mediterráneo occidental de El Cairo, y también el papel desem pe­
ñado por los musulmanes magrebíes que extendieron las relaciones egipcias hacia
Arabia y la India a partir del siglo xi.
Esta expansión del comercio hacia el océano índico está en relación con la
política anticabbásí de los fátimíes y con la política de desarrollo agrícola e indus­
trial que fue llevada a cabo en esta época, con la construcción de una flota des­
tinada a recorrer el mar Rojo y las costas del África oriental. Poco a poco el
comercio por el mar Rojo va sustituyendo al del golfo Pérsico, sobre todo tenien­
do en cuenta que el mundo cabbásí sufre bastantes trastornos. En cAydháb y Qu-
sayr se crean puertos comerciales, el control del Yemen permite la utilización de
las facultades y de las relaciones yemeníes en materia de navegación, y, como ya
lo hemos visto, Egipto se convierte en un mercado y un depósito comercial entre
el mundo del océano índico y el del M editerráneo. En el último cuarto del siglo
x i i aparece por primera vez el nombre de los mercaderes karim(esy especialistas
en el comercio por el mar Rojo y por el océano índico occidental, cuyo apogeo
tiene lugar con los ayyúbíes.
Esta política de expansión comercial afecta las costas del África oriental y
ptonto también las del Sind, G udejerat, Beluchistán, la India, y adquiere la for­
ma de una política de expansión religiosa ya que algunos mercaderes musulmanes
egipcios también son misioneros y propagandistas del shffsm o o recorren los paí­
ses del océano índico acompañados de misioneros shFíes. Esta instalación de
mercaderes árabes en las costas del océano índico benefició, en primer lugar, a
los fátimíes que convirtieron Egipto en la base más importante entre O riente y
Occidente: percibían por las mercancías, que generalmente son caras, gravosas
tasas, tanto al entrar como al salir. La salida de productos se efectuaba sobre
todo en A lejandría, desde donde los mercaderes italianos, amalfitanos, venecia­
nos, písanos, se encaminaban hacia O riente: a cambio de azúcar, telas, especias,
productos de África y de la India, proporcionaban m adera, hierro, e incluso tri­
go, según la dem anda. Este comercio empezó a desarrollarse en el reinado del
califa Al-Mustansir y esto explica los gastos fastuosos, las construcciones que el
califa promovió y que fueron la admiración de los viajeros de aquella época, so­
bre todo del persa Nasír-i Jusraw.
De hecho, El Cairo y Fustát rebosan de riquezas en este momento, enrique­
ciendo a los califas, pero también a un gran número de funcionarios, mercaderes
y artesanos de todas clases. Las construcciones se multiplican: El Cairo se con­
vierte en una verdadera capital y eclipsa a Bagdad y las ciudades de Siria; el afán
de lujo de los califas hace desarrollar todo lo que se relaciona con el arte y lo
que ha sido denom inado arte fátimí se extendió por todo el mundo musulmán.
La construcción de las mezquitas de Al-Hákim y de Al-Azhar es una muestra de
la particular evolución que se manifiesta tanto en el arte monumental como en
la decoración. Por una parte, los fátimíes recurrieron al arte cabbásf del período
de Samarra, como por ejemplo en la utilización de alminares circulares con pisos
degradados. Por otra parte, también se sirvieron ampliamente del fondo artístico
local, especialmente del de los coptos: a éstos hay que atribuir la adopción de
una iconografía figurativa, cortejos de animales, de personajes, escenas de caza,
de orgías, de danzas. Los paneles de madera o de marfil, lo que se sabe de las
telas, de la cerámica, de los bronces, muestran un alto desarrollo en la técnica y
son, también, el símbolo de una prosperidad que adm iraba a los viajeros musul­
manes.
Esta abundancia de riquezas exigía un gobierno fuerte y constante en el ejer­
cicio de su poder; pero la debilidad o la incapacidad de los califas del siglo xii y
las rivalidades entre visires dieron paso a los conflictos internos, a las reivindica­
ciones y a las exigencias de los mercenarios. La lucha por el poder beneficiará a
Saladino y a sus sucesores, aunque su interés por m antener la unidad no evitará
que el Egipto ayyúbí se diferencie claramente de Siria y que sea una evidente
continuación del Egipto fátimí.

Egipto se detiene: los ayyúbíes en dificultad

Sucesores de los zengíes y, más rem otam ente, de los seldjúqíes, Saladino y
los soberanos que le sucedieron en Siria y en Egipto aportaron a estos dos países
sensibles cambios políticos, sociales y económicos. El principal fue, sin duda, el
tipo de régimen instituido por Saladino, que introdujo un sistema hereditario,
concepción familiar del poder, bajo la autoridad de uno de los miembros de esta
familia reconocido como em ir supremo y a veces con el título de sultán. Esta
concepción podía llevar a la disgregación de los territorios unidos por Saladino;
sin em bargo, un sentimiento de solidaridad prevalecía y, aunque estallaron que­
rellas de poca importancia, siempre había un miembro de la familia ayyúbí (Al-
Malik al-cÁdil, Al-Malik al-Kámil, Al-Ayyúb, por ejemplo) que restauraba la
unidad familiar. Y, sin em bargo, este sistema hereditario que concedió varias
provincias del Estado a parientes próximos, también significó la creación de otros
pequeños sistemas hereditarios de privilegios, y posteriorm ente, al constituirse el
ejército en la fuerza de apoyo de los príncipes ayyúbíes, se concedieron ciqtács a
militares. No obstante, este sistema no sería aplicado en Egipto.
Los seldjúqíes habían desarrollado especialmente la concesión de ciqtács me­
diante la asignación de los ingresos que produce una tierra a un concesionario
(muqtaf), generalm ente un militar. La necesidad de asegurarse la fidelidad del
ejército hizo que, sobre todo a finales de la dinastía, se multiplicaran las ciqtács
o incluso que aum entaran, del tal manera que era difícil distinguirlas del sistema
de privilegios hereditarios; más adelante, los zengíes, aunque sin proclamarlo ofi­
cialm ente, adm itieron el derecho a la transmisión hereditaria de los ostentadores
de ciqtács, cuando en teoría sólo eran concedidas a título personal y vitalicio. El
sistema de la ciqtác se fue extendiendo porque la situación en Siria, a causa de la
presencia de los francos, obligaba a los ayyúbíes a m antener un ejército fuerte.
Sin em bargo, este sistema permaneció bajo el control del díwán al djuyúsh (ofici­
na del ejército), tanto en lo que se refiere a las concesiones como a la percepción
de los ingresos en metálico y en especie que debía el muqtac; unos funcionarios
de este díwán se encargaban expresam ente del catastro necesario para determ inar
las ciqtács. Adem ás, el concesionario debía m antener a cuenta de los ingresos de
su ciqtácy y según su importancia, un cierto número de soldados (10, 20, 100,
etc.). En Egipto este sistema, que existía ya con los fátimíes aunque de un modo
muy flexible, no tuvo la misma importancia que en Siria y fue sometido a un
estricto control administrativo y financiero del Estado que, sin em bargo, conser­
vaba la propiedad de más de la mitad del territorio.
Este control exigía un considerable personal administrativo: fueron los coptos
quienes ocuparon la mayoría de los cargos en todos los niveles de la jerarquía,
mientras que los armenios perdían el papel preem inente que tuvieron con los fá-
timíes. Los gobiernos de los príncipes ayyúbíes fueron tolerantes con las poblacio­
nes no musulmanas, cristianas y judías, tanto en Siria como en Egipto; en esta
última provincia el shffsm o desapareció prácticamente con el último califa fátimí
y se reintegraron en la com unidad sunní. El mismo Saladino era muy piadoso y
respetuoso con las leyes musulmanas tradicionales: hizo derogar todas las dispo­
siciones consideradas contrarias al derecho musulmán, lo que le aportó algunos
problemas. Bajo su reinado y en el de sus sucesores, se fomentó el desarrollo de
las madrasas, es decir de los establecimientos de enseñanza religiosa y jurídica en
los que se formaba el personal jurídico-religioso y administrativo; este desarrollo
fue muy im portante en Siria y en Djazira, pero no tanto en Egipto. En cuanto
al ejército, com puesto sobre todo por turcos y kurdos, carecía de unidad, lo que
agravó aún más la rivalidad entre príncipes: poco a poco este ejército adquiere
caracteres turcos, sobre todo en Egipto donde Al-Malik al-Kámil realizó recluta­
mientos masivos de esclavos de origen turco (los mamelucos) que en 1249 se
adueñarán del poder y colocarán a la cabeza a uno de ellos, cIzz al-dín Aybeg,
iniciando de este modo el régimen conocido con el nombre de sultanato de los
mamelucos que gobernará Egipto hasta 1517.
Esta desaparición casi accidental, o en todo caso rápida, de la dinastía es una
muestra de la relativa esclerosis que afectaba Egipto a principios del siglo xm.
Ciertam ente también hay que tener en cuenta las dificultades militares que con­
centraban la atención y los recursos de los sultanes. Ya hemos dicho anteriorm en­
te que el hecho de que las posesiones latinas se redujeran a unas cuantas escalas
—aunque pronto apoyadas por Chipre y por las posesiones del E geo— no solu­
cionaba de una vez para siempre el problema militar de la presencia franca. Al
contrario, desde entonces Egipto es el punto de mira de los occidentales. Y esto
no lo ignoran en El Cairo, donde la política que prevalece es la de la condescen­
dencia y el entendim iento. Los beneficios obtenidos del comercio, cuya im portan­
cia ya veremos más adelante, com pensaban los sacrificios; las treguas y los trata­
dos comerciales se multiplicaron en 1198, 1203, 1215. Cuando los cristianos del
«rey de Jerusalén», es decir, de San Juan de Acre, Juan de Brienne, atacaron
D am ieta en 1217, Al-Kámil propuso la restitución de la Ciudad Santa; pero se
libró de este compromiso porque el ofuscamiento de los cruzados los lanzó al
Nilo en plena crecida (1221). La oferta fue, sin em bargo, aceptada en 1229 por
el alemán Federico 11, em perador islamófilo y arabófono por otra parte. Esta
concesión exorbitante está también motivada por el constante peligro en Siria,
no sólo por las querellas entre príncipes ayyúbíes o por los ataques francos, por
ejemplo entre 1239-1241, sino también por la presión de las bandas jwarizmíes
que piratean el litoral y saquean Jerusalén en 1244. El asalto llevado a cabo por
Luis IX desde Chipre hacia el delta en 1248 amenazó más gravemente a Egipto.
Sin duda, de nuevo, la imprudencia de los cruzados termina en M ansúra, en di­
ciembre de 1249, con un fracaso agravado por la captura del rey. Es evidente
que los sultanes han dejado actuar a sus mercenarios, entre ellos a Baybars, que
inició una brillante carrera que le llevaría más tarde (1260) al sultanato y a la
reconquista de Palestina y Antioquía. En una coyuntura de alerta constante no
es extraño que los mamelucos se hicieran con el poder.
Esto no significa en absoluto que el prestigio personal de los sultanes se haya
visto afectado. Siguen estando am pliamente apoyados por la opinión pública
egipcia, pacifista de buen grado. Los ayyubíes fomentan el movimiento religioso
súfl (especialmente en Siria y en el A lto Egipto) que induce a un misticismo de
aislamiento y de sumisión. Surgen numerosos conventos (khánaq&h), lejano eco
del monaquismo oriental en sus primeros siglos. Por otra parte, el desarrollo de
las madrasas prosigue: A lepo, Damasco, más que El Cairo, sustituyen a Bagdad
como foco de cultura. En este sentido se continúa el movimiento cabbásí, pero
el arte decorativo se relaciona más con la tradición fátimí: escenas de animales,
numerosas inscripciones kúficas, proliferación de la decoración floral.

Una estabilidad económica que se mantiene

En el aspecto económico, el Egipto ayyúbí parece haber conservado am plia­


mente las costumbres de la época fátimí, y quizás incluso anteriores, en lo que
se refiere a la fiscalidad interna: el texto del Minhádj de Al-Majzúmí es caracte­
rístico en este sentido. El impuesto sobre los no musulmanes (djawált o djizya)
distingue, según la S h a rfa , tres categorías de contribuyentes según su fortuna:
ricos, medios y pobres.
En Egipto, a finales del siglo x i i , la primera categoría es poco im portante
m ientras que la mayoría de los sujetos imponibles pertenecen a la tercera; sin
em bargo, en El Fayyüm se hace un cálculo uniforme de dos dinares por cabeza,
lo que parece excepcional. Todas las operaciones relativas a la base tributaria y
a la percepción del impuesto están realizadas por funcionarios especializados
(hushshár, adillá3, hussáb, etc.). Cada diez días, cada mes y a finales del año se
preparan relaciones detalladas.
El zakáty el impuesto legal pagado por los musulmanes, se aplica sobre los
granos, los animales y el producto del gran comercio (importaciones y exportacio­
nes). Sus beneficiarios son el cámil (recaudador), los indigentes, los voluntarios
de la guerra santa no inscritos en el diwán y alguna otra categoría menor. El
jarádj, el impuesto territorial, es determ inado según la naturaleza y el rendim ien­
to de los cultivos (tierras inundables y no inundables), lo que supone la existencia
de un catastro detallado; además, los cereales, habas, guisantes, lentejas, etc.,
son imponibles en especie, y los árboles frutales y algunos cultivos industriales
(lino, algodón, caña) y de huerta lo son en metálico. A esto se añaden prestacio­
nes varias, tasas... Los inmuebles del Estado, los locales de viviendas, las tiendas,
etc., pagaban alquileres (ribá). Los impuestos abonados en metálico son cobrados
por el djahbadh, y los que son entregados en especie son recogidos en los grane­
ros y almacenes del Estado.
Todo este sistema fiscal es llevado por un personal numeroso y según las pro­
vincias se pueden introducir modificaciones. No tiene un carácter excepcional,
sino que conserva la herencia de un pasado a veces lejano. Y, por último, aunque
no es conveniente extender autom áticam ente a Siria estas disposiciones propias
de Egipto, algunas de ellas sí las encontrarem os.
No es probable que Egipto conociera un desarrollo económico en la época de
los ayyübíes: las causas de este estancamiento habría que buscarlas en las conse­
cuencias de la presencia de los cruzados en el Próximo O riente, en las guerras y
las invasiones. Pero tampoco se trata de una decadencia, puesto que las condicio­
nes favorables se m antienen. Las buenas relaciones con los francos favorecen la
recuperación y el desarrollo de las relaciones comerciales ya no sólo con los m er­
caderes italianos, sino también con los franceses del sur y con los catalanes, y los
puertos de A lejandría, D am ieta, de Latakia (Ládhiqiyya) (salida al mar de D a­
masco y de A lepo) se benefician de ello. Estas buenas relaciones se m antienen
hasta mediados del siglo xm ; la actividad del gran comercio internacional es inne­
gable: el texto del M inhádj, ya mencionado, muestra cómo Egipto constituye,
dentro del mundo ayyúbí, el punto fuerte de este comercio. D am ieta exporta
lino, algodón, pieles, pescado, especias, azúcar, alum bre, granos, sal, tejidos de
lujo; Tinnis exporta oro, plata, seda, telas, almáciga, m adera, hierro, pez, etc. Y
el hecho de que el acceso al mar Rojo esté prohibido a los francos —sobre todo
a los italianos— y que los ayyúbíes controlen el Yemen contribuye a centralizar
el comercio en Egipto. En esta época progresan los mercaderes karimíes (nom bre
so*bre cuyo origen se han formulado muchas hipótesis), que monopolizan prácti­
cam ente el comercio en el mar Rojo, en detrim ento de los m ercaderes no musul­
manes (aunque hay algún judío entre ellos). Los kartmíes no son sólo mercaderes,
negociantes o arm adores, son también banqueros que forman grupos comerciales,
una de cuyas características es la familiaridad; controlan sobre todo el comercio
de los productos procedentes de la India y de los países del océano índico, y
están establecidos en A rabia, en Yemen, en Alejandría, D am ieta, El Cairo, y en
Siria, donde perm anecen en contacto con los m ercaderes francos.
Los karimíes son seguram ente los que mayores ingresos proporcionan a las
aduanas: no tienen problem as con los ayyúbíes y sus actividades continuarán bajo
el régimen de los mamelucos. Su función de intermediarios bien implantada en
la ruta comercial O riente-O ccidente les hace adquirir una importancia que ellos
saben utilizar, tanto en beneficio del sultán como en el suyo propio. A mediados
del siglo xm , ni la am enaza mongol ni las nuevas cruzadas ponen en peligro su
hegemonía económica.
En Siria y Palestina, la implantación de colonias comerciales italianas en las
ciudades de la costa y las relaciones políticas poco belicosas facilitan los intercam ­
bios comerciales: hay mercaderes italianos incluso en A lepo y Damasco. Ya que,
si la vía comercial de Egipto da acceso a los países del océano índico, la de Siria
pone en contacto con el Iraq, Irán y los países del Asia central. La ausencia de
conflictos en el norte de Siria y en Djazira, al menos hasta la llegada de los jwá-
rizmíes, favorece las exportaciones de productos del O riente Medio (seda, pieles,
etc.). Hay que señalar que en el primer tercio del siglo xm la presencia de los
m ercaderes francos en O riente aum entó. Ya no sólo están en Constantinopla y
de allí van a los países del mar Negro, sino que además penetran en el Asia M e­
nor seldjúqí y en la Siria y el Egipto ayyúbíes. Incluso irán más lejos: mercaderes
y misioneros franciscanos y dominicos se esfuerzan por llegar al mundo mongol:
lo conseguirán a finales de siglo. Pero, es probable que el período ayyúbí, así
como el de los seldjúqíes de Asia M enor, haya facilitado este progreso. El adve­
nimiento del régimen de los mamelucos en Egipto y en Siria no frenó el dinamis­
mo occidental, del que se beneficiarían desde entonces los nuevos amos de estas
regiones.
Nacimiento de «Turquía»

La fragmentación política y social que sufrieron los seldjúqíes del Irán y del
Iraq no afectó, sin em bargo, a los seldjúqíes del Asia M enor, a pesar de que a
finales del siglo xn atravesaron por un mal m om ento, en los últimos años del
reinado de Qílidj Arslán II (1154-1192) y durante los primeros años posteriores
a su m uerte.
Esta rama de la familia seldjúqí, instalada en Asia M enor después de la bata­
lla de M antzikiert, lleva el nombre de seldjúqíes de Anatolia (según A nadolu,
denominación turca del Asia M enor) o de Rúm (de la palabra «romano», califi­
cativo aplicado al Imperio bizantino, que reivindicaba la herencia del antiguo Im­
perio romano). Estos seldjúqíes conservaron su unidad durante la mayor parte
del siglo xu gracias, por una parte, a la lucha religiosa y política que les enfren­
taba a los bizantinos, y, por otra parte, a la rivalidad local y a la lucha por el
dominio de la meseta A natolia que les enfrentó a los dánishmandíes. La victoria
sobre éstos en 1173 y sobre los bizantinos en 1176 señala el triunfo de los seldjú­
qíes; pero, apenas conseguido, Qilidj Arslán instaura en su Estado el sistema de
privilegios familiares y concede a cada uno de sus doce hijos el m ando de una
región. D urante más de quince años A natolia conoce una situación com parable
a la de los otros sultanatos seljúqíes, pero finalmente Rukn al-Dín Sulaymán
(1196-1204) y Kay Jusraw I (1204-1210) restablecen la unidad de la dinastía y del
poder. El prim er tercio del siglo xm es un período particularm ente próspero y
brillante para el Estado seldjúqí de Anatolia.
El debilitam iento de los bizantinos, m om entáneam ente reducidos al imperio
de Nicea (que m antiene buenas relaciones con los turcos) y al imperio de Trebi-
sonda (que se ve obligado a ceder el puerto de Sinope), facilita la consolidación
del sultanato de Qonya, ciudad en la que los seldjúqíes han fijado la sede de su
gobierno, tanto interiorm ente como en sus fronteras. En las fronteras del súr,
armenios y francos de Chipre deben abandonar las fortalezas del Taurus cilicio y
los puertos de Pamfilia, A ntalya (Adalia) y Alanya (Alaya-Kalonoros); en el
este, el territorio seldjúqí se extiende hasta Erzurum , pero el Kurdistán, conquis­
tado tem poralm ente, no puede ser finalmente integrado al sultanato. Estas con­
quistas y este refuerzo, llevados a cabo sobre todo por los sultanes K ayK á^s I
(1210-1219) y Kayqubádh 1 (1219-1237), tuvieron dos consecuencias. U na fue
prohibir m om entáneam ente la entrada en territorio seldjúqí a las tribus turcóma-
nas expulsadas hacia el oeste por el avance mongol; la otra fue favorecer, gracias
a la paz y a la seguridad que reinaban en el sultanato seldjúqí y a la prosperidad
resultante, los contactos con los mercaderes italianos, venecianos sobre todo, que
desde entonces pudieron atravesar el Asia M enor sin grandes riesgos y que esta­
blecieron con los seldjúqíes acuerdos comerciales.
En el interior, de la situación también se consolida. Los seldjúqíes supieron
constituir un Estado bien organizado política y adm inistrativamente, en el cual la
convivencia de los pueblos de origen y religión diversos se efectuaba sin proble­
mas. El resultado fue un desarrollo de la vida urbana y de la vida rural im portan­
te y un notable progreso en los dominios cultural y artístico.
El sultán de Rúm afirma su autoridad sobre los miembros de su familia, a la
que delega un poder teórico en las provincias, asistido estrecham ente por los jefes
del ejército, los beys, que dependen directam ente de él, y por los adm inistrado­
res, los wális, representantes del sáhib-i dtwán o visir, responsable de la adminis­
tración civil que a su vez depende del sultán. Existe, pues, una cierta centraliza­
ción del poder. Las influencias que habían determ inado este Estado han sido dis­
cutidas: bizantinas, iranias, árabes, o incluso turcas. En realidad, aunque estas
influencias tuvieron su im portancia, no hay que olvidar que el sultanato seldjúqí
no tiene un origen turco, sino turcóm ano: las tradiciones tribales se conservan,
especialm ente en el papel preem inente de la familia y en los vínculos personales
con otros jefes. Desde la eliminación de los dánishmandíes no hubo conflictos en
Asia M enor con otros grupos turcos hasta la llegada hacia 1235-1240 de las ban­
das turcómanas. El Estado seldjúqí es también un Estado musulmán y, en este
sentido, m antiene las reglas vigentes en un Estado musulmán, es decir la sh a rfa ,
la ley coránica. Pero, debido al escaso núm ero de funcionarios cualificados entre
los turcos, los sultanes tuvieron que recurrir a los iranios y a los árabes, de aquí
la importancia, en el campo adm inistrativo, de la lengua árabe (todos los textos
oficiales, todas las inscripciones están en árabe), y en el campo cultural, del árabe
y del persa. Sin em bargo la lengua turca no es abandonada: permanece como la
lengua corriente, la lengua de comunicación cotidiana, y se expresa sobre todo
en la literatura popular, aunque es una lengua esencialm ente oral. Tam bién son
im portantes las influencias bizantinas manifestadas en forma de adaptaciones lo­
cales de la jurisdicción y en los contactos humanos y religiosos, ya que los griegos
eran numerosos en el Asia M enor y constituían probablem ente la mayoría de la
población.
La penetración turca de finales del siglo xi se caracteriza por dos aspectos.
Por una parte, el núm ero de individuos que entraron no era muy grande, pero
estaban agrupados y en cada grupo la solidaridad era la regla principal, como en
cualquier grupo minoritario. Por otra parte, ya estaban presentes en algunos pun­
tos del Asia M enor, incluso en el Asia M enor occidental, debido a las luchas que
les oponían a los bizantinos y al recurso que algunos bizantinos hicieron de los
turcos. Asimismo, las luchas entre bizantinos y armenios y entre los mismos ar­
menios facilitaron la penetración y la implantación de los turcos en varias regio­
nes centrales y orientales: por ejem plo, de dánishmandíes, saltuqíes, mangudj-
kíes. Podríamos decir incluso que el establecimiento de los turcos en Asia M enor
se efectuó menos por su propia voluntad que por las oportunidades que les pro­
porcionaron los soberanos locales. El resultado fue que la población no fue som e­
tida a trastornos políticos ni a los cambios consecuentes a las guerras. Se sabe,
pues, que estas poblaciones griegas o armenias perm anecieron en su lugar de ori­
gen, tanto en las ciudades como en el campo: los únicos que partieron fueron los
terratenientes y algunos altos funcionarios bizantinos, civiles o religiosos, que se
dirigieron a territorios del Imperio griego. Las presiones que habían ejercido so­
bre la población hicieron que su partida no fuera deplorada, y la fiscalidad seld­
júqí no fue, seguram ente, superior a la de los bizantinos. Tam poco hubo proble­
mas religiosos: los turcos perm itieron el libre ejercicio a la jerarquía religiosa o r­
todoxa que perm aneció en su lugar, los monofisitas griegos o armenios, libres de
la autoridad de los patriarcas ortodoxos, acogieron a los recién llegados, a los
cuales concedieron la libertad religiosa.
La turquización y la islamización del país, muy lentas, son el resultado hum a­
no de la ocupación de las poblaciones turcas y turcómanas de una parte del país
«abierto», su posterior sedentarización y relación con el campesinado indígena:
los matrimonios mixtos, cuya importancia numérica es imposible de calcular, fa­
vorecieron la evolución turca y musulmana. Parece ser que en las ciudades un
cierto número de cristianos griegos y armenios se convirtieron al Islam voluntaria­
mente con la intención de conservar las ventajas que habían adquirido anterior­
mente o, debido a su posición social e intelectual, para ocupar los cargos adminis­
trativos. Aunque no podemos valorar la importancia de estas conversiones, que
tampoco hay que exagerar, un hecho es indiscutible: a finales del siglo xii, Asia
M enor posee una marcado carácter turco puesto que los occidentales que la atra­
viesan le dan el nombre de «Turchia» (mientras que los autores musulmanes con­
tinúan llamándola «País de Rúm»). Por lo que se refiere al carácter musulmán,
aparece sobre todo en las cofradías propiam ente religiosas o relacionadas con m e­
dios específicos (artesanos, diversas corporaciones, militares), o incluso como un
reflejo, en las tribus turcómanas, de una asimilación superficial del Islam a las
viejas tradiciones procedentes del Asia Central y cuyos jefes espirituales o bábás
serán seguram ente, en el siglo xiv, los que dirigirán los movimientos de oposición
al poder oficial civil o religioso. La islamización también se manifiesta en la mul­
tiplicación de mezquitas y de otros edificios de carácter religioso: madrasas, tum ­
bas, hospitales, algunos de los cuales son exponentes de un arte original.
La fiscalidad seldjüqí no ofrece ninguna particularidad respecto a la de los
otros Estados musulmanes: quizás la ciqiá? estaba menos extendida y mejor con­
trolada por el gobierno y sólo en la segunda mitad del siglo xm adquirirá mayor
importancia, al disgregarse el poder central. El Estado seldjúqí mantiene bajo su
directa administración una gran parte de las tierras conquistadas, cuyos impues­
tos, tasas e ingresos diversos son recaudados localmente por funcionarios de las
finanzas dependientes del sáhib-i díwán. En las ciudades los habitantes son some­
tidos a los impuestos tradicionales y el comercio está sujeto a derechos de entrada
y salida, a impuestos de mercado, a impuestos de transacción, etc.
Las ciudades son un im portante elem ento de la vida social y económica del
sultanato seldjüqí: primero porque en ellas conviven militares, funcionarios, reli­
giosos y artistas turcos, funcionarios iranios o árabes (en las ciudades más im por­
tantes), comerciantes y artesanos griegos, armenios y judíos. Existen gremios en
los que posiblemente, entre los artesanos, habría turcos y no turcos, aunque las
informaciones en este sentido y para este período son escasas y só|o podemos
confirmarlo en épocas más tardías: la futuw wa (en turco füiüvvet) seguramente
existe, al igual que la cofradía religiosa de los akhísy muy relacionada con los
artesanos, pero tanto una como otra no se manifiestan realmente hasta el siglo
xiv. Entre personalidades religiosas musulmanas y cristianas se establecen rela­
ciones y encontrarem os la prueba de ello posteriorm ente en la repercusión de las
obras del místico turco Mevlana Djalál al-Dín Rúmí.
La vida económica, ciertam ente limitada y muy com partim entada durante
todo el siglo xu debido a las luchas y a los problemas que reinaban en el Asia
M enor, recibe un gran impulso a partir de finales de siglo al establecerse la uni­
dad política y una mayor seguridad. La producción local (agricultura, ganadería,
m adera, tapicería, miel, alumbre, plata, cobre) se desarrolla sensiblemente y sir­
ve para la exportación favorecida por el hecho de que los seldjúqíes, en el primer
cuarto del siglo xiu, controlan las salidas al mar Negro (Sínope, Samsún) y al
mar M editerráneo (Alanya, Antalya). Mercaderes italianos abordan en los puer­
tos m editerráneos, mercaderes griegos trafican en los puertos del mar Negro,
mercaderes armenios comercian con Iraq y sobre todo con Irán, los bizantinos
de Nicea, en la época de Vatatzés, realizan intercambios comerciales con los tur­
cos. El Asia M enor estaba entonces atravesada por rutas caravaneras a lo largo
de las cuales había relevos de etapas, los caravanserrallos o jáns, que también
encontramos en las ciudades importantes. Las rutas principales comunicaban los
puertos de Antalya y de Alanya, en el M editerráneo, con las ciudades del inte­
rior: Qonya, A kchehir, A nqara, Aksaray, Kayseri, Sivas, Erzurum (ruta de trán­
sito hacia Irán). Este comercio de intercambio y de tránsito era especialmente
beneficioso para los seldjüqíes que percibían derechos de aduana, peajes, impues­
tos de entrada y de salida.
* La vida intelectual del Asia M enor seldjúqí es poco conocida, aparte de la
vida religiosa y mística cuyo maestro fue Mevlana Djalál al-Din Rúmi (1207­
1273), autor de obras místicas escritas en persa y en árabe, excepcionalmente en
turco, cuyo hijo, Sultán Veled, y sus discípulos fundarán en su honor y memoria
la cofradía de los derviches mevleníes o derviches «danzantes». Las obras litera­
rias son escasas y están escritas en árabe y en persa; habrá que esperar el siglo
xiv para notar un sensible progreso.
Por otra parte, la vida artística es rica y original. Los turcos llevaron a A nato­
lia un arte específico, de origen iranio o árabe pero adaptado a las condiciones
locales geográficas y humanas, en las que las influencias bizantinas y armenias
eran perceptibles (se conoce el nombre de arquitectos griegos de mezquitas seld­
júqíes). Este arte se manifestó en las mezquitas (mezquita de cAIá3 al-Dfn en Q o­
nya, mediados del siglo xil-principios del xm; mezquita de cA lá3 al-Dfn en Nigde
en 1224; gran mezquita de Divrigi en 1229; gran mezquita de Malatya en 1247),
madrasa o medresés (en Q onya, Kayseri, Erzurum ), tumbas poligonales o circu­
lares (en Divrigi, Niksar, Qonya, Kayseri, Sivas), palacios, de los que por desgra­
cia sólo se conserva su recuerdo prácticam ente, y numerosos caravanserrallos, cu­
yos vestigios se pueden ver aún en las antiguas rutas caravaneras. Estas construc­
ciones son el testimonio de la prosperidad del país, de la voluntad de sus prom o­
tores de asentarse en el país y no sólo en el sentido religioso. Hay que añadir su
sentido de la decoración, ya sea en pórticos y fachadas exteriores, con motivos
geométricos, florales o epigráficos, o bien en el interior con azulejos azules, blan­
cos y negros. No es un arte grandilocuente, pero está hecho a escala hum ana y
expresa un gusto sencillo y directo.
Los otom anos, que más adelante continuarán y ampliarán la obra de los seld­
júqíes, encontraron en ellos un modelo que supieron utilizar y desarrollar. La
importancia de los turcos en el mundo musulmán del Próximo O riente se debe
más a los seldjúqíes del Asia M enor que a los del Irán o del Iraq.
El último destello de Persia

El poder que los seldjúqíes de Iraq habían establecido en el conjunto del


O riente Medio, desde Asia M enor al Jurásán, no se libró de las luchas intestinas
que llevaron a cabo los herederos del sultán Malik Sháh poco después de la muer*
te de éste en 1092. La bella unidad familiar instaurada por los grandes seldjúqíes
estalló por las envidias de los príncipes, y las de sus preceptores y gobernadores,
los átábegs: cada uno intenta asegurarse el dominio de una parte del sultanato y
así se forman principados, a veces muy pequeños, cuyos jefes parecen no tener
otro objetivo que combatir unos-contra otros. Esta fragmentación, acentuada en
Siria por la llegada de los cruzados, es debida en gran parte al sistema de privile­
gios familiares de los seldjúqíes y a las rivalidades que surgieron en el centro mis­
mo del Estado desde antes de la muerte de Malik Sháh. También es probable
que los detentores de privilegios familiares hubieran, a su vez, multiplicado las
concesiones de ciqtács para asegurarse la ayuda de los elementos militares, pero
la debilidad creciente de los príncipes favoreció la transformación de estas conce­
siones temporales y vitalicias en bienes personales hereditarios. Por otra parte,
algunos átábegs se apoyaron en las poblaciones locales, irania, árabe o kurda,
según las regiones, para constituir un dominio propio. Además, algunas tribus,
que hasta entonces habían soportado la autoridad seldjúqí, rechazaron esta tutela
y adquirieron prácticamente su independencia.
En Bagdad el califa Al-Násir (que reinó de 1180 a 1245), aprovechándose de
la desintegración del sultanato seldjúqí, consolidó su presencia y su papel de ca­
lifa, intentando reunir a su alrededor a los diversos com ponentes del mundo m u­
sulmán, incluidos los shHes, y apoyándose en grupos políticos, gremiales, sociales
o culturales, como la futuw w a, a la que convirtió en el soporte del califato, sobre
todo en Bagdad, y la cual, desde entonces, constituye el elem ento dominante de
la ciudad, controlada por medios burgueses y militares adictos al califa.
En una situación política confusa y en una economía debilitada progresiva­
mente a causa del desvío de las principales vías comerciales hacia el norte o hacia
el sur de la meseta irania, sorprende ver cómo se conserva —e incluso diríamos
que está en su apogeo— un refinam iento intelectual y artístico que no tiene nada
que envidiar al de finales del siglo x o al del siglo xi. Pero ha habido un despla­
zamiento hacia el este, dejando poco a poco Bagdad, para afirmarse en ShTráz,
Ispáhán, H erát. Conforme se va produciendo esta «orientalización», las tenden­
cias iranias, bactrianas, incluso hindúes, invaden el arte persa dándole un segun­
do impulso: no se trata de algo superficial ya que esta influencia se nota incluso
en la planta de los edificios para el culto, en los que se introduce un patio central
rodeado por cuatro iwáns, cuatro recámaras inmensas destinadas a la plegaria,
cada una con dos alminares filiformes, nueva tipología de las mezquitas «turcas»
o «hindúes», que imitaba claram ente las plantas de los palacios sasánidas o aque-
ménidas. La influencia asiática se manifiesta también en la decoración de los si­
glos x i i y x m : cerámicas con decoraciones narrativas con escenas separadas, azu­
lejos polícromos con decoración floral o fantástica, arte del que se encuentran
ejemplares incluso en Extremo O riente.
Las madrasas del siglo xi promovieron un desarrollo intelectual sin equivalen­
cia en el oeste. Los siglos x i i y xm muestran a la vez el activo y el pasivo de la
situación. Ghazáli, muerto en 1111, representa la vertiente pesimista del pensa­
miento persa: su libro Incoherencia de los filósofos es una aniquilación en regla
de los innumerables sistemas de pensamiento heredados desde la Antigüedad has­
ta los primeros tiempos musulmanes. Su preocupación por recuperar una vida
pura, de aislamiento y de fe, como exigían los súfíes desde hacía cien años, nos
permite considerarlo como un precursor musulmán del gran movimiento de re­
nunciación que afectará cien años más tarde a la cristiandad de san Francisco.
Pero la esperanza de una renovación espiritual viene representada por la vertien­
te optimista de la filosofía persa: a Ghazáli se opone Suhrawardi (m uerto en
1191), quien, dejando a un lado las escorias de las sectas que estaban siempre en
piigna, intenta formular un mensaje sincrético, casi neoplatónico, en el que pre­
domina la idea de una sabiduría universal que asimila las aportaciones de la A n­
tigüedad. La expresión literaria, por su parte, adquiere también el aspecto de
*fin de siglo»: la «sesión», la maqáma que, mediante sainetes picantes, feroces o
líricos, esboza la vida cotidiana, es el género de moda en el siglo xm: nos ha
proporcionado miniaturas ricas en detalles pintorescos, ejercicios de virtuosismo
lingüístico, testimonios de una sociedad expectante. Pocas obras de valor univer­
sal destacan, pero en el preciso momento en que una torm enta mortal amenaza
este refinam iento, es em ocionante ver cómo el más ilustre de los poetas de corte
y de ciudad, Sacdí de Shiráz (m uerto casi centenario en 1290), consagra sus más
bellas obras a la descripción de las rosas.
De este modo, después de haber soportado violentas luchas internas entre los
partidarios y los supuestos defensores del califato cabbásí o del califato fátimí,
tras los enfrentam ientos con los francos de Palestina y de Siria, el mundo musul­
mán oriental recuperó una aparente unidad ya que sólo había un califa, el de
Bagdad, y que el sunnismo había triunfado, al haber sido vencidos o eliminados
los defensores del shffsm o o de las religiones heterodoxas. Unidad aparente,
puesto que en realidad asistimos al nacimiento de nuevos estados, con el nombre
de sultanatos, establecidos en regiones bien delimitadas geográfica o políticamen­
te: Asia M enor, Siria-Palestina, Egipto, Iraq, Irán, sin contar zonas más lejanas
en las que despuntan otras dinastías como la de los jwárizm-sháhs o las nuevas
oleadas de turcóm anos que se dirigen hacia el oeste.
Por otra parte, el poder había pasado, desde entonces, de manos árabes o
persas a manos de representantes de otras etnias hasta aquel momento dom ina­
das, los kurdos, los turcos, que adoptaron el Islam y se adaptaron más o menos
a la situación del medio: aquí, mantuvieron la cultura y las tradiciones árabes sin
dificultad; allí, el sustrato persa o la nueva aportación turca impusieron adapta­
ciones que contribuyeron a diferenciar unas y otras regiones.
Hay que destacar que a mediados del siglo xm los Estados musulmanes del
Próximo O riente parecen haber conseguido superar sus múltiples dificultades e
instaurado regímenes aparentem ente sólidos y bien administrados. Por otra parte,
los estrechos contactos con los francos favorecieron el desarrollo de las relaciones
comerciales y de la vida económica en general, aunque, en algún lugar, las estruc­
turas tradicionales pudieran haber sido trastornadas con la llegada de tribus nó­
madas o seminómadas, hecho que únicamente la disgregación del poder central,
en Asia M enor, en el Irán occidental por ejemplo, colocaría en un primer plano.
La característica principal hacia 1230-1250 es, pues, la fragmentación del m un­
do musulmán oriental, en el que, con diferentes aspectos (religión, poder, litera­
tura, ciencia, arte), la civilización árabe y la civilización persa siguen siendo am ­
pliamente dominantes y unen las partes de un conjunto dispuesto a dislocarse.

La catástrofe mongola

Más allá de las bases musulmanas más orientales, al norte de la ruta de las
caravanas que va de Samarcanda o de Bujára al norte de China, la forma tradicio­
nal de vida es el nomadismo. Los clanes hunos, ávaros, turcos y magiares habían
huido de este «crisol» estepario en busca de pastos verdes hacia China o hacia el
Volga, e incluso el Irán. El Islam había llegado hasta la franja oeste, esencialmen­
te blanca, la de los turcos uigures, y de este modo había provocado en el siglo
ix, si no antes, un doble movimiento: el aflujo de mercenarios hasta Iraq, el fuer­
te empuje seldjúqí y las infiltraciones turcómanas; y, en un sentido inverso, la
penetración de mercaderes y, también, la de fugitivos, cristianos nestorianos o
mazdeístas persas refugiados, hasta el lago Baikal. Un fenómeno similar se había
producido en el norte de China, donde los tártaros y los kitán de raza amarilla
se habían instalado en Pekín, recibiendo a cambio sinización y budismo. Los via­
jeros y peregrinos fueron muy duros al hablar de las tribus de pastores que se­
guían practicando el nomadismo entre el Gobi y la taiga siberiana. Y sin em bar­
go, lo que se conoce de su arte funerario, de su buena organización militar, mues­
tra un grado de evolución alentador; por otra parte, el animismo, o el simple
culto de Tengri, el cielo, les hacía indiferentes a las religiones monoteístas de sus
vecinos sedentarios.
En las últimas décadas del siglo xn, los clanes propiam ente mongoles o turco-
mongoles instalados entre el lago Baikal y el curso superior del Amur organiza­
ron unas federaciones, a cuya cabeza estaba ocasionalmente un qagan, un gran
jefe, un «y<3n» supremo. Quizás se trataba de un principio de reagrupamiento pre­
vio a un desplazamiento hacia China más bien que hacia el oeste, donde los tur­
cos jwárizmíes (uigures) y kitai, islamizados, parecían poco dispuestos a ceder su
sitio. El clan de Yesugai, procedente de los alrededores de Q araqorum , al sudes­
te del lago Baikal, consiguió esbozar una de estas uniones basándose en juram en­
tos «fraternales» y en alianzas matrimoniales. El hijo de Yesugai, Temujin, segu­
ramente reconocido como qagan hacia 1195, supo dotar a su tribu de una organi­
zación militar y de una disciplina que, puesta al servicio de incursiones de saqueo,
le aseguraron durante una decena de años la superioridad sobre los pueblos del
este (tártaros, merkit del norte de China) y sobre los pueblos del sur (los kereit
y los naimán), y acabó finalmente, hacia 1212, con los uigures y los qarluqs ins­
talados en tierras islámicas.
Fue entonces cuando tomó el título real de Cingís-qan (Gengis-Ján) y puso en
pie un sistema de organización de las tierras dominadas muy original para un im­
perio en el que la base era una estepa sin ciudades: reunión periódica de una dieta
(iquriltai) de jefes de tribus, jerarquía militar con un sistema regular de promoción
y de atribución de funciones precisas, designación de gobernadores encargados de
recaudar el tributo (<daruqachi) en las zonas ocupadas por sedentarios... El mando
general perm anece en manos del Ján, pero su familia puede recibir una delegación
(ulus) de poder en las tierras conquistadas o por conquistar. Un eficaz sistema
de correos permitía a Gengis-Ján estar al corriente de cualquier eventual insubor­
dinación de un hijo o de un «hermano», es decir de otro jefe de tribu.
Es casi imposible conocer los motivos que llevaron al Ján, y tras su m uerte,
en 1227, a sus hijos Ügedei, Chagatái, a su nieto Güyük y a su sobrino Móngke,
que ocuparon el poder supremo hasta 1250 —en medio de continuos arreglos de
cuentas familiares, por otra parte —, a dirigirse más allá de las zonas del nomadis­
mo tradicional de los turcomongoles. Indiferentes ante la cuestión religiosa, sin
competencias burocráticas ni fiscales durante largo tiempo, sin entender la vida
urbana ni el interés por la agricultura, los mongoles de mediados del siglo xm
parecen haber actuado como los hunos antaño: saquear para abastecerse de víve­
res o de caballos de rem onte, destruir para evitar un ataque como réplica, ocupar
para oprimir mejor. Una concepción tan rudimentaria del «gobierno» evidente­
m ente duraría sólo mientras los mongoles dispusieran de guerreros en cantidad
suficiente, seguramente menos de 150.000 jinetes para enviar en todas direccio­
nes, pero jinetes ligeros, móviles, excelentes arqueros, acostumbrados a las astu­
cias de los cazadores, y mientras utilizaran el terror, sabiam ente mantenido me­
diante represalias feroces. Desde entonces —y como anteriorm ente los h u n o s -
como cualquier resistencia y ataque sorpresa implicaba una masacre sistemática
de la población capturada y la exposición de trofeos de cadáveres, el anuncio de
una incursión mongol provocaba una oleada de pánico y de sumisiones inmedia­
tas. Pero el desorden que provocaron en los dominios sedentarios no significó
únicamente un trastorno psicológico o la muerte de algunos hombres: los mongo­
les, incendiando ciudades, cegando canales, arrasando residencias rurales, destro­
zaron la actividad económica de regiones enteras, dispersaron las poblaciones,
aniquilaron las élites y dificultaron el culto.
El Islam oriental resultó muy afectado. Ya en 1220-1223 una incursión desas­
trosa significó la ruina de Bujára, Samarcanda, Kábul, Balj, Gazna, Nishápúr,
Rayy, antes de alcanzar Ucrania y Crimea. O tra, conducida por un destacado
táctico, Subotei, entre 1233 y 1241, puso a fuego y a sangre todo Irán, al país
kurdo, a A rm enia, antes de llegar a los armenios de Cilicia y al sultanato de
Rúm, que se salvaron al reconocerse súbditos de los mongoles. Subotei atravesó
a continuación el Cáucaso, avasalló los qipchaq del Volga, y posteriorm ente los
principados rusos de Vladimir, de Kiev, de Moscú; incendió Novgorod cerca del
Ladoga, antes de lanzarse sobre Polonia, Hungría, la región de Viena y después
volverse hacia el Adriático en un clima de apocalipsis alimentado en Europa por
los terroríficos relatos de los cristianos eslavos o danubianos. Una tercera incur­
sión confiada a Húlágú, un sobrino de Gengis-Ján, se dirigió hacia Iraq y Siria
en 1254; en 1258, Bagdad fue tomada y el califa cabbásí fue metido en un saco
y lanzado a los pies de los caballos, triste fin de la dinastía. Únicamente los ma­
melucos de Baybars consiguieron frenar a la horda en 1260 cuando intentaba di­
rigirse hacia el Sinaí. Si añadimos que bandas errantes de turcómanos y de jwá-
rizmíes, huyendo desesperadam ente de la exterminación o de la servidumbre,
contribuyeron a trastornar la vida del Próximo O riente (por ejemplo, cuando sa­
quearon Jerusalén en 1244), com prenderem os el espantoso e imprevisible desas­
tre que afectó al Islam en una sola generación.
Pero el culto no fue prohibido, los santos lugares no fueron profanados, el
éflm Pumo da partda da G
^ Diracaón y fachas da
1211 Onpda» por Ganga Ji
------- Umitas da loa UH» hai

Las invasiones mongolas de 1219 a 1250


Egipto kurdo resultó ileso, y, aunque dominados, los turcos de Anatolia consti­
tuían una fuerza viva; y ya veremos que, después de todo, la pax mongolica tuvo
su lado bueno para los mercaderes o los misioneros. Pero los brillantes focos de
la cultura musulmana desde hacía cinco siglos, este crisol en el que la herencia
antigua, irania, hindú, helenística, convergían para hacer progresar el espíritu hu­
mano, ya no eran más que cenizas. H abrá que esperar hasta nuestra época para
ver despertar —jpero de que m anera!— al Islam sirio, mesopotámico o persa.

E l M a g rib a l a d e r iv a

El esplendor del imperio almorávide no hace olvidar, sin em bargo, que los
siglos xi y xn se corresponden globalmente con una época de retroceso territorial
<del Islam occidental, bajo la presión de ciudades, estados, economías y socieda­
des cristianas en expansión que dem uestran, en conjunto, un mayor dinamismo.
Las crónicas que relatan la historia de las dinastías hispanomagribíes narran los
esfuerzos constantes, y no siempre coronados por el éxito, para contener, m e­
diante la movilización difícil y costosa de grandes ejércitos, el progreso en España
de un enemigo cuya organización sociopolítica, feudalizada parcialm ente, favore­
ce la expansión en detrim ento de una sociedad musulmana, tanto urbana como
rural, organizada sobre bases distintas, poco militarizada e incapaz de generar
por sí misma las fuerzas susceptibles de defenderla.
Hay que señalar que estos síntomas de inferioridad del Islam respecto a la
cristiandad empiezan a aparecer en la prim era mitad del siglo xi. Esta época se
corresponde con la crisis del califato de C órdoba, que facilita la intervención de
los guerreros castellanos y catalanes en los asuntos internos de al-Andalus y que
em pezarán a traer de sus expediciones dirhem es y dinares que desde entonces
serán el sueño de los aventureros del mundo cristiano. Pero para percibir los pri­
meros signos de esta decadencia relativa del Islam occidental tendríamos que re­
m ontarnos a finales del siglo x, en la época en la que la piratería andalusí decae,
cuando la base de Fraxinetum es destruida y cuando un núm ero considerable de
m ercenarios cristianos empieza a ser reclutado para el ejército califal.
La fragmentación política de las taifas no sería seguram ente por sí misma una
m uestra de debilidad para los estados cristianos del norte de la península. Estos
estaban también divididos, y difícilmente se podía prever que en las prim eras d é­
cadas del siglo xi el poderoso reino de Toledo sería absorbido por el conjunto
castellano-leonés, o con mayor motivo, que el minúsculo y pobre Aragón, confi­
nado en sus m ontañas, se apoderaría finalmente del vasto y rico valle del E bro,
con sus prósperas ciudades, sus cultivos de regadío, su economía y su vida cultu­
ral infinitamente superiores. Las rivalidades entre soberanos musulmanes sólo se­
rían uno de los motivos de inferioridad de los reinos de taifas respecto a sus adver­
sarios cristianos, inferioridad que se hace evidente con la dependencia económica
y política a la que se ven sometidos los primeros en la segunda mitad del siglo
m ediante el pago de las parias. Sin duda hay otras causas más profundas y mal
conocidas que explicarían también la división y posterior hundimiento de Sicilia
ante los norm andos de la Italia meridional. T anto en Sicilia como en al-Andalus
la desorganización política y el debilitam iento militar son notables antes de m e­
diados del siglo xi. Los bizantinos se asientan de nuevo en la isla desde 1038­
1040, en el mismo momento en que se desorganiza el Estado unificado de los
kalbíes de Palermo. E ntre 1061-1091, los normandos ocupan la isla, mientras que
en España empieza el avance territorial de los cristianos que ya no se limitan a
aprovecharse de la subordinación política de los estados musulmanes imponién­
doles un tributo. Las primeras conquistas fueron llevadas a cabo por el rey Fer­
nando I de Castilla-León, a expensas del reino de Badajoz, en el norte del actual
Portugal (Lamego y Viseu en 1057-1058, Coimbra en 1064). En 1085, su sucesor,
Alfonso VI, entró en Toledo y, en la misma época, en Valencia, se asentó duran­
te cerca de dos décadas un poderoso ejército cristiano. En el este, los aragoneses
consiguieron apoderarse de Huesca en 1096. Y en el M editerráneo lo que atrae
la atención es sobre todo el fuerte crecimiento de las ciudades italianas.
Estos hechos, considerándolos globalmente, muestran indiscutiblemente que
el Islam occidental decae militarmente a lo largo del siglo xi frente a la potencia
y al dinamismo creciente de los cristianos. Podríamos preguntarnos cuáles eran
las causas internas de esta decadencia. Algunos documentos de la Genizá de El
Cairo parecen indicar que en la Ifriqiyá zirí de la primera mitad del siglo XI la
situación era difícil: una carta escrita hacia 1040 por un judío tunecino felicita a
quien va dirigida por su intención de establecerse en Egipto, porque «el Occiden­
te entero ya no vale nada». Esta observación confirmaría las tesis formuladas res­
pecto a la existencia de una crisis económica y social anterior a la llegada de los
hilálíes al Magrib.

Los hilálíes: ¿una catásfrofe?

Ya conocemos las fuertes controversias que hay en torno a este problem a. La


historiografía de la época colonial consideraba la «catástrofe hilálí» como el mo­
mento más decisivo de la historia medieval magribí. Estos nómadas árabes, envia­
dos por los califas de El Cairo para «reconquistar» la Ifriqiyá zirí que se había
distanciado de la obediencia fátimí, habrían provocado desde el momento de su
aparición en 1051-1052 una fatal ruptura del equilibrio en una civilización urbana
y sedentaria de tradición rom ana, muy frágil a causa de las condiciones ecológicas
del país. La derrota de las tropas zlríes en Haydarán, en 1052, señala el principio
de la decadencia del Estado de Qayrawán. Desde 1057 la dinastía zirí se ve obli­
gada a replegarse en Mahdiyya, dejando que los beduinos destruyan el interior
del país. Lo mismo sucede un poco más tarde en el Estado de los Banú Hamm ád,
cuando el emir Al-Násir, en 1068*1069, debe abandonar la capital de la Qalca,
demasiado expuesta a los hilálíes, y se establece en la costa, en la ciudad de Bujía
nuevamente fundada. Desde entonces el nomadismo se desarrolla en la mayor
parte del Magrib oriental y central a expensas de la agricultura sedentaria y de
las ciudades prósperas en otro tiempo y que ahora sobreviven con más o menos
dificultades adaptándose a la evolución del campo cuyo control se les escapa. Po­
líticamente el país se divide en una multitud de dominios locales autónomos de
naturaleza diversa: oligarquías urbanas, caudillajes tribales árabes, pequeños
principados locales, en manos de un qá?id que actúa como un señor independien­
te, se constituyen espontáneam ente en medio de una anarquía que contrasta
con la buena organización de los grandes estados centralizados del período prece­
dente.
Algunos elementos de la evolución global que acaba de ser esbozada han de
ser, razonablem ente, discutidos. La división política de la segunda mitad del siglo
xi es incuestionable, así como el creciente dominio de los beduinos en el campo.
La situación del Magrib central en la primera mitad del siglo xii que Al-Idrísi
describe es suficiente para acabar de convencernos. El contraste entre la prospe­
ridad de Bujía y las llanuras que la rodean y las dificultades de las localidades
situadas más el interior, más allá de la montaña de los Bibanes, «hasta donde se
extienden las depredaciones de los árabes» es sorprendente. En la región de la
Q alca, por ejemplo, «los habitantes viven con los árabes en un estado de tregua
que no impide que entre ellos haya conflictos en los cuales la ventaja siempre
está de parte de estos últimos». En el este, a cuatro jornadas de viaje, está Mila,
•una «bella ciudad, bien regada, cuyos alrededores están plantados de árboles y
producen muchos frutos. Está habitada por bereberes de diferentes tribus, pero
los árabes son los amos del campo». Este último ejemplo parece indicar, sin em ­
bargo, que no hay que exagerar la importancia de las «devastaciones» cometidas
por las tribus procedentes de Egipto a mediados del siglo xi. En muchos lugares
se estableció un equilibrio entre los árabes y los indígenas, ciudadanos o rurales,
como ocurrió en Constantina, «ciudad poblada y comercial, cuyos habitantes son
ricos, mantienen tratos ventajosos con los árabes y se asocian con ellos para cul­
tivar las tierras y conservar las cosechas».
La difusión de un nuevo elem ento étnico procedente de O riente en amplias
regiones del Magrib tuvo varias consecuencias, cuya importancia es difícil de cal­
cular. En primer lugar se ha atribuido a la invasión hilálí «la desaparición de mu­
chas ciudades nacidas en la A ntigüedad o de formación reciente, como las pasa­
jeras capitales de Qalca de los Banü Hamm ád, Arshtr, Tahart, así como la aniqui­
lación de muchos pueblos, o también la penuria y la desolación de muchas tierras
fértiles». Sin dejar de lado estas «destrucciones» en las zonas interiores, hay estu­
dios que insisten en los efectos de la llegada de los hilalíes sobre la economía
monetaria:

Por una parte, la invasión hilálí acabó con el aflujo de oro sudanés, y por otra la
anarquía es tal que Ifriqiyá se ve obligada, más que nunca, a comprar grano en Si­
cilia. Al exigir los normandos ser pagados en oro, se asiste a una verdadera hemo­
rragia de metal amarillo. Resultado en Mahdiyya: penuria de oro, obligación de
conseguirlo para comprar trigo, y necesidad de realizar correrías (captura de mer­
cancías preciosas, de monedas de oro y de cristianos por los que se pedirá un rescate
en oro).

Los autores «anticolonialistas», por otro lado, han señalado que los signos de un
malestar económico y social eran ya perceptibles en el Magrib occidental antes
de la llegada de los hilálíes y que éstos sólo aceleraron una degradación empezada
antes que ellos. Estos autores dan mucha importancia a las dificultades derivadas
del desvío de las rutas comerciales hacia España y de la creciente potencia de los
cristianos en el M editerráneo. Para algunos autores magribíes, la llegada de los
hilálíes tuvo incluso efectos positivos: «porque transformó y regeneró el Magrib,
propagó el árabe en las zonas rurales y aceleró la unidad lingüística. Instituyó
relaciones frecuentem ente pacíficas y fructuosas entre la ciudad y el campo, dotó
al país de una base militar eficaz e impidió que la cristiandad medieval ocupara
el norte de África».
En realidad, la historiografía de este período no ha conseguido librarse de los
prejuicios en uno y otro sentido ni de los juicios de valor. Carecemos de estudios
precisos que permitan apreciar las modalidades y el ritmo de la desurbanización
que afectó las zonas interiores únicamente, mientras que en las zonas costeras
subsistían las ciudades-estado de Mahdiyya, Bujía, Túnez, y otros centros secun­
darios más o menos independientes. ¿Es posible considerar que, en el resto, las
ciudades se convirtieron en una especie de «zonas cerradas y aisladas en medio
de un campo despoblado»? Al menos sí podemos constatar que ni los progresos
de los árabes en el interior ni el auge militar y comercial de los cristianos en el
M editerráneo impidieron la prosperidad de las grandes ciudades marítimas, en
torno a las cuales se mantuvieron estructuras estatales. A partir de uno de estos
centros, Túnez, se reorganizará, tras el paréntesis almohade, el Estado ifriqí de
los hafsíes, que conseguirá restaurar de una manera bastante flexible y realista la
unidad política del Magrib oriental, basándose en una amplia autonomía de las
tribus árabes, de los bereberes de las zonas montañosas y, en las épocas de debi­
litamiento de la dinastía, de muchas ciudades y territorios del sur y del oeste, de
donde no había desaparecido el dinamismo y la fuerza constructiva estatal, si nos
atenemos al hecho de que aún en el siglo xiv, por tercera vez, «el jefe del Estado
constantinés disidente restablece por la fuerza, apoderándose de Túnez, la unidad
hafsí».

El paréntesis almohade

El despertar beréber se manifiesta por primera vez de un modo tan sorpren­


dente como el de los almorávides en el siglo xi y es igual de breve. Ibn Túm art
el Defensor de la unicidad de Dios (al-muwahhid, de aquí el nombre de almoha­
de), beréber de la tribu Masmúda del Atlas marroquí, discípulo celoso de Ghazáli
en Oriente y, como él, convencido de la necesidad de volver a las fuentes, hacia
1120 empieza en Marrákish a atacar a los juristas, los fuqahá3, a los judíos, a los
impíos, a todos aquellos, entre los almorávides, sospechosos de laxismo y de do­
blez. Hacia 1125, obligado a refugiarse en Tinmál, en la montaña, funda una co­
munidad militante, se hace reconocer m ahdi y lanza a sus discípulos hacia la lla­
nura antes de morir en 1130. En el espacio de cincuenta años los almohades se
apoderan de todo el Magrib, ya sea mediante asaltos individuales, o bien, des­
pués de 1145, mediante cuerpos del ejército constituidos por tribus bereberes alia­
das. Fez (1160), Marrákish (1147), Bujía (1152), Qayrawán (1160) cayeron en su
poder en medio de un clima digno de la eclosión fátimí del siglo x, pero del que
algunas mentes más serenas, como el normando Roger II de Sicilia, se aprovecha­
ron multiplicando tanto los desembarcos como las incursiones entre Túnez y
Mahdiyya. A partir de 1145 los almohades entran en al-Andalus: Córdoba (1148),
Sevilla (1149), G ranada (1154), Valencia (1171) fueron ocupadas. Y a'qúb, Yüsuf,
nieto del m ahdi, y después Yúsuf al-Yacqúb, su bisnieto, concluyeron la ocupa­
ción de al-Andalus almorávide, y frenaron a los inquietos castellanos en Alarcos
(1196).
El dominio almohade es rico en contrastes. Por una parte, estos «reform ado­
res» austeros cuyo arte, en efecto, era sistemáticamente severo y sin decoración
historiada, em pezaron pronto a realizar gastos suntuosos en sus palacios y sus
mezquitas. De su época son algunos de los más bellos alminares que aún se con­
servan en el Islam occidental: la torre Hassán en Rabat, la Kutubiyya de M arrá­
kish, la Giralda de Sevilla. Por otra parte, estos espíritus sistemáticos, hostiles a
la filosofía pagana, a la gnosis y a los judíos, a los que persiguieron, conocieron
el desarrollo de los tres más sólidos pensamientos originales del Magrib de aque­
llos tiempos. El de Ibn Bádjdja (Avempace para los cristianos), médico en Fez
y en Sevilla (m uerto en 1138), primer com entador de la Metafísica y de las Cate­
gorías de Aristóteles, maestro de Ibn Rushd (1126-1198), el célebre Averroes de
los cristianos, su guía filosófico del siglo xm. Hostil a Ghazáli, convencido de la
necesidad de un razonamiento dialéctico para afirmar el dogma, Averroes fue un
eslabón fundamental en la introducción del racionalismo en el pensamiento euro­
peo. Y finalmente, Maimónides (muerto en 1204), judío perseguido, puede ser
considerado conio uno de los más activos propagadores del aristotelismo, pero
en el interior de la comunidad judía para la que escribía y de la que conocemos
su papel de m ediadora entre el Islam y el mundo cristiano.

El derrumbamiento

En el verano de 1212, atravesando Sierra M orena, los tres reyes cristianos,


Alfonso VIII de Castilla, Sancho de Navarra y Pedro II de Aragón, derrotaron
duram ente a los almohades en Las Navas de Tolosa. El dominio beréber en la
Mancha ya había sido alterado por las insubordinaciones de los jefes de bandas.
Entre 1235 y 1265 los cristianos van eliminando de al-Andalus las guarniciones
musulmanas: los portugueses están en Beja en 1235, los aragoneses en Valencia
en 1238 y en las Baleares en 1222, los castellanos en Córdoba (1236), Murcia
(1243), Cartagena (1244), Sevilla (1248), Cádiz (1265). El Islam ibérico se hunde
brutal e irremediablemente; sólo subsistirán, como un pedazo arrancado, A lm e­
ría, Málaga y G ranada, reducto del arte musulmán que brillará hasta las postri­
merías del siglo xv.
La extensión del desastre es grande: en Ifriqiyá, los hafsíes, apoyándose a par­
tir de 1226 en los piratas de las Baleares, se instalan en Túnez, y los ziyáníes en
el Atlas central a partir de 1236. En el mismo Marruecos las revueltas bereberes
se multiplican, sobre todo entre los zanáta, y el clan de los Banu Marín (los ma-
riníes) ocupa la llanura y en 1269 se instala en Marrákish. La unidad del Magrib
queda dividida en tres partes, y el efímero y superficial dominio otomano de la
época moderna no lo remediará tampoco.
Al igual que el hundimiento del Islam oriental, el del Islam occidental no tie­
ne sólo aspectos negativos. Reagrupará en áreas reducidas, en Marruecos sobre
todo, fuerzas vitales cuyos cimientos históricos y geográficos son indiscutibles,
como en Egipto. Despejará las rutas comerciales del oro de Sudán, que desde
entonces llegan al M editerráneo sin obstáculos de dominios universalistas o mis-
ticos, y las rutas saharianas, puertas del África negra, se abrirán al comercio
como fueron abiertas bajo el control mongol las de A natolia y las de las orillas
del mar Caspio. Y sin em bargo, ateniéndonos a lo inmediato, el balance es desas­
troso. M ientras que a finales del siglo xi los musulmanes estaban a punto de re­
cuperar Toledo y de conquistar Constantinopla, a mediados del siglo xm son to­
talm ente expulsados del mar, y se les am putan tanto al este como al oeste terri­
torios esenciales para su dominio; y los que más adelante hablarán en voz alta
ya no tendrán nada que ver con los «pueblos fundadores». El Islam perm anecerá
dormido durante siete siglos, más tiempo del que había vivido hasta entonces.
Capítulo 5
UN ISLAM TURCO O MONGOL»

La catástrofe desencadenada material y espiritualmente en el Islam por la


oleada mongola interrum pe el curso* de la historia musulmana. En lo sucesivo,
ya nada será como antes. Y el fin de las profundas mutaciones que agitan con
violencia «el nudo del mundo» está aún lejos. En primer lugar, el Estado ayyúbí
desaparece bajo la acción de sus mercenarios que instauran una dominación mili­
tar en Egipto, el sultanato de los mamelucos, que pronto se extiende por Pales­
tina y toda Siria. Más al norte y en el este, la expansión mongola trae consigo la
descomposición del sultanato seldjúqí de Asia M enor, la ocupación de Iraq por
los mongoles, que destruyen Bagdad, de donde el nuevo califa cabbásí huye para
refugiarse en El Cairo (1258), la creación de los Estados mongoles de Oipchaq
y de los íljánes, y la aparición de los reinos turcomanos que corren diversas suer­
tes, desde el Asia M enor hasta Afganistán. En este contexto, sólo el sultanato
mameluco, a pesar de algunos incidentes internos político-militares, conserva un
cierto vínculo con el pasado y se revela como el más sólido, el mejor organizado
y adm inistrado, disfrutando, merced al control de los puertos del M editerráneo
oriental y del mar Rojo, de una considerable supremacía en los intercambios eco­
nómicos: este sultanato experim entó una gran prosperidad, patente, sobre todo,
en las espléndidas construcciones erigidas en El Cairo. La situación del Próximo
O riente musulmán evoluciona poco a poco a lo largo del siglo xiv, sobre todo a
partir de su segunda m itad, que es testigo del comienzo del poderío otom ano;
pero este poder se ve m om entáneam ente com prom etido por la invasión de las
tropas turco-mongolas de Tam erlán, en tanto que en Egipto el régimen vigente
es sustituido por una nueva serie de jefes militares: en el momento en que em pie­
za el siglo xv, el m undo musulmán sufre nuevas peripecias.
D urante todo este período, los occidentales abandonan todas sus posesiones
territoriales excepto la isla de Chipre, refugio del reino de Jerusalén, y dejan de
desem peñar cualquier tipo de papel político; en cambio, sus actividades económi­
cas progresan, particularm ente la de los venecianos y los genoveses. En lo refe­

* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona. (N. del e.)
rente a los bizantinos, a pesar de la reconquista de su capital en 1261, ven desa­
parecer poco a poco su supremacía en el Asia M enor occidental, y mermarse en
la Europa balcánica bajo la acción de los búlgaros, los servios y, posteriorm ente,
de los turcos, a los que Juan VI Cantacuceno recurrió im prudentem ente. Al final
del siglo xiv, el imperio bizantino no es más que un Estado con los días contados.

M u e r t e d e la c r u za d a

En la primera mitad del siglo xm se llevaron a cabo cuatro cruzadas, con m a­


yor o menor éxito, con objeto de reconstituir en Tierra Santa el reino de Jerusa­
lén: mientras la cuarta se detuvo en el camino y consiguió la creación del imperio
latino de Constantinopla, la quinta (1217-1219) fracasó en Egipto, al igual que la
séptima, la de Luis IX (1248-1250); en cambio, la sexta cruzada, conducida por
el em perador Federico II, fue testigo de la restitución de Jerusalén a los latinos
a raíz de un acuerdo concertado con el sultán ayyúbí Al-Kámil (1229). Pero quin­
ce años más tarde, los musulmanes volvieron a tomar la ciudad: los «Estados»
francos se reducen entonces a algunas ciudades de la costa siria y palestina y a
su inmediato hinterland. La expedición de Luis IX en Egipto no mejora en abso­
luto su situación, que em peora cuando el sultán mameluco Baybars, vencedor de
los mongoles en cAyn Djálút (1261), em prende sistemáticamente la reconquista
de las plazas ocupadas por los francos, tarea que es proseguida un poco más tarde
por el sultán Qálá’ún: en 1291 ya no queda una sola ciudad de Palestina o de
Siria en manos de los francos; la pérdida más sensible es sin duda la de San Juan
de Acre (mayo de 1291), que constituía para los genoveses una base comercial
muy importante.

El final del sueño palestino

La pérdida de las posesiones latinas pone fin, definitivamente, al sueño pales­


tino y a cualquier esperanza de reconstitución de un reino de Tierra Santa. Las
causas son múltiples: siguiendo la política de reconquista y de unidad musulmana
llevada a cabo por Núr al-Din y por Saladino, los sultanes ayyúbíes obraron de
manera pacífica y hábil, prefiriendo concertar tratados con los occidentales cuan­
do eso se revelaba útil a corto plazo, pero atacando si las circunstancias lo perm i­
tían; más tarde, con vistas a la consecución de su objetivo (la dominación de
Egipto y de Siria), los sultanes mamelucos impidieron que los latinos pudieran
recurrir a ellos; tal vez, una política más previsora, buscando antes la alianza de
los mongoles, habría permitido a los francos —como se ha dicho, Luis IX lo ha­
ría, pero sin éxito— m antener, total o parcialmente, sus posesiones en Siria y en
Palestina; además, hay que tener en cuenta que las rivalidades entre familias fran­
cas y entre las ciudades mercantiles italianas facilitaron las empresas de los ayyú­
bíes y, sobre todo, de los mamelucos.
El repliegue de los latinos en la isla de Chipre, donde se perpetúa el reino de
Jerusalén, introdujo nociones nuevas: la de hacer de la isla a la vez una eventual
base de partida para la reconquista de Tierra Santa, la de m antener en el Medi­
terráneo oriental un foco «latino» y, por último, la de utilizar la isla como punto
de enlace para las actividades mercantiles en el M editerráneo. De hecho, hasta
su conquista por los turcos en 1571, Chipre constituye un baluarte occidental cu­
yas manifestaciones ofensivas se inclinan más hacia el comercio, sobre todo cuan­
do los venecianos dominan la isla, que hacia las acciones militares. Chipre cons­
tituyó también un centro de cultura latina de la que se encuentran huellas en
obras literarias y, sobre todo, en la arquitectura religiosa y militar de la isla.
Un poco más al oeste, los caballeros de San Juan de Jerusalén encontraron
asilo en la isla de Rodas, conquistada en 1310: hicieron de la isla, esencialmente,
una base naval y militar contra los musulmanes de Asia M enor y de Siria, ocu­
pando en ciertos momentos otras islas (Cos, por ejemplo) o diversas plazas fuer­
tes en la costa asiática, como Halicarnaso (hoy Dodrum). La toma de la isla por
los turcos otomanos en 1522 implica la partida de los caballeros hacia Trípoli en
primer lugar y, más tarde, hacia Malta.
La reconquista de Constantinopla por los bizantinos en 1261 y el estableci­
miento de la dinastía de los Paleólogos en la capital por Miguel VIH tuvieron
consecuencias directas para los latinos, además de la desaparición del imperio la­
tino: la desposesión m omentánea de los venecianos en beneficio de los genoveses,
que hicieron de G álata el gran centro de su comercio en el M editerráneo oriental
y en el mar Negro; la progresiva reunificación del imperio bizantino; pero, sobre
todo, el hecho de que, durante cerca de quince años, Carlos de Anjou, hermano
de Luis IX y rey de Nápoles, intenta en vano reconquistar el trono de Bizancio.
Su fracaso definitivo, que ve todas sus esperanzas destruidas por la revuelta sici­
liana en 1282, señala el final de la presencia latina, excepto en M orea donde el
principado de Acaya se m antendrá aún mucho tiempo y constituirá, como Chi­
pre, un foco de cultura latina en un medio griego.
Es sintomático que en el siglo xiv las expediciones a las que se sigue llamando
cruzadas, aunque de manera errónea, no piensen ya en reconquistar los santos
lugares. Con el tiempo, adoptan dos nuevos aspectos: en primer lugar, en los dos
primeros tercios del siglo, se trata de expediciones organizadas bajo forma de
coaliciones poco estructuradas, que intentan defender los intereses cristianos en
el M editerráneo oriental, ya sea contra los emiratos y los piratas turcos, como en
1345, ya sea contra los mamelucos de Egipto, poseedores de salidas comerciales
en las orillas sirias, palestinas y egipcias: la toma de A lejandría en 1365 por Pedro
I de Chipre, que aspira a asegurarse el control del comercio efectuado por este
puerto, es finalmente un fracaso que se vuelve en contra de los cristianos de Egip­
to y los comerciantes occidentales. Venecianos y genoveses no fomentaron en lo
sucesivo este tipo de expediciones. El segundo aspecto aparece a partir del mo­
mento en que los turcos otom anos establecen su dominación en la Europa balcá­
nica: las expediciones em prendidas contra ellos toman el nombre de cruzadas an­
titurcas; su finalidad es proteger a los cristianos de los Balcanes contra la progre­
sión musulmana: las expediciones de Nicópolis (1396) y, posteriorm ente, la de
Varna (1445), de la que se hablará en su momento, suponen crueles fracasos para
los occidentales, que no reem prenderán la ofensiva contra los turcos hasta el siglo
xvi, al sesgo de los conflictos entre hispano-austríacos y otomanos.
A unque el aspecto religioso no desapareció totalm ente de las expediciones lle­
vadas a cabo por los latinos en el M editerráneo oriental, no representa ya más
que un elem ento secundario, pues los intereses comerciales ocupan el primer lu­
gar, hecho particularm ente visible en la actitud de las dos grandes ciudades m er­
cantiles de la época, Venecia y Génova. Por otra parte, ¿en qué otro pretexto se
podrían apoyar los occidentales para justificar sus acciones en O riente? Los E sta­
dos latinos de Tierra Santa y del territorio bizantino desaparecieron, salvo algu­
nas excepciones, y con ellos toda clase de problemas propiam ente políticos. En
cuanto a los problemas humanos, son prácticamente inexistentes en Siria y Pales­
tina, donde los contactos entre los latinos y las poblaciones locales se redujeron
al mínimo y no dieron lugar a ninguna repercusión. Las excepciones conciernen
a Chipre, al principado de M orea y a algunas islas del mar Egeo ocupadas por
los venecianos; pero hará falta tiempo, incluso siglos, para que se establezcan
relaciones bastante estrechas entre occidentales y orientales. Las implantaciones
de población, que algunos cronistas del siglo x i i consideraban como adquiridas
apuntando lo que los señores latinos habían adoptado de las costumbres y las
hablas locales, no resistieron ante la reconquista musulmana; aunque las órdenes
religiosas y algunos señores lucharon durante la mayor parte del siglo xm por
defender los territorios que seguían estando aún bajo su autoridad, finalmente
debieron renunciar a hacerlo, y de su establecimiento en Siria y en Palestina qu e­
daron las fortalezas edificadas en el limes cristiano-musulmán, reseñas en las cró­
nicas de algunos autores árabes y, por último, la presencia de algunas colonias
comerciales, esencialmente italianas, en diversos puertos del litoral sirio, palesti­
no y egipcio. Por el lado occidental, las aportaciones son igualmente limitadas:
aunque el espíritu de cruzada se manifiesta aún entre algunos papas (Bonifacio
VIII, Juan XX II), algunos soberanos (Felipe VI de Valois, Pedro I de Chipre)
y, sobre todo, algunos religiosos (principalmente dominicos: Ramón Llull, Bur-
card o Brochard, Guillaume Adam , Ricoldo de M onte Croce), es significativo
que el conocimiento del Islam y de los musulmanes apenas progresó: las ideas
falsas y la incomprensión siguieron siendo la regla general.

El interés de los italianos

Aunque las em presas políticas y religiosas fracasaron en territorio musulmán


y, parcialm ente, en territorio bizantino, no ocurrió así con las em presas com ercia­
les. A lo largo del siglo x i i , gracias a la conquista de los puestos de la costa sirio-
palestina, algunas colonias de comerciantes italianos se establecieron en estos
puertos, pero el comercio efectuado por los m ercaderes no llegó más allá de los
intercambios locales, a los que cabe añadir la actividad comercial desarrollada
con Egipto.
La situación cambia en el siglo xm: durante la primera mitad del siglo, los
venecianos dominan el mercado m editerráneo, pero en la segunda mitad, por una
parte, el régimen mameluco que gobierna Egipto y Siria controla el comercio de
tránsito entre los países del océano índico y los del M editerráneo así como la
exportación de productos locales y del África oriental; por otra parte, los genove-
ses supieron aprovecharse de la reconquista griega de Constantinopla y adquirir
algunas ventajas, aunque temporales, sobre los venecianos: instalados en G alata
en 1265, donde poco a poco se va edificando una ciudad genovesa, obtienen el
derecho de com erciar en el mar Negro y establecen entonces factorías en Crimea,
Caffa y Tana; están igualmente presentes en Chipre (en Famagusta) y, a pesar
de la caída de San Juan de A cre, mantienen posiciones en varios puertos de la
costa siria. Una vez desposeídos, los venecianos reaparecen en Constantinopla
en 1268, un poco más tarde en el mar Negro, y hacen de A lejandría una de sus
principales escalas en O riente: como ocupan constantem ente las islas de Eubea
y de Creta, y diversos puntos de enlace en el Adriático, establecen una red de
comunicaciones, una política de dominación y de presencia que corresponde a la
existencia de un verdadero imperio económico e incluso político, en cierto modo,
al que se denom inó «la Rom anía veneciana».
Las guerras llevadas a cabo por Miguel VIII Paleólogo contra Carlos de An-
jou y las que entablaron sus sucesores con los búlgaros, los servios y los turcos,
contribuyeron a debilitar el imperio bizantino, víctima, por otra parte, de consi­
derables dificultades sociales. Los venecianos y los genoveses aprovecharon am ­
pliamente estas circunstancias para controlar la casi totalidad del comercio exte­
rior bizantino y privar al imperio de im portantes ingresos: a principios del siglo
xiv, el tráfico de G álata es casi diez veces superior al de Constantinopla y el co­
mercio de los productos de exportación más rem uneradores (trigo, m adera, cur­
tidos, alumbre, telas preciosas, y sobre todo, esclavos originarios de las regiones
del Cáucaso, con destino al Egipto mameluco) está en manos de los italianos,
algunos de los cuales, como el genovés Benedetto Zacearía, constituyen verdade­
ras potencias económicas.
Sin duda, ni los venecianos ni los genoveses tuvieron éxitos constantes y, más
de una vez, debieron padecer ya fuera la hostilidad de los dirigentes del lugar,
tanto en Constantinopla como en Crimea, donde, tras una buena acogida, los
jánes mongoles de Qipchaq mostraron una actitud muy antioccidental, ya fuera
la hostilidad de las poblaciones locales que acusaban a los comerciantes latinos
de arruinarlos y, sobre todo, de menospreciarlos. A dem ás, las dificultades del
imperio condujeron a los basileis a devaluar repetidas veces el hiperperio (sueldo
de oro) bizantino de 24 a 9 y, posteriorm ente, a 5 quilates; la moneda bizantina
perdió su papel de moneda internacional en favor de las monedas italianas, el
genovino, el florín y, finalmente, el ducado veneciano que, bajo el nombre de
cequí, gozó durante siglos de una total preponderancia. Esta dominación m oneta­
ria se vio com pletada por la puesta en marcha de una red de banqueros que evi­
taban las transferencias de monedas, y por la creación de seguros marítimos que
suponían indiscutiblemente ventajas para m ercaderes, negociantes y armadores.
Cuando la situación política del Asia anterior y central desorganiza los circui­
tos comerciales de China y del Turkestán, venecianos y genoveses, sin abandonar
totalm ente sus bases del mar Negro y A natolia, vuelven su interés hacia las sali­
das y los enlaces m editerráneos del comercio internacional: la estabilidad y la se­
guridad interna de los países que están bajo la autoridad musulmana impulsan a
fortalecer las colonias mercantiles de Siria, Palestina y Egipto y, desde este punto
de vista, el puerto de Alejandría desempeña un papel primordial. Lo mismo ocu­
rre en el caso de las islas de Chipre y de Creta: la prim era, sobre todo, ocupa
una posición estratégica en el M editerráneo oriental, y la expedición del rey Pe­
dro 1 contra A lejandría no tiene sólo los objetivos religiosos confesados: la segun­
da intención comercial no está ausente, pero el fracaso final de este intento se
vuelve m om entáneam ente contra los comerciantes francos instalados en la ciu­
dad. Más tarde, el ataque a Alejandría no tendrá lugar y un modus vivendi co­
mercial se establece entre funcionarios y comerciantes egipcios y entre com ercian­
tes y arm adores italianos, un proceso que continuará hasta la conquista de Siria
y de Egipto por los otomanos a principios del siglo xvi.
Así pues, el sueño de los caballeros de la época de las primeras cruzadas de
establecer en O riente un Estado latino fracasó com pletamente; en cambio, la pre­
sencia latina se manifiesta bajo un aspecto que da un peculiar giro a las relaciones
entre occidentales y orientales, y en el que no se trata ya de dominación territo­
rial sino, so capa de intercambios comerciales, de control de actividades económi­
cas referentes tanto a Europa como a Asia: aparece así en el M editerráneo una
forma de capitalismo mercantil, que se desarrollará sin cesar a lo largo de los
siglos y provocará, según la fuerza o debilidad de los Estados del Próximo O rien­
te, la fortuna o la ruina de éstos.

E l s a n t u a r io e g ip c io

La segunda mitad del siglo xm es testigo de profundos cambios en el mundo


musulmán del Próximo O riente: en Siria y en Egipto los ayyúbíes, kurdos arabi-
zados, habían modificado ya las circunstancias locales; más al norte y al este, los
seldjúqíes, turcos islamizados y marcados por influencias árabes e iraníes, habían
aportado su ayuda al califa de Bagdad y extendido el dominio musulmán en el
Asia M enor bizantina.
Pero poco antes de mediados del siglo xm sobreviene el peligro mongol: algu­
nos sucesores de Gengis Ján penetran en territorio musulmán y hacen pesar am e­
nazas sobre las dinastías instaladas en Irán, Iraq, Adharbaydján y Anatolia, así
como en el norte de Siria.

Un golpe de Estado militar

A fin de protegerse, el soberano de Egipto, Al-Malik al-Sálih recluta jinetes


de las poblaciones del Jwárizm, entre el mar Caspio y el mar de A ral, alejadas
por el empuje mongol, y los lanza a Palestina y Siria con la intención de recons­
tituir la unidad de los ayyúbíes, como en tiempos de Saladino, y de oponer a los
mongoles una defensa organizada. Pero los jwárizmíes se distinguen sobre todo
por la matanza de las poblaciones locales, principalmente en Jerusalén, donde
los cristianos son diezmados (1244); para desembarazarse de ellos, Al-Malik al-
Sálih recurre a esclavos comprados en los puertos del mar Negro, provenientes
de poblaciones turcas de la región del bajo Volga sometidas a la dominación mon­
gola y que sus nuevos amos venden sin escrúpulos a comerciantes griegos e italia­
nos. Estos esclavos (mamelucos) son formados en la carrera de las armas y cons­
tituyen desde entonces lo esencial del ejército de Al-Malik al-Sálih: se les llama
«sálihí-es», a partir del nombre de su amo. Cumplen perfectam ente su com etido,
eliminando a los jwárizmíes y, posteriorm ente, oponiéndose victoriosamente a los
cruzados de Luis IX desembarcados en Damieta (1249); pero la muerte repentina
de Al-Malik al-Sálih les permite desem peñar un im portante papel: poco satisfe­
chos de la conducta y las intenciones respecto a ellos del nuevo soberano, Türán
Sháh, los jefes mamelucos lo suprimen y reconocen como soberano a Shadjarat
al-D urr, viuda de al-Sálih, a cuyo lado colocan como consejero a uno de los su­
yos, el emir Aybak. Esta situación dura poco, pues, finalmente, Aybak toma solo
el poder y se hace otorgar el título de sultán (1250), inaugurando así la serie de
los nuevos soberanos de Egipto: los mamelucos «bahríes» (de la palabra árabe
bahr, ‘m ar’ referida al Nilo, en una de cuyas islas se encontraba el principal cuar­
tel de los mamelucos), que gobernaron el país hasta 1382; más tarde, hasta 1517,
otros mamelucos, sobre todo de origen circasiano, reinaron en Egipto y llevaron
el nombre de «burdjíes» (de la palabra burdj, ‘torre’, pues estaban acuartelados
en las torres de la ciudad de El Cairo).
La toma del poder por los militares y, sobre todo, la consolidación del nuevo
régimen se debieron a diferentes factores: en primer lugar, la nueva amenaza
ffanca originada por la cruzada de Luis IX, y eliminada en el delta del Nilo; y
luego, la am enaza mongola llegada de Iraq con el ján mongol Húlágü que, en
1258, toma Bagdad, destruye la ciudad y penetra en Siria; la derrota de los m on­
goles en cAyn Djálút el año 1261 supone para el sultán mameluco Baybars (1260­
1277) un éxito sin precedentes, pues aparece a los ojos de los musulmanes como
el salvador del Islam y del califato, como uno de los descendientes del califa cab-
básí refugiado en El Cairo; finalmente, la reunificación de Egipto y de Siria en
un mismo conjunto político permite también a los musulmanes erigirse en suceso­
res de Saladino. De este modo, se encuentra bastante rápidamente legitimado un
régimen nacido del azar de las circunstancias y de la voluntad de algunos jefes
militares. Éstos pueden asegurar con mayor razón su poder en tanto que repre­
sentan la única protección de Egipto y de Siria contra los peligros de las invasio­
nes mongolas, debido a la desaparición de los soberanos ayyúbíes.
Llegados al poder fuera de todo concepto tradicional musulmán, estos milita­
res imponen un sistema político fundado en su origen, en su pertenencia a un
medio específico, el de los «mamelucos», que constituye el elem ento fundamental
del Estado; el sultán es el primer representante de esta casta militar, pero su po­
der real depende de los emires, sus com pañeros de reclutam iento y de función,
de los que a menudo no es más que el primus ínter pares. A los emires se les
atribuyen iqtáfs com parables a los iqtács seldjúqíes, es decir, rentas fiscales de tie­
rras cuya dimensión varía en función de la importancia del detentor y de su fun­
ción militar o administrativa; los emires deben m antener con estas rentas a los
mamelucos, entre 10, 40 o 100, suceptibles de ser llamados a filas en cualquier
momento por el sultán. Éste, por su parte, dispone de cerca de la mitad de las
rentas del Estado, lo que se justifica por la importancia y la dimensión de sus
servicios: éstos representan el organismo central, al que se añaden los servicios
dependientes de la corona propiam ente dicha. A unque, gracias a las rentas, el
sultán ocupa una situación considerable que hace de él verdaderam ente el jefe
del Estado, esto no basta para darle un poder absoluto y, sobre todo, para perm i­
tirle asegurar su sucesión a través de su hijo; en efecto, sus rentas, como las de
los emires, son personales, vitalicias y no transmisibles: la noción de herencia es,
en principio, inexistente y, por tanto, es excepcional que un hijo de sultán suceda
a su padre; el hecho se produjo, no obstante, en el siglo xiv, cuando Muhammad
al-Malik al-Násir sucedió a su padre, el sultán Qálá^ún (1279-1290), aunque no
reinó verdaderam ente más que a partir de 1310, y hasta 1341. Lo mismo ocurre
en el caso de las iqtács de los emires, pero el sistema contiene en sí sus propios
defectos: el sultán y los emires son los representantes de una «casta» social que,
una vez confiscado el poder, no quieren retroceder a otras categorías, de donde
proviene la obligación de m antener, e incluso de aum entar, si es necesario, el
número de gentes pertenecientes a esta casta, los mamelucos; pero resulta que
el sultán y los emires sólo son los representantes de una «tajada» de la casta y,
como la sucesión está prohibida y los hijos de los mamelucos nacidos en Egipto
o en Siria no podrían ser considerados, por definición, como mamelucos, se im­
prime la renovación de los dirigentes, ya sea por propia voluntad o por la fuerza,
lo que explica el número de golpes de Estado sobrevenidos en el régimen m ame­
luco, y la inexistencia de una verdadera dinastía.

El reflejo de un antiguo Islam

A pesar de las tensiones, el régimen se distinguió por un poder fuerte y una


administración heredada de los califatos cabbásí y fátimí. El sultán es el jefe tem ­
poral y, merced a la presencia del califa cabbásí en El Cairo, recibe de éste, en
tanto jefe espiritual, una garantía de autenticidad de su poder. Por supuesto, los
sultanes mamelucos confinaron constantem ente a los califas en límites extrem ada­
m ente estrechos y, salvo en raras y cortas excepciones, no pudieron ejercer un
verdadero poder, a pesar de ser los poseedores de la legitimidad y de la continui­
dad musulmanas, principalmente a los ojos de la población.
El sultán reside en El Cairo; los palacios y edificios sultaníes están situados en
la ciudadela, desde donde Saladino ejerció su poder. El sultán y los emires son a
m enudo de origen turco y hablan mal el árabe; sin em bargo, se escogen entre los
emires los titulares de las funciones áulicas que constituyen el consejo del sultán,
llamado a discutir y a tom ar decisiones concernientes a la política del Estado: el
consejo está formado por el jefe de la casa sultaní (ustádhdár), el jefe de la can­
cillería (dawádár), el emir de las armas (amír siláh), el com andante de la guardia
(ra?s nawba), el emir de las caballerizas (amir ákhúr), el emir responsable de la
seguridad del sultán (amir djandar), etc. En la práctica, sobre todo al comienzo
del régimen de los mamelucos, el sultán, cuando conduce expediciones fuera de
El Cairo, delega sus poderes en un lugarteniente (ntfib) que se hace cargo enton­
ces de la administración. Ésta, como en el caso de los fátimíes y los ayyúbíes, está
dividida en oficinas (diwán), cada una de ellas dirigida por un názir y encargado
de las rentas del imperio, de los gastos, del ejército y de la administración interna;
el personal de los diwáns es a menudo, como bajo los regímenes precedentes, cris­
tiano, e incluso judío; la circulación de las órdenes y decretos está asegurada por
la cancillería, dirigida por el «secretario del secreto» (kátib al-sirr), y cuyo funcio­
nam iento aparece en algunos libros de cancillería cuyo más célebre ejem plar es el
de Q alqashandi (1355-1418), el Subh al-afsháy acabado en 1412; la cancillería dis­
puso, sobre todo a partir del siglo xiv, de un correo a caballo (barid), prim era­
mente de origen militar, pero más tarde asignado a la administración, y que se dis­
tinguió por su notable eficacia, sobre todo en las relaciones con las provincias.
Las provincias no estaban constituidas de manera uniforme; en Egipto existían
dos grandes regímenes: el Bajo Egipto o D elta, y el A lto Egipto o Sa^d, divididos
en veinte provincias administradas cada una por un gobernador ( wálí)\ en Siria
se contaba con seis regencias (m am laka), o lugartenencias (niyába), cada una de
ellas dirigida por un n tfib , es decir, por un representante del sultán, que disponía
de emires, adm inistradores y gobernadores. Esta organización no impidió la crea­
ción en Egipto, en la segunda mitad del siglo xiv, de inspectores (káshif), cuyas
funciones ejercían emires encargados de controlar el buen funcionamiento de los
canales de irrigación, de garantizar la seguridad de los agentes del fisco y de cui­
dar del buen desarrollo de las cosechas: estos káshifs ocuparon luego un im por­
tante lugar en la vida administrativa y política de las provincias.
Si el Estado muestra tanto interés por los campos es porque lo esencial de sus
recursos provienen de ellos, tanto en forma de productos diversos (cereales, le­
gumbres, caña de azúcar, frutos) como de impuestos sobre las cosechas; es, pues,
normal que el Estado, particularm ente en Egipto, vele por el rendim iento de la
agricultura, condicionada por las crecidas del Nilo, cuyas consecuencias sólo pue­
den ser benéficas si los canales de irrigación están bien conservados; además, en
Siria y en el Alto Egipto, es m enester proteger a los campesinos contra las tribus
beduinas, a menudo animadas por el afán del pillaje. El Estado mameluco pro­
porcionó a estas tribus un terreno de expansión en Nubia, hasta entonces parcial­
m ente cristiano, pero que la conquista llevada a cabo por Baybars contribuyó a
islamizar progresivamente, principalmente por la instalación de tribus árabes.
Esta islamización de Nubia es capital para Egipto —y para el régimen mamelu­
co — pues abre a este país la ruta del África central y oriental con todas sus rique­
zas, entre las que se encuentra, en primer lugar, el comercio de los esclavos ne­
gros.
La riqueza del imperio mameluco está en poder del sultán, por una parte, y,
por otra, de los em ires, detentores de iqtffs es decir, rentas fiscales vinculadas a
las tierras que se les atribuyen: estas rentas tienen como finalidad cubrir sus ne­
cesidades cotidianas (por lo general, ampliamente satisfechas), pero también
com prar, alim entar, formar y equipar sus propios mamelucos; casi todos estos
emires residen en la capital, El Cairo, o en las grandes ciudades de Siria (Dam as­
co, A lepo), y confían la gestión de sus iqtáls y la vigilancia de sus rentas a inten­
dentes, a menudo intransigentes con respecto a los campesinos. Los emires se
rodean, a la manera del sultán, de una especie de corte, más o menos importante
según su rango. Esto les lleva a utilizar el resto de sus rentas para construirse
una residencia más o menos grande y una tumba de mayor o menor dimensión,
a dedicar algún dinero a construcciones religiosas (eventualm ente una mezquita,
una madrasa) o militares a fin de asegurar su porvenir material y el de su familia,
y a construir o com prar casas de alquiler, baños, tiendas, jáns (wakála), almace­
nes o tierras. Para que estos bienes no sean sustraídos o confiscados son conside­
rados w aqf (fundación piadosa), siendo destinados los ingresos al mantenimiento
de los edificios religiosos construidos por el emir y perm itiendo a los descendien­
tes del benefactor contar con algunos recursos al atender la gestión de estas fun­
daciones piadosas. Indiscutiblemente, el sistema de los waqfs experim entó un
gran desarrollo bajo el régimen mameluco, tanto en Egipto como en Siria: el re­
gistro ( waqfiyya) de estas donaciones, cuando pudo ser conservado, constituye
un valioso docum ento para el conocimiento de la historia económica y social de
las ciudades del Estado mameluco.
Éste se caracterizó, por otra parte, por la importancia de las ciudades y de la
vida urbana: el hecho de que los detentadores del poder y de la riqueza residieran
en las ciudades, de que sus ingresos, esencialmente agrícolas, fueran en su mayor
parte gastados en la ciudad y de que la vida económica experim entara, bajo los
mamelucos, una formidable expansión, todo esto contribuyó a asegurar el desa­
rrollo de las ciudades, principalmente de las grandes: El Cairo, Damasco, A lepo,
etcétera, a pesar de la gran peste de 1349 que afectó fuertem ente a Egipto. La
población crecía y, al mismo tiempo, las casas, las tiendas, los talleres destinados
al alojamiennto y al trabajo de habitantes atraídos por el maná proveniente de la
generosidad de los emires: pero esto implica también el desarrollo o la creación
de barrios nuevos, con sus características, sus indispensables monumentos religio­
sos: mezquitas, madrasas, conventos, etcétera, sus centros comerciales, más o
menos im portantes según el em plazam iento del barrio; en algunos casos, se ven
multiplicarse en el centro de la ciudad (rara vez en la periferia) almacenes, jdns,
wakdlas, qaysariyyas y fu n d ú q s, testigos de la actividad del gran comercio que se
observa en El Cairo, Damasco o A lepo; el desarrollo de las ciudades no es uni­
forme en todas partes, ni en todo tiempo, y la organización interna no es en ab­
soluto paralela al crecimiento de la población o al de las diversas actividades: así,
parece ser que los gremios no tuvieron una existencia muy sólida o, en todo caso,
que su papel sería muy restringido; la futuw w a, que vimos desarrollarse en el m e­
dio cabbásí, sólo tiene ya, en el Egipto y la Siria mamelucos, un carácter formal,
sin influencia política o social; por lo demás, iría desapareciendo poco a poco.
En cambio, una categoría social tiende a adquirir una posición importante en las
ciudades: la de los ulemas (u l a m á plural de cá/im, sabio, hombre versado en la
ciencia religiosa), que desempeñan un papel de intermediarios entre el poder y
la población y ejercen funciones ya sea jurídicas o religiosas; formados en las m a­
drasas, representan, a los ojos de la población —más que los sultanes mamelucos
y los em ires, considerados, a pesar de todo, como «extranjeros» —, la tradición
arábigo-musulmana, la ortodoxia religiosa y, tal vez más en los barrios populares
y en los campos, los verdaderos guías espirituales, en conexión con las cofradías
religiosas (tariqas). Algunos ulemas y algunos personajes piadosos fueron venera­
dos como santos, cuyo carácter de santidad a veces incluso era reconocido por
los emires, preocupados por entablar relaciones con la población y no mostrarse
diferentes a ella.
Según parece, la islamización de Egipto experim entó entonces un sensible
progreso; aunque los cristianos y los judíos no sufriesen ni persecuciones ni pre­
siones, es indiscutible que, debido a los propios emires, a menudo musulmanes
de fecha reciente, el Islam debía ser afirmado como el elem ento fundamental del
imperio mameluco a fin de crear los lazos de unión más indispensables entre los
dirigentes y el pueblo. Los primeros sultanes mamelucos encontraron en el teólo­
go hanbalí Ibn Taymiyya (1263-1328) —a menudo atacado por otros teólogos m u­
sulm anes— la teoría justificativa de la unión indisoluble entre la religión y un
Estado fuerte, encargado de hacer respetar la ley religiosa, de promover el pro­
greso social y de desarrollar las relaciones armoniosas entre las diferentes catego­
rías de la población. Este carácter religioso del régimen queda de manifiesto en
la profusión de edificios piadosos construidos por los sultanes y los emires m am e­
lucos en El Cairo, en Damasco, en A lepo en otras ciudades: mezquitas, madra-
sas, hospitales, tumbas, escuelas, fuentes (sabils), etcétera, a los que un estilo
típico añade un elem ento de originalidad que contribuye a caracterizar el sultana­
to mameluco.

La gran ruta de las Indias

Al tiempo que el Estado mameluco supo afirmarse en la gestión política de


Egipto y de Siria, en el plano externo se benefició de circunstancias favorables o
supo crear las condiciones de estas circunstancias. El fracaso de la cruzada de
Luis IX y, poco después, la derrota de los mongoles en cAyn Djálút proporciona­
ron a los mamelucos la seguridad en Siria, seguridad reforzada a finales del siglo
xm por el despojo de los últimos cristianos latinos de O riente con la toma de San
Juan de Acre en 1291 y, más tarde, por nuevas victorias sobre los mongoles: la
paz firmada con ellos en 1323 pone punto final a este proceso; asimismo, la elimi­
nación del reino armenio de Cilicia asegura la protección de la frontera siria; por
último, el ocaso de los Estados mongoles de Irán y de Qipchaq, las revueltas y
las luchas que hacen estragos en Irán, en Iraq y en Asia M enor durante la mayor
parte del siglo xiv desvían a los comerciantes de las rutas comerciales que pasan
por estos países. Por el contrario, la estabilidad y la paz que reinan en Siria y,
sobre todo, en Egipto favorecen las rutas que parten de estas regiones hacia el
océano índico. Asimismo, se muestra un mayor interés por África central y orien­
tal: Nubia pasa ya bajo el control indirecto de los mamelucos por la instalación
de tribus árabes. Así, Egipto, sobre todo, aparece entonces como el eje del co­
mercio entre países m editerráneos y países del océano índico: se efectúa un im­
portante tráfico a través del país, al sur a partir del puerto de cAydháb, desde
donde un camino se dirige al valle del Nilo, a Qús, y posteriorm ente, a través
del río, llega hasta El Cairo y finalmente a Alejandría, donde toman el relevo
los comerciantes occidentales. Este comercio de tránsito, consistente en especias,
pimienta, seda, telas de lujo o productos preciosos como la porcelana, proporcio­
na considerables ingresos al Estado mameluco, bajo la forma de derechos de
aduana, tasas de entrada y salida, tasas sobre los navios, sobre las transacciones,
etc. Estos ingresos permiten la importación de materiales de los que se carece,
madera y metales especialm ente, a veces cereales, y también la compra de los
jóvenes esclavos indispensables para la renovación del ejército mameluco.
El gran comercio, al igual que en tiempos de los ayyúbíes y hasta mediados
del siglo x v f está en manos de los mercaderes kárim í, cuyo período más sobresa­
liente se sitúa durante el siglo xiv. Estos comerciantes organizados en asociacio­
nes familiares en las que participan hom bres libres y esclavos como agentes, pros­
pectores de mercados, representantes en las factorías locales de la costa oriental
de África, en A rabia, en India e incluso más lejos. Es probable que algunos co­
merciantes kárim í o sus agentes establecieran contactos en el siglo xiv con los
habitantes de Sumatra o de Java —donde habría comenzado entonces la islamiza-
ción, en particular en el norte de Sum atra, en A tjeh — y con la China. Los kárim í
drenaron hacia Egipto los productos de Extrem o O riente, enriquecieron al E sta­
do mameluco, al mismo tiempo que a sí mismos (se habla de kárimí poseedores
de varios centenares de miles de diñares) y contribuyeron al desarrollo económico
de El Cairo donde los barrios mercantiles, con sus zocos, experim entaron una
considerable expansión, por la que se interesaron numerosos emires.
El monopolio ejercido por los kárim í en el mar Rojo y en la ruta cAydháb-Qüs
implicó reacciones, por una parte, de las tribus beduinas del Alto Egipto, ávidas
de sacar provecho de la riqueza que se ponía a su alcance, tribus que provocan
disturbios a los que se añaden los estragos causados por la gran peste; y, por otra
parte, de los piratas que surcan el sur del mar Rojo y las costas africanas; por lo
que, antes del final del siglo xiv los kárim í abandonan el puerto de cAydháb
como punto de desembarco, trasladado entonces a las inmediaciones de Suez.
Por el flanco m editerráneo, Alejandría es el gran punto de enlace del com er­
cio internacional. La eliminación de los latinos de sus posiciones de Siria y Pales­
tina facilitó el establecimiento de relaciones comerciales más intensas: el ataque
de Pedro I de Lusiñán contra Alejandría en 1365, violentamente denunciado por
los comerciantes italianos, comprometió m om entáneam ente estas relaciones
pero, desaparecida la amenaza, se volvió a la situación anterior. Alejandría,
como los otros puertos de la costa siriopalestina donde se encuentran colonias de
comerciantes europeos, constituye a la sazón el punto extremo del comercio de
estos mercaderes: los mamelucos les prohíben cualquier actividad en su territorio
y, con mayor razón, en el mar Rojo y más allá. Los occidentales sólo pueden
establecer algunos contactos con el mundo asiático, a través de la ruta turco-mon­
gola. En la medida en que la fuerza y la riqueza de Venecia o de Génova están
lejos de poder rivalizar con las del Estado mameluco y en que, en cambio, las
ciudades mercantiles italianas, provenzales y catalanas poseen el monopolio del
comercio transm editerráneo, éstas encuentran allí sustanciales ventajas, más bajo
coste, y ofrecen una imagen de Occidente que ya no es la del guerrero conquis­
tador, sino la del comerciante propicio a las relaciones amistosas. Excepto duran­
te el episodio de la toma de Alejandría en 1365, las colonias extranjeras vivieron
en paz en los puertos del Estado mameluco, donde completaron la red comercial
establecida por todas partes del M editerráneo.
A parte de los mercaderes, otros occidentales, los peregrinos, recorren el terri­
torio mameluco; aunque algunos de ellos hallan en estos peregrinajes la ocasión
para recordar las cruzadas, con un cierto espíritu de desquite, otros, por el con­
trario, observan Oriente con nuevos criterios: Gower en su Confessio Am antis
rechaza la idea de m atar sarracenos como contraria a la enseñanza de Cristo;
Langland escribe que la religión de los musulmanes no es totalmente opuesta a
la de los cristianos; H onoré Bonet, en su libro Arbre de batailles, escrito hacia
1387, admite que el papa hace bien en predicar la cruzada pero, según él, esta
guerra contra los incrédulos es injusta por dos razones: en primer lugar, si Dios
les dio sus creencias, ¿por qué querer quitárselas por la fuerza y no dejarles vivir
libremente? Y en segundo lugar, no hay que ir contra la voluntad de Dios. Por
su parte, John Wyclif escribe «las cruzadas son empresas de bandidaje y pilla­
je...».
En resumen, poco antes del final del siglo xiv, el Estado mameluco constituye
la potencia dominante en el M editerráneo oriental, aun cuando algunos inciden­
tes tienden a mostrar que no está al abrigo de las dificultades como: el agotamien-
to de las vituallas hacia 1360, que lleva a convocar un nuevo reclutamiento entre
los circasianos; el abandono del puerto de cAydháb; los estragos de la peste que
se manifiesta a través de varias epidemias tras el azote de 1349; los disturbios en
el Alto Egipto y, a finales del siglo, una primera confrontación con los otomanos
en la frontera de Cilicia. Pero ninguno de estos hechos es lo suficientemente im--
portante como para hacer vacilar el imperio, que continuará desem peñando su
papel, casi siempre con el mismo esplendor, a lo largo del siglo xv.

El final de un Egipto original

Dos im portantes características aparecen en el segundo período de la historia


de los sultanes mamelucos de Egipto, la de los sultanes «burdjíes» o circasianos:
en primer lugar, el hecho de que la calidad de «circasiano» es una condición casi
absoluta para formar parte de la jerarquía del poder; y en segundo lugar que,
aun cuando no se puede hablar propiam ente de dinastía, de 1382 a 1461 y casi
sin interrupción, los sultanes pertenecieron a la categoría de los mamelucos de
Barqúq, los záhirt, de modo que los reinados de Barqüq (1382-1395), Shayj
(1412-1421), Barsbdy (1422-1438), Yakmak (1438-1453) y Aynál (1453-1461)
constituyen una misma «casta»; un poco más tarde, es un mameluco de Malik
al-Ashraf Barsbáy, Qá^tbfly (1468-1496) y luego un mameluco de éste, Qánsúh
al-Gúri (1501-1516), quienes forman otro linaje de sultanes. En relación al primer
período del sultanato mameluco, el segundo representa, pues, una im portante
transformación por la sucesión de soberanos del mismo origen, pero también por
la extensión de los reinados, lo que da testimonio, indiscutiblemente, de una cier­
ta estabilidad en el gobierno mameluco y de la autoridad que alcanzaron los sul­
tanes sobre su administración militar y civil o, al menos, de que hicieron de los
emires fieles colaboradores, a los que la atribución de notables beneficios y privi­
legios les da una situación particularm ente envidiable y no justifica que haya in­
surrecciones palaciegas: muy al contrario, ellos son los defensores de este régi­
men que les aporta riqueza y responsabilidades. En este contexto, los sultanes
aparecen no sólo como los dueños del poder, sino también como señores preocu­
pados por los intereses de sus súbditos, sobre todo de los que están situados más
arriba en la jerarquía, a quienes les interesa favorecer. Se pone también de ma­
nifiesto que están más cerca de la población egipcia, no sólo porque su reinado
es más largo, y por tanto son conocidos mejor, sino también porque se arabizan
antes que los sultanes del primer período. En estas condiciones, a partir del prin­
cipio del siglo xv, el califa cabbásí ya no representa más que un símbolo religioso
sin fuerza política.
En el dominio de la administración, también tienen lugar importantes trans­
formaciones en el siglo xv. A causa de los graves problemas económicos que se
plantean a finales del siglo xiv, a causa igualmente de la creciente autoridad del
sultán sobre los que le rodean, se advierte que, entre los emires allegados al so­
berano, uno de ellos adquiere una especial relevancia: es el ustádhdár, encargado
de la casa del sultán, que vela por la centralización de la administración, la super­
visa y ejerce una especie de función de gran visir, aunque sin sustraerse por eso
de la dependencia respecto al sultán, en lo sucesivo más jefe político que militar
y responsable del buen funcionamiento del Estado. Junto al ustádhdár, otro emir
ocupa un alto nivel en la jerarquía: es el emir de los ejércitos (átábek al-casákir)y
para quien se vuelve a utilizar un viejo tratam iento seldjúqí en lugar de los trata­
mientos fátimíes o ayyúbíes; el hecho es significativo y ha de relacionarse con el
desarrollo, en el mismo período, del poder de los otomanos, que se proclaman
también herederos de los seldjúqíes y que, al igual que los sultanes mamelucos,
son turcos. Las dos grandes dinastías son vecinas en los confines de A natolia y
de Siria-Cilicia y reclutan en estas regiones pequeños soberanos locales en tanto
que clientes o aliados: la rivalidad entre mamelucos y otomanos se manifiesta así
en más de un terreno.
Cuando, a finales del siglo xv, surgen nuevas dificultades en la vida política
y económica del Estado mameluco, otro emir desempeña a su vez un papel sobre­
saliente: es el dawádár (literalmente: 'porta-escribanía'), que se hace cargo de la
administración del sultanato y suplanta al ustádhdár; también a este respecto cabe
preguntarse si es lícito hacer una comparación con el Estado otom ano, en el que
el daftardár (literalmente: ‘conservador de registros') controla, aunque bajo la au­
toridad del sultán y del gran visir, la administración de las finanzas y es, por tan­
to, uno de los más altos responsables otomanos. La marcada personalidad de los
sultanes circasianos, la conciencia de su poder y de su papel, la presencia a su
lado de un pequeño número de emires de alto rango a quienes incumben prim or­
diales tareas en el ámbito de la gestión y la protección del Estado, hacen que se
asista en este período a una centralización del poder, a un refuerzo de la autori­
dad de un pequeño número de dirigentes sobre los emires y los funcionaros: es
evidente que se acentúa así un fenómeno aparecido en la primera mitad del siglo
xiv, la confusión entre la casa sultaní (de donde provienen los emires) y el E sta­
do, pero indiscutiblemente en beneficio de éste; la noción de centralización y de
refuerzo del poder se hace también patente por el hecho de que el sultán, durante
la mayor parte del siglo xv y hasta muy a principios del siglo xvi, reside en El
Cairo y no em prende ya expediciones para proteger los territorios del Estado. El
sultán, que vive en su palacio situado en la ciudadela de El Cairo —donde se
reúnen residencias, cuarteles y servicios adm inistrativos—, será en lo sucesivo un
verdadero «jefe de Estado» (algunos sultanes como Barsbáy y, sobre todo, Q á3it-
báy lo dem uestran perfectam ente), hecho que pone de manifiesto, aparte de las
a menudo grandiosas apariciones en El Cairo, en el ejercicio del poder en las
provincias por medio de inspectores (káshif), al principio meros controladores de
las rentas agrícolas y del mantenimiento de las tierras, pero que luego, dotados
de medios militares provenientes de la capital o de las grandes ciudades provin­
ciales, velan por el orden en las provincias y acaban por suplantar a los goberna­
dores. Los káshifs son nombrados directam ente por los sultanes y constituyen la
representación del poder central, que ellos contribuyen a reforzar.

Gérmenes de descomposición

Sin lugar a dudas, la peste negra, que hizo estragos en Egipto en 1349, signi­
ficó un duro golpe para las actividades humanas y económicas del país, habida
cuenta que la epidemia reapareció en 1374-1375 y, más tarde, más o menos perió­
dicamente. A unque la desgracia afectó a los habitantes de la ciudad —y entre
ellos a numerosos reclutas mal adaptados—, no perdonó a los campesinos, hecho
que tuvo im portantes consecuencias para el Estado mameluco. En efecto, éste
obtenía lo esencial de sus recursos financieros y materiales de los campos y, por
otra parte, el reemplazo de los reclutas desaparecidos se hacía por medio de com­
pras a un alto precio, tanto más elevado en cuanto que el elem ento humano es­
caseaba cada vez más en los países del Cáucaso y en otros países, por lo que se
consideraba indispensable m antener e incluso acentuar la presión fiscal y la vigi­
lancia de las regiones productoras. En este estado de cosas, el papel del káshif
tendió a ser primordial en los campos: debían controlar el mantenimiento de los
canales de irrigación y de los diques, elemento fundamental de una agricultura
muy productiva, proteger a los recaudadores de impuestos, impedir las exaccio­
nes de los emires y prohibir las incursiones de los beduinos en los territorios de
los sedentarios. Al disminuir la población rural, sus propias dificultades aum enta­
ron a causa del incremento de las dem andas financieras de los agentes del Estado,
y a causa también de las más numerosas acciones de los beduinos de Siria y el
Alto Egipto; éstos, probablem ente menos afectados por la peste negra a causa
de su alejamiento de las zonas de fuerte epidemia, aprovecharon el debilitamien­
to de las poblaciones sedentarias para efectuar razzias a su costa. En estas cir­
cunstancias, los káshifs fueron llamados a desem peñar un papel más importante
en las provincias, con vistas a proteger los recursos fundamentales del Estado: se
llevaron a cabo duras represiones contra los beduinos y éstos, que hasta entonces
constituían un elem ento protector del comercio de África y Asia que transitaba
por el Alto Egipto, una protección por la que ellos obtenían algunas ventajas fi­
nancieras, no pudieron asegurar en lo sucesivo esta protección. Además, los co­
merciantes, a fin de evitar esta peligrosa región abandonaron la ruta marítima
que les conducía a cAydháb para adoptar un nuevo puerto de desembarco de sus
mercancías en Tor, no lejos de Suez, ya en actividad antes del final del siglo xiv.
A esto se añaden otros graves acontecimientos a principios del siglo xv: la inva­
sión turco-mongola de Tamerlán en Siria, el hambre en Egipto, un resurgimiento
de la peste en 1405 y la guerra de los emires contra el sultán Faradj, que dura
hasta 1412; estos acontecimientos contribuyen a disgregar el sultanato y a privarle
del poder político y económico en varias regiones, una situación que solamente
mejora con los sultanes Shayj (1412-1421) y, sobre todo, Barsbáy (1422-1438),
gracias a nuevas medidas: refuerzo de los poderes de los káshifs en detrim ento
de los emires y refuerzo del dominio del Estado sobre el comercio exterior. Este
último fue benéfico: al reservar Barsbáy, a partir de 1425, el comercio de especias
destinado a la venta a los occidentales, al monopolio del Estado, éste, que con­
trolaba en Egipto el punto de desembarco, Tor, y el punto de em barque hacia
Europa, Alejandría, vio sus recursos ampliamente incrementados, en detrim ento
de los emires, que no podían beneficiarse ya del tránsito de estos productos por
el A lto Egipto y el valle del Nilo. Esta situación fue favorecida, además, por el
hecho de que, en la misma época, Asia M enor oriental, el Alto Iraq, Irán del
norte y Afganistán constituían lugares conflictivos por los que los mercaderes
rehuían aventurarse: en consecuencia, Siria, que vivía un nuevo período de calma
tras la invasión de Tam erlán, se benefició de las agitadas circunstancias de los
países limítrofes y acogió también una parte del comercio con destino a Occiden­
te. El indudable enriquecimiento que se pone de manifiesto entonces en el sulta­
nato mameluco y que dura hasta el final del reinado de Q á3itbáy (1468-1496) pro­
duce un renacimiento en el Egipto y en la Siria mamelucos pero abre también
con mayor amplitud las puertas a las relaciones comerciales con la Europa occi­
dental, tanto en lo concerniente a las ventas como a las compras, pues los produc­
tos europeos comprados por los mamelucos son más numerosos en cantidad y en
especie, debido a la riqueza local, y estos productos no son solamente materias
primas indispensables para el ejército mameluco, sino también productos de lujo
y bienes «de consumo». La penetración europea señala, en efecto, un incremento
del poder económico y financiero de los mamelucos, al tiempo que un principio
de concurrencia, una implantación en un dominio hasta entonces muy bien prote­
gido. Por esto, durante todo el tiempo que es posible proteger la ruta marítima
que, desde las Indias y Extremo O riente, lleva las mercancías de estos países a
Egipto, el Estado mameluco no tiene nada que temer. Y aun cuando, a principios
del siglo xvi, los portugueses se instalan en diversos puntos del océano índico no
constituyen todavía una fuerza suficientemente im portante, ni disponen de bases
ni de redes bastante numerosas para bloquear o desviar el comercio con destino
a Egipto.
A menudo se ha querido ver en los aspectos económicos la causa del hundi­
miento mameluco frente a los otomanos; pero, aunque no se pueden olvidar, lo
cierto es que no constituyen la causa principal de la caída, que debe buscarse en
las dificultades internas del régimen a principios del siglo xvi, tanto en Egipto
como en Siria, y en el incremento del poder de los otomanos, que poseen a la
sazón las fuerzas más impresionantes y más activas de todo el Próximo Oriente
y del M editerráneo oriental.
El movimiento de desarrollo urbano ya observado durante el primer período
del régimen mameluco continúa durante el segundo e incluso se amplía. A pesar
de que la peste de 1349 despobló tanto las ciudades como los campos, parece ser
que las ciudades se libran mejor y más rápidamente de las consecuencias de la
epidemia; la existencia de un poder sólido permite en el siglo xv la constitución
de una numerosa corte en El Cairo; los emires de diversos rangos continúan vi­
viendo en la capital o en los grandes centros provinciales y obteniendo de los
campos sus rentas, gracias a las iqtdc que se les atribuyen. Utilizan este dinero
para m antener sus propios mamelucos pero también para construirse residencias
e incluso palacios (algunos de los cuales se han conservado, total o parcialmente,
y han revelado muchos aspectos de la vida urbana), para participar en empresas
comerciales y, finalmente, para construir edificios religiosos (mezquitas, madra-
sas, tumbas), utilitarios (baños, fuentes) o comerciales (Jáns o wakdlas, tiendas).
Los sultanes no son los últimos que consagran una parte de su fortuna a activida­
des urbanas y El Cairo, en particular, e igualmente Damasco, ven levantarse nu­
merosos monumentos que dan testimonio del esplendor del régimen. La gama de
empleos que ofrecen las riquezas de los sultanes y los emires constituyen un no­
table atractivo para numerosos campesinos deseosos de sustraerse del rigor de
los agentes del fisco, así como de las dificultades del trabajo en los campos, que
las sucesivas epidemias a veces despueblan intensamente. Estos campesinos desa­
rraigados se instalan en las dependencias más o menos miserables de los palacios,
en los barrios periféricos donde se levantan entonces chabolas, en los patios de
los edificios de los centros urbanos; los habitantes de la ciudad, artesanos, com er­
ciantes, obreros, em pleados de la administración sultaní o mamelucos ál servicio
de los emires, que disponen de medios financieros un poco más importantes, ha­
bitaban ya sea en inmuebles colectivos de dos o tres plantas (rab3) y ya sea en
casas que les alquilan los emires.
Las actividades de construcción en los siglos xiv y xv son intensas y, junto a
los sultanes y los em ires, hay que señalar el papel de los negociantes y de los
grandes comerciantes, sucesores de los kárim í que, además de sus propias resi­
dencias, construyen almacenes, lugares de venta al por mayor de mercancías (jdn,
wakála, fundüq)\ otro medio para hacer fructificar el dinero conseguido con las
iqtácy el comercio, las actividades administrativas o económicas es, aparte de la
edificación de la propia residencia, hacer construir tiendas (o comprarlas), edifi­
cios o baños y obtener de ellos beneficios. Pero para preservar estos bienes de
una confiscación siempre posible, están, en el siglo xv como lo habían estado
antes, incluidos en una fundación piadosa (waqf)y y por tanto inalienable, donde,
por lo general, se protegen los intereses de los descendientes del fundador.
La ciudad es también el dominio de los religiosos, que son al mismo tiempo
hombres de ciencia, los ulemas. Formados en las madrasas, ejercen funciones re­
ligiosas o jurídicas, e incluso docentes, y actúan como intermediarios entre el po­
der y la población. El indiscutible desarrollo de la arabización y la islamización
en ésta da a los ulemas un papel cada vez más im portante, tanto que los sultanes
de El Cairo y los negociantes, al querer mostrarse como buenos musulmanes a
los ojos de la población, contribuyen a proporcionar a los ulemas buenas condi­
ciones de vida material construyendo para ellos edificios específicos.
En términos generales, las ciudades del sultanato mameluco vivieron, durante
la mayor parte del siglo xv, una existencia tranquila, sin movimientos de rebelión
o agitación, merced a la autoridad de los sultanes y de su administración, merced
a los beneficios de las actividades económicas, internas o externas, que repercu­
tían sobre el conjunto de la población urbana.

El peligro turco

Sin em bargo, el período circasiano de los mamelucos conoció en sus principios


momentos difíciles: a finales del siglo xiv, Tamerlán y sus tropas habían invadido
Siria, ocupado y devastado Alepo y Damasco, y amenazado a Egipto. Pero dado
el interés de Tamerlán por Anatolia, el peligro desapareció; esto no impidió que
en el espíritu de los mamelucos permaneciera el temor por el siempre posible
retorno de las tropas mongolas: este retorno no llegaría a materializarse.
La decadencia del imperio bizantino y la del jánato del Qipchaq durante todo
el siglo xiv privaron a los mamelucos, si no de aliados, al menos de interlocutores
que les habían proporcionado muchas satisfacciones. Sobre las ruinas del imperio
bizantino se consolidaba poco a poco el poder otom ano, pero al haber sufrido
éste un severo frenazo en 1402 a causa de Tam erlán, los sultanes de El Cairo
pudieron pensar que los otomanos no constituían un peligro real, pues, incluso
después de haberse recuperado del revés, parecía que sus miras, en relación al
este, no estaban puestas más allá de la Anatolia central y que se dirigían prefe­
rentem ente hacia la Europa balcánica. En el M editerráneo oriental, el inesperado
ataque de Pedro I de Lusiñán contra Alejandría, en 1365, había dejado un mal
recuerdo; por eso, cuando el sultán Barsbáy hubo consolidado bien su poder, no
dudó en lanzar una expedición contra la isla de Chipre, que en 1425 devastaría
el puerto de Limassol; al año siguiente invadió la isla e hizo prisionero al rey
Janus, cuyo hijo Juan II (1432-1458) se declaró vasallo del sultán: la dominación
mameluca se establecía así en el sector del M editerráneo. Garantizada la seguri­
dad del Estado en el mar, era menester hacer lo propio en las fronteras del norte,
en los confines sirios. Los territorios lindantes con éstos habían pasado en gran
parte bajo la dominación de los soberanos de las tribus turcomanas de los C arne­
ros Negros ( Qara Qoyunlu) en la segunda mitad del siglo xiv; vencidos por T a­
merlán, no volvieron a tener una importancia política hasta mediados del siglo
xv, pero más lejos, hacia el este, en Adharbáydján y en Irán oriental, y no cons­
tituyeron entonces una amenaza para los mamelucos; el Estado de los Carneros
Negros fue anexionado en 1467 por el de los Carneros Blancos (Aq Qoyunlu)
que, aparecido también en la segunda mitad del siglo xiv, experimentó su apogeo
bajo Uzun Hasan (1466-1478): establecidos primero en Asia M enor oriental y lue­
go en el Yarbeki, su influencia rivalizó en estas regiones con la de los mamelucos,
tanto los unos como los otros tratando de atraerse, en perjuicio de los otom anos,
la clientela de príncipes establecidos en las zonas topes de Cilicia y Anatolia cen­
tral y oriental; por otra parte, los Carneros Blancos habrían de volver sus miradas
más hacia el este, donde establecieron finalmente su dominación, dejando en
Anatolia vía libre a los otomanos.
A partir de entonces, éstos se convirtieron en los principales rivales de los
mamelucos en toda esta región del Próximo O riente. A la muerte del sultán oto­
mano Mehmet II, el conquistador de Constantinopla, uno de sus hijos, Djem, se
rebeló contra su hermano Báyazíd II (Bayaceto) e intentó conseguir ayuda del
sultán mameluco Q á3itbáy, el cual evitó comprometerse. Pero algunos conflictos
estallaron esporádicamente en relación a los principados de Cilicia (D hül-Q adr y
Ramadán) entre 1485 y 1488; no obstante, el siglo acabó sin que la situación hu­
biera evolucionado mucho, y el siglo xvi comenzó del mismo modo. Sin em bargo,
la llegada al poder sobre el trono otom ano del sultán Selím I debía cambiar la
fisionomía política de todo el Próximo Oriente; después de haber aplastado al
soberano safawi de Irán y ocupado toda la Anatolia oriental y el Irán occidental
en 1514, se volvió, tras una breve tregua, contra el Estado mameluco: la superio­
ridad de su ejército, y especialmente de su artillería, le proporcionó la victoria,
en primer lugar, sobre las fuerzas del sultán mameluco Qánsüh al-Gúrí en Mardj-
Dábiq, Siria del norte, en 1516, que le entregó toda Siria y Palestina; sin mediar
esfuerzo alguno, invadió Egipto y venció al joven sultán Túmán Báy; en 1517
acabó la conquista que dio al sultán otom ano el dominio absoluto del M editerrá­
neo oriental y de los países ribereños.
El hundimiento del régimen mameluco no puede explicarse únicamente, como
hemos dicho, por causas económicas. Es cierto que Egipto y Siria padecieron
agudamente la peste negra de 1349 y sus periódicos resurgimientos a lo largo del
siglo xv, lo que contribuyó a impedir el crecimiento demográfico; además, la ayu­
da proporcionada por Qipchaq a los mamelucos desapareció y no fue compensada
por el relevo de los países del Cáucaso; el ejército de los sultanes mamelucos fue,
sin duda, menos fuerte en el siglo xv que en el xiv; aunque se pudo tem er un
eventual regreso de los mongoles, la muerte de Tam erlán, el desmembramiento
de su imperio y las luchas entre Carneros Negros y Carneros Blancos hizo pensar
a los mamelucos que el peligro oriental se alejaba; en cuanto al peligro otom ano,
sólo se materializó con la llegada al trono de Selím I en 1512, y el ataque contra
Siria en 1516 no fue, de hecho, claramente previsto, pues Seltm hizo creer que
iba a atacar el Alto Iraq.
Por otro lado, aunque los sultanes del siglo xv fueron, por lo general, buenos
soberanos y buenos musulmanes, no por eso dejaban de ser de origen extranjero
a los ojos de la población árabe de Egipto y de Siria, ante la que sólo aparecían
bajo aspectos fastuosos; según parece, la población árabe no contribuyó mucho
a defender el sultanato mameluco en el momento del ataque turco, y hay que
añadir que algunos gobernantes mamelucos de Siria habían tomado ya contacto
con los otomanos.
Por último, hay que pensar también que el brillante reinado de Q á’itbáy, que
trajo paz y bienestar, tuvo como resultado un relajamiento del rigor militar y de
la preocupación por la protección. Además, el deseo de aprovechar los placeres
materiales se desarrolló especialmente en el último período y las fuerzas de resis­
tencia disminuyeron: el despertar, en 1516-1517, sería especialmente duro y la
derrota, absoluta.
Pero no todo lo que había caracterizado el sultanato mameluco en Egipto de­
sapareció: los otomanos volverían a hacerse cargo de una gran parte de la adm i­
nistración del país y no alterarían las instituciones sociales. El propio térm ino de
mameluco no dejó de ser utilizado hasta principios del siglo xix, aunque sin la
connotación de importancia y gloria que lo caracterizaron a lo largo de dos siglos
y medio.

JÓVENES TURCOS

A la muerte de Gengis Ján en 1227, el imperio que había creado fue dividido
en cuatro Estados o jdnatos, China-Mongolia, Turkestán-Asia Central, Afganis-
tán-lrán y Turkestán occidental-Rusia del sur, asignados cada uno de ellos a uno
de sus descendientes directos. En el momento de las expediciones llevadas a cabo
a raíz de este reparto, y a partir de Afganistán, los mongoles se ponen directa­
mente en contacto con los Estados del Medio, y más tarde del Próximo Oriente.
Así, el soberano del Jwárizm, Djalál al-Dín M ankubirnt, es vencido en 1230 y
más tarde eliminado por el noyon (príncipe) Chormogun (1232), lo que le perm i­
tió a éste el acceso a la ruta del Irán occidental, de Adharbáydján (1233), de
Georgia (1236) y de la G ran Arm enia (1239); los mongoles están entonces en la
frontera del sultanato seldjúqí de Asia M enor, que es invadido poco después, y
cuyo sultán, Kay Jusraw II, es vencido en 1243 en Kósé Dag, derrota que permite
al noyon Baydju instaurar el protectorado mongol en la Anatolia oriental.
Más al norte, el avance mongol prosigue a través de Rusia hasta Polonia y
Hungría (1236-1241), pero la m uerte del gran ján Ügódey y las disputas por la
sucesión que provoca detienen la ofensiva en Europa: esta ofensiva no se volverá
a em prender y el territorio mongol del jánato de Qipchaq no sobrepasará Ucra-
nía. En virtud de sus conquistas, los mongoles controlan las riberas septentriona­
les y orientales del mar Negro y, de ese modo, las rutas comerciales hacia Irán,
Asia Central y China, países que, por otra parte, están bajo su dominio. Un poco
más tarde, el herm ano del gran ján Móngké, Húlágú, invade Iraq, saquea y des­
truye Bagdad (1258), y su lugarteniente Kitbuga prosigue la marcha hasta Siria;
éste es vencido y m atado en la batalla de cAyn Djálüt por el sultán mameluco
Baybars: Siria, Palestina y Egipto quedaron fuera de la dependencia feudal de
los mongoles y, más aún, un heredero del califa cabbást m atado en Bagdad halla­
rá refugio en El Cairo y convertirá entonces esta ciudad en el centro del Islam.

El fin de los seldjúqíes

El avance mongol hacia el oeste, a partir de la Asia alta y central, tuvo como
consecuencia inmediata el desplazamiento, también hacia el oeste, de tribus tur­
comanas (turkm enas) poco interesadas en perm anecer bajo la dominación mon­
gola y que, en sucesivas etapas, se esfuerzan por alcanzar el Asia M enor donde
otros turcos habían logrado ya su implantación y podían ofrecerles una hospitali­
dad fraterna. Efectivamente, en los años treinta y principio de los cuarenta del
siglo xm , algunas tribus turcom anas penetran en el territorio de los seldjúqíes.
Estos no desean especialmente verles instalarse en cualquier sitio, ni errar a tra­
vés de su Estado, y más teniendo en cuenta que estas tribus no son precisamente
de las más pacíficas, que no soportan sin reacciones la tutela administrativa seld­
júqí y que manifiestan una cierta preocupación por m antener sus tradiciones cul­
turales y religiosas: aunque convertidos al Islam, su conversión no bastó para ha­
cer desaparecer sus prácticas religiosas anteriores y su concepto del Islam se reve­
laba bastante heterodoxo. Todos estos elementos contribuyen a que los recién
llegados no se sientan acogidos como deserían y, ante las reticencias e incluso las
coacciones de los seldjúqíes, algunos de ellos se subleven inducidos por sus guías
religiosos, los bábás. Uno de ellos, Bábá Isháq, desencadena una verdadera rebe­
lión de carácter social y religioso, aprovechando algunas dificultades al frente del
Estado seldjúqí; pero su acción es reprimida con rigor y él mismo es detenido y
ahorcado (1241). Poco preocupado por ver aparecer de nuevo tales movimientos,
Kay Jusraw II (1241-1246) se propone entonces enviar poco a poco a estas tribus
a las fronteras donde su Estado está en contacto con el Estado bizantino, conce­
diéndoles tierras y algunas ventajas fiscales a condición de que dirijan sus esfuer­
zos, en primer lugar, hacia la implantación local y luego, si se presentara la oca­
sión, contra el territorio bizantino. Las tribus constituyen entonces udj, una espe­
cie de pequeños puestos fronterizos; pero, en este mom ento, el imperio bizantino
de Nicea está sólidamente establecido en Asia Menor occidental y no perm ite
ninguna incursión, ningún ataque contra su dominio asiático.
La llegada de las tribus tiene además como consecuencia el sensible increm en­
to de la proporción de la población turca en Asia M enor, al menos en la meseta
central, en detrim ento de la población griega, hasta entonces probablem ente ma-
yoritaria. Estas modificaciones humanas van acompañadas de modificaciones eco­
nómicas, sin duda menos profundas, pues aunque las tribus turcomanas practican
el nomadismo (por fuerza, en cierta medida), se adaptan muy rápidamente al se-
minomadismo y llegan a ser incluso sedentarias en gran parte. Esta adaptación
es, no obstante, lenta y proseguirá a todo lo largo del siglo xm , aprovechando
las dificultades del Estado bizantino bajo el m andato de Andrónico II (1282-1328)
y, sobre todo, de las del Estado seldjüqí.
En efecto, la irrupción de los mongoles en Asia Menor oriental, y posterior­
mente la central, está marcada por la grave derrota del sultán seldjúqí en Kóse
Dag (26 de junio de 1243) que provoca, un poco más tarde, tras una experiencia
de cosoberanía, la partición del sultanato en dos Estados: uno al oeste, con Qo-
nya como capital, y otro al este, cuyo centro es Sivas: esta última está sometida
a un control .mongol bastante suave, del que trata de aprovecharse el visir Mucin
al-Din Parvána, un turco caracterizado por su ambición, con vistas a reconstituir
la unidad del Estado seldjüqí, cosa que consigue en 1261 cuando el sultán del
oeste se ve obligado a huir y buscar refugio en Constantinopla. La unidad se man­
tiene hasta 1277, aunque no sin algunas dificultades con los jánes mongoles de
Irán; la relativa retirada de éstos anima a los emires turcos y a Mucín al-Din Par-
vána a rebelarse abiertam ente contra ellos y a apelar al sultán mameluco Bay-
bars; éste, inquieto por la presencia mongola en las fronteras de su provincia de
Siria y poco interesado en ver la reanudación de las incursiones en dirección a
Alepo y Damasco, ofrece su ayuda a los rebeldes; su ejército vence al mongol
en Elbistán y, más tarde, avanza hasta Q a y s a y i y y a (Kayseri, Cesarea de Capado-
cia); pero no insiste más y se contenta con poner bajo su control directo Cilicia,
que se convierte en una zona de protección avanzada del Estado mameluco. En
Asia M enor, la reacción mongola se ejerce contra M u^n al-Din Parvána, que es
ejecutado (agosto de 1277), y se distingue por un refuerzo de la autoridad mon­
gola sobre la parte oriental del país, que llega a ser prácticamente una especie
de protectorado. Hasta los primeros años del siglo xiv, la Asia Menor seldjúqí
está marcada por luchas entre soberanos o pretendientes que tratan de ganarse
los favores de los mongoles, unas luchas que ocasionan la disgregación del poder
central. En 1303 muere Mascúd III, que puede ser considerado como el último
sultán seldjúqí. Al este, los mongoles mantienen su autoridad por mediación de
un gobernador; al oeste, las tribus turcomanas se sienten liberadas de cualquier
tipo de tutela y comienzan a actuar por su cuenta. Al iniciarse el siglo xiv, la
unidad del Asia M enor turca ha desaparecido.
Una última consecuencia de la invasión mongola radica en las transformacio­
nes económicas que sufrió el Asia Menor. Ya vimos las modificaciones debidas
a la llegada de las tribus otom anas, que probablem ente influyó mucho en los cam ­
bios en materia de agricultura y de ganadería y, tal vez también, en materia de
intercambios locales, al no tener quizá las primeras tribus que llegaron las mismas
necesidades y al no ofrecer los mismos productos que los habitantes precedentes.
De estas circunstancias pudieron derivarse dificultades entre las antiguas pobla­
ciones y los recién llegados, cuyás relaciones humanas y económicas fueron más
o menos trastornadas y pudieron dar lugar, en algunos sitios, a choques y conflic­
tos, una de cuyas consecuencias pudo haber sido, localmente, el exilio de grupos
griegos, de importancia bastante limitada, no obstante, hacia el territorio bizan­
tino.
Más grave es el desconcierto sobrevenido en los intercambios económicos «in­
ternacionales» y el comercio de paso a través del Asia Menor: las guerras, la de­
saparición de la autoridad seldjúqí y, como consecuencia, la seguridad, dieron
como resultado el abandono por parte de los mercaderes de esta ruta poco segura
en favor de la ruta siria o, más aún, de la ruta egipcia, lo que beneficiaba a los
mamelucos, o incluso en favor de la ruta Constantinopla-mar Negro-Crimea en
poder de los griegos, los genoveses (a partir del último cuarto del siglo xm ) y de
los mongoles de Qipchaq, y que franqueaba la ruta de China a los mercaderes y
los misioneros. Los sultanes seldjúqíes, hasta donde pueden aún pretender a este
título, privados de las rentas de este tráfico, alrededor de 1240-1245, y privados
también de una gran parte de las rentas de un territorio mermado y salpicado de
disturbios, no poseen ya los medios suficientes para imponer su poder sobre su
sultanato, y aún menos para enfrentarse a las presiones o a los primeros pasos
de las tribus turcomanas hacia la independencia. El sultanato seldjúqí de Asia
M enor no será pronto más que un recuerdo.

La eclosión de nuevos emiratos turcos

Las tribus turcomanas establecidas por los seldjúqíes en sus fronteras constitu­
yeron, como vimos, udj, puestos fronterizos de carácter militar, colocados bajo
la autoridad de sus jefes y dependientes del sultán seldjúqí. Estos udj están situa­
dos, generalm ente, en contacto con el territorio bizantino. A nte la disgregación
del sultanato de Qonya y durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo
xm , perm anecieron, la mayoría de las veces, en una posición de espera, com en­
zando a sedentarizarse sin, no obstante, abandonar sus actividades nómadas y
ofensivas con respecto a los bizantinos. Los principales udj se encuentran en las
partes septentrional y occidental de la meseta anatolia. Al norte llegan incluso al
mar Negro: tal es el caso de los Isfendiyár (o Y andar) en Kastamonu y de los
Parvána en Sinope. Al oeste, antes del final del siglo xm , no sobrepasan las lla­
nuras egeas, ya se trate, de norte a sur, de las tribus de Ertughrul, de Q arasi, de
Saruján, de Aydin o de Menteshe.
La disgregación del poder seldjúqí da a estas tribus una completa libertad de
acción y, conducidas por sus jefes o beys, se constituyen en principados indepen­
dientes o beyliks; estos beyliks no aparecen solamente en los márgenes del anti­
guo sultanato: incluso en su interior, algunos beys se apropian de territorios más
o menos vastos, como son los beyliks de los Sáhib cA tá \ de los Germiyán, de los
Hamid, de los Qaram án y, más al este, en el Tauro de Cilicia, de los D hú-l-Q adr
y de los Ram adán.
La instauración de estos beyliks lleva aparejada disturbios y aunque, hablando
con propiedad, no se puede hablar de anarquía, los beys turcomanos se las inge­
nian por controlar una extensión más grande de terreno, ya sea en detrim ento
de los bizantinos, ya sea en el de sus propios hermanos de raza y vecinos. Pero
los bizantinos se ven afectados hasta tal punto por esta actividad que, al suprimir
el em perador A ndrónico 11 las ventajas fiscales de las que se beneficiaban los
campesinos-soldados de los enclaves fronterizos (los akritas), éstos o bien no
ofrecen ninguna resistencia a lbs ataques turcomanos, o bien abandonan sus tie­
rras y van a buscar refugio en las ciudades. A causa de la presión ejercida por
los beys, a los griegos les es cada vez más difícil defender la llanura egea y se
acantonan en algunas ciudades del interior y en los puertos: H eraclea del Puente,
Nicomedia, Nicea, Bursa, Sardes, Focea, Magnesia, Ninfea, Esmirna y Filadelfia.
Un ejército griego al mando de Miguel IX, hijo de A ndrónico, fracasa totalm ente
(1301) y el em perador intenta un poco más tarde una nueva reconquista: recurre
a las compañías catalanas de Roger de Flor que, en 1304, se asientan en Asia
M enor occidental y arrollan a los turcos en su paso hasta las Puertas de Cilicia,
aunque en absoluto de m anera decisiva. Cuando vuelven a marchar hacia Cons-
tantinopla, los turcos vuelven a ocupar sin dificultad el terreno abandonado y
continúan avanzando, incluso bastante más allá de sus antiguos límites. En los
dos decenios siguientes, casi por todas partes en el oeste, los beys turcomanos
alcanzan la costa egea y experim entan la tentación marítima: éste es el caso del
baylik de Qarasi, que controla las orillas asiáticas del estrecho de los D ardanelos
y se entrega a la piratería; del beylik de Saruján, que adopta como capital Mag­
nesia de Sipyle (Manisa) y participa en algunas incursiones marítimas con su ve­
cino meridional; y del beylik de Aydin que, tras apoderarse de Pyrgion (Birgi),
de Efeso, de Koloé (Keles) y de la acrópolis de Esmirna antes de 1326, desplegó
una mayor actividad a partir del momento en que el bey Umur se convierte en
jefe y ocupa el puerto de Esmirna (1327): este puerto llega a ser una base de
ataque contra los bizantinos, en el mar Egeo y hasta el Peloponeso; más tarde,
a causa de la lucha que le enfrenta a Juan V Paleólogo por la posesión del trono
de Bizancio, Juan Cantacuceno recurre a U mur para que le ayude en su empresa
y le pide que envíe contingentes turcos a Tracia (1341). Pero, poco antes (1332),
se había acordado una «unión» entre Venecia, los hospitalarios de Rodas, A ndró­
nico II y los señores del Archipiélago contra los corsarios turcos, a la que se su­
maron el rey de Francia Felipe VI y el papa (marzo de 1334): esta unión no ob­
tuvo prácticamente ningún resultado.
La meseta anatolia se vio sometida a la autoridad de diversos beyliks, entre los
que sobresalen Germiyán y Q aram án: el primero porque ocupa una zona de paso
hacia el exterior, una zona relativamente próspera; el segundo porque domina
toda la zona meridional de la meseta y, principalmente, la ciudad de Qonya, gra­
cias a lo cual se erige en sucesor de los sultanes seldjúqíes. Al haber aum entado
su territorio merced a victorias sobre sus vecinos turcomanos y algunos goberna­
dores mongoles constituye, desde el final del primer cuarto del siglo xiv, el prin­
cipal Estado de A natolia central y le manifiesta a Qonya y, sobre todo, a Q ara­
mán, por una vía artística e intelectual que, efectivamente, toma el relevo del pe­
ríodo seldjúqí. Más al norte, A nqara y su región son gobernadas, no por un bey
turcom ano, sino por un grupo de hombres que representan las corporaciones aso­
ciadas a la herm andad de los ajísy lo que constituye un elemento com pletamente
original y representa, muy probablem ente, una evolución de la futuwwa existente
ya el siglo anterior, en la que los dirigentes de las corporaciones y hermandades
religiosas habían tomado la delantera a elementos más fácilmente influibles. Por
último, el protectorado mongol en A natolia oriental está representado por un go­
bernador que, después de 1327, se llama E rtena, lo que hace de su gobierno un
Estado independiente cuya capital es prim eram ente Sivas, y luego Kayseri.
Los beyliks del norte vivieron una existencia más tranquila durante la mayor
parte del siglo xiv, aunque a veces se entregaron a luchas fratricidas o atacaron
el Estado griego de Trebisonda.
1 J1 5
□ Terrtono bizantino hacá 1340

Territorio twarÉno hacia 13C0

Territorio btzaréno hacia 1402

Conqustas de DuSan
deapuéade 1340

l'l'lh l Conqualas bülQaras an 1344

Territorio luco hacia 1350

[H 7 H 1 Co«jui0la8 lurcas 1354-1402

m
|% ^ | Feudo*

rommonm gonovots

Poeeeones de loe angevino*

Poaesones catalanas

Poaaáonas del ducado de Naxos

Feudo* de Naxoe
(Amorgos, Terma)
Posesiones de los Ho*plalano6
(Conoto 1400*1404)

Etapas del avance turco en el siglo XIV


En el conjunto del Asia Menor se observa, pues, una considerable división
del poder; la multiplicación de los beyliks, el sentimiento que cada uno de ellos
conserva de una independencia en la que reconoce más o menos lo que ha perdi­
do en Asia Central, las rivalidades entre beyliks, el dinamismo religioso y políti­
co, debido a la actividad de las hermandades, que les llevó a atacar los países del
Dár al-Harb por excelencia, es decir, el imperio bizantino (que, por otra parte,
muestra cada -vez más su debilidad), la invasión de las regiones de población grie­
ga, que conducirá a modificaciones étnicas, todo esto contribuyó a hacer del Asia
Menor, en los primeros cuarenta años del siglo xiv, un país violentamente agita­
do, que ofrecía un profundo contraste con lo que había sido un siglo antes. Dado
que, sim ultáneam ente, el sultanato mameluco aparecía a la sazón como una zona
mucho más tranquila, bien gobernada por un poder y una administración únicas,
las corrientes comerciales del M editerráneo al Asia M enor y oriental abandona­
ron Asia M enor en favor de Siria y, sobre todo, de Egipto, o incluso de Constan­
tinopla (dominada en el plano comercial por Venecia y Génova) y de Crimea. El
mundo turco de Asia M enor experimentaba, desde este punto de vista, un decli­
ve, una retracción que fue aprovechada por determinados beyliks, entre los que
se contaban algunos otomanos.

Advenimiento de los otomanos

El beylik que dio origen a lo que se llamará el Estado otomano tuvo también
como germen una tribu turcomana cuyos comienzos en Asia M enor son mal co­
nocidos y cuya historia, durante su primer siglo de establecimiento, ha sido ador­
nada por historiógrafos y cronistas posteriores. Esta tribu fue también, probable­
mente, alejada hacia el oeste por el avance mongol, un poco antes de mediados
del siglo xm. Uno de sus jefes, Gündüz Alp, tuvo como descendiente a Ertugrul,
que recibió como udj del sultán seldjúqí, hacia 1270 (?), la región de Sógüt, en
el curso medio del río Sakarya (Sangarios), al norte de Kutahya, en la frontera
oriental de la provincia bizantina de Bitinia y, tal vez, condujera algunas breves
expediciones contra los bizantinos. A su m uerte, acaecida hacia 1290, le sucedió
su hijo Osmán (cUthmSn, de donde procede el nombre de la dinastía que descien­
de de él, Osmanli, cUthmánli en turco, otomana en las lenguas occidentales); O s­
mán probablem ente formó parte de la hermandad de los gázis y las crónicas infor­
man que su abuelo, Edebali, era un shayj cuya influencia sobre él habría sido
poderosa: al igual que en el resto de beyliks, el papel desempeñado por la fe
musulmana como uno de los incitadores de la expansión musulmana es induda­
ble. Por otra parte, aunque se posee poca información sobre el período durante
el que Osmán estuvo al frente de su tribu, se puede pensar que este mando se
ejerció de la misma manera que entre los seldjúqíes y los otros beyliks, es decir,
que el poder era familiar y uno de entre los cabezas de familia adquiría el derecho
de dirigir la familia, a condición de que concediera al resto de miembros princi­
pales funciones, tareas o ventajas de importancia.
Osmán lanza sus expediciones contra el territorio bizantino de Bitinia tal vez
desde 1291. La cronología de estas expediciones y conquistas está mal fijada, pero
parece ser que, en torno a 1320, su ejército ocupa toda Bitinia oriental y amenaza
las importantes ciudades de Brusa (Bursa) y Nicea (Izniq). Tampoco se sabe
exactamente la fecha de su m uerte, que se sitúa entre 1317 y 1326; a partir de
1317 (?) habría confiado el mando del ejército a su hijo Orján y, de hecho, es él
quien se apodera de Bursa en 1326 y de Nicea en 1330, e instala su «capital» en
la primera de estas ciudades, donde se construyen dos mezquitas en 1337-1338 y
en 1339-1340, y donde fue enterrado Osmán, actos que dan testimonio del interés
que Orján mostró por Bursa. Este interés queda igualmente de manifiesto por el
hecho de que Orján construyó —o renovó— en 1340 un barrio comercial con un
bezzisíán (edificio especial para el comercio de las mercancías de mucho valor):
de este hecho se hizo eco el célebre viajero árabe Ibn Battúta, que recorrió el
Asia M enor occidental hacia 1330-1335 y vio Bitinia y Bursa en 1333. Esta ciudad
fue también el centro urbano más importante de la rica provincia, y fue escenario
de activos intercambios.
* La política de expansión es proseguida por Orján, que se apodera, entre otras
ciudades, de Niconiedia (Izmid) en 1337, alcanzando así la orilla del mar de M ár­
mara, que controla más am pliamente, un poco después, al ocupar el beylik de
Qarasi (1340-1345), hasta los Dardanelos. Según parece, podría haber sido secun­
dado en sus acciones por su hermano cA lá’ al-Din, encargado de los asuntos civi­
les, pero a veces también de expediciones militares; cA lá’ al-Din habría m uerto
en 1333. Orján mantuvo buenas relaciones, un poco más tarde, con Juan Canta-
cuceno, con cuya hija, Teodora, se casó en 1346. Cantacuceno, en su lucha contra
Juan Paleólogo, necesitó aliados y, tras la muerte de Umur de Aydin, recurrió a
Orján; las tropas de este último, al mando de su hijo, Sulaymán (Solimán), pasa­
ron a Tracia en 1348 y posteriorm ente com batieron, principalmente, contra los
servios. Algunos años más tarde, una nueva incursión permite a los otomanos
ocupar Tzympe (1352) y, sobre todo, Gallípolis, lo que les proporciona una cabe­
za de puente en la orilla europea de los Dardanelos. Al cabo de algunos años,
aprovechando la creciente debilidad del imperio bizantino, los otomanos contro­
lan toda la Tracia oriental: la fecha de la toma de Andrinópolis (Edirne) es mo­
tivo de controversias: ¿1362-1363, 1369, 1372? Lo mismo ocurre respecto a la pre­
sencia turca en Tracia: según algunos historiadores, la reconquista —temporal —
de Gallípolis por A m adeo de Saboya en 1366 obligó a los otomanos a abandonar
Tracia, donde sólo permanecieron algunas bandas independientes que llevaron a
cabo incursiones contra centros bizantinos, búlgaros e incluso servios; estas ban­
das son las que habrían tomado Andrinópolis. Cosa poco probable, pues A ndri­
nópolis era una plaza im portante que exigía para ser conquistada unos medios
que únicamente los otom anos poseían entonces.
La acción ofensiva de Orján pudo ser llevada a cabo merced a un ejército com­
puesto, por una parte, por las tropas personales y regulares del rey y por miembros
de su tribu, yaya o soldados de infantería; por otra, por tropas irregulares o cazab>
reclutadas ocasionalmente; y finalmente, por tropas reclutadas entre antiguos pri­
sioneros de guerra y que constituyen la «nueva tropa» (yerti cheri)y lps jenízaros;
en lo referente a la caballería, se compone de caballeros regulares (sipáhis) y de
caballeros irregulares o de incursión (aqindjs)\ además, los éxitos logrados por O r­
ján le valieron el apoyo de hermandades religiosas (él mismo era gázi y ostentaba,
junto a su título de bey, el de «sultán de los conquistadores, com batiente por la
fe») y de turcomanos dispersos, deseosos de participar en el reparto del botín.
A la muerte de Orján (hacia 1362 o 1363), la amenaza otom ana empieza ya
a cernerse seriamente sobre lo que queda del imperio bizantino en la parte m eri­
dional de los Balcanes. Aunque el joven Estado otom ano pudo actuar así en Eu­
ropa, no presta excesiva atención a Asia M enor, mientras que los principales
beyliks anatolios, Germiyán y, sobre todo, Q aram án, se preocupan por el incre­
mento de su poder local y de sus luchas recíprocas.
Murád I (1362-1389) continúa la obra de su padre en la Europa balcánica,
ocupando la mayor parte de Bulgaria y Servia; no obstante, al ser derrotado en
1387 por una coalición búlgaro-servia, se desquita en Kossovo, el año 1389, en
el curso de cuya batalla es asesinado por un servio; pero, no por eso, Bulgaria
deja de ser totalm ente anexionada al Estado otom ano, pasando Servia bajo la
tutela otom ana aunque conservando su propio soberano. En Asia M enor, una
política de matrimonios o de presiones permite a los otomanos anexionarse el
em irato de Germiyán y una parte del em irato de Hamid, en la frontera del beylik
de Q aram án. Todas estas regiones son transformadas en provincias y com prenden
un cierto núm ero de dominios de dimensiones variables, o tlmárs, concedidos a
título personal —eventualm ente revocable— a militares o a funcionarios civiles o
religiosos, a condición de que los hagan fructificar y de percibir impuestos, cuya
mayor parte debe corresponder al Estado. El sistema del timár, que recuerda la
iqtác seldjúqí, adquiere una considerable importancia posteriorm ente, a partir del
siglo xv.
La acción expansionista de los primeros otom anos fue secundada en gran me­
dida por la acción religiosa de las hermandades musulmanas, que facilitaron, en
la Europa balcánica especialm ente, el establecimiento de «colonias» turcas en tor­
no a centros de implantación musulmana: mezquitas, lugares de oración de las
hermandades (zaviyé) o fundaciones piadosas (vaqif)\ el movimiento religioso al­
canzó una gran extensión en los treinta últimos años del siglo xiv.
La expansión otomana continúa con Báyazid 1 (Bayaceto), apodado Yildirim
(el rayo); pero, en primer lugar, a fin de asegurar la unicidad del poder y evitar
cualquier oposición interna, el nuevo sultán hace m atar, desde su llegada al tro ­
no, a su herm ano Yacqúb, inaugurando así una práctica que tomó el nombre de
«ley del fratricidio». Báyazid puede entonces lanzarse a una serie de expediciones
en los Balcanes y en Asia Menor. A partir del mes de abril de 1390, interviene
en los asuntos bizantinos, facilitando a Juan V il Paleólogo el acceso al poder,
que luego dejaría en manos de M anuel, el futuro Manuel II. Acentúa constante­
m ente su presión sobre Constantinopla e, incluso, ocupa una gran parte de la
orilla asiática del Bósforo, sobre la que construye una fortaleza, el castillo de
A natolia (Anadolu Hisári), lo que le permite vigilar la navegación en el estrecho
(1395).
En los Balcanes, entre 1391 y 1395, Teodoro, déspota de M orea, se declara
vasallo de Báyazid y lo mismo ocurre con el hospodar de Bosnia. El príncipe de
Acaya cede diversas ciudades a cambio de la ayuda otom ana; Valaquia pasa a
dominio otom ano; Bulgaria ve concretado su estatuto de provincia, y el trono de
Servia le cae en suerte a Esteban Lazarevité merced a la intervención de Báyazid.
A finales de 1395, los turcos ocupan la casi totalidad de la Europa balcánica y
están en las fronteras de H ungría, cuyo rey, Segismundo, pide a los occidentales
la organización de una cruzada destinada a alejar de Europa la amenaza turca.
Esta cruzada se enfrenta con los turcos cerca de Nicópolis, el 25 de setiembre de
1396; la heterogeneidad de los «cruzados» frente a un ejército turco particular­
mente homogéneo y bien m andado, les llevó a sufrir una vergonzosa derrota, de
donde provino la reputación de fuerza e invencibilidad de los turcos, increm enta­
da posteriorm ente.
Báyaztd em prendió luego un breve sitio de Constantinopla (1397), del que no
sacó suficiente partido, mientras que ocupa en Grecia las ciudades de Larissa,
Patras y Atenas.
En Asia Menor ocupa, desde 1390, los beyliks de la costa egea (Saruján, Ay-
din, M enteshe), una parte del beylik de Isfendiyár, a lo largo del mar Negro y,
un poco más tarde, el centro y el este de A natolia, pues el qaram ání cA láJ al-Din
debe cederle las principales ciudades de su beylik; también el antiguo territorio
mongol de Sivas y de Kayseri cae en sus manos. En 1400, Báyazid alcanza el
Éufrates. A excepción de Constantinopla, tiene bajo su dominio un Estado ya
considerable, que se extiende de Bosnia a las fronteras del sultanato mameluco
y de los principados de A natolia oriental. E 1 destino de todo el antiguo Imperio
de O riente aparece ya definido.

Una dominación flexible e invasora

La expansión turco-otom ana no aportó, por el m om ento, muchas modificacio­


nes en las regiones egeas del Asia M enor, donde los beyliks se habían instalado
ya en el primer tercio del siglo xiv, excepto la introducción, entre 1390 y 1400,
de la noción de un gobierno único, una noción que debió ser vaga durante este
período. Por otra parte, los cambios humanos son limitados, pues la acción de
los beyliks también se pudo ejercer allí a lo largo de la mayor parte del siglo xiv,
sobreponiéndose a la población griega la turca, preponderante, si no en número,
sí en fuerza, y poniendo en funcionamiento instituciones, aún en em brión, desti­
nadas a favorecer el establecimiento de la población turca. Es probable que algu­
nos bienes raíces, tomados a sus antiguos poseedores griegos, fueran atribuidos
a miembros de la familia de los beys o a sus allegados; es posible igualmente que
algunos dominios perm anecieran en manos de propietarios griegos a cambio de
su adhesión a los nuevos dirigentes; finalmente, otras tierras serían conferidas a
fundaciones piadosas (vaqif\ plural evqáf) para facilitar la implantación y el desa­
rrollo del Islam. Todas estas tierras son consideradas entonces como bienes per­
sonales (mülk) transmisibles e inalienables.
Con el paso de los beyliks bajo el control otom ano, los bienes m ülk continua­
ron existiendo, repartidos entre miembros de la familia otom ana, visires y altos
funcionarios civiles y militares, miembros de las familias de antiguos beys y per­
sonalidades religiosas y jurídico-religiosas. Además de estos bienes, muchos de
sus poseedores disfrutaban también de timárs, que se les concedían en razón a
su cargo. De este modo, a finales del siglo xiv, se puede observar la aparición,
en Asia M enor, de una categoría social dom inante, perteneciente a los medios
dirigentes del Estado otom ano, que tiene en sus manos la mayor parte de la ri­
queza agraria de esta región: en gran medida se recupera allí una herencia bizan­
tina. Los bienes prestados son afectados por los impuestos regulares musulmanes
(zakát, diezmo), en tanto que los timárs pueden cambiar y pertenecen a niveles
sociales diferentes, ven sus rentas y sus contribuciones (bajo todas sus formas)
fijadas con precisión.
En la Europa balcánica, la conquista otomana se efectuó directam ente sin la
mediación de los beyliks previos. Este hecho fue la causa de que los otom anos
tuvieran inm ediatam ente bajo su control grandes extensiones de tierra: una parte
quedó en manos de los antiguos propietarios búlgaros, servios o griegos; otra par­
te fue atribuida bajo forma de timárs a militares de todo rango y a funcionarios
civiles, lo que constituye lo esencial de su remuneración, a cambio de asegurar
la gestión de su timár y de entregar al Estado los impuestos en metálico y en espe­
cie definidos a partir del registro del timár, y de proporcionar al ejército otom a­
no, en caso de necesidad, un cierto número de hombres de armas, núm ero d eter­
minado por la dimensión y las rentas del timár. La última parte corresponde, en
total propiedad bajo forma de bienes m iilky a los miembros de la familia del sul­
tán, a los principales dirigentes del Estado y a las hermandades religiosas. Estos
bienes son definidos «territorialmente», pero no «financieramente», como los ti­
m árs; en consecuencia, sus propietarios tienen absoluta libertad de acción sobre
estas tierras, principalmente en lo que concierne a la mano de obra y las modali­
dades de explotación.
Al dividir así las tierras conquistadas, el gobierno otom ano trataba de asegu­
rarse las mejores condiciones posibles de dominación política y de rendim iento
económico: las dos primeras categorías estaban sometidas a un riguroso control
de la administración provincial (puesta de nuevo en funcionamiento) y central, y
los detentores corren el riesgo, en caso de no-ejecución de sus cometidos o de
insuficiente cumplimiento de sus obligaciones, de verse pura y simplemente priva­
dos de sus bienes o de sus timárs y de las ventajas vinculadas a ellos. Por otra
parte, es difícil ver agentes del gobierno que no presten toda su atención a estos
bienes, que constituyen su remuneración y, a menudo también, su beneficio per­
sonal, de donde su interés en que las tierras, grandes o pequeñas, que les son
atribuidas proporcionen la mejor producción posible. Asimismo, los poseedores
cristianos muestran un com portam iento similar, que les aporta, además de bene­
ficios materiales, la continuidad de su autoridad sobre sus campesinos y, como
novedad, relaciones, en cierto modo privilegiadas, con el poder otom ano, que
encuentra en ellos intermediarios inmediatos a quienes puede mostrar su autori­
dad y presentar sus exigencias. Más tarde, en el siglo xv, cuando los otom anos
acentuaron su presencia administrativa, económica y hum ana, un cierto núm ero
de estos poseedores cristianos de timárs se convirtieron al Islam y se «otomaniza-
ron».
Los propietarios de bienes m ülk trataban también de sacar el mejor partido
de sus tierras; éstas, que habían padecido en un pasado reciente las consecuencias
de las desavenencias y guerras entre bizantinos, servios y búlgaros, y de las gue­
rras de conquista, experim entaron a veces un cierto despoblam iento y, como con­
secuencia, un empobrecim iento. El gobierno otom ano favoreció entonces algunos
traslados de población de una a otra región en beneficio de algunos propietarios
de m ü iksy o bien la implantación, en estos bienes, de prisioneros y esclavos que,
llegado el caso, eran liberados. Esta acción del gobierno a menudo fue puesta en
práctica, directam ente, por los propietarios de m ülk ya que podían sacar prove­
cho de ella. Más tarde, los traslados de población afectaron a los turcos de Asia
M enor establecidos en los Balcanes en el lugar de los griegos o búlgaros enviados
a Asia Menor. Este sistema favoreció la progresiva turquización de una parte de
los Balcanes. En cuanto a la islamización, fue obra de las herm andades religiosas
a las que se les atribuyó bienes, en los que instalaron zaviyés, lugares de culto y
de reunión de los musulmanes, un cierto número de los cuales venían voluntaria­
mente de Asia M enor para participar en la expansión del Islam, ya fuera por
medio de la guerra, ya fuera con la esperanza de obtener una parte del maná que
caía sobre los otomanos.
Según parece, desde el final del siglo xiv, algunos de los bienes m ülk habían
sido ya transformados en vaqif (en árabe, waqf, fundación piadosa o bien de ma­
nos m uertas), es decir, en bienes religiosos, en principio inalienables, bajo dos
formas: una llamada hayrt, que indica que las rentas del vaqif se destinan única­
mente a obras pías, y la otra llamada ehlíy cuyos beneficios se emplean para el
mantenimiento de una o varias personas designadas por el prestador, que podían
ser sus propios descendientes; no obstante, este proceso no está aún muy genera­
lizado a finales del siglo xiv.
A través de estos diferentes medios, el joven Estado otom ano ejerce un con­
trol, directo o indirecto, sobre los territorios que ha conquistado. El control se
ejerce también por medio de su ejército y su administración, ambos reforzados o
desarrollados a causa de la extensión del dominio turco. La administración o to­
mana no adoptó verdaderam ente una forma amplia y estructurada hasta el reina­
do de Murdd I, que no se contenta con el título de bey, e incluye en su titularidad
el apelativo de sultán, sin referencia alguna a cualquier califa. El segundo lugar
de la jerarquía lo ocupa el gran visir, el primero de los cuales fue CAIÍ Páchá,
hijo de Qara Jalil Djandarli que, bajo el m andato de O rján, había definido los
primeros elementos fundamentales del Estado otom ano. El gran visir (sadr-i
aczam ), nom brado por el sultán y responsable ante él, es el personaje más im por­
tante del Estado después del sultán y tiene a su cargo todos los asuntos civiles y
militares, aunque, respecto a estos últimos, el sultán tenga siempre iniciativa y
prioridad. Con el incremento del territorio y de las cargas, al final del reinado
de Murád I, fueron nombrados otros visires para asistir al gran visir; éste y los
visires son escogidos entre los miembros de la familia otomana o entre los de las
grandes familias allegadas a los otom anos y, más tarde, entre funcionarios de alto
rango. Participan en las sesiones cotidianas del díwán, presidido por el sultán, y
al que asisten igualmente el qádi l-casker (o kazasker, juez del ejército, que tiene
autoridad sobre todo el personal religioso y jurídico procedente de la clase de los
ulemas, formada en las madrasas), el nishán djí (jefe de los funcionarios civiles
y, al principio, encargado de poner el sello —nishán o tugra— del sultán en los
docum entos que em anan del sultán o del consejo del diwán), y el musterfi (llama­
do posteriorm ente defterdár, conservador de los registros en los que se inscriben
los ingresos del Estado: impuestos, tasas, rentas diversas, impuestos legales, ja-
rádj o impuesto territorial, zakát o limosna legal, ceshur o diezmo, impuestos ex­
traordinarios —aún escasos en el siglo x iv —, pendijk resmi o derecho del quinto
sobre los prisioneros, tasas de aduanas, tasas comerciales, etcétera).
A demás, durante todo el tiempo que el beylik otom ano no ocupó más que
algunos territorios de Asia M enor, solamente tuvo, bajo la autoridad del bey, un
único responsable militar de las tierras conquistadas, de su extensión y, por lo
general, de los asuntos militares, con el título de sandjaq bey¡y correspondiendo
el sandjaq a una unidad administrativa puesta bajo la autoridad de un jefe militar
que, frecuentem ente, es uno de los hijos del soberano otom ano. En Asia M enor
debió haber muchos sandjaqs antes de la expansión por Europa; esta expansión
dio lugar a la creación de sandjaqs en tierra europea (o Rumelia), y el aum ento
de su número condujo a Murád 1 a crear un nivel superior de la administración
provincial, el beylerbeylik (gobernorado) puesto bajo la dirección de un beylerbey
(gobernador) dotado de poderes militares y civiles. El primer gobernorado fue
creado en la provincia (eyálet) de Rumelia en torno a 1362-1365; el segundo lo
fue en la provincia de Asia M enor, o A natolia, en 1393. Cada provincia fue divi­
dida en sandjaqs, gobernados cada uno por un sandjaq beyi\ a continuación esta­
ban los kazas (q a d á circunscripciones en las que las tareas y funciones eran
repartidas entre el qádi (juez), el alay beyi (responsable de los asuntos militares)
y el subashi (responsable de los asuntos administrativos y financieros); los diver­
sos funcionarios se beneficiaban de timárs, pero debían organizar también, de
acuerdo con los agentes de la administración central, el reparto y la atribución
de los restantes timárs, especialmente a los militares y, sobre todo, a los caballe­
ros del ejército otomano.
Esta situación experimentó también transformaciones bajo el reinado de M u­
rád 1, transformaciones acentuadas, sobre todo, por el incremento del número
de militares otom anos necesarios para la expansión, para la defensa de las tierras
conquistadas. Junto al sistema de reclutam iento de una parte de los prisioneros,
del ejército del sultán y de los beys, hacia 1380 aparece una nueva modalidad.
Se establece en esta época da devshirme (recogida), operación por la que, en un
determ inado núm ero de pueblos.y ciudades de los Balcanes y por turno, son re­
cogidos niños cristianos, con edades comprendidas entre los 8 y 15 años. Su nú­
m ero, fijado en cada ocasión, parece ser que no sobrepasó algunas centenas, y
los devshirmes no se llevaron a cabo todos los años. Los niños eran enviados lue­
go a Anatolia, donde vivían en ambiente turco, se adaptaban a las costumbres
turcas y eran islamizados; posteriorm ente eran recogidos en Gallípolis y form a­
ban el cuerpo de los cadjamioghlán (los niños extranjeros); allí recibían una edu­
cación especializada £egún sus capacidades intelectuales o físicas: unos llegaban
a ser ichoglan (‘niños del interior’, o pajes) y pasaban después al servicio de la
casa del sultán o del gobernador, donde podían subir los peldaños de la jerarquía
y conseguir altas funciones administrativas; otros engrosaban las filas de los jení­
zaros (soldados de infantería, armeros, artilleros). Constituían, junto con los ca­
balleros (süvari)%los «esclavos de la puerta» (qapi quilari) o, más exactam ente,
los servidores exclusivos del sultán. Un elem ento a tener en cuenta en lo concer­
niente a los jenízaros es el hecho de que su cuerpo estuvo, desde este período de
su desarrollo, hacia 1380-1390, en estrecha relación con la hermandad de los bek-
táshíes, hermandad creada sesenta años antes por HSdjdj? Bektásh Wall, y que,
paulatinam ente, se juzgó que estaba en los límites de la heterodoxia musulmana.
En efecto, su ritual incorporaba prácticas propiam ente musulmanas, tradiciones
procedentes del Asia oriental o central y, después de la segunda mitad del siglo
xiv, elementos tomados del cristianismo. ¿Impulsó a los jenízaros su reclutam ien­
to original a seguir el camino del bektáshismo antes que el del Islam «regular»?
Es posible y, en todo caso, el bektáshismo encontró un terreno favorable en Ru-
melia.
O tra parte de la caballería, la de los sipáhis, se desarrolló también y constitu­
yó uno de los elem entos decisivos de la dominación otom ana; cada sipdht recibía
tierras para su sustento y, llegado el caso, para el de los soldados que debía pro­
porcionar; estas tierras, de una extensión variable según el grado del sipáhi, eran
llamadas timárs, de donde proviene el nombre frecuentem ente utilizado de «tima-
riota» dado a su beneficiario. Estos militares están bajo la autoridad del subashi,
que a su vez depende del alay beyi%y éste del sandjaq beyi. Existe también una
caballería «sultaní» dependiente directam ente del sultán y proveniente, por una
parte, de los cadjamioglán y, por otra, de antiguos prisioneros convertidos y de
musulmanes otomanos.
En el plano económico, el joven Estado otom ano trata de no trastocar las
estructuras vigentes, siempre que es posible. En las tierras cuyos antiguos posee­
dores habían huido, se instalaron nuevos propietarios (mülk sahibi) o, por el con­
trario, timariotas: los campesinos sólo cambiaron de amo y no parece ser que los
impuestos pagados a los gobernantes otom anos fueran superiores a los de los bi­
zantinos. En Rum elia, después de la conquista, tuvo lugar el mismo proceso,
pero, aunque falten docum entos sobre este período del final del siglo xiv, se pue­
de pensar, al leer docum entos más tardíos, que se tomaron algunas decisiones
con objeto de m antener la vida económica de las regiones conquistadas, de evitar
todo trastorno profundo, lo que puede explicar el mantenimiento en su lugar de
señores locales. Este proceso se desarrolló más tarde y dio origen a los qánúnná-
mes, reglamentos orgánicos adecuados a cada provincia, que definían los d ere­
chos y deberes de los habitantes y constituían una especie de derecho consuetudi­
nario yuxtapuesto al derecho coránico.
En lo concerniente al comercio con las potencias extranjeras, y en particular
con las ciudades mercantiles italianas, no parece que tuviera, hasta el final del
siglo xiv, una gran importancia para los otom anos, aparte de las relaciones que
pudieran m antener con Quíos, en manos de los genoveses, y, en ciertos puntos
de la Europa balcánica, con los venecianos, sobre todo en relación al comercio
del trigo. No obstante, es m enester apuntar que en Asia M enor, hasta el final
del siglo xiv, los otom anos controlan los principales puertos y ciudades del oeste
anatolio: Bursa, Esmirna, A nqara, Q onya, Alanya y Antalya; una parte del co­
mercio de Asia central y de Irán, con destino a Occidente, y que no pasa por
Siria o Egipto, utiliza la ruta anatolia y, por tanto, beneficia a las bases otom anas,
sobre todo Bursa que, ya entonces, es un gran centro del comercio de la seda.
A unque el Estado otom ano no constituye aún un gran Estado, representa una
fuerza im portante por su situación geográfica, sus estructuras administrativas y
militares bien organizadas, su dinamismo político y religioso y su concepción de
un poder fuerte y centralizado, que muestra, sin em bargo, una gran tolerancia
con respecto a los elementos humanos que lo com ponen. En suma, todo lo que
perm itirá el ulterior esplendor y prestigio del imperio otom ano está ya presente,
aunque un incidente aislado venga a detener m om entáneam ente el impulso.
L a «PAZ MONGOLA»

Antes de su muerte (acaecida en 1227), Gengis Ján había procedido al reparto


de su imperio entre sus cuatro hijos, recibiendo cada uno de ellos una parte del
territorio (ulus). A lo largo de los siguientes dos decenios, se llevan a cabo nuevas
ofensivas mongolas, una en dirección a la Rusia meridional y la otra en dirección
al Próximo O riente musulmán. La primera, después de hacer incursiones en Po­
lonia, Moravia y Hungría, al mando del ján Bátú, se establece en las tierras ocu­
padas hasta entonces por tribus turcas Qipchaq, de donde proviene el nombre
dado a menudo a este ulus, jánato de Qipchaq; aunque se le conoce también bajo
el nombre de ulus o jánato de la Horda de O ro, según su denominación en las
crónicas rusas. Este jánato se extiende desde las bocas del Danubio al lago Bal­
jash y abarca, entre otras, la mayor parte de Ucrania, Crimea, las regiones sep­
tentrionales del Cáucaso y las estepas situadas entre el mar Caspio y el lago Bal­
jash; a priori, no está en contacto directo con el mundo musulmán pero, no obs­
tante, desem peñará un papel político que influirá en éste.
El segundo avance mongol, conducido primero por Chormogun, luego por
Baidju y, finalmente, por Húlágú, lleva a los mongoles de Asia central a Asia
Menor oriental, y pone bajo su dominio Afganistán, Irán e Iraq, países esencial­
mente musulmanes: la evolución de este jánato, conocido por el nombre de ján a­
to de los íljánes es, por muchos conceptos, diferente de la evolución del jánato
de Qipchaq.

I m Horda de Oro

La creación del jánato de Qipchaq (según el nombre del pueblo turco que
sucedió a los cumanos y a los polovtsi y fue vencido por los mongoles de Bátú)
o de la H orda de Oro (Altin Ordu) fue el resultado de las expediciones llevadas
a cabo por el ján Bátú. Éste se afirmó, en 1227 y 1255, no solamente como ins­
tigador de la expansión y de la implantación de los mongoles en Europa oriental,
y el creador de un Estado mongol que se extendía del D anubio al lago Baljash,
sino también como la personalidad más importante del mundo mongol, a m edia­
dos del siglo xm . Su poder sobrepasaba con mucho los límites de su propio ján a­
to, y los soberanos de cierto número de principados rusos (Riazán, Tver, Suzdal,
Kiev y Galitzia) se reconocían como sus vasallos; éste es también el caso del gran
príncipe de Vladimir, Alejandro Nevski (1252-1263). A unque Bátú se confirmó
como un temible señor, sobre todo en materia de percepción de impuestos, supo,
no obstante, caracterizar su reinado, por una parte, favoreciendo las actividades
económicas y comerciales y, por otra, a pesar de ser chamanista, mostrándose
particularm ente tolerante con respecto a las diversas religiones practicadas en su
jánato: cristianismo nestoriano, cristianismo ortodoxo, islamismo y judaismo. Su
propio hijo, Sartaq, era nestoriano y mantenía muy buenas relaciones con A lejan­
dro Nevski. La brutal m uerte de Sartaq, sucesor de Bátú, en 1256, tal vez impidió
al jánato de Qipchaq alinearse entre los Estados cristianos.
Tras el breve reinado de Ulagchi (1256-1257), el poder pasó a manos del her­
mano de Bátú, Berke (1257-1266), que puso en práctica una política pro-islámica:
él mismo se convirtió al Islam sin abandonar, no obstante, el espíritu de toleran­
cia respecto a otras religiones. A nte la am enaza que suponían para el Qipchaq
los progresos del ján Húlágú, en A dharbáydján, Berke buscó la alianza del sultán
mameluco Baybars: se intercam biaron algunas em bajadas (1261) y se pactó una
alianza contra HúlágQ en 1263; además, Baybars podía reclutar en el jánato de
Qipchaq mercenarios destinados al ejército mameluco. Una expedición conducida
por HQlágú al Cáucaso acabó en fracaso: se vengó haciendo m atar a los m ercade­
res de Qipchaq que se encontraban en Persia, acción a la que Berke respondió
haciendo lo mismo con los mercaderes persas presentes en Qipchaq. Una expedi­
ción conducida por Nogai, sobrino de Berke, fracasó también: el envite de la ri­
validad de los dos jánatos era de hecho el control de la totalidad del A dharbáyd­
ján, a la sazón dividido en dos; pero ninguno de los contrincantes consiguió su
objetivo.
, Berke fundó una ciudad, Saráy, en el bajo Volga, que convirtió en su capital
y que debió seguir siendo la capital del jánato hasta 1395, fecha en la que fue
destruida por Tam erlán.
A Berke le sucedió Mengu (M óngké) Timúr, nieto de Bátú (1266-1280), que
intervino repetidas veces en las disputas de los jánes mongoles de Asia central y
mantuvo buenas relaciones con los sultanes mamelucos de Egipto y con el basi­
leus de Constantinopla Miguel VIH Paleólogo. Mengu era chamanista y se mostró
muy tolerante con todas las religiones, otorgó privilegios de inmunidad a los sa­
cerdotes de la Iglesia ortodoxa establecidos en el jánato y concedió a los genove-
ses un terreno en Caffa, Crimea, para el establecimiento de un consulado y de
un almacén. Su herm ano y sucesor, Tudá Mengu (1280-1287), y el sucesor de
éste, Tudá Buga (1287-1290) sólo fueron soberanos nominales, pues la realidad
del poder estuvo, de hecho, en manos de Nogai, hasta su asesinato en 1300. N o­
gai se mostró muy favorable al cristianismo, incluido el cristianismo latino, ya
que algunos monjes franciscanos pudieron establecerse en Saráy. En tanto que
aliado de los bizantinos, intervino en Bulgaria, donde instaló un nuevo soberano,
Jorge I T erter, que fue un verdadero vasallo de los mongoles. Pero el autoritaris­
mo de Nogai era mal soportado y, finalmente, el ján Toktaga (1290-1312) le ata­
có; vencido, Nogai fue asesinado poco después.
Al principio del siglo xiv, la situación del jánato de Qipchaq (o de la Horda
de O ro) es muy sólida: saca provecho de las luchas intestinas que tienen lugar
en el imperio bizantino, los príncipes rusos y búlgaros están bajo su autoridad,
se m antienen buenas relaciones con los mamelucos de Egipto y de Siria e incluso
con los jánes fljáníes de Persia. La presencia dé mercaderes genoveses y venecia­
nos dio lugar a una actividad comercial im portante a partir de las bases de Cri­
m ea, aunque los comerciantes italianos de Caffa y de Sudak tuvieran que sufrir,
sobre todo en 1307, la hostilidad del ján.
La llegada al poder de Ózbek (1312-1340) dio al Qipchaq una nueva línea
directriz, pues el nuevo ján se convirtió al Islam y, en lo sucesivo, la religión
musulmana sería la de los soberanos sin que, no obstante, las restantes religiones,
sobre todo el cristianismo, padecieran represión alguna. Las relaciones con los
mamelucos experim entaron algunas dificultades temporales pero, en cambio, ge­
noveses y venecianos fueron bien tratados, cosa que no fue así al principio del
reinado de Djánibeg (1340-1357), un reinado caracterizado por una cierta acen­
tuación de la islamización y por dos importantes acontecimientos: por un lado,
la aparición de la gran peste, hacia 1346 (?), que diezmó la población y em pobre­
ció sensiblemente el jánato, especialmente Crimea; por otro, la lucha contra los
iljáníes de Irán: el Adharbáydján conquistado en 1355, es vuelto a perder tres
años más tarde. En los últimos años de su reinado, Djánibeg fue el blanco de la
oposición de los señores mongoles, lo que incluso dio lugar a conflictos, en tanto
que, por su parte, los señores vasallos rusos tendían a disminuir sus vínculos con
los mongoles.
Este reinado aparece, pues, como un momento crucial en la historia del jánato
de Qipchaq. Sin duda, el recuerdo del gran imperio gengisjaní no bastaba ya para
reunir a los señores mongoles en torno al ján: los mongoles, establecidos en m e­
dios étnicos y religiosos en los que no eran más que una minoría, experim enta­
ron, en mayor o menor medida, la influencia de estos medios; y sus vasallos, por
último, comenzaron a tratar de liberarse de su sujeción. Sin em bargo, los mongo­
les de Qipchaq dominan aún las orillas septentrionales del mar Negro, lo que
constituye para ellos un hecho esencial.
Después de Djánibeg, el poder ya no está en manos del ján sino en las del
«mayordomo de palacio» Mamay (1361-1380), que se esfuerza por restablecer la
unidad del jánato, echada a perder por varios emires, sobre todo en la parte
oriental; además, a partir de 1370 los príncipes rusos rehúsan prestar juram ento
al ján; un poco más tarde (1378, y luego en 1380), se niegan a pagar el tributo.
lx>s mongoles son derrotados en la batalla de Kulikovo Polje (8 de setiembre de
1380) y, además, deben reconocer a los genoveses la posesión de una parte de
Crimea.
Es entonces cuando el ján de la Horda Blanca (parte oriental del Qipchaq),
Tojtamish, que se había impuesto en esta región con la ayuda del soberano de
Transoxiana, Tímür Lang (Tam erlán), vencedor en Mamay, se convierte en ján
de la H orda de O ro y rehace la unidad del conjunto del Qipchaq. A continuación,
invade los principados rusos y destruye diversas ciudades (Vladimir, Suzdal, Mos­
cú, en agosto de 1382) y restablece la soberanía mongola. Tojtamish, fortalecido
por sus victorias, trata entonces de reconstruir el imperio de Gengis Ján, pero se
encuentra en su camino a Tam erlán, que se había convertido, entre tanto, en
señor de la Transoxiana, de Afganistán y de Persia. La guerra, que duró de 1387
a 1395, acabó con la derrota de Tojtamish y la destrucción del jánato de Qipchaq
y, especialmente, de las principales ciudades. Sin em bargo, en 1399, el ján Timúr
Qutlug (1398-1400), adherente a Tam erlán, y puesto por éste a la cabeza de lo
que quedaba del jánato en su parte occidental, estableció la dominación mongola
en los principados rusos, dominación que duraría aún un siglo, mientras que, un
poco más tarde, aproxim adam ente a mediados del siglo xv, el Qipchaq se dividió
en tres pequeños jánatos: Crimea, Kazán y Astrakán.

Sobresaltos en el m undo persa

Una vez confiada por el gran ján Móngke a su hermano Húlágú, en 1255, la
tarea de unificar bajo la autoridad mongola todos los territorios comprendidos
entre Afganistán y Siria, Húlágú eliminó sistemáticamente a sus adversarios: los
ismácilíes de Persia en 1256 y el califa de Bagdad en 1258, siendo la ciudad des­
truida en gran parte. El avance mongol en Siria es finalmente detenido por los
mamelucos en setiembre de 1261 en cAyn Djálüt. Esta batalla fijó, a partir de
entonces, los límites de los territorios mamelucos y mongoles, los primeros de los
cuales se extendían entonces hasta la Siria del norte y la orilla occidental del E u­
frates medio. El fracaso mongol se explica en parte por la amenaza ejercida sobre
el Adharbáydján por el ján de Qipchaq, Berke, que en 1261 acordó una alianza
con el sultán mameluco Baybars. Al este, el jánato de Chagatáy constituye tam ­
bién un peligro para los mongoles de Persia que, finalmente, se contentaron con
asegurar su dominación en las regiones que se extendían de Asia M enor oriental
a Afganistán occidental. Por otra parte, Húlágú era budista y estaba casado con
una cristiana (nestoriana); lo mismo ocurrió con sus sucesores A báqá y Argün y,
hasta el advenimiento de este último, los musulmanes no fueron bien considera-
dgs, quedando de manifiesto la hostilidad en relación a los Estados musulmanes
sunníes.
Húlágú había establecido su capital en M arága, A dharbáydján; A báqá (1265­
1282) la fijó en Tabriz. Bajo su mandato, la iglesia nestoriana desempeñó un im­
portante papel y, en marzo de 1281, el patriarca nestoriano electo, Mar Yahba-
llahá III, era de origen uiguro, si no m o n g o ljo que facilitó aún más las relaciones
entre la Iglesia y el gobierno.
En el exterior, A báqá eliminó la amenaza Qipchaq sobre el Adharbáydján
(1266), y la del Chagatáy en 1270 y en 1273; menos suerte tuvo en sus acciones
contra el sultán mameluco Baybars, vencedor de los mongoles en Elbistán (1277),
y contra el que había solicitado en vano la ayuda del papa, del rey de Francia y
del rey de Inglaterra (1274-1277); otro ejército mongol, a las órdenes de Móngke
Tím úr, hermano de A báqá, fue vencido en octubre de 1282 cerca de Homs por
el mameluco Q alá3ún.
La muerte de A báqá, el 1 de abril de 1282, fue la causa de una grave crisis
entre los iljánes. En efecto, su sucesor, T akúdár, se convirtió al Islam, tomó el
nombre de A hm ad, comenzó una campaña de islamización de los mongoles, hos­
tigó a los dirigentes de la Iglesia nestoriana y se reconcilió con los mamelucos.
La oposición, que agrupaba a los tradicionalistas mongoles, los nestorianos y los
budistas, así como a vasallos armenios y francos, acabó por imponerse y permitió
a A rgún, otro hijo de A báqá, tomar el poder (agosto de 1284).
El nuevo ján, de religión búdica, mostró una gran tolerancia hacia todas las
religiones, com prendido el Islam, lo que permitió, sobre todo a los musulmanes,
ser juzgados según la ley coránica; su ministro de Finanzas, Sacd al-Dawla, era
un judío que restableció el orden en las finanzas y la administración del Estado
iljání, obrando severam ente contra los abusos y los pillajes de los señores y jefes
militares mongoles. No obstante, Argún se mostró también hostil a los mamelu­
cos: en 1285 dirigió una carta al papa Honorio IV proponiéndole la organización
de una cruzada contra los sultanes de Egipto y, más tarde, en 1287, envió a E u­
ropa con una misión al monje nestoriano Rabban Sauma, de origen turco, que
se dirigió a Roma, Francia e Inglaterra, pero, aparte de un excelente recibimien­
to, no obtuvo más que buenas palabras. Argún envió además a dos em bajadores
a Occidente que no tuvieron mejor éxito, y el proyecto fue abandonado.
La muerte de Argún en 1291 provocó la rebelión de los señores mongoles
contra su administración y condujo al acceso al poder de su hermano Gayjátú,
personaje de poco fuste que, para tratar de atajar una grave crisis financiera, in­
trodujo en Persia en 1294, tal como se hacía en China, el sistema del papel-mo­
neda (tchao). Este sistema tuvo como consecuencia la detención de toda actividad
comercial y fue rápidamente abandonado. Gayjátú fue derrocado en abril de
1295, pero su sucesor Baydu (abril-noviembre de 1295) se mostró incapaz de res­
tablecer el orden en las tierras y la autoridad del ján. Gázán (1295-1304) fue el
artífice de una profunda modificación en el Estado iljání: convertido al Islam sun-
ní y llevado al poder por el partido musulmán con el emir Noruz, inauguró su
reinado con violentas reacciones contra cualquier otra religión que no fuera la
del Islam, violencias cuyo instigador y ejecutor era Noruz; los excesos de éste y
de sus partidarios indujeron a Gázán a reaccionar: en 1297 les hizo arrestar y
ejecutar. A partir de entonces, Gázán procedió a un restablecimiento del orden
en la administración y en la economía del país y contó, sobre todo, a este respec­
to, con la ayuda de su visir Rashid al-Din Fadl Alláh, que fue también el gran
historiador de los mongoles. No sólo supo restablecer la autoridad del ján y de
la administración central, especialmente de cara a los emires mongoles, sino que
también favoreció en gran medida a los agricultores en detrimento de los nóma­
das y volvió a dar vida al comercio. Fue también el primer iljání que emprendió
construcciones, todas religiosas, especialmente en Tabriz, su capital; por último,
mostró una cierta benevolencia respecto a los musulmanes shNes. En política ex­
terior, continuó la política de los grandes jánes del siglo xm , atacando en dos
ocasiones el sultanato mameluco en Egipto, sin resultados positivos, y se opuso
a la expansión de los jánes del Chagatáy hacia el oeste.
Su hermano y sucesor óldjeytíi (1304-1316) había sido cristiano; convertido
al Islam, siguió primeramente la doctrina shff (1310): cristianos, mazdeístas e in­
cluso musulmanes sunníes sufrieron vejaciones, discriminaciones y hasta, a veces,
persecuciones, lo que provocó un clima de guerra civil en el jánato. En el exte­
rior, Óldjeytíi trató en vano de pedir ayuda a los occidentales para luchar contra
los mamelucos y condujo algunas expediciones contra ellos: intervino también en
Asia M enor central, donde el bey de Qaram án debió reconocerse su vasallo: al
este, le tomó el Afganistán oriental al ján de Chagatáy (1313), lo que acarreó
varios años de conflictos en los confines de los dos jánatos. Óldjeytíi estableció
su capital en Sultániyya (1305), ciudad en la que hizo levantar construcciones sin,
por esto, olvidar Tabriz, donde Rashid al-Din actuó de igual modo.
Abú Sa'id (1316-1334), convertido en ján a los doce años, fue privado del ejer­
cicio del poder por el emir Chúbán, que se deshizo de Rashid al-Din, ejecutado
en 1318, y debió luchar sin cesar contra facciones, algunas de las cuales eran di­
rigidas por sus propios hijos, como fue el caso de Tímurtash en Asia Menor. Su
muerte en 1327 acentuó las rivalidades internas que la muerte de Abú Sa^d en
1334 no hizo más que ampliar; los emires se disputaron el poder sobre la totali­
dad o partes del territorio iljání, que no tuvo ya ján a su frente: el Estado de
los iljánes de Persia desaparecía sin gloria, parcelado, desmembrado, y no volve­
ría a recobrar una apariencia de unidad hasta el final del siglo, bajo la dominación
de Tamerlán. De las dinastías locales que surgieron en torno a mediados del siglo
xiv, algunas sobresalen más, como las de los djaláyríes en Iraq y en A dharbáyd­
ján meridional, los qara qoyunlu en Asia M enor oriental y en Iraq septentrional,
los sarbedáríes en el M ázandarán, los muzaffaríes en el Fars y el Kirmán, y los
kart en Afganistán: turcos, turcomanos, árabes y mongoles se repartieron los res­
tos de un Estado que no estuvo lejos de realizar la unidad de toda la región com­
prendida entre Asia M enor y Asia Central.

Un m undo profundamente dividido

La llegada de los mongoles al oeste de Asia y al sur de Rusia pudo ser consi­
derada como un fenómeno histórico que aportaba profundas perturbaciones en
estas regiones. De hecho, durante este período de la Baja Edad Media se obser­
va, en primer lugar, la implantación de un nuevo pueblo que produjo nuevos se­
ñores; además, mientras que el Islam había sido dominante desde los siglos vn-
miii, el chamanismo, el budismo y diversas variantes del cristianismo (nestoriano,
ortodoxo, latino) se implantaron y, a veces, parece ser que predominaron sobre
el Islam; pero esta implantación no fue muy profunda; la mayoría de las poblacio­
nes sometidas permaneció fiel a la religión musulmana y los jánes se convertían
ya fuera por convicción o por oportunismo político. No obstante, durante un cier­
to tiempo, el espíritu de tolerancia prevaleció y las comunidades no musulmanas
pudieron vivir seguras hasta las primeras décadas del siglo xiv.
Conviene, sin embargo, matizar esta visión. Al principio de la expansión m on­
gola, los conquistadores son llevados por un entusiasmo que tiene su origen en
el hecho de que creen ser llamados a realizar estas conquistas por una voluntad
celestial: ésta les habría escogido para ser sus instrumentos; las victorias logradas
serían un testimonio de esta voluntad. Pero, en realidad, los mongoles no tienen
arraigada en su interior la religión o, en todo caso, menos que algunos pueblos
a los que son incapaces de inculcar sus propias convicciones religiosas. De hecho,
se produce el fenómeno inverso, y adoptan, según las circunstancias, las influen­
cias externas o las influencias familiares (las mujeres de los jánes desempeñaron
un cierto papel a este respecto), la religión «ambiente». Los primeros jánes de
Persia son budistas, en tanto que los de Qipchaq son chamanistas, aunque sus
esposas son, en su mayoría, nestorianas. La religión cristiana nestoriana, amplia­
mente difundida por Asia central e incluso Asia oriental, fue la de varias tribus
mongolas y turcas, y el llján Óldjeytü tanto como el ján de Qipchaq, Sartaq, son
nestorianos (el primero se convertirá posteriorm ente al Islam). El budismo preva­
leció también al comienzo de la dinastía de los iljánes, ya que Húlágú, Abáqá y
Argún eran adeptos de esta religión que parece haber perdido su importancia e
influencia desde el final del siglo xm . El cristianismo ortodoxo y el cristianismo
latino tuvieron también su período de gloria: durante el mandato de los jánes de
Qipchaq, una gran parte de la población de Rusia es ortodoxa, y la Iglesia rusa
recibe bajo el reinado de Móngke Timúr privilegios que hicieron de ella casi una
verdadera potencia, émula del poder de los príncipes; los cristianos de Occidente,
por su parte, enviaron misiones (casi siempre de franciscanos), no sólo a Crimea,
sino también a las regiones del bajo Volta y, principalmente, a la capital, Saray.
Cuando el Qipchaq se islamizó, bajo el mandato de Ózbek, el espíritu de toleran­
cia continuó vigente.
Entre los íljánes, los nestorianos están igualmente bien vistos, y el patriarca
Mar Yahballahá 111 fue un testimonio de ello hasta el final de su vida; por su
parte, los latinos desempeñaron un papel más político que religioso, y su presen­
cia en Persia quedó de manifiesto, sobre todo, por un obispo en Sultaniyga.
Antes de imponerse en los dos jánatos, el Islam conoció vicisitudes, sobre
todo entre los ¡Ijánes en la época de HQlágú: en efecto, esta religión simbolizaba
para ellos el adversario esencial, el califa, y se sabe que, cuando invadió Iraq y
Siria, numerosas ciudades musulmanas fueron, no solamente saqueadas, sino
también destruidas, y su población musulmana, a menudc, exterminada. Con
todo, allí también triunfó la tolerancia, tal vez bajo la presión de las necesidades,
pues los mongoles se vieron obligados a recurrir a los gobernadores y los adminis­
tradores musulmanes en las regiones de población islámica. Pero, poco a poco,
el Islam recupera el terreno perdido e incluso más ya que, tanto en el Qipchaq
como en Persia, los jánes se convierten al Islam, sin abandonar por esto su espí­
ritu de tolerancia la mayoría de las veces, pues, a lo largo del siglo xiv, sólo tu­
vieron lugar algunas persecuciones o algunos movimientos de represión contra
los cristianos, los budistas y los mazdeístas. La disgregación del jánato de Q ip­
chaq tuvo como consecuencia la casi total desaparición de cualquier religión que
no fuera la del Islam en toda la extensión de su territorio: solamente se conserva­
ron algunos núcleos cristianos de ritos diversos, pero no desempeñaron ya más
que un reducido papel.
Los problemas religiosos son un aspecto de las relaciones establecidas entre
dirigentes mongoles, príncipes o emires locales y elementos diversos de la pobla­
ción. Los jánatos son conjuntos heterogéneos tanto desde el punto de vista étnico
como desde el punto de vista social; durante algún tiempo después de su invasión,
los mongoles continúan comportándose como nómadas, pero la posesión de tie­
rras, el control de las ciudades y la fundación de capitales hizo de ellos semi-nó-
madas y, en algunos casos, sedentarios. A unque al principio de su expansión los
mongoles transformaron regiones de cultivos en regiones de estepas, más adapta­
das a su tipo de vida, más tarde los jánes advirtieron el error de esta concepción
y, por el contrario, fomentaron la agricultura, sobre todo en Rusia del sur. Este
fomento benefició a los príncipes rusos, vasallos de los jánes, pero también a los
notables y miembros de la familia de los soberanos, poseedores de tierras; éstos,
todopoderosos sobre las tierras y sus habitantes, se contaban igualmente entre
los jefes más importantes del ejército. La preeminencia otorgada a los begs feuda­
les y, posteriorm ente, las rivalidades entre los begs, fueron algunas de las causas
determ inantes de la disolución del poder de los jánes y del debilitamiento o la
desaparición de los jánatos mongoles.

¿Un m undo abierto de Crimea a Chinal

Los conflictos con los mamelucos de Egipto y con el jánato de Qipchaq, la


progresiva desaparición de los Estados latinos de Palestina y Siria y, al menos
hasta el primer tercio del siglo xiv la primacía de los elementos nómadas o semi-
nómadas sobre los campesinos o sedentarios, impidieron sin duda cualquier desa­
rrollo económico y casi todas las relaciones con los occidentales: solamente se
mantuvieron las relaciones con el jánato del Chagatáy, en la medida en que, epi­
sódicamente, no surgen conflictos con él. A unque hasta el principio del siglo, xiv
los cristianos estuvieron en la corte y los mercaderes genoveses pudieron estable­
cerse en la Persia del norte, aunque Gázán fomentara enérgicamente el renaci­
miento de la agricultura, desde su muerte y, más aún, después de Óldjeytü, la
disgregación del Estado de los fljánes tuvo como consecuencia una interrupción
casi total de las relaciones económicas con los italianos, así como de la utilización
de la ruta comercial hacia el Asia central que pasaba por Asia M enor, Iraq del
norte y Persia. La desaparición del sultanato seldjúqí en Asia Menor y la consti­
tución en esta región de beyliks independientes y, a menudo, rivales, consagra el
abandono de las rutas que la atravesaban en el siglo xm , en favor de la que pa­
saba por el sultanato mameluco, mucho más estable y segura, o de la que pasaba
por Constantinopla, Crimea y el jánato de Qipchaq.
Este último parece ser que se benefició muy pronto de condiciones favorables:
en primer lugar, no tuvo que combatir, de manera tan violenta como los íljánes,
a las poblaciones musulmanas que residían en su territorio; los elementos rusos
no constituían una fuerza suficientemente organizada para oponerse a las decisio­
nes políticas o económicas de los jánes, y lo mismo ocurría en el caso de los tur­
cos o de los búlgaros del Volga. Las estructuras sociales tradicionales de los mon­
goles encontraron un terreno apropiado en las estepas de la Rusia del sur o del
Decht-i Qipchaq. A unque, no obstante, la agricultura acabó por ser fomentada
(el hecho de la utilización de esclavos tomados de todas partes, hizo pensar en
una sociedad de tipo feudal, aunque evitando cualquier comparación con E uro­
pa), las producciones de esta agricultura no son solamente indispensables en la
vida cotidiana de los habitantes: constituyen también una parte importante de los
productos de importación buscados por los comerciantes italianos de Crimea.
Hay que hacer constar también que lo esencial de los impuestos cobrados a los
habitantes proviene de los campesinos, mucho más controlables que las otras ca­
tegorías sociales.
Conviene también evidenciar otro aspecto de la economía de Qipchaq: el
poco interés por las ciudades mostrado durante mucho tiempo por los jánes que,
al menos hasta el siglo xiv, no adquirieron la noción de una residencia estable y
no conocían, en este aspecto, más que las ciudades de Mongolia o de China, ha­
cia las que no dudaron en enviar a los artesanos rusos de los que se enorgullecían
Kiev y otras ciudades rusas. Se produjo así una degradación de las instituciones
urbanas y una influencia de las leyes consuetudinarias mongolas en los principa­
dos rusos.
Pero es en el ámbito de las relaciones comerciales con el imperio de Constan­
tinopla y con las ciudades mercantiles italianas donde el jánato de Qipchaq obtu­
vo mejores resultados. Constantinopla es para los griegos y para los italianos (pri­
mero los genoveses y luego los venecianos) el puerto donde hacen escala los na­
vios que se dirigen a Crimea o Trebisonda, constituyendo este último puerto el
punto de partida de la ruta que, a través de Erzurúm, la antes llamada Teodosió-
polis, conduce a Tabriz. Hasta el final del siglo xm , los genoveses y, en menor
medida, los venecianos utilizaron este puerto y esta ruta, aprovechando la aper­
tura del mar Negro que les fue concedida en 1261 a los genoveses por Miguel
VIII Paleólogo. Según parece, este tráfico no perjudicó mucho al comercio que
los genoveses efectuaban en dirección a Persia y A rm enia a partir del puerto de
Lajazzo, en el golfo de A lejandreta, y a través del Asia M enor oriental. Pero, a
principios del siglo xiv, la disgregación del sultanato seldjúqí y el desorden polí­
tico y militar que provocó entorpecieron considerablemente la utilización de esta
segunda ruta. En cuando a la primera, la evolución del jánato de los íljanes le
produce un im portante perjuicio.
A partir de entonces, griegos e italianos dirigen sus esfuerzos hacia Crimea.
En otros tiempos, ya muy rem otos, los bizantinos prácticamente se habían reser­
vado el monopolio del comercio del mar Negro, sobre todo en lo concerniente
al comercio de trigo, de gran importancia para el aprovisionamiento de Constan-
tinopla. Con la llegada de los genoveses y los italianos, el monopolio desaparece.
Ya en la época de la ocupación latina de Constantinopla, los mercaderes italianos
habían tratado de traficar con el sur de Rusia, que vivía, a la sazón, bajo la do­
minación mongola: en 1247, el misionero Juan de Plano Carpino encontró m erca­
deres italianos en Kiev. Pero tal vez estos mercaderes estaban entonces más inte­
resados por el tráfico de mercancías provenientes de los países del mar Báltico.
En 1253, otro misionero, Guillermo de Rubruck, hace mención de que Soldaia
(o Sudak), en Crimea, es lugar de encuentro de los comerciantes de Rusia y de
Turquía; en 1260, Niccoló y M atteo Polo, tíos del viajero que se hará ilustre más
tarde, Marco Polo, encuentran en Sudak muchos m ercaderes «latinos» que hicie­
ron de este puerto el centro de su negocio. La ciudad de Sudak, adm inistrada
por un sebaste griego, aunque sometido al ján mongol, conservaba una cierta au­
tonomía; sus relaciones políticas, religiosas y comerciales con la capital del im pe­
rio griego y los puertos del litoral de Asia M enor hacían de esta ciudad el más
importante mercado de las costas de Crimea. Rubruck comenta que se iba a Su­
dak a cambiar las telas de seda y de algodón, así como las especias llegadas de
Turquía y de otras partes, por las pieles de Rusia.
La fundación de la colonia genovesa de Caffa se rem onta a 1266, fecha de la
concesión a los genoveses de un terreno para establecer en él un consulado y un
almacén. La instalación genovesa fue facilitada por el tratado de Ninfea, acorda­
do con Miguel VIII, que les abre el paso del Bósforo hacia el mar Negro, y por
el tratado de 1263 firmado por Miguel Paleólogo con el sultán mameluco Baybars
y el ján mongol de Q ipchaq, tratado que tenía por objetivo principal el comercio
de los esclavos de Rusia, G eorgia y el Cáucaso con destino a Egipto: los genove­
ses desem peñaron un im portante papel en este comercio, en el que actuaron a
menudo de intermediarios. La ciudad de Caffa, aunque destruida dos veces, en
1296 y en 1308, fue reconstruida en 1316 y experim entó entonces una gran expan­
sión; además de los genoveses, los más numerosos, se encontraban allí m ercade­
res de todas las procedencias, europea, griega, árabe, turca, persa y mongola.
De esta época data el Codex comanicus, diccionario cumano (nombre de una tri­
bu turca)-persa-latino, que probablem ente iba dirigido a los mercaderes y los mi­
sioneros.
Los principales rivales de los genoveses, los venecianos, presentes en Sudak
en torno a 1285, están implicados también en el comercio de los esclavos y en
todo el tráfico comercial que, desde Crimea, llegaba a Saray y, desde allí, al Asia
Central y a la China. A principio del siglo xiv, Juan de M ontecorvino, enviado
de Rom a a Pekín como arzobispo, consideraba que la ruta de Caffa, a través de
Saray y Almalig a Jánbalig (Pekín), era la más práctica «cuando no era demasía-
do perturbada por las guerras». Pegolotti, por su parte, proporcionó un itinerario
detallado de Crimea a China, con indicaciones prácticas: costumbres, medios de
trasporte, monedas a utilizar, etcétera. En 1333, en ján Ózbek permitió a los ve­
necianos establecerse en Tana, en la desembocadura del Don: desde ese m om en­
to estuvieron en igualdad de condiciones con Génova en el mar Negro; los vene­
cianos prevalecieron, finalmente, en el curso del siglo xiv. Pero el comercio ita­
liano sería echado a perder por el ján Tojtamish que devastó Saray y A stracán y
se apoderó de Tana, donde exterminó a la población italiana. El comercio de
seda de China, que los italianos hacían pasar por Crim ea, se vio interrum pido
por la desaparición de los puntos de enlace. Sin em bargo, Caffa continuó desem ­
peñando un papel, especialm ente por la exportación de los productos de las tie­
rras del interior de Rusia: trigo, m adera, sal, pieles y, sobre todo, por el comercio
de esclavos, del que Egipto era siempre cliente.
. De hecho, durante todo el tiempo que la pax mongolica reinó en el Qipchaq,
el jánato experim entó una cierta prosperidad y fue un lugar de intercambios hu­
manos, religiosos y comerciales. Los mongoles supieron, durante más de un siglo,
merced a su fuerza y a su tolerancia, afianzar su dominio sobre pueblos muy di­
versos. Su adhesión al Islam, que habría podido m ejorar las relaciones con sus
vecinos y proporcionar la unidad religiosa, no les trajo la solución a todos los
problemas que se les plantearon a lo largo del siglo xiv. Al ser tan diferentes de
los pueblos que habían sometido, a la postre fueron ellos los asimilados y no los
asimiladores, y los elementos de civilización que introdujeron en el Próximo
O riente fueron desapareciendo poco a poco. Cuando, a partir del final del siglo
xv y en el siglo xvi, el Estado otom ano establece su poder en la totalidad del
Asia M enor, la Persia occidental, Iraq y las orillas del mar Negro, lo que queda
del Estado mongol está com pletam ente separado del mundo occidental: pero la
ofensiva de Tam erlán, a finales del siglo xiv, había puesto ya punto final a lo
que había sido la dominación mongola.

Los B a lc a n e s tu r c o s

Uno de los motivos de orgullo del nuevo sultán, M ehmet 11, era el de haber
conquistado la capital bizantina (29 de mayo de 1453); pero, en realidad, el im pe­
rio griego no representaba ya gran cosa en el plano territorial y constituía más
bien un símbolo por su grandeza pasada y su papel político; además, Constantino­
pla era para los turcos un punto de paso entre Europa y Asia, un centro econó­
mico interesante, y sobre todo, significaba el final de la unidad del Estado otom a­
no. Es entonces, en efecto, cuando verdaderam ente se puede hablar de un «im­
perio» otom ano, aunque los turcos no utilizaran nunca esta palabra. Igualm ente
es preciso observar que el poder turco aparecía como el más temible de E uropa,
tanto por sus tropas (y su artillería) como por su organización interna.
Hasta su m uerte en 1481, M ehmet II prosiguió sus expediciones, generalm en­
te victoriosas. En lo sucesivo ya no habría en el seno del Estado otom ano
príncipes o territorios más o menos dependientes: existe un verdadero Estado
unitario, cuyo único soberano es el sultán otom ano, secundado por una adminis­
tración centralizada cuyos responsables son el gran visir y los gobernadores de
las provincias de Rumelia y de Anatolia.

¿Hacia un nuevo imperio de Oriente?

A unque el reinado de Bayaceto II (1481-1512) supone una relativa pausa en


el movimiento de expansión, los de Selim I (1515-1520) y Solimán el Magnífico
(1520-1566) constituyen, en cambio, el apogeo del imperio otom ano, de su exten­
sión y de su prestigio.
A la muerte de M ehmet II el Conquistador, la rivalidad entre sus hijos, Baya­
ceto y Djem, trajo consigo algunos disturbios, aunque poco importantes, pues Ba­
yaceto contaba con el apoyo de los jenízaros; sin embargo, Djem, que buscó la
ayuda de los mamelucos y más tarde la de los caballeros de Rodas, fue trasladado
por éstos a Francia y luego a Italia, donde murió en 1495: en un momento dado
se temió que llegara a ser un pretexto para una intervención europea. En lo que
se refiere a Hungría, la paz fue mantenida casi siempre, a pesar de que los oto­
manos intentaron, sin éxito, apoderarse de Belgrado. En cambio, se produjeron
conflictos con Venecia, que perdió sus bases en el Peloponeso, y con los mame­
lucos, que ocupaban Cilicia y temían ya la amenaza de los otomanos, convertidos
en sus vecinos más cercanos: tuvieron lugar algunos incidentes, sin consecuencias
definitivas, a propósito de la soberanía de dos pequeños principados limítrofes,
los de Ramadán y Dhú-I-Qadr, dependientes a la sazón de los mamelucos. El
reinado de Bayaceto II fue sobre todo un período de estabilización y de organi­
zación del Estado.
Con Selim I y Solimán el Magnífico, la expansión otomana experimentó un
considerable desarrollo, cuyas causas son múltiples. Desde antes de la llegada al
poder (que había usurpado) de Selim I, se habían producido algunos incidentes
de carácter religioso y político en Anatolia oriental: algunas tribus turcómanas,
de rito musulmán calawí, es decir, próximas al shffsm o y, por tanto, heterodoxas,
habían resistido a toda asimilación o conquista por parte de los otomanos y se
habían agrupado bajo la dirección de uno de los jefes de tribu, Sháh Ismá^l que,
tras la desaparición de la dinastía de los Aq Qoyunlu, se había independizado y
había constituido un Estado que englobaba A natolia oriental y el Irán occidental.
Sháh Ismá^l supo utilizar los sentimientos anti-otomanos y anti-sunníes de los tur­
comanos y hacerse considerar como una reencarnación de cAli, el yerno y primo
del Profeta; aprovechándose de las disputas dinásticas que entablaban los hijos
de Bayaceto, penetró en Anatolia e incluso intervino en estas querellas poniéndo­
se de parte del príncipe Ahm ad, hermano mayor de Selim, que recibió también
ayuda de tribus heterodoxas establecidas en Asia M enor. Estas revueltas llegaron
a su fin con la muerte de Ahm ad, y Selim desencadenó entonces una violenta
ofensiva religiosa ortodoxa y militar contra Sháh Ismá°il, que fue vencido, en
agosto de 1524, en Chaldirán, cerca del lago Van: gracias a este éxito, debido en
parte a la superioridad de la mosquetería otom ana, Selim pudo ocupar el Adhar-
báydján y su capital, Tabriz; pero no intentó avanzar más, consciente de los pro­
blemas que se planteaban en Anatolia y del peligro que supondría que Sháh Is-
má^l pidiera ayuda a los sultanes mamelucos. También en 1515 decidió ocupar
el principado de Dhti-I-Qadr, vasallo de los egipcios, que se abstenían de interve­
nir en el conflicto entre otom anos y safawíes. Sin em bargo, el sultán mameluco
Qánsúh al-Gúri, inquieto, envió un ejército al norte de Siria: pero, una vez que
hubo impedido a Selim el paso del ejército otom ano a través de sus territorios
del sur anatolio, Selím, aprovechando para acusarlo de colusión con los shHes,
le atacó y derrotó com pletamente en Mardj Dábiq, cerca de Alepo (24 de agosto
de 1516), batalla en cuyo curso el sultán mameluco pereció y su ejército fue diez­
mado. Siria y Palestina cayeron rápidam ente; en diciembre de 1516, una nueva
victoria en Gazza abría el camino de Egipto y en enero de 1517 el nuevo sultán
mameluco era vencido cerca de El Cairo; poco tiempo después, la casi totalidad
de Egipto estaba en poder de los otom anos, que experimentaban además la adhe­
sión del jerife de La Meca, mientras que el califa cabbásí era hecho prisionero y
enviado a Istambul; pero Selím no ostentó el título de califa y se denominó «pro­
tector y servidor de las ciudades santas».
Tras haber organizado el gobierno de Egipto y Siria, convertidas en provincias
otomanas, entró en Istambul; tenía en perspectiva una nueva expedición contra
Sháh Ismá0!! y otra contra los caballeros de Rodas, cuando murió bruscamente
en setiembre de 1520.
Su reinado, aunque breve, fue im portante pues aseguró las fronteras orienta­
les del Estado e instauró la dominación otom ana en algunas de las provincias más
ricas del mundo árabe; además, proporcionó a los otomanos el control absoluto
del comercio entre el M editerráneo y el océano índico. Su hijo Sulaymán (Soli­
mán) le sucedió sin querella dinástica, y prosiguió la política de expansión de Se­
lim 1, aunque de manera diferente: así, desde su llegada al trono, levantó el blo­
queo de la frontera safawí, lo que le permitió la reanudación del comercio con
Irán y los países orientales; poco después de su advenimiento, tomó Belgrado a
los húngaros (1521) y conquistó a continuación la isla de Rodas, lo que garantizó
la seguridad de la navegación en el M editerráneo oriental (1522). A lo largo de
su reinado, condujo trece expediciones, diez a Europa y tres a Asia, que dieron
como resultado la máxima extensión del dominio otom ano; Hungría fue particu­
larm ente el blanco de sus ataques, uno de los cuales llegó hasta las murallas de
Viena, sitiada durante dos semanas (setiembre-octubre de 1529).

¿O hacia un nuevo imperio cabbásP.

La historia de los países del O riente Próximo y Medio en la última parte


de la Edad Media y al principio de los tiempos modernos estuvo caracterizada
solamente por los mamelucos y los otomanos. Cerca de éstos aparecen también,
antes y después de la invasión de Tam erlán, algunas dinastías turcomanas que
desempeñan un im portante papel en esta región; al igual que el jánato de Q ip­
chaq o el de la H orda de O ro, el Estado mongol, establecido en las orillas sep­
tentrionales del mar Negro, experimenta una evolución que le hará pasar pro­
gresivamente de una situación de potencia dominadora a una situación de va­
sallo de los otomanos: estos últimos aparecen, a lo largo del siglo xvi, como
los dueños indiscutibles de todo el Próximo O riente y de algunas de las regiones
vecinas.
La tribu turcom ana de los Carneros Negros (Q ara Qoyunlu) apareció en A na­
tolia oriental a principio del siglo xiv —pero sólo a mediados de este siglo se
manifestó ostensiblemente entre Mosul y Erzurúm bajo la dirección del emir Ba-
yrám Jwádja (hacia 1350-1380), y parece ser que vivió en ese tiempo muchas
aventuras entre los uyrat, los artuqíes y los djalá3iríes del este anatolio y del alto
Irán. Su sucesor, Q ara Muhammad (1380-1389), se liberó de la tutela djalá’irí,
se enfrentó a los artuqíes y a los Carneros Blancos (Aq Qoyunlu), defendió sus
territorios contra Tam erlán e incluso se apoderó de Tabriz; murió luchando con­
tra uno de sus emires sublevados. Tras algunos años turbulentos, Q ara YQsuf
(1391-1420) se convirtió en jefe de la dinastía, que conoció entonces un destino
glorioso; pero antes sufrió las consecuencias de la invasión de Tam erlán, encontró
refugio junto al sultán otom ano, más tarde en Iraq, y finalmente en Damasco
donde fue tem poralm ente encarcelado por el sultán mameluco, aunque pudo li­
brarse de la condena a muerte que se le impuso gracias al gobernador de D am as­
co, Shayj. Una vez liberado, recuperó sus territorios anatolios (1404) y a partir
de entonces los incrementó sistemáticamente ocupando Adharbáydján, el Irán oc­
cidental e Iraq. Estas victorias inquietaron al sultán mameluco Shayj, que final­
mente no hizo gran cosa, y sobre todo al sultán del Chagataj, Sháh Ruj: éste
impulsó a otras tribus turcomanas (entre las que se encontraban los Aq Qoyunlu)
a atacar a Q ara Yúsuf, a quien acometió él mismo sin éxito. Q ara YOsuf murió
y dejó a su hijo Iskandar un inmenso dominio que éste defendió frente a los Aq
Qoyunlu y frente a Sháh Ruj con éxito, aunque tuvo serios conflictos con sus
hermanos: uno de ellos, Djihán Sháh, recabó la ayuda de Sháh Ruj y acabó ven­
ciendo en 1438 a Iskandar, que fue asesinado (1438), tras haber esperado en vano
la ayuda del ejército egipcio. Djihán Sháh (1438-1467) llevó a su apogeo el pres­
tigio del territorio de los Carneros Negros, extendiendo su imperio fundam ental­
mente en Irán, en detrim ento de los Chagatay, y pactando un tratado de amistad
con el timurí AbO Sa^d. Además fue un soberano ilustrado que atrajo a su corte
de Tabriz a literatos y sabios, y fue un gran constructor. Sin em bargo, una expe­
dición que condujo en 1467 contra el soberano aq qoyunlu Uzun Hasan Beg aca­
bó trágicam ente y marcó el final de la dinastía de los Carneros Negros, cuyos
territorios pasaron en su totalidad a manos de los Carneros Blancos en 1469, una
vez que todos los hijos de Djihán Sháh encontraron la muerte.
La dinastía turcom ana de los Carneros Blancos (Aq Qoyunlu) aparece en la
región del Diyár Bakr en el curso del siglo xiv y se mantiene allí hasta 1502. El
primer gran personaje de esta dinastía fue Q ara Yülüq cUthmán que, tras algunos
conflictos con Q ara Muhammad (Carneros Negros) y Burhán al-Dín de Sivas, se
unió a Tam erlán, que le confirmó la posesión del Diyár Bakr; más tarde, fueron
confinados en este territorio por el poder de los Q ara Qoyunlu y solamente con
Uzun Hasan Beg (1466-1478) los Aq Qoyunlu, limitados al oeste por los progre­
sos de los otom anos, se volvieron hacia el este, triunfaron sobre Djihán Sháh y
el timurí Abü Sa°íd y extendieron su dominio por todo el Iraq, Irán y Afganistán
occidental. Su hijo Yacküb (1478-1490) tuvo un reinado fácil; pero, tras él, las
distensiones internas y, sobre todo, la incontenible pujanza de los sefevíes de
Anatolia oriental y de Irán occidental —que, además, se esforzaban por incorpo­
rar al Islam shN a las tribus turcom anas de esta región— condujeron a una guerra
cuyo resultado fue la derrota total de los Aq Qoyunlu en A rm enia, en 1502. Un
hijo de Yacküb, M urad, encontró refugio posteriorm ente junto a los otom anos y
participó en la expedición del sultán Selim I contra el safawí Sháh lsmá°il (1514);
pero murió poco después.
D urante el gran período de los reinados de Uzun Hasan y de Yacküb, los Aq
Qoyunlu aparecieron a los ojos de algunos occidentales (el papado, Venecia)
como un posible aliado en una coalición contra los otom anos, aunque sin éxito.
Uzun Hasan fue considerado, por otra parte, como uno de los grandes soberanos
de esta época, tanto por su poder como por sus cualidades de legislador y adm i­
nistrador, su interés por las actividades comerciales, cuyo centro era Persia, y su
afición a las artes y las letras. Al igual que los Q ara Qoyunlu, hizo de Tabriz una
capital brillante donde convivían las culturas árabe, turca y persa.
Estas dos dinastías turcomanas, que supieron sobrevivir a las expediciones de
Tam erlán, tuvieron por vecinos a potencias eventualm ente peligrosas, los m ame­
lucos y los otom anos, pero finalmente supieron evitar la confrontación y dirigie­
ron sus actividades conquistadoras hacia el este, donde contribuyeron sobre todo
los Aq Qoyunlu, a poner punto final a lo que quedaba del poder mongol entre
el Turkestán y el Próximo O riente. Sus luchas intestinas, y más tarde la de los
Aq Qoyunlu con los sefevíes, acabaron a la postre por asegurar la victoria de los
otomanos.
Esta ojeada a las etapas esenciales de la expansión turca, que com pletarán
más adelante las observaciones necesarias sobre la organización progresiva de la
conquista, no puede eximir de una mirada más atenta a estos «nuevos Balcanes»
que los turcos dom inaron, así como lo hicieron en Egipto, a lo largo de tres si­
glos.

La caída de la fortaleza albanesa

La designación de los albaneses por su nombre étnico se revela como una ab­
soluta necesidad más que para cualquier otro pueblo de la península balcánica,
a causa de la ausencia de una organización estatal que pudiera fijar su especifici­
dad. Así pues, la historia medieval de los albaneses

...al no coincidir con la historia de una formación étnica balcánica unitaria ... es la
historia de una nacionalidad form ada por un elem ento étnico balcánico muy anti­
guo, a partir de la comunidad de lengua y habitus espiritual expresados en su civili­
zación, y del territorio com ún, la historia, pues, de una nacionalidad perfectam ente
delim itada desde hacía tiem po entre las demás fuerzas form adas durante el mismo
período en nuestra península.

No cabe duda que la configuración geográfica del país, con sus costas abiertas
hacia Italia, favoreció la intersección de diversos factores, que fueron desde las
reivindicaciones de la Santa Sede sobre el Illiricum eclesiástico hasta las preten­
siones de ocupación territorial de los normandos de Italia y de los angevinos de
Nápoles —que lograron fundar en 1272 un efímero «reino de Albania», goberna­
do por Carlos de Anjou —, pasando por la introducción de los venecianos, los
amalfitanos, los ragusinos, los griegos y los judíos en la vida económica y, sobre
todo, en el ejercicio del comercio.
Es así como las ciudades costeras de Dirraquio (Durazzo, la antigua Epidam-
nos, la Durres actual) y Avión (Valona), importantes bases navales y puertos de
una gran actividad, así como Kanina (Kaniné), considerada como la acrópolis de
Avión, presentaban un carácter cosmopolita, frecuentadas e incluso habitadas por
un pueblo abigarrado de orígenes étnicos diversos. Si bien es verdad, no obstan­
te, que, a causa de la larga acción del despotado de Egipto y del interés que estos
lugares revistieron para las defensas occidentales de Bizancio con la restauración
de los Paleólogos, la influencia bizantina fue preponderante del siglo xm al xiv,
por no decir desde el siglo xi. Apolonia, la antigua colonia de Kerkyra (Corfú),
reemplazada por el burgo medieval de Polina, así como la ciudad de tierras aden­
tro, Belegrada (la antigua Pulqueriópolis, la actual Berat), calificada de «fortale­
za de Romanía», guardaban hasta una época reciente vivos recuerdos del helenis­
mo. El impacto griego fue acusado incluso en la región de Albanon (o A rbanon),
con su centro de Croya, el hábitat primitivo de los albaneses, que comprendía el
país altam ente montañoso situado entre los ríos Mati e Isamo, y que en el siglo
xv había alcanzado, al norte, la línea Antivari-Podgorica-Prizren.
De todos los pueblos de la península balcánica, los albaneses fueron los últi­
mos en formar parte de la historia. En efecto, las fuentes bizantinas no empiezan
a mencionar a este antiguo y conocido pueblo más que en relación con los acon­
tecimientos del siglo xi, y es también a través de estas mismas fuentes, principal­
mente, como hemos tenido conocimiento de la gran aventura del siglo xiv, es
decir, la expansión de los albaneses hacia el sur de Grecia, lo que constituyó el
fenómeno crucial de su historia considerada en su conjunto. Según Cantacuceno,
bajo el reinado de Andrónico III los albaneses habían ocupado ya la parte mon­
tañosa de Tesalia y vivían lejos de las ciudades, en aldeas inaccesibles, padecien­
do los rigores del invierno y los ataques bizantinos. No estaban constituidos en
Estado y tomaban su nombre de los jefes de las tribus (phylarhoiy según Cantacu­
ceno), en este caso malakasioi, mbnioi y mésaritai. Sin duda, sus múltiples con­
tactos con los griegos del despotado de Epiro y con los occidentales que desem­
barcaban en sus costas con la intención de esparcirse hacia el interior del país,
les había sugerido la ruta a seguir, pero, sobre todo, fue en calidad de invitados
como pudieron avanzar hacia el sur, animados por los señores griegos y latinos,
que tenían necesidad de mano de obra para los trabajos de los campos y de sol­
dados para hacer la guerra. Sin em bargo, su espíritu rebelde no tardaría en resur­
gir, como en el caso de las tribus albanesas de la región de Belegrada y de Kanina
así como las de Tesalia, sobre las que Andrónico III sólo consiguió la victoria
con la ayuda de las tropas turcas de Umur (1337).
El hundimiento del Estado servio de Dusán y, poco después, la derrota que
los albaneses inflingieron a su déspota, Nicéforo II, en la batalla de Aqueldos
(1358), en la que el déspota encontró la m uerte, abrieron el camino al desarrollo
de diversos principados albaneses o de otros que, al mando de príncipes no alba­
neses, englobaban territorios con una gran proporción de población albanesa: en
la primera categoría entran los principados erigidos en Epiro y en Etolia-Acarna-
nia, uno gobernado por Pjeter Ljosha en A rta y Rogoi, y el otro por Ghin Búa
Spata en Achelóos y Angelocastron, abolidos en 1418 por Cario I Tocco, duque
de Leucade y conde palatino de Cefalonia, así como el de Karolo Thopia, el prin­
ceps Á lbanie, con su centro en Durres; formando parte de la segunda categoría
puede considerarse el pequeño principado de los Comnenos, en Vlore, y el esen­
cialmente servio de los hermanos Balsid, de Zeta, en que habían conseguido ex­
tender su dominio sobre una gran parte de Albania hasta Himara y Belegrada al
sur, antes de la pérdida de su capital, Skadar (Shkodér en albanés, Scutari), que
acabó por caer en manos de los venecianos a la muerte del último Balsié (1421).
En lo referente a la colonización de los albaneses en el Peloponeso, tuvo lugar
en dos principales etapas: prim eram ente, bajo el gobierno del déspota Manuel
Cantacuceno (1348-1380) y, más tarde, bajo el mandato de Teodoro 1 Paleólogo
(1383-1407), que permitió, por las razones ya expuestas, la instalación de 10.000
albaneses, con sus familias y su ganado. A propósito de estos últimos, Manuel II
JPaleólogo escribe que

...los recién llegados se instalaban en cantones desiertos; se talaban los árboles y se


hacía el país habitable y cultivado. Muchas de las regiones salvajes no tenían otra
utilidad que la de ofrecer refugios a los salteadores; por obra de cultivadores exper­
tos, se sem braron y plantaron en ellas diversas especies.

Las poblaciones albanesas de M orea combatieron en diversas ocasiones junto


a la población griega contra las continuas oleadas de los invasores turcos, en Ta-
via, en Hexamilion y en otras partes. No obstante, la caída de Constantinopla,
en 1453, fue el detonante para una rebelión general de los albaneses, a fin de
imponer su hegemonía en la península, al mando del gobernador de Magno, Ma­
nuel Cantacuceno, primogénito del em perador M ateo, a quien ofrecieron el de­
sempeño del poder. Esta rebelión, que a Turakhan-bey le costó mucho trabajo
sofocar com pletamente, prestando su ayuda a los déspotas Tomás y D em etrio Pa­
leólogo, ponía aún más a las claras la singular situación en la que se encontraban
los albaneses de Morea que, a pesar de los privilegios de los que habían disfruta­
do am pliamente, estaban al margen de las poblaciones indígenas, formando gru­
pos totalmente aislados entre ellos. Por otra parte, la designación a la cabeza de
los rebeldes no de un jefe de tribu albanés sino, por extraño que parezca, de un
príncipe griego, hay que relacionarla con el antagonismo siempre existente entre
los Paleólogos y los Cantacucenos que aunque no ofrecieran una causa a la suble­
vación de los albaneses, al menos la sirvieron.
Al mismo tiempo, en la Albania propiam ente dicha, la población seguía ha­
ciendo frente a los otomanos, mandados por Jorge Castriota Skanderbeg (1405­
1468), el capitaneus generalis de la «Liga de los señores albaneses», creada en
Lesh como un organismo que tenía por objetivo coordinar las fuerzas militares
de sus miembros. Al igual que los em peradores bizantinos, Skanderbeg intentó
en primer lugar m antener relaciones con Hungría, el reino de Nápoles o Venecia,
pero pronto fue obligado a continuar solo, a la cabeza de su pueblo, un combate
sin esperanza, y pronto legendario. El «atleta de Cristo», sacando partido a las
mil maravillas del relieve y de las montañas albanesas, no hizo caso durante mu­
cho tiempo de los esfuerzos otomanos: un ataque por sorpresa le permitió en
1457, en Alesio, destruir un ejército turco; este hecho conmovió a Occiden­
te y le dio un pretexto para actuar. Pero el apoyo prometido por Matías Corvin
de Hungría acabó en agua de borrajas, como en el caso de los vagos compromisos
del rey de Francia o de Alfonso de A ragón, en 1461, 1464 y 1465. Entre treguas
y emboscadas, Skanderbeg fue retrocediendo poco a poco ante el enemigo. En
1466, bloqueado en Kroja, sin víveres y sin esperanza, renunció a la lucha y mu­
rió dos años más tarde: en Rom a se decidió construirle una estatua. D urante diez
años todavía, algunos sobresaltos dieron prueba de la vitalidad albanesa, que lue­
go se sumergió en el silencio.

La eliminación de los servios

Tras la derrota de Kosovo, Servia se convirtió definitivamente en tributaria


de los otomanos; el hijo y sucesor de Lázaro, Esteban Lazarevié (1389-1427), par­
ticipó en todas las grandes expediciones al lado de los sultanes, en Valaquia
(1395), en Nicópolis (1396) y en la batalla de A nkara (1402). No obstante, hubo
por parte de los servios breves intentonas para librarse de estas humillantes obli­
gaciones, sobre todo después de A nkara y en relación con el desarrollo de las
relaciones entre Servia y Hungría, a la que Lazarevié prefirió someterse. Es en
esta época cuando recuperó Belgrado, que convirtió en su capital, y prestó ayuda
al rey Segismundo contra Bosnia, acción por la que recibió en recompensa de
parte del rey húngaro la ciudad minera de Srebnica, que constituyó después la
manzana de la discordia entre Servia y Bosnia hasta su ocupación final por los
otomanos.
Por otra parte, la guerra civil otom ana que siguió a la batalla de A nkara per­
mitió a Servia extender su influencia sobre Z eta, abriendo así el camino hacia el
mar. Sin em bargo, no pudo, al actuar así, oponerse eficazmente a los venecianos,
cuyas miras estaban puestas desde siempre en las costas adriáticas orientales y
que consiguieron conquistar a los servios las ciudades de Skadar y Dulcigno, y
más tarde Bar y Budva.
El sucesor de Esteban Lazarevié, Jorge Brankovié (1427-1456), que devolvió
Belgrado a los húngaros según lo pactado en un tratado que habían llevado a
cabo con su predecesor, fue obligado a aceptar una vez más el señorío feudal de
los otom anos, que no cesaban de progresar hacia el interior de Servia apoderán­
dose de las ciudades de Nis, Krusevac y Golubac. La última capital del Estado
servio fue, a la sazón, Smederevo (Semendria), situada en las orillas del Danubio
y en la frontera húngara, donde fue construida una nueva fortaleza con la auto­
rización de Murád 11. Pero sería por poco tiempo el último bastión de la indepen­
dencia, incluso condicional, de Servia: al rendirse a Murád tras un sitio de tres
meses (1439), fue cedida de nuevo a Brankovié en recompensa por su actitud
durante la cruzada cristiana de 1444, para ser definitivamente conquistada (1459)
por Mehmet II, tras la caída de Constantinopla. Entre tanto, toda Servia, con
las ciudades de Novo-Brdo, Trepca, Prístina, Prizren, Peé, Golubac, Resava, et­
cétera, caía en manos de los otomanos, al mando del último príncipe, Lazar
Brankovié (1456-1458). Solamente las regiones montañosas de Z eta pudieron
prolongar durante un cierto tiempo su independencia bajo el peso de la familia
de Cernojevié, que incluso fundó una capital, Cetinje, donde se puso en marcha
la primera imprenta servia. Los Cernojevié sucumbieron definitivamente ante el
sultán en 1499.
En lo referente a Belgrado, llamada en Occidente «la muralla de la cristian­
dad», tras haber resistido heroicam ente dos duros sitios (1440 y 1456), prosiguió
su existencia durante casi un siglo bajo la soberanía de Hungría como «banato
de Belgrado», a la que pertenecían igualmente las plazas fuertes de Zem ún y de
Slankamen; tras violentos combates y bombardeos de artillería, cayó en manos
de Solimán II el 29 de agosto de 1521.
Sólo la república aristocrática de Ragusa en Dalmacia, entre todos los Estados
balcánicos, consiguió escapar de la dominación otom ana, sometiéndose en primer
lugar a los venecianos (1205-1358) y posteriorm ente a los húngaros (1358-1526),
aunque pagando a los otom anos un impuesto anual mínimo, lo que le permitió
prolongar su existencia, con la enorm e actividad que conocemos en el campo de
lqs intercambios y del comercio, hasta principios del siglo xix.
Bosnia no ofreció tampoco resistencia. Su último rey, Esteban Tomasevié
(1461-1463), que había rehusado convertirse en tributario del sultán, trató a la
manera de los em peradores bizantinos de obtener la ayuda occidental som etién­
dose al papa. No tuvo éxito, y el rey, abandonado por los feudales que se rindie­
ron a Mehmet sin por eso poder evitar la pena capital, fue hecho prisionero y
asesinado también por el conquistador, en tanto que su reino y su sede, Jajce,
eran incorporados al Estado otom ano.

Los turcos, más allá del Danubio

La eliminación del Estado búlgaro a finales del siglo xiv y la instalación de


los otomanos en la frontera del D anubio puso a estos últimos en contacto con
dos jóvenes Estados rumanos que casi acababan de ser creados. En 1330 Vala-
quia pudo liberarse del dominio húngaro bajo el mando de su voivoda Bassarad
que, una vez hubo sucedido al fundador de Valaquia, Radu Negru, logró al cabo
de una larga lucha batir en los Cárpatos al rey húngaro Carlos Roberto, com en­
zando así la consolidación de las bases de su Estado. El joven Estado moldavo,
de creación aún más tardía (1365), debió también afirmarse luchando contra el
yugo húngaro al mando de su voivoda Bogdau que, al igual que Bassarad, apro­
vechó las invasiones mongolas que amenazaban Hungría para declararse inde­
pendiente.
La unión de los valacos y los moldavos, adictos a la ortodoxia y, por tanto,
diferenciados de los húngaros católicos, al patriarcado de Constantinopla que les
concedió la creación de una sede m etropolitana, en 1359 y 1401 respectivamente,
contribuyó a solidificar la identidad de las formaciones estatales rumanas. Las
m etrópolis de Curtea de Argos (valaca) y de Suceava, ya capital de Moldavia,
fueron llamadas a desem peñar un gran papel tanto en la vida espiritual como en
la confirmación política de los dos principados. Por otra parte, la institución del
eslavo como lengua oficial de la administración, tanto civil como eclesiástica, fa­
cilitó el acercamiento de Rum ania y los países eslavos del sur, en especial Bulga­
ria y, por tanto, la penetración de la influencia bizantina.
En cuanto a Transilvania, una provincia que contaba con una amplia pobla­
ción rumana, los principios de una organización política tardaron en establecerse
a causa de su anexión a la corona de san Esteban.
La posición geográfica de los principados de Valaquia y Moldavia, y una serie
de razones de orden económico, entre las que ocupaban un importante lugar el
desarrollo de la producción agrícola y artesanal así como el de los intercambios,
contribuyeron a la expansión de estos Estados independientes durante los dos pri­
meros siglos de su existencia. La creación de rutas comerciales que atravesaban
los territorios rumanos favoreció la intensificación de las relaciones económicas
entre ellos, al tiempo que la ciudad de Brasov constituía un importante nudo en
la red de relaciones que vinculaban a Valaquia con Moldavia y Transilvania. Por
otra parte, los países rumanos participaron en el comercio internacional, garanti­
zando el movimiento por vía terrestre, de Europa central a los Balcanes y el mar
Negro y, por tanto, a las colonias de las ciudades marítimas italianas, en particu­
lar Génova.
Avanzando en el camino de su estabilización, aunque bajo la continua presión
de Hungría e incluso de Polonia (en lo que concierne a Moldavia), los dos jóve­
nes Estados se encontraron pronto ante una situación aún más grave, que fue la
expansión otom ana en el sudeste europeo. A tajar esta expansión al norte del D a­
nubio fue a partir de entonces su primordial preocupación, a la que se entregó
en cuerpo y alma Mircea el Viejo (1386-1418), el vencedor de la batalla de Rovi-
na (1395), que incluso consiguió, durante un breve período, extender sus territo­
rios al sur del Danubio, en las tierras de la Dobrudza que pertenecieron antaño
al príncipe búlgaro Ivanko. Vencido en la batalla de Nicópolis (1396), junto a su
aliado en ese momento, el rey húngaro Segismundo, Mircea no dejó sin em bargo
de com batir a los otom anos y de inmiscuirse en sus disensiones civiles, tratando
de obtener el máximo provecho. No obstante, tras el restablecimiento del imperio
otom ano bajo el reinado de M ehmet I, el voivoda valaco fue obligado un poco
antes de su muerte a convertirse en tributario del sultán (1417).
Transcurrido un período intermedio durante el que Juan Hunyadi (lancu de
H unedoara), voivoda de Transilvania, convertido más tarde en regente de H un­
gría, tomó el relevo de Mircea a la cabeza de las fuerzas rumanas que luchaban
contra los otom anos, y durante el que tuvieron lugar las impresionantes victorias
sobre M ehmet II del príncipe valaco Vlad Drácula, el Em palador, en 1461-1462,
la pesada tarea de la resistencia le correspondió al príncipe de Moldavia, Esteban
el G rande (1457-1504). Éste se preocupó en prim er lugar de asegurar sus posicio­
nes prestando juram ento de fidelidad al rey Casimiro de Polonia y rechazando
los esfuerzos del rey de Hungría, Matías Corvino, para volver a poner Valaquia
bajo su soberanía; posteriorm ente, comenzó una larga guerra de desgaste contra
el sultán para alejar a los otomanos de Valaquia y hacer inviolable la frontera
danubiana. No obstante, a pesar de algunos éxitos militares y de la victoria con­
seguida sobre el enemigo en Racova (1475), que le valió los elogios del papa Six­
to IV y la admiración de Occidente, Esteban no pudo alterar la situación, que se
hizo particularm ente opresiva tras la consolidación en el trono otom ano de Baya­
ceto II.
Por más que el príncipe moldavo defendió las ciudades mercantiles de Kilia,
en el delta del D anubio, y de Cetatea-A lba (A kkerm an, M onocastro, Asprokas-
tro), en el delta del Dniéster, en el verano de 1484, estos importantes puestos
avanzados cayeron en manos otom anas, tras lo cual la capital, S ucea va, fue que­
mada por segunda vez (la primera vez que corrió la misma suerte lo fue por obra
de Mehmet II, el año 1476). Esteban el G rande se vio obligado a pagar el tributo,
aunque muy a su pesar, por lo que hasta después de su m uerte Moldavia no se
convirtió definitivam ente en tributaria del sultán.
De este modo, iban desapareciendo uno tras otro los bastiones cristianos, es­
lavos o no, que formaban una especie de anillo protector de la E uropa central.
El poder otom ano no fue la única causa; pronto lo dem ostrarían la resistencia
húngara y la del mundo germánico; en realidad, fueron las insuficiencias del ar­
mazón social de estos jóvenes Estados las que provocaron su ruina, tras una m e­
diocre resistencia.
En lo referente a los eslavos en particular, es cierto que, durante el período
de su existencia como Estados independientes, se habían hallado casi siempre en
conflicto con el imperio bizantino: veían con malos ojos las influencias culturales
bizantinas que no dejaban de incidir sobre ellos y a las que a menudo eran pro­
pensos a ceder. Pero esta actitud se modificará sensiblemente con la pérdida de
la independencia política, y los pueblos eslavos de los Balcanes no tardaron en
reconocerse en el fondo cultural bizantino que, entre tanto, habían asimilado per­
fectamente.

El fuerte sentim iento de hostilidad existente antes entre los bizantinos y los esla­
vos de los Balcanes había desaparecido en gran m edida desde la prim era m itad del
siglo xiv, incluso antes del comienzo de las conquistas turcas, creándose así en diver­
sos centros de las tierras de la península balcánica una cierta comunidad cultural
bizantino-eslava ... De este m odo, el patriarcado de Constantinopla ganó, en rela­
ción a la m ayor parte de los pueblos balcánicos cristianos, todo lo que el imperio
había perdido desde hacía mucho tiem po en lo referente a la vida religiosa y a la
Iglesia. T anto para los búlgaros como para los servios, Bizancio seguía existiendo
después de 1453 m erced a una de sus más im portantes instituciones, el patriarcado
ortodoxo.

Pero los eslavos del sur, satélites de un Estado situado a su vez al margen de
un Occidente en plena expansión, dejarían de existir por un período de más de
cuatro siglos.

E L ÉXITO OTOM A N O

De hecho, en el m omento en que se llega a la mitad del siglo xiv, el imperio


otom ano es una potencia de primer orden que hace valer su autoridad desde las
fronteras de M arruecos al golfo Pérsico, del Danubio a los límites del Sahara, de
las orillas del mar Negro a Arabia: un vasto imperio, pues, cuya fuerza se admira
y se teme, que aparece como un coloso casi inquebrantable, y contra el que los
europeos sólo consiguen victorias puram ente defensivas, cuando no han de ceder
terreno.
Una vez unificada la casi totalidad del mundo árabe-musulmán, el sultán es
también el emir de los creyentes, el jefe espiritual (aunque no ostentaba entonces
el título de califa) y el jefe temporal.
De cara al mundo cristiano, mostró el poder del Islam, lo que no significa que
tratara de aplastar a los cristianos, y menos aún a los de su imperio. A unque
Europa a final del siglo xv y principios del xiv está dispuesta a conquistar el m un­
do, en lo que constituye una parte del Viejo Continente, el mundo m editerráneo,
la Europa oriental y el Próximo O riente, encuentra un adversario que constituye
entonces un obstáculo infranqueable: los españoles, los austríacos, los húngaros,
e incluso los venecianos toman conciencia de la situación y su derrota no hace
más que increm entar el prestigio otom ano, que alcanzará su punto culminante al
final del reinado de Solimán el Magnífico.

La Sublime Puerta

El régimen otom ano es encarnado fundamentalmente por el sultán, detenta­


dor de un poder absoluto, soberano temporal, jefe de todos los musulmanes y
protector de los no-musulmanes, cristianos y judíos. El sultán nombra al gran vi­
sir, los altos funcionarios del diván (diwán), los gobernadores de las provincias y
los dignatarios de la corte; es el jefe del ejército y nom bra a las grandes persona­
lidades religiosas (shayj al-Islám grandes muftíes de las principales ciudades).
Aunque no debe infringir la ley que em ana del Corán (la sharFa), puede añadirle
elementos del derecho «consuetudinario» (qánúm ), específicos para cada provin­
cia, a condición de que no estén en contradicción con la sharFa, y que sean apro­
bados por el shayj al-Islám. El sultán delega la gestión de la administración civil
y, llegado el caso, el mando del ejército (en su totalidad o parcialidad) en el gran
visir. Éste no dispone de poder más que en la medida en que disfruta de la con­
fianza del sultán que le nom bra, pero que también le puede destituir cuando lo
desee. Preside el diván, donde celebran sus reuniones los visires «de la cúpula»,
especie de adjuntos al gran visir y altos funcionarios del imperio: el nishándjt,
jefe de la cancillería otom ana, los dos kadi-asker, jueces del ejército, que repre­
sentan la jerarquía religiosa (a excepción del shayj al-Islám), el defterdar, respon­
sable de las finanzas, el kapudan pacha o gran alm irante, y el gobernador (beyler-
bey) de Rumelia. El diván es el organismo central del gobierno, pero puede cons­
tituir, llegado el caso, una corte de justicia.
La administración está en manos de «funcionarios» salidos de las escuelas ju-
rídico-religiosas (madrasa), o de una selección en el seno del cuerpo de los «pa­
jes» que provienen a su vez d e la devchirme (recogida efectuada en las ciudades
cristianas de los Balcanes) y del paso por diferentes categorías. Estos funcionarios
son musulmanes, aun los de origen cristiano, y después de M ehmet II la casi to­
talidad de los grandes visires, por ejemplo, procede de las filas de las gentes de
palacio: éstos fueron también fieles servidores de los sultanes.
Las provincias están al cuidado de los gobernadores (beylerbey)y de rango y
estatuto variable según la importancia de las provincias: tienen la plena responsa­
bilidad civil y militar de su provincia y desem peñan, por esta razón, un gran papel
en la política otom ana; bajo sus órdenes se encuentran los sanyak-beys y los su-
bachis que administran cada una de las subdivisiones más pequeñas de la provin­
cia. Las provincias de Argel, Túnez y Trípoli tienen un estatuto un poco particu­
lar, más militar que civil.
La mayoría de las gentes de la administración (kalemiye) perciben un salario
cuando poseen un rango modesto en ella; en cambio, los funcionarios de un cier­
to rango disfrutan, además de una paga, de las rentas de un timar, o arpalik (li­
teralm ente ‘dinero de cebada’), más o menos im portante según su situación en
la jerarquía.
Como en los siglos precedentes, el ejército desempeña un papel predom inante
en la pujanza del imperio: es el artífice de las conquistas y, si es necesario, garan­
tiza la defensa; pero también puede ser un instrumento en manos del poder o de
un candidato al trono: éste fue el caso de Bayaceto II y de Selim 1 que recibieron
ayuda de los jenízaros. La clase militar (askeriye) com prende en primer lugar los
kapi kullari (‘esclavos de la P uerta’), reclutados a través de la devchirme. Su ele­
mento esencial es siempre el cuerpo de los jenízaros, que forman la infantería,
desde ahora provistos de armas de fuego además de las armas tradicionales; junto
a ellos se encuentran cuerpos especializados de cañoneros (topsu), soldados de
escolta (top arabaci), armeros (cebeci), zapadores (lagimci) y bom barderos (hum-
baraci); todos estos cuerpos, más los caballeros, constituyen el ejército perm anen­
te retribuido.
O tra parte del ejército es la formada por los sipahi de las provincias, com ba­
tientes a caballo libres, dotados de un tim ar, con rentas más o menos im portantes
y que deben ser acompañados por un número de soldados proporcional a sus ren­
tas. Los jenízaros son unos 15.000 en tiempos de Solimán, y los sipahis alrededor
de 25 a 30.000. Por último, existen grupos de soldados, bastante regulares o liga­
dos a tareas muy específicas. En lo referente a la marina, desempeña a partir de
Bayaceto II un importante papel, gracias a los corsarios, pero Solimán y, más
tarde, Selím II constituirán una verdadera flota que com prenderá más de 200 na­
ves de todas las dimensiones: el kapudan pacha percibe sus ingresos de la provin­
cia marítima del mar Egeo; los galeotes son reclutados entre los prisioneros de
guerra, los condenados o los mercenarios; algunos soldados (levend) también
pueden ser em barcados en estos navios.
Finalm ente, el ejército otom ano dispone de un excelente servicio de intenden­
cia, y de servicios de mantenimiento de rutas, de puertos, de fortalezas y de en­
laces. Los arsenales están construidos en Estambul (marina y artillería) y existen
otros en diferentes puertos del mar Egeo y del mar Negro.
El gobierno otom ano, por intermedio de la administración, garantiza la ges­
tión del imperio, gestión que se ejerce sobre las personas (reaya): campesinos,
artesanos o comerciantes. Estos deben proporcionar, según el caso, ya sea al Es­
tado, ya sea a su tim ariota, contribuciones en metálico o en especie. Bien es cier­
to que, a menudo, los timariotas o los agentes de la administración utilizan su
poder para imponer exacciones, en su provecho. Sin em bargo, en teoría, las ren­
tas de los timars están definidas y, por otra parte, las tasas o contribuciones a las
que se ven obligados los reaya son indicadas en los registros o mencionadas ex­
presam ente en los reglamentos (kanunname). Estos reglamentos, que tal vez exis­
tieron desde el siglo xiv, se multiplican bajo el reinado de Mehmet II, bajo el
de Bayaceto II y, sobre todo, bajo el de Solimán. Constituyen la legislación pro­
pia de cada provincia y son textos escritos a los que la administración o las per­
sonas pueden hacer referencia. Fueron instituidos inmediatam ente después de las
conquistas, para m antener en el país conquistado una continuidad económica
y una continuidad social, a fin de no alterarlo. Los perceptores de cánones son
o bien los propios timariotas (o su representante en el lugar cuando no son resi­
dentes) o los agentes financieros de las provincias; los kadis o sus adjuntos (na'ib)
pueden ser requeridos eventualinente a intervenir contra los recalcitrantes o con­
tra los funcionarios que cometían excesos. Las rentas se centralizan en la capital
de la provincia y, desde allí, la parte que corresponde al Tesoro del sultán es
enviada a Estambul: en cada etapa tienen lugar verificaciones, en función de las
indicaciones de los registros y en conformidad con los kanunname.
Los súbditos del sultán se clasifican en dos principales categorías: los musul­
manes, que disfrutan de todos los derechos especificados por la ley coránica y
que no están obligados al pago de determinados impuestos, y los no-musulmanes,
esencialmente cristianos y judíos, que dependen de sus propios jefes religiosos
(patriarcas, metropolitas, grandes rabinos) y forman el sector social denominado
de los «protegidos» (zymmi). Cada gran grupo religioso cristiano (griegos ortodo­
xos, armenios de diversos ritos, etcétera) o judío constituye una millet (nación).
A cambio de la libertad de religión y de la protección que les concede el sultán,
pagan un canon específico, la yiziyé (que a menudo se confunde con el kjaray).
Esta protección no es una palabra vacía; aunque se pudieran producir exacciones,
lo cierto es que fueron escasas y limitadas, y no se tienen noticias de persecucio­
nes religiosas; las diferentes Iglesias debían, por su parte, satisfacer los impuestos
al Tesoro, pero esto no era más que un mal menor. La tolerancia de los otomanos
fue bien conocida en el M editerráneo, y cuando una gran cantidad de judíos fue­
ron expulsados de España en el siglo xvi, encontraron un refugio seguro en Saló­
nica y en Constantinopla. En los países árabes, los habitantes permanecieron bajo
la autoridad de sus jefes habituales, y sólo una alta administración otom ana, apo­
yada por algunos destacamentos de jenízaros, llegó a sobreponerse a las estructu­
ras tradicionales.

De los privilegios a las «Capitulaciones»

Antes de la conquista de Constantinopla, los otomanos mantuvieron muy


poco contacto con las potencias occidentales, a excepción de los venecianos en
el Peloponeso; y, aun así, estos contactos no fueron, por lo general, pacíficos.
La conquista de Constantinopla puso a los otomanos en relación mucho más
estrecha, en el plano económico, con las ciudades mercantiles italianas, Génova,
Venecia, Florencia, y con Ragusa. Pero la expansión que experimentaron en el
siglo xvi alteró los términos de estas relaciones: se enfrentaron militarmente a
diferentes potencias, y fueron requeridos por otras en vistas a concertar alianzas
políticas, pero también a favorecer intercambios económicos. El imperio otom a­
no, a través de sus conquistas, llegó a ser rico merced al botín y a las rentas pro­
porcionadas por sus nuevas provincias; mantuvo los enlaces esenciales de las rutas
comerciales hacia O riente, y gracias a ello pudo influir, siempre que sus dirigen­
tes lo quisieron, en la vida económica de las naciones occidentales. Pero, por otra
parte, esta riqueza creó necesidades en la clase dirigente; la preocupación cons­
tante de los sultanes fue hacer de su capital una ciudad sin igual por sus monu­
mentos y su esplendor, de donde provino el considerable incremento de la pobla­
ción de esta capital; y todo esto implicó una acuciante necesidad de productos,
de bienes que o bien Oriente no producía o cuya calidad era superior en Occiden­
te. Al hacerse obligado, en cierta medida, abrir el mercado otomano a los pro­
ductos extranjeros, a las naciones occidentales les fue útil aprovechar esta apertu­
ra, incluirse en este proceso de intercambios y vender cada una de sus produccio­
nes. El arranque fue sin duda lento, pero Venecia, en primer lugar, a pesar de
momentos a veces difíciles, llegó a asegurarse una sólida posición, merced a su
experiencia anterior, a su hábito de trato con O riente, a sus enlaces y a sus rela­
ciones con los medios locales de comerciantes o de fabricantes; Génova, que fue
la primera en gozar dp las particulares condiciones del comercio y el estableci­
miento, no disponía de una red tan im portante, pero hizo un buen papel.
Cuando, al principio del reinado de Solimán el Magnífico, Francisco 1 solicita
aliarse con él y la instauración de un régimen preferencial para los comerciantes
franceses, el sultán apenas puso inconvenientes: ¿qué representó Francia en el
comercio otomano? Poca cosa, razón por la que casi no hubo inconvenientes para
conceder a los franceses las condiciones de establecimiento y de comercio que se
conocieron con el nombre de Capitulaciones (1535). Es menester ver aquí un ges­
to de generosidad del sultán, surgido de su buena voluntad, y por el que no pide
nada en compensación. La única manifestación tangible, pero limitada, en el pla­
no militar, será el sitio y la toma de Niza por las flotas otomana y francesa en
1543; esta seudo-alianza servía, por otra parte, mucho más a los franceses, alivia­
dos de la presión hispano-austriaca, que a los otomanos, que no podían esperar
nada de ella. La consecuencia más destacada fue, no obstante, la instancia diplo­
mática y, sobre todo, la instalación de cónsules franceses en un determinado nú­
mero de «escalas comerciales» del imperio: es significativo que entonces, y hasta
mediados del siglo xvu, estos cónsules (y a veces incluso el embajador) fueran
nombrados por los comerciantes franceses, lo que pone en evidencia la orienta­
ción de la institución. Pero, al mismo tiempo, estos representantes franceses in­
tervienen como protectores de sus paisanos de cara a la administración turca, y
las relaciones toman a partir de entonces un nuevo curso, al menos en el plano
local, comprendidas las relaciones entre los em bajadores y los principales digna­
tarios del imperio, hasta el gran visir. Este nuevo aspecto se amplificará con el
tiempo, y lo que podría llamarse el aislamiento diplomático —querido— de los
otomanos, y el desprecio de los turcos (pero no de sus súbditos griegos, armenios
o judíos) por el comercio internacional se transformarán, el primero en búsqueda
de alianzas y el segundo en colaboraciones individuales con los extranjeros, aun­
que con intenciones bien concretas de rentabilidad de recursos o de fortuna per­
sonal: ésta será la situación a partir de la segunda mitad del siglo xvu. Entre
tanto, los cónsules y mercaderes franceses, holandeses e ingleses se van implan­
tando poco a poco en las diferentes escalas comerciales y algunas ciudades del
interior, practicando el comercio pero también entablando relaciones, en particu­
lar con los «minoritarios», de los que se sienten más próximos, y de los que tienen
necesidad como intermediarios con los productores y negociantes indígenas. A
más largo plazo, esto conducirá a la intervención en los asuntos del imperio oto­
mano.
Un nuevo equilibrio

La economía del imperio otomano se basa en la importancia y variedad de


su producción, y en la existencia de un mercado consumidor representado por
las grandes ciudades y, sobre todo, por el palacio y el ejército. Por supuesto, la
producción rural es la más im portante, ya que los campesinos cristianos o m u­
sulmanes entregan a aquel de quien dependen (tim ariota, agente de la adminis­
tración, gerente de fundaciones piadosas, intendente de las propiedades sulta-
níes, etcétera) un canon en metálico que puede oscilar entre la octava y la ter­
cera parte de lo que producen; esta producción es, por otra parte, tradicional,
y consiste, según las regiones, en cereales o en diversas variedades de ganadería,
siendo el carnero el animal más común; pero se compone también de frutos, oli­
vares, especias, arroz, caña de azúcar y miel, y, en lo que se refiere a los ani­
males, caballos, búfalos, camellos, cabras y cerdos; las plantas textiles están re­
presentadas por el lino, el cáñamo, el algodón y la seda; los minerales por el
hierro, el plomo, la plata y el cobre. A unque existe un cierto artesanado y co­
mercio en los campos, no pueden compararse con los de las ciudades, donde el
bazar ocupa un im portante lugar, y donde las corporaciones están al cuidado de
estas actividades. Controladas por el cadí y por el muhtasib (jefe de la policía
de los mercados), forman un marco muy aprem iante, de donde están excluidas
la competencia y la iniciativa. La producción artesanal está destinada general­
mente al consumo local. Pero hay productos apreciados por los extranjeros: la­
nas, pieles, cueros, alfombras, seda, camelotes y otros que transitaban por el im­
perio otom ano, provenientes de países situados más al este, tales como perfu­
mes, especias, indianas y pieles. El gran comercio, llevado a cabo a través de
navios y de caravanas, está en manos de los negociantes (tuyyar), manipuladores
de capitales de muy distintas procedencias, y en él, los altos dignatarios del ré­
gimen no están ausentes.
La riqueza de los sultanes, poseedores del Tesoro del imperio, contribuye a
la actividad económica del imperio, en la que se incluye el mantenimiento de un
palacio donde viven centenares, si no miles, de personas; el mantenimiento de
un ejército, a menudo exigente; y una propensión natural a embellecer la capital
construyendo grandes y magníficas mezquitas: el final del siglo xv y todo el siglo
xiv son, desde este punto de vista, representativos de un extraordinario impulso
constructor, que hace gala de un brillante estilo, en particular en las grandes ciu­
dades del imperio, no solamente en Estambul, sino en todas las provincias. Hasta
transcurridos al menos dos tercios del siglo xvi, esta riqueza no padece a causa
de la explotación progresiva de la ruta del Cabo por los occidentales, pues no
bastan unos pocos años o algunos decenios para abandonar las centenarias co­
rrientes comerciales que demasiada gente está interesada en ver continuar; igual­
mente, no conviene exagerar la parte del comercio internacional en la economía
propiam ente otom ana, que es una gran consumidora de productos y mercancías
de todo tipo. Los primeros signos característicos de una crisis financiera sólo apa­
recieron hacia el final del siglo, debido al aflujo de dinero americano, lo que con­
dujo a una devaluación de la moneda básica otom ana, el aspro. De este hecho
se derivó el comienzo de una crisis económica y, sobre todo, de una crisis social
que ve estallar las primeras revueltas entre las poblaciones anatolias, las más afee-
tadas por las presiones fiscales y las exigencias del Estado. Pero se entra entonces
en otro período de la historia del imperio otomano.
Los sultanes y grandes personajes no tuvieron como único pensamiento la
guerra y la expansión territorial del imperio: sin duda, su grandeza y prestigio
proceden en una buena parte de su fuerza militar, de sus dimensiones y de sus
riquezas, pero los otom anos no fueron, sin em bargo, ajenos a la actividad intelec­
tual y artística.
M ehmet II el Conquistador era un hombre muy cultivado que hablaba varias
lenguas y escribía poesías; hizo ir a Constantinopla a artistas italianos, como fue
el caso de G entile Bellini que pintó su retrato, y a escritores griegos e italianos
como Amirutcés de Trebisonda, Critóbulos de Imbros o Ciríaco de Ancona; So­
limán el Magnífico fue también un hombre ilustrado, y de su época proceden al­
gunos de los más grandes escritores turcos, como Fuzull (1480-1556) y los redac­
tores de las primeras crónicas otom anas de carácter verdaderam ente histórico, e
incluso, crítico, así como navegantes autores de relaciones y mapas como Piri
R e’is y Seydi Ali Re^is; el estudio de las ciencias, de la medicina, no fue en ab­
soluto olvidado y, por supuesto, la ciencia por excelencia, es decir, la religiosa,
fue ampliamente practicada en las madrasas de la capital y en las grandes ciuda­
des del imperio.
Este período adquirió celebridad, sobre todo, en el dominio de la arquitectu­
ra: las grandes mezquitas edificadas en tiempos de Bayaceto II, Solimán el Mag­
nífico y Selim II, en Istambul y en Edirné (Andrinópolis), se cuentan entre las
obras maestras de este arte; un gran núm ero de ellas se debieron a un arquitecto
que se puede calificar de genial, Mimar Sinan (1489-1578), que supo extraer del
modelo de la basílica de Santa Sofía un tipo específico de mezquita otom ana que
se difundió luego por todo el imperio. A este arte hay que añadir el de la deco­
ración, que se caracterizó por la utilización de azulejos, casi siempre procedentes
de Nicea, con adornos de flores y hojarascas, de líneas sencillas y colores matiza­
dos, a los que el «rojo tomate» (que sólo se encuentra en esta época) dio su sin­
gularidad.
El reinado de Solimán el Magnífico pudo ser calificado con toda justicia como
«la edad de oro» del imperio otom ano y ser objeto de admiración para los viaje­
ros occidentales que lo recorrieron.
A pesar de la propaganda que pudo surgir en el siglo xvi, las naciones cristia­
nas de Occidente parecían aún incapaces de com prender en su real dimensión la
situación otom ana en el plano militar o diplomático. Incluso en el plano económi­
co, las relaciones no alcanzaron nunca un nivel excepcional y sólo aparecen en­
tonces como una «penetración»; sin duda, la dem anda procede de Occidente y
no de O riente: las Capitulaciones así lo dem uestran.
En el período que va de la batalla de A nkara (1402) a la toma de Túnez
(1574) se va formando poco a poco un poder, dotado de medios cada vez más
considerables y que inspira respeto a las naciones de Occidente. Ésta es tal vez
una de las razones por las que los occidentales buscaron en otra parte del mundo
una derivación a su necesidad de expansión política y económica y eludieron esa
roca entonces infranqueable que constituía el imperio otomano.
L a E u r o p a c e n t r a l d o m e s t ic a d a

Al norte del D anubio, al este del Elba, otro mundo, esencialmente eslavo
también, espera que se defina su destino; ¿se convertirá en un satélite de la E u­
ropa occidental conquistadora, con la esperanza de una posterior independencia?,
¿o bien será el heredero del mensaje griego, el sucesor del abatido Bizancio? De
este mundo hemos hablado poco hasta ahora ya que antes del principio del siglo
xiv, y de algún resplandor que su propia civilización pudiera darle, como atesti­
guan hoy tantos asombrosos descubrimientos arqueológicos, vivía al margen del
mundo cristiano. Al margen o, mejor dicho, como un anexo, como un vecino
más: algunos misioneros procedentes de Alemania, los monjes soldados que son
los caballeros teutónicos o los porta-espada, y los comerciantes, naturalm ente,
habían penetrado profundam ente en Polonia, Bohemia y los países bálticos; des­
de el siglo x, aunque a este respecto aún no se ha dicho la última palabra, atra­
viesan las llanuras de Polonia desde la costa a Cracovia y luego, a través de la
puerta morava, se dirigen a Bizancio; en el siglo xi, los ingleses, los flamencos y
los teutones han alcanzado ya Novgorod, al sur del Ladoga; Gdansk y Riga son
activos puertos francos, como en el interior Praga, Cracovia o Buda. Unas cultu­
ras tan antiguas y sólidas como la eslava o la húngara se establecen allí; pero, en
conjunto, esta franja de la Europa del oeste vive aparte: en el mismo momento
en que se hunde, más al sur, el bastión griego, es bruscamente integrada en Oc­
cidente.

Un nuevo «Drang nach Osten»

Al lanzar a sus campesinos y sus comerciantes al asalto de Silesia, de Bran-


denburgo o de la Gran Polonia, la Alemania de los siglos xn y xm había esboza­
do ya e incluso practicado ampliamente ese «empuje hacia el Este» que fue siem­
pre la respuesta germánica a su necesidad de expansión demográfica o económi­
ca; pasado el año 1300, esta penetración más allá del O der o en las marismas de
Prusia o de Masuria parece más lenta, e incluso detenida: no tanto por la resisten­
cia local como por el ahogo natural de una presión demográfica desde entonces
debilitada. Se produce, pues, otra forma de penetración, más sutil, más peligrosa
y más eficaz, una infiltración de la cultura, las leyes y el poder alemanes. A este
respecto, el caso de Bohemia es el más evidente; hacía mucho tiempo que los
príncipes checos de Praga habían sido admitidos, con cierta condescendencia, en­
tre las potencias del Imperio; incluso se les había dejado utilizar el título de
«rey», que fueron los únicos en ostentar, junto con el de Germ ania, en el interior
del Sacro Imperio, lo que subrayaba su especificidad. Especificidad que se difu-
mina aparentem ente a todo lo largo del siglo xm: se extiende el empleo de la
lengua alemana; cuando se funda una universidad en Praga, es esta lengua ja más
utilizada por los estudiantes; las leyes de los príncipes vacilan entre ella y el latín,
mientras el em pleo de las lenguas comunes se refugia en la literatura popular; un
signo im portante pues da testimonio de la permanencia de un sentimiento real
de la originalidad checa o morava. Sin em bargo, según parece, se ve sin especial
preocupación la instalación en el trono de Bohemia de hombres que no tienen
ningún vínculo de sangre o espiritual con los eslavos: la familia de Luxemburgo,
que dará incluso un em perador a Alem ania en la persona de Carlos IV» es la más
célebre pues a ella se le debe el desarrollo de los muy sólidos vínculos que se
establecen, en el plano religioso fundam entalm ente, entre Praga y Alemania;
pero estos príncipes se interesan poco por los asuntos locales: sin duda, al pro­
mulgar en tierras de Bohemia la célebre bula de oro de Egra que establece la
lista de los electores de la dignidad imperial, en la que se incluye al rey de Bohe­
mia, Carlos IV legaliza, en cierto modo, la entrada de Bohemia en el mundo
alemán; pero lo hace a fin de sofocar mejor el sentimiento «nacional», si es que
se le puede llamar así, que comienza a despuntar en Bohemia; como se sabe,
Juan de Bohemia, el rey ciego, estaba tan preocupado por los asuntos de su país
que se dejó m atar en Crécy formando parte del ejército de su pariente y aliado,
el rey de Francia, com prom etido en una guerra en la que los intereses de Bohe­
mia parecen más bien débiles. El movimiento de adhesión había experim entado
incluso, un poco antes, una fase absolutamente sorprendente ya que los angevi-
nos, instalados a la sazón en Hungría, hicieron penetrar en el país checo una par­
te de la influencia, esencialmente artística y literaria por otra parte, de las cortes
italianas. N aturalm ente, esta constante presión ejercida por el O este, y especial­
mente por el alemán invasor, pudo conllevar el despertar de una cierta descon­
fianza y hostilidad; pero, al principio, es solamente un asunto de intelectuales:
se com entó en su momento el episodio husita; la rebelión de Jan Hus es religiosa,
no cabe duda, pero checa también, y el movimiento extremista de los taboritas
que resistirá hasta el final a la conquista alemana tiene una evidente dimensión
regional. No nos dejemos llevar, sin em bargo, por lo que sabemos que pasó lue­
go: sin duda, el reconocimiento por Rom a, en el momento del hundimiento de
su autoridad dogmática, de una parte de las reclamaciones de los insurrectos es,
como la propia rebelión, una victoria checa; las gentes de Bohemia, en tiempos
del rey Jorge Podiebrad, un hombre de la tierra esta vez, continúan criticando a
Roma; incluso rompen decididamente con Pablo II; pero estamos aún lejos de la
rebelión del siglo xvu y de la M ontaña Blanca. En realidad, la Bohemia de fina­
les del siglo xv no es más que un envite: un envite contra el Imperio, provisional­
mente fuera de com bate, pero que, al pasar a manos de los Habsburgo, pone
cerco a Bohemia, y a la vecina Polonia, voraz y ambiciosa, que, en efecto, con­
sigue durante un cierto tiempo instalarse allí.
La situación de Hungría es mucho más compleja: en primer lugar, por que se
trata de poblaciones no eslavas, de instalación más reciente, con una cultura más
«exótica», y a las que el recuerdo de los «ogros», incluso después del definitivo
aplastamiento de las incursiones magiares en el siglo x y la conversión de los prin­
cipales jefes, inspira una sana reserva frente a los alemanes del Ostm ark, de A us­
tria. También Hungría vive, pues, con un vecino del que se cuida, aunque la pe­
netración alemana es nula durante mucho tiempo; por otra parte, la adhesión de
los húngaros a las costumbres occidentales se hace esperar: aún a mediados del
siglo x i i , los ejércitos de Conrado III de camino a Tierra Santa sufren duros to­
ques de atención por parte de una población que no conoce más rey que el des­
dén; los magnates, dueños de enorm es extensiones de puszta, son jinetes y sa­
queadores muy peligrosos. Sólo transcurrido mucho tiempo se establecen contac­
tos: después de todo, la vía comercial del Danubio es frecuentada, menos activa­
mente sin duda que en el siglo x o antes de esta fecha, pero existen pruebas de
ello y Buda es un centro de intercambios cuya reputación justifica que se hallen
allí implantados comerciantes alemanes de Baviera e incluso de Renania. Puede
verse cómo un rey de Hungría participa en una cruzada en Egipto; o como otro,
Andrés II, recorre Europa en busca de ayudas cuando se siente am enazado o,
peor aún, aplastado por la invasión mongola de mediados del siglo xm: se le re­
cibe como un solicitante inoportuno, pero no como a un salvaje. El paso decisivo
se da después de 1290, es decir, una vez que, como hemos visto, se definió el
destino de los Estados latinos de Oriente y de las tierras bizantinas; el eventual
papel de Hungría como eslabón en la cadena de la solidaridad respecto al O riente
latino desaparece: al término de una serie de luchas, cuyos detalles no nos inte­
resan aquí, ¡los angevinos del sur de Italia se convierten en reyes de Hungría!
Curiosa ironía de los intereses dinásticos: durante cincuenta años, precisam ente
aquellos durante los que el peligro otom ano toma cuerpo, Hungría, bajo el m an­
dato de sus príncipes franco-italianos, le da deliberadam ente la espalda a los Bal­
canes: las preocupaciones de los angevinos respecto a Bohemia, Polonia, Servia
y el Adriático son puram ente familiares; se enm arañan en una red de complicadas
alianzas dinásticas, en la que se buscaría en vano el lugar de Hungría. Esta fase,
que acaba en 1387, no es en absoluto un paréntesis: por el contrario, provocó
una doble y capital evolución; por una parte, como en el caso de los Luxemburgo
en Bohemia, hay un momento en que la influencia de Occidente acompaña a Luis
el G rande durante su reinado: la corte de Buda imita a la de los Valois o la de
Nápoles; acuden allí no ya alemanes, sino franceses e italianos; la arquitectura
de los palacios y de las iglesias evoluciona del «gótico» al estilo peninsular, y co­
mienza la mezcla cultural. Inversam ente, en el terreno político, al intentar Luis,
como un buen príncipe francés, restablecer la obediencia de los magnates, pro­
mulgando estatutos destinados a reducir el escalonamiento de la jerarquía aristo­
crática en favor de un único nivel, el orden «ecuestre» o «caballeresco» (¿no hay
aquí una vacilación entre Roma y París?), y más tarde imponiendo el pago de
una especie de capitación a la nobleza, provocó un sobresalto de hostilidad nobi­
liaria contra su poder; sin em bargo, su caída o la de su dinastía no sobrevino
inmediatam ente: como los reyes angevinos no se preocupaban demasiado de los
asuntos húngaros, bastaba con no obedecer, pues no había que temer represalias:
esto es lo que hicieron los boyardos, una acción que, al final, vio incrementado
su carácter autónomo.
Cuando el yerno de Luis de A njou, Segismundo, heredó la corona húngara,
se dio un nuevo paso; aunque se tomó más interés por los asuntos húngaros y
balcánicos que sus predecesores, Segismundo, de nacionalidad alem ana, pasó la
mayor parte de su reinado en el Imperio, del que llegó a ser titular en 1411 hasta
su m uerte en 1437; su papel en el cisma pontificio, en el asunto husita y en las
expediciones llevadas a cabo en 1385-138Ó contra el sultán otom ano M urad y que
condujeron al desastre de Nicópolis, han sido ya objeto de observaciones que no
es preciso recordar. Este vínculo personal de la corona húngara con Occidente
transformaba poco a poco la llanura panoniana en una especie de «lugar de paso»
que el avance turco hacía cada vez más vulnerable. Es posible que el sentimiento
de estar a partir de ahora situada en la primera línea de la cristiandad am enazada
fuera lo que suscitara en Hungría, incluso en la parte correspondiente a una aris­
tocracia que obtenía indiscutibles ventajas del absentismo real, una reacción de
defensa y de autonomía. La cada vez más vigorosa acción de los polacos en las
regiones danubianas no fue tampoco ajena a esta toma de conciencia; los húnga­
ros participaron, aunque con una cierta reticencia, en la «cruzada» puesta en pie
en 1443-1444 por Ladislao Jagellon contra los otom anos, y acabó con el desastre
de Varna en el Danubio. Al menos, la aristocracia húngara se rehacía bastante
pronto para que uno de sus jefes, proclamado «regente» en el lugar de un hijo,
menor de edad, de Segismundo, Juan de H unedoara o Juan Hunyadi como se le
conoce en Occidente, pudiera frenar el avance turco ante Belgrado en 1456 y
más allá de las Puertas de Hierro; designado como segundo regente tras la súbita
muerte de Hunyadi, Matías, apodado el Cuervo, Corvino, constituyó una sólida
barrera de principados o de fortines, uno junto a otro, de Bosnia a M oravia, en­
tre 1458 y 1463, impidiendo por un tiempo el paso a las tropas del sultán. D esgra­
ciadam ente, Corvino —y esta actitud muestra bien el profundo grado de occiden-
talización de los húngaros de nacimiento en este m om ento— estableció en Viena
el centro de su poder, se entregó, contra los polacos, a la constitución de una
dominación que iba del Adriático a la puerta de Moravia, e incluso se presentó
como candidato al Imperio. Su m uerte, acaecida en 1490, acabó con las esperan­
zas de autonomía de Hungría; los magnates prefirieron dejar la corona al polaco
Ladislao, ya rey en Bohemia. Puede observarse el esbozo de elementos unitarios
que, al entrar poco tiempo después en el patrimonio de los Habsburgo, unieron
definitivamente Hungría y Bohemia al mundo germánico; a los boyardos ya no
les quedaba más que dar prueba en el siglo xvi de su heroísmo militar contra el
infiel, y de su responsabilidad como soldados de Cristo en los límites de una cris­
tiandad sometida a los asaltos turcos; extraño giro del destino para un pueblo de
origen turco-mongol, cuyas primeras acciones fueron las de invasores asiáticos en
Alemania, y las últimas, en la Edad Media, las de defensores de los alemanes
contra unos asiáticos que llevaban su misma sangre.

Nacimiento de Polonia

Un título provocador, que puede molestar a un pueblo orgulloso de la anti­


güedad de su cultura y de los indiscutibles testimonios de su historia pasada; y
por añadidura, un títylo excesivo, no sólo en el campo del reagrupam iento o de
la originalidad política de su historia, sino en el simple plano de la economía:
¿no es en Polonia, e incluso en M oravia, donde se encontraron las más antiguas
rejas de arado, los hornos perfeccionados más rem otos, en los siglos medievales?
¿No se han descubierto estructuras edificadas de m adera, urbanas o no, de una
calidad y una importancia notables, en Biskupin, Gniezno, Cracovia, O pole u
otras partes? Y, por último, ¿no fueron recorridas y explotadas estas vastas llanu­
ras por comerciantes de todas las procedencias a partir del siglo IX, si no antes
(los viajeros musulmanes lo atestiguan así)? No obstante, si esta expresión nos
parece oportuna, es porque esta vez también, como en el caso de los rumanos,
los húngaros o incluso los checos, estos agrupamientos de pueblos vivieron al
margen del mundo cristiano del Oeste y porque la línea general que sigue nuestro
relato consiste en m ostrar la integración progresiva en el área del dominio de la
Europa occidental de zonas que estuvieron hasta un cierto momento fuera de su
órbita. Éste es precisamente el caso de Polonia: durante un breve espacio de
tiempo, entre el 990 y el 1050, aproxim adam ente, dio la impresión de que los
pueblos eslavos que vivían en las llanuras de la pequeña y gran Polonia, incluso
en Pomerania, y que acababan de federar los Miesko y los Boleslao, se inclina­
rían, rápida y definitivam ente, hacia el Oeste: en el año 1000, en Gniezno, el
em perador Otón III había ceñido la frente de Boleslao con una corona real; la
cristianización llegaba del O este, a pesar de algunos esfuerzos bizantinos, y las
llanuras cerealistas parecían la continuación natural de las de Alem ania, los Paí­
ses Bajos y Francia. Desgraciadamente, este destino esbozado se interrumpió des­
pués de 1100, y Polonia se recogió en sí misma, alejándose del concierto europeo.
Los motivos de esta fase de contracción en su historia no parecen dudosos: por
una parte, la brutal germanización de las regiones más occidentales, acompañada
de expulsiones y de incautaciones de tierras, y que marca todo el período que va
de 1130 a 1230, provocó ciertam ente una reacción de defensa, al mismo tiempo
que hacía nacer entre polacos y alemanes una desconfianza, por no decir más,
cuyas consecuencias serán siempre visibles. La cristianización, no menos brutal a
veces, que acompañó a esta presión, agravó las cosas: por un lado, los teutónicos
se apoderaron de Prusia y los porta-espada de las regiones de Estonia y Letonia,
pero además, las incesantes y desventuradas guerras llevadas a cabo por los mon­
jes soldados contra los príncipes rusos de Novgorod o de otras partes, adheridos
a la fe cristiana por los bizantinos, o contra los lituanos tenazmente paganos, hi­
cieron que pesara sobre el campesinado polaco un yugo insoportable. Finalm en­
te, el desarrollo de los puertos hanseáticos y el riguroso control ejercido por los
comerciantes alemanes, de Lübeck y otras partes, que absorbían las riquezas del
interior, llevó poco a poco a Polonia hacia el estatuto de país colonial.
Los efectos sobre la estructura social o económica de Polonia fueron muy cla­
ros: en la medida en que la mayor parte de los productos comprados y revendidos
por los alemanes, el trigo, la m adera para los barcos, el lino, la pez y las pieles,
procedían esencialmente de las regiones forestales o cerealistas del norte, el cen­
tro de gravedad de Polonia abandonó la zona meridional de Cracovia en favor
de la de Posnania o del curso inferior del Vístula: Varsovia fue creada a mediados
del siglo xm. Pero como los príncipes continuaban frecuentando más bien las re­
giones del sur, los agolpam ientos aristocráticos del centro y del norte adquirieron
un espíritu de independencia, o en todo caso de indisciplina, que paralizó cual­
quier nuevo intento de reforzamiento de una autoridad pública. Los agolpam ien­
tos nobles, los llamados szlachta, probable deformación del alemán Geschlecht,
pudieron m antener en un estado de fuerte dependencia a un campesinado de ar­
tesanos y labradores, que según los datos que poseemos referentes al siglo xi te­
nía, tanto como su contem poráneo del O este, muy importantes bazas para em an­
ciparse: un indiscutible retraso en el desarrollo social de un país particularm ente
bien dotado de entrada se asentó pues en éste momento en la ruta de Occidente.
La servidumbre se refuerza: los kmétes son casi esclavos; la fiscalidad señorial se
sobrecarga hasta más allá de lo soportable; los reyes son incapaces de hacer ad­
mitir su legislación.
Esta desastrosa situación, tan poco digna de sus brillantes comienzos, inició
un proceso de recuperación a principios del siglo x iv , cuando cedió la presión
germánica. El rey Casimiro I (1333-1370) consiguió devolver un cierto esplendor
a la función real procediendo a un amplio movimiento de ennoblecimiento dirigi­
do a los hombres de las ciudades o a una parte menos temible de la aristocracia;
esta «nueva nobleza» se convierte desde entonces en el apoyo natural del rey: los
«estatutos» de 1372, 1374 y 1379, concedidos a esta aristocracia, que lo era a la
vez por su dinero y su función, dotaron a Casimiro de unos adeptos sobre los
que pudo establecer su administración; por otra parte, la fundación de la univer­
sidad de Cracovia en 1364 y, posteriorm ente, el celo ortodoxo mostrado por los
polacos en los asuntos referentes al cisma, hicieron que Polonia apareciera poco
a poco como un miembro de pleno derecho en el concierto europeo. No obstante,
este «nacimiento» carecía de dos elementos: el inmenso territorio de Lituania que
cubría la zona que iba del Báltico a los confines del mar Negro, toda o casi toda
la Rusia blanca, y una parte de Ucrania, que sin ser enteram ente paganas, que­
daban al margen tanto del mundo polaco como del mundo ruso; allí, la autoridad
mongola se disolvía poco a poco, mientras que la familia de los Jagellon, que
ostentaba el título ducal, se asemejó a los reyes polacos a partir de 1377; al acce­
der al trono de Cracovia, Ladislao Jagellon realizó una unión que, sin duda, exi­
gió numerosos cambios a causa de la mala voluntad de los grandes: en 1410, la
unión perpetua de Radom consagró esta fusión que hacía territorialm ente de Po­
lonia, inmediatam ente después del Im perio, la segunda potencia europea, al m e­
nos en extensión. El otro obstáculo aparece en el mismo momento: el control de
la costa báltica; los caballeros teutónicos interceptaban el acceso; Ladislao propu­
so en vano a los monjes instalarse en Podolia para contener la dominación mon­
gola; aprovechando su rechazo y el desconcierto que provocaba su actitud opre­
siva, rompió con los alemanes: en 1410, en Tannenberg, los caballeros teutónicos
fueron aplastados y desposeídos. Por desgracia para Ladislao, este suceso animó
a su familia a lanzarse a empresas que estaban fuera de su alcance; Ladislao 111,
prom otor y actor de la cruzada llevada a cabo contra los otomanos en 1444, fue
aplastado a su vez e incluso m atado en Varna.
El reinado de Casimiro IV Jagellon señala el apogeo de este segundo naci­
miento polaco. El acercamiento que la expedición de Varna había provocado en ­
tre el príncipe polaco y sus vecinos de Europa central es el comienzo de una vasta
em presa de unificación de los territorios eslavos y húngaros de esta parte de la
cristiandad bajo el control de Polonia. En primer lugar, Casimiro zanjó el proble­
ma de la influencia alemana; por un lado, devolviendo a manera de feudo una
parte de los territorios de la orden teutónica, al tiempo que les quitaba definitiva­
m ente los accesos indispensables al Báltico, sobre todo en Pomerania (1466); más
tarde, trató de establecer una apariencia de orden en las relaciones entre la aris­
tocracia polaca y el poder real: en primer térm ino, incrementando este último a
base de abundantes secularizaciones de bienes de la Iglesia, y luego organizando
el sistema de «dietinas», reuniones regulares pero relevantes de la aristocracia
local, destinadas a ratificar, a través de pequeñas asambleas, reunidas unas des­
pués de las otras localmente, las decisiones reales. En el momento de la dieta
general de Nieszawa en 1454, había confirmado ya el apoyo de la realeza a la
pequeña aristocracia, como lo habían hecho los angevinos, no hacía mucho tiem­
po, en Hungría. Por último, a través de los acuerdos con los alemanes de la Han-
sa, intentó volver a hacerse cargo de una parte del comercio interior de Polonia:
la producción de trigo y la explotación de la madera pasó parcialmente bajo su
control, y este impulso dado a la economía contribuyó al origen de una notable
elevación del nivel de vida, al menos de las clases mercantiles y nobiliarias de
Polonia: el lujo del todo excepcional del que se rodean entonces los nobles pola­
cos sorprendió a los viajeros occidentales de paso para Cracovia u otros lugares.
Fue sobre todo Casimiro quien creyó que había llegado el momento, tras el fra­
caso de las experiencias húngaras, de constituirse en defensor de la cristiandad
en el Este: una política invasora y tortuosa, entre 1479 y 1492, le condujó a llevar
al trono de Bohemia y, más tarde, al de Hungría, a la muerte de Matías Corvino,
a su hijo Ladislao, a quien en principio se le debía reservar luego el trono de
Polonia: una vez realizada esta concentración territorial, se establecería en E uro­
pa central una enorm e potencia que iría del Báltico al Adriático y del O der a
Kiev. Preocupado, además, por dar a estos grandiosos proyectos una dimensión
cultural de la que carecían de una manera muy evidente, Casimiro desarrolló ce­
losamente la universidad de Cracovia, donde afluyeron estudiantes de todas las
regiones, en tanto que él mismo fomentaba los estudios de los escolares polacos
en París o en Italia; la formación de un hombre como Copérnico no podría com ­
prenderse sin la obra realizada por Casimiro.
Tal vez esta ambición sobrepasaba las posibilidades materiales de la realeza
polaca; en todo caso, le era ajena a la aristocracia hacendada, deseosa sobre todo
de asentar sólidamente sus beneficios en el comercio con Alemania. De modo
que, a la muerte de Casimiro, Polonia, que había estado a punto de reinar sobre
una buena tercera parte de Europa, comenzó el declive que, con algunos sobre­
saltos a veces notables, debía conducirla al papel de presa para sus vecinos. En
primer lugar, fracasaron los proyectos políticos: desde 1496 era evidente la frag­
mentación de la construcción «imperial» de Casimiro, sin tener en cuenta la rebe­
lión de Lituania que se libró del yugo de Cracovia, al menos durante un tiempo;
en el plano de la autoridad real, los szlachtas no pudieron ser mantenidos en la
obediencia: en vano, los numerosos italianos llegados a Polonia en el momento
de la aparición de la nueva potencia eslava, y fundamentalmente el florentino
Buonacorsi, aconsejaron al nuevo rey, Juan A lberto, una política digna de la pe­
nínsula, una especie de tiranía principesca; la nobleza, que se había apoderado
de la mayoría de las dignidades eclesiásticas o de los gobiernos provinciales, se
opuso a los procedimientos despóticos del rey; en 1505, en Radom, le arrancaba
el acta de anulación que marcaría toda la historia posterior de Polonia: ninguna
decisión real podría ser tomada sin la convocatoria y aprobación de la D ieta; era
éste, sin duda, un avatar del régimen «parlamentario» al que, después de todo,
se podían acomodar bien las monarquías; pero, para soportarlo, habría sido pre­
ciso que la realeza polaca estuviera provista de una organización administrativa
que, a pesar de los esfuerzos de Casimiro, no poseía en absoluto. Por último,
aunque no menos im portante, económicamente hablando, los alemanes y los in­
gleses consiguieron hacerse conceder privilegios de explotación, en Gdansk desde
1490 y un poco después en otros lugares, que tenían por objeto aligerar en su
provecho la legislación aduanera imaginada por Casimiro: el drenaje de madera,
de trigo y de pez se reem prendió a mayor escala que precedentem ente, lo que,
con toda seguridad, permitía el enriquecimiento de la aristocracia en las tierras
donde eran recolectados estos productos, pero arruinaba el Tesoro real y condu­
cía a Polonia a desem peñar el papel de tierra colonizada por el comercio interna­
cional y dependiente de la buena voluntad de los comerciantes de Lübeck o de
Londres. Así pues, como un poco antes Hungría, Polonia, que durante un breve
período había llegado al umbral del poder europeo, volvía a bajar al rango de
satélite del Oeste. A unque su lejanía no le hubiera permitido esperar desem peñar
el papel de heredera de Bizancio, de todas formas ya no sería posible ni imaginar­
lo, pasado 1500, y en el siglo xvn la figura de Sobieski salvando a la cristiandad
no es más que la de un potentado marginal trabajando para los Borbones y los
Habsburgo. Sin em bargo, en el curso de esta disgregación de algunos decenios,
por ejemplo en el momento de la sublevación de Lituania, en el ámbito de este
juego tradicional y pesado, una nueva mano surge de la sombra, la de Rusia.

La sombra de Rusia

Más allá de Riga, de Brest-Litovsk o de Lvov, el paisaje cambia, sin las fron­
teras que hoy existen: los ríos se ensanchan, el horizonte se aleja, el espacio se
hace inmenso, el relieve pierde sus rasgos nítidos: estamos en las llanuras de Ru­
sia y de Ucrania, otro mundo, otra cultura, otras lenguas también. Menos aún
que cualquier otra, la historia de las llanuras rusas no formaba parte de nuestra
exposición antes del siglo xv. Es cierto que los escandinavos, en los siglo x y xi,
les habían sacado, por así decirlo, de la nada tribal en que vegetaban; también
es verdad que en varias ocasiones algunas dinastas de Kiev o de Vladimir habían
manifestado su agresividad respecto a sus vecinos griegos del sur; es un dato cier­
to, por último, que los monjes bizantinos habían llevado a esos lugares la fe cris­
tiana y acercado, en cierto modo, esa cristiandad salvaje al mundo helénico; pero,
¿los principados rusos que nacen aquí y allí a lo largo del final del siglo x i i y del
xm pueden considerarse como partes del mundo europeo? Las actividades que
se llevan a cabo desorganizadam ente son el tráfico de pieles y de esclavos, y el
alistamiento de mercenarios al servicio del basileus o, eventualm ente, de algún
príncipe musulmán; por otra parte, la cultura e incluso algunos rasgos originales
de la sociedad rusa merecen sin duda interés; pero, como en el caso de otras
poblaciones citadas más arriba, se trata de mundos ajenos a la formación del po­
derío europeo. Además, la invasión y la ocupación mongolas de mediados del
siglo x i i i aíslan aún más los principados rivales; aunque una victoria conseguida
por Alejandro Nevski sobre los teutónicos haya podido ser explotada como un
acontecimiento casi «popular», la verdad es que este episodio no cambió en abso­
luto la fisionomía de la historia de Europa.
Una vez más, es el siglo xv el que introduce un factor de novedad, y no se
le com prende más que al cabo del que le precedió; el fracaso de las ambiciones
polacas, o tal vez, al principio, el peligro que hacían correr a los príncipes nisos
fue como la chispa que despertó la conciencia de los príncipes, en lugar de la de
las poblaciones. Por otra parte, la dominación musulmana de las zonas m eridio­
nales se debilita y la obsesión de poder ser asediada, signo constante del alma
rusa, disminuye un poco. A la cabeza de este despertar está el príncipe de Moscú,
Iván III (1462-1505): es él el primero que toma conciencia del peligro polaco,
limita en Lituania las pretensiones de Casimiro Jagellon e, incluso, suscita a su
muerte una rebelión en las zonas limítrofes; es también él quien em prende el des­
censo hacia el sur, esta vez hacia Estambul, que marca toda la historia rusa. Pero
detengámonos aquí por un momento.
Tras su derrota ante Tam erlán y su destrucción casi total, el jánato de Q ip­
chaq u H orda de O ro, en 1395, no desapareció totalm ente, pues Tam erlán confió
lo que quedaba de él al ján Timúr Qutlug (1398-1400), cuyo ministro y general
Yédigéi consiguió frenar una ofensiva del gran duque de Lituania, Vitold (1399),
y hacer reconocer la soberanía del ján a los príncipes moscovitas. Tras la m uerte
de Yédigéi (1419), Vitold reem prendió sus ataques y llegó a alcanzar el mar N e­
gro, cuya región com prendida entre el D niéper y el Dniéster fue integrada a su
Estado, al menos hasta su desaparición en 1430; trató de intervenir en los asuntos
del jánato de la Horda de O ro (nom bre que los rusos adoptaron), pero los dife­
rentes clanes que lo componían lograron preservar su independencia y su unidad
hasta 1438. En esta fecha, un funesto candidato al jánato, Ulugh M ehmet, se re­
tiró a Kazán, en el Volga, que convirtió en la capital de un nuevo Estado, el
jánato de Kazán, mientras que al sur se extendía el jánato de la «Gran H orda»,
dirigida por Kutchk Mehmet. Finalm ente, en 1441 apareció un tercer jánato, el
de Crimea, bajo la autoridad del ján Hayi Ghirai, fundador de una dinastía que
duraría hasta el siglo xvm , en tanto que más al este se creaba el jánato de A stra­
cán, en la desembocadura del Volga.
De este modo, el gran jánato de Qipchaq era desmem brado y sus residuos
conocían fortunas diversas, al tiempo que la am enaza que había hecho pesar so­
bre Europa desaparecía; esta situación era favorable al desarrollo del Estado
moscovita y del Estado polaco-lituano: la Gran H orda pasó muy rápidam ente a
depender de los grandes-príncipes de Moscú, y lo mismo ocurrió un poco más
tarde con los jánatos de Kazán; los moscovitas trataron de som eter también el
jánato de Crimea, pero Hayi G hirai, aliado del rey de Polonia, resistió esta pre­
sión hasta su m uerte (1466). Su hijo y sucesor, Mengli Ghirai dio un giro total a
la situación al aliarse con el príncipe de Moscú Iván U I, en tanto que el rey de
Polonia Casimiro IV se aliaba con el ján de la G ran H orda. Pero, de hecho, cada
soberano actuaba en su propio beneficio; Iván III trataba de consolidar su posi­
ción en Rusia e increm entar sus territorios, cosa que hizo al conquistar Novgorod
en 1478, al vencer al ján de la Gran H orda el año 1480, y al obligar a diversos
príncipes rusos a pagar su tributo no ya a los jánes tártaros sino a él.
Por su parte, Mengli Ghirai tenía en mente la idea de eliminar de Crimea a
los genoveses que estaban sólidamente instalados en la costa y, sobre todo, en
Caffa; pero su actividad económica había disminuido en este sector desde que los
polaco-lituanos ocupaban una parte de la costa del mar Negro y controlaban las
rutas de Moldavia y de Podolia, y también desde que los otom anos conquistaron
Constantinopla aunque, poco después de la conquista de la ciudad, fue firmado
un acuerdo comercial favorable a los genoveses. El acercamiento entre genoveses
y polacos decidió a Mengli Ghirai a atacar: tras haber tomado una a una todas
las bases genovesas, alcanzó finalmente, en 1475, Caffa, que cayó en sus manos,
lo que ponía fin a la presencia latina en Crimea, de donde los venecianos habían
desaparecido desde hacía mucho tiempo. No obstante, Mengli Ghirai recibió el
refuerzo de tropas otomanas para apoderarse de Caffa: a cambio, reconocía la
soberanía del sultán Mehmet 11, pero la consecuencia inmediata de esta acción
fue el reforzamiento de su prestigio y autoridad en toda la región. A más largo
plazo, los jánes de Crimea se convirtieron en vasallos de los otom anos hasta el
siglo x v i i i (1783) y contribuyeron así a asegurar la dominación de los sultanes de
Constantinopla en el mar Negro, donde habían tom ado en 1484 los territorios
detentados por los polacos. En 1497 fracasó un intento polaco en Moldavia, y el
ján de la Gran H orda, Seyyid A hm ed, que había apoyado a los polacos, fue luego
com pletam ente vencido por Mengli Ghirai en 1502 y su jánato dejó de existir.
En lo referente al jánato de Kazán, fue cada vez más sometido a la dominación
rusa, antes de que en 1552 Iván IV el Terrible se apoderara de él.
En el interior del mundo ruso propiam ente dicho, Iván III pone térm ino a la
autonomía del principado de Tver (1485) y ocupa toda una parte de Letonia y
Pskov, cuyos habitantes traslada a Moscú (1490). Pero aparte de estas acciones
bélicas y de intimidación, hay algo más: hostil a las pretensiones de los com er­
ciantes alemanes de la H ansa, habituados a disponer de Novgorod o de Riga a
su voluntad, les pone un impuesto o los expulsa, una política de desconfianza y
de xenofobia también muy tradicional: al menos, los rusos se sentirán ahora entre
los suyos; el papa Sixto IV y el em perador Segismundo están asombrados: sus
em bajadas dan testimonio de la entrada teórica de Rusia en el concierto europeo;
pero se rechaza a sus representantes sin mediar explicación alguna. En realidad,
el príncipe de Moscú se siente mucho más cerca que ningún otro del mundo
oriental y, en particular, del difunto mundo bizantino: en 1472 se casa con Zoé
Paleólogo, una de las últimas representantes de esta rama familiar instalada en
M orea; una vez que la desaparición de Bulgaria deja el título sin detentor, toma
por su cuenta el de Cesar, «zsar», que M ehmet II, más preocupado por el islamis­
mo que por la continuidad, desdeñó; su patriarca se considera, más que el de
Constantinopla (caído bajo la dependencia del Islam), el auténtico continuador
de la Iglesia cristiana de O riente; ¿qué haría con un Occidente tan extraño el
heredero de Constantinopla? Pero esto no es todo: Moscú será la «tercera
Roma»; de 1485 a 1508, abandonando sus palacios de madera y adobe, Iván hace
construir por arquitectos italianos (porque es m enester, a pesar de todo, dirigirse
a los que tienen en sus manos la antorcha del arte principesco) un palacio fortifi­
cado, un kreml, ceñido de almenas al estilo güelfo, que toma la forma del castillo
de los Sforza en Milán; aunque, en el centro de esta fortaleza, los palacios y las
iglesias se dispersan en pabellones y en viviendas aisladas a la manera del Sacro-
Palacio, mientras la iglesia principal, que edifica el boloñés Fiera ven te, la cate­
dral del Tránsito de la Virgen, es de planta bizantina.
El nacimiento del Kremlin, en el momento en que sucumben las dominaciones
eslavas de Europa central, com prendida Polonia, y en que Bizancio se derrum ba
ante el turco, es un acontecim iento capital de la historia de Europa; a partir de
entonces, esta última se detiene en el D una y en el D niéper: más allá crece poco
a poco un mundo nuevo, y este mundo se califica y se considera el heredero de
Constantinopla; mira hacia el mar Negro y los estrechos, de los que le separan
aún muchos años de esfuerzos; pero puede decirse, sin jugar con fáciles profecías,
que de este lado y durante mucho tiempo la Europa occidental deja de progresar;
no supo recoger de la herencia griega más que un recuerdo o un reflejo; abando­
nó al Islam, la tierra y los hombres; sin em bargo, un heredero se perfila en el
horizonte, cristiano, oriental y conquistador. No hemos llegado aún a Pedro el
G rande ni al tratado de San Stefano; por el momento, Iván incita a los tram peros
rusos a pasar el Ural y tantear la Siberia inviolada; por este lado, hay suficiente
trabajo que hacer para ocupar a los soldados y los pioneros; luego habrá que re­
conquistar los accesos a los mares, rechazar a los polacos y los alemanes, vencer
a los turcos, acceder al mar latino..., pero esto es ya otra historia.

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