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Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María (ciclo A)

La liturgia de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen


María nos retrotrae al inicio de la creación, al paraíso en el que Dios situó al
hombre recién creado a imagen y semejanza de Él, creado “en la santidad y en
la justicia”. Es el hombre según el querer de Dios, el hombre conforme a su
voluntad. El hombre así creado vivía en la inocencia, lo que significa que veía
todas las cosas en Dios, que percibía la realidad en la mirada de Dios. Por eso
dice la Escritura que “estaban desnudos y no sentían vergüenza”. En efecto, en
la desnudez corporal veían el ser personal del otro, “se veían”, porque así es la
mirada de Dios: “todo es puro para los puros”.

Sin embargo la serpiente, que es el diablo o Satanás, como precisa el


Apocalipsis, consiguió alterar esa mirada, consiguió sacar la mirada de Adán y
Eva de la mirada de Dios. Las consecuencias del primer pecado no se hicieron
esperar: “vieron que estaban desnudos”. La expresión es patética, porque en
realidad lo que significa es “ya no se vieron, ya no fueron capaces de percibir
en la desnudez corporal la realidad personal del otro”. Iniciaron así la triste
historia de la humanidad sometida a la ley del pecado: introdujeron la mirada
objetivadora por la que los hombres somos incapaces de percibirnos en
nuestra realidad personal y nos percibimos y tratamos como cosas, como
instrumentos y no ya como fines en sí mismos. El deseo ya no fue deseo de
comunión con el otro sino deseo de posesión, de dominio: “tu deseo te llevará a
tu marido y él te dominará”, dijo el Señor a Eva. Y apareció el miedo de Dios:
“me dio miedo porque estaba desnudo y me escondí”: es triste que el hombre
se esconda de Aquel que es su Creador, su Padre y Amigo. El murmullo de los
pasos de Dios en el paraíso debía producir en el hombre alegría y gozo por la
presencia del Señor; sin embargo ahora, bajo la ley del pecado, produce
miedo. Todo se ha alterado, las cosas ya no son lo que son, las cosas se hallan
“como descoloridas” y han perdido su belleza primera, dirá San Anselmo. El
hombre ha perdido el paraíso.

“Las puertas del paraíso que Eva cerró, se han abierto ahora por la
Virgen María”. El sí de María a la voluntad de Dios, su correspondencia
perfecta a la gracia, devuelve al hombre la posibilidad de volver a entrar en el
paraíso. Ella es la puerta por la que ha amanecido sobre el mundo la luz que es
Cristo, tal como canta la liturgia de la Iglesia: Salve radix, salve porta ex qua
mundo lux est orta. En María encontramos el rostro del hombre tal como Dios
lo ha querido: el ejercicio de la libertad humana sin ceder para nada a la
atracción del pecado. En ella contemplamos a la criatura que responde
amorosamente al Creador, que no tiene miedo de la presencia del Señor, que
no se esconde ante Él, sino que al contrario se presenta y se ofrece a Él en
una disponibilidad absoluta: “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra”.

Al corazón escindido de Eva, que por un lado reconoce el mandamiento


del Señor, pero por otro lado se abre a la sugerencia del Maligno, se opone el
corazón perfectamente unificado de María, mujer de un único amor, mujer que
mira siempre en una única dirección, la de la voluntad del Señor. Por eso María
es “llena de gracia”; por eso es mortal de necesidad para los demonios, que no
pueden nada ante Ella, porque no encuentran en Ella el más mínimo resquicio
por donde poder entrar. Por eso María es para los demonios, “terrible como un
ejército en orden de batalla”, según la expresión del Cantar de los cantares. Por
eso también las puertas del paraíso que Eva cerró son abiertas ahora por
María, la nueva Eva, que responde al amor del nuevo Adán, que es Cristo, con
un amor virginal, esponsal y maternal, con la respuesta que Dios se merece y
que Él espera de los hombres: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”.

Que el Señor nos conceda parecernos lo más posible a María. Para que
la cabeza de la serpiente sea aplastada en nuestra vida y Dios sea glorificado
en nosotros. Amén.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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