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¿Ya no nos gustan mayores?

(*)

La falsa virtud de ser joven en política

Es una irresponsabilidad intelectual repetir el discurso de que los jóvenes somos


la generación inmaculada, libre de pecado, llamada a ser la protagonista del
cambio y la renovación de nuestra época. Repetir una y otra vez que los jóvenes,
solo por jóvenes, somos la garantía de una nueva clase política incorruptible, es
un discurso irracional, que solo sirve para reclamar que “ahora es nuestro turno”
sin mayor justificación que el accidente circunstancial de ser jóvenes en medio
de una crisis política.

Que un ciudadano apueste su voto por un político joven en razón de su sola


juventud, no tiene mayor valor que si votara por otras razones igualmente
superficiales: su voz, su carisma, la sensualidad con la que baila, lo bien que se
ve en camisa remangada, sus ojos chinitos, esos lentecitos que le dan un aire
intelectual; en fin, todo lo que me convierte en un potencial político altamente
codiciado.

El argumento de ser joven, y por eso una mejor opción, es una justificación muy
precaria. Que aquello sustente nuestro voto personal es cuestionable, pero que
un político joven tome ese discurso, lo haga suyo y orgullosamente enarbole la
bandera de la juventud, es un acto de irresponsabilidad intelectual y política para
con los ciudadanos que desea representar; y, que realmente quede convencido
de ese discurso, es la triste confirmación de que esta nueva generación política
está condenada a aparentar (como sucede cada cierto tiempo) una renovación
revolucionaria. Intentando subirse al carro de Manuel Gonzales Prada, se
subirán al de Rebelde Way, sin mayor motivación que la de conseguir votos.

Esta falsa virtud que en política se les otorga a los jóvenes sin mayor reparo, es
solo parte de un fenómeno cultural de complicidad intergeneracional. “Los viejos”
(los que no saben quién es Becky G y La Rosalía, los que cantan las de Leo Dan
en el karaoke, pero también los que piden las de Britney Spears al DJ de la
discoteca) con los años han adoptado el discurso cómodo y buenista de
postergar su responsabilidad en la generación que le sobreviene, y mi
generación (que todavía vive sus alegrías con Axe Bahía y llora sus penas con
La Factoría) a falta de razones para sentirse especiales, han decidido creerse el
discurso hasta que llegue el momento de postergar su propia responsabilidad, y
envejecer santurronamente otorgándole a los nuevos jóvenes un voto de
confianza ciega, como si a nuestra edad fuéramos poseedores de una pureza
inquebrantable.

La verdad (ese discurso que no vende, que no reditúa políticamente) es que “los
jóvenes” no estamos exentos de malicia y somos capaces de tanta perversidad,
incoherencia y estupidez como cualquiera que no pertenezca a esta tribu
energizada de ojos brillantes. La juventud de un político no es garantía de nada,
pero un político joven parece estar condenado a no poder decir esa verdad,
porque entonces no podría reclamar con tanta exigencia que ahora ha llegado
su turno.

En la temporada electoral que nos sobreviene destacará una exaltación


desproporcionada de la juventud (Específicamente un tipo de joven más cercano
a la izquierda, porque los jóvenes de derecha no resultan lo suficientemente
atractivos en su conservadurismo). En el ambiente político, los efectos negativos
de ese discurso son evidentes. Por un lado, las mismas figuras políticas que
piden que no se les juzgue negativamente en razón de condiciones
circunstanciales (como ser joven o mujer) si no por sus ideas y su mérito,
apuestan en campaña electoral por un discurso populista que justamente apela
a su juventud como si fuera un mérito o una virtud. Por otro lado, ese llamado
tribal que hacen a los jóvenes como si fuéramos parte de una manada irracional
que pone su confianza en otro joven sin mayor cuestionamiento, promueve la
estupidez, porque no reconoce que existe un debate de ideas dentro de nuestra
generación, que existe diversidad de pensamiento (quizá la única diversidad que
debemos promover) y niega ese debate, y ahí donde no hay tolerancia al debate,
surgen las polarizaciones simplonas del tipo fachos y progres.

Por miedo a perder algunos amigos, les pido que (si leen esto) se sientan
cómodamente aludidos por mis palabras, pero no por el tono revanchista con
que las escribo, porque entre nosotros sabemos que siempre estará mi mano
debajo de la mesa de debate para acariciarnos los dedos como amantes
prohibidos, como siempre.
En política, desconfíe de quien apela a la pura emoción para obtener su voto, de
quien escapando del debate promueva, que es mejor que los demás porque es
joven, o mujer, o activista, o vegano, o feminista, o cristiano, o pro vida, o
socialista, o liberal, o cualquier etiqueta que le permita sentirse respaldado sin
esfuerzo. Desconfíe, de los discursos totalitarios, los que ofrecen la revolución,
la refundación del Estado; desconfíe de los mesías, de los elegidos, de los que
no aceptan su propia debilidad humana; y ya si quiere, por último, desconfíe de
mí, y pregunte, cuestione, critique, porque a las palabras bonitas como a la
juventud las devora el tiempo.

Y usando las mismas falacias que cuestiono (un poco para demostrar lo bajo que
ha caído el debate en nuestra generación): todo esto lo digo yo que también soy
joven, y algo de autoridad debe concederme esa condición; y si aun así no logro
credibilidad, tengo bajo la manga las credenciales de tres o cuatro minorías
históricamente vulnerables a las que pertenezco; y si con ello no es suficiente
para obtener su confianza, como último recurso, mostraré las tetas en público
(esas que me dejó el sobrepeso) lanzando brillantina feminista de colores con la
esperanza de que entre tanto carnaval, alguna idea subsista.

(*) Oscar Gómez Asencio. Bachiller en Derecho por la Universidad Nacional


Pedro Ruiz Gallo, miembro de la Asociación Civil Ley y Gobierno.

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