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A.B.U.R.T.O.

Heriberto Yépez
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Heriberto Y épez

A .B.U.R.T.O.

E ditorial Sudamericana N ARRATI VAS


A.B.U.R.T.O.

Primera edición, 2005

© 2005, Heriberto Yépez

D. R. 2005, Random House M ondadori, S. A. de C. V.


Av. Homero No. 544, Col. Chapultepec Morales,
Del. Miguel Hidalgo, C. P. 11570, México, D. F.

Comentarios sobre la edición y contenido de este libro a:


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prendidos la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribu-
ción de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo público.

ISBN: 968-5958-Q7-6

Impreso en México!Printed in Mexico


Cada muchacho americano no puede volverse
el presidente; pero cada muchacho americano
puede dispararle al presidente. El camino de · f·
1
la fama muchas veces está cerrado, pero el 1 1

camino de la infamia está siempre abierto.


THOMAS SZASZ r. 1
1

La búsqueda de causas es siempre una ne-


gación del evento como tal. Es la búsqueda
de condiciones en las cuales pudo no haber
sucedido . . . Descifrar o decodificar un
evento es analizar su relación con su doble:.
¿con qué puede ser intercamb¡ado?
}EAN BAUDRILLARD

En el fenómeno de infiltración mental el «di-


fusor» emite una idea aparentemente lógica,
novedosa, atractiva, que no despierta recelos
en el «receptor» al cual va dirigida. Por el
contrario, éste siente que esa idea lo benefi-
f
cia y por lo tanto la hace suya ...
SALVADOR BORREGO ·r
Para que el trabajado~ no sea una masa uni-
forme de .desgraciados sentenciados a vivir
en la miseria y sufriendo de necesidades
prioritarias.
MAruo .ABURTo MARTíNEZ
..
r
Por azar global o historia mexicana puede que los nom-
1 bres, eventos o ciudades de esta obra coincidan con los
nombres, eventos 6 ciudades de la realidad. En esta obra,
sin embargo, ya no son ellos. Todo lo que este libro con-
r tiene es otro. La mayor parte de este libro está fuera de
estas páginas. La· mayor parte de este libro ni siquiera son
f palabras. Estas palabras son apenas una minúscula parte
del archivo de signos a través de los cuales este libro es
leído -como una mosca atrapada en una telaraña; este
libro, en una red de signos-. A ellos se debe que, a cada
instante, este libro a sí mismo se suplanta.
Además, los hechos reales nunca lo fueron.

Crucero 5 y 10, Tijuana


23 de marzo de 2004 - 23 de marzo de 2005

r

-
1
Mario desmesuraba. Llegó a la ciudad ocho años atrás '
porque quería comenzar todo desde aquí, desde Tijuana.
l
1
1
1

«¿Empezar qué?», le preguntaba el funcionario que lo


1
interrogaba, desesperado ya de las evasivas, las versiones ;

contradictorias, los enredos y desvaríos del detenidoJ un


obrero enloquecido (o alelado) por 1994. ·
Mario se veía paliducho, jodido y aunque si se hubiera
levantado, hubiese rengueado, ahora estaba petrificado,
petrificadísimo. Qyisiera decir que aquel muchacho era una
piedra pero, en verdad, si Mario hubiese sido una piedra
durante aquellas horas, se hubiese tratado de un piedra que
al menor apretón hubiera escurridolágrimas y mocos.
Casi no se movía. Estaba tieso-tieso. Temía que lo
siguieran golpeando. Mientras le hacían preguntas (y espera-
ban a que llegaran las otras personas), Mario tragaba saliva.
Como si tragando saliva pudiera diluirse en sí mismo,
como edificio soluble, un edificio que se vuelve líquido y
se escapa por sus propias cañerías, Mario tragaba saliva.
Desde que lo habían traído habiendo estado respondien-
do preguntas que ya había respondido horas antes, pero
sus respuestas no satisfacían a nadie, principalmente a
él mismo.

9.
Ir

-¿Por qué, Mario?


Su historia no tenía sentido. Precía un tarado. Su ca-
beza incluso tenía esa forma, eEdecir, no quisiera ser
racista, aunque lo soy y bastante pero no quisiera serlo
ahora, aquí, por ende, no quisieraiecir que el aspecto de
Mario, la forma de su cabeza es, fectivamente, la de un
retrasado mental, ¡un pinche jodio!
- ¿Tú lo hiciste solo? -y es [Ue su aspecto lo hacía
un improbable ejecutor de tal ato, ¡alguién tenía que
estar detrás de él! ¡Alguien comcMario no pudo haber
hecho todo eso! Le había pegado ~n la madre al sistema,
en un segundo, había echado ab:o el equilibrio de todo
un país. Y no de cualquier país,¡M éxico!, un país que
todo lo ha· soportado, ¡todo! Y, si embargo, lo queMa-
rio había hecho puso al país patastrriba.
L e habían dejado de dar tan te moquetazos en la jeta
y en la nuca porque ya comenzaba a tenerle lástima. N o
parecía un criminal consumado.Por eso mismo había
que interrogarlo muy pero muy b:n. Era muy sospecho-
so que un hombre como Mario mbiera perpetrado tal
asesinato. Alguien más tenía que 6tar detrás.
Antes de seguirlo interrogano, uno de los guardias
había visto un video y en él se -eía a un hombre muy
semejante a Mario poner la pist01 justo en la cabeza de
Colosio y luego tronab a un balaz y la sangre del candi-
dato volaba por todas partes. Un de los agentes al ver
aquel video había hecho un coo.entario de esos que
solamente puede hacer un agent< secreto mexicano: a
Kennedy le volaron los sesos desd lejos. A Colosio, en
cambio, se los volaron a dos centínetros. Los magnici-
das, dijo, cada vez confían meno en su puntería. No
mames.
Apenas aquel agente conoció a !lario, le dio un sope-
tón en la cabeza.

10
-Qyé pendejadota hiciste. Te amolaste tú solito.
Su historia hartaba. No parecía real. Parecía queMa-
rio la iba inventando, tergiversando. Lo que estaban
escuchando era la confesión de un imbécil, un actor jodi-
dísimo, un chivo expiatorio o un crico. Parecía uno de
aquellos «pelados» acomplejados, listos para la violencia
insensata, de los que hablaba Samuel Ramos y, asimismo,
parecía un norteñizado de cierto cuidado, un mexicano
norteado o un indio nafteado. A esto hemos llegado, a
esta clase de bíchos, ¡clacha quién mató al candidato!
¡Este güey fue! ¡Fue Mario!
El interrogador principal tenía ganas de madreado;
darle una de esas madrizas en que descargamos toda
nuestra ira acumulada, toda nuestra historia en una gol-
piza contra otro hombre, un idiota, tótem de nuestros
golpes. Mario volteaba a ver al funcionario, estaba asus- r
tado y, aunque trataba de disimular su susto, su susto se
notaba. El funcionario, además, sobreactuaba su nervio-
sismo y emputamiento, alentaba a que los agentes trataran
de calmarlo. El funcionario en sí mismo era un showcito.
Estaban en un espacio reducido. Un cuarto en algún
separo federal. Lo habían llevado hasta ahí con los ojos f
vendados. Mario se sentía en el interior de un búnker. .
Sabía que lo peorcito apenas venía.
· -Hijo de tu puta madre, ya me estás cansando
-dijo el funcionario levantándose de la silla, quedándose
parado al lado de los tres agentes. Marjo tenía los codos f
sobre la mesa, se secaba el sudor de la frente, trataba de
protegerse de los sopetazos que de repente le daban-;
¡ñacas, pinche loco! ¡pinche mamón! Estás mal de la ca-
beza, cabrón, ¿cómo se te ocurrió esta pendejada?, ¿quién
está detrás de todo esto? Ya suelta la sopa, puto.
Los tres agentes veían que el funcionario se salía de sus
casillas, como nunca habían visto antes a nadie de esa clase

Il
política. Era claro que el funcionario traía un pedo atorado.
(Había comenzado a escuchar la historia, cuando la histo-
ria ya había acabado.) En su esfuerw, el funcionario trata-
ba de hablarle al obrero desde lo que él consideraba que era
su lenguaje, una gramática que era y no era la de él mismo
y es que si algo debe comprender un político es la psicolo-
gía de los jodidos en momentos como éste, momentos en
que la historia delira su rumbo, momentos en que ocurre
un accidente, una transa no prevista.
Era tanta la insistencia del funcionario y el afán de
dirigir este interrogario, que un agente que a la sorda es-
taba checándolo comenzaba a pensar que este ruco ape-
nas vio al detenido se puso neuras, raro, ¿no será que el
licenciado también está metido en todo esto? Mario y
él de repente cruzaban miradas que daban qué pensar.
Era como si se dijeran: no me delates, acuérdate en lo
que quedamos.
«¿Qgé onda? ¿Ya?» El funcionario, mientras tanto, fan-
taseaba que el detenido pronto sería ejecutado y sometido
a peores torturas, fantaseaba que rapidito le arrancaban la
lenguota y él le bateaba la cabeza sin conmiseración algu-
na en nombre, por supuesto, de la búsqueda de la verdad,
de la verdad, por fin, de ella, por fin, una verdad en tu
mugre vida. Una. Aunque sea una pinche verdad, una
sola, ¿me comprendes, pendejo? Una sola. Una solabas-
taría. Pero nada. Ninguna. Ni una sola. Ni una. ¡OlJé poca
madre! Qgé poquísima. Nothing, you mother fucker. Ni
madres. La neta nunca la sabrás.
-Qgiero solamente la verdad ~ Y quiero que me lo
cuentes bien. Bien contadita.
El funcionario se paraba de su asiento y una parte de su
cuerpo y voz temblaban; por su cuerpo corría una serpiente
enojada, una vibración sísmica, daba vueltas, enredaba su
coraje. Su voz se había convertido en un puño rencoroso,

I2
«¡ya!, ¡)estuvo!, ¡queremos la neta! Déjate de mamadas».
El funonario era un hombre gordo, relativamente bien
vestidan político norteño, un cacique hasta cierto punto
medio fingado. La neta: un gandalla, un hombre-mier-
da. El nr:ionario se había convertido en el centro de esas
horas. Jnterrogado parecía empequeñecer cada vez más.
Mario :a asi ni hablaba. Era como si fuese desapareciendo
de la ese.a, como si nunca hubiera estado en ella.
Y a:da palabra del detenido -a cada palabra de ese
hombr.-b.surita-, el funcionario rabiaba. Lo que decía
el tall\aio, ese mendigo pendejo, no tenía sentido. No
tenía eknor sentido, ni uno solo, nadita. Era puro deli-
rio o rn.Jlfada. Y por eso no podía soportar estar escu-
chandctnta y tanta mensada. «¿De qué pinche proyecto
estás hbmdo, cabrón? ¿C2lJé madres estás diciendo? Ya
dilo, ¡hla claro!» Era como si él supiera la verdadera
historie e lo que había hecho este «tijuano» y lo que
Mario otfesaba no tuviera nada que ver con esa historia
preconelda, con esa historia cerrada. Era como si es-
tuvieracntando la historia solamente para cambiarla.
Mario ~ía el cabello desarreglado por los madrazos que
le daba :ada cierto tiempo en la cabezota. Uno de los
agente~fesentes tenía ganas de reírse de sus gallos, su
cabello!nbarrado de gel y sudor revueltos.
- )¡ :u éntala bien, cabrón, déjate de cosas. Ya di la
verdad.
«¿Et<güey fue? ¿Éste? Ora sí que estamos jodidos.
Éstos sr los güeyes que cambian la historia, un baboso
cualquin>, pensaba uno de los agentes. «Éste está escon-
diendo:do. Es nomás máscara. Detrás de é] está alguien
de mer~ ;;riba, de la punta misma>>, pensaba otro.
Ma[cno estaba contando la famosa ~<neta», la neta-
capone:tNo estaba contando nada como se suponía que
tenía qe:ontarlo. Otro de los agentes que lo observaba

I3
comenzaba a pensar que el truco de este pendejo era con-
tar las cosas como las contaba para hacerles pensar que
había algo detrás, que su modo de contar lo que había
hecho y por qué y con quién y quién era él no era sino su
modo de crearse una identidad inalcanzable, una verdad
siempre más allá, una siguiente confesión, una posible
confesión ulterior que obligará a los policías a ínterrogar;-
lo varias veces al día, todos los días de su vida en prisión y
aun así nunca saber exactamente qué pasó. ..,
O a lo mejor ésta era la manera de Mario de hacerse
de amigos. O de ocultarlo todo. Obligar a un grupo de
hombres a visitarlo eternamente.
Los ojos de Mario eran los ojos de un ratón que, sin
embargo, se sabe el ser más poderoso, porque es el único
ser que todavía conoce el nombre de Dios, el único que
todavía puede délatarlo.
-¿Vamos a seguir jugando? ¿Cómo la ve licenciado?
¿C29é tal sí mandamos violar a su novia? Se llama Alma,
¿no? O mejor todavía, a su madrecita linda mandamos a
que se la enchoren. A lo mejor así este tarugo desembu-
cha -los cuatro hombres hablaban de Mario como sí
Mario no estuviera ahí, pero lo hacían así precisamente
porque Mario estaba más atento que nunca. Intentaban
controlarlo, como .sí él fuera abstracto.
Los cuatros hombres hablando y golpeándolo deseaban
dirigirlo. C29erían obtener la historia que fuese ocultada o
revelada como la verdad sobre la Historia mexicana. ¡Puta
madre, se sentían parte chíngona de la historia!
Pero ni siquiera las torturas lograban sacarle toda la
verdad y es que probablemente no había una solamente o
porque, de plano, no había ninguna que sacar. Toques a
los huevos. Nada. Macanazo en el pito. Nada. Tehuacán
en la narizota. Nada. Palo en el culo. Madrazo en el ho-
cico. Toque en los huevos. Picazón de ojos. Escupitajo en
el hocico. Tehuacán en la narizota. Coscorrón chinga- 1
quedito. ¡Nada, nada, nada!
¿Ollé pedo con este tijuano?
Tomando aire, el interrogador principal re-encendió r
la grabadora, fijó su mirada en el acusado y le preguntó
una vez más: «Dices que fuiste a Tijuana, ¿para empezar
que-cosa .. ..~ ».
-A trabajar con el proyecto -contestó finalmente
Mario, un obrero de 23 o 24 años, hablando con su voz
disasociadá., como intentando ocultar un chillido, un pe-
queño . descontento con una zona de su voz, probable- r

mente intentando borrar su origen rural o sometiendo la


aparición de una segunda voz que había adquirido en su
última ciudad.
-¿Ollé proyecto?
- Un proyecto que no puedo decir.
El informe del FBI lo describió como un «obrero
insignificante»; él, en cambio, se consideraba el último
Caballero Águila.

·1
l. Los aztecas, tortilleras

-
Su madre le dijo, «¿quieres ir?». Ella tenía que buscar a
alguien en la capital. Hablar.
Padre se había ido. Cada cierto tiempo se largaba
unas semanas. Volvería quién sabe cuándo. Se había ido
sepa para dónde. Él se iba cada vez que pensaba que po-
día cambiar su vida gracias a una aventura de faldas, de
rumbos, un trabajito o una gran parranda, y volvía cuan-
do se daba cuenta de que así no es la vida. La vida nunca
cambia de substancia. La vida solamente se pudre.
- ¿Qyieres ir, mij o? ¿Qyieres ver algo nuevo? Vamos.
No está tu padre.
No está tu padre significaba que podían tener otras
identidades. Cuando él estaba, todos eran lo que él deter-
minaba. T odos se quedaban apesadumbrados o triste-
mente conjeturales, amedrentados, pues, madreados. En
esa casa solamente había un chinguetas. Y el chinguetas,
a huevo, era él, nomás él. Era un idiota.
Su sola presencia, una palabra suya, un movimiento de
brazos, un ademán, lo que el comía, un paso o una mirada
suya sobre alguna de sus manos, bastaban para que todos en
esa casa fueran quien él había decidido en aquel instante o
gesto. Su cuerpo mandaba. Ese hombre, su padre, era su

r6
percance. Él, a veces (y como todos en esa casa), tenía ganas
de matarlo. Todos tenían una relación de amor-odio con
él. Cuando yo lo conocí entendí exactamente por qué.
En su ausencia los demás o eran libres o eran nadie.
- ¿Qgieres ir? Ándale, contesta, no te quedes mudo.
Tu padre no está -su madre le hacía la invitación porque
ir con sus hijos le daba más oportunidad. Los hacía cómpli-
ces de la situación. Llevarlos con ella significaba que ellos la
seguirían a su nueva vida, que ellos la entendían.
Su hermano no aceptó la invitación.
Sería una traición a su padre acompañar a su madre a la
Ciudad de México. Freud había podido argumentar que en
el principio deseamos a la madre e, incluso, según su dili-
gente teoría padre e hijo se disputan su amor. Vaya ingenui-
dad de Freud. O lvidó que en ciertas culturas, apenas el hijo
sale de la barriga se alía con el padre para ir matando a la
mujer que lo expulsó a menos de un año de parasitar en ella.
El coraje del niño, por supuesto, surge porque ese pe-
queño cabrón tenía esperanzas de parasitar dentro de ella
toda su vida y ella prontito jodió su plan. Si el hombre
saliese voluntariamente del útero, después del tiempo que
ella o él decidiesen por su propia cuenta, no existirían ni
familias, ni gobiernos ni sexo. Pero como al chamaco lo
botan luego luego, hay de todo esto. Sus hijos la odiaban
encabronadamente. Para ellos, su madre era una piruja.
La odiaban más de lo que odiaban a su padre. Por eso
él se podía ir cuantas veces quería, dejarlos valiendo m a-
dre, sin dinero ni nada y, sin embargo, saber que apenas
regresara, los chamacos le iban a contar todo lo que su
madre hizo, todo· por lo que hay que puteada. É l tuvo
hijos con ella precisamente para tener aliados en su con-
tra, para mejorar sus tácticas de guerra.
Mario nunca había hecho nada significativo con
su madre. Su padre, por lo menos, se la cogía de vez en
cuando; él, en cambio, nada. N ada, lo que se dice nada. Y
Mario ya tenía ocho años y sabía que pronto iban a despe-
dirse para siempre, pues apenas se llega a los doce o trece
la madre deja de existir. Volverse humano es un matrici-
dio. Mario, en el fondo, aunque no la quería demasiado,
una cosa sí: deseaba saber quién realmente era ella.
Así que Mario dijo «SÍ». Iba a ir con ella a la Ciudad
de México mientras su padre andaba fuera. Qyería pro-
bar algo distinto a aquel pueblo malhoras, aquella misma
gente macuarra. En esto entendía a su madre. Por lo me-
nos, en esto estaban de acuerdo. En esto y en que el fan-
tasma de su padre los seguiría a todas partes. Por eso,
aunque su hermano estuviera en contra de lo que su madre
y él iban a hacer, había que hacerlo. Además, si su her-
mano no iba: mejor. Así ella era para él solito.
-Esto lo sabrá papá -le dijo su hermano, que era
un poco más grande que él. Pero a él no le importó por-
que finalmente lo que un hombre debe querer es estar
con las mujeres y pensó en sus adentros, «tú quédate con
él; yo me quedo con ella>>. I maginó la cintariza. Pocas
veces de veras imaginaba tener una bronca con su padre.
Ahora la había imaginado y esa bronca era por una mu-
jer. Tenía ocho años, pero Mario ya sabía de qué se trataba
este mundo. E ste mundo se trataba de no entender nada.
Al rato de haber decidido acompañarla, Mario ya
tenía muchos planes. Mario era un niño medio extraño.
Todos los días regresaba, con algún plan para cuando
fuera grande. Esos planes no se los contaba a sus herma-
nas menores, que no entendían ni madres de lo que su
hermano les decía. C uando su madre y su padre lo escu-
chaban y estaban de buenas; se reían y se sentían orgullo-
sos de tener un hijo tan fantasioso, cuando estaban de
malas decían que su hijo estaba mal de la cabeza, decían
que ya los despreciaba. Esta vez Mario no había actuado

r8
diferente. Apenas decidió acompañar a su madre y ayu-
daba a hacer una bolsa con lo que se iban a llevar a la
C iudad de M éxico, Mario imaginaba que se estaban yen-
do par a siempre. La noche antes se despidió de sus h er-
manas más chicas y de unos perros sarn osos.
Soñó los pechos morenos y frondosos de su madre es-
curriéndose de agua cuando mientras él abría la puerta
del baño y ella se bañaba. Se miró tirado sobre el suelo,
boca arriba, mientras esas cascadas caían y le refrescaban f
la cara. Se irían juntos. Sin nadie más. Como huyendo de
aquel padre y aquel lugar.
A la mañana siguiente, tomaron el camión a la C iu- f
dad de M éxico.
Su madre había sido mesera allá hace tiempo. Su r
padre constantemente le recordaba a ella qu e ya no era
mesera, se Jo decía cuando le servía la comida que, según
él, servía no como si fuera una casa decente sino como si
fuera una fonda para cargadores de verduras.
- Por más que digas, por más que hagas, seguirás
siempre de mesera. Nunca podrás salir de ahí. Tú no es-
tás aquí.
C uando el camión arrancó, su madre se durmió. No
había dormido en toda la noche. Mario, en cambio, se
quedó muy despierto.
«Vámonos.» f

La C iudad de M éxico siempre ha sido un hartazgo para to- r


dos sus huéspedes o testigos. La ciudad, junto con Tokio,
ha sido la más grande del orbe. Más que una ciudad, lleva
ya muchas épocas siendo un síndrome perverso. La Ciudad
de México ha sido un virus que se extiende cada vez que
alguien nace en la zona de infección. La Ciudad de México
planea extenderse por todo el territorio nacional. Convertir

rg
a toda la población en chilangos. No es solamente una
urbe. E s una plaga. Y como toda plaga, es nómada. La
Ciudad de México va a llegar a todas partes. En cualquier
I momento, una de sus delegaciones será Los Ángeles. Pero
no será fácil. La Ciudad de México no es la única epidemia
J
urbana compitiendo por el territorio nacional. Hay otras
epidemias, hay otras ciudades carcomiendo.
Viendo a la Ciudad de México con sus ojos de apren-
diz de pseudo-chamán purépecha, el pequeño Mario
conoció el futuro y el futuro era una ciudad atascada de

í edificios inmensos, todo tipo de comercio y transeo, cin-


turones de miseria, prostis y fuerzas policiacas, millones
de personas en las calles, una ciudad en que una mujer
encinta puede salir de su depa a punto de dar a luz
(u obscuridad) a su cría, medio expulsarlo en la pesera y
llegar -merced al tráfico- mucho tiempo después, mu-
chísimo, al Seguro Social del otro lado de la ciudad, una
vez que aquel bebé ya ha llegado a ser un anciano vivien-
do en el camino hacia el hospital donde declararán su
cuerpo decrépito oficialmente muerto y todavía medio
metido al cuerpo de su señora madre.
Y es que la ciudad que Mario veía con sus ojos pe ni-
ño pueblerino era una ciudad a la que no le faltaban mu-
r chos años, por cierto, para que el gran sismo echara abajo
buena parte de sus edificios, que quedarían como dientes
a puntos de caerse, dejando a la metrópolis abierta en
dos, reventada en sus más hondos cimientos, despanzu-
rrada. Era una ciudad que iba a seguir creciendo, es cier-
to, pero solamente como siguen creciendo las uñas y la
r cabellera cenicienta de los difuntos. A esa ciudad seguían
ciudades todavía peores.
Pero al verla ese domingo, él comparó la Ciudad de
México con su pueblo, y comprendió que había algo más
allá de lo que a él le había tocado vivir.

20
..,

La Ciudad de México había sido edificada sobre las


ruinas de Tenochtitlan, usurpadora del espíritu de Teoti-
huacan. La Ciudad de México había sido refundada por
los españoles, por una plaga venida de Europa, una plaga
mejor armada y menos supersticiosa que la plaga que do-
minaba el valle de México en el siglo XVI.
El mayor poeta del México de Mario era un hombre
que había tragado y vomitado la «cultura universal», un
gran sapo de la poesía, «un inmenso escritor y un ser -
humano diminuto» llamado Octavio Paz, quien había
cantado sobre la ciudad:

hablo del gran rumor que viene del fondo de los tiem-
pos, murmullo incoherente de naciones que se juntan o
dispersan, rodar de multitudes y sus armas como peñas-
cos que se despeñan, sordo sonar de huesos cayendo en
el hoyo de la historia,
hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos en-
gendra y nos devora, nos inventa y nos olvida.

No era un accidente psicológico que sus habitantes,


los llamados «chilangos», tuvieran fama bien ganada de
ser soberbios a la enésima potencia, y es que el carácter
dinosáurico de la Ciudad de México -sólo comparable
al de Sao Paulo, Nueva York, Bombay o Pekín- dotaba
a sus radicantes de una mentalidad atroz, donde impera-
ba únicamente la competencia a colmillo, la lucha por el
centímetro vital, la fealdad de cada fachada y el anacro-
nismo, incluso, del porvenir, la polución inescapable, la
persecución de avenidas, la teogonía cotidiana de sobre-
vivir en una ferocidad genética y ciertas plazas que lo h an
sobrevivido todo, conquistas, crisis, masacres, siglos. Por
eso un chilango es un nihilista, no le importa nadie sino sí
mismo y tiene sexo en cualquier momento o no lo tiene

2!
nunca. Por eso la Ciudad de México arruina y encumbra.
Cada cara, cada sitio. Qyien vive en ella, vive allende la
cultura, vive antes de ella. Es una gran amargura. Es un
centro hueco. Un centro hediondo. Los norteamericanos
han llegado a ella siguiendo su pestilencia. La Ciudad
de México es una de las grandes pesadillas que ha cons-
truido el soponcio o el estertor de la historia vuelta disto-
pía segura.
Mario nunca había visto nada semejante. Estaba glo-
tón de ese espectáculo que le había regalado su madre.
La televisión no lo había preparado para esto, pues las
películas que pasaban por televisión eran de una o dos dé-
cadas antes y los paisaj es habían crecido bastante estos
últimos años. -
Él y su mamá bajaron al metro.
No paraba de ver todas esas caras. Cientos o miles de
ellas al bajar a las estaciones o navegar entre vagones. Él
sabía que por culpa de las rutas y grutas del metro la ciu-
dad había horadado al profundo país de los difuntos.
Basta mirarlos, pobre de ellos, van los malditos vivos arri-
ba del metro asustando a los muertos.
-Te tengo una sorpresa -le dijo su madre-, vatnos
a ir con C habelo.
En Familia con Chabela era un programa infantil muy
popular. Había sido lanzado en 1968, el año de las O lim-
piadas y la matanza de estudiantes. Su conductor era un
hombre regordete y alto, con rasgos faciales de niño, que
fingía permanentemente una voz aguda y usaba overol y
shorts pegados al cuerpo, metiéndosclc entre las nalgas,
dej ando sus piernas descubiertas, coronadas por calceti-
nes escolares, un auténtico look pedofílico. Todo el país
veía su pi·ograma los domingos por la mañana. Lo adora-
ban. Era parte de la educación sentimental de los jodidos.
Chabelo era el kindergarden del kitsch mexicano.

22
r
Chabelo se había hecho famoso en una campaña de
publicidad de una empresa de refrescos. Su primera apa- r
rición como ese personaje había sido en el programa del
Tío Gamboín, un día que faltaba un actor para un papel
de niño y, al no encontrar al niño adecuado, aquel actor
í
de quinta categoría se ofreció y quedó perfecto gracias a
su talento para hacer voces chistosas. Chabelo se había
convertido en el símbolo de la infancia eterna.
Solamente había un niño más famoso que Chabelo en
todo el país: Pepito, el niño pícaro de los chistes mexica-
nos, una especie de Nashrudin cuya sabiduría consiste en
el albur sexual o la travesura iniciática. Pepito y Chabelo
fu eron por varias décadas los personajes por los cuales la
cultura mexicana se hizo pasar por niño; explicaba por-
qué se habían tornado en adultos así. Los niños amaban a [
Chabelo. Para ellos Chabelo no era un cuate o amigo
ideal. Era tal y como soñaban que fuese su padre. Un
varón buena onda, inofensivo, llorón, un varón adulto al 1
que pudieran ganarle en los golpes, un retrasado mental
amoroso, ¡divertido! Un mariquita. r
Él y su hermano lo veían todos los domingos cuando
su padre no estaba. También sus hermanas. Su padre de-
testaba a Chabelo. Decía que era un puto. Igual que el I
payaso Cepillín.
Para su padre, los únicos cómicos que valían la pena
eran Cantinflas y Tin tán. Uno por sus juegos de paJabras
r
(y porque Cantinflas era un mariguano) y el otro por
pachucote. f
Madre, en cambio, establecía una intermitente com-
plicidad con sus hijos a través del programa de Chabelo.
A ella le gustaba que lo vieran. No podían pasar toda su í
infancia disparando un rifle. Así que cuando se podía, a
r
ella le gustaba que vieran a C habelo. Sí, que lo vieran.
1
Aunque sea por unas horas que nomás fueran niños.

2J
Por eso quiso llevar aunque fuera a uno de ellos a la
1
Ciudad de México; ganarse su cariño así. Ella iba a bus-
car a un amigo del pasado, a un hombre con el que quería
l hablar y presentárselo. Era tiempo.
La ciudad era apabullante. Desde aquel entonces ya
era el lugar más contaminado del mundo. Había termi-
r nado la ilusión del petróleo. En Familia con Chabelo era
más popular que nunca.
-Un amigo va a llevarnos. Él nos va a decir dónde es.
¿Un amigo? Mario no dijo nada. Inmediatamente se
imaginó que su madre se encontraría con aquel hombre
y lo abandonarían en una esquina y él pasaría años de ca-
minar en las calles hasta poder regresar a Michoacán y,
cuando llegara, su padre ya iba a estar muerto y todos le
iban a reprochar aquel abandono, hasta que él les explica-
rá qué pasó.
Desde que su madre mencionó lo del viejo ese, no habló
ya con ella. Suficiente traición había sido acompañarla.
H abía que mostrarse receloso. No intimar demasiado con
su madre. No de entrada. Meno~ ahora que ya había salido
el peine de este viaje. El señor llegó temprano por ellos al
hotelito donde se habían hospedado.
Pero, por supuesto, en el fondo, él también ya planea-
ba quedarse con ella. Incluso pensó que no volverían
jamás allá y aunque pensó en su hermano y supo que
aquel hombre y su madre traían algo, no le importó tan-
to. Todo el camino fue haciendo dibujos de los edificios,
las calles, los túneles y el metro. Mario dibujaba mucho,
hasta la actualidad lo sigue haciendo. Mientras aquel día
dibujaba todo lo que le llamaba la atención de la Ciudad
de México, en el camino hacia Chabela, en su mente
hacía un informe sobre aquellos paisajes.
f Llegaron al lugar. Había mucha gente esperando en-
trar. La fila era larguísima. El amigo de su madre pagó a
los muchachos que apartan lugares desde la madrugada y
así los tres tuvieron un mejor sitio en la fila. Familias en-
teras . esperaban poder entrar. Su mamá y aquel hombre
hablaban muy poco. Eso era lo sospechoso. Como si ya
hubieran hablado todo, como si no quisieran hablar para
que el niño no se diera cuenta de eso. Mario, obviamen-
te, entendía que su madre y aquel tipo eran amantes.
Trataba de no verlos a la cara. Estaba paralizado. En la
fila, aunque no volteaba a verlos, Mario sentía que ellos
·dos se tocaban de vez en cuando. Eso lo hacía ponerse
más rígido. Estaba rojo, abochornado, abrumado. No en-
. tendía nada. No podía decir nada. Simplemente sentía su
rostro caliente y su cuerpo entiesado. Ni siquiera podía
imaginarse cosas. Estaba trabado.
De toda la gente que hacía fila, ellos fueron de los que
alcanzaron pase. Cuando entraron, Mario se sintió un
poco mejor. El estudio de televisión era enorme.
A él le parecía que miles de personas estaban ah( Por
primera vez imaginó que la cámara iba a transmitir su
rostro ante los ojos de toda la nación.
Imaginó que el sistema de sonido diría: observe bien
la cara del nuevo niño Jesús, el nuevo mesías del maíz ...
Y es que él, como millones de niños de este país, esta-
ba repleto de absurda información mesiánica. Cada uno
de los niños del país quería ser el Salvador. Cada niña,
la heroína. El protagonista del país. De su familia. Del
mundo. Luchar contra los mvasores espaciales, contra los
traficantes de joyas prehispánicas, contra los robachicos,
contra los ricos. Las películas infantiles presentaban a ni-
ños luchando contra monstruos, fuerzas cósmicas, causas
nacionalistas, dirigiendo Revoluciones, encabezando a los
adultos, enfren.tando la muerte, cada niño era un guerre-
ro en una aventura universal. Todos estaban programa-
dos para tomar parte de la epopeya.
Y él estaba seguro que sería el verdadero redentor.
El programa de Chabelo se trataba de todo esto. Era
el lugar de la primera prueba.
Para esto había venido a la C iudad de México.

«Los concursos han comenzado», avisó la voz en el estu-


dio como si hubiera comenzado el mortal juego de pelota
y por lo menos un equipo fuese a perder la vida.
Mario no había aceptado los chuchulucos y garnachas
que le habían ofrecido. Su madre -que aunque a nadie
le importa se llama Felisa- estaba preocupada. Su aman-
te también se había dado cuenta que el chamaco se había
puesto raro. Era normal. A cualquier chamaco le afec-
ta que su padre valga madre. Qye su madre se busque a
otro. Felisa y él se miraban.
En el estudio se hizo el aviso del sorteo para elegir
a los concursantes.
¡Mario resultó elegido!
Su madre pegó un grito de emocwn; aplaudió. Él,
como Ul} robot que ha recibido la orden, se _puso de pie.
Fingió no conmoverse con la cara de su madre, sintió su
amor pero guardó silencio. Volvió a sentir el calor en la
cara, la rigidez en sus brazos, piernas y espalda. Al levan-
tarse sintió una palmada en la espalda. Pero se levantó sin
mirar a verlos. Avanzó. La gente lo coreaba.
Aquel señor también lo apoyada.
Y él sjntió que todos los asistentes alrededor, las seño-
ras, los padres, niños y niñas, todos aquellos por quienes
pasaba cerca, lo vitoreaban o lo miraban con admiración.
Ese domingo por la mañana, él era el soldado ulte-
rior. Estaba determinado a ganar.
La edecán lo condujo donde estaba el grupo de los ni-
ños concursantes. El lugar donde debían aguardar su turno.

z6
f

-¡Mucha suerte, cuates! - les gritó Chabelo antes de


tomar el micrófono y arrancar el show con la primera
canción.
f
1
Y le grité muy fi-t erte
para que me oyera!!!
r
Y de todos los niños elegidos, él fue el único que can-
tó la canción completa e imaginaba el grito que le daba a
la bandera, durante la asamblea, para que lo oyera. Mario
estaba desbordado. Había pasado de la tensión total a la
euforia exagerada.
Los demás niños lo miraban con burla o temor.
Cuando terminó la canción, dijo en voz alta: «Voy r
a ganarles a todos». Lo dijo con rabia. E staba morado.
E sto le pasaba a veces: Mario estaba fuera de sí. O más '
adentro. Cu-cu. r
Era visible que el chamaco estaba alterado. Le faltaba
un tornillo. Ahora se veía lurias, chifladito. Un floor ma-
nager que estaba cerca se dio cuenta. De inmediato supo
í
1

que era un niño problema y podía causar escándalos, uno


de esos niños que gritan peladeces en medio del progra-
ma, patalean o golpean a otros cuando pierden.
Cuando llegaron los primeros comerciales y Chabela
regresó para tomar un descanso, el floor manager le co-
mentó sobre el chiquillo. Chabelo decidió platicar tantito
con él. Sabía que en estos casos lo mejor era darles poquita
atención y asunto resuelto. Eran escuincles que tenían pro-
blemas con la autoridad, pero apenas la autoridad les mos-
traba su aprobación, se quedaban mansitos y contentotes.
-Cuate -le dijo-, no te vayas a portar mal. Pórtate
bien y compite, ¡tú puedes!
·¡Chabela le había hablado! ¡Le había hablado a él! No
se le había acercado a nadie más. ¡Solamente a él!
Luego una edecán le tocó el cabello y se quedó junto
a él. Aunque sentir que una muj er lo tocaba (y era una
muchacha con short muy corto y muy delgada) lo puso
rígido, a la vez, Mario sintió una plena calma. Tomó aire.
Otra vez se sintió mucho mejor.
Esa misma edecán luego fue con un par de niños que
estaban temblando y otro que lloraba de terror. Esos
otros niños habían entrado en crisis nerviosa, en parte,
porque Chabela no había h ablado con ellos. En otra pau-
sa comercial, Chabela se asomó y vio la escena, pero esta
vez no quiso intervenir. Estaba harto de estas situaciones
y este domingo con una ya había sido demasiado.
No podían saca~ a estos niños del juego porque el in-
terventor de gobernación la armaría de tos. Al menor
pretexto, pide su mordida debido a las «irregularidades».
Mario escuchó su nombre. Debía entrar a escena.
Avanzó hacia allá. Vio al público. El público lo miró a él.
Fue conducido h acia el concurso. Al aparecer ante el
público, la gente le aplaudió. Él alcanzó a ver a su madre
y al señor: estaban enloquecidos. Era el héroe de aquella
mañana.
No podía defraudarlos. Era su gran oportunidad. La
nación entera lo estaba viendo.
El concurso comenzó. Tenía que correr. Mario sabía
que podía ganar. Era veloz. Era veloz porque toda su vida
consistía en huir. N o solamente su vida sino las vidas de
las cuales su vida era una continuación. Su familia consis-
tía en entregar el relevo, de una generación a otra, p ara
que la huida continuase. Uno de los problemas de Mario
era no saber, precisamente, qué relevo tomar. Seguir la
fuga de su padre (la fuga que la vida de su padre extendía)
o tomar el relevo de la fuga que correspondía a la familia
de su madre. Por eso Mario se quedaba inmovilizado a
cada rato. No sabía para dónde correr. Cuál de las dos

28
carreras continuar. ¿Cuál? ¿Cuál? En este momento, sin
embargo, podía correr porque ahora huiría de las dos fu-
gas que le dieron vida, correría su propia huida.
En menos de lo que canta un gallo, Mario atravesó la
carrera de obstáculos. Ganó.
Chabela nunca había visto a un niño correr, saltar,
empujar, vencer así.
«Nunca seré derrotado», era todo lo que sonaba en su
mente conforme fue acumulando premios, dejando atrás
a sus contrincantes. El tiempo estaba pasando sumamen-
te a prisa, como si el tiempo no existiese, como si sola-:-
mente existiese la meta.
«¡Óooorale!», gritaba Chabela cada vez que aquel
chamaco ganaba otro concurso más. ¡Iba deeeeeerechito
a la Kataflxia!
En su casa en Michoacán, su hermano lo estaba vien-
do. No lo podía creer. Sus hermanas estaban fuera sfe sí.
¡Su hermano estaba compitiendo en la televisión!
No alcanzaban a ver a su mamá. «Segurito llegó solo))'
pensó su hermano emocionado.
Mario estaba GA- NAN-DO. ¿Ganando? ¿Qpé? Todo
esto era inverosímil, ¡increíble!
México entero lo estaba mirando EN VIVO . Millones
de niños frente a millones de televisores por todo el terri-
torio, no sólo en México sino también en otras partes de
América Latina estaban extasiados. Se trataba de un
súper niño. Todos querían ser como él. Todos querían
que triunfase cada vez más rotundamente. Cada niño que
competía con él se sentía derrotado de antemano.
Y es que el programa estaba diseñado para desfogar.
Los domingos era de desfogue nacional. En las tardes, las
mujeres veían Siempre en Domingo para escuchar a Cami-
lo Sesto, Julio Iglesias o Napoleón cantar; los varones
para masturbarse con Olga Breeskin, Felicia Mercado o
V crónica Castro, pero el desfogue dominical comenzaba
co n Chabelo, la catarsis iniciaba con los niños, con sus
sueilos de jugu etes inalcanzables, de victoria escolar ...
Después de haber ganado uno de los concursos, Ma-
rio volteó a ver a su madre y Ja vio con el brazo de aquel
h ombre a su alrededor y sintió u n aguij ón en su corazón ,
pero el aguijón que sintió era me nor que el orgullo que
sentía. P odía comprender a su madre en aquel momen to
en que él era un triunfador p orqu e a un triunfador no le
es difícil sentir co nmiseración o comprensión hacia otros.
Hace apenas u nos minutos, Mario había dado ánimos a
u no de los niños derrotados, le había dicho que no se pu-
siera triste porgue él había ganado por él y por todos
ellos, no había por qué llorar , lo im portante era competir
y no ganar. Y su madre tenía derecho a seguir su propia
vida y aquel scii.or que la acompaí1aba no parecía malo, al
revés. La trataba mucho mejor que su padre y si su p adre
la golpea porque lo va a dejar por alguien más, él la de-
fendería de él, y si su h ermano se opone a tener un pa-
drastro, él le expli caría que tienen que dejar que su madre
reinicie su vida, ella tenía esa oportunidad . M ario, con -
vertido en un triunfad or, lo comprendía todo. Lo perdo-
naba todo.
Fue acumulando dotaciones de Licuados Instante,
paquetes de dulces Sonrí es, paletas Ricolino, jug uitos
Frutsis, un robot de con trol remoto, un carro de bombe-
ros ¡nuevo!, el Mago Frank (el del Conejo BJas) le había
dado un palmadazo, ¡qué cuate!; en el último concurso se
había sacado una Avalancha Apache, «duro, duro, duro».
Había ganado el concurso del Kranky, los peldaiios
locos, los relevos, mete la manita y saca la fichita que
es .. . ¡una tremenda X!
El penúltimo concurso, aquel preparado para llegar a
los fmalistas, era «Atínale al Precio».

JO
El público le gritaba el precio del refrigerador. Se tra-
taba de un concurso que los niiios por sí solos no podían
J
ganar; tenían que aux ili arse del co nsejo del pueblo. Era
en ese momento que se producía la mayor identificación [
con la angustia del concursante, la mayor exaltación, ner-
viosismo, la gran solidaridad nacional.
Todo el estudio quería que ganaran esos chiquillos y
ch iquillas, ganar a través de ellos, la cocineta o el sofá,
¡atínale!
Mario fue uno de los finalistas. Chabelo seguía sor-
prendido especialmente de ese m ocoso. Sabia que su
aguante tenía todo gue ver con el hecho de que haya ido
r
1
a apoyarlo antes de que comenzaran a participar. Chahe-
lo sentía ahora una gran empatía por ese niiio. Podía
comprenderlo. Tenía ganas de que fuese el máximo ga-
r
nador de esa maí'íana.
Seguia «L a Katafix ia». «La Kataftxia » era el concurso
final. En ese concurso los participantes se juegan el todo
por el todo.
Los niños finalistas estaban fi·ente a tres cortinas. D e- f
td.s de cada una de ellas había premios oculto s.
Chabelo le preguntó al primero si queria intercambiar f 1

tod os sus regalos y premios por lo que había d etrás de


una de las cortinas.
-No, no qui ero. Me quedo con lo que tengo.
Mario pensó que ese otro niño era un mediocre, un
conformista. ¿Había llegado hasta aqui para quedarse
igual? ¡Hay que arriesgar! 1 1

- Mi cuate, ¿seguro que no quieres entrarle? - le dij o


Chabelo.
1
- ... Sí. .. seguro.
La cortina se levantó, ¡una moto!
Aquel niño se sintió arrepentido d e no haberse arries-
gado. Su familia se sintió decepcionada, aunque nunca,

Jl
nunca se lo dijeron. Había sido un cobarde. Un sacatón.
Se había rajado.
Ese premio ya se había perdido. Mario imaginó que
esa moto le tocaba a él. Comenzó a acobardarse, a sentir
que era mejor llevarse a su casa todos los dulces y jugue-
tes, usar la avalancha allá. Volteó a ver a su madre. Ella
tenía una mirada de esperanza; una mirada maternal que
no podía resistir, pues era la primera vez que su madre lo
miraba así.
Incluso el amigo de su madre lo instaba a continuar.
La pareja se veía muy junta. Como si los triunfos de él los
unieran más a ambos. Aquel hombre, incluso, comenza-
ba a sentir cariño por ese chico, que no acababa de cono-
cer, pero que era un buen chico, un chico lleno de ganas
de ser alguien. Era su hijo.
Mario se sentía presionado. Y es que todos sabían que
se la estaba jugando. Era una situación de todo o nada. Y
el premio que seguía era ¡una sala de Muebles Troncoso!
Todos los niños pobres del país soñaban con ganar-
se esa sala y con el camión descargándola frente a su ca-
sa, soñaban ver a su madre sentarse ahí. A los vecinos
admirando a su familia. Esa imagen era compartida por
millones. Todo el mugriento país convivía día a día, úni-
camente, gracias a esas estupendas imágenes.
Aunque, por otra parte, una sala (o una cocina inte-
gral) eran algo que no les beneficiaba a los niños sino a
sus padres, así que por eso muchos de ellos preferían
llevarse sus dulces y juguetes que ganarse los muebles,
aunque éstos conformasen el perfecto Hogar.
Mario también pensó en eso. Pero volvió a voltear
con su madre.
Sus ojos lo decían todo. Acepta la katafixia.
Tenía el siguiente turno.
-¿Cuate, tú sí le vas a entrar a «La Katafooa»?

32
¿C2.blé significaba katajixia? ¿De dónde había salido
esa palabra? Nadie en todo el país lo sabía. Probablemen-
te Chabelo la había inventado. A la katafi.xia se llegaba,
como su nombre sugiere, para ser asfixiado perdiendo
todo en circunstancias gratuitas o para ganar todo por
obra del azar, porque la suerte te lo ha dado. Cuando un
niño aceptaba entrarle a la katafixia, revivían los mitos
antiguos, el guerrero ante los dioses.
-Acepto. Y o sí le entro.
- ¡Óooorale! ¡Tú sí eres mi cuate! -el público entero
lo vitoreó. Se escucharon gritos, aplausos, urras. Lo que
sucedía era exactamente como las imágenes que él tantas
veces había soñado.
Los otros dos niños ya estaban contentos con lo que
llevaban; él, en cambio, quería darle un gran regaló a su
mamá. El público aplaudía hasta no poder más. Estallaba.
Detrás de uno de los millones de televisores, una mujer
le pedía a un poeta que observara aquel fenóm eno «socioló-
gico». El poeta había escrito en el más famoso de sus libros
que el mexicano es un ser hosco, retraído, que padece el
complejo de inferioridad. El poeta había robado esa idea
a un filósofo desconocido llamado Samuel Ramos y a un
escritor apellidado Salazar Mallén; por esa idea el poeta se
había hecho famoso y, sin embargo, ya casi todos conocían
que no le pertenecía y que, peor aún, no era cierta. Por eso,
aquella mujer, que lo quería Y. que entendía que el poeta es-
taba atormentando por su propio ego y por un complejo de
inferioridad tremendo que ni siquiera el consumo masivo
de toda la cultura pudo evitar, trataba de animarlo. Este
domingo Octavio se encontraba especialmente decaído, ro-
ñoso, apartado, tirado en su cama.
-Octavio, mira esto. El muchacho va a jugarse todo
para poder conocer qué le espera detrás de la cortina, todo
o nada, ¿comprendes, Octavio? Tú tienes razón. El mexi-

33
cano está resentido, pero en cierto momento, la fiesta, la
Revolución o la katafrxia, el mexicano estalla.
En la cara de Octavio se trazó una gran sonrisa y en ese
mismo segundo saltó de la cama, abriendo los brazos y
piernas, ¡yupi!, reventando de regocij o su apretada piyama.
¡Tienes que ganar!, gritaba todo el público, y en su
imaginación disparaban al aire, lanzaban sombreros, fusi-
laban Maximilianos, empinaban tequilas, mezcales y
pepsis, gritaban ¡gooool', ¡ajúa!, ¡loterfa! o yeah!
Y un segundo después volvían a la realidad. Callaban
o se tapaban los ojos.
T odos los que estaban detrás de sus televisores espe-
raban lo peor. Cada mexicano es un pesimista. Está con-
vencido de que lo que sigue, siempre, siempre, es perder.
-¡Vamos a ver qué hay detrás de la katafixia número 3!
L a cortina se abrió.
- ¡Una sala completa cortesía de Muebles Troncoso!
E l estudio entero calló.
A él no le tocaba la katafrxia número tres sino la dos.
-¡Vamos a ver qué hay detrás de la katafixia núme-
ro dos ... !
«¡Un burro con su mecate!»
Sintió que una humillación interestelar había caído
sobre él. El estudio se moría de la risa y dellJanto combi-
nados. Se había · cumplido la Esencia Mexicana. La
muerte. La burla. T odos estaban contentos de haber con-
firmado lo de siempre. Lo mesmo.
Al diario tsunami del desánimo siguió que, por su-
puesto, C habelo curó con la canción para cerrar el pro-
grama. ,..f oda la gente del estudio regresó liberada de sus
pasiones, purgada. A excepción de él.
Nunca más volvió a hablar con su madre. N unca más
volvió a ver a su padre biológico. Ni siquiera se enteró de
que ese señor era su verdadero padre. Nunca más volvió a

34
ha1:ar con ningúnniño del pueblo. Nunca más v1lvió a
aqdla maldita ciu'ad.
f
\hurto había naido.
r
La >rden de los C(llallero Águila y los Tigre era 1 más
pretigiosa de la socdad azteca. f
~n su época otoal se trataba de una orden degnera-
da, ·e una tradiciót vuelta irrisoria. En un prinóio, la
ordet tenía como ¡ropósito la guerra florida esp·itual,
una :uerra interna p.ra que cuerpo y alma se puriJcaran
y elearan más allá e las contradicciones.
1U como los onocemos por las crónicas yotros
regirros, los Cabaero Águila, sin embargo, fuern re-
ducios a circo. Un istema de concursos. í
Itra ese momero se trataba de gladiadores ca: des-
prov;tos de su rol irciático original. Los Caballero\gui- r
1
la ern utilizados pa1 partirle la madre a algún eschro. Al
esdao se le daba un espada de madera y plumas; ste se
enfmtaba a cuatro Caballeros Águila consecutivos. \lgu - r
nos Gclavos eran fie)s y alcanzaban el momento d<:serles
arrar:ados el corazó -antes de ser transformados:n ta-
cos- con cierta digl.Ídad; otros simplemente se djaban
mat2 durante los prneros segundos de carnicería.
h el mundo aztca quedaba claro que existir ea una
desg1eia. Lo mejo que a alguien podía ocurri1e era
mori de inmediato.
Ago similar sucdía con los sacrificios humans. Al
prin(pio, se trataba: de la ceremonia interior de la r.uer-
te, e:sacrificio, parahacer posible la renovación cómica
del y>. M atar todos.os yoes inútiles o sobrantes. Pro la f
socielad azteca teni como ley atrofiarse, embruteerse.
E auto-sacrifici> fue convertido en un med1 de f
tran9orte de escla\)S hacia Tenochtitlan para qu ahí

35
¡
fuesen sacrificados toda clase de desdichados, niños, vír-
genes, enanos, funcionarios caídos en desgracia y sir-
vientes. Un espectáculo en el que no participar o no
congraciarse públicamente con éste significaba volverse
pronta víctima propicia. Los aztecas eran una sociedad
extra-espectacular. Por eso el espectáculo de la Conquista
los conquistó.
La penuria y gloria de los aztecas fue, pues, acabar
con las metáforas. Hacer literal toda imagen poética o
iniciática. Representarla y creer que así era más cierta.
Burlarse del lenguaje.
Asimismo, nació Tenochtitlan. (La Ciudad de Méxi-
co.) Se trataba de una metáfora sobre la grandeza inte-
rior. Pero los pueblos bárbaros, brutales, los temibles
chichimecas que llegaron al centro de México, al ombli-
go-de-la-luna, hicieron literal la metáfora y fundaron, a
base de invasiones, sometimiento y combates sangrien-
tos, una vasta ciudad cancerígena. La parodia del reino
interno o quizá no la parodia sino algo superior.
Qyizá la enseñanza central del complejo pueblo azte-
ca, burlón y nihilista, lírico y sadomasoquista, fue mos-
trar que al materializar lo que hay adentro se revela su
índole cómica o monstruosa.
Así, la Ciudad de México, corno toda ciudad, no es
r más que la exteriorización de la ignominiosa arquitectura
1
inmanente; de la misma manera que nuestro asqueroso y
débil cuerpo no es más que la manifestación de la corrup-
ción y aspecto del alma real.
Nuestras ciudades son el desenmascaramiento de me-
táforas.
Conforme aparecen las ciudades van haciéndose visi-
bles las perturbaciones de la arquitectura interna. Vamos
conociendo el orden de adentro, pues cada ciudad que
surge es una estructura secreta menos.
' 1

r culitos de algunos meseros dejaciones o de que las putas


dej aran que les aventara los mecos en la cara.
1
- ¿Y tú qué? - le decía Charly al tipo que se había
/ metido a la bronca-, ¿a ti quién te llamó? ¡PINCHE JOTO!
Lo que quieres es que te la sambuta, que te la meta, ¿ver-
r
dad?, ¡PINCHE PUÑAL!
1
Aburto salió del lugar. Estaba asqueado. Al cruzar la
puerta dos policías se le quedaron mirando. N ecesitaban
dinero para el siguiente sniff-sniff. Afortunadamente
para él, unos segundos después salió un gringo y los poli-
cías se fueron sobre él. Aburto se alejó de la escena del
asalto siguiendo la dirección de la avenida Coahuila.
Pasaba frente a todos los bares, y las putas y los engan-
chadores lo invitaban a entrar, pero él les aventaba los
brazos, mientras los olores de tacos de carne asada, suade-
ro, perro, tripitas, chorizo y adobaba llenaban el ambiente,
olores de hot dogs, tortas, alcantarillas, agua de lavado de
taquerías y de pisos de bares, gran pestilencia de basura y
sudor de niños-vaguillos, decenas de borrachos que eran
expulsados de las cantinas en que ya llevaban horas sin
pedir nada, los taxistas prometían mejores rumbos, droga-
dictos hacían sonar su lata de cooperación haciéndose pasar
por representantes de centros de rehabilitación, una puta le
ofrecía a otra el amor que los hombres no saben darle y
le decía cuánto le cobraba por dárselo y ambas reían y lan-
zaban su mal aliento a la cara de Aburto, huyendo hacia
una cantina donde, por fin, iba a tomarse algo.
Mientras se alejaba del Adelitas, sin embargo, la voz
de los insultos continuaba sonando, cada vez más fuerte.
Aburto se dio cuenta que aquella voz no pertenecía real-
mente al maestro de ceremonias de aquel prostíbulo que
había quedado varias calles detrás, sino que salía directa-
mente de su mente, era una voz interna suya. Charly era
parte de su cerebro.

200
Tijuana entera era parte de su imaginación. ¡Por su-
puesto! Una ciudad tan bizarra como ésta no podía existir
realmente. Era una pura exageración de la m ente de
Aburto, una de sus fantasías machacadas. Aburto, en rea~
lidad, nunca había salido de su pueblucho en Michoacán
o el Distrito Federal. Seguía en una de sus pulquerías,
imaginando una ciudad terrible, grotesca. Esa ciudad
afortunadamente no existía. Era solamente un mal tripeo
suyo, una mera Tijuana.
Aburto era lo que su padre imaginó que sucedería si
tenía un hijo.
Aburto llegó al Qyinclé. Una cantina pequeña, pinta-
da por dentro de color verde pistache que por sí solo em-
borracha. Pidió una cerveza. Se la sirvieron caliente.
Apenas servía, la mesera volvía a recargarse en la barra,
sonaba su mandil lleno de monedas inquietas.
Apenas Aburto le dio un trago a su cerveza tuvo que
escupirla y desde la barra -llena de pirujas y cajas de ,car-
tón usadas- lo voltearon a mirar. Eso que había hecho
podía costarle unos buenos putazos del tipo encargado de
trapear. El Qyinclé era un bar para prostitutas que sola-
mente contrataban los fracasados totales o los ciegos.
Estaban todas infectadas de chancro o cualquier mierda.
Los únicos cuerpos que valen más o menos la pena en ese
lugar son los transexuales que, de vez en vez, enganchan
clientes ahí y luego los asaltan.
Si no fuera por los transexuales y travestís del centro
de Tijuana la ciudad ya se hubiera ajusticiado entera. Lo
que los hombres buscan en ser reverenciados por las mu -
jeres, ver cómo ellas gozan rebajarse a mamarles la verga.
Pero ellas solamente acceden a esto si son felices con otro
hombre y tienen dinero para sus gastos extras, así que po-
cas veces la felicidad es alcanzada entre los sexos.

20I
Los transexuales y travestis, situados ontólogicamente
entre ambos sexos, comprenden lo que ambos sexos sig-
nifican. Entienden a la perfección ambas formas de ex-
trema psicosis. Y, por lo tanto, hacen todo aquello que
las mujeres nunca harán si se respetan a sí mismas y ha-
cen todo lo que los hombres necesitan. Un cabrón traves-
tí es perfecto.
Un travi , pues, se acercó a Aburto. Se sentó a su lado.
Le dio carii1ito.
-Vámonos a mi casa. Vivo aquí cerca. Si te quedas
aquí, te van a golpear. Mejor vámonos.
El travi lo tornó de la mano. Aburto aceptó. En el
tramo hasta la puerta, el resto de los clientes del Qyinclé
-obreros bigoto nes que se besaban entre sí, prostitutas
retiradas involuntari amente, un nifto limpiabotas, varios
empleados de maquiladoras y un ex policía que cometió
el error hace aftos de multar al hijo del presidente muni-
cipal- los observaban y les decían cosas. Al ir saliendo,
Aburto y el TV se imaginaron a sí mismos como una
pareja feliz.

Juro que te amo


Afuera está lloviendo
D entro estoy temblando
Porque tú te vas ....

Aburto estaba semiconsciente pero alcanzaba a escu-


char la canción de Los T errícolas. Y él, bajo el efecto de
la pastilla que el TV le había metido en la cervesuca, es-
taba seguro que su sentimiento no lo cambiaría jamás,
aunque sufra este tormento. Y es que el TV - llamado
Félix/Cindy- tenía a Aburto sedado. Le había dado al-
guito puesn y se lo trajo al vecindario, bien apapachadito,
ajúa .. . pinche par de putetes.

202
Así que además de la canción, Aburto sentía otra co-
sa, aunque levemente, porque estaba completamente
atontado. La verga de Félix/Cindy metiéndosele por el
culo mientras él seguía semiconsciente boca abajo.
Aburto sabía que algún día le tocaría a él asesinar a
alguien. Pero todavía dubitaba en hacerlo y, paradójica-
mente - la verga seguía metiéndosele- , podía no asesi-
nar, y seguir siendo, de todos modos, Aburto, porque
Aburto es lo que ya está definido y lo que ya está definido
-adentro, adentro- es que Aburto un día asesinaría a
alguien. Por ende, era quizá enfático o sobrante realmen-
te realizarlo - el culo le ardía, comenzaba a sangrarle- y
aunque no lo hiciera Aburto sería Aburto, un asesino,
dispare o no dispare, porque en cualquiera de sus versio-
nes -incluso la que ahora está boca abajo, enchorada-
Aburto estaba irremisiblemente condenado a ser un
asesino. Verga.
Y lo que ahora deseaba Aburto es que el TV .se la
sacara y lo dejara marcharse o él decidiera matarlo; lo que
deseaba era dar con un universo, uno solo, en que no es-
tuviera ya escrito que Aburto iba a convertirse en un ase-
sino, un arcano o un acertijo. Lo que Aburto había
buscado en su vida era significado y todo lo que encon-
trado era la Zona. Lo que Aburto quería era liberarse de
su pre-historia y todo lo que encontró en ese vecindario
fue una pistola.
Al TV le puso dos balas. A la pistola le quedaron cuatro.

En lo que sería nuestra última sesión productiva, el pri-


sionero y yo hicimos un recuento de su vida en la época
inmediatamente anterior a los sucesos. Mi intención era
ubicarlo en cómo se sentía consigo mismo y con su vida
en la época en que había aceptado participar en el «pro-

20J
i

. yecto», para usar una palabra que ciertamente en su voca- 1


bulario emocional estaba cargada de cierta energía, cierta
catexis.
-Mario, quisiera que habláramos de cómo te sentías
en esas fechas. Qyé cosas cruzaban por tu cabeza. Por
ejemplo, ¿cómo andaba tu relación con tu novia?
- No tenía novia.
-Pero me has dicho que salías con una chica. De he-
cho, en ese tiempo andabas con dos muj eres, ¿no es así?
-No. Solamente salía con una de ellas.
-«¿Salías?»
-Sí, salía. ·
-¿Tenías planes con ella?
-SL
-¿Qyé planes eran?
-Salir de vez en cuando. Me gustaba su hermana.
Qyería acercarme a ella.
-¿Y por eso salías con esta chica? ¿Por su hermana?
-Sí.
-¿Y no pensabas en que tus otros planes estorbaban
a tu vida amorosa?
-Sí lo pensaba. Pero no sabía si mis otros planes
iban a realizarse. Para que todo saliera bien, muchas co-
sas tenían que salir bien antes. Y por eso trataba de vivir
mi vida como si nada. No quería estar sin hacer nada.
Por eso salía con ella.
- ¿Y cómo dices que se llamaba la chica?
r -No me acuerdo.
-¿No te acuerdas? ... Bueno ... Está bien, ¿y no te
pesaba dejar toda tu vida por entregarte al «proyecto»?
Por ejemplo, dejar de tener sexo, Mario, ¿lo pensaste?
¿Te diste cuenta de las consecuencias que sufrirías por se-
r guir tus ideas políticas? Toda tu vida iba a cambiar.
Cambió, Mario.

204
El prisione:> se quedó callado. Pensativo.
-¿Qyé te ;asa?
- Nada.
Entonces ldüce ver que no era raro que la gente de su
edad y condicio. tuviera ideas subversivas, y que inclusive
llegara a diseña atentados terroristas, planes para organizar
una guerrilla, pes aunque él ya había pasado la edad en
que normalmeJte los adolescentes con problemas de adap-
tación albergaren sus mentes tales fantasías, no era del to-
do infrecuente¡ue hombres en sus tempranos veintes las
mantuvieran, sbre todo tomando en cuenta las condicio-
nes sociales y fmiliares desventajosas del prisionero.
De cualquif modo, juzgué conveniente hacerle en ese
momento la prgunta de por qué había aceptado la invita-
ción de aquel hmbre que dijo que conoció en aquellas jun-
tas. Necesitabapreguntarle por qué había aceptado real-
mente seguir e «proyecto». Era el momento en nuestra
relación de quél respondiera finalmente esa interrogante.
Porque una:osa es pasártela pensando que vas a matar
al presidente o:¡ue vas a poner una bomba en un banco
algún día, y otncosa que, de la noche a la mañana, ya estés
involucrado en ·n complot o, nomás porque sí, vas a un
mitin y disparas. -.Jo, así no son las cosas humanas. Siempre
hay algo más, alp detrás. Motivaciones íntimas. Así que le
hice la preguntapero la respuesta que me dio, lo confieso,
me sorprendió. ~izá la expresión exacta para describir la
emoción que pnvocó en mí tal respuesta sería ·más apro-
piadamente exmeración. Su respuesta me sacó de quicio.
- ¿Por qué aeptaste hacerlo?
-Acepté peque estaba aburrido.
Algo ocurriéen mi cabeza, quizá aparecieron en mí
mis sentimiento como padre de familia u hombre madu-
ro que escucha ccir a un hombre joven tal barbaridad, o
quizá mi reacció. se debió a que entendía que sus pala-

205
zo6
do a él, como «Aburto», como si esa persona de la que estu-
viéramos hablando no estuviera ahí, no fuera él. ..
Anoto todo esto por honestidad profesional, ya que,
lo re itero, reconozco mi error, pero no encuentro otra
manera de tratar de enm endarlo que confesándolo, y
admitiendo que debido a mi descuido, el prisionero no
volvió a hacerm e ninguna revelación significativa a partir
de entonces, pues a partir de entonces solamente prosi-
guió su ya habitual construcción de variantes insubstan-
ciales, racionalizaciones inverosímiles y meros desvaríos.
E l prisionero comprendió lo que había sucedido, y
antes de levantarse abruptamente de su asiento y ser es-
coltado de nuevo a su celda, me dijo, con la m ás fría de
sus voces, quizá la más profunda:
-Sí, Aburro lo hizo porque «Aburro estaba aburrido»,
·como usted dice, doctor. Lo hizo porque sentía que nada r
tenía sentido. ¿Comprende? Nada. Nada tenía se ntido, 1
doctor. N inguno ... Sentía que Aburro estaba aburri-
do, sentía que Aburro estaba muerto. Sí, por eso lo hizo.
Porque si se sentía aburrido y se sentía muerto, entonces, se
sentía Aburto. ¿Necesito explicarle más lentamente todo
esto, doctor, o ya va entendiéndolo? Todo esto significaba
una sola cosa ... Aburro tenía que cambiar al mundo.

Ese día Mario checó su tarjeta a las 5.45 horas. H ab.ía


r
Jlegado, por su cuenta, más temprano para poder salir an-
tes. Cuando el tropel de obreras y obreros comenzó a 1

abarrotar las puertas de entrada, la m áqui na de Mario era


la única operando. Los de turno nocturno ya se habían
marchado. El ruido notorio de su máquina lo co nvertía
en el corazón o cerebro palpitante de toda la fábrica.
Esa mañana no juzgó pusilánime o indigno a su traje
de obrero, como siempre le había parecido. Al contrario:
lo portaba como un traje espacial, un uniforme de un
guerrero del futuro, el mero ciberjefe punketa.
Se había apoderado de él un sentimiento cibernético
profundo.
Estaba seguro que los movimientos que hacía con las
manos y los pies para -coordinar los movimientos de la
máquina lo controlaban TODO.
Detrás de sus gafas, sus ojos apenas se desplazaban.
Sus tapones de oídos no lo dejaban escuchar sino su
propio latido.
La máquina cumplía sus labores casi por sí misma; él,
simplemente, la vigilaba, unía su cuerpo a ella en los ins-
tantes decisivos. Él y su máquina confluían.
M ario imaginaba que cada mano, movimiento lateral
r de cabeza, cada muj er que se levantaba de su puesto, cada
portacargas que avanzaba entre los interminables pasillos,
cada centímetro marchado por cada una de las innumera-
bles líneas de producción funcionando, cada operador
que mecánicamente alimentaba de material a su máqui-
na, cada ruido, cada ensamble, cada movimiento detrás
de los centenares y centenares de tapabocas, cada respiro,
cada chicle, cada inspección en la zona de control de cali-
dad, cada empaquetado, cada error incluso, cada uno de
los miles de movimientos que se realizaban esa mañana
í en la maquila, eran controlados por él desde los regula-
dores, palancas y botones de su máquina.
Le había hecho mucho bien el cambio de puesto.
Alejarse de la línea de producción. Contar con su propia
máquina. Lástima que esto había ocurrido hasta enton-
ces. En ese momento, pensó en Tomás. Cuando llegara
al gobierno, pensó también, se llevaría a Tomás a trabajar
con él.
Él era la armonía leibniziana, la mónada primordial,
el switch general de la total urbe supra-industrial.

208
Apostado en su lugar, imperturbable, estaba seguro
que incluso un involuntario tic suyo mandaría una orden
inexorable e instantánea hacia algún punto. Mario sabía
que su máquina era apenas la tecnología exterior quema-
terializaba, como un oasis en medio de la maquiladora, el
verdadero dispositivo de control y los engranajes de su
cerebro. Mario y sus infinitos botones mentales lo admi-
nistraban TODO.
Absolutamente TODO estaba bajo su control.
Mario era esa mañana, en el trono de su máquina, el
presidente del completo devenir de la frontera. Mantenía
· los ojos casi sin pestañear, temeroso de lo que un movi-
miento -un REM accidental- o un glitch suyo podría
provocar. Pero en el nanosegundo periódico en que par-
padeaba, en ese. infinitesimal espacio temporal en que
cerraba los ojos y los volvía a activar a su ciento por ciento,
Mario controlaba mentalmente las piernas de miles de
migrantes brasileños, guatemaltecos, panameños y m'exi-
canos al pie del muro oxidado que divide a Estados Uni-
dos de México, el muro de la división asimétrica, y luego
lanzaba una orden sincrónica a TODOS ellos para que rea-
licen, simultáneamente, un salto gigante que los hace
alcanzar con sus uñas el filo cortante del muro metálico,
placas militares que antes estuvieron sobre los desiertos
de Irak, soportando sobre ellas el peso de los tanques y
vehículos militares avanzando a velocidad asesina entre
las tormentas de arena y los desertores iraquíes huyendo
un segundo antes de ser aplastados por las placas metáli-
cas que ahora los miles de replicantes de Mario saltaban,
mientras los agentes de la Border Patrol no pueden creer
lo que sus ojos atestiguan, una oleada de ilegales nunca
antes vista que, gracias a la conducción a control remoto
desde la mente y cuerpo de Mario, gracias a su palanca de
comandante de l a revancha de las pirámides, hace que
aquellos miles de rnigrantes aplasten TODOS los vehículos
de persecución, las balas de hule, macanazos, y atraviecen
sin demora todos los gases de la patrulla fronteriza, sin
que ·siquiera los helicópteros puedan hacer nada y los ra-
dares federales simplemente registren tan inusitado cru-
ce, pues Mario en aquel paisaje estupendo ha hecho que
también TODOS los muertos del bordo, TODOS aquellos
que han muerto por los operativos de Estados U nidos en
la frontera mexicana, TODOS los que han caído abatidos
por los disparos, golpes o atropellamientos, TODOS los
que después de días de caminar perdidos entre las heladas
montañas o los hirvientes desiertos, súbitamente se de-
rrumbaron con un golpe seco contra la tierra para irse
desmoronando corno si fueran un montón de piedras, se
levanten, salen de la tierra, se reintegren sus huesos dis-
persos, recuperen sus pellejos y sus fuerzas; la voluntad
que los ha llevado a esta tumba milenaria, estas tierras que
antiguamente les pertenecían, se pongan de pie los muer-
tos de la frontera mexicana, los hombres del maíz sagra-
do, los post-mayas, gracias a la orden ubicua de Mario,
para unirse ellos también a los ejércitos que ese día han
decidido arrasar los mecanismos de contención de Nor-
tearnérica, infatigables armadas a las cuales, gracias a otra
palanca que Mario ha movido, se unen, asimismo, los
aztecas que salen de la tierra desde el centro mismo de la
República, el gran ombligo de la Luna, del que brotan no
sólo los defensores de Tenochtitlán muertos por los con-
quistadores españoles en 1521 sino también TODOS los
esclavos negros traídos de África -dirigidos por el prín-
cipe Yanga-, TODOS los resistentes yaquis, TODAS las
tribus bárbaras del norte, los temibles chichimecas, miles
de guerreros retornantes son expulsados gracias al impul-
so de volcán Popocatepetl y llegan hasta la puerta misma
de la frontera para unirse al alzamiento mesiánico e

210
invencible de muertos y vivos, al que también asisten las
muertas de Juárez, los ejércitos de ultratumba de Emilia-
no Zapata y Pancho Villa, TODAS las Adelitas que los
acompañaban, junto a TODAS las cucarachas -que car-
gan todos los paquetes de mariguana que todos ellos ne-
cesitan-, como se unen también TODOS los miembros
de los cárteles mexicanos, armados hasta los dientes, por-
que en este avance Chalino Sánchez con su sombrero, el
Señor de los Cielos y sus aviones, Miguel Hidalgo y su
campana independista, los cristeros, TODOS los estu-
diantes muertos en la plaza de las tres culturas en el 68,
TODAS las pandillas de Tijuana, TODOS los niños con sus
resorteras y los viejos con sus sádicos machetes, los sesen-
ta millones de mexicanos miserables y el cuarenta por
ciento restante de mexicanos al borde de un ataque de
destrucción norteamericana, todo el pueblo, TODO, se ha
unido, lo sabe Mario, para echar abajo el muro, avasallar
las ciudades, saquearlas, con el único fin, escuchadlo
bien, malditos gringos, ¡you fucking Americans!, con el
único fin de recobrar cada milímetro de los territorios ro-
bados en la invasión de 1847. Todos golems de Mario.
Todos furiosos contra la maquinaria norteamericana. ·[
Y todo esto fue y ocurrió esa mañana gracias a Mario,
el obrero borderline, Aleph del Coraje Ancestral, Nafta-
maníaco, Autodidacta del Qyinto Sol, Trans-Qyijote
cuatrocientos años después.
Mario, sin embargo, se mantenía impasible en el ala
oeste de la fábrica. Operaba el funcionamiento de su
máquina.
Tal gloriosa omnipotencia lo disuadía -como ya ha-
bía ocurrido dos veces- de desistir. Esta vez no daría
marcha atrás. Todo lo tenía bajo su mando y era hoy
cuando tenía que recordar que aunque se fuese el más cri-
minal de los criminales se puede atravezar toda falta con

2II
la nave de la espiritualidad vedanta o atravesar el pantano
sin mancharse el plumaje, como lo hizo Cuauhtémoc.
Había que actuar. Esta vez no rajarse. De esto dependía
el siglo XXI.
Mario conocía al príncipe meditabundo Hamlet, de
quien -en la valiosísima Colección Ediciones Resumi-
das- había conocido su duda central, la propensión a la
inactividad que se experimenta en días decisivos como el
que Mario ahora vivía, muy semejante, recordaba Mario,
a aquel otro día en que el guerrero Arjuna a bordo de su
súper automóvil (probablemente un platillo volador anti-
guo) dudaba si combatir al mirar por delante a los ejérci-
tos enemigos, repletos de familiares suyos, como Mario
había leído en aquel libro que le vendió uno de los mu-
chos inmigrantes, ex drogadictos convertidos en Harekh-
rishnas morenos que pululaban entre los tráilers, bodegas
y naves industriales.
-Hermano, líberate .. .
Para Mario liberarse era actuar, «ya que los verdade-
ros hijos de la patria demuestran su valentía con hechos y
no con palabras», recordándose las palabras que él mismo
había terminado de escribir en el cuaderno donde ano-
che había finiquitado la última versión del Libro de Actas.
En ese instante, Mario sentía que por fin había com-
prendido todas las jdeas que anteriormente sólo había
semicomprendido, se le venían a la mente, en repaso ver-
tical de monitor de PC todas las palabra leídas y pen-
sadas, todas las transmisiones de su vida, y en un solo
nanosegundo corrían como un programa o un asteroide
atravesando su cielo mental a la velocidad del sonido cada
una de las letras de El nuevo mundo industrial y societario
de Fourier, Todo es Cábala de Scholem, Interpretaciones de
la Revolución Mexicana de Adolfo Gilly, Sobre el Manejo
Correcto de las Contradicciones entre el Pueblo de Mao Tse-

2I2
tung y Las profecías de la Virgen de Fátima a los tres niños-
videntes de Tlacaélel Meléndez.
-Hoy es el día -se repetía a sí mismo, y cuando los
centenares de sus compañeros, millares de personas que
lo conocían, fueron interrogadas por la policía, algunos
de ellos bajo tortura, prácticamente TODOS dijeron lo
mismo, esa mañana, mientras ensamblaban en Camero
Magnéticos, TODOS escuchaban incesantemente un men-
saje en su mente, «Hoy es el día», aunque no entendían
su significado, ni quién lo emitía.
Pero Mario lo entendía. De Mario venía. Mario era el
mensaJe.
A las 13.43 horas, Mario checó su tarjeta de salida.
Antes de subir al auto robado, Mario se supo un samu-
rai azteca listo para cumplir el magnicidio prestablecido.

Aburto salió un minuto antes de las dos. Cuando iba sa-


liendo de su trabajo, oyó que el guardia que leía un perió-
dico decía que iba a ver un mitin en la colonia Lomas
Taurinas.
Subió al transporte de su trabajo. Se bajó en el centro.
A uno de sus compañeros le extrañó eso.
Aburto siempre se bajaba en el crucero de la 5 y 10, el
más caótico de la ciudad, un sitio que ciertos días se pare-
ce a Calcuta.
A Aburto siempre le gustaba comer fuera de casa.
Antojitos mexicanos o tacos. Entró a una tortería. A El
Pulpo, que todavía no quebraba porque todavía no lle-
gaba McDonald's al primer cuadro de la ciudad. En El
Pulpo comían dos travestís que trabajaban en un antro de
la Plaza Santa Cecilia y una pareja con dos niñas. A un
lado de El Pulpo había zapaterías y establecimientos de
venta de aparatos electrodomésticos.

213
Una canción de The Cure sonaba a todo volumen en
la bocina callejera de una de esas tiendas:

Standing at the beach


With a gun in my hand
Staring at the sea
Staring at the sand

I'm alive! I'm dead!


!'m a stranger,
killing an Arab.

Aburto no sabía inglés. Como casi todos en la ciudad,


había estado en Estados Unidos pero no aprendió ni a
decir pío pío en inglich. Aburto era un naquérrimo. Tenía
cara de chilango.
No tenia ganas de volver temprano a casa porque sus
hermanas lo tenían harto. Frecuentemente pensaba en
entrar a casa y dispararle a todas en la cara y una vez que
las balas se hubieran acabado, pegarles putazos con la
cacha de la pistola, hundirles el cañón en el culo.
Después de haberse comido la torta de milanesa escu-
chó que el par de locas mitoteaban sobre el mitin. Para
entonces no se acordaba del nombre de la colonia pero te-
nía ganas de asistir. N unca había ido a un mitin. N o estaba
seguro de lo que un mitin era. Además, quería distraerse.
Estaba muy tenso por lo del otro día en la Coahuila. Tenía
miedo de que la policía ya lo estuviera buscando.
Al salir, azar urbano, vio un autobús azul con una fran-
ja blanca que decía en el parabrisas «L. Taurinas» con pin-
tura blanca de zapatos. Entonces se acordó que ésa era la
colonia y le hizo la parada, pero el autobús no se detuvo.
Sacó su libretita y ahí apuntó el nombre. Siguió cami-
nando buen rato hasta que volvió a encontrar otro auto-
bus azul y blanco. Hizo la parada y se subió.
Él pensó por lo de «Lomas Taurinas» que esa colonia
estaría cerca de uno de los dos toreos de Tijuana, ya fuera
el que está en playas o el que está en el boulevard.
Después de un rato, el autobús paró en un lugar don-
de había muchos carros parados. El chofer ahí bajó a los
pasajeros porque ya no le permitían el paso.
[ .. .]

Ésta es la secuencia que narra una de las versiones oficiales,


r
secundándose de una carta llena de errores de ortografía y
discorcondancias sintácticas, y que supuestamente fue ·
escrita por Aburto. Pero los errores son tan garrafales y
caricaturescos que se nota que fueron hechos de modo
deliberado, quizá por un agente del gobierno cuya falla
fue exagerar la brutalidad gramática! de Aburto que, es
cierto, carecía de educación formal, pero jamás habría co-
metido tantas burradas.
Además, en el texto se hacen aseveraciones corno
«comí una torta, por una calle que creo se llama Consti- í
tución». Ninguna persona que lleva ya casi diez años en
r
la ciudad hubiera dicho algo así. La avenida Constitución 1
1
es la más conocida de Tijuana. Esa falsa crónica no la pu-
do haber redactado o dictado Aburto.
De cualquier modo, sin tornar en cuenta las discor-
dancias y contradicciones del relato anterior con lo que
conocemos, pros1go.
Cuando Aburto bajó del autobus observó bien a la
multitud. Al mitin habían asistido más de cuatro mil.
Lomas Taurinas es un barrio fundado por invasores de
terrenos afiliados al Partido Revolucionario Institucional,
que aunque conservaba la presidencia desde hace siete
décadas, en Tijuana y en la gubernatura estatal era la

215
oposición la que reinaba. 11 Qyizá intuyendo el descenso
de su popularidad en el norte del país, los organizadores
del mitin priista eligieron este barrio, a pesar de ser de
bastante peligrosidad. Los índices delictivos son altos; los
dílers de drogas controlan esas zonas.
El mitin se realizaba al final de un cañón. Desde los
cerros había hombres observando. Algunos con binocula-
res, otros, incluso, a bordo de autos.
Cuando Aburto llegó, Luis Donaldo Colosio, candi-
dado del PRI a la presidencia, ya casi terminaba su dis-
curso político. El discurso había sido breve. Colosio era
un demagogo consumado.
El evento se trataba de un rally para que el candidato
fuese fotografiado en uno de sus baños de pueblo. A Co-
losio, se dice, siempre le gustó eso, pueblear; bajar de las
tarimas, mezclarse con la gente, dejarse tocar. Muchos de
sus guardaespaldas tenían que disfrazarse de gente nor-
mal para poder protegerlo. Debido a su disfraz de gente
pobre, se autodenominaban «Los Sucios».
Cuando Aburto logró abrirse camino entre el gentío,
comenzaron los aplausos.
El discurso del candidato había terminado. No había
escuchado nada.
Había llegado demasiado tarde.
Aburto se sintió excluido de la euforia de la masa,
comenzó a envidiarla y, a la vez, a detestarla en su enteri-
dad. No era parte de ellos. En ese lugar había demasiados
policías. Comenzaba a identificarlos. Estaban por todas
partes. Comenzó a paniquearse.
Todos lo empujaban, el gentío lo apretaba, olía mal.
Veía las despreciables caras de lideresas gordas gritando
consignas chillonas, hombres ebrios riéndose, niños con

11. En el año 2000, el PRI también perdió la presidencia nacional.

zr6
los mocos saliéndoles de la nariz y buscando a sus padres,
veía a los acarreados con camisetas de la campaña cansa-
dos de menear las banderas, veía a la masa de borregos,
algunos de ellos bailaban la música animada, festival y
populachera que el sistema de sonido había puesto, la
preferida del candidato. Aburto los odiab a.
-¡Viva Colosio! ¡Colosio, no te vayas a olvidar de
Tijuana cuando llegues arriba! -alguien gritaba.
La gente estaba extática. Pero él no se sentía, escu-
chadlo bien, no se sentía en unidad.
Este simple hecho detonó una primera reacción irracio-
nal de Aburto, que no olvidemos, sufre de transtorno de
personalidad límite o borderline, sufriendo baja tolerancia,
poco control de sus impulsos, inestabilidad, volubilidad y
tendencia a la reivindicación inmediata, ansiedad, para-
noia, alta agresividad. Como analista, estoy autorizado a
describirle en estos términos: Aburto es un hombre maqui-
lado por una sociedad disfuncional. La quijada le comenzó
a molestar. Aburto miró a su alrededor.
Primero vio, a lo lejos, una manta que decía «En Baja
California decimos basta, no más engaños, no más PRI-
Gobierno» y otra «Üjo, Camacho y Sub-Comandante
Marcos te vigilan». Eso detonó una segunda sensación de
inquietud en Aburto. El rostro se le llenó de sangre.
H abía opositores en el mitin. No era el único. Pero en
su mente resonaba la idea, «¡cobardes! ¿Una puta manta
es todo lo que piensan hacer, cabrones?, el pueblo chilla
pero no hace nada».
En esos segundos Aburto también advirtió que había
algunos hombres disimuladamente armados. Seguramen-
te integrantes de Los Sucios.
Él seguía avanzando entre empujones, codazos, gente
tropezando a los lados. Uno de ellos accidentalmente,
durante un par de segundos, puso la mano sobre su pistola.

217
Aburto la traía guardada debajo de la camisa, metida en
el pantalón. Era una Taurus calibre 38. En el cargador
había cuatro balas pero cabían seis. La pistola la había
comprado a un vecino suyo, un narquillo de la colonia
Buenos Aires. Aburto casi siempre la llevaba consigo, a la
salida de la fábrica la pistola lo esperaba fiel en su locker.
Aburto no era el único obrero armado que estaba ahí.
Mario, por supuesto, también había ido. Él estaba en su
sitio, esperando.
Aburto. Mario. Ambos estaban a pocos metros de
distancia uno del otro. Los dos estaban cada vez más
cerca del candidato.
La canción que sonaba era de la Banda Machos.

C uidado con la culebra que muerde los pies,


¡Ay, si me muerde los pies.'

Ambos llegaron hasta Colosio,

Si me muerde los pies,


Yo la tengo que matar .. .

Una mujer le quiso entregar unas hojas de papel, un


rollo con una petición, pero Colosio le empujó la mano
con los papeles haciéndola a un lado. A Aburto eso le
hizo estallar en coraje. Llevó la mano a su cintura. T enía
que hacer justicia automática. Colosio le recordaba a su
puta madre.
A Mario, a su vez, éste le parecía el momento perfec-
to para matar al candidato y, luego, llamar a Conferencia
Mundial. Sacó su arma de la chamarra.
Un instante antes de jalar el gatillo, ambos cruzaron
miradas. Una especie de espejo sutil se trazó entre el can-
didato y ellos; en la mirada que ·se lanzaron uno al otro,

2!8
Aburto y Mario, había una pregunta, ¿quién era el otro?,
¿por qué nos parecemos tanto?, ¿quién nos hizo de este 1
modo, como dos televisores idénticos, juntos?, ¿qué fuer-
za o causa los había hecho coincidir en este punto del
espacio y el tiempo?, ¿por qué nuestros ojos se miran?,
¿disparamos contra Colosio o uno contra el otro?
Para despertarlos de su extrañeza, Tijuana sopló una
orden al oído de ambos: «Hazlo».
Ambos, casi simultáneamente, dispararon.
Un disparo hizo que los sesos de Colosio estallaran.
Otro fue a dar a su estómago.
Ninguno de los dos supo cuál balazo fue el suyo.
Comenzaron los gritos de la gente, los guardaespaldas
volteando a todas partes, sacando o guardando sus armas,
el cuerpo de Colosio, descompuesto, echando sangre y
sesos, acarreado, radios, fotografías, videos, forcejeos.
Cuatro mil personas huían, como si cada una de ellas
fuera el culpable o el próximo blanco, huía la señora que
vendía hielitos de sabores, el viejillo aburrido, el perro
callejero, los estudiantes de las pancartas, el plomero ul-
tra-priista, huía la Culebra y, sobre todo, huía Tijuana,
espantada, riendo, dando saltos, escondiéndose en todas
las casas, recibiendo tres millones de balazos. ·

En pocos segundos las fuerzas de seguridad atraparon a


varios hombres. Muy pronto soltaron a varios, algunos de
ellos agentes de Seguridad Nacional muy parecidos físi-
camente a Aburto o a Mario.
En los cerros aledaños, autos arrancaron, cargados de
armas de francotiradores.
Uno de ellos, el más transtornado de los dos maquilo-
cos, fue elegido como el culpable, aunque otra versión
mantiene que después de los primeros interrogatorios fue

2I9
sustituido por el otro al llegar al centro del país. Meses
después El Universal publicaba en primera plana «Exis-
ten por lo menos tres Mario Aburto».
Al día siguiente, otros que habían estado en el mitin y
muchos más que solamente habían planeado ir regresa-
ron a sus puestos de trabajo en las fábricas. No hablaban
f con nadie.
Uno de ellos ahora está en un penal de máxima segu-
ridad, con una cámara de video vigilándolo las 24 horas
del día, solicitando, puntual cada mes, Muy Interesante y
Selecciones y cientos de libros de la biblioteca, la mayoría
de ellos de psiquiatría, literatura y ajedrez. Su aspecto
ha cambiado. Es un hombre adulto. Ahora usa lentes.
Y entre los célebres jefes del narcotráfico, el hermano
del presidente Carlos Salinas y otros presos peligrosos, él
más bien tiene la apariencia de un nerdo.
Y como una madre que tiene un hijo pero no sabe cuál
padre, el detenido mismo nunca supo si su bala fue una de
las que mató a Colosio. Hay noches que casi está convenci-
do de que no. Reconstruye esa tarde mil veces, cada vez de
modo diferente. Sabe que se trata de una tarde que nunca
volverá a ser igual y, al reconstruirla, se f~a en cada una de
las decenas, cientos, miles de personas que rodeaban a
Colosio. Se da cuenta que Colosio huía de todas ellas,
como una culebra que sabe que la van a magullar. El dete-
nido mismo sabe que probablemente él no fue.
Pero por orgullo, acepta la culpabilidad porque ésa es
la única vía para alcanzar la anhelada inmortalidad, ade-
más de que sabe muy bien que un hombre que dispara
y sólo hiere no puede ser considerado un verdadero hijo
de la patria.
Pero quien está en prisión no descarta que el justicie-
ro verdadero haya sido un prócer más secreto. Otro su-
premo Caballero Águila.

220
Y el que está en la cárcel imagina cómo es la vida del
otro, allá afuera. La vida de todos los Aburtos que par-
ticiparon esa tarde y, al mismo tiempo, imagina todos
los Aburtos en las fábricas. Los imagina checando tarjeta,
apostados en sus máquinas, en los asientos traseros de los
trasportes de la empresa, los imagina en torterías, los ve
siendo bienvenidos por la risa del que vende boletos en el
museo de cera, los imagina en la línea de producción pla-
neando (en voz baja) una huelga que jamás sucederá, los
imagina llegando a la central camionera y a Tijuana por
primera vez, los imagina dejando que Tijuana los seduzca
diciéndoles a cada uno lo que cada uno de ellos quie-
re oír, los imagina saltando el muro, los imagina siendo
golpeados por los agentes de migración, los imagina es-
cribiendo en la noche, justo como él.
Preparando, aunque ya no en papel, porque todo escri-
to suyo es confiscado, pero sí confeccionando en la mente
ese nuevo libro, palabra por palabra, memorizándolo, un
Libro de R espuestas para tratar de entender qué pasó.
Por qué nuestras vidas fueron éstas.
Antes de morir para siempre, saber.
Cada uno de ellos ensamblando en la fábrica o hu-
yendo en la avenida, en el Trolley o en el museo de cera,
en el pueblo o en la ciudad, frente al televisor o la katafi-
xia, saber.
Ante las tres cortinas aguardar su destape.
E sperar que los dioses, Chabelo o Salinas den la or-
den para que se levanten y, mientras centenares de chu-
pacabras y televisores vuelan sobre nu estra cabeza, saber
que detrás de las cortinas nos espera o fortuna o burla o
espejo.
Saber antes, pues no regresaremos.
Oltién es él.
Oltiénes, nosotros.

221
Lo que impele la multiplicación es su insaciabilidad men-
tal de nuevas versiones. Apaciguar la ansiedad de Historia
o biografía. Creyendo a la narración: ansiolítica, curativa.
No sabiendo que narrar no propende a la unidad. Con-
tarnos sólo nos ramifica.
Siguen surgiendo nuevos cables. Y el ingeniero espa-
cial a bordo de la nave que se aleja de la Tierra no opta
por seguir desconéctandolos -son auto-replicantes-
sino por amputar su avidez de brazos.
Y a todo ha sucedido. Él se piensa a sí mismo. Al
hacerlo, se vuelve dos. Mario y aquel en quien Mario
piensa. Ambos.
Estos dos poseen todos los rasgos definitorios de
Mario. Pensarse.
Es el atavismo narciso lo que reproduce. A Mario.
Cada pensamiento que brota de su cabeza es un espe-
jo o, mejor dicho, un televisor y de su cabeza brotan
interminables televisores cada segundo.
En todos ellos está la cara de Mario dirigiendo un
comunicado al universo.
Ya que cada vez que Mario se piensa se desdobla y el
desdoblado se piensa a sí, desdoblándose de nuevo y este
efecto en cadena produce infinitos suyos. Todos pensán-
dose, ramificando los cuerpos y mentes que tiene Mario.
Alguien deseándose narrar, descomponiéndose en tal
desparpajo, aspirando a una sola cosa: ser verdad o, a lo
menos, ser creíble.
Hacer de una vida deshilada un significado, nunca
exacto.
Los místicos consideran loable o sublime a la ubicui-
dad. La celebra también, por cierto, Walt Disney y la fí-
sica cuántica.

222
Desdoblarse es lamentable.
Cada vez más identidades, cada vez más otreda-
des de ti.
A cada versión, un nuevo personaje, reproduciéndose
como una metástasis inacabable; una nueva clonación a
cada instante; otro más de ti en cada punto del mundo,
uno, uno más, hasta que el primero de ellos, o cualquie-
ra, voltea a su alrededor y se percata que el universo en-
tero está lleno de una figura pusilánime, la misma, las
variantes de un hombre que no para de hablar de sí mis-
mo y es miserable y se autoengaña, mitómano incurable,
escapista imposible y por ese acto se duplica incesante-
mente hasta vivir en el peor de los infiernos: un planeta r
habitado por millones de dobles suyos, un cosmos
ocupado física y mentalmente por todas sus versiones
personales.
Deja de narrarte, por favor. Detén el relato. Pobre .d e
ti, Mario, en verdad, pobre de ti.
Tú, hermano, sabes mejor que nadie cuál es la so-
lución.
Ya mataste al primero de ellos. Su nombre público
era «Colosio». Prosigue y asesina a todos los demás. No
.los convoques. Aniquila todas tus variantes. Serial killer
de tu subdivisión infinita.
Nada más debe ser relatado.
Ninguna versión debe ser agregada.
Asesina a todos los Marios. Devuelve todas las formas
a su vacío ongmario.
Mira a tu alrededor: cada punto del universo está ocu- r
pado por ti.
Pero no es necesario ser definitivo. Podemos desa-
parecer. Podemos, en verdad, dejar de ser. Basta, uno
a uno, ceder el lugar, sabotear la proliferación, aceptar la
extinción. Como los mayas, marchar.

223
Dejar de pensar en ti, no te desdobles. Alcanza el si-
lencio total. D eja que el agua toque la punta de tus pies.
Después de ese lago no habrá nada más. D escansarás.
Jamás otra vez esta espantosa historia, jamás. Jamás las
pirámides, jamás las fábricas.
] amás habrá nada más.
Todos tus personajes desaparecerán.
Y si ahora estamos todos juntos es porque atraveza-
mos el final. Revueltos antes de terminar, escenas tardías
en que todos aquellos que somos nos vemos el rostro mu-
tuamente a través de todo el univ~rso, máscaras abajo,
nos vemos la última cara y sentimos el agua final. Ve ca-
llando, Mario, ve callando.
No hagas caso al lamento o ruido de las tropas de jo-
didos, protagonistas y fantasmas alrededor tuyo. Todos
esos allegados no son más que tus pensamientos o los de-
monios de una Historia que ignora que inaugura ya su
adiós. Persevera en la aniquilación mental de todos
ellos, acaba con la ciudad. No vuelvas ya ninguna metá-
fora literal.
Permite que se apague completamente Tula, Teo-
tihuacan y la nueva T enochtitlan. D eja que T ijuana se
autodestruya o sea consumida por Estados-Unidos. Apan-
dona tus. armas. N o hay ya ninguna ciudad que defender.
Sólo quedan las pseudo-metrópolis.
Siente el agua, va llegando, siéntela, M ario. Y en este
instante del rocío, no te engañes, siente la última frescura
y antes de que ésta se extinga reconoce que aunque has
1 cesado de reproducirte, sin embargo, hace mucho que
dejaste atrás la última oportunidad de liberación.
Obedece tu desenlace.
N o te sientas atraído por la fisionomía imaginaria de
lo que hay Después.
Después solamente prosigues otra vez tú.

224
Escucha esta conminación a morir. Aprieta el último
botón de nuestra realidad: aquel que dice «Start».
Aprovecha tu encierro, quédate ahí. Y si yerras y de-
seas salir, te lo advierto, apenas. te asomes, te cerciorarás:
ya no habrá nadie, ya no habrá país. Serás el único que
rechazó la gran oportunidad; el único que decidió perma-
necer aquí.
Y tú, ridículamente, convencido de que bastas tú para
repoblar todo ese mundo, tú y tus dobles, todos tus en-
mascarados, variando tu vida, llenando todos los puestos
de la Historia, multiplicando las versiones, siguiendo el
insensato sendero del relato debido a que no aceptaste
el agua.
El sol ya se apagó, Mario. Sólo queda una encadila-
ción delusoria. Ya no habrá otra alba.
Todos los dioses riéndose de ti. Un dios para cada
uno de las otredades de ti; multiplicando, inclusive, a los
dioses para que cada Mario tenga a un dios tutelar rién-
dose de su jodidez. Incluso los dioses, Mario, incluso
ellos se han venido reproduciendo debido a que no acep-
tas callar.
Calla ya. Deja de sonar en mi mente, salte de aquí ya.
Lo sé, Mario, lo sé. El que no calla soy yo. Soy la voz
que te relata, la voz de la multiplicación. Tú hace mu-
cho que dejaste de hablar. Yo, en cambio, te veo en todas
partes. Y para dejar tu historia, para abandonarla, tendría
que dispararme. Todos los días revivo tu historia, la mez-
clo con la mía y recorro siempre esta pseudo-ciudad bus-
cándote, pensando en ti y cada que vez que vuelves a
disparar, cada vez que cada uno de los infinitos Aburtos
vuelven a jalar el gatillo en aquel mitin, imagino que soy
yo la figura que se derrumba.

22)
El hombre corporal está formado por dos
individuos; el hombre espiritual por 810.
CHARLES FOURIER,
El nuevo mundo amoroso

Ya no sé a qué vine. No sé qué me trajo aquí. Probable-


mente lo mismo que a ti. Tenía la esperanza de que al
final algo cambiase. Pero el final f~e tan rápido.
Por eso llegamos hasta aquí, ¿acaso no?
Pero ya pensándola, ¿para qué llegar aquí? Ésta no era
la ciudad donde yo había nacido. Esta ciudad no debió ser.
Si esta ciudad realmente existe, no puede existir Dios.
Ésta es una ciudad posterior. Nada de lo que aquí su-
cede puede significar algo. Aquí vale todo. Nada.
Y o sé que tú quieres una completa explicación. Pero
desde que nací supe que ninguna partícula del Universo
es satisfactoria. Nunca sabrás siquiera quién fui yo. Pue-
des llamarme como quieras, después de todo, realmente,
ni siquiera yo mismo sé quién soy yo, realmente, en mi
interior.
El candidato hablaba de renovación. Su mensaje pudo
ser otro y nada hubiera cambiado. Mejor hubiera sido no
h aber inventado el lenguaje. No dejar que nunca ocurra
por segunda vez. Esa tarde, el polvo, cargado de chicles
asoleados, hablaba de nuestra completa insignificancia.
La letra de esa canción - algo dice de una culebra-
es humillante. Esa música me aturdía y volvía grisáceo.
Toda esta masa de gente era una comitiva patética. Sen-
tía deseos de asesinarlos a todos. Yo también fui dispues-
to a matarlo. Solamente que yo voy a ahorrarles mi
historia. Y a han escuchado bastantes vidas. Y o voy a aho-

226
rrarles la mía. Nací. Crecí. Pronto voy a morir. Eso fue í
todo. Simplemente quiero decirles que fui a ese mitin
porque quería matar al famoso Colosio. Creo que no se
ha contado su historia hasta ahora. ¿Pero es necesario
contarla? Es la misma que todas. Qyería ser Dios.
No hay hombre que no quiera ser Dios. A eso ve-
nimos todos. Por eso no hay que contar ya ninguna his-
toria. Todas son estúpidas. Son la misma.
Él daba su discurso y cuando su discurso terminó,
comenzó la música. Al escuchar la canción me invadió
una total sensación de ridículo.
¿Qyé tenía que ver toda mi vida con este momento?
¿Qyé hacía ahí?
Era como si la canción tratara de mofarse de mí.
Hacerme creer que me hablaba a mí. Como creer que
una mujer me ha estado coqueteando con la vista e ir
hasta ella solamente para que me diga que jamás siquiera
le cruzaría por la mente mirar a alguien como yo.
Una voz en mi interior hacía lo mismo. Me había
convencido, con grandes discursos, consejos e inclusive
dudas fingidas que yo tenía que estar aquí. Ahora la voz
reía. Escuchaba su risilla. La gente aplaudía.
Todo había sido una broma pesada. El candidato bajó
de la tarima.
Me sentí idiota, me abochorné. El encadenamiento
de hechos solamente desde un punto de vista insensato
podía desembocar en esta escena. El cosmos o la ciudad
me habían engañado. A punto de firmar una historia,
mejor decidí tirar la pistola.
No existía una pinche razón para que yo estuviese
aquí, ¡ninguna! Y cuando pensaba esto me di cuenta que
encima de la pistola tirada y sobre mí pasaban sombras.
Volteé al cielo. Una obscura parvada de chupacabras
pasaba riendo a carcajadas.

227
¿Qyé iba a decir yo? «Maté al candidato porque así lo
exigía la historia o la m iseria de este país; lo maté porque
me lo ordenó el presidente; lo maté porque enloquecí)}
«Lo maté porque desde mi infancia he sido un hombre
profundamente perturbado)} Mejor sería admitir que toda
causa es inventada con tal de negar que jamás hay hila-
ción. Supe que ahí andaba el FBI. Escuché voces chica-
nas. Además había sicarias. Todos los locos se habían
juntado ahí. Y o era uno más de ellos. Adiós.
Únicamente los sujetos desesperados pueden creer
que tienen una vida, pensé.
Suponer que una causalidad o trama puede ser im-
puesta o trazada.
Aquí se iba a armar una historia juntando parches. Se
iban a armar varias. Y o no quería ser incluido en ninguna
de esas confecciones. A la verga. La gente estaba extática.
Estaba rodeado de personas. Nadie me miraba a mí.
Todos imaginaban que el candidato volteaba a mirarlos. O
les dedicaba unos segundos. Todos fantaseaban que le diri-
gían unas palabras que cambiarían la visión del candidato y
que gracias a esas palabras el candidato cambiaría al país. So-
lamente un perro se dio cuenta. Olía el arma tirada. El perro
levantó sus ojos hacia mí, como preguntándome por qué la
había soltado, o acusándome de ser un pinche cobarde.
Tenía coraje. Ganas de patear al perro. Golpear a las
mujeres a mi alrededor, quienes lloraban de emoción al
ver tan cerca al candidato, pues en su inconsciente lo
confundían con algún hijo que volvía de Estados Unidos,
o un marido que las hacía felices. El candidato sonreía y
levantaba los brazos para cumplir su actuación. Hablaba
controlando su voz, la controlaba muy bien. Hacía con
los dedos la señal de la victoria. «¡Adelante, compañeros!
¡El futuro nos está esperando!)} Se había autoconvencido
para creer que toda su vida había planeado estar aquí.

228
Había venido a presumimos que se había convertido en
el hombre que, desde su infancia, deseó ser. Estaba a
punto de cumplir su proyecto.
Y o tenía rabia de saber que no había razón de ser yo o
estar aquí. Fue entonces que advertí que dos hombres
sacaban simultáneamente sus pistolas, al instante volteé
a ver la mía en el suelo, dormida, derramada, como un
gato atropellado; luego volví la mirada a los dos gatille-
ros; detonaron sus armas.
Una cabeza estalló y la sangre y los sesos volaron por
todas partes. M e dieron risa. Sentí lástima por ellos y
por el pendejo candidato. «Trío de imbéciles», me dije.
Era momento de huir. La tarde, de súbito, reventaba
en gritos.
Entre la confusión, de inmediato recogí mi arma. N o
tenía la menor intención que me colgaran a este pinche
muerto. Alguien me pisó la mano pero levanté la pistola
sin que nadie se diera cuenta; corrí entre el griterío sin ser
detenido o siquiera levantar sospech as. Creo que por ~i
edad ninguno de los agentes o policía sospechó en nin-
gún momento de mí. Yo corría con todas mis fuerzas. El
griterío no paraba.
U na buena parte de la manada en fuga imaginaba que
ellos habían sido los asesinos. Vivían el gran momento de
su vida. Algo semejante ocurría en la mente de los policías.
Un hombre tirado serviría de pretexto para que un país se
dijera a s{ mismo que todo cambiaría. Yo, en cambio, me
había dado cuenta. Estar o no estar daba lo mismo.
Sin importar qué hiciera, yo era un hombre erróneo
debajo de una tarde rastrera en una frontera funesta.
Había una rara iluminación. Luz de huracán.
La gente huía en estampida. Niños, viejos, mujeres,
perros, alaridos. Y o era parte de la fuga.

229
¿Qyé estoy haciendo aquí? En este mitin. En este
maratón. En este motín. En este mundo.
Todos corrían. Yo corría entre ellos. A toda velocidad
huíamos, convencidos de que solamente uno de nosotros
llegaría.
Mientras
corría
supe
que
ml
nombre
era
absurdo.
Contenido

-
I. Los aztecas, tortilleras .. ................ .... . . . . . . . . 16

II.· La señal es «welcorne»......... . ....... . . . . . . . . . . . . . 50

III. Mi vida rnaquiloca. . . . ....... . ...... . ............... 62

IV. Todas tus tragicomedias. Tres o cuatro


fantasmas ........... . ..... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101

V. 1994 veces Aburto........ ....... . ......... . .. .... . . 157


r

A.B.U.R.TO. de Heriberto Yépez


se terminó de imprimir en junio del 2005 en
Litográfica Ingramex, S.A. de C.V.
Centeno 162-1 , Col. Granjas Esmeralda
C.P. 0981 O México, D.F.
11
RANDOM H ousE MoNDADOR!

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