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Los hombres no sólo se dividen por raza, religión etc., también lo hacen por su posición en
el tiempo. Así, algunos siguen viviendo como miles de años atrás; son gente del pasado (tal
vez un 70% de los seres humanos actuales).
Otros, un 25%, constituyen las sociedades industrializadas; son gente del presente.
El resto de las personas vive ya la vida del futuro: son más ricos, mejor educados y se mueven
más que el resto de las personas. Ya se adaptaron al acelerado ritmo de la vida.
Algunos se adaptan y otros rechazan el cambio. Esto es más notorio en personas mayores,
quienes rechazan la acumulación de más situaciones generadoras de experiencias.
La percepción del tiempo por parte del hombre está relacionada con sus ritmos internos, pero
sus reacciones al tiempo están culturalmente condicionadas. Desde chicos se nos infunde
cierta perspectiva en cuanto a la duración de acontecimientos, procesos o relaciones. En el
comportamiento adulto todo lo que hacemos se funda en presunciones de duración.
Todas estas presunciones de duración se ven trastornadas cuando se acelera el ritmo de vida.
El fracaso en captar este principio se debe a la incompetencia educativa y psicológica en
preparar a la gente para representar papeles fructíferos en una sociedad superindustrial.
Las cosas, los lugares, la gente, las organizaciones y las ideas son componentes básicos de
todas las situaciones. La relación del individuo con todos estos factores es lo que estructura
la situación. Precisamente estas relaciones se acortan y se abrevian al producirse una
aceleración en la sociedad. Esto a su vez, origina el sentimiento de desarraigo y vacilación,
al vivir en un mundo cambiante.
Es esta rápida sustitución, combinada con la creciente novedad y complejidad del medio lo
que violenta la capacidad de adaptación y crea el peligro del “shock del futuro”.