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TIEMPO ORDINARIO. SÉPTIMA SEMANA.

LUNES

55. Implorar más Fe.

- La fe es un don de Dios.

- Necesidad de buenas disposiciones para creer.

- Fe y oración. Pedir la fe.

I. Llegó Jesús a un lugar donde le aguardaban sus discípulos. Allí se encontraban también un
padre que había llevado a su hijo enfermo, un grupo de escribas y una gran muchedumbre. Al
ver aparecer a Jesús se llenaron de alegría y fueron a su encuentro: todo el pueblo se quedó
sorprendido, y acudían corriendo a saludarle (1), como debemos acudir nosotros a la oración y
al Sagrario. Todos le echaban de menos. El padre se adelanta entre la muchedumbre que rodea
al Señor: Maestro -le dice-, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu inmundo (...). Pedí a tus
discípulos que lo expulsaran, pero no han podido. Los discípulos, que ya habían realizado
algunos otros milagros en nombre del Señor, intentaron curarle pero no lo lograron. Jesús les
explicó luego, en casa, qué faltaba en ellos para que hubiesen realizado el prodigio. El padre
tiene una fe deficiente; posee alguna, pues ha acudido en busca de la curación, pero no la fe
plena, la confianza sin límites que Jesús pedía y pide. Y el Señor, como hace siempre, le mueve
a dar un paso más. Al principio este hombre se dirige a Cristo con humildad, pero vacilante: Si
algo puedes, ayúdanos, compadecido de nosotros. Y Jesús, "conociendo las perplejidades de
aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Todo
es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa
escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este
llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho,
bañado en lágrimas, exclamó: ¡Oh Señor! yo creo: ayuda tú mi incredulidad (Mc 9, 23)" (2).
¡Qué gran acto de fe para que nosotros lo repitamos muchas veces!: Jesús, ¡yo creo, pero
imprime Tú más firmeza a mi fe! ¡Enséñame a acompañarla de obras, a llorar mis pecados, a
confiar en tu poder y en tu misericordia! La fe es un don divino; sólo Dios la puede infundir más
y más en el alma. Es Él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y
por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de
humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad.

Si en alguna ocasión nuestra fe vacila ante el apostolado, las dificultades..., o se torna insegura
la de nuestros amigos, hermanos, hijos..., imitemos a este buen padre. En primer lugar pide más
fe, porque esta virtud es un don. Pero, a la vez, crecer en ella depende de nosotros mismos. Abrir
los ojos -comenta San Juan Crisóstomo- es cosa de Dios, escuchar atentamente es cosa propia;
es a la vez obra divina y humana (3). Debemos imitar a este hombre en su humildad: no tiene
méritos propios que presentar, por eso acude a su misericordia: ayúdanos, ten compasión de
nosotros. Éste es el camino seguro que debe seguir toda petición: acudir a la compasión y
misericordia divinas. Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y la apertura de corazón
hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla
de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor,
¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile
mi confianza en Ti!

II ¿Qué vieron en Jesús aquellos que con Él se cruzaron por caminos y aldeas? Vieron lo que
sus disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a Jesús a través de los
ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! ¡Y qué pequeñez la de muchos fariseos, que
andaban con aquellos enredos acerca de la ley...! ¡Ni siquiera en los mismos milagros supieron
descubrir al Mesías!; al menos una buena parte de ellos permaneció ciega ante la Luz del mundo.
Y su ciencia de las Escrituras Santas no les sirvió para percibir el cumplimiento de todo lo que
se había predicho de Él. Muchos contemporáneos se negaron a creer en Jesús porque no eran de
corazón bueno, porque sus obras eran torcidas, porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad
recta: Mi doctrina no es mía -dirá el Señor-, sino de Aquel que me ha enviado. Quien quisiere
hacer la voluntad de Él conocerá si mi doctrina es de Dios o mía (4). No tuvieron las
disposiciones adecuadas, no buscaban el honor de Dios, sino el suyo propio (5). Ni siquiera los
milagros pueden sustituir a las necesarias disposiciones interiores. La razón honda del rechazo
al Mesías tanto tiempo esperado, con tanto detalle anunciado, estriba en que no sólo no poseían
en su corazón a Dios como Padre, sino que tenían "al diablo por padre", porque sus obras no
eran buenas, ni sus sentimientos, ni sus intenciones (6).

"Dios se deja ver de quienes con capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente.
Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen cubiertos de tinieblas y no pueden ver la luz
del sol. Y no deja de brillar la luz solar porque los ciegos no la vean, sino que se debe atribuir
esta oscuridad a su falta de capacidad para ver" (7). ¡Cómo habremos de cuidar la frecuente
Confesión de nuestras faltas y pecados, si este sacramento nos limpia y nos dispone para ver con
mayor claridad al Señor ya aquí en la tierra! En el apostolado debemos tener en cuenta que, con
frecuencia, el gran obstáculo para que muchos acepten la fe, la vocación o una vida cristiana
coherente son los pecados personales no remitidos, los afectos desordenados y las faltas de
correspondencia a la gracia. "El hombre, llevado de sus prejuicios, o instigado por sus pasiones
y mala voluntad, no sólo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos,
sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en su alma" (8).
Si falta el deseo de creer y de hacer la voluntad de Dios en todo, cueste lo que cueste, no se
aceptará ni siquiera lo que es evidente. De ahí que quien vive encerrado en su egoísmo, quien
no busca el bien sino la comodidad o el placer, tendrá muchas dificultades para creer o para
entender un ideal noble; y, si se trata de alguien que ya ha respondido positivamente a una
vocación de entrega a Dios, encontrará una resistencia creciente ante las concretas exigencias
de su llamada.

La Confesión sincera y contrita, bien preparada, se presenta así como el gran medio para
encontrar el camino de la fe, la claridad interior necesaria para ver lo que Dios pide. Cuando una
persona purifica y limpia su corazón ha preparado el terreno para que la semilla de la fe y de la
generosidad crezca en su alma y dé fruto. Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les
ayudamos para que se acerquen al sacramento del perdón. Es de experiencia común que muchos
problemas y dudas se terminan con una buena Confesión; el alma ve con mayor claridad cuanto
más limpia está y cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad.
III. Pesaba en el ánimo de los discípulos el fracaso de no haber logrado curar ellos al joven
lunático, pues cuando entraron en casa, a solas, le preguntaron: ¿Por qué no hemos podido
expulsarlo? Y el Señor les dio una respuesta de gran utilidad también para nosotros y para el
apostolado. Les dijo: Esta raza (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio, sino
con la oración. Sólo con la oración venceremos determinados obstáculos, conseguiremos superar
tentaciones y ayudar a muchos amigos a llegar hasta Cristo. Comentando este pasaje del
Evangelio, explica San Beda que al enseñar a los Apóstoles cómo debe ser expulsado este
demonio tan maligno, nos indica a todos cómo hemos de vivir, y cómo la oración es el medio
para superar incluso las mayores tentaciones. La oración no sólo son las palabras con que
invocamos la misericordia divina, sino también lo que ofrecemos en obsequio de nuestro Señor,
movidos por la fe (9). Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria llena de frutos.

Acompañemos la oración con las buenas obras, con un trabajo bien realizado, con el empeño
por hacer mejor aquello en que queremos la mejora del amigo. Esa actitud ante Dios abre
también camino a un aumento de fe en el alma. "Es solamente en la oración, en la intimidad del
diálogo inmediato y personal con Dios, que abre los corazones y las inteligencias (cfr. Hech 16,
14), donde el hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad divina respecto a
su propia vida" (10), y a todo lo que a ella atañe.

Pidamos con frecuencia al Señor que nos aumente la fe: ante el apostolado cuando los frutos
tardan en llegar, ante los defectos propios o de quienes nos rodean que no se superan, cuando
nos vemos con escasas fuerzas para lo que Dios quiere de nosotros: ¡Señor, auméntanos la fe!
Así pedían los Apóstoles cuando, a pesar de oír y ver al mismo Cristo, sentían flaquear su
confianza. Jesús siempre ayuda. A lo largo del día de hoy, y todos los días, nos sentiremos
necesitados de decir: ¡Señor! ¡No me dejes solo con mis fuerzas, que nada puedo! La petición
de aquel buen padre nos anima hoy a dirigirnos a Jesús en demanda de mayor fe: "Se lo decimos
con las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me
he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he
implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que tú pudieras
hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más
y mejor! "Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra,
Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han
anunciado de parte del Señor (Lc 1, 45)" (11).

(1) Mc 9, 13-28.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 204.- (3) Cfr. SAN JUAN
CRISOSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 35.- (4) Jn 7, 16-17.- (5) Cfr. Jn
5, 41-44.- (6) Cfr. Jn 8, 42-44.- (7) PIO XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950.- (8) SAN
TEOFILO DE ANTIOQUIA, Libro I, 2, 7.- (9) Cfr. SAN BEDA, Comentario al Evangelio de
San Marcos, in loc.- (10) A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, pp. 92-93.- (11) J.
ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit.
TIEMPO ORDINARIO. SÉPTIMA SEMANA. MARTES

56. El Señor, Rey de reyes.

- El salmo de la realeza y del triunfo de Cristo.

- El rechazo de Dios en el mundo.

- La filiación divina.

I. A lo largo de muchas generaciones fueron los salmos un cauce del alma para pedir ayuda a
Dios, darle gracias, alabarle, pedirle perdón. El mismo Señor quiso utilizar un salmo para
dirigirse a su Padre celestial en los momentos últimos de su vida aquí en la tierra (1). Fueron las
oraciones principales de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su
inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su
significado. La liturgia de la Iglesia los utiliza cada día en la Santa Misa, y constituyen la parte
principal de la oración -la Liturgia de las Horas- que los sacerdotes dirigen cada día a Dios en
nombre de toda la Iglesia.

Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, los Padres de la Iglesia y
los escritores eclesiásticos lo han comentado repetidas veces (2), y ha alimentado la piedad de
muchos fieles. Los primeros cristianos acudían a él para encontrar fortaleza en medio de las
adversidades. Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado un testimonio de esta oración.
Relatan cómo Pedro y Juan habían sido conducidos ante el Sanedrín por haber curado, en el
nombre de Jesús, a un tullido que pedía limosna a la puerta del Templo (3). Cuando fueron
milagrosamente liberados volvieron a los suyos y les contaron cuanto les había sucedido, y todos
juntos entonaron una plegaria al Señor que tiene como centro este salmo de la realeza de Cristo.
Ésta fue su oración: Señor, Tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos
se contiene; el que hablando el Espíritu Santo por boca de David, nuestro padre y siervo tuyo,
dijiste: "¿Porqué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos? Se han armado los
reyes de la tierra, y los príncipes se han coaligado contra el Señor y contra su Cristo" (4).

Las palabras que el Salmista dirige a Dios contemplando la situación de su tiempo fueron
palabras proféticas que se cumplieron en tiempos de los Apóstoles, y luego a lo largo de la vida
de la Iglesia y en nuestros días. También nosotros podemos repetir con entera realidad: ¿Por qué
se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Por qué tanto odio y tanto mal?
¿Por qué también -en ocasiones- esa rebeldía en nuestra vida? Desde el pecado original no ha
cesado un momento esta lucha: los poderosos del mundo se alían contra Dios y contra lo que es
de Dios. Basta ver cómo la dignidad de la criatura humana es conculcada en tantos lugares, las
calumnias, las difamaciones, poderosos medios de comunicación al servicio del mal, el aborto
de cientos de miles de criaturas que no tuvieron opción alguna a la vida humana y a la
sobrenatural para la que Dios mismo los había destinado, tantos ataques contra la Iglesia, contra
el Romano Pontífice y contra quienes quieren vivir y ser fieles a la fe...

Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca (5). A Él acudieron Pedro y Juan y quienes con ellos
estaban reunidos aquel día en Jerusalén, y pudieron predicar con toda confianza la palabra del
Señor. Cuando terminó aquella oración -nos dice San Lucas- todos se sintieron confortados y
llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con toda libertad la palabra de Dios (6).

Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo fortaleza ante los obstáculos que se
pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la
alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.

II. Dirumpamus víncula eorum... Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de
nosotros su yugo (7), parece repetir un clamor general. "Rompen el yugo suave, arrojan de sí su
carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el
amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles
para defenderse (cfr. Jn 18, 36)" (8). Pero el que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará
de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación, y les llenará de terror con su ira (9).
El castigo divino no sólo se realiza en la vida terrena. A pesar de los aparentes triunfos de
muchos que se declaran o comportan como enemigos de Dios, su mayor fracaso, si no se
arrepienten, consistirá en no comprender ni alcanzar jamás lo que es la verdadera felicidad. Sus
satisfacciones humanas, o infrahumanas, pueden ser el triste premio al bien que hayan podido
realizar en el mundo. Con todo, algunos santos han afirmado que "el camino del infierno es ya
un infierno". A pesar de todo, el Señor está siempre dispuesto al perdón, a darles la paz y la
alegría verdaderas.

San Agustín, al comentar estos versículos del salmo, hace notar que también se puede entender
por ira de Dios la ceguera de mente que se apodera de quienes faltan de esta forma a la ley divina
(10). No hay desgracia comparable a desconocer a Dios, a vivir de espaldas a Él, a la afirmación
de la propia vida en el error y en el mal.

No obstante, a pesar de tanta infamia, Dios es paciente y quiere que todos los hombres se salven
(11). La ira de Dios, de la que habla el salmo, "no es tanto el furor cuanto la corrección necesaria,
como hace el padre con el hijo, el médico con el enfermo, el maestro con el discípulo" (12). Con
todo, el tiempo para disponer de la misericordia divina es limitado: luego viene la noche, en la
que ya no se puede trabajar (13). Con la muerte acaba la posibilidad de arrepentimiento.

El Papa Juan Pablo II ha señalado, como una característica de este tiempo nuestro, la cerrazón
a la misericordia divina. Es una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la
conversión de nuestro corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Ante
todos aparece la imagen de muchos hombres que se cierran a la misericordia divina y a la
remisión de sus pecados, que consideran "no esencial o sin importancia para su vida", y como
una "impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en
razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón. En
nuestro tiempo, a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del
pecado" (14).
Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el deber de desagraviar por este rechazo
violento que sufre Dios en tantos hombres, y hemos de pedir abundancia de gracia y de
misericordia. Pidamos que no se agote nunca esta clemencia divina, que es para muchos como
el último cable que cuelga y al que puede agarrarse el náufrago que ya había desechado otros
auxilios de salvación.

III. Ante los profundos interrogantes que plantean la libertad humana, el misterio del mal, la
rebelión de la criatura, el Salmo II da la solución proclamando la realeza de Cristo, por encima
del mal que existe o pueda existir: Mas yo te constituí mi rey sobre Sión, mi monte santo.
Predicaré su decreto. A mí me ha dicho el Señor: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy"
(15). "La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se
enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a
ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.

"Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice:
tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería
mucho. ¡Hijo!" (16). Éste es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí encontramos la fortaleza
necesaria contra las adversidades: las de un ambiente a veces hostil a la vida cristiana, y las
tentaciones que el Señor permite para que reafirmemos la fe y el amor.

A nuestro Padre Dios le encontramos siempre muy cerca, su presencia es "como un olor
penetrante que no pierde nunca esa fuerza con la que se introduce en todas partes, lo mismo en
el interior de los corazones que lo aceptan, como en el exterior, en la naturaleza, en las cosas,
en medio de un gentío. Dios está allí, esperando que se le descubra, que se le llame, que se le
tenga en cuenta (...)" (17).

Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la
tierra (18). Cada día nos dice el Señor: ¡pídeme! De modo particular en esos momentos de la
acción de gracias después de la comunión. ¡Pídeme!, nos dice Jesús. Sus deseos son dar y
dársenos.

San Juan Crisóstomo comenta estas palabras del salmo y enseña que no se nos promete ya una
tierra que mana leche y miel, ni una larga vida, ni muchedumbre de hijos, ni trigo, ni vino, ni
rebaños, sino el Cielo y los bienes del Cielo: la filiación divina y la hermandad con el Unigénito,
y tener parte en su herencia, y ser juntamente con Él glorificados y reinar con Él (19).

Los regirás con vara de hierro, y como a vasos de alfarero los romperás. Ahora, pues, oh reyes,
entendedlo bien: dejaos instruir, los que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor, y ensalzadle
con temblor santo (20). Cristo ha triunfado ya para siempre. Con su muerte en la Cruz nos ha
ganado la vida. Según el testimonio de los Padres de la Iglesia, la vara de hierro es la Santa Cruz,
"cuya materia es madera, pero cuya fuerza es de hierro" (21). Es la señal del cristiano, con la
que venceremos todas las batallas: los obstáculos se quebrarán como vasos de alfarero. La Cruz
en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas nuestras obras: ésta es
el arma para vencer; una vida sobria, mortificada, sin huir del sacrificio amable que nos une a
Cristo.
El salmo termina con un llamamiento para que nos mantengamos fieles en el camino y en la
confianza en el Señor: Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin se enoje, y perezcáis fuera
del camino, cuando dentro de poco se inflame su ira. Bienaventurados serán los que hayan
puesto en Él su confianza (22). Nosotros hemos puesto en el Señor toda nuestra confianza. A
los Santos Ángeles Custodios, fieles servidores de Dios, les pedimos que nos mantengan cada
día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al reinado de su Hijo allí donde
nos ha llamado.

(1) Cfr. Mt 27, 46.- (2) Cfr. I. DOMINGUEZ, El Salmo 2. Señor, Rey de Reyes, Palabra, Madrid
1977.- (3) Hech 4, 23-31.- (4) Cfr. Hech 4, 23-26.- (5) 1 Cor 10, 4.- (6) Cfr. Hech 4, 29-31.- (7)
Sal 2, 3.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 185.- (9) Sal 2, 4-5.- (10) Cfr.
SAN AGUSTIN, Comentarios a los Salmos, 2, 4.- (11) 1 Tim 2, 4.- (12) SAN JERONIMO,
Breviarium in Psalmos II.- (13) Jn 9, 4.- (14) JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem,
18-V-1986, 46-47.- (15) Sal 2, 6-7.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit .- (17) M.
EGUIBAR, ¿Por qué se amotinan las gentes? (Salmo II), pp. 27-28.- (18) Sal 2, 8.- (19) Cfr.
SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 16, 5.- (20) Sal 2, 9-11.- (21) SAN
ATANASIO, Comentario a los Salmos, 2, 6.- (22) Sal 2, 12.

TIEMPO ORDINARIO. SÉPTIMA SEMANA. MIÉRCOLES

57. Unidad y diversidad en el apostolado.

- No es cristiana la mentalidad estrecha y exclusivista en las tareas apostólicas. El apostolado en


la Iglesia es muy variado y distinto.

- Difundir la doctrina entre todos.

- Unidad y pluriformidad en la Iglesia. Fidelidad a la vocación recibida.

I. Los discípulos vieron a uno que echaba demonios en el nombre del Señor. No sabemos si se
trataba de alguien que había conocido antes a Jesús, o bien alguno que fue curado por Él y se
había constituido por su cuenta en un seguidor más del Maestro. San Marcos (1) nos ha dejado
la reacción de San Juan, quien, acercándose a Jesús, le dijo: Maestro, hemos visto a uno lanzar
demonios en tu nombre, pero se lo hemos prohibido, porque no anda con nosotros. El Señor
aprovechó esta ocasión para dejar una enseñanza valedera para todos los tiempos: No se lo
prohibáis -dijo Jesús-, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda luego
hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, está con nosotros. Este exorcista manifestaba
una fe honda y operativa en Jesús; lo expresaba a través de las obras. Jesús lo acepta como
seguidor suyo y reprueba la mentalidad estrecha y exclusivista en las tareas apostólicas; nos
enseña que el apostolado es muy variado y distinto.

"Muchas son las formas de apostolado -proclama el Concilio Vaticano II- con que los seglares
edifican a la Iglesia y santifican al mundo, animándolo en Cristo" (2). La única condición es
"estar con Cristo", con su Iglesia, enseñar su doctrina, amarle con obras. El espíritu cristiano ha
de llevarnos a fomentar una actitud abierta ante formas apostólicas diversas, a poner empeño en
comprenderlas, aunque sean muy distintas de nuestro modo de ser o de pensar, y alegrarnos
sinceramente de su existencia, entre otras razones porque la viña es inmensa y los obreros, pocos
(3). "Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. -Y pide, para ellos, gracia de
Dios abundante y correspondencia a esa gracia.

"Después, tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro" (4). Porque no sería posible para
un cristiano vivir la fe y tener al mismo tiempo una mentalidad como de partido único, de tal
manera que quien no adoptara unas determinadas formas, métodos o modos de hacer, o campos
de apostolado, estaría en contra. Nadie que trabaje con rectitud de intención estorba en el campo
del Señor. Todos somos necesarios. Importa mucho que, entendiendo bien la unidad en la
Iglesia, Cristo sea anunciado de modos bien diversos. Unidad "en la fe y en la moral, en los
sacramentos, en la obediencia a la jerarquía, en los medios comunes de santidad y en las grandes
normas de disciplina, según el conocido principio agustiniano: in necessariis unitas, in dubiis
libertas, in omnibus caritas (en los asuntos necesarios unidad, en los opinables libertad, en todos
caridad)" (5). Y esa unidad necesaria no será nunca uniformidad que empobrece a las almas y a
los apostolados: "en el jardín de la Iglesia hubo, hay y habrá una variedad admirable de hermosas
flores, distintas por el aroma, por el tamaño, por el dibujo y por el color" (6). Y esta diversidad
es riqueza para gloria de Dios.

Al esforzarnos en una tarea apostólica hemos de evitar una tentación que podría acechar: la de
"entretenerse" inútilmente en evaluar las iniciativas apostólicas de los demás. Más que estar
pendientes de la actuación de otros, debemos sondear nuestro corazón y ver si ponemos todo el
empeño, si procuramos hacer rendir los talentos que hemos recibido de Dios en favor de las
almas: "...tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro".

"La maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse
como monopolio ni como estimación de uno solo en detrimento de otros.

"Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios:


no uniformidad violenta" (7). De ahí nuestro gozo y alegría al ver que muchos trabajan con
ahínco por dar a conocer el Reino de Dios, en formas de apostolado a las que el Señor no nos
llama a nosotros.

II. La doctrina de Jesucristo debe llegar a todas las gentes, y muchos lugares que fueron
cristianos necesitan ser evangelizados de nuevo. La misión de la Iglesia es universal y se dirige
a personas de toda condición: de culturas y formas de ser diferentes, de edades bien dispares...
Desde el comienzo de la Iglesia, la fe caló en jóvenes y ancianos, en gentes pudientes y en
esclavos, en cultos e incultos... Los Apóstoles y quienes les sucedieron mantuvieron una firme
unidad en lo necesario, y no se empeñó la Iglesia en uniformar a todos los que se convertían. Y
los modos de evangelizar fueron muy diferentes también: unos cumplieron una misión
importantísima con sus escritos en defensa del Cristianismo y de su derecho a existir, otros
predicaron por las plazas, y la mayoría realizó un apostolado discreto en su propia familia, con
sus vecinos y compañeros de oficio o de aficiones. Todos los bautizados tenían en común la
caridad fraterna, la unidad en la doctrina que habían recibido, los sacramentos, la obediencia a
los legítimos pastores...

En todos podemos sembrar la doctrina de Cristo, separando con delicadeza extrema los espinos
que harían infructuosa la semilla. Los cristianos, en la tarea apostólica que nos ha encomendado
el Señor, "no excluimos a nadie, no apartamos ningún alma de nuestro amor a Jesucristo. Por
eso -aconseja Mons. Escrivá de Balaguer- habéis de cultivar una amistad firme, leal, sincera -es
decir, cristiana-, con todos vuestros compañeros de profesión; más aún, con todos los hombres,
cualesquiera que sean sus circunstancias personales" (8). El cristiano es, por vocación, un
hombre abierto a los demás, con capacidad para entenderse con personas bien diferentes por su
cultura, edad o carácter.

El trato con Jesús en la oración nos lleva a tener un corazón grande en el que caben las gentes
próximas y las más lejanas, sin mentalidades estrechas y cortas, que no son de Cristo.
Examinemos en la oración si respetamos y amamos la diversidad de formas de ser que
encontramos todos los días con quienes convivimos, si vemos como riqueza de la Iglesia el que
realmente sean diferentes a nosotros en sus gustos, modos de ser o de pensar.

III. La Iglesia se asemeja a un cuerpo humano, que está compuesto por miembros bien
diferenciados y bien unidos a la vez (9). La diversidad, lejos de quebrantar su unidad, representa
su condición fundamental.

Hemos de pedir al Señor advertir y saber armonizar de modo práctico estas realidades
sobrenaturales presentes en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo: unidad en la verdad y
en la caridad; y, simultáneamente, reconocer para todos en la Iglesia la variedad pluriforme, la
pluriformidad de espiritualidades, de enfoques teológicos, de acción pastoral, de iniciativas
apostólicas, porque esa pluriformidad "es una verdadera riqueza y lleva consigo la plenitud, es
la verdadera catolicidad" (10), bien lejana del falso pluralismo, entendido como "yuxtaposición
de posiciones radicalmente opuestas" (11).

En la unidad y en la caridad, el Espíritu Santo actúa, suscitando pluralidad de caminos de


santificación. Y quienes reciben un carisma determinado, una vocación específica, contribuyen
a la edificación de la Iglesia con la fidelidad a su peculiar llamada, siguiendo el camino señalado
por Dios: ahí les espera, y no en otro lugar, no en otra parcela, no con otros modos.

La unidad deseada por el Señor -ut omnes unum sint (12), que todos sean uno- no restringe sino
que promueve la peculiar personalidad y forma de ser de cada uno, la variedad de
espiritualidades distintas, de pensamiento teológico bien diferente en aquellas materias que la
Iglesia deja a la libre discusión de los hombres... "Te pasmaba que aprobara la falta de
"uniformidad" en ese apostolado donde tú trabajas. Y te dije:

"Unidad y variedad. -Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada
uno tiene sus notas personales especialísimas. -Y también, tan conformes unos con otros como
los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo" (13).

La doctrina del Señor nos mueve no sólo a respetar la legítima variedad de caracteres, de gustos,
de enfoques en lo opinable, en lo temporal, sino a fomentarla de modo activo. En todo aquello
que no se opone ni dificulta la doctrina del Señor y, dentro de ella, la llamada recibida, debe ser
total la libertad en aficiones, trabajos, ideas particulares sobre la sociedad, la ciencia o la política.
Así, los cristianos de nuestro siglo y de todas las épocas debemos estar unidos en Cristo, en su
amor y en su doctrina, fieles cada uno a la vocación recibida; debemos ser distintos y varios en
todo lo demás, cada uno con su propia personalidad, esforzándonos en ser sal y luz, brasa
encendida, verdaderos discípulos de Cristo.

(1) Mc 9, 37-39.- (2) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 16.- (3) Cfr. Mt 9, 37.-
(4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 965.- (5) JUAN PABLO II, Discurso a la
Conferencia Episcopal Española, Madrid 31-X-1982.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta
9-I-1935.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 226.- (8) IDEM, Carta 9-I-1951.- (9)
Cfr. 1 Cor 12, 13-27.- (10) SINODO EXTRAORDINARIO 1985, Relatio finalis II, C, 2.- (11)
Ibídem.- (12) Jn 17, 22.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 947.

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