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rencias que nos hacen ser, pensar y comportarnos de manera propia y original en
diferentes contextos, pero será el reconocimiento de las diferencias en la unidad, en
lugar de unidad para diferenciarnos, como pretenden las fuerzas atomizadoras que
aspiran a debilitar la auténtica cultura latinoamericana.
El reconocimiento de la identidad no puede ser un logro en sí mismo, sino un
paso necesario hacia la exigida autenticidad cultural, que en definitiva ha impulsa-
do a tantas generaciones de latinoamericanos.
Los pueblos latinoamericanos han dado pasos decisivos desde el siglo XIX para
redimirse y hacer auténticos su pensamiento humanista y su cultura. En ese trayec-
to permanente han descubierto los elementos componentes de su conflictiva identi-
dad cultural. Se debe hacer todo lo posible para revelarla permanentemente en cada
lugar en que el hombre latinoamericano requiera ser dignificado con el objetivo de
sentirse auténtico más que idéntico.
En la época contemporánea debido al proceso de internacionalizacón creciente
de la vida social el concepto de cultura no sólo se amplía en su contenido e incluye
cada vez nuevos elementos que anteriormente eran considerados exclusivamente de
algunos pueblos, por lo que la universalidad de la misma no solo se enriquece, sino
que se le reconocen nuevas determinaciones que lo complementan en mayor medi-
da.
En el pensamiento moderno la cultura fue considerada en muchas ocasiones
como un don atribuido o no a ciertas personas, o como un conjunto de riquezas
materiales o espirituales de determinados pueblos. Aun cuando muchas de tales
definiciones indicaban algunos de los rasgos esenciales de la misma, por regla gene-
ral quedaban limitadas al no comprender el carácter eminentemente social de la
esencia humana y por tanto de la cultura.
En tanto se viera a esta como una dádiva otorgable o no por las deidades o como
el simple producto de lo elaborado por masas humanas despersonificadas al nivel
casi de la bestialidad y no se apreciara en su justa dimensión el papel del momento
subjetivo de toda creación humana esas definiciones estarían siempre sometidas al
embate de los ataques más destructores.
Para la teoria social el concepto de cultura es uno de los más importantes. Con
su ayuda se revela y describe la propia esencia del desarrollo social a diferencia del
natural. La cultura debe ser vista como una de las categorías sociológicas y filosó-
ficas de mayor significación que porta en sí la unidad dialéctica de lo social uni-
versal y lo social-específico de la realidad histórica en el proceso de su desarrollo.
El estudio de la cultura debe hacerse simultáneamente teniendo en considera-
ción tanto el pasado como la actualidad; tanto la individualidad, la personalidad
como la colectividad, los grupos sociales, las clases y la sociedad en su totalidad.
AI analizar determinadas esferas de aplicación del concepto de cultura se puede
apreciar que hasta el presente siglo XX la mayoría de las teorías culturoIógicas se
5 Lezama Lima, J. La expresión americana. Editorial Letras cubanas. La Habana. 1993. P. 76.
6 “Los países latinoamericanos son actualmente resultado de la sedimentación, yuxtaposición y
entrecruzamiento de tradiciones indígenas (sobre todo en el área de mesoamérica y andina) del hispa-
nismo colonial católico y de las acciones pol[iticas educativas y comunicacionales modernas. Pese a
los intentos de dar a la cultura de élite un perfil moderno, recluyendo lo indígena y lo colonial en sec-
tores populares, un mestizaje interclasista ha generado formaciones híbridas en todos los estratos
sociales. En casas de la burguesía y de sectores medios con alto nivel educativo de Santiago de Chile,
Lima. Bogotá, México y muchas otras ciudades coexisten bibliotecas multilíngües, artesanías indíge-
nas, cablevisión y antenas parabólicas, mobiliario colonial, las revistas que informan como realizar
mejor especulaciónfinanciera esta semana con ritos familiares y religiosos cententarios.” García
Canclini, N. Culturas híbridas. Estrategias para salir de la modernidad. Grijalbo México. 1992. P.
71.
7 García Márquez, G.: “El milagro de la creación” en Mensaje de América. Cincuenta años junto
a la UNESCO, UNAM, México, 1996, p. 112.
En estos momentos son muchos los latinoamericanos que desde las más diver-
sas ocupaciones y desde distintas posiciones filosóficas como la denominada filo-
sofia de la liberación, el historicismo, el neotomismo, la filosofía analítica, la feno-
menología, el marxismo o el postmodernismo se ocupan de los problemas teóricos
de la cultura y su incidencia en el mundo latinoamericano.
Muchas son las preocupaciones que emergen en todos los foros respecto al esta-
do actual de la cultura latinoamericana y sus perspectivas de desarrollo ‘que son
asfixiadas por el mercantilismo capitalista. Cada vez se incrementa el número de
quienes reconocen que el status actual del mundo latinoamericano no es el más
favorable para que lo específico de sus creaciones, entre las cuales se destaca su
producción filosófica, encuentre el merecido reconocimiento en la cultura universal
en todas sus manifestaciones y no sólo en el campo de la literatura o del cine como
es un hecho.
En tanto se maneje un concepto limitado de la cultura que se circunscriba a la
esfera artística o estética exclusivamente, jamás se entenderán plenamente las posi-
bilidades de participación de la cultura latinoamericana en la cultura mundial.
La autenticidad de la cultura latinoamericana no es un anhelo, es un hecho,
fácilmente comprobable desde distintas perspectivas investigativas. Pero tal condi-
ción no la inmuniza contra los peligros que una forzada manipulación ideológica
tras las inevitables fórmulas de desigual intercambio cultural que se opera de mane-
ra creciente entre los distintos países y regiones del orbe.
En un mundo en que se derrumban muros y se levantan otros; en el que todo se
observa y se comunica a través de omnipotentes satélites y no siempre con las mejo-
res intenciones ; en el que seres humanos son desechados del mercado de trabajo
por invasiones de robots, en tanto otros ven peligrar su propia identidad por las
amenazas de la clonización cultural , –que no se limita a la condición biológica sino
que trata de invadir el pensamiento y la espiritualidad–, en que algunos postulan
tener las patentes exclusivas de verdadera cultura, educación, democracia, libertad,
etc. así como las fórmulas superiores de la convivencia , la reflexión sobre el huma-
nismo y la autenticidad cultural en Nuestra América parece hacerse más necesaria
que nunca antes.
1
Universidad de Santiago de Chile. Chile
RESUMEN:
El artículo revisita la discusión entre Augusto Salazar Bondy y Leopoldo Zea hacia fines de la década de
1960 sobre la filosofía latinoamericana, con el objetivo de mostrar que la misma es el lugar de un
diferendo: de pugna entre posiciones y representaciones disímiles, en algunos casos irreconciliables. Como
se propone, lo que está en disputa en tal controversia, es el significado de la filosofía y de lo filosófico, en
contextos de enunciación como América Latina. Para ello, se recorren diversos núcleos conceptuales de la
disputa, mostrándola como una discusión filosófica aún vigente.
ABSTRACT:
This paper aims the discussion between Augusto Salazar Bondy and Leopoldo Zea about lateinamerican
philosophy, that takes place towards the end of the 1960s. The objective is to show that this discussion is
the place of a differendum; that means, of conflict between dissimilar positions and representations, in
some cases irreconcilable. As proposed, what is discussed in that controversy is the meaning of philosophy
and the philosophical, in contexs of enunciation such Latin America. For this, we review some conceptual
nuclei of the dispute, showing it as a current philosophical discussion.
1
Nota título
Según Marcos García de la Huerta, como quiera que se plantee y se entienda, la pregunta por la
filosofía latinoamericana debe comprenderse como una interrogante por una identidad cultural en el
plano filosófico; como intento de afirmación de una identidad regateada por la conquista, la
colonización y la herencia cultural eurocéntrica, que se procura asentar o proyectar en el ámbito del
pensamiento (García de la Huerta 2014, p. 77, 1999). Esto se condice con la tesis de Eduardo Devés,
según la cual el pensamiento latinoamericano, tanto en el siglo XIX como en el XX, se debate entre
la modernización y la identidad (Devés 2003-2004), es decir, entre el ajuste o puesta al día de los
países latinoamericanos con los parámetros promovidos por Occidente y la afirmación de lo “propio”
o “particular”.
Entrando a las obras que aquí nos ocupan, un primer punto en que se puede registrar este intento
de vindicación identitaria es la interrogante respecto de si la filosofía latinoamericana es una labor
que cuenta con antecedentes asentados en una tradición que podamos asumir y reconocer como
“propia”, a la que habría que acudir mediante un ejercicio de memoria reflexiva que apunta a su
proyección a futuro; o si bien es una labor que adopta la forma de un proyecto, lo que en una
acepción extrema supone entenderla como labor meramente prospectiva, la que solo encontraría en
el pasado una fuente de errores que indicarían las vías infecundas por las que no se debe volver a
transitar.
A este extremo se refería Humberto Giannini al indicar que la historia americana se halla cruzada por
un “gesto fundacional”. En sus palabras: “El gesto fundacional se prolonga por la historia americana
como un ritual, casi como un automatismo: la obsesión de estos pueblos de empezar cada cierto
tiempo de cero, todo da capo; en política, en educación, en economía; la obsesión de lo discontinuo
y de no dejar rastros tras sí, como si sólo a través de la destrucción pudiera construirse algo. Un
antiplatonismo natural. Diríamos, el olvido como técnica para avanzar. El horror al pasado” (Giannini
2004, p. 74, nota).
Con todos los recaudos y matices necesarios, podemos rubricar la perspectiva de Salazar Bondy en
este gesto fundacional, toda vez que su diagnóstico sobre la historia y el presente (entiéndase, hacia
fines de la década del 60) del filosofar hispanoamericano es fuertemente negativo. Esto se expresa
en su afirmación de que son sumamente escasos –en caso de haberlos– los trabajos que dan cuenta
de “la existencia de productos filosóficos hispanoamericanos originales, equiparables a los europeos”
(Salazar Bondy 1996, p. 74).
Este diagnóstico expresa ejemplarmente las tensiones entre profesionalización y compromiso político
del quehacer filosófico. El diagnóstico, en efecto, se encuentra fuertemente condicionado por el
concepto de filosofía con que opera el peruano, profundamente comprometido a su vez con la
categoría romeriana de normalidad, conocida y suscrita por Salazar bajo la noción de
“regularización”, según la cual en los países hispanoamericanos ya se ha asentado una “actividad
filosófica regular” (Ibíd., p. 19)
De hecho, en la introducción de su libro señala: “[S]ólo nos ocuparemos del pensamiento filosófico
propiamente tal, y por tanto, no trataremos sino indirectamente de otras modalidades de lo que en
forma genérica puede llamarse pensamiento (v.gr.creencias religiosas, programas políticos, ideas
artísticas, etcétera)” (Ibíd., p. 8). En virtud de este supuesto de trabajo, filosofía es y puede ser
únicamente filosofía académica. Por ello, no es posible reconocer como “pensamiento filosófico
propiamente tal” a otras modulaciones del filosofar que las elaboradas en la universidad; esto implica
negar el estatuto epistemológicode filosofía, por ejemplo, a las obras de muchos hispanoamericanos
del siglo XIX y anteriores o marginales a la normalidad filosófica.
Contra dicha interpretación de la filosofía, Salazar Bondy postula que ella puede ser también, en
tanto reflexión comprometida, “la mensajera del alba”: el principio de un cambio histórico mediante
una toma de conciencia radical proyectada al futuro. En virtud de esto, la filosofía no tiene
necesariamente que esperar la cancelación del subdesarrollo y la dominación; es capaz, en efecto,
de alcanzar su “autenticidad” como parte del movimiento de superación de los mismos. Puede y debe
ser –en palabras del peruano– “una conciencia liberadora de las trabas que impiden la expansión
antropológica del hispanoamericano que es también la expansión antropológica de toda la especie”
(Ibíd., p. 90) 9 .
La respuesta de Zea se afinca justamente en este último punto asentado por Salazar Bondy; y en
ella se mantiene –aunque desplazada– la tensión entre profesionalización de la filosofía y compromiso
político-intelectual 10 . Su propuesta de “filosofía americana como filosofía sin más” descansa en su
interpretación de la filosofía americana –como de toda filosofía posible– en cuanto expresión de la
humanidad del hombre: como la capacidad de, mediante el logos, habitar humanamente el mundo
(Zea 1996, cap. I). Conforme señala Adriana Arpini, “el planteo zeaniano gana en generalidad lo que
pierde en concreción” (Arpini 2003, p. 198), toda vez que al considerar la occidentalización del mundo
como un factum, adscribe a una comprensión antropológica, histórica y cultural universal, que
prescinde –a contrapelo de la propuesta salazariana– de las diferencias y los conflictos 11 .
Para Zea, por lo tanto, el problema de si tenemos o no filosofía no es otro que el de nuestra
humanidad, cuya afirmación constituye en consecuencia el compromiso de los intelectuales y
filósofos latinoamericanos con su circunstancia. En virtud de esto, en la óptica de Zea no es casual
que nuestra filosofía se inaugure en el siglo XVI, en las figuras de Juan Ginés de Sepúlveda y
Bartolomé de Las Casas, con una disputa sobre la condición antropológica de los americanos;
humanidad negada por la idea de hombre que tiene el europeo de sí, en cuanto norma o medida de
la humanidad o del Hombre.
Tampoco es casual, por lo tanto, que desde Juan Bautista Alberdi, los latinoamericanos nos
preguntemos casi obsesivamente por nuestra capacidad para hacer filosofía (o por nuestra cultura e
identidad, preguntas que para Zea apuntan a lo mismo), entendiendo dicha capacidad como índice
de humanidad 12 . Según Zea, con esta interrogante los latinoamericanos introducen en el ámbito de
la filosofía una pregunta extraña, inédita, que el europeo-occidental no se podía plantear en cuanto
se consideraba a sí mismo la medida de lo humano, y exigía a los otros rendir cuenta de su estatus
antropológico conforme al parámetro occidental.
En concordancia con la idea de que hay filosofía latinoamericana desde la incorporación de América
a la cultura e historia occidental-europeas (entendidas como cultura e historia universales), cobra
particular relevancia el estudio de la historia de las ideas, en cuanto disciplina académica que debe
registrar los distintos testimonios –asentados en una tradición remontable a Las Casas– de expresión
de humanidad del pueblo latinoamericano
Según Zea, para ser fecunda, esta labor historiográfica debe desprenderse del prejuicio, caro a la
“normalidad filosófica”, de que las obras propiamente filosóficas son aquellas que adoptan
determinados procedimientos escriturales, literarios y argumentativos, como los del tratado
filosófico. Se trata, en consecuencia, de enfocar con otros ojos nuestro pasado intelectual, en función
del futuro que proyectamos realizar; o en otras palabras, de captar lo que de “auténtico” –valga
decir, de autoafirmación– hay en la historia de nuestro pensamiento (Ibíd., p. 115).
Esto, junto con suponer un compromiso que comporta el rescate de lo positivo de la tradición
intelectual latinoamericana –en oposición a la óptica salazariana, para la cual la “autenticidad” y
“originalidad” de nuestro pensamiento se encuentran supeditadas a esfuerzos prospectivos–, implica
ampliar o descentrar el concepto mismo de filosofía, superando la escisión –tan rotundamente
sancionada por Salazar Bondy– entre filosofía y pensamiento.
Desplazamientos categoriales
Me referiré al que probablemente sea el punto más controversial –y por ello más sugestivo e
interesante– de la discusión de Salazar Bondy y Zea. Conforme hemos podido observar, las posturas
de los autores difieren en puntos sustantivos. Nos detuvimos, en primer lugar, en las distintas
interpretaciones adoptadas respecto del estatuto de lo que pudiera llamarse filosofía
latinoamericana: si es ella una labor remontable a una tradición o si bien es un proyecto prospectivo
por realizar. En segunda instancia, en sus posicionamientos respecto del rol que le cabría al ejercicio
de la filosofía en el subcontinente en la consolidación o afirmación de una identidad propia y
particular, o si más bien ha de conducir sus esfuerzos a una incorporación en la presunta
universalidad de la cultura y el pensar occidentales. En tales diferendos procurábamos mostrar,
además, que revestía diversas formas la tensión entre el ejercicio filosófico académico normalizado
y el compromiso político-intelectual, apuntando este último hacia distintos objetivos.
Corresponde ahora señalar que los diferendos registrados se explican y al mismo tiempo se
profundizan, al considerar que la respuesta de Zea comporta un desplazamiento de las categorías en
que se monta el diagnóstico de Salazar Bondy sobre la historia y la situación del filosofar
hispanoamericano hacia fines de la década del 60; a saber, peculiaridad, autenticidad y
originalidad 13 . Esto, que si bien es propio del trabajo filosófico –y nos permite comprender las
reelaboraciones que hacen los autores sobre los postulados de la tradición, al modo de lecturas y
deslecturas, propias del interpretar– en un extremo podría ser ponderado como renuncia o elusión
de la discusión; pues nada nos asegura que, a fin de cuentas, cada quien se esté refiriendo a alguna
cosa distinta, o que en el fondo estemos concurriendo a un “diálogo de sordos”.
Salazar Bondy procura definir con bastante exactitud los criterios de su evaluación. Afirma que una
filosofía es original en cuanto aporta ideas y planteos nuevos, distinguibles como creaciones, como
“construcciones conceptuales inéditas de valor reconocido”. Por su parte, sostiene que un producto
filosófico es auténtico (o genuino) en cuanto se da propiamente como tal y no como algo falseado o
mixtificado. Finalmente, por peculiaridad entiende los rasgos histórico-culturales diferenciales de un
producto filosófico, al modo de un tono local o personal, que como tal no implica ni originalidad ni
autenticidad (Salazar Bondy 1996, p. 72).
Junto con ello, su concepto de originalidad parece comprometido, al menos parcialmente, con la
noción romántica de genio, según la cual solo a algunos insignes pensadores les estaría dado realizar
aportes verdaderos, novedosos y reconocibles como tales. Pero solo parcialmente –conviene
matizar–, pues tal capacidad radicaría asimismo en que los autores se encuentren adecuadamente
asentados en comunidades históricas maduras, autónomas, dueñas de sí, con una identidad
consolidada.
Pues bien, cuando sostengo que en La filosofía americana como filosofía sin más Zea lleva a cabo
una serie de desplazamientos categoriales, me refiero puntualmente al modo en que resignifica las
nociones salazarianas de peculiaridad, autenticidad y originalidad, y sus mutuas relaciones.
Podemos constatar un primer desplazamiento importante en la resignificación llevada a cabo por Zea
respecto de las relaciones entre los criterios del diagnóstico de Salazar. Como veíamos, para éste la
peculiaridad significa un tono personal o local, que no comporta autenticidad u originalidad de un
producto filosófico. Zea resignifica las nociones de peculiaridad, autenticidad y originalidad, al punto
de hacerlas convergentes, y haciendo de dicha convergencia el pivote de su enfoque positivo de
nuestra filosofía. Según ha destacado Helio Gallardo, Zea reenfoca el tema de la peculiaridad al
entenderla, ya no como los rasgos histórico-culturales diferenciales de un producto filosófico, sino
poniendo el énfasis en “lo ‘peculiar’ que resulta preguntar por la posibilidad de nuestra filosofía”
(Gallardo 1974, p. 194).
Una vez obrado este desplazamiento, la peculiaridad deja de ser, como en Salazar Bondy, un aspecto
defectivo, por cuanto en sus formas de expresión discursiva nuestros pensadores han tratado de
afirmar, a su modo y estilo propios, su condición como sujetos pensantes y, por lo tanto, nuestra
condición humana. Así, a contrapelo de la perspectiva del peruano, es esta peculiaridad la que funda
la autenticidad y originalidad del filosofar, en la medida en que cada pensador, cada comunidad,
encuentra sus modos discursivos de expresar el mundo y expresarse a sí mismo.
Ya hemos destacado que el cultivo de la historia de las ideas tiene para Zea, entre otros cometidos,
registrar positivamente lo propio de nuestra filosofía en su decurso histórico (lo que Salazar Bondy
denomina peculiaridad), desprendiéndose de parámetros impuestos externamente, como los de la
filosofía europeo-occidental de corte académico. Dicho campo disciplinar, según Zea, ha de mostrar
que nuestro pensamiento sí ha sido, a su modo propio, auténtica filosofía –y no una seudofilosofía,
una mixtificación–, en cuanto ha sido el intento del hombre americano por responder a los problemas
concretos de su circunstancia histórica.
Aquí, como ha señalado Adriana Arpini, autenticidad e inautenticidad dejan de hacer relación al
vínculo entre un producto filosófico y las bases materiales de una sociedad, para apuntar más bien
a la afirmación o negación de lo humano. En esta nueva perspectiva, inauténtica es, para Zea, una
filosofía que adopta una idea de hombre que niega a los hombres concretos. Esto le permite afirmar
que parte de la filosofía occidental misma ha sido inauténtica, y que la conquista de la autenticidad
de nuestra filosofía no depende de una superación del subdesarrollo, sino de una toma de conciencia
del propio estatuto antropológico (Arpini 2003, p. 66).
Reenmarcada así la cuestión, la filosofía americana ha sido y es, al tiempo que peculiar, auténtica y
original. He aquí un nuevo desplazamiento categorial, pues la originalidad ya no radica, como en
Salazar Bondy, en la posibilidad de decir algo inédito, sino en la capacidad de incorporar la tradición
para resolver nuestros problemas, importando poco si las “herramientas” conceptuales han sido
tomadas de Europa o de otro lugar. Esto reposa en el supuesto de que toda asimilación implica un
cambio, una traducción, una adopción de lo ajeno –que por ser humano no nos puede ser extraño–
a las propias circunstancias, por lo que pierde sentido la disyunción entre copia y originalidad 14 .
Tercera edición
Deusto
Publicaciones
Capítulo 8
1. INTRODUCCION
485
486
487
488
489
Resumen
El texto traza un mapa para la comprensión del desarrollo intelectual de América Latina,
partiendo del siglo XIX hasta la llamada filosofía de la liberación latinoamericana que se gestó en
los años 60 y que aún cuenta con notables desarrollos. Se pone de presente el camino que ha
seguido el pensamiento latinoamericano en busca de su autenticidad y su originalidad, a la vez
que resalta sus principales discusiones y aportes.
Palabras clave
Filosofía, Latinoamérica, colonialismo, liberación, pensamiento
Introducción
La independencia de América del Sur se completa en 1824 con la batalla de
Ayacucho en el Perú, sin embargo, el proceso completo culmina en 1898 cuando
España debe reconocer la independencia de Cuba, debido a la presión y la invasión
de los Estados Unidos. Pues bien, a partir de 1824 la principal preocupación de
los pueblos latinoamericanos fue buscar el reconocimiento de su independencia
política ante las naciones europeas y los EE. UU. El gran reto entonces era cómo
mantener la independencia política, cómo organizar el Estado, eligiendo entre
centralismo y federalismo; era elegir las mejores formas administrativas para el
gobierno de la sociedad. Los retos buscaban superar el régimen colonial y encaminar
estas sociedades hacia el progreso, por medio del logro de una verdadera unidad
nacional y la introducción de una educación moderna, secular, que respondiera a las
necesidades de las recién independizadas repúblicas.
No obstante, la independencia que se había obtenido de España es sustituida
por una dependencia autoimpuesta frente a países europeos y Norteamérica, de tal
manera que otras potencias pasaron a llenar el vacío de poder dejado por España.
Esto es lo que se ha llamado neocolonialismo. A partir de entonces, estas naciones
proveyeron filosofías políticas y recetas económicas para organizar las repúblicas
latinoamericanas en formación, a la vez que fomentaron el colonialismo intelectual,
mental y teórico. Asímismo, América Latina entró a la órbita del mercado mundial
como proveedora de materias primas, incrementando así su dependencia política y
económica de las potencias extranjeras.
1. Marco teórico
El desarrollo de la temática propuesta será abordada desde la tradicional disciplina
de la Historia de las Ideas, teorizada en los años 30 del siglo pasado en México
por José Gaos y Leopoldo Zea, por influencia de Ortega y Gasset, y difundida
posteriormente por el resto del continente. Asimismo, la historia del pensamiento no
puede prescindir de la historia social ni de la historia cultural, pues las ideas navegan
en sociedades concretas, con formaciones económico-sociales, grupos de referencia
e intereses específicos (Pachón, 2015).
muy importante: la mayor felicidad para el mayor número. Este principio implicaba
que los gobiernos propendieran por un bienestar social para la mayoría, buscando
aumentar el placer y evitar y reducir el dolor (Marquínez, 2001, pp. 199-200).
De hecho, Bentham le envió una carta a Bolívar manifestando el deseo de que
su obra fuera aplicada en las nacientes repúblicas, motivo por el cual, la asunción de
su libro fue bien vista, no solo porque Inglaterra había estado comprometida con la
independencia de estas tierras, sino porque, en general, Bentham ofrecía un modelo
de gobierno más racional y eficiente. Su teoría se aplicó en Colombia durante varios
de los gobiernos liberales posteriores.
Otras de las corrientes europeas más importantes que ingresó al continente a
mediados del siglo XIX fue el positivismo del filósofo francés Augusto Comte y el
del filósofo inglés Herbert Spencer. Esta corriente fue asumida justo en el momento
en que se empezaba a formar una burguesía terrateniente dedicada a los negocios y
al comercio. A mediados del siglo XIX se ingresa en lo que el historiador inglés Eric
Hobsbawn llamó la era del capital, que gracias a los ferrocarriles, la máquina de
vapor y el telégrafo, produjo una correlativa unificación del mundo, lo que implicó
una mayor expansión de Europa en el continente americano. Así que los liberales
asumieron el positivismo como su filosofía de punta. El pensamiento antimetafísico
de Comte, su teoría de los tres estados donde la industria y la paz se logran en el
estado positivo, su clasificación de las ciencias, su énfasis en la observación y la
experimentación; y su teoría del orden y el progreso social, fueron tomados como
credos y se aplicaron en México (Gabino Barreda), Puerto Rico (Eugenio María de
Hostos), Colombia (Rafael Núñez), Argentina (Juan Bautista Alberdi y Domingo
Faustino Sarmiento), Chile (los hermanos Lagarrigue y José Victorino Lastarría)
y Brasil (Miguel Lemos). De hecho, la bandera de Brasil tiene el lema comtiano
«Orden y progreso» y el escudo de Colombia dice: «Libertad y orden».
El positivismo fue la herramienta del liberalismo económico que pregonaba
libertad de comercio, iniciativa privada, libre empresa, eliminación de aranceles e
impuestos para comerciar con Europa. Fue visto como una doctrina que servía para
luchar contra las estructuras coloniales y semifeudales de América, tal como fue
asumido en el Perú por Margarita Práxedes Muñoz, una de las primeras mujeres
que accedió a la educación pública en ese país, quien veía en la doctrina de Augusto
Comte la superación del arraigado latifundismo y del clasismo jerárquico y
excluyente heredados del Virreinato del Perú. En su novela La evolución de Paulina
de 1893 –que tenía como fin llevar el positivismo al público peruano– afirmaba que
Comte era el «más vasto y profundo genio de nuestro siglo» (Práxedes, 2014, p. 24).
Hay que resaltar dos aspectos más del positivismo en América Latina: la educación
y el racismo. En el primer caso, se promovió una educación laica, que hacía énfasis
en la formación científica. De hecho, el pensador cubano Enrique José Varona decía:
«A Cuba le bastan dos o tres literatos; [pero] no puede pasarse sin algunos centenares
de ingenieros» (Massuh, 1993, III, p. 215). Varona ponía de presente la necesidad de
la educación positivista para el progreso material. Asimismo, tal como en Augusto
Comte, la sociedad debía estar basada en una concepción orgánica, unida por lazos
de solidaridad y cooperación, en un estado armónico que evitara el conflicto y
52 Cuadernos CANELA, Vol. 28
evitara las revoluciones. Por eso, el positivismo también «educó al americano para
la sociedad» (1993, III, p. 216), para la vida política.
En cuanto al racismo, las doctrinas positivistas, al buscar las leyes de la sociedad,
tal como mandaba Comte con su física social, llegó a la conclusión de que gran parte
del atraso de América Latina se debía al conflicto de las razas. Esta idea es clara en
los argentinos Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Para Alberdi,
gobernar es poblar, lo que quiere decir que se debía promover la inmigración de la
raza blanca europea, pues ella trae la ciencia, la industria, los medios mecánicos, en
definitiva, la civilización. Decía Alberdi:
En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1º.
El indígena, es decir, el salvaje; 2º. El europeo, es decir, nosotros los que hemos nacidos
en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios de
los indígenas) (citado por Salazar, 2001, p. 163).
ser humano solo como razón y como homo faber, descuidando su parte emotiva
–su sensibilidad, sus sentimientos y su imaginación–, dejando de lado el concepto
de interioridad y subvalorando la armonía psíquica, la espiritualidad profunda y la
belleza. El positivismo fue acusado de cientificismo y de concebir al hombre como un
piñón más dentro de los engranajes mecánicos de la civilización técnica e industrial.
Esta crítica fue realizada con vehemencia por el mexicano Antonio Caso, y por el
uruguayo José Enrique Rodó en su famoso libro Ariel, publicado en 1900.
Pero no solo se criticó la concepción unilateral del ser humano que promovía el
positivismo, también se denunciaron sus efectos sociales, pues en la práctica fueron
los sectores latifundistas vinculados al comercio exterior los que se beneficiaron, así
como los sectores vinculados a la industria. Por su parte, como lo mostró José Carlos
Mariátegui para el caso del Perú, las clases pobres que lograron ascenso social con
la industria y el comercio adoptaron ideales clasistas (Mariátegui, 1995, p. 22). Los
efectos más nocivos del positivismo en México se evidenciaron en el mandato de
Porfirio Díaz, quien gobernó entre 1876 y 1911. En este periodo:
Por eso, la cuestión del indio es ante todo económica y social. El problema no se debe
a su supuesta barbarie, pues son más bárbaros los republicanos que los asesinan, abusan
y desprecian. De ahí que la condición indígena solo puede mejorar por el esfuerzo
propio de los indios, con la rebeldía, con su orgullo, para liberarse de sus opresores,
pues «Todo blanco es, más o menos, un Pizarro» (González, I, p. 435), es decir, un
conquistador, un explotador. Es así como se sientan las bases del indigenismo que
retomarán después Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. De hecho, Haya de
la Torre propondrá que el continente, en honor a la justicia del indio y del mestizo,
se llame Indoamérica en lugar de Hispanoamérica, América Latina o Iberoamérica
(1995, II, pp. 482-489). Este indigenismo se dio también con fuerza en Bolivia y en
México y se plasmó en la pintura muralista y en la literatura.
Resumiendo, a comienzos del siglo XX tenemos en América Latina la crítica del
positivismo, el auge del indigenismo y la gran influencia de la Revolución mexicana.
Estos movimientos dieron origen a un nacionalismo crítico del liberalismo, que buscó
movilizar las masas, que hizo propio las demandas indígenas; buscaron fortalecer
la soberanía nacional ante el imperialismo y las intervenciones extranjeras. Este
nacionalismo de las primeras décadas se oponía a la intervención de los Estados
Unidos en el continente. Hay que recordar que EE. UU. se había anexado Tejas y
California en su conflicto con México en 1847, y que había intervenido en Cuba y
Puerto Rico en 1898, y en Panamá en 1903. Por eso, el nacionalismo latinoamericano
de comienzos del siglo XX se opuso a lo que en la época se llamaba panamericanismo.
¿Qué era el panamericanismo? Veamos.
El panamericanismo había surgido entre 1889 y 1890, en la Conferencia
Internacional Americana. Esta ideología obedecía a los intereses de Estados
Unidos en la región y de las «perentorias necesidades comerciales», y del deseo de
conquistar «mercados exteriores seguros para los excedentes de su joven industria
en expansión […] Una política de expansión, en última instancia territorial, a través
de cambiantes formas de conquista, anexión y absorción» (Ardao, 2006, p. 159). El
panamericanismo de EE. UU. quería hacer realidad la llamada Doctrina Monroe de
«América para los americanos» y la idea surgida en 1846 del «Destino manifiesto»
de los Estados Unidos, ideología que legitimaba el expansionismo norteamericano.
Es esta ideología la que el nacionalismo latinoamericano combate y para ello, la
mejor estrategia fue volver a lo propio, a la búsqueda de la identidad, de las raíces, a la
protección de los recursos nacionales frente al imperialismo, a las nacionalizaciones
de los servicios públicos y al impulso de la cultura, del arte y de la filosofía de la
región. Es la época cuando se intenta responder a la pregunta ¿qué es el ser nacional?
El historiador argentino José Luis Romero lo muestra claramente:
En las respuestas que se dieron a esa pregunta en diversos países se advirtió una
fuerte tendencia a imaginar una esencia nacional profunda y genuina, ‘la peruanidad’,
la ‘argentinidad’, etc., […] Constituían esa esencia lo hispánico y lo católico, pero
también lo indígena y lo telúrico (2001, p. 262).
Tercera edición
Deusto
Publicaciones
Capítulo 2
1. INTRODUCCION
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3 O.c., p. 506.
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Bernardino de Sahagún, León, C.S.I.C., 1973; GUTIÉRREZ COLOMER, L., Fray Bernardino
de Sahagún y la vegetación de Nueva España, México, 1938.
7 O.c., p. 511.
8 Hay una edición mexicana de la obra, a cargo de W. JIMÉNEZ MORENO, con una im-
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