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Pablo Guadarrama González Humanismo y autenticidad cultural...

rencias que nos hacen ser, pensar y comportarnos de manera propia y original en
diferentes contextos, pero será el reconocimiento de las diferencias en la unidad, en
lugar de unidad para diferenciarnos, como pretenden las fuerzas atomizadoras que
aspiran a debilitar la auténtica cultura latinoamericana.
El reconocimiento de la identidad no puede ser un logro en sí mismo, sino un
paso necesario hacia la exigida autenticidad cultural, que en definitiva ha impulsa-
do a tantas generaciones de latinoamericanos.
Los pueblos latinoamericanos han dado pasos decisivos desde el siglo XIX para
redimirse y hacer auténticos su pensamiento humanista y su cultura. En ese trayec-
to permanente han descubierto los elementos componentes de su conflictiva identi-
dad cultural. Se debe hacer todo lo posible para revelarla permanentemente en cada
lugar en que el hombre latinoamericano requiera ser dignificado con el objetivo de
sentirse auténtico más que idéntico.
En la época contemporánea debido al proceso de internacionalizacón creciente
de la vida social el concepto de cultura no sólo se amplía en su contenido e incluye
cada vez nuevos elementos que anteriormente eran considerados exclusivamente de
algunos pueblos, por lo que la universalidad de la misma no solo se enriquece, sino
que se le reconocen nuevas determinaciones que lo complementan en mayor medi-
da.
En el pensamiento moderno la cultura fue considerada en muchas ocasiones
como un don atribuido o no a ciertas personas, o como un conjunto de riquezas
materiales o espirituales de determinados pueblos. Aun cuando muchas de tales
definiciones indicaban algunos de los rasgos esenciales de la misma, por regla gene-
ral quedaban limitadas al no comprender el carácter eminentemente social de la
esencia humana y por tanto de la cultura.
En tanto se viera a esta como una dádiva otorgable o no por las deidades o como
el simple producto de lo elaborado por masas humanas despersonificadas al nivel
casi de la bestialidad y no se apreciara en su justa dimensión el papel del momento
subjetivo de toda creación humana esas definiciones estarían siempre sometidas al
embate de los ataques más destructores.
Para la teoria social el concepto de cultura es uno de los más importantes. Con
su ayuda se revela y describe la propia esencia del desarrollo social a diferencia del
natural. La cultura debe ser vista como una de las categorías sociológicas y filosó-
ficas de mayor significación que porta en sí la unidad dialéctica de lo social uni-
versal y lo social-específico de la realidad histórica en el proceso de su desarrollo.
El estudio de la cultura debe hacerse simultáneamente teniendo en considera-
ción tanto el pasado como la actualidad; tanto la individualidad, la personalidad
como la colectividad, los grupos sociales, las clases y la sociedad en su totalidad.
AI analizar determinadas esferas de aplicación del concepto de cultura se puede
apreciar que hasta el presente siglo XX la mayoría de las teorías culturoIógicas se

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han desarrollado por lo general en los polos metodológicos del naturalismo y el


racionalismo. Esto es, bien con la absolutización de las necesidades “materiales”
del hombre o bien con la reducción de lo cultural a la esfera de la cultura espiritual
exclusivamente.
La multiplicidad de posiciones metodológicas con su correspondiente disper-
sion de criterios es algo muy característico en las teorías contemporáneas de la cul-
tura y en especial en diversas formulaciones de la filosofía de la cultura.
Este fenómeno está condicionado ante todo no sólo por la crisis de la cultura
contemporánea, a la que hay que añadir la crisis de paradigmas provocada por el
derrumbe del “socialismo real” y el auge del voraz neoliberalismo bajo el manto de
la “globalización”–como es reconocido por muchos investigadores – sino que está
enlazado al hecho de que los fenómenos superestructurales del desarrollo cultural
de la sociedad son absolutizados partiendo siempre por supuesto de determinados
enfoques clasistas, aun cuando estos sean rechazados de palabra, pero no de hecho.
AI mismo tiempo se trata de borrar o de desvirtuar un aspecto básico: el factor eco-
nómico, el cual aunque no es ignorado es sometido a un manipuleo tal en que queda
desfigurado su real efecto.
Los presupuestos materialistas para el estudio de los fenómenos de la cultura
fueron elaborándose desde la ilustración en pensadores como Rousseau, Helvecio,
Montesquieu, etc., que pusieron su atención sobre el significado de determinados
componentes materiales en el desarrollo histórico y posteriormente quedaron
mucho más establecidos en las obras de Marx y sus continuadores.
Contrariamente a la opinión muy difundida entre algunos de los críticos del
marxismo sobre la indiferencia de dicha filosofía ante los problemas conceptuales
de la cultura. Tanto Marx y Engels, como Lenin, así como muchos de sus seguido-
res entre los que se destacan Gramsci, Mariátegui y muy especialmente la escuela
de Francfort, en especial Horkheimer y Adorno, contribuyeron a crear una base
metodológica con suficiente rigor científico para el examen de los procesos cultu-
rales en su orgánico vínculo con el modo de producción de los bienes materiales y
espirituales.
A su vez enfatizaron la interdependencia de dichos problemas con los intereses
clasistas y su anatomia relativa de los fenómenos espirituales respecto a los mate-
riales. El enfoque materialista de los fenómenos de la cultura no se limita a la pers-
pectiva marxista. Desde las investigaciones de la antropología cultural de L.H.
Morgan y E.B. Tylor, hasta el “materialismo cultural” del Marvin Harris y el culti-
vo de las posiciones del materialismo filosófico en la interpretación de las investi-
gaciones etológicas como se aprecia en Gustavo Bueno y Carlos París en España,
entre otros, el análisis materialista sobre la teoría de la cultura se ha visto enrique-
cido.
El estudio de dicho problema, asi como el de la autenticidad o la originalidad

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de la filosofia, la literatura , el arte , etc., es relativamente reciente, si bien tiene ya


antecedentes en el pensamiento moderno. En América Latina, en particular tomó
fuerza esta preocupación a partir de la década del cuarenta del siglo XX en los
momentos de inicio del auge por los estudios sobre la historia de las ideas, espe-
cialmente filosóficas, en esta región.
Posteriormente a fines de la década del ochenta e inicios de los noventa a raíz
de la conmemoración para unos y celebración para otros del debatido “descubri-
miento”de América nuevamente el asunto recobró más fuerzas. Pero en sentido
general durante toda la segunda mitad de este siglo el problema estuvo latente pues
ha tenido que ver con el proceso de lucha por la soberanía de los pueblos latinoa-
mericanos respecto a los Estados Unidos de América y actualmente frente a las
transnacionales que constituyen una nueva modalidad de dominación imperialista
bajo nombres y formas diferentes.
Es la sociedad capitalista la más interesada en diferenciar los pueblos, en dis-
tinguir a una cultura de otras. Los conquistadores de las épocas pretéritas no nece-
sitaban tanta justificación filosófica para sus empresas como la que requeriría el
colonialismo y el neocolonialismo. En el mundo latinoamericano la discusión sobre
el tema está muy aparejada a la toma de conciencia que fue necesaria en la prepa-
ración ideológica de la luchas por la independencia primero y la emancipación
superior.
Es a partir de la reacción antipositivista en el pensamiento filosófico de este
continente que han tornado fuerza las preocupaciones por los problemas de la auten-
ticidad y la especificidad de la cultura latinoamericana.
Una concepción adecuada de la cultura debe enjuiciar críticamente la compleji-
dad contradictoria de los fenómenos que abarca la cultura y tomar como seguro
cimiento de su construcción teórica a la producción de bienes materiales y espiri-
tuales de cada época histórica determinada. De tal modo debe quedar incluido el
propio hombre como producto de su circunstancias. De ahí que la historia no pre-
senta al hombre como un simple resultado, sino como un ser que mediante su acti-
vidad consciente a cada paso enriquece a la larga la cultura. Aun cuando en ocasio-
nes algunos individuos en particular la empobrezcan con su actividad irracional.
Pero el balance final de la historia siempre se inclina en sentido positivo.
La cultura humana de los últimos milenios indefectiblemente ha estado marca-
da por las diferentes modalidades de la lucha de clases y lo seguirá estando mien-
tras estas subsisten. Si bien este elemento constituye uno de los fundamentales a
tener en cuenta en el análisis de la cultura, de ningún modo el enfoque presentado
reduce la valoración exclusive de este y otro factor hiperbólicamente ni siquiera del
económico como injustamente se le ha seguido criticando, sino que toma en consi-
deración la totalidad concreta del complejo de los componentes que están presen-
tes en cualquier unidad cultural.

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José Lezama Lima, al tomar en consideración ese fundamental elemento meto-


dológico para su valoración de La expresión americana sostenía: “La historia polí-
tica cultural americana en su dimensión de expresividad, aun con más razones que
en el mundo occidental, hay que apreciarla como una totalidad. En el americano que
quiera adquirir un sentido morfológico de una integración, tiene que partir de ese
punto en que aun es viviente la cultura incaica”5.
Al fenómeno de supervicencia del mundo cultural indígena en determinados
sectores sociales no solamente populares, sino también hasta de la propia burguesía
entremezclado con otros componentes culturales de raíz muy diversa, en que la
modernidad latinoamericana parece confundirse en su mestizaje Nestor García
Canclini le ha denominado “cultura híbrida”6.
No obstante el hecho de que la cultura de cualquier región o época pueda inves-
tigarse desde la perspectiva de cualquier ciencia particular, que sin dudas permite
una profundización en determinados aspectos de la misma, el desarrollo contempo-
ráneo de la ciencia demuestra la necesidad creciente de los enfoques multidiscipli-
narios de la misma, pero sobre todo de los fundamentos filosóficos tanto de los
métodos como de los resultados alcanzados.
En el seno mismo de la literatura filosófica contemporánea han prevalecido
diversos puntos de vista que han acentuado su atención en determinados aspectos
de la cultura como es el carácter creador o los distintos enfoques axiológicos, pra-
xiológicos, ideológicos, funcional, técnico-económico, artístico-espiritual, etc. Pero
en pocas ocasiones aparece una conceptualización de la misma que sopese adecua-
damente cada uno de los momentos imprescindibles de toda cultura. Por supuesto
que tal tarea no resulta fácil, ni se trata simplemente de manera ecléctica de juntar
todos estos elementos en una definición que explícitamente haga alusión a cada uno
de ellos.
La aplicación del método histórico-lógico posibilita examinar las relaciones
sociales como el factor esencial de la cultura, pues al incluir en el análisis al hom-
bre como sujeto histórico-concreto que conforma las condiciones de su existencia

5 Lezama Lima, J. La expresión americana. Editorial Letras cubanas. La Habana. 1993. P. 76.
6 “Los países latinoamericanos son actualmente resultado de la sedimentación, yuxtaposición y
entrecruzamiento de tradiciones indígenas (sobre todo en el área de mesoamérica y andina) del hispa-
nismo colonial católico y de las acciones pol[iticas educativas y comunicacionales modernas. Pese a
los intentos de dar a la cultura de élite un perfil moderno, recluyendo lo indígena y lo colonial en sec-
tores populares, un mestizaje interclasista ha generado formaciones híbridas en todos los estratos
sociales. En casas de la burguesía y de sectores medios con alto nivel educativo de Santiago de Chile,
Lima. Bogotá, México y muchas otras ciudades coexisten bibliotecas multilíngües, artesanías indíge-
nas, cablevisión y antenas parabólicas, mobiliario colonial, las revistas que informan como realizar
mejor especulaciónfinanciera esta semana con ritos familiares y religiosos cententarios.” García
Canclini, N. Culturas híbridas. Estrategias para salir de la modernidad. Grijalbo México. 1992. P.
71.

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constantemente quedan claras las premisas para la comprensión de la cultura mate-


rial y espiritual, práctica y teórica, universal y específica. Gracias a tal concepclón
personificadora de la cultura esta se interpretará también como la autocreación de
la personalidad a través de la actividad teórica y práctica del hombre.
Para lograr una definición de cultura que logre eludir el carácter estrecho o uni-
lateral de muchas concepciones que abundan en los ambientes académicos y usual-
mente en mayor medida fuera de estos debe considerarla como el grado de domi-
nación por el hombre de las condiciones de vida de su ser, de su modo histórico
concreto de existencia , lo cual implica de igual modo el control sobre su concien-
cia y toda su actividad espiritual, posibilitándole mayor grado de libertad y bene-
ficio a su comunidad. Si determinados animales son capaces de en su actividad de
cumplimentar tales requisitos axiológicos que demandara siempre este concepto –
no por simples razones etimológicas– entonces no habría inconvenientes en incluir
sus actividades dentro del mismo, el problema radicaría mas bien en la considera-
ción de que sus actividaes “culturales” resulten provechosas o no a dicha especie.
No sin falta de razón Gabriel García Márquez ha sostenido que “cuando se
habla de cultura, la dificultad principal reside en que esta carece de definición. Para
la UNESCO, la cultura es lo que el hombre agrega a la naturaleza. Todo lo que es
producto del ser humano. Para mí, la cultura es el aprovechamiento social de la inte-
ligencia humana. En el fondo, todos sabemos qué abarca el término cultura, pero
no podemos expresarlo en dos palabras”7.
Es significativo que muchas de las valoraciones filosóficas que posibiltan un
análisis de la cultura tanto en sentido general como en sus especificidad latinoame-
ricana la podamos encontrar no sólo en filosófos de profesión y declaración, sino en
significativos escritores como Carpentier, Borges, Lezama o García Márquez. ¿Será
esta también otras de las vías a través de las cuales la cultura latinoamericana par-
ticipa en la cultura universal?
Se hace necesario deternerse en aquellas reflexiones elaboradas por hombres
que, como pensadores e intelectuales en sentido general, desde esta región inde-
pendientemente de su condición o no de filósofos en el sentido estricto del témnino
han abordado con originalidad el tema de la cultura, y en especial del pensamiento
latinoamericano en sus dimensiones universales y particulares.
Muchas veces la historia recoge pensamientos emanados de hombres que prac-
tican las profesiones más aparentemente alejadas de la filosofia y los inscriben en
el tesoro del pensamiento universal, como persistente testimonio de la imposibili-
dad del hombre de escaparse definitivamente de la escrutadora mirada del buho de
Minerva.

7 García Márquez, G.: “El milagro de la creación” en Mensaje de América. Cincuenta años junto
a la UNESCO, UNAM, México, 1996, p. 112.

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En estos momentos son muchos los latinoamericanos que desde las más diver-
sas ocupaciones y desde distintas posiciones filosóficas como la denominada filo-
sofia de la liberación, el historicismo, el neotomismo, la filosofía analítica, la feno-
menología, el marxismo o el postmodernismo se ocupan de los problemas teóricos
de la cultura y su incidencia en el mundo latinoamericano.
Muchas son las preocupaciones que emergen en todos los foros respecto al esta-
do actual de la cultura latinoamericana y sus perspectivas de desarrollo ‘que son
asfixiadas por el mercantilismo capitalista. Cada vez se incrementa el número de
quienes reconocen que el status actual del mundo latinoamericano no es el más
favorable para que lo específico de sus creaciones, entre las cuales se destaca su
producción filosófica, encuentre el merecido reconocimiento en la cultura universal
en todas sus manifestaciones y no sólo en el campo de la literatura o del cine como
es un hecho.
En tanto se maneje un concepto limitado de la cultura que se circunscriba a la
esfera artística o estética exclusivamente, jamás se entenderán plenamente las posi-
bilidades de participación de la cultura latinoamericana en la cultura mundial.
La autenticidad de la cultura latinoamericana no es un anhelo, es un hecho,
fácilmente comprobable desde distintas perspectivas investigativas. Pero tal condi-
ción no la inmuniza contra los peligros que una forzada manipulación ideológica
tras las inevitables fórmulas de desigual intercambio cultural que se opera de mane-
ra creciente entre los distintos países y regiones del orbe.
En un mundo en que se derrumban muros y se levantan otros; en el que todo se
observa y se comunica a través de omnipotentes satélites y no siempre con las mejo-
res intenciones ; en el que seres humanos son desechados del mercado de trabajo
por invasiones de robots, en tanto otros ven peligrar su propia identidad por las
amenazas de la clonización cultural , –que no se limita a la condición biológica sino
que trata de invadir el pensamiento y la espiritualidad–, en que algunos postulan
tener las patentes exclusivas de verdadera cultura, educación, democracia, libertad,
etc. así como las fórmulas superiores de la convivencia , la reflexión sobre el huma-
nismo y la autenticidad cultural en Nuestra América parece hacerse más necesaria
que nunca antes.

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Revisitando la discusión entre Augusto Salazar y Leopoldo Zea.
La filosofía latinoamericana: El lugar de un diferendo
Revisiting the discussion between Augusto Salazar and Leopoldo Zea

Cristóbal Friz Echeverría1

1
Universidad de Santiago de Chile. Chile

RESUMEN:

El artículo revisita la discusión entre Augusto Salazar Bondy y Leopoldo Zea hacia fines de la década de
1960 sobre la filosofía latinoamericana, con el objetivo de mostrar que la misma es el lugar de un
diferendo: de pugna entre posiciones y representaciones disímiles, en algunos casos irreconciliables. Como
se propone, lo que está en disputa en tal controversia, es el significado de la filosofía y de lo filosófico, en
contextos de enunciación como América Latina. Para ello, se recorren diversos núcleos conceptuales de la
disputa, mostrándola como una discusión filosófica aún vigente.

Palabras clave: América Latina; Filosofía; Compromiso político-intelectual; Tradición; Proyecto;


Identidad; Universalidad; Desplazamientos categoriales

ABSTRACT:

This paper aims the discussion between Augusto Salazar Bondy and Leopoldo Zea about lateinamerican
philosophy, that takes place towards the end of the 1960s. The objective is to show that this discussion is
the place of a differendum; that means, of conflict between dissimilar positions and representations, in
some cases irreconcilable. As proposed, what is discussed in that controversy is the meaning of philosophy
and the philosophical, in contexs of enunciation such Latin America. For this, we review some conceptual
nuclei of the dispute, showing it as a current philosophical discussion.

Keywords: Philosophy; Latin America; Political-intellectual engagement; Tradition; Project; Identity;


Universality; Conceptual displacements

A 50 años: Inactualidad y actualidad de una disputa

1
Nota título

1. Filosofía latinoamericana, ¿tradición o proyecto?

Según Marcos García de la Huerta, como quiera que se plantee y se entienda, la pregunta por la
filosofía latinoamericana debe comprenderse como una interrogante por una identidad cultural en el
plano filosófico; como intento de afirmación de una identidad regateada por la conquista, la
colonización y la herencia cultural eurocéntrica, que se procura asentar o proyectar en el ámbito del
pensamiento (García de la Huerta 2014, p. 77, 1999). Esto se condice con la tesis de Eduardo Devés,
según la cual el pensamiento latinoamericano, tanto en el siglo XIX como en el XX, se debate entre
la modernización y la identidad (Devés 2003-2004), es decir, entre el ajuste o puesta al día de los
países latinoamericanos con los parámetros promovidos por Occidente y la afirmación de lo “propio”
o “particular”.

Entrando a las obras que aquí nos ocupan, un primer punto en que se puede registrar este intento
de vindicación identitaria es la interrogante respecto de si la filosofía latinoamericana es una labor
que cuenta con antecedentes asentados en una tradición que podamos asumir y reconocer como
“propia”, a la que habría que acudir mediante un ejercicio de memoria reflexiva que apunta a su
proyección a futuro; o si bien es una labor que adopta la forma de un proyecto, lo que en una
acepción extrema supone entenderla como labor meramente prospectiva, la que solo encontraría en
el pasado una fuente de errores que indicarían las vías infecundas por las que no se debe volver a
transitar.

A este extremo se refería Humberto Giannini al indicar que la historia americana se halla cruzada por
un “gesto fundacional”. En sus palabras: “El gesto fundacional se prolonga por la historia americana
como un ritual, casi como un automatismo: la obsesión de estos pueblos de empezar cada cierto
tiempo de cero, todo da capo; en política, en educación, en economía; la obsesión de lo discontinuo
y de no dejar rastros tras sí, como si sólo a través de la destrucción pudiera construirse algo. Un
antiplatonismo natural. Diríamos, el olvido como técnica para avanzar. El horror al pasado” (Giannini
2004, p. 74, nota).

Con todos los recaudos y matices necesarios, podemos rubricar la perspectiva de Salazar Bondy en
este gesto fundacional, toda vez que su diagnóstico sobre la historia y el presente (entiéndase, hacia
fines de la década del 60) del filosofar hispanoamericano es fuertemente negativo. Esto se expresa
en su afirmación de que son sumamente escasos –en caso de haberlos– los trabajos que dan cuenta
de “la existencia de productos filosóficos hispanoamericanos originales, equiparables a los europeos”
(Salazar Bondy 1996, p. 74).

Este diagnóstico expresa ejemplarmente las tensiones entre profesionalización y compromiso político
del quehacer filosófico. El diagnóstico, en efecto, se encuentra fuertemente condicionado por el
concepto de filosofía con que opera el peruano, profundamente comprometido a su vez con la
categoría romeriana de normalidad, conocida y suscrita por Salazar bajo la noción de
“regularización”, según la cual en los países hispanoamericanos ya se ha asentado una “actividad
filosófica regular” (Ibíd., p. 19)

De hecho, en la introducción de su libro señala: “[S]ólo nos ocuparemos del pensamiento filosófico
propiamente tal, y por tanto, no trataremos sino indirectamente de otras modalidades de lo que en
forma genérica puede llamarse pensamiento (v.gr.creencias religiosas, programas políticos, ideas
artísticas, etcétera)” (Ibíd., p. 8). En virtud de este supuesto de trabajo, filosofía es y puede ser
únicamente filosofía académica. Por ello, no es posible reconocer como “pensamiento filosófico
propiamente tal” a otras modulaciones del filosofar que las elaboradas en la universidad; esto implica
negar el estatuto epistemológicode filosofía, por ejemplo, a las obras de muchos hispanoamericanos
del siglo XIX y anteriores o marginales a la normalidad filosófica.

El diagnóstico reseñado se monta, asimismo, sobre el supuesto de que únicamente comunidades


históricas formadas y maduras, autónomas (como serían contemporáneamente el pueblo alemán, el
inglés o el francés) pueden dar frutos culturales propios y legítimos, entre los que se encuentra la
filosofía. Tal no sería, para Salazar Bondy, el caso de pueblos alienados, dependientes y
subdesarrollados, con una “cultura de dominación”, como los hispanoamericanos. La autoridad con
que Salazar refrenda este parecer es Hegel y su ideas de que “la filosofía es la hija de su tiempo”,
en base a lo cual afirma: “[L]a filosofía como tal es un producto que expresa la vida de una
comunidad, pero que puede fallar en esta función y, en lugar de manifestar lo propio de un ser,
puede desvirtuarlo o encubrirlo. Se da según esto el caso de una filosofía inauténtica, de un
pensamiento mixtificado” (Ibíd., p. 80).

No obstante la negatividad de su diagnóstico –a saber, no hay “productos filosóficos


hispanoamericanos originales” arraigados en una tradición que podamos reconocer, en cuanto local,
como propia–, para Salazar Bondy sí es posible darle “originalidad” y “autenticidad” a nuestro
pensamiento; y es aquí, justamente, donde el eje normativo de la normalidad filosófica queda
tensionado por la asunción de un compromiso político-intelectual. Para asentar esta posibilidad, el
peruano se torna contra la autoridad de Hegel, rebatiendo la idea de que la filosofía sea –o pueda
ser únicamente– como el búho de Minerva que emprende su vuelo al atardecer; es decir,
consumación, explicación a posteriori de lo ya logrado en la historia.

Contra dicha interpretación de la filosofía, Salazar Bondy postula que ella puede ser también, en
tanto reflexión comprometida, “la mensajera del alba”: el principio de un cambio histórico mediante
una toma de conciencia radical proyectada al futuro. En virtud de esto, la filosofía no tiene
necesariamente que esperar la cancelación del subdesarrollo y la dominación; es capaz, en efecto,
de alcanzar su “autenticidad” como parte del movimiento de superación de los mismos. Puede y debe
ser –en palabras del peruano– “una conciencia liberadora de las trabas que impiden la expansión
antropológica del hispanoamericano que es también la expansión antropológica de toda la especie”
(Ibíd., p. 90) 9 .

La respuesta de Zea se afinca justamente en este último punto asentado por Salazar Bondy; y en
ella se mantiene –aunque desplazada– la tensión entre profesionalización de la filosofía y compromiso
político-intelectual 10 . Su propuesta de “filosofía americana como filosofía sin más” descansa en su
interpretación de la filosofía americana –como de toda filosofía posible– en cuanto expresión de la
humanidad del hombre: como la capacidad de, mediante el logos, habitar humanamente el mundo
(Zea 1996, cap. I). Conforme señala Adriana Arpini, “el planteo zeaniano gana en generalidad lo que
pierde en concreción” (Arpini 2003, p. 198), toda vez que al considerar la occidentalización del mundo
como un factum, adscribe a una comprensión antropológica, histórica y cultural universal, que
prescinde –a contrapelo de la propuesta salazariana– de las diferencias y los conflictos 11 .

Para Zea, por lo tanto, el problema de si tenemos o no filosofía no es otro que el de nuestra
humanidad, cuya afirmación constituye en consecuencia el compromiso de los intelectuales y
filósofos latinoamericanos con su circunstancia. En virtud de esto, en la óptica de Zea no es casual
que nuestra filosofía se inaugure en el siglo XVI, en las figuras de Juan Ginés de Sepúlveda y
Bartolomé de Las Casas, con una disputa sobre la condición antropológica de los americanos;
humanidad negada por la idea de hombre que tiene el europeo de sí, en cuanto norma o medida de
la humanidad o del Hombre.

Tampoco es casual, por lo tanto, que desde Juan Bautista Alberdi, los latinoamericanos nos
preguntemos casi obsesivamente por nuestra capacidad para hacer filosofía (o por nuestra cultura e
identidad, preguntas que para Zea apuntan a lo mismo), entendiendo dicha capacidad como índice
de humanidad 12 . Según Zea, con esta interrogante los latinoamericanos introducen en el ámbito de
la filosofía una pregunta extraña, inédita, que el europeo-occidental no se podía plantear en cuanto
se consideraba a sí mismo la medida de lo humano, y exigía a los otros rendir cuenta de su estatus
antropológico conforme al parámetro occidental.

Así, en la perspectiva del mexicano, la pregunta por la filosofía latinoamericana –o lo que es lo


mismo, por nuestra capacidad para filosofar– no es sólo una pregunta válida, sino acaso el tema
propio de nuestro pensamiento (Zea 1996, 101). Tal pregunta ya supone, según Zea, hacer una
filosofía que parte de y se halla comprometida con nuestra problemática y circunstancia (Ibíd., 105);
y con ello, un aporte al acervo filosófico mundial, tradicionalmente monopolizado por Occidente, pero
que debe abrirse a las distintas expresiones de lo humano.

En concordancia con la idea de que hay filosofía latinoamericana desde la incorporación de América
a la cultura e historia occidental-europeas (entendidas como cultura e historia universales), cobra
particular relevancia el estudio de la historia de las ideas, en cuanto disciplina académica que debe
registrar los distintos testimonios –asentados en una tradición remontable a Las Casas– de expresión
de humanidad del pueblo latinoamericano
Según Zea, para ser fecunda, esta labor historiográfica debe desprenderse del prejuicio, caro a la
“normalidad filosófica”, de que las obras propiamente filosóficas son aquellas que adoptan
determinados procedimientos escriturales, literarios y argumentativos, como los del tratado
filosófico. Se trata, en consecuencia, de enfocar con otros ojos nuestro pasado intelectual, en función
del futuro que proyectamos realizar; o en otras palabras, de captar lo que de “auténtico” –valga
decir, de autoafirmación– hay en la historia de nuestro pensamiento (Ibíd., p. 115).

Esto, junto con suponer un compromiso que comporta el rescate de lo positivo de la tradición
intelectual latinoamericana –en oposición a la óptica salazariana, para la cual la “autenticidad” y
“originalidad” de nuestro pensamiento se encuentran supeditadas a esfuerzos prospectivos–, implica
ampliar o descentrar el concepto mismo de filosofía, superando la escisión –tan rotundamente
sancionada por Salazar Bondy– entre filosofía y pensamiento.

Desplazamientos categoriales

Me referiré al que probablemente sea el punto más controversial –y por ello más sugestivo e
interesante– de la discusión de Salazar Bondy y Zea. Conforme hemos podido observar, las posturas
de los autores difieren en puntos sustantivos. Nos detuvimos, en primer lugar, en las distintas
interpretaciones adoptadas respecto del estatuto de lo que pudiera llamarse filosofía
latinoamericana: si es ella una labor remontable a una tradición o si bien es un proyecto prospectivo
por realizar. En segunda instancia, en sus posicionamientos respecto del rol que le cabría al ejercicio
de la filosofía en el subcontinente en la consolidación o afirmación de una identidad propia y
particular, o si más bien ha de conducir sus esfuerzos a una incorporación en la presunta
universalidad de la cultura y el pensar occidentales. En tales diferendos procurábamos mostrar,
además, que revestía diversas formas la tensión entre el ejercicio filosófico académico normalizado
y el compromiso político-intelectual, apuntando este último hacia distintos objetivos.

Corresponde ahora señalar que los diferendos registrados se explican y al mismo tiempo se
profundizan, al considerar que la respuesta de Zea comporta un desplazamiento de las categorías en
que se monta el diagnóstico de Salazar Bondy sobre la historia y la situación del filosofar
hispanoamericano hacia fines de la década del 60; a saber, peculiaridad, autenticidad y
originalidad 13 . Esto, que si bien es propio del trabajo filosófico –y nos permite comprender las
reelaboraciones que hacen los autores sobre los postulados de la tradición, al modo de lecturas y
deslecturas, propias del interpretar– en un extremo podría ser ponderado como renuncia o elusión
de la discusión; pues nada nos asegura que, a fin de cuentas, cada quien se esté refiriendo a alguna
cosa distinta, o que en el fondo estemos concurriendo a un “diálogo de sordos”.

Salazar Bondy procura definir con bastante exactitud los criterios de su evaluación. Afirma que una
filosofía es original en cuanto aporta ideas y planteos nuevos, distinguibles como creaciones, como
“construcciones conceptuales inéditas de valor reconocido”. Por su parte, sostiene que un producto
filosófico es auténtico (o genuino) en cuanto se da propiamente como tal y no como algo falseado o
mixtificado. Finalmente, por peculiaridad entiende los rasgos histórico-culturales diferenciales de un
producto filosófico, al modo de un tono local o personal, que como tal no implica ni originalidad ni
autenticidad (Salazar Bondy 1996, p. 72).

Para el peruano, es evidente que el pensamiento hispanoamericano cumple el criterio de peculiaridad,


dado que son reconocibles algunas modalidades presentes en nuestra tradición intelectual, que la
distinguen de otras. Sin embargo –y he aquí el punto para él decisivo– no es así respecto de la
originalidad y la autenticidad. Estos últimos criterios, que constituyen la base de su evaluación
negativa de nuestra filosofía, son fuertemente normativos y se hallan íntimamente vinculados, a la
vez que se encuentran comprometidos con supuestos fuertes, como las directrices de la filosofía
occidental contemporánea de corte académico, y su propia interpretación de las relaciones entre
cultura y filosofía.
Para Salazar Bondy, un producto es auténtica (o genuinamente) filosófico en cuanto difiere de uno
que no lo es, lo que supone una circularidad en la argumentación, cuando no una tautología. En
efecto señala: “la filosofía de Kant es genuina y (...) un discurso espiritualista es seudofilosofía”
(Ídem.). La aclaración, como vemos, no hace sino oscurecer el asunto, pues sanciona –en base al
presuntamente indiscutible carácter filosófico de la obra kantiana, es decir, mediante la apelación a
una autoridad consagrada por la filosofía académica– la separación entre auténtica filosofía y una
que no lo es.

Junto con ello, su concepto de originalidad parece comprometido, al menos parcialmente, con la
noción romántica de genio, según la cual solo a algunos insignes pensadores les estaría dado realizar
aportes verdaderos, novedosos y reconocibles como tales. Pero solo parcialmente –conviene
matizar–, pues tal capacidad radicaría asimismo en que los autores se encuentren adecuadamente
asentados en comunidades históricas maduras, autónomas, dueñas de sí, con una identidad
consolidada.

Según hemos apuntado en momentos anteriores, para el peruano la filosofía hispanoamericana es


inauténtica –entiéndase, filosofía solo en apariencia– a causa de la inautenticidad de nuestra cultura,
catalogada por el autor, a causa de la estructural situación de subdesarrollo y dependencia social y
económica, como una “cultura de dominación”. Ante esta situación defectiva –medida al trasluz de
la supuesta autenticidad cultural de los países industriales avanzados–, el pensador local, según
Salazar Bondy, construye una imagen ilusoria de sí y de su comunidad, la que no le permite ser
original; es decir, expresar con categorías novedosas su propia y peculiar visión del mundo y de la
historia. Sin embargo, y como veíamos, para Salazar Bondy nuestra seudofilosofía puede llegar a ser
filosofía propiamente tal –auténtica y original–, en la medida en que, comprometiéndose con la
superación del estado deprimido de nuestra cultura, opte, cual “mensajera del alba”, por la liberación.

Pues bien, cuando sostengo que en La filosofía americana como filosofía sin más Zea lleva a cabo
una serie de desplazamientos categoriales, me refiero puntualmente al modo en que resignifica las
nociones salazarianas de peculiaridad, autenticidad y originalidad, y sus mutuas relaciones.

Estas resignificaciones reposan, según lo visto, en la propia interpretación zeaniana de la filosofía en


general, y específicamente de sus posibilidades en contextos de enunciación distintos a los de los
países occidentales; vale decir, la filosofía como actividad en que tiene lugar una disputa por el
reconocimiento de la condición antropológica de aquellos a quienes el despliegue de la modernidad
occidental la había negado. Dicha interpretación supone, al mismo tiempo, un posicionamiento
distinto que el del peruano, respecto del problema de si la filosofía latinoamericana es un proyecto o
un repertorio que cuenta con una tradición que se debe rescatar, sobre la disyuntiva entre identidad
y universalidad, y sobre el compromiso político que corresponde al filosofar en América Latina.

Podemos constatar un primer desplazamiento importante en la resignificación llevada a cabo por Zea
respecto de las relaciones entre los criterios del diagnóstico de Salazar. Como veíamos, para éste la
peculiaridad significa un tono personal o local, que no comporta autenticidad u originalidad de un
producto filosófico. Zea resignifica las nociones de peculiaridad, autenticidad y originalidad, al punto
de hacerlas convergentes, y haciendo de dicha convergencia el pivote de su enfoque positivo de
nuestra filosofía. Según ha destacado Helio Gallardo, Zea reenfoca el tema de la peculiaridad al
entenderla, ya no como los rasgos histórico-culturales diferenciales de un producto filosófico, sino
poniendo el énfasis en “lo ‘peculiar’ que resulta preguntar por la posibilidad de nuestra filosofía”
(Gallardo 1974, p. 194).

Una vez obrado este desplazamiento, la peculiaridad deja de ser, como en Salazar Bondy, un aspecto
defectivo, por cuanto en sus formas de expresión discursiva nuestros pensadores han tratado de
afirmar, a su modo y estilo propios, su condición como sujetos pensantes y, por lo tanto, nuestra
condición humana. Así, a contrapelo de la perspectiva del peruano, es esta peculiaridad la que funda
la autenticidad y originalidad del filosofar, en la medida en que cada pensador, cada comunidad,
encuentra sus modos discursivos de expresar el mundo y expresarse a sí mismo.

Ya hemos destacado que el cultivo de la historia de las ideas tiene para Zea, entre otros cometidos,
registrar positivamente lo propio de nuestra filosofía en su decurso histórico (lo que Salazar Bondy
denomina peculiaridad), desprendiéndose de parámetros impuestos externamente, como los de la
filosofía europeo-occidental de corte académico. Dicho campo disciplinar, según Zea, ha de mostrar
que nuestro pensamiento sí ha sido, a su modo propio, auténtica filosofía –y no una seudofilosofía,
una mixtificación–, en cuanto ha sido el intento del hombre americano por responder a los problemas
concretos de su circunstancia histórica.

Aquí, como ha señalado Adriana Arpini, autenticidad e inautenticidad dejan de hacer relación al
vínculo entre un producto filosófico y las bases materiales de una sociedad, para apuntar más bien
a la afirmación o negación de lo humano. En esta nueva perspectiva, inauténtica es, para Zea, una
filosofía que adopta una idea de hombre que niega a los hombres concretos. Esto le permite afirmar
que parte de la filosofía occidental misma ha sido inauténtica, y que la conquista de la autenticidad
de nuestra filosofía no depende de una superación del subdesarrollo, sino de una toma de conciencia
del propio estatuto antropológico (Arpini 2003, p. 66).

Reenmarcada así la cuestión, la filosofía americana ha sido y es, al tiempo que peculiar, auténtica y
original. He aquí un nuevo desplazamiento categorial, pues la originalidad ya no radica, como en
Salazar Bondy, en la posibilidad de decir algo inédito, sino en la capacidad de incorporar la tradición
para resolver nuestros problemas, importando poco si las “herramientas” conceptuales han sido
tomadas de Europa o de otro lugar. Esto reposa en el supuesto de que toda asimilación implica un
cambio, una traducción, una adopción de lo ajeno –que por ser humano no nos puede ser extraño–
a las propias circunstancias, por lo que pierde sentido la disyunción entre copia y originalidad 14 .

Zea postula, en efecto, una “autenticidad de la asimilación”, en la que se juegan la autenticidad y la


originalidad de nuestro filosofar (Zea 1996, pp. 34, 39). Es por ello que afirma: “Auténtica ha tenido
que ser la filosofía que ha puesto en duda la validez de esta interrogación deshumanizante [de una
parte de la filosofía occidental que ha cuestionado nuestra condición antropológica], como la que se
ha esforzado por demostrar nuestra humanidad, la que se pregunta por la posibilidad de la existencia
de una cultura igualmente nuestra y de una filosofía originada entre nosotros” (Ibíd., p. 115).

Para el mexicano, en consecuencia, la originalidad de toda filosofía radica en partir de la propia


circunstancia para trascenderla hacia lo plenamente humano, común y universal; partir de lo que se
ha sido y de lo que se es para arribar a lo que se quiere ser. En este sentido, a pesar de todos los
diferendos, Zea estima que el libro de Salazar Bondy –al igual que todos los que se han preguntado
por la filosofía latinoamericana– es expresión de nuestro filosofar, de su peculiaridad, autenticidad y
originalidad; del problema, en definitiva, en que nos coloca nuestra condición como subordinados
respecto de la cultura occidental (Ibíd., p. 88).
Carlos Beorlegui

Historia del pensamiento


filosófico latinoamericano
Una búsqueda incesante de la identidad

Tercera edición

Deusto
Publicaciones
Capítulo 8

El grupo generacional de los años treinta:


la generación de los «forjadores»

1. INTRODUCCION

Al grupo generacional de los patriarcas (en la que, como ya hemos in-


dicado, Miró Quesada sitúa tanto los componentes de la generación de
1900 como los de 1915), le sucede la de los forjadores. Se trata de un
grupo de pensadores que no orientan ya su labor filosófica en relación crí-
tica con el positivismo, como lo habían hecho las dos generaciones ante-
riores. La filosofía positivista, aunque tenía todavía algunos seguidores en
activo, era ya una escuela de pensamiento más, en fase terminal, superada
ya su fase anterior de hegemonía en casi toda Iberoamérica. La preocupa-
ción en la que se centran los filósofos de este grupo generacional será aho-
ra ponerse a la altura de Europa, esto es, alcanzar los mecanismos técnicos
necesarios para filosofar con autenticidad desde su circunstancia iberoa-
mericana. En este empeño van a ocupar todas sus energías, así como en
preparar para el logro completo de este objetivo a la generación siguiente.
Van a contar para el logro de esta labor pedagógica con la ayuda,
inesperada y eficaz, del conjunto de filósofos españoles exiliados, que, con
José Gaos a la cabeza, pero con la no menor colaboración de otros com-
pañeros importantes de generación, como J.D. García Bacca, E. Imaz,
E. Nicoll, M. Zambrano, Joaquín Xirau, y otros más jóvenes, como
Sánchez Vázquez, Francisco Ayala, Ramón Xirau, etc., darán un impul-
so fundamental al nivel filosófico de las principales universidades his-
panoamericanas.
Esta generación de los forjadores, para seguir utilizando la denomi-
nación de Miró Quesada, se configura alrededor de tres centros funda-

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mentales, con sus respectivos líderes intelectuales: México, bajo el lide-
razgo de Samuel Ramos y José Gaos (como el más representativo de los
exiliados españoles afincados en tierra mexicana); Argentina, con Francis-
co Romero como figura más representativa; y Venezuela, con J.G. García
Bacca y el entorno de sus colegas y colaboradores. Junto a estos tres nú-
cleos, se irá completando el resto de representantes del panorama filo-
sófico hispanoamericano de esta generación.
En consecuencia, el presente capítulo estará articulado con los si-
guientes apartados: en primer lugar, presentaremos los rasgos más sig-
nificativos de esta generación; en segundo lugar, incidiremos en la es-
pecial influencia de la filosofía de J. Ortega y Gasset en este grupo
generacional, influencia más fuerte todavía que en los representantes
de la generación anterior; en tercer lugar haremos amplia referencia
a las vicisitudes e influencia en el panorama cultural hispanoamericano
de los intelectuales españoles transterrados en suelo americano, como
consecuencia de la guerra civil española; y, por último, presentaremos
a los representantes más significativos de este grupo generacional.
Como ya hemos indicado, los filósofos más representativos se sitúan en
tres puntos de referencia: México (Samuel Ramos y José Gaos), Vene-
zuela (Juan David García Bacca), y Argentina (Francisco Romero).
Pero, antes de hacer referencia al pensamiento de cada uno de estos
cuatro filósofos, nos detendremos en ofrecer un breve panorama del
conjunto de pensadores y escuelas más significativas de este grupo ge-
neracional.

2. EL EMPEÑO DE LOS «FORJADORES»: LA «NORMALIZACION


DE LA FILOSOFIA»

Este grupo generacional va alcanzando su madurez a lo largo de la


década de los treinta, década en la que se produce la guerra civil espa-
ñola y la Segunda Guerra Mundial, conflictos que no experimentará
Hispanoamérica en sus propias carnes pero que repercutirá de forma
importante, como vamos a ver, en su desarrollo cultural y sociopolíti-
co. El impacto de la guerra civil española resulta evidente a través de
la presencia de la generación de intelectuales españoles exiliados o
transterrados, pero también la Segunda Guerra Mundial, por cuanto fue
interpretada por muchos intelectuales hispanoamericanos como la ex-
presión de la decadencia de la cultura europea y una cierta llamada a
la intelectualidad americana a ocupar su lugar hegemónico, orientán-
dose por otros derroteros.

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Este aspecto posee una enorme importancia, por cuando hemos te-
nido ocasión de ver en los capítulos anteriores cómo los intelectuales
hispanoamericanos, aunque empeñados por conseguir un pensamiento
autóctono, nunca dejarán de mirar e imitar a Europa. Pero esta Europa,
cuna y epicentro de la filosofía y de la civilización ilustrada, parecía
que tocaba fondo tras la experiencia de dos grandes guerras en menos
de medio siglo. Y aunque no se reaccionó ante la Segunda Guerra Mun-
dial como tras la primera, en clave de una total decadencia de Occidente
(siguiendo a Spengler) y una llamada a la América hispana a sustituirla
en su papel de hegemonía cultural, sí produce este nuevo descalabro
europeo la impresión de una fuerte desmitificación de la cultura occi-
dental, y como la señal de haber llegado el momento de pensar que el
camino a seguir ya no está en seguir miméticamente sus huellas, sino
en ensayar caminos nuevos, libres y autónomos, cobrando cada vez
más peso la necesidad y legitimidad de repensar lo latinoamericano
desde sus propios cánones y perspectivas.
Se trata de un grupo de filósofos mejor formados que los de la ge-
neración anterior, conocedores en mucha mejor medida de la historia
de la filosofía europea, aunque conscientes de la enorme distancia que
todavía les separa de ella. Podían leer directamente a los clásicos de la
filosofía, aunque no dominaban el latín ni el griego, ni tampoco tenían
una formación científica y humanística sistemática. Desde este nivel
intelectual, se lanzarán a ir forjando un programa de elaboración de una
filosofía latinoamericana auténtica, aunque no se atrevan del todo a
realizarla, sino que se empeñarán sobre todo en formar a la generación
siguiente en el dominio de los instrumentos técnicos que les permitan
realizar por fin lo que ellos denominan la «normalización de la filoso-
fía» en Hispanoamérica. Y en este empeño son conscientes de que es-
tán realizando una auténtica misión de forjadores («conciencia forjado-
ra») de un proyecto filosófico de grandes consecuencias: el empeño de
una filosofía latinoamericana auténtica.
Como hemos señalado en el capítulo anterior, siguiendo a F. Miró
Quesada, la diferencia entre esta generación y la anterior en el modo
como se sitúan ante la filosofía europea es fundamental. La generación
anterior daba por hecho que la normalización de la filosofía latinoame-
ricana pasaba por la imitación de la filosofía europea, la única que po-
día se considerada tal. En cambio, esta nueva generación acepta la filo-
sofía europea como el ámbito en el que surge la filosofía, pero no la
ven ya como un producto único y cerrado, sino como uno más, consi-
derando que se puede llegar a filosofar de un modo similar pero origi-
nal, desde la propia circunstancia latinoamericana. De ahí que piensen
que es posible una filosofía latinoamericana original, auténtica y autó-

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noma, aunque ellos no se sientan con suficientes fuerzas para construir-
la, y dejan esa misión para la generación siguiente. Por ello, pondrán
todo su esfuerzo en preparar a sus discípulos de la forma más adecuada
para que puedan realizar con éxito esa misión. Pero eso no significa
que no se apresten a la labor de generar ellos mismos obras creadoras, que
inicien y marquen el camino de lo que tienen que hacer más en serio
las generaciones siguientes.
Ahora bien, no todos los críticos e historiadores de esta época valo-
ran de igual manera este empeño por abrir una beta original y creadora
en el ámbito filosófico. Por ejemplo, Francisco Larroyo, aunque valora
muy positivamente la alta capacidad de estos filósofos para compren-
der la filosofía europea, lo que les permitirá adoptar una posición y dis-
tancia crítica ante ella y ensayar nuevas rutas de investigación, lamenta
sin embargo que no se diera todavía en este grupo ninguna obra apre-
ciable en su esfuerzo de crítica e intento de originalidad. Eso sí, reco-
noce el autor mexicano que estos pensadores pusieron de su parte en
este empeño de normalización filosófica «un esfuerzo metódico, fecun-
do y lleno de honestidad intelectual», que «alterna con una especie de
frívolo y vanidoso empeño de artificiosa originalidad»1. Este juicio ne-
gativo no es de extrañar, viniendo de quien se adhiere a una concepción
uniforme de filosofía y se cierra a todo tipo de planteamiento cercano a
la idea de lo que hemos denominado filosofías nacionales. Aun así, la
conclusión que Larroyo hace de este momento filosófico es muy positi-
vo, por cuanto entiende que a partir de ese momento «puede decirse
que Iberoamérica ha “pasado” ya con buen éxito el examen de madurez
académica y que labora al lado de los otros países de la Tierra en la ta-
rea y tareas de la filosofía. Ya el filosofar en estas latitudes no se satis-
face con la divulgación de ideas: en muchos pensadores el logro del
aporte creador a la filosofía universal es meta y designio»2.
En una línea distinta a los planteamientos de Larroyo, los protago-
nistas de este grupo generacional se centran en reflexionar y profundi-
zar en el problema de la identidad de lo latinoamericano como globa-
lidad, pero también en la identidad de lo mexicano, argentino, peruano,
chileno, etc., no sintiendo esta identidad nacional en contradicción o rup-
tura con la identidad global latinoamericana.
En este esfuerzo y en el convencimiento de la legitimidad de una filo-
sofía latinoamericana auténtica y original tuvo mucho que ver la influen-
cia de la filosofía orteguiana de la circunstancia y del perspectivismo.

1 Cfr. LARROYO, Francisco, La filosofía iberoamericana, México, Porrúa, 1989, p. 128.


2 Ibídem, p. 128.

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Vimos ya el impacto en la generación anterior del primer viaje de Orte-
ga a la Argentina y el influjo paulatino en el ámbito hispanoamericano
de sus primeros trabajos escritos. La fructífera influencia del pensa-
miento de Ortega se completó con la presencia de sus discípulos espa-
ñoles, la generación del exilio republicano. Veremos a continuación, en
sendos apartados ambas presencias e influencias.

3. LA INFLUENCIA DE ORTEGA A PARTIR DE LOS AÑOS TREINTA

Como ya hemos señalado en los capítulos anteriores, desde la lle-


gada de Ortega y Gasset por primera vez a la Argentina en 1916, su in-
fluencia fue determinante en el panorama cultural, y sobre todo filosó-
fico, latinoamericano. Junto al impacto de la lectura de sus obras, el
modo de influencia más amplio y profundo lo constituyó la Revista
de Occidente, junto con la colección de libros denominada Biblioteca de
ideas del siglo XX, editada por la editorial Revista de Occidente, bajo la
dirección de Ortega3.
Su influencia fue tan determinante, que algunos intelectuales, como
el dominicano Pedro Henríquez Ureña, la llegaron a considerar incluso
como peligrosa, en la medida en que suponía reincidir en la tendencia
de los intelectuales hispanoamericanos de seguir imitando a Europa 4.
La Revista de Occidente servía, es cierto, para situarse a la altura de los
tiempos, para estar al día de lo que se escribía en la naciones más cul-
tas europeas, poniendo en peligro de este modo el empeño de pensar
desde las propias raíces culturales, desde lo autóctono latinoamericano.
Pero aun dando por sentado que el peligro detectado por el intelec-
tual portorriqueño podía ser cierto, también era no menos cierto que los
contenidos del pensamiento orteguiano, como ya tuvimos ocasión de ver-
lo en capítulos anteriores, poseían importantes sugerencias para animar
a los intelectuales hispanoamericanos a pensar desde sus específicas cir-
cunstancias y desde su peculiar perspectiva. En efecto, categorías e ideas
tan interesantes como circunstancia y perspectiva, así como el de gene-
ración, sirvieron a muchos intelectuales de estos años de revulsivos y de
empuje para no contentarse con imitar el pensamiento europeo, sino para
ponerse a pensar desde el propio horizonte cultural hispanoamericano.

3 Cfr. MEDIN, Tzvi, Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana, México, F.C.E.,

1994, pp. 31 y ss.


4 Cfr. Ibídem, p. 32.

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Artículo Confederación Académica Nipona,
Española y Latinoamericana

Del pensamiento neocolonial Cuadernos CANELA, 28, pp. 49-63


Recibido: 20-IX-2016
a la filosofía de la liberación Aceptado: 22-XI-2016
latinoamericana Publicado, versión impresa: 27-V-2017
ISSN 1344-9109
Publicado, versión electrónica: 27-V-2017
ISSN 2189-9568
© El autor 2017
canela.org.es

Damián Pachón Soto


Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia

Resumen
El texto traza un mapa para la comprensión del desarrollo intelectual de América Latina,
partiendo del siglo XIX hasta la llamada filosofía de la liberación latinoamericana que se gestó en
los años 60 y que aún cuenta con notables desarrollos. Se pone de presente el camino que ha
seguido el pensamiento latinoamericano en busca de su autenticidad y su originalidad, a la vez
que resalta sus principales discusiones y aportes.

Palabras clave
Filosofía, Latinoamérica, colonialismo, liberación, pensamiento

Introducción
La independencia de América del Sur se completa en 1824 con la batalla de
Ayacucho en el Perú, sin embargo, el proceso completo culmina en 1898 cuando
España debe reconocer la independencia de Cuba, debido a la presión y la invasión
de los Estados Unidos. Pues bien, a partir de 1824 la principal preocupación de
los pueblos latinoamericanos fue buscar el reconocimiento de su independencia
política ante las naciones europeas y los EE. UU. El gran reto entonces era cómo
mantener la independencia política, cómo organizar el Estado, eligiendo entre
centralismo y federalismo; era elegir las mejores formas administrativas para el
gobierno de la sociedad. Los retos buscaban superar el régimen colonial y encaminar
estas sociedades hacia el progreso, por medio del logro de una verdadera unidad
nacional y la introducción de una educación moderna, secular, que respondiera a las
necesidades de las recién independizadas repúblicas.
No obstante, la independencia que se había obtenido de España es sustituida
por una dependencia autoimpuesta frente a países europeos y Norteamérica, de tal
manera que otras potencias pasaron a llenar el vacío de poder dejado por España.
Esto es lo que se ha llamado neocolonialismo. A partir de entonces, estas naciones
proveyeron filosofías políticas y recetas económicas para organizar las repúblicas
latinoamericanas en formación, a la vez que fomentaron el colonialismo intelectual,
mental y teórico. Asímismo, América Latina entró a la órbita del mercado mundial
como proveedora de materias primas, incrementando así su dependencia política y
económica de las potencias extranjeras.

Correspondencia: Damián Pachón Soto, Carrera 9 A # 50-60, Bogota, Colombia.


E-mail: damianpachon@usantotomas.edu.co
50 Cuadernos CANELA, Vol. 28

En este orden de ideas, el objetivo de este artículo es explicitar dos cuestiones:


la primera, trazar algunos hilos interpretativos que permitan comprender en rasgos
generales la evolución intelectual de América Latina desde su independencia hasta
los años 40 del siglo XX; y la segunda, mostrar el nacimiento y los postulados de la
filosofía de la liberación, el pensamiento latinoamericano más significativo de los
últimos 50 años, poniendo de presente sus aportes y su vigencia para el mundo de
hoy.
Este recorrido permitirá comprender también algunos aspectos políticos y
económicos de las relaciones entre América Latina, Europa y los Estados Unidos,
relaciones que evidencian tensiones permanentes y un proceso de una América
Latina en un largo camino hacia sí misma.

1. Marco teórico
El desarrollo de la temática propuesta será abordada desde la tradicional disciplina
de la Historia de las Ideas, teorizada en los años 30 del siglo pasado en México
por José Gaos y Leopoldo Zea, por influencia de Ortega y Gasset, y difundida
posteriormente por el resto del continente. Asimismo, la historia del pensamiento no
puede prescindir de la historia social ni de la historia cultural, pues las ideas navegan
en sociedades concretas, con formaciones económico-sociales, grupos de referencia
e intereses específicos (Pachón, 2015).

2. El neocolonialismo intelectual en América Latina

2.1 De la independencia a los nacionalismos del siglo XX


Una de las primeras corrientes del pensamiento europeo que se presentó en las
repúblicas independizadas por Bolívar como candidata a sustituir el viejo orden
colonial fue el utilitarismo del filósofo inglés Jeremy Bentham. En la Constitución
de 1821 de Cúcuta, Colombia, se había expuesto la necesidad de promover por leyes
la educación pública y el progreso de las ciencias, las artes y los establecimientos
útiles. De esta manera, el pensamiento de Bentham se presentaba como un buen
instrumento para realizar el mandato constitucional.
Debemos recordar que Bentham publicó en 1802 su libro Tratado de la legislación
civil y penal, que fue traducido en España en 1822 por el catedrático Ramón Salas,
de la Universidad de Salamanca. Ese texto llegó a La Gran Colombia (Venezuela,
Panamá, Perú, Ecuador) en 1824. En 1825, el general Francisco de Paula Santander
–que dormía con el libro de Bentham debajo de la almohada– decretó la enseñanza
obligatoria del pensamiento de Bentham, siempre y cuando no contrariara la religión
católica.
Dicho pensamiento, resultaba atractivo para las nuevas repúblicas, básicamente
por las siguientes razones: a) la necesidad de introducir el liberalismo en las
excolonias; b) la urgencia de superar la escolástica colonial, tan dada a las disputas
y a la poca investigación de la naturaleza; c) el imperativo de introducir un orden
jurídico más racional, más ordenado, dejando atrás las alambicadas leyes de Indias
(que llegaron a sumar más de 1600 leyes) y finalmente; d) un principio normativo
Pachón Soto 51

muy importante: la mayor felicidad para el mayor número. Este principio implicaba
que los gobiernos propendieran por un bienestar social para la mayoría, buscando
aumentar el placer y evitar y reducir el dolor (Marquínez, 2001, pp. 199-200).
De hecho, Bentham le envió una carta a Bolívar manifestando el deseo de que
su obra fuera aplicada en las nacientes repúblicas, motivo por el cual, la asunción de
su libro fue bien vista, no solo porque Inglaterra había estado comprometida con la
independencia de estas tierras, sino porque, en general, Bentham ofrecía un modelo
de gobierno más racional y eficiente. Su teoría se aplicó en Colombia durante varios
de los gobiernos liberales posteriores.
Otras de las corrientes europeas más importantes que ingresó al continente a
mediados del siglo XIX fue el positivismo del filósofo francés Augusto Comte y el
del filósofo inglés Herbert Spencer. Esta corriente fue asumida justo en el momento
en que se empezaba a formar una burguesía terrateniente dedicada a los negocios y
al comercio. A mediados del siglo XIX se ingresa en lo que el historiador inglés Eric
Hobsbawn llamó la era del capital, que gracias a los ferrocarriles, la máquina de
vapor y el telégrafo, produjo una correlativa unificación del mundo, lo que implicó
una mayor expansión de Europa en el continente americano. Así que los liberales
asumieron el positivismo como su filosofía de punta. El pensamiento antimetafísico
de Comte, su teoría de los tres estados donde la industria y la paz se logran en el
estado positivo, su clasificación de las ciencias, su énfasis en la observación y la
experimentación; y su teoría del orden y el progreso social, fueron tomados como
credos y se aplicaron en México (Gabino Barreda), Puerto Rico (Eugenio María de
Hostos), Colombia (Rafael Núñez), Argentina (Juan Bautista Alberdi y Domingo
Faustino Sarmiento), Chile (los hermanos Lagarrigue y José Victorino Lastarría)
y Brasil (Miguel Lemos). De hecho, la bandera de Brasil tiene el lema comtiano
«Orden y progreso» y el escudo de Colombia dice: «Libertad y orden».
El positivismo fue la herramienta del liberalismo económico que pregonaba
libertad de comercio, iniciativa privada, libre empresa, eliminación de aranceles e
impuestos para comerciar con Europa. Fue visto como una doctrina que servía para
luchar contra las estructuras coloniales y semifeudales de América, tal como fue
asumido en el Perú por Margarita Práxedes Muñoz, una de las primeras mujeres
que accedió a la educación pública en ese país, quien veía en la doctrina de Augusto
Comte la superación del arraigado latifundismo y del clasismo jerárquico y
excluyente heredados del Virreinato del Perú. En su novela La evolución de Paulina
de 1893 –que tenía como fin llevar el positivismo al público peruano– afirmaba que
Comte era el «más vasto y profundo genio de nuestro siglo» (Práxedes, 2014, p. 24).
Hay que resaltar dos aspectos más del positivismo en América Latina: la educación
y el racismo. En el primer caso, se promovió una educación laica, que hacía énfasis
en la formación científica. De hecho, el pensador cubano Enrique José Varona decía:
«A Cuba le bastan dos o tres literatos; [pero] no puede pasarse sin algunos centenares
de ingenieros» (Massuh, 1993, III, p. 215). Varona ponía de presente la necesidad de
la educación positivista para el progreso material. Asimismo, tal como en Augusto
Comte, la sociedad debía estar basada en una concepción orgánica, unida por lazos
de solidaridad y cooperación, en un estado armónico que evitara el conflicto y
52 Cuadernos CANELA, Vol. 28

evitara las revoluciones. Por eso, el positivismo también «educó al americano para
la sociedad» (1993, III, p. 216), para la vida política.
En cuanto al racismo, las doctrinas positivistas, al buscar las leyes de la sociedad,
tal como mandaba Comte con su física social, llegó a la conclusión de que gran parte
del atraso de América Latina se debía al conflicto de las razas. Esta idea es clara en
los argentinos Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Para Alberdi,
gobernar es poblar, lo que quiere decir que se debía promover la inmigración de la
raza blanca europea, pues ella trae la ciencia, la industria, los medios mecánicos, en
definitiva, la civilización. Decía Alberdi:

En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1º.
El indígena, es decir, el salvaje; 2º. El europeo, es decir, nosotros los que hemos nacidos
en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios de
los indígenas) (citado por Salazar, 2001, p. 163).

En la práctica estas ideas racistas trajeron como consecuencia el exterminio de los


aborígenes o políticas de asimilación del indígena a la vida civil, a la civilización,
como en Colombia durante el gobierno de Miguel Antonio Caro. Puede decirse que
el positivismo, si bien ayudó a fortalecer el Estado nacional en América Latina, como
en los casos de México, Colombia y Argentina (Romero, 2008, p. 89 ss.), tuvo su
lado oscuro: el genocidio y el empeoramiento de la situación del indígena en muchos
países de la región.
Debemos señalar que no todo en el siglo XIX fue utilitarismo, liberalismo y
positivismo en oposición a la herencia española. Hay que tener en cuenta que estas
corrientes se oponían a la injerencia de la Iglesia en los asuntos civiles, económicos
y políticos, pero en la mayoría de los casos no se renegaba del cristianismo. Por
eso, en la segunda mitad del siglo XIX toma fuerza el hispanismo, inspirado por
el pensamiento tradicionalista francés de Joseph de Maistre y Lois de Bonald y
del conservadurismo del pensador español Donoso Cortés, enemigo furibundo de
las revoluciones, el liberalismo, el socialismo y el anarquismo. El hispanismo fue
impulsado desde el Vaticano y se opuso en Latinoamérica a los gobiernos liberales
y a los esfuerzos por construir una sociedad secular. Este movimiento tuvo gran
fuerza en países como Ecuador, con García Moreno y en Colombia, con Miguel
Antonio Caro, cuya ideología conservadora durante el período conocido como la
Regeneración gobernó entre 1886 y 1930. El hispanismo tradicionalista abogaba
por rescatar los valores del catolicismo, hacía énfasis en la religión como garante
del orden social, fundamentaba el poder y la autoridad en la divinidad, se oponía al
evolucionismo de Darwin y resaltaba el legado civilizatorio de España en América,
entre ellos, la religión y la lengua castellana. Al respecto decía Miguel Antonio Caro:
«Seamos fieles a la idea española de la vida y a sus ideales de honor, magnanimidad,
honra, religiosidad y heroísmo. La tradición española se ha hecho con valores
excelsos, y, además, es la nuestra» (citado por Jaramillo, 2006, p. 36).
Por otro lado, ya a finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, aparece
una crítica fuerte al positivismo: se lo acusa de promover una visión mecánica,
materialista y simplista del hombre. El positivismo, dicen sus críticos, concibe al
Pachón Soto 53

ser humano solo como razón y como homo faber, descuidando su parte emotiva
–su sensibilidad, sus sentimientos y su imaginación–, dejando de lado el concepto
de interioridad y subvalorando la armonía psíquica, la espiritualidad profunda y la
belleza. El positivismo fue acusado de cientificismo y de concebir al hombre como un
piñón más dentro de los engranajes mecánicos de la civilización técnica e industrial.
Esta crítica fue realizada con vehemencia por el mexicano Antonio Caso, y por el
uruguayo José Enrique Rodó en su famoso libro Ariel, publicado en 1900.
Pero no solo se criticó la concepción unilateral del ser humano que promovía el
positivismo, también se denunciaron sus efectos sociales, pues en la práctica fueron
los sectores latifundistas vinculados al comercio exterior los que se beneficiaron, así
como los sectores vinculados a la industria. Por su parte, como lo mostró José Carlos
Mariátegui para el caso del Perú, las clases pobres que lograron ascenso social con
la industria y el comercio adoptaron ideales clasistas (Mariátegui, 1995, p. 22). Los
efectos más nocivos del positivismo en México se evidenciaron en el mandato de
Porfirio Díaz, quien gobernó entre 1876 y 1911. En este periodo:

Estimula el comercio, construye ferrocarriles, limpia de deudas la hacienda


pública y crea las primeras industrias modernas, pero abre las puertas al capitalismo
angloamericano […] Cree en el progreso, en la ciencia, en los milagros de la industria y
del libre comercio […] La otra cara de la medalla es muy distinta. […] En sus haciendas
los campesinos viven una vida de siervos, no muy distinta a la del periodo de la vida
colonial (Paz, 1985, p. 117).

La dictadura de Porfirio Díaz o el porfiriato, como también se le conoce, enriqueció


a los latifundistas y profundizó la desconexión con el pasado que había iniciado en
América Latina el liberalismo. Por eso, la consecuencia inmediata del positivismo
en México y su uso por parte de la dictadura va a ser la Revolución mexicana
de 1910 que busca cancelar los efectos nocivos en lo económico, lo político y
lo cultural. Alimentada por el llamado Ateneo de la Juventud, fundado en 1909
por Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso y José Vasconcelos,
la revolución significaba un cambio en los modelos culturales, educativos, pero
ante todo, una necesaria demanda de justicia con el campesinado y con la masa
indígenas históricamente vilipendiada y excluida en México; fue una expresión del
ser mexicano y una vuelta a las raíces (Paz, 1985, pp. 124-132).
La Revolución mexicana debe ligarse con el surgimiento del indigenismo en el
Perú. En este país, el indigenismo se inicia con la escritora Clorinda Matto, y con
las denuncias de Manuel González Prada. En su escrito Nuestros indios de 1908
González Prada muestra que el racismo y la superioridad de la raza blanca justifican
la dominación y la explotación de los dos o tres millones de indios en el Perú.
En este sentido, la República sigue las tradiciones del Virreinato prolongando la
humillación, el desprecio y la explotación del indígena por parte de los hacendados y
los políticos señoritos de Lima. Dice sobre el indio: «Le conservamos en la ignorancia
y la servidumbre, le envilecemos en el cuartel, le embrutecemos con el alcohol, le
lanzamos a destrozarse en las guerras civiles y de tiempo en tiempo organizamos
cacerías y matanzas» (González Prada, 1995, I, p. 434).
54 Cuadernos CANELA, Vol. 28

Por eso, la cuestión del indio es ante todo económica y social. El problema no se debe
a su supuesta barbarie, pues son más bárbaros los republicanos que los asesinan, abusan
y desprecian. De ahí que la condición indígena solo puede mejorar por el esfuerzo
propio de los indios, con la rebeldía, con su orgullo, para liberarse de sus opresores,
pues «Todo blanco es, más o menos, un Pizarro» (González, I, p. 435), es decir, un
conquistador, un explotador. Es así como se sientan las bases del indigenismo que
retomarán después Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. De hecho, Haya de
la Torre propondrá que el continente, en honor a la justicia del indio y del mestizo,
se llame Indoamérica en lugar de Hispanoamérica, América Latina o Iberoamérica
(1995, II, pp. 482-489). Este indigenismo se dio también con fuerza en Bolivia y en
México y se plasmó en la pintura muralista y en la literatura.
Resumiendo, a comienzos del siglo XX tenemos en América Latina la crítica del
positivismo, el auge del indigenismo y la gran influencia de la Revolución mexicana.
Estos movimientos dieron origen a un nacionalismo crítico del liberalismo, que buscó
movilizar las masas, que hizo propio las demandas indígenas; buscaron fortalecer
la soberanía nacional ante el imperialismo y las intervenciones extranjeras. Este
nacionalismo de las primeras décadas se oponía a la intervención de los Estados
Unidos en el continente. Hay que recordar que EE. UU. se había anexado Tejas y
California en su conflicto con México en 1847, y que había intervenido en Cuba y
Puerto Rico en 1898, y en Panamá en 1903. Por eso, el nacionalismo latinoamericano
de comienzos del siglo XX se opuso a lo que en la época se llamaba panamericanismo.
¿Qué era el panamericanismo? Veamos.
El panamericanismo había surgido entre 1889 y 1890, en la Conferencia
Internacional Americana. Esta ideología obedecía a los intereses de Estados
Unidos en la región y de las «perentorias necesidades comerciales», y del deseo de
conquistar «mercados exteriores seguros para los excedentes de su joven industria
en expansión […] Una política de expansión, en última instancia territorial, a través
de cambiantes formas de conquista, anexión y absorción» (Ardao, 2006, p. 159). El
panamericanismo de EE. UU. quería hacer realidad la llamada Doctrina Monroe de
«América para los americanos» y la idea surgida en 1846 del «Destino manifiesto»
de los Estados Unidos, ideología que legitimaba el expansionismo norteamericano.
Es esta ideología la que el nacionalismo latinoamericano combate y para ello, la
mejor estrategia fue volver a lo propio, a la búsqueda de la identidad, de las raíces, a la
protección de los recursos nacionales frente al imperialismo, a las nacionalizaciones
de los servicios públicos y al impulso de la cultura, del arte y de la filosofía de la
región. Es la época cuando se intenta responder a la pregunta ¿qué es el ser nacional?
El historiador argentino José Luis Romero lo muestra claramente:

En las respuestas que se dieron a esa pregunta en diversos países se advirtió una
fuerte tendencia a imaginar una esencia nacional profunda y genuina, ‘la peruanidad’,
la ‘argentinidad’, etc., […] Constituían esa esencia lo hispánico y lo católico, pero
también lo indígena y lo telúrico (2001, p. 262).

La tarea de la filosofía latinoamericana desde los años 20 fue tratar de responder


esa pregunta. Esto es claro en obras como: La raza cósmica e Indología de José
Carlos Beorlegui

Historia del pensamiento


filosófico latinoamericano
Una búsqueda incesante de la identidad

Tercera edición

Deusto
Publicaciones
Capítulo 2

El pensamiento indígena latinoamericano.


La América pre-colombina

1. INTRODUCCION

Como hemos señalado en el capítulo introductorio, vamos a comen-


zar la historia del pensamiento filosófico latinoamericano por el pensa-
miento indígena. Esta opción resulta inaceptable para algunos, y muy
problemática para otros. Nosotros hemos querido ampliar el inicio de la
historia a esta etapa pre-colombina puesto que pensamos que también
las cosmovisiones indígenas contienen un cierto pensamiento, un modo
de entender la realidad, la historia, el ser humano y todos los grandes
temas de los que se ocupa la filosofía. Es cierto que resulta difícil de-
fender que en estas cosmovisiones se dio un salto epistemológico a un
pensamiento filosófico, en su sentido estricto y técnico. Pero, aun así,
creemos que es positivo comenzar presentando de forma esquemática
las grandes cosmovisiones de las culturas que llegaron a tener un de-
sarrollo intelectual y social más profundo. No podremos, pues, hablar
de filosofía, pero sí de una sabiduría, apoyada en una estructura míti-
co-religiosa y no tanto racional, pero digna de recordar y de ser tenida
en cuenta.
Damos también por descontado que la idea que se ha tenido de la
filosofía en el occidente europeo, ha sido sin ninguna duda excesiva-
mente restrictiva. Es cierto que el salto crítico que se da en Grecia ha-
cia un saber racional, dejando de lado un modo mítico de acercarse a la
realidad y al ser humano y sus problemas, marca un corte epistemoló-
gico importante con el tipo de saber que hasta ese momento había sido
el propio de todas las culturas anteriores. Pero sería también incorrecto

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considerar que el modo como Grecia, seguida después por la Europa
occidental, entiende la filosofía es el único posible. La filosofía siem-
pre ha experimentado saltos cualitativos en su identidad, pero quizás
nos hallemos en los comienzos del siglo XXI en un momento especial-
mente significativo, cuando nos situamos ante el reto de un diálogo in-
tercultural, con muy diferentes modos de entender la realidad y el sen-
tido de la vida y de la historia.
Desde este panorama tan plural de acercarnos a los grandes proble-
mas humanos, en un momento de globalización o de mundialización, y
de diálogo de culturas, pensamos que es conveniente rescatar, como
pre-historia de la historia del pensamiento filosófico latinoamericano,
las cosmovisiones de los más importantes pueblos indígenas, habitantes
de las grandes extensiones americanas antes de que en 1492 llegara allí
la expedición de Colón.
Siempre se ha dado por hecho que la filosofía en LA sólo se ha culti-
vado como consecuencia de la implantación, la «primera implantación»,
que de ella hicieron los españoles y portugueses en sus respectivas colo-
nias. Pero es provechoso ampliar ese punto de vista tan restrictivo y em-
pobrecedor. Toda cultura, por muy poco «civilizada» que se considere,
tiene un trasfondo cosmovisional que implica un modo de ver el mundo
y de situarse ante él. En ese sentido, toda cultura posee o vehicula un
«pensamiento», aunque habrá que dilucidar si tal «pensamiento» es «fi-
losófico» o no, conscientes de que en tal pregunta y su correspondiente
respuesta estamos ya utilizando un concepto de «filosofía» que habrá que
cuestionar, o utilizar al menos con suficiente cuidado y autocrítica.
Pero independientemente de la concepción que se tenga de qué es
filosofar, y si en estas culturas se dio un cultivo estricto de una cierta fi-
losofía, nos interesa aquí, desde una visión más amplia, el estudio de
los contenidos de pensamiento y cosmovisionales que en las diferentes
culturas latinoamericanas late y configuran su modo de ser. Y la razón
fundamental está en que no podemos dejar de lado, cuando de estudiar
el pensamiento filosófico de LA se trata, el contenido teórico de las
culturas indígenas anterior a 1492, por cuanto LA actual también es el
resultado de aquella situación y siguen latiendo en estos momentos
contingentes humanos continuadores de aquellas culturas.
En este capítulo vamos a entrar en el difícil y poco explorado mun-
do de las culturas indígenas pre-colombinas y sus correspondientes
contenidos intelectuales. Nos vamos a limitar a presentar algunas ideas
orientadoras y algunos textos que han iniciado ya el trabajo de investi-
gación pionero. No tenemos, ni mucho menos, la pretensión de exhaus-
tividad, difícil de conseguir, dada la dificultad de acceder a todos los
estudios que sobre estos campos se están realizando.

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2. CULTURAS EN PELIGRO DE EXTINCION

Cuando Colón llegó a América (las «Indias Occidentales»), en el


continente americano existían una serie de culturas con un nivel de
«civilización» notable. Se suele hacer referencia sobre todo a las cul-
turas maya, náhuatl, azteca e inca, por no aludir más que a las más im-
portantes.
La colonización española y portuguesa, al mismo tiempo que mi-
nusvaloró y trató con menosprecio a tales culturas, también dio origen,
a través de diversos intelectuales, fundamentalmente misioneros, a un
movimiento amplio de estudio y cuidado de sus lenguajes y de sus ele-
mentos cosmovisionales, sobre todo religiosos. Bien es verdad que su
intención primera fue apologética; es decir, conocer sus contenidos re-
ligiosos y culturales, para mejor dominarlos y conseguir la conversión
de sus integrantes al cristianismo. Pero sería injusto ver en los estudio-
sos de estas culturas indígenas un exclusivo afán conquistador y no
también un afán respetuoso y conservador de culturas que podían correr
el riesgo de desaparición.
Para un estudio global de los trabajos de misioneros y estudiosos de
las culturas indígenas en el momento de la colonia española, puede ver-
se J.L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español, vol. 2, cap. XI:
«Los orígenes de la Antropología cultural»1. La labor de estos estudio-
sos españoles fue de tal nivel intelectual que, según Abellán y otros in-
vestigadores, representa un anticipo brillante de lo que en el s. XIX será
la Antropología socio-cultural2. Gracias a ellos se pudo salvar parte de
los escritos y de las ideas que configuraban las culturas más importan-
tes y desarrolladas de la América contemporánea a la llegada de espa-
ñoles y portugueses. J.L. Abellán, en el texto señalado, nos indica de
forma ordenada los autores que trabajaron en la confección de gramáti-
cas y libros similares de las culturas más importantes. Todos ellos si-
guieron en sus trabajos gramaticales la estructura que Antonio de Ne-
brija había utilizado en su famosa gramática de la lengua castellana.

1 Madrid, Espasa-Calpe, 1979, vol. 2.º, 503-525.


2 Cfr. PALERM, A., Historia de la etnología: los precursores, México, Instituto Na-
cional de Antropología e Historia, 1974; LISÓN TOLOSANA, C., Antropología social en Es-
paña, Madrid, S. XXI, 1971, ROWE, J.H., Ethnography and Ethnology in the Sixteenth
Century, Berkeley, 1964; DEL PINO, F., «Los cronistas de las culturas indígenas de Améri-
ca: su valor antropológico», en VV. AA., Primera reunión de antropólogos españoles, Se-
villa, 1975; Id., «Antropología y colonialismo: anotaciones para el caso español», Revista
de Opinión Pública, 1975, n.º 42, oct.-dic. Cfr. también MARQUÍNEZ ARGOTE, G. (ed.), Te-
mas de Antropología latinoamericana, Santafé de Bogotá, Ed. El Búho, 1981; 5.ª ed.: 1993.

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En el ámbito mexicano, la lengua maya fue estructurada gramati-
calmente por el franciscano Andrés del Olmo, «Gramática mexicana»
(Ed. de Rémi Simeon, 1886); Alonso de Molina, «Gramática» (Ed. de
Pedro Ocharte, 1571 y de Pedro Babli, 1576; Edición facsímil del Insti-
tuto de Cultura Hispánica, 1945); Antonio del Rincón, jesuita, «Arte
mexicana», 1595, siendo reeditada tan sólo tres años después. En el si-
glo siguiente, aparecen las obras de Diego de Galdo Guzmán, agustino,
en 1642; Horacio Carochi, jesuita, en 1645; y Antonio Tovar Cano y
Moztezuma y fray Agustín de Vetancourt, ambas obras en 1673. Y más
adelante, nos encontramos con las obras de Carlos de Tapia Centeno
(«Arte novissima de la lengua mexicana») y de Joseph Agustín de Al-
dama Guevara, que constituye más una síntesis de las obras anteriores
que una investigación directa sobre esta «lengua mexicana». Abellán
indica que cuando los autores hacen referencia a la «lengua mexicana»,
se están refiriendo «al idioma azteca, que es filológicamente una rama
del grupo náhuatl»3.
La lengua maya, extendida por gran parte de Centroamérica, fue es-
tudiada por fray Luis de Villalpando, que sirvió de base a la obra del
franciscano Gabriel de San Buenaventura, autor de «Arte de la lengua
maya» (México, 1684) y «Diccionario maya-hispano e hispano-maya»,
3 vols.; Beltrán de Santa Rosa María, Gastar Antonio y fray Antonio de
Ciudad Real (Diccionario en seis volúmenes de la lengua maya).
También se hicieron trabajos de estudio sobre otros idiomas como
el pima, el de los lacandones, el tzendal, el tzotzil, el cakchiquel (que
junto al tzutuhil son lenguas de la división quiché. El dominico Fran-
cisco Ximénez tradujo el Popol-Vuh del quiché al castellano), el zapo-
teca, el mixteco, etc.
El quechua fue estudiado por Juan de Oliva y Cristóbal de Medina,
aunque quien lo estudió con más profundidad fue fray Domingo de
Santo Tomás, autor de «Vocabulario» y «Gramática de la lengua gene-
ral de los indios del Perú», publicados en Valladolid en 1560. Y si-
guiendo con el cono sur, también fueron objeto de estudio el araucano
(Gabriel de la Vega, Luis de Valdivia y Andrés Febres) y el guaraní
(Antonio Ruiz de Montoya).
Este trabajo investigador, que fue fruto de largos años de esfuerzo y
estudio, «no sólo llevó, dice Abellán, a conservar tesoros lingüísticos
hoy únicos y privilegiados, sino que ayudó a crear una conciencia idó-
nea para el acercamiento objetivo y el estudio científico de aquellas
culturas y pueblos hasta entonces absolutamente desconocidos. Con

3 O.c., p. 506.

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ello facilitaban su labor evangelizadora al hacer más asequible la co-
municación con los indígenas, «pero al mismo tiempo, dice C. Lisón
Tolosana4, legaban uno de los mayores monumentos lingüísticos a la
Historia de la Cultura»5.
Entre todos los estudiosos de las culturas indígenas en la época de
la Colonia española destaca Fray Bernardino de Sahagún (nacido en
Sahagún, León, hacia 1500)6. Estudió a fondo la cultura de México, es-
cribió en náhuatl, realizó estudios sobre este idioma y lo utilizó como
instrumento para sus estudios etnográficos de la tierra mexicana. Su la-
bor pionera fue de tal magnitud que, según J.L. Abellán, «se adelanta
en varios siglos a su época, aparece como el fundador de la Antropolo-
gía cultural»7. Su obra central fue Historia de las cosas de la Nueva
España, iniciada en 1557, aunque fue completada en tres etapas, hasta
alcanzar doce libros8, trabajo conseguido dada la larga vida de su autor,
noventa años. Un trabajo similar al de Sahagún en México, fue realiza-
do en Perú por el jesuita José de Acosta (Medina del Campo, 1540-Sa-
lamanca, 1600). En su estancia en tierras peruanas, llegó a dominar el
quechua y el aimará, que le sirvieron para su contacto evangelizador
con los indígenas, y para redactar catecismos y otros textos en castella-
no, quechua y aimará. Su obra más importante fue Historia Natural y
Moral de las Indias, editada a su vuelta a España, en 15789.

3. UN ACERCAMIENTO A LAS CULTURAS INDIGENAS

Una descripción exhaustiva y completa de estas cosmovisiones se-


ría un trabajo que desbordaría los objetivos de este libro. Para esa ta-
rea, tendríamos que tener en cuenta las ediciones de los textos conser-
vados de los relatos míticos de las grandes religiones de las culturas
pre-colombinas, tanto de los mayas, nahuas, y aztecas, como de los in-
cas y demás culturas de la zona andina y de todo el Cono Sur. Como no

4 Antropología social en España, o.c., p. 52.


5 ABELLÁN, J.L., o.c., p. 507.
6 Cfr. ABELLÁN, J.L., o.c., 511-514; BALLESTEROS GAIBROIS, M., Vida y obra de Fray

Bernardino de Sahagún, León, C.S.I.C., 1973; GUTIÉRREZ COLOMER, L., Fray Bernardino
de Sahagún y la vegetación de Nueva España, México, 1938.
7 O.c., p. 511.
8 Hay una edición mexicana de la obra, a cargo de W. JIMÉNEZ MORENO, con una im-

portante introducción («Fray Bernardino de Sahagún y su obra»), México, 1938.


9 Hay edición de F.C.E., México, 1962.

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