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§9.

EL POSITIVISMO

No fue mucha la influencia inmediata que el materialismo de Marx y sus colegas ejerció en
la práctica histórica, pues ésta, en el siglo XIX, llegó a sospechar cada vez más de todas las
filosofías de la historia como especulaciones sin base. Esta actitud estaba conectada con
una tendencia general, en el mismo siglo, hacia el positivismo. El positivismo puede
definirse como la filosofía actuando al servicio de la ciencia natural, así como en la Edad
Media la filosofía actuaba al servicio de la teología. Pero los positivistas tenían su propia
noción (noción más bien superficial) de lo que era la ciencia natural. Pensaban que
consistía en dos cosas: primera, comprobar hechos; segunda, fijar leyes. Los hechos los
descubría inmediatamente la percepción sensorial. Las leyes se establecían generalizando
por inducción a partir de estos hechos. Bajo esta influencia surgió una nueva especie de
historiografía que puede llamarse historiografía positivista.
Arrojándose con entusiasmo en la primera parte del programa positivista, los
historiadores se pusieron a comprobar todos los hechos que pudieron. El resultado fue un
enorme aumento de conocimientos históricos detallados, basados hasta un grado sin
precedentes en el examen exacto y crítico de las pruebas históricas. Ésta fue la época que
enriqueció la historia con la recopilación de enormes masas de materiales cuidadosamente
tamizados, como los expedientes de las nóminas de reservas y franquicias; el corpus de
inscripciones latinas; nuevas ediciones de textos históricos, y fuentes de todos los órdenes y
el aparato entero de la investigación arqueológica. El mejor historiador, como Mommsen o
Maitland, se convirtió en el más grande maestro del detalle. La conciencia histórica se
identificó con una escrupulosidad infinita a propósito de cualquiera y de cada cosa concreta
aislada. Se hizo a un lado la idea de la historia universal como un sueño vano, y el ideal de
la literatura histórica fue la monografía.
Pero a través de todo este periodo, no dejó de sentirse cierta inquietud respecto del
propósito último de toda investigación detallada. Se había emprendido de acuerdo con el
espíritu del positivismo, según el cual la comprobación de hechos era solamente la primera
etapa de un proceso cuya segunda etapa era el descubrimiento de leyes. En cuanto a los
historiadores, siguieron en su mayor parte alegremente dedicados a comprobar nuevos
hechos; el campo por descubrir era inagotable y no pedían nada mejor que explorarlo. Pero
los filósofos que comprendían el programa positivista miraban con reservas este
entusiasmo. ¿Cuándo, se preguntaban, van a embarcarse los historiadores en la segunda
etapa? Y al mismo tiempo, la gente común y corriente, que no era especialista en historia,
se aburría; no veía la importancia de que se descubriera o no este o aquel hecho; y
gradualmente se abrió un abismo entre el historiador y el hombre inteligente no
especialista. Los filósofos positivistas se quejaban de que mientras se apegara a los meros
hechos la historia no era científica; los hombres comunes y corrientes se quejaban de la
falta de interés de los hechos que traían a la luz. Estas dos quejas coincidían bastante. Cada
una de ellas implicaba que la simple comprobación de los hechos, por los hechos mismos,

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era insatisfactoria, y que su justificación estaba más allá de sí misma en algo ulterior que
podía o debía hacerse con los hechos así comprobados.
Fue en esta situación cuando Augusto Comte exigió que se utilizaran los hechos
históricos como materia prima de algo más importante y más genuinamente interesante que
ellos mismo. Toda ciencia natural, decían los positivistas, empezaba por comprobar hechos
y luego procedía a descubrir sus conexiones causales; al aceptar esta afirmación, Comte
proponía que hubiera una nueva ciencia denominada sociología, que empezaría por
descubrir los hechos de la vida humana (lo cual sería la tarea de los historiadores) y luego
procedería a descubrir las conexiones causales entre tales hechos. De esta suerte, el
sociólogo sería una especie de súper-historiador, que elevaría a la historia al rango de
ciencia, al pensar científicamente en torno a los mismos hechos sobre los cuales el
historiador sólo pensaba empíricamente.
Este programa era muy semejante al programa kantiano y post-kantiano de reinterpretar
masas de hechos en una grandiosa filosofía de la historia. La única diferencia estaba en que
para los idealistas este proyecto de súper-historia habría de basarse en una concepción de la
mente como algo peculiar y distinto de la naturaleza, mientras que para los positivistas se
basaba en la concepción de que la mente no era en modo alguno distinta, en lo fundamental,
de la naturaleza. Para los positivistas, el proceso histórico era de idéntica especie al proceso
natural, y por eso los métodos de la ciencia natural eran aplicables a la interpretación
histórica.
A primera vista parece como si este programa barriera, de un solo ademán displicente,
todos los avances que el siglo VIII había conquistado tan laboriosamente en la comprensión
de la historia. Pero no era así el caso. La nueva negación positivista de una distinción
fundamental entre naturaleza e historia, no implicaba en realidad un rechazo de la
concepción de la historia del siglo VIII, tanto como una crítica de la concepción
dieciochesca de la naturaleza. Señal de esto es que el pensamiento del siglo XIX en general,
aunque hostil a mucho de la filosofía hegeliana de la historia, era mucho más
fundamentalmente hostil a su filosofía de la naturaleza. Hegel, como hemos visto,
consideraba las diferencias entre organismos superiores e inferiores como lógicas, no como
temporales, y de esta suerte rechazaba la idea de la evolución. Pero en la generación
posterior a su muerte, se comenzó a pensar en la vida de la naturaleza como en una vida
progresiva, y, hasta ese punto, como una vida semejante a la de la historia. En 1859, año en
que Darwin publicó El origen de las especies, esta concepción no era nueva. En los círculos
científicos, la concepción de la naturaleza como un sistema estático donde todas las
especies eran (según la antigua frase) creaciones especiales, había sido superada desde
mucho tiempo antes por la concepción de las especies viniendo a la existencia en un
proceso temporal. La novedad de la idea de Darwin no era que creyese en la evolución, sino
que sostuviese que se producía por lo que llamaba selección natural, proceso semejante a la
selección artificial por la cual el hombre mejora las razas de animales doméstico. Pero la
mentalidad popular no lo reconoció claramente, y Darwin se convirtió en el campeón y, a

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decir verdad, en el inventor de la idea misma de evolución. De esta suerte, en cuanto al
efecto general sobre la cultura, El origen de las especies figura como el primer libro que
informó a todo el mundo que se había abandonado la vieja idea de la naturaleza como un
sistema estático.
El efecto de este descubrimiento fue aumentar enormemente el prestigio del
pensamiento histórico. Hasta ese momento, la relación entre el pensamiento histórico y el
científico, es decir, el pensamiento acerca de la historia y el pensamiento acerca de la
naturaleza, había sido antagónica. La historia exigía para sí una materia esencialmente
progresiva; la ciencia una esencialmente estática. Con Darwin, el punto de vista científico
capitulaba ante el histórico, y ambos estaban ahora de acuerdo en concebir su materia como
progresiva. Ahora se podría utilizar la evolución como término genérico que abarcaría por
igual el progreso histórico y el natural. La victoria de la evolución significaba en los
círculos científicos, que la reducción positivista de la historia a la naturaleza, estaba
cualificada por una reducción parcial de la naturaleza a la historia.
Este rapprochement tenía sus peligros. Tendía a dañar la ciencia natural por conducir
la suposición de que la evolución natural era automáticamente progresiva, creadora, por su
propia ley, de formas de vida cada vez mejores; y podía haber dañado a la historia a través
de la suposición de que el progreso histórico dependía de la misma llamada de ley de la
naturaleza y de que los métodos de la ciencia natural, en su nueva forma evolutiva, eran
adecuados para el estudio de los procesos históricos. Lo que evitó este daño a la historia fue
el hecho de que para entonces el método histórico se había encontrado a sí mismo, y se
había vuelto más definido, sistemático y consciente de sí de lo que fuera medio siglo antes.
Los historiadores de principios y mediados del siglo XIX habían trabajado un nuevo
método de manejar las fuentes: el método de la crítica filológica. Consistía éste
esencialmente en dos operaciones: primera, el análisis de las fuentes (que todavía
significaban fuentes literarias o narrativas) en sus partes componentes, distinguiendo en
ellas elementos primarios y posteriores, y capacitando de esta suerte al historiados para que
discriminara entre las porciones más dignas y menos dignas de confianza; segunda, la
crítica interna de las partes más dignas de confianza, mostrando cómo el punto de vista del
autor afectaba su exposición de los hechos, y capacitando así al historiador para hacerse
cargo de las distorsiones de tal modo producidas. El ejemplo clásico de este método es el
tratamiento de Tito Livio por Niebuhr, donde alega que una gran parte de lo que solía
tomarse como historia romana primitiva es una ficción patriótica de un periodo muy
posterior; y que aun el estrato más primitivo no es un puro hecho histórico sino algo
análogo a la literatura de baladas, una épica nacional (como él la llama) del antiguo pueblo
romano.
Detrás de esta épica, Niebuhr percibía la realidad histórica de la primera Roma como
una sociedad de campesinos granjeros. No es necesario que haga la historia de este método
pasando por Herder hasta Vico; lo que importa destacar es que hacia mediados del siglo

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XIX ya se había convertido en posesión segura de todos los historiadores competentes, al
menos en Alemania.
Ahora bien, el resultado de poseer este método fue que los historiadores sabían cómo
hacer su propio trabajo a su manera, y ya no corrían mucho riesgo de que los extraviara la
intentada asimilación del método histórico al científico. A partir de Alemania el nuevo
método se difundió gradualmente por Francia e Inglaterra, y donde quiera que hizo acto de
presencia enseño a los historiadores que tenían una tarea por cumplir absolutamente
especial, una tarea sobre la cual el positivismo no tenía nada útil que enseñarles. Veían que
su trabajo consistía en comprobar hechos mediante el empleo de este método crítico, y
rechazar la invitación que les hacían los positivistas para apresurarse a alcanzar una
supuesta segunda etapa, el descubrimiento de leyes generales. En consecuencia, los
historiadores más capaces y competentes hicieron de lado, tranquilamente, las pretensiones
de la sociología comtiana, y llegaron a considerar que les bastaba descubrir y exponer los
hechos mismos: en las famosas palabras de Ranke, wie es eigentlich gewesen. La historia,
como el conocimiento de hechos individuales, se separaba gradualmente, en cuanto estudio
autónomo, de la ciencia, en cuanto conocimiento de las leyes generales.
Pero aunque esta creciente autonomía del pensamiento histórico lo capacitó para resistir
hasta cierto punto las formas extremas del espíritu positivista, de todas maneras se vio
profundamente influido por este espíritu. Como ya se había explicado, la historiografía del
siglo XIX aceptó la primera parte del programa positivista, la recopilación de hecho, si bien
declinó la segunda, el descubrimiento de leyes. Pero todavía consideraba sus hechos de
manera positivista, es decir, como separados o atómicos. Esto condujo a los historiadores a
adoptar dos reglas de método en su tratamiento de los hechos: I) Cada hecho habría de
considerarse como una cosa capaz de ser comprobada mediante un acto cognoscitivo o
proceso de investigación separado, y de esta suerte el campo total de lo históricamente
cognoscible, fue cortado en una infinidad de hechos minúsculos cada uno de los cuales
habría de considerarse por separado. II) Cada hecho habría de considerarse no sólo como
independiente de todo el resto sino como independiente del cognoscente, de manera que
habría de eliminar todos los elementos subjetivos (como se denominaban) del punto de
vista del historiador. El historiador no debía pronunciar juicios sobre los hechos: sólo tenía
que decir lo que eran.
Estas dos reglas de método tenían cierto valor: la primera adiestraba a los historiadores
para atender con precisión a los detalles, la segunda los adiestraba para evitar que
coloreasen su materia con sus propias reacciones emocionales. Pero ambas eran viciosas en
principio. La primera desembocaba en el corolario de que nada era un problema legítimo
para la historia a amenos que fuese un problema microscópico, o que fuese capaz de ser
tratado como un grupo de problemas microscópicos. Así fue como Mommsen, con mucho
el más grande historiador de la era positivista, pudo recopilar el corpus de inscripciones o
manual de derecho romano constitucional con exactitud casi increíble, y pudo mostrar
cómo hacer uso del corpus tratando, por ejemplo, los epitafios militares estadísticamente

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para averiguar de esta manera dónde se reclutaban las legiones en épocas diferentes, pero
su intento por escribir una historia romana se quebró exactamente en el punto en que sus
propias contribuciones a la historia romana empezaban a ser importantes. Dedicó su vida al
estudio del Imperio Romano y su Historia de Roma termina en la batalla de Accio. Por
tanto, e legado del positivismo a la historiografía moderan, de este lado de su obra, es una
combinación de maestría sin precedentes en el manejo de problemas de gran escala.
La segunda regla, contra el pronunciamiento de juicios sobre los hechos, produjo
efectos no menos paralizadores. No sólo impidió a los historiadores que discutieran de
manera apropiada y metódica cuestiones como: ¿Fue prudente esta o aquella política? ¿Fue
sólido este o aquel sistema económico? ¿Fue un adelanto este o aquel movimiento en la
ciencia o en el arte o en la religión y si así fue, por qué?; también les impidió compartir o
criticar los juicios pronunciados por gente del pasado acerca de sucesos o instituciones
contemporáneos a ella; por ejemplo, pudieron recapitular todos los hechos a propósito del
culto a los emperadores en el mundo romano, pero como no se permitían formar juicios
sobre el valor y significación como fuerza religiosa y espiritual, no pudieron comprender
lo que realmente sentí acerca de ello el pueblo que lo practicaba. ¿Qué pensaban los
antiguos de la esclavitud? ¿Cuál era la actitud del pueblo común y corriente de la Edad
Media hacia la Iglesia y sus sistema de credo y doctrina? En un movimiento como el
surgimiento del nacionalismo, ¿cuánto se debía a la emoción popular, cuánto a las fuerzas
económicas y cuánto a una política deliberada? Preguntas como éstas, que para los
historiadores románticos habían sido objeto de investigación metódica, los métodos
positivistas as descartaron como ilegítimas. La negativa a juzgar los hechos vino a
significar que la historia sólo podía ser la historia de acontecimientos externos, no la
historia del pensamiento de donde se desprendían estos acontecimientos. Ésta fue la razón
de que la historiografía positivista se empantanara en el viejo error de identificar la historia
con la historia a política (por ejemplo, en Ranke y todavía más en Freeman) e ignorase la
historia del arte, de la religión, de la ciencia, etc., porque éstos eran temas que no podía
manejar. Por ejemplo, la historia de la filosofía no estudió en todo este periodo con el éxito
con que lo hiciera Hegel, y acabó por aparecer una teoría (que un historiador romántico, o a
nosotros hoy día, hubiera parecido simplemente cómica de que la filosofía o el arte no
tienen una historia propiamente tal.
Todas estas consecuencias se desprendieron de un cierto error en la teoría histórica. El
concepto de la historia como ocupándose con hechos y nada más que con hechos puede
parecer inofensiva, pero ¿qué es un hecho? De acuerdo con la teoría positivista del
conocimiento, un hecho es algo dado inmediatamente en la percepción. Cuando se dice que
la ciencia consiste primordialmente en la comprobación de hechos y luego en el
descubrimiento de leyes, los hechos so aquí hechos observados directamente por el hombre
de ciencia; por ejemplo, el hecho de que este conejillo de Indias contrae el tétano después
de recibir una inyección de este cultivo. Si alguien pone en duda ese hecho, puede repetir el
experimento con otro conejillo de Indias, que servirá lo mismo, y, en consecuencia, para el

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hombre de ciencia, la cuestión de si los hechos son realmente lo que se dice que son no es
nunca un problema vital, porque siempre podrá reproducirse ante sus propios ojos. En la
ciencia, pues, los hechos son hechos empíricos, hechos percibidos tal como ocurren.
En la historia la palabra “hecho” tiene un sentido muy distinto. El hecho de que en el
siglo II se empezaron a reclutar las legiones fuera de Italia no se da inmediatamente. Se
llega a él inferencialmente, mediante un proceso de interpretación de los datos de acuerdo
con un complicado sistema de reglas y supuestos. Una teoría del conocimiento histórico
descubriría lo que son estas reglas y supuestos y preguntaría hasta qué punto son necesarios
y legítimos. Todo esto lo pasaban por alto los historiadores positivistas, quienes, de esta
suerte, nunca se plantearon la pregunta difícil: ¿Cómo es posible el conocimiento histórico?
¿Cómo y bajo cuáles condiciones puede el historiador conocer hechos que, estando ahora
más allá de toda recreación o repetición, no pueden ser para él objetos de percepción? Su
falsa analogía entre hechos científicos y hechos históricos les impidió hacerse esta
pregunta. Debido a esta falsa analogía pensaron que tal pregunta podía no necesitar
respuesta. Pero debido a la misma falsa analogía, equivocaron siempre la naturaleza de los
hechos históricos y, en consecuencia, deformaron el verdadero trabajo de la investigación
histórica en la manera que he descrito.

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