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"EL DECLINAR DE LA VIDA"

Carl Gustav Jung

Capítulo del libro La psique y sus problemas actuales, Santiago de Chile: Editorial
Zig-Zag, traducido por Eugenio Imaz, s.f., pp. 189-207. Fue escrito en 1930, cuando
Jung tenía 55 años.

Es un empeño atrevido pretender hablar de los problemas implicados


en la vida. Lo anterior no significa otra cosa que ir desenvolviendo el
cuadro completo de la vida psíquica del hombre desde la cuna hasta
la muerte. Una tarea de esta monta es claro que no puede ser
abordada dentro de los límites de un ensayo, sino en sus rasgos más
generales, entendiendo bien que no tratamos de ofrecer aquí una
descripción de la psicología normal de las distintas edades de la vida,
sino que nos referimos a “problemas”, es decir, dificultades, dudas,
equívocos. En una palabra, a cuestiones que pueden recibir más de
una solución y que son soluciones que nunca serán suficientemente
seguras e incuestionables. Por eso, muchos de nuestros
pensamientos irán custodiados entre signos de interrogación ; más
todavía : algunos habrá que aceptarlos de buena fe y hasta nos
veremos en la necesidad de tener que especular.

Si la vida anímica consistiera únicamente en hechos fácticos, lo que


constituye el caso en su primera etapa, nos bastaría con una empiria
irrefutable. Pero la vida anímica del hombre culto está preñada de
conflicto ; más todavía, no es posible concebirla sin él. Nuestros
fenómenos psíquicos, en su mayor parte, están constituidos por
reflexiones, dudas, experimentos ; cosas absolutamente
desconocidas para el alma inconsciente e instintiva de los primitivos.
El desarrollo de la conciencia se debe a la existencia del conflicto ; es
el “regalo de las Danaidas” que nos aporta la cultura. La desviación
del instinto y la oposición frente al mismo crean la conciencia. El
instinto es naturaleza y quiere naturaleza. La conciencia, por el
contrario, quiere solamente cultura o su negación, y allí donde, en
alas de la nostalgia roussoniana, pretende volver hacia la naturaleza,
“culturiza” la naturaleza. En la medida en que somos, todavía,
naturaleza, somos inconscientes, y vivimos con la seguridad del
instinto, sin problemas. Todo lo que en nosotros sigue siendo
naturaleza repudia el problema, porque su nombre es la duda, y
donde reina la duda, allí hay zozobra y posibilidad de caminos
divergentes. Y allí donde son posibles varios caminos nos hallamos
desprovistos de la guía segura del instinto y entregados al temor.
Porque nuestra conciencia tiene que hacer lo que la naturaleza ha
hecho siempre con sus hijos : decidir de una manera segura,
incuestionable y unívoca. Y aquí nos acude un miedo, demasiado
humano, de que la conciencia, esta adquisición prometéica, en fin de
cuentas, no podrá lograr lo logrado por la naturaleza.

El conflicto nos retrae a una soledad sin padre ni madre, a un


abandono sin naturaleza, donde nos vemos forzados a volver todo
conciencia y no hacer otra cosa que esto. No hay más remedio, y en
lugar del acaecer natural, tenemos que colocar una decisión y una
solución conscientes. De esta manera, cada problema significa la
posibilidad de una ampliación de la conciencia, pero, al mismo
tiempo, la necesidad imperativa de despedirnos de todo infantilismo y
de toda naturalidad inconsciente. Esta imperiosidad representa un
hecho psíquico infinitamente importante y, así, constituye una de las
enseñanzas simbólicas esenciales de la religión cristiana. Es el
sacrificio del hombre meramente natural, del ser vivo inconsciente,
tragedia que ya comienza con el bocado de la manzana en el paraíso.
En el pecado original bíblico figura la adquisición de la conciencia
como una maldición. Y como una maldición, también se nos presenta
de hecho todo problema, que nos obliga a una mayor conciencia y
nos va alejando cada vez más del paraíso de la inocencia infantil.
Todos nos desviamos del agrado de los problemas ; de ser posible, es
mejor no mentarlos ; mejor todavía, negar su existencia. Queremos
que la vida sea sencilla, segura y lisa, y los problemas representan
verdaderos “tabú”. Queremos seguridades y no dudas, resultados y
no experimentos, y no nos percatamos que sólo mediante la duda
llegamos a la certeza, y sólo mediante experimentos alcanzamos
resultados. Por eso, la negación artificiosa de un problema no nos
procura convencimiento, sino que necesitamos darnos cuenta de la
manera más profunda y más alta para lograr firmeza y claridad.

Era necesaria esta introducción para hacer patente la esencia de


nuestro tema. Tratándose de problemas, nos negamos
instintivamente a deambular entre oscuridades y confusiones. No
queremos saber más que de resultados claros, olvidando
completamente que estos resultados no los podemos captar si no es
atravesando las oscuridades. Pero para atravesar la oscuridad
tenemos que recurrir a todas las posibilidades de ilustración o
esclarecimiento que nuestra conciencia posee ; como decía, tenemos
hasta que especular. Porque al ocuparnos de la problemática psíquica
topamos de continuo con cuestiones de principio que las diversas
especialidades universitarias se atribuyen como dominios exclusivos.
Inquietamos e indignamos a los teólogos no menos que a los filósofos,
y al médico no menos que al pedagogo, y hasta rastreamos por las
regiones propias de los biólogos y de los historiadores. Estas
extravagancias no son producto de nuestra fantasía desbocada, sino
que se explica por la circunstancia de que el alma del hombre es una
mezcla particularísima de factores que son, al mismo tiempo, objeto
de ciencias especiales. Porque el hombre ha engendrado las ciencias
de sí mismo y de su propia complexión. Son síntomas de su propia
alma.

Por eso, al plantearnos la inevitable cuestión ¿por qué razón el


hombre, en abierta oposición con el mundo animal, posee
problemas ?, nos abocamos en esa inextricable madeja de
pensamientos que miles de pensamientos agudísimos han elaborado
al correr de los milenios. No pretendo realizar un trabajo de Sísifo en
este terreno, sino que me limitaré a exponer sencillamente mi aporte
personal a esta cuestión de principio.

No existe problema alguno sin conciencia. Así que la pregunta habrá


que formularla de otro modo : ¿cómo es que el hombre posee una
conciencia ?

No sé cómo ha ocurrido esto, porque no estuve presente en el


momento en que los primeros hombres adquirieron conciencia ; pero
la adquisición de la conciencia podemos verla presente en los niños
pequeños. Todos los padres pueden verlo, si prestan atención. Y
podemos notar lo siguiente : cuando el niño conoce a alguien o
conoce algo, sentimos que el niño tiene conciencia. Por esta razón,
sin duda, el árbol del conocimiento en el paraíso fue el que aportó tan
fatales frutos.

Pero, qué es conocer ? Hablamos de conocimiento cuando logramos,


por ejemplo, engarzar una nueva percepción a una conexión ya
existente, y de tal forma, que poseemos conciencia, al mismo tiempo,
no sólo de la percepción, sino también de trozos de ese contenido
existente de antemano. El conocimiento descansa, por tanto, en la
representada conexión de contenidos psíquicos. No es posible
conocer un contenido sin conexión alguna, ni podríamos ser
conscientes de él caso de que nuestra conciencia estuviera todavía
en este profundo peldaño inicial. La primera forma de conciencia
accesible a nuestra observación y a nuestro conocimiento parece ser,
por tanto, la mera conexión de dos o más contenidos psíquicos. En
esta etapa la conciencia se halla ligada a la representación de ciertas
series de conexiones, y por esto es de naturaleza esporádica y no
vuelve a ser recordada.
Efectivamente, en los primeros años de vida no existe ninguna
memoria continuada. Existen si, todo lo más, islotes conscientes,
como luces perdidas u objetos iluminados en la amplia noche. Estas
islas del recuerdo no son aquellas primeras conexiones de
contenidos, puramente representativas, sino que contienen una
nueva y muy importante serie de contenidos, a saber, del mismo
sujeto representador, del llamado yo. También esta serie se halla, al
principio, meramente representada, como las primeras series de
contenidos, y por eso el niño, consecuentemente, habla de sí mismo
en tercera persona. Más tarde, cuando la serie del yo o el llamado
“complejo del yo", a causa seguramente del ejercicio, ha alcanzado
energía propia, se produce el sentimiento de ser sujeto o yo. Este es
el momento en que el niño empieza a hablar de sí mismo en primera
persona. En esta etapa tendría sus comienzos la continuidad de la
memoria. Sería en lo esencial, una continuidad de recordaciones del
yo.

La etapa infantil de la conciencia no conoce aún problema alguno,


porque esa conciencia no pende todavía del sujeto mientras el niño se
halle en absoluta dependencia de los padres. Es algo así como si no
hubiera nacido aún por completo, sino que siguiera meciéndose en la
atmósfera psíquica de los padres. El nacimiento psíquico, y con él la
diferenciación consciente respecto a los padres, ocurre normalmente
con la irrupción de la sexualidad en la pubertad. A la revolución
fisiológica se une otra espiritual. Las manifestaciones corporales
acentúan en tal forma y medida el yo, que éste se deja sentir a
menudo en formas inadecuadas. De aquí el concepto de “frescura”
con que señalamos esta edad.

Hasta esta época la psicología del individuo es esencialmente


instintiva y, por tanto, sin problemas. Aunque se opongan límites
exteriores a la expansión de las tendencias subjetivas, estas
inflexiones no originan ninguna escisión del individuo dentro de sí. No
conoce la vivisección del estado problemático. Este estado se
produce cuando los obstáculos o límites exteriores se convierten en
interiores ; esto es, cuando una tendencia se opone a otra. En
términos psicológicos diríamos : el estado problemático o división
interior, se produce cuando, junto a la “serie del yo” se origina una
“segunda serie de contenidos” de intensidad parecida. Esta segunda
serie, merced a su valor energético, tiene la misma importancia
funcional que el complejo del yo ; viene a ser, por decirlo así, un
segundo yo que , llegado el caso, podrá hasta arrebatar la dirección al
primero. Así se origina la división consigo mismo, el estado
problemático.

Lancemos una breve mirada retrospectiva a lo dicho : la primera


forma de conciencia, la del mero conocer, constituye un estado
anárquico o caótico. La segunda etapa, o sea la del complejo del yo
ya formado, representa una fase monárquica u onística. La tercera
etapa aporta nuevamente un avance de la conciencia, o sea una
conciencia de la división, un estado dualístico. Así llegamos a nuestro
propio tema, o sea, la problemática de las edades. En primer lugar
debemos de ocuparnos de la juventud. Esta etapa abarca desde la
época inmediatamente posterior a la pubertad hasta la media edad
de la vida, entre los treinta y cinco y los cuarenta años.

Se me preguntará por qué empiezo desde la segunda edad de la vida


humana, como si la etapa infantil no contuviera problema alguno. De
una manera normal, el niño no posee problemas, aunque con su
complicada psique representa para los padres, educadores y médicos
un problema de primer orden.

Sólo el hombre adulto se ve a sí mismo como problemático y puede


estar desunido consigo mismo. Todos conocemos las fuentes de los
problemas de esta edad. Las exigencias de la vida interrumpen para
siempre, en la mayoría de los hombres, los sueños de la infancia. Si el
individuo trae consigo una preparación suficiente, el tránsito a la
ocupación en la vida se realiza sin tropiezos. Pero si persisten
ilusiones que contrastan con la realidad, nacen los problemas. Nadie
penetra en la vida sin supuestos previos. Estos supuestos son, en
ocasiones, falsos, es decir, que no se adaptan a las condiciones
exteriores con las que nos enfrentamos. A menudo se trata de
esperanzas excesivas o de menosprecio de las dificultades exteriores,
optimismo infundado o negativismo. Podríamos exponer una larga
lista de tales supuestos falsos que provocan los primeros problemas
conscientes.

Pero no siempre el problema surge por la contraposición entre los


supuestos objetivos y las realidades exteriores, sino, y acaso con la
misma frecuencia, por dificultades anímicas internas que surgen
aunque todo marche bien afuera. Es muy general la perturbación del
equilibrio psíquico producida por la tendencia sexual, y acaso con la
misma frecuencia, un sentimiento de inferioridad puede producir una
susceptibilidad insoportable. Estos conflictos internos pueden
producirse aunque la adaptación externa sea lograda sin pena, y
hasta parece que aquellos hombres jóvenes que tienen que luchar
arduamente con la vida de fuera se hallan desprovistos de problemas
internos, mientras que aquellos para quienes la adaptación, por la
razón que sea, ha sido bastante fácil, desarrollan problemas sexuales
o conflictos de inferioridad.

Las naturalezas problemáticas son, muy a menudo, neuróticas, pero


sería una grave equivocación confundir lo problemático con la
neurosis, porque la diferencia esencial entre ambas es que el
neurótico es un enfermo porque no tiene conciencia de su mal,
mientras que el problemático sufre con sus conflictos conscientes sin
estar enfermo.

Si se pretende extraer de la inagotable variedad de problemas


individuales de la edad juvenil lo común y esencial, nos encontramos
con cierta característica inherente a todos los problemas de esta
etapa : se trata de un plantarse más o menos claro, en la etapa de la
conciencia infantil, un resistirse a los problemas del destino dentro y
alrededor de nosotros, porque nos quieren involucrar en el mundo.
Algo quisiera permanecer siendo niño, completamente inconsciente o
consciente nada más que de su yo, rechazando todo lo extraño o
sometiéndolo por lo menos a su propia voluntad, algo quisiera no
hacer nada o cuando menos, el propio deseo y la propia voluntad.
Hay algo aquí de la inercia de la materia, un perdurar en el estado
anterior, cuya conciencia es más pequeña, estrecha y egoísta que la
de la fase dualista, en la cual el individuo se enfrenta con la
necesidad de reconocer y aceptar lo otro, lo extraño, como formando
parte de la vida y de su yo.

La resistencia se dirige contra la expansión de la vida que constituye


la característica esencial de esta fase. Ya mucho antes comenzó esta
expansión, esta “diástole” de la vida, utilizando una expresión de
Goethe. Empieza ya con el nacimiento, en que el niño rebasa el
estrecho campo del cuerpo materno, y va aumentando sin cesar
hasta alcanzar un punto culminante en el estado problemático, que
es cuando el individuo comienza a defenderse contra la expansión.

¿Qué le iba a acontecer si se dejara transformar en lo extraño, en lo


otro que es también el yo, haciendo que el yo de hasta ahora
desapareciera en el pasado ? Parece un camino completamente
accesible. Lo que se propone la educación religiosa desde
“desnudarse del viejo Adán” hasta los ritos de renacimiento de los
pueblos primitivos es transformar al hombre en lo venidero, en lo
nuevo y dejar perecer lo viejo.

La psicología nos enseña que, en cierto sentido, nada hay en el alma


que sea viejo, nada que deba perecer de manera definitiva, y al
mismo Pablo le quedó una flecha clavada en la carne. Quien se
defiende de lo nuevo y lo extraño y se retrotrae a lo pasado, es
neurótico de complexión, lo mismo que aquel que identificándose con
lo nuevo, se desentiende del pasado. La única diferencia reside en
que el uno se enajena con el pasado y el otro se enajena con el
futuro. Pero, en principio, ambos hacen lo mismo : salvan su
estrechez de conciencia, en lugar de hacerla saltar al contraste de los
contrarios, para edificar un nuevo estado de conciencia más amplio y
más alto.

Esta conciencia sería ideal si pudiera llevarse a cabo en esta fase de


la vida. La naturaleza no parece interesada lo más mínimo en un
estado de conciencia superior ; por el contrario, tampoco la sociedad
sabe apreciar semejantes “alardes” psíquicos, y lo que galardona es
el rendimiento y no la personalidad ; esto último lo hace
póstumamente. Estos hechos nos fuerzan a una solución
determinada, a saber : la limitación a lo asequible, la diferenciación
de ciertas aptitudes que constituyen el ser propio del individuo capaz
de rendimiento social.

(...) Pero hay orientadores a través de la encrucijada de los


problemas. Son guías estelares para la expansión y afirmación de
nuestra existencia física, de nuestra raigambre en el mundo, pero no
para el desarrollo de la conciencia humana, de eso que llamamos
cultura. Para la edad juvenil la decisión en el sentido de esos ideales
es lo normal y de todas maneras mejor que un estancarse en la pura
problemática.

El problema se resuelve, por tanto, porque lo que traemos del pasado


es adaptado a las posibilidades y exigencias de lo que va llegando.
Nos limitamos a lo asequible, lo cual significa psicológicamente una
renuncia a todas las demás posibilidades anímicas. En uno, ello
implica la pérdida de un trozo de precioso pretérito ; en otro, de
precioso porvenir. Todos recordamos a ciertos amigos y camaradas
escolares, muchachos ideales y prometedores que hemos encontrado
al cabo de los años encasillados y resecados en un patrón cualquiera.

Los grandes problemas de la vida nunca se resuelven


definitivamente. Si aparentemente lo son, ello implica siempre una
pérdida. Porque su sentido y finalidad no radican en su solución, sino
en que nos ocupemos perpetuamente de ellos. Esto es lo que nos
preserva del atontamiento y de la fosilización. Así es que la solución
de los problemas de la edad juvenil implicada por la limitación a lo
accesible, posee nada más que un valor temporal y provisional. Sin
embargo, siempre significará una obra considerable el logro de una
existencia social, informando la propia naturaleza originaria, de
suerte que se adapte, en mayor o menor grado, a esta forma de
existencia. Es una lucha hacia adentro y hacia afuera, comparable
con la lucha de la edad infantil por la existencia del yo. Una lucha que
transcurre en su mayor parte oscuramente ; pero cuando vemos con
qué tenacidad seguimos conservando ilusiones, suposiciones,
costumbres egoístas de la infancia, podemos darnos cuenta de las
“intensidades” que fueron puestas en juego para producirlas. Así
ocurre ahora con los ideales, convencimientos, ideas directrices,
actitudes, etc. que nos introducen en la vida en la edad juvenil y por
los cuales luchamos, sufrimos y vencemos : crecen a la par con
nosotros, nos transmutamos, aparentemente en ellos, y los
proseguimos ad libitum con la misma naturalidad con que el hombre
joven hace la afirmación de su propio yo, frente al mundo o frente a sí
mismo.

Cuando más nos aproximamos al mediodía de la vida y cuanto más


ha logrado uno afirmarse en su postura personal y en su situación
social, en tanto mayor grado pretendemos haber descubierto el curso
certero de la vida y los ideales y principios justos de la conducta. Por
eso, presuponemos su eterna validez y nos hacemos una virtud de la
perpetua fidelidad a los mismos. Pasamos por alto una realidad
esencial, a saber : que el logro del fin social se ha realizado a costa de
la totalidad de la personalidad ; mucha vida, demasiada vida, que
pudo haber sido vivida por nosotros, quedó arrumada en el rincón de
los empolvados recuerdos, a veces ascuas escondidas entre cenizas.

Estadísticamente, las depresiones entre hombres alrededor de los


cuarenta años muestran una frecuencia creciente. En las mujeres, las
dificultades neuróticas comienzan, por lo general, algo antes. En esta
fase de la vida, entre los treinta y cinco y los cuarenta años, se
prepara un cambio importante del alma humana. No son cambios
perceptibles, que llamen la atención ; más bien son signos indirectos
de cambios que empiezan a producirse, al parecer, en el
inconsciente. A veces es algo así como un lento cambio de carácter,
otras veces reaparecen peculiaridades que desaparecieron con la
niñez, otras más, empiezan a desaparecer las aficiones e intereses
actuales, que son sustituidos por otros o, lo que es muy frecuente, las
convicciones y los principios, especialmente los morales, comienzan a
endurecerse y esquinarse, lo que poco a poco puede alcanzar a los
cincuenta años los extremos de la intolerancia y del fanatismo, como
si semejantes principios estuvieran en peligro inminente y por eso
mismo fuera menester subrayarlos especialmente.

Con la madurez de la edad no siempre se aclara el vino de la


juventud, sino que a veces se enturbia. Donde mejor podemos
observar este fenómeno es en tipos de hombres unilaterales. Unas
veces comienza antes, otras después. Más a menudo su aparición es
retardada por el hecho de que viven todavía los padres de la persona.
Parece como si la fase juvenil fuera prolongada indebidamente. Lo he
podido observar en hombres cuyo padre vivió largo tiempo. La
muerte de éste provoca una madurez apresurada, por decirlo así,
catastrófica.

Conozco el caso de un hombre devoto, miembro de la junta


parroquial, que a partir de los cuarenta dio muestras de una
intolerancia moral y religiosa intolerables. Su sentimiento se fue
ensombreciendo a ojos vistas. Acabó no siendo más que una
tenebrosa columna de la iglesia. Así llegó a los cincuenta y cinco, y
una vez, en medio de la noche, se sentó en la cama y dijo a su mujer :
“Ya se lo que sucede. Lo que pasa es que yo soy un granuja”. Este
autoconocimiento no quedó sin consecuencias prácticas. Pasó los
últimos años de su vida en una verdadera tronera, consumiendo así
una gran parte de su fortuna. Seguramente, una persona no del todo
antipática, capaz de los dos extremos.

Todas las perturbaciones neuróticas, tan frecuentes, de la edad


madura, tienen una cosa en común : que pretenden transbordar la
psicología de la fase juvenil más allá de sus propias fronteras. ¡Quién
no conoce esos ancianos conmovedores que quisieran volver a
comenzar con su época estudiantil, y que sólo pensando en esa época
homérica pueden atizar la llama de su vida, mientras que en todo lo
demás viven en un filisteísmo desesperante ! Por lo general gozan de
una ventaja no despreciable, la de no ser neuróticos, sino personajes
generalmente aburridos y de “cliché”. El neurótico es aquel que no
acierta a triunfar en el presente como él quisiera y, por eso mismo,
tampoco puede solazarse con el pasado.

Así como antes no pudo desasirse de la infancia, tampoco ahora


puede sacudirse la fase juvenil. A lo que parece, no puede hacerse a
la sombría idea de envejecer y vuelve angustiosamente la mirada
hacia atrás, porque la mirada hacia adelante le es insoportable. Así
como el hombre en la etapa infantil se revuelve medroso ante lo
desconocido del mundo y de la vida, el adulto retrocede ante la
segunda mitad de su vida, como si le esperaran tareas desconocidas
y peligrosas o estuviera amenazado con sacrificios y pérdidas que es
incapaz de afrontar, o como si la vida, hasta ahora, le fuera tan bella
y tan preciosa que no acertara a despedirse de ella.

¿O acaso no se trata en el fondo más que del temor a la muerte ? No


me parece muy probable porque, por lo general, la muerte está muy
lejana y se presenta como algo abstracto. La experiencia enseña que
el fundamento y causa de las dificultades de este tránsito están
ocasionados por un cambio profundo y notable operado en el alma.
Para caracterizar este fenómeno voy a servirme del curso diario del
sol. Imagínense un sol animado de sentimientos humanos y que
posee la conciencia humana del momento. Por la mañana surge del
mar nocturno del inconsciente y va paseando su mirada por el
anchuroso y abigarrado mundo, en ámbitos cada vez más amplios a
medida que sube en el horizonte. Con esta expansión de su campo de
acción que la ascención va produciendo, el sol se irá haciendo cargo
de su misión y considerará que su fin último consiste en subir cada
vez más, repartiendo con la mayor amplitud posible sus bendiciones,
Con este convencimiento, el sol alcanza el cenit de improviso -de
improviso porque su existencia individual única no podía saber de
antemano el punto de culminación-. Desde las doce del mediodía
comienza el descenso, el cual es la reversión de todos los valores e
ideales de la mañana. Parece como si el sol recogiera sus rayos. Luz y
calor disminuyen progresivamente hasta la extinción total.

Todas las comparaciones son deficientes. Pero esta comparación no


lo es en más alto grado que otras. Hay un proverbio francés que
expresa cínica y resignadamente la verdad de esta comparación: Si
jeunesse savait, si vieillesse pouvait (en español sería más o menos:
"Si la juventud supiera, si la vejez pudiera").

Afortunadamente no somos nosotros, los hombres, soles; de lo


contrario mal andarían nuestros valores culturales. Pero hay algo de
naturaleza solar en nosotros, y mañana y primavera, tarde y otoño de
la vida no son meras expresiones sentimentales, sino verdades
psicológicas; más todavía, realidades fisiológicas, porque el descenso
del mediodía invierte también cualidades corporales. Especialmente
entre los pueblos meridionales, se observa que las mujeres de edad
poseen voces broncas y profundas, bigotes, rasgos marcados y
desarrollan también en otros aspectos diversos caracteres
masculinos. Recíprocamente, el "habitus" físico del hombre se suaviza
con rasgos femeninos, como la adiposidad y los rasgos blandos de la
cara.

La literatura etnológica nos suministra una interesante información


acerca de un cabecilla y guerrero indio a quien en el atardecer de su
vida se le apareció el gran espíritu en sueños, y le anunció que desde
aquel momento tendría que sentarse con las mujeres y los niños,
vestir trajes femeninos y comer la comida de las mujeres. Obedeció al
sueño, sin padecer con ello en su reputación.

Esta visión es expresión fiel de la revolución psíquica meridiana, del


comienzo de la puesta o la caída. Los valores y hasta el cuerpo
mismo, revierten en sus contrarios o cuando menos muestran una
tendencia en ese sentido.

Se podría parangonar lo masculino y lo femenino, junto con las


cualidades psíquicas correspondientes, con cierto caudal de
sustancias que en la primera mitad de la vida son utilizadas en
proporciones diferentes. El hombre consume su gran acopio de
sustancia masculina y conserva indemne la pequeña cantidad de
sustancia femenina que empieza a ser aplicada ahora. La mujer hace
lo recíproco.

Pero, más que en lo físico, este cambio se hace notar en lo psíquico.


Ocurre muy frecuentemente que el hombre entre cuarenta y cinco y
cincuenta años resulta un manirroto y es la mujer la que se pone los
pantalones. Hay muchas mujeres que alcanzan responsabilidad y
conciencia sociales luego de los cuarenta años. En la vida moderna de
los negocios, especialmente en Norteamérica, el llamado break down,
la crisis nerviosa, es un acontecimiento extraordinariamente
frecuente a partir de los cuarenta. Si estudiamos la víctima, veremos
que lo que se ha desmoronado y declarado en crisis es el estilo
varonil, y nos ha quedado un hombre afeminado. Recíprocamente, se
observa en los mismos círculos de negocios, mujeres que en esos
años desarrollan una extraordinaria masculinización y vigor de
entendimiento, desplazando el corazón y el sentimiento a un segundo
plano. A menudo también, estas transformaciones son acompañadas
por catástrofes matrimoniales de todo tipo, lo que se comprende
fácilmente si se piensa que el hombre descubre sus tiernos
sentimientos y la mujer su inteligencia.

Lo peor, en estos casos, es que hombres cultos e inteligentes


penetran en esa etapa sin prever en absoluto la posibilidad de tales
cambios. Sin preparación alguna penetran en los dominios de la
segunda mitad de la vida. ¿O es que acaso existen, en alguna parte,
escuelas para hombres de cuarenta años que les preparen para la
vida por venir y sus exigencias especiales, del mismo modo que las
escuelas preparan a nuestra juventud, introduciéndola en el
conocimiento del mundo y de la vida? No, empezamos a bajar la
cuesta absolutamente sin preparación; peor todavía, lo hacemos
equipados con el falso prejuicio de nuestras verdades e ideales de
"hasta el día". Pero no es posible que vivamos la tarde de la vida lo
mismo que la mañana y con el mismo programa. Porque lo que para
la mañana es mucho, para la tarde será poco, y lo que fue verdad
antes, será falso ahora. He tratado muchas personas de edad,
asomándome a las cámaras secretas de sus almas , para no estar
impresionado de la verdad de esta regla fundamental.

El hombre que envejece debiera saber que su vida no asciende ni se


ensancha, sino que hay un proceso interno implacable que fuerza a
restringirla. Para el hombre joven es casi un pecado, o por lo menos
un peligro, ocuparse demasiado de sí mismo; para el hombre que
envejece es un deber y una necesidad estudiarse a sí mismo con toda
seriedad. El sol, recoge sus rayos para iluminarse a sí mismo, luego
que ha prodigado su luz por el mundo. Pero muchos prefieren ser
hipocondríacos, avaros, típicos miserables o eternos jóvenes, lo cual
es un menguado sucedáneo del esclarecimiento de sí mismo y
consecuencia inevitable de ese desatino que supone que la segunda
mitad de la vida tiene que ser regida con los principios que lo fue la
primera

Dije que no poseemos escuelas para hombres en los cuarenta. Esto


no es absolutamente cierto. Nuestras religiones son desde hace
mucho tiempo, escuelas de este tipo o lo han sido alguna vez. ¿Pero,
para cuántos lo son hoy todavía, cuántos de entre nuestros hombres
mayores han sido educados, de una manera efectiva, en unas
escuelas semejantes, para el misterio de la segunda mitad de la vida,
para la vejez, para la muerte y la eternidad? El hombre no llegaría a
los setenta ni a los ochenta si esta prolongación de la vida no
correspondiera al sentido de su especie. Por eso la tarde de la vida
debe poseer sentido y fin propios, y no hay razón para que sea un
mero apéndice miserable del mediodía. El sentido de la mañana es
sin duda alguna el desenvolvimiento del individuo, su afirmación y
propagación en el mundo exterior, y sus cuidados por la prole. Este es
el fin visible de la naturaleza; pero una vez cumplido este fin,
cumplido con abundancia, ¿debe continuar, rebasando todo sentido
racional, la conquista del dinero y del rango, la expansión de la
existencia? Quien trastoque en tal medida la ley de la mañana, esto
es, la finalidad de la naturaleza, a la tarde de la vida, deberá pagarlo
psíquicamente, lo mismo que el joven que quiere guardar su egoísmo
infantil en la edad adulta verá cómo su error será acompañado de
fracasos sociales.

Ganancia, existencia social, familia, posteridad, son pura naturaleza,


no son cultura. La cultura trasciende el fin natural. ¿Podría acaso la
cultura constituir el sentido y el fin de la segunda mitad de la vida?
En las tribus primitivas observamos que casi siempre los ancianos son
los que velan por los misterios y las leyes, y los que albergan la
cultura de la tribu. Y entre nosotros, ¿dónde está la sabiduría de
nuestros ancianos? ¿Dónde sus secretos y sus efigies soñadoras?
Entre nosotros los ancianos prefieren casi imitar a los jóvenes. En
Norteamérica lo ideal es que el padre sea hermano de su hijo y la
madre, de ser posible, la hermanita de su hija.

No sé cuánto debe esta actitud equivocada a la reacción contra


exageraciones anteriores de la dignidad, y cuánto a ideales falsos. Sin
duda, existen estos últimos. La meta para estas personas no está
adelante sino atrás. Por eso se vuelven hacia atrás. Hay que
concederles: es muy difícil ver que la segunda mitad de la vida pueda
tener ideales distintos de la primera; expansión de la vida, utilidad,
eficacia, figurar en la vida social, la ayuda precavida a los hijos hacia
un matrimonio conveniente y hacia un buen puesto de trabajo, son
bastantes tareas. Pero, desgraciadamente, no albergan sentido ni
finalidad suficientes para muchos que no pueden ver en la tercera
edad otra cosa que la regresión de la vida y empalidecimiento y
consunción de los antiguos ideales. Es cierto que si tales hombres
hubieran llenado la copa de la vida hasta los bordes y apurado hasta
el fondo, sentirían ahora de manera distinta, nada les hubiera
quedado, todo lo que era de quemar habría sido quemado y les sería
bienvenido el sosiego de la vejez. Pero no hay que olvidar que son
muy pocos los hombres que saben vivir, lo cual es un arte elevado y
raro. ¿Quién logra escanciar la copa de manera tan plena? Por eso,
muchos hombres se quedan con restos no vividos, a menudo,
posibilidades que ni con la mejor voluntad, hubiesen podido
realizarse, y así, traspasan el umbral de la vejez con una aspiración
incumplida, que hace que su mirada se vuelva insensiblemente hacia
atrás. Y a tales hombres perjudica especialmente la mirada hacia
atrás.

Una visión hacia delante, una meta en el futuro, les sería


imprescindible. Por esto, todas las grandes religiones contienen
promesas del más allá, una meta transmundana que hace posible que
el mortal viva la segunda mitad de la vida con un afán parecido al de
la primera. Pero tan plausible como es para el hombre moderno ese
fin de expansión y culminación de la vida, tan dudosa, por no decir
increíble, le resulta la idea de una perduración más allá de la muerte.
Y, sin embargo, el término de la vida, la muerte, se convierte en una
meta razonable, ya porque la vida sea tan miserable que aparezca
como un regalo dejar de vivirla, ya porque se posee la convicción de
que el sol, con la misma consecuencia con que asciende hasta el
cenit del mediodía, desciende el camino del ocaso para iluminar
pueblos lejanos. Pero el poder creer, es un arte tan difícil en nuestros
días, que, especialmente a las personas cultas, les es algo casi
inaccesible. Nos hemos habituado demasiado a pensar que en lo que
se refiere a la inmortalidad, y asuntos parecidos, existen muchas y
contradictorias opiniones, y ninguna demostración convincente. Como
el lema de nuestro tiempo, con fuerza absolutamente convincente,
reza "ciencia", se quiere también prueba científica. Pero, aquellos de
entre los cultos que piensan, saben muy bien que una demostración
semejante entra en el terreno de las imposibilidades filosóficas. Nada
podemos saber sobre el particular.

Me puedo permitir la observación de que, por la misma razón,


tampoco se puede saber si, después de la muerte, no pasa
efectivamente algo. La respuesta no es ni positiva ni negativa. Nada
sabemos científicamente, sobre el particular, y nos hallamos
aproximadamente en la misma situación que respecto a la cuestión
de si hay habitantes en Marte, sin que a los habitantes de Marte, en
caso de que existan, les afecte para nada que su existencia sea
afirmada o negada. Y lo mismo ocurre con el problema de la
inmortalidad y así podemos relegarlo.

En este momento me sugiere mi conciencia de médico que algo


esencial queda por decir acerca de esta cuestión. He realizado la
observación que una vida orientada hacia un fin es, por lo general,
mejor, más rica y más sana que una vida sin finalidad y que es mejor
caminar con el tiempo por delante que tenerlo detrás, a la espalda. Al
médico de almas, el anciano que no puede separarse de la vida, le
parece tan débil y enfermizo como el joven que no acierta a abrirse
camino. Y de hecho se trata, en muchos casos, de la misma
incontinencia infantil, del mismo temor, de la misma obstinación y
resistencia. Estoy convencido, en calidad de médico, que es más
higiénico ver en la muerte un fin hacia el cual debemos tender, y que
la resistencia contra ese fin es insano y anormal, porque sustrae su
fin propio a la segunda mitad de la vida. Por esa razón todas las
religiones con un fin sobrenatural me parecen extraordinariamente
razonables, desde el punto de vista de una higiene del alma. Si habito
en una casa de la que sé que dentro de catorce días se me va a venir
encima , todas mis funciones vitales estarán entorpecidas por esa
idea; pero si me siento seguro contra ese acontecimiento, puedo vivir
en la casa trabajando sosegada y normalmente. Desde el punto de
vista de la salud mental, es recomendable el poder pensar que la
muerte no es más que un tránsito, una parte de un proceso vital
desconocido, grande y prolongado.

Aunque la gran mayoría de los hombres no sabe para qué necesita el


cuerpo el cloruro de sodio, todos lo buscan, en virtud de una
necesidad instintiva. Así ocurre también con las capas psíquicas. La
gran mayoría de los hombres ha sentido, desde siempre, la necesidad
de perduración. Por esta razón nuestra constatación no nos desvía,
sino que nos coloca en medio de la calle mayor de la vida humana.
Pensamos a tono con el sentido de la vida, aunque no comprendamos
lo que pensamos.

¿Es que comprendemos alguna vez lo que pensamos? Entendemos


únicamente aquel pensar que no consiste más que en establecer una
igualdad, de la que no sacamos nada más que aquello que hemos
puesto en ella. Pero por encima del intelecto hay un pensar con
imágenes primigenias, con símbolos más viejos que el hombre
histórico, congénitos en él desde los primeros tiempos, y que
sobreviven a todas las generaciones, llenando desde siempre de una
manera viva los fundamentos de nuestras almas. Una vida plena no
consiste en volver a ellos. En realidad no se trata de fe ni de saber,
sino del acuerdo entre nuestro pensamiento y las protoimágenes de
nuestro inconsciente, matrices irrepresentables de aquellas ideas que
nuestra conciencia acaba pensando siempre. Y una de estas idea
primordiales es la de la vida más allá de la muerte. No hay relación
posible entre la ciencia y estas imágenes primordiales. Son datos
irracionales, condiciones a priori de la imaginación, con la que, en
último término, se identifican, y la ciencia sólo a posteriori puede
investigar su adecuación y justificación, así como por ejemplo, la
glándula tiroides pudo ser considerada antes del siglo XIX, como
órgano sin significación alguna. Las protoimágenes son para mí algo
así como órganos psíquicos a los que concedo la mayor importancia;
así que me atrevo a decir a un paciente de edad avanzada: "Su
imagen de Dios o su idea de la inmortalidad está atrofiada; en
consecuencia, su metabolismo psíquico anda desconcertado". Más
profundo y lleno de sentido de lo que pensamos es el viejo elixir de la
inmortalidad.

Voy a permitirme de nuevo volver un momento a la comparación


solar. Los 180 grados del arco de nuestra vida se dividen en cuatro
partes. El primer cuarto oriental es la infancia, estado sin problemas;
somos problema para los demás, pero no tenemos conciencia de
nuestra problemática propia. La problemática consciente alcanzan las
secciones segunda y tercera, y en el último cuarto, en la vejez, nos
sumergimos nuevamente en un estado en que, desentendiéndonos
de nuestra situación de conciencia, volvemos a ser un problema para
los demás. Infancia y vejez son manifiestamente distintas, pero tienen
algo en común, y es ese sumergirse en el inconsciente psíquico.
Como el alma del niño se va desenvolviendo a través del
inconsciente, su psicología, aunque difícil, es más abordable que la
del anciano, que vuelve a hundirse en el inconsciente hasta
desaparecer poco a poco. Infancia y vejez son los estados no
problemáticos de la vida; por eso no me he detenido en ellos.

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