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LA FILOSOFÍA COMO UNA DISCIPLINA HUMANÍSTICA

Bernard Williams

1. En la fórmula ‘disciplina humanística’, los dos términos comparten el mismo peso. Esta
conferencia no trata sobre la organización académica: al hablar de la filosofía como una empresa
‘humanística’, no me refiero a que la filosofía cuente entre las materias de una carrera de
humanidades, o de letras. La pregunta es: ¿cuáles son los modelos, o los ideales, o las analogías,
que hemos de tener presentes cuando pensamos sobre los caminos para llegar a hacer filosofía?
Esto es una aplicación a nuestras circunstancias presentes de una pregunta más general y
tradicional, una pregunta que es ella misma, y de modo notorio, una cuestión filosófica: ¿cómo
debe la filosofía entenderse a sí misma?
Lo mismo ocurre con la otra parte de la frase. No es propiamente la pregunta sobre una disciplina,
en tanto campo o área de investigación. Se supone que “disciplina” implica disciplina. Es preferible
que en filosofía haya algo que cuente como hacerla correctamente, y creo que esto ha de
asociarse con una pretensión de ofrecer argumentos y de expresarse a sí misma con claridad –
pretensiones que la filosofía analítica ha asumido enfáticamente, aunque a veces de manera
perversa y unilateral–. Pero tales pretensiones no son monopolio de la filosofía. Otras
humanidades ofrecen argumentos y se expresan a sí mismas con claridad: o si no lo hacen, es su
problema. La historia, por ejemplo, ciertamente tiene su disciplina, y ésta incluye argumentación y
claridad. Tomo la historia como un caso central de estudio humanístico […] La historia será central
en mi argumentación no sólo porque ocupe el centro entre las disciplinas humanísticas sino
porque, argumentaré, la filosofía mantiene relaciones especiales con ella.
[…] En cualquier caso los puntos que me interesa resaltar sobre el compromiso de la filosofía con
la historia van más allá de la preocupación de la filosofía por su propia historia, aunque esto sea
ciertamente una parte de aquellos.
He comenzado hablando de que tal y cual cosa es central en la filosofía, y esto puede hacer surgir
sospechas de esencialismo, de que la filosofía está siendo pensada como algo que tiene una
naturaleza totalmente diferenciada e intemporal, naturaleza a partir de la cual se pueden extraer
conclusiones. Permítaseme decir de una vez que no pretendo retroceder hacia ninguna idea como
esa. Afirmaré más adelante que alguno de las más profundas visiones de la filosofía moderna,
principalmente de la obra de Wittgenstein, permanecen sin desarrollar –en el límite, se han vuelto
incomprensibles– precisamente porque se ha asumido que la filosofía es algo peculiar, que no
debe ser confundido con otro tipo de investigación, y que no necesita de otro tipo de investigación
para entenderse a sí misma. […] Lo que expondré a continuación, en sí mismo parte de la filosofía,
es un ejemplo de lo que tomo como filosofía, parte de un intento más general por dar a nuestra
vida (y a nuestras actividades intelectuales) el mejor sentido posible dentro de la situación en la
que nos encontramos.
2. La concepción cientificista se contrapone nítidamente a la concepción humanística de la
filosofía. Con ese término no me refiero simplemente al interesarse en o involucrarse con la

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ciencia […] El cientificismo es, más bien, una incomprensión de las relaciones entre la filosofía y las
ciencias naturales, que tiende a asimilar la filosofía a los fines, o al menos a las maneras, de las
ciencias. Hay partes de la filosofía que, de modo bastante decoroso, se comportan como una
extensión de las ciencias naturales o matemáticas porque, de hecho, eso es lo que son: por
ejemplo, la filosofía de la mecánica cuántica, o la lógica en sus aspectos más técnicos. Pero en
otras partes esta asimilación es un error [Williams pone como ejemplos el estilo de alguna filosofía
analítica y la identificación de la filosofía de la mente con “la parte más teórica y de menos peso
experimental de la neurología”, que en vez de filosofía disciplinada entrega terminología científica
descontextualizada].
3. […] La cuestión aquí es de más enjundia. Considérese el siguiente pasaje del libro de Hilary
Putnam, Renewing Philosophy (ed. cast.: Cómo renovar la filosofía, Cátedra, 1994):
La filosofía analítica está cada vez más dominada por la idea de que la ciencia y sólo la
ciencia describe el mundo tal y como es, independientemente de la perspectiva. Es cierto
que hay importantes personalidades de este tipo de filosofía que se oponen a tal
cientifismo… Pero la idea de que la ciencia hace imposible el quehacer filosófico
independiente está tan arraigada, que incluso destacados pensadores han llegado a
afirmar que lo único que puede hacer ya la filosofía es tratar de prever cómo serán al final
supuestas soluciones científicas de todos los problemas metafísicos […]
No es difícil encontrar aquí un gran non sequitur. ¿Por qué la idea de que la ciencia y sólo la ciencia
describe el mundo como es en sí mismo, por encima de perspectivas, ha de significar que no hay
cabida para investigaciones filosóficas independientes? Esto sería así sólo si la meta de una
empresa filosófica independiente fuese la descripción del mundo como es en sí mismo, por encima
de perspectivas. ¿Pero por qué deberíamos aceptar esto? […] Nunca he sostenido tal punto de
vista, y estoy de acuerdo con Putnam en rechazarlo. Sin embargo, sí acepto la idea de que la
ciencia puede describir el mundo “como es en sí mismo”, es decir, dar una representación suya
que, en la medida de lo posible, es independiente de las perspectivas locales o de las idiosincrasias
de quienes lo investigan, una representación del mundo, como subrayo, “tal y como es de todos
modos” (lo que en mi jerga denomino ‘concepción absoluta’).
[…] Putnam supone que la idea de una concepción absoluta del mundo ha de estar motivada por la
pretensión contradictoria e incoherente de describir el mundo sin descripciones: como él subraya,
no podemos dividir el lenguaje en dos partes, “una parte que describe el mundo ‘tal y como es de
todos modos’ y una parte que describe nuestra aportación conceptual”. (La siempre delicada
expresión ‘nuestro’ es importante, y hemos de volver sobre ella). Pero mi objetivo al introducir en
otras obras mías la noción deconcepción absoluta por la que Putnam me critica fue precisamente
destacar que uno no puede describir el mundo sin descripciones, y acomodar la visión kantiana
fundamental de que no hay ninguna concepción del mundo que no esté conceptualizada de un
modo u otro. La idea no es que se pueda conceptualizar el mundo sin conceptos. La idea es que
cuando reflexionamos sobre nuestra concepción del mundo, podemos reconocer en ella que
algunos de nuestros conceptos y vías para representar el mundo dependen más que otros de
nuestra perspectiva, de nuestra propia y local manera de aprehender las cosas. En contraste,

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tendríamos la capacidad de identificar algunos conceptos y estilos de representación cuya
dependencia de nuestra capacidad para aprehender el mundo, o de la de cualquier otra criatura,
es mínima: se trata de un tipo de representación que puede ser alcanzada por cualquier
investigador competente del mundo, incluso si difiere de nosotros –es decir, de los seres
humanos- en los órganos de sus sentidos y, por supuesto, en su trasfondo cultural. Pudiera ser que
dedicarse a distinguir tal representación del mundo fuese incoherente, pero la motivación para
ello no es el objetivo de trascender toda descripción o conceptualización.
Hoy no profundizaré en la coherencia de la idea de concepción absoluta del mundo. Trato esto
porque, aunque Putnam haya pinchado en hueso, nos ayuda a localizar un cientificismo en
filosofía que estoy de acuerdo en rechazar. El argumento básico de Putnam contra una concepción
absoluta del mundo estriba en que las relaciones semánticas son normativas, y por tanto no
pueden formar parte de una concepción puramente científica. Como la descripción del mundo
involucra el despliegue de términos que están relacionados semánticamente con él, se llega a la
conclusión de Putnam de que la concepción absoluta supone describir el mundo sin descripciones.
Pasaré por alto la cuestión de que esta argumentación embrida dos cosas distintas, usar términos
que tienen una relación semántica con el mundo y dar cuenta de estas relaciones semánticas, y
me concentraré en lo segundo. Por el bien de la argumentación tomaremos por bueno el principio,
ciertamente discutible, de que si las relaciones semánticas son normativas, se sigue que en la
concepción absoluta no se puede dar cuenta de ellas. No se sigue entonces que la concepción
absoluta sea imposible. Todo lo que se sigue es que el dar cuenta de las relaciones semánticas,
particularmente desde la filosofía del lenguaje, no puede formar parte de la concepción absoluta
[...]
¿Qué lleva a Putnam a asumir, como obviamente hace, que si existe una concepción absoluta del
mundo, la filosofía ha de formar parte de ella? […] Quizás piense a la vez que la filosofía es tan
buena como la ciencia y que una concepción absoluta es mejor que cualquier concepción
condicionada por la perspectiva. El primer supuesto nos da la mitad de la verdad: la filosofía es
peor que la ciencia en algunas cosas –como descubrir la naturaleza de las galaxias, o, si estoy en lo
cierto sobre la concepción absoluta, representar el mundo como es en sí-, y es mejor en otras,
como dar sentido a lo que estamos intentando hacer con nuestra actividad intelectual. Pero el
segundo supuesto que atribuyo a Putnam –la superioridad de la concepción absoluta respecto a la
mayor parte de las perspectivas- es simplemente falso. Incluso si fuese posible dar cuenta del
mundo con una mínima dependencia de la perspectiva, esto no sería de especial ayuda para la
mayor parte de nuestros propósitos, como dar sentido a nuestras actividades o simplemente
acometer la mayoría de ellas. Para estos propósitos –y en particular, para el intento de
entendernos a nosotros mismos- necesitamos conceptos y explicaciones que estén arraigados en
nuestras prácticas más locales, en nuestra cultura e historia, y esto no puede ser reemplazado por
conceptos que podríamos compartir con seres muy diferentes que también investiguen el mundo.
En este contexto, la elástica palabra ‘nosotros’ no toma el significado incluyente que reúne de
modo puramente abstracto a cualquier ser con quien los seres humanos puedan comunicarse
respecto a la naturaleza del mundo. Toma el significado contrastante de los seres humanos

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respecto a otros seres o, en muchas prácticas humanas, de grupos menores que el conjunto de la
humanidad.
Hemos de lidiar con dos equívocos: uno, el de que dado un sentido incontrovertido en el que
todas nuestras concepciones son nuestras, se sigue que todas son igualmente locales o
perspectivas, de modo que nuestro pensamiento no puede marcar diferencias en este sentido
entre conceptos de, por ejemplo, la física, la ética o la política; otro, suponer que existe esa
diferencia, y que los conceptos potencialmente universales en su alcance y utilidad –los físicos-
son de algún modo intrínsecamente superiores a concepciones más locales, humana y quizás
históricamente fundamentadas. El último es el error cientificista, un error que persiste incluso si se
niega que la distinción sea posible. La gente que niega la distinción pero persevera en el error –la
gente que cree, digamos, que no hay concepción absoluta, pero que si la hubiera sería mejor que
cualquier otra representación del mundo- son cientificistas subjuntivos: algo así como un ateo que
en realidad sería realmente religioso al pensar que, puesto que Dios no existe, todo esta
permitido.
Ya que Putnam asume que si hubiera una concepción absoluta del mundo incluiría el dar cuenta
de las relaciones semánticas, él ve como cientificista el programa filosófico, que ha tenido muchas
versiones, de intentar dar cuenta de relaciones semánticas en términos no normativos. Podría
plantearse el problema de si tal programa es cientificista, al margen de las razones de Putnam para
pensarlo. Pero es un problema mal planteado. La cuestión no es sí el programa es cientificista, sino
si sus motivaciones son cientificistas, algo que está menos que claro. Tomo como algo evidente
que cualquier intento de reducir las relaciones semánticas a conceptos de la física está destinado
al fracaso. Si, visto esto, queda la cuestión de si nuestro dar cuenta de las relaciones semánticas ha
de ser consistente con la física, la mejor respuesta es sí. Así que cualquier pregunta interesante en
esta área ha de ser como ésta: ¿hasta qué punto podría la conducta de una criatura ser
identificada como conducta lingüística –digamos, conducta de referirse a algo-, sin tener en cuenta
su pertenencia a un grupo que tiene algo como una cultura, algo como un conjunto de reglas a las
que se somete junto a las criaturas con las que convive? Hay preguntas relacionadas: ¿es el
lenguaje algo específicamente humano –particular de la especie humana entre las criaturas
terrestres–, en el sentido de que forma parte necesaria de la totalidad de actividades culturales
humanas autoconscientes?; ¿en qué fase de la evolución de los homínidos podemos decir que
aparece una conducta genuinamente lingüística? Estas preguntas me parecen preguntas
interesantes tales que ni ellas, ni su motivación, son cientificistas. Lo que sería cientificista es
suponer a priori que tienen cierto tipo de respuesta, como que toda la conducta lingüística es
independiente de las actividades culturales humanas o como que todas las actividades humanas
han de ser explicadas en términos de selección natural. No voy a decir más aquí sobre este
aspecto de la materia, excepto repetir la obviedad de que las prácticas culturales no se explican en
general por selección natural, sino que más bien lo hace el rasgo humano universal de poder tener
prácticas culturales, y la capacidad humana de plasmarlo en hechos. Precisamente porque las
variaciones y desarrollos de las prácticas culturales no están determinadas al nivel de la evolución
es por lo que la característica humana de vivir bajo una cultura resulta un éxito evolutivo tan
grande.

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4. ¿Por qué es tentador el cientificismo? Hay muchas tentaciones, muchas proceden de la
sociología de la vida académica, pero pienso que la más básica está vinculada con la cuestión de la
autoridad intelectual de la filosofía. La ciencia parece poseer una autoridad intelectual, y la
filosofía, consciente de que, tal y como se hace, no tiene la autoridad de la ciencia, puede decidir
intentar compartirla. Entonces la auténtica cuestión es si la autoridad de la ciencia no está
vinculada con las esperanzas de ofrecer una concepción absoluta del mundo, tal y como es
independientemente de cualquier perspectiva local o peculiar. Muchos científicos piensan que es
así. Algunas personas piensan que no hay otra autoridad intelectual. Entre estos se cuentan
aquellos –a mi juicio– desorientados defensores de las humanidades que piensan que han de
mostrar que nadie ha de esperar aportar una concepción absoluta, incluidos los científicos: que la
ciencia natural no es más que otra faceta del diálogo entre seres humanos, de modo que, dejando
aparte la minucia de que desarrolla frigoríficos, armamento, medicinas y demás, la ciencia navega
en la misma barca que las humanidades.
Como defensa de las humanidades, esto está doblemente desorientado. La desorientación es
diplomática, en el sentido de que si la autoridad de la ciencia se desvincula del intento de ofrecer
una concepción absoluta, entonces esa autoridad se desprende simplemente del éxito predictivo y
tecnológico, con lo que de nuevo las humanidades quedan en desventaja. La defensa está también
desorientada intelectualmente, al pensar que una concepción absoluta es lo único que importa en
lo tocante a autoridad intelectual. Pero sencillamente no existe ninguna razón para aceptar esto
último –y llegamos de nuevo a la cuestión de cómo dar el mejor sentido a nosotros y a nuestras
actividades, una cuestión que incluye, que tiene en su centro, la de cómo las humanidades pueden
ayudarnos en eso.
Por supuesto, una cuestión particular es cómo dar el mejor sentido a la ciencia misma. La cuestión
de la historia empieza así a comparecer. No hay mucho espacio para su propia historia en la
búsqueda de ciencia, y esto es un aspecto significativo de su práctica… Por supuesto, los conceptos
científicos tienen una historia: pero en la versión habitual, por muy interesante que sea la historia
de la física, no tiene ningún efecto en lo tocante a entender la física misma. Se trata simplemente
de una parte de la historia de la investigación.
Hay por supuesto una pregunta auténtica, la de que significa para una historia ser historia de una
investigación. Una condición para que lo sea yace en una idea familiar, que puede expresarse así:
la última teoría o, más en general, perspectiva, se da sentido a sí misma, a las anteriores, y a la
transición de anteriores a posterior, de tal manera que ambas partes –quienes sostenían las
anteriores y quienes sostienen la última– tendrán razones para reconocer la transición como una
mejora. A una explicación que satisfaga esta condición la llamaré “vindicativa”. En el caso
particular de las ciencias naturales, la última teoría es, típicamente, una explicación en sus propios
términos de las apariencias que apoyaban a la teoría anterior, y, por lo tanto, la teoría anterior
puede considerarse como un caso especial o limitado de la última. Pero –y esto es algo
importante– la idea de que una transición entre perspectivas ha de ser vindicativa no se define de
tal forma que sólo sea de aplicación a la ciencia […] Según los escépticos respecto a una
concepción absoluta, ni siquiera se aplica a la ciencia [...]

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5. La filosofía, de todos modos, está completamente familiarizada con ideas que ciertamente,
como otras, tienen una historia, pero una historia que, de manera relevante, no es vindicativa. En
este punto de la exposición me concentraré en conceptos éticos y políticos, pero muchas de las
consideraciones que haré se pueden ampliar a otros. Si nos preguntamos por qué usamos algunos
conceptos de esos tipos en vez de otros –digamos, en vez de los que circulaban en épocas
anteriores–, podemos desarrollar argumentos que afirmarán justificar nuestras ideas frente a
aquellas: ideas de igualdad y de iguales derechos, por ejemplo, frente a ideas de jerarquía. Por
otro lado, podemos reflexionar sobre un relato histórico, el de cómo esos conceptos, en vez de los
otros, llegaron a ser nuestros: un relato –sólo por dar una etiqueta- de cómo el mundo moderno y
sus expectativas propias llegaron a reemplazar al Antiguo Régimen [al tradicionalismo, al
absolutismo, al feudalismo]. Pero entonces debemos reflexionar sobre la relación de este relato
con los argumentos desarrollados contra las concepciones anteriores, y notaremos que ese relato
es la historia de las formas de argumentación en sí mismas: las formas de argumentación, digamos
las formas liberales de argumentación, son una parte central de la perspectiva que aceptamos.
Si consideramos cómo estas formas de argumentación han llegado a prevalecer, podemos ver que
ciertamente han ganado, pero no necesariamente del modo en que se gana en una
argumentación. Para que las ideas liberales hubieran ganado en una argumentación, los
representantes del Antiguo Régimen deberían haber compartido con los liberales emergentes una
concepción del tema del argumento, y no en el sentido obvio de que el argumento trate sobre
cómo vivir o cómo organizar la sociedad. Deberían estar de acuerdo en la existencia de algún
objetivo, o razón o libertad o algo así, algo a lo que las ideas liberales prestarían mejor servicio o
expresión, y no hay muchas razones, tratándose de un cambio tan radical, para pensar que
estaban de acuerdo en esto, al menos antes de las fases tardías del proceso. Las ideas de libertad,
razón y similares formarían parte, ellas mismas, del cambio. Si los liberales no ganaron la
argumentación en este sentido, entonces las explicaciones de cómo el liberalismo llegó a
prevalecer –es decir, de cómo las suyas llegaron a ser nuestras ideas- no será vindicativa.
Hay otra forma de expresar este punto. En el caso del cambio científico, puede ser que ocurra a
través de una crisis. Si existe una crisis, todas las partes la verán como crisis de explicación, y
aunque estén en desacuerdo sobre lo que cuenta como explicación, mantendrán acuerdo en una
parte considerable, al menos en los límites de la ciencia desde el siglo XVIII, y esto contribuye a
que la historia sea vindicativa. Pero los geográficamente extensos y duraderos y variados procesos
por los que el viejo orden político y ético dio paso a la Modernidad, aunque fueron impulsados por
varias crisis, no lo fueron en principio por crisis de explicación. Las impulsoras fueron crisis de
confianza, o de legitimidad, y el relato de cómo una concepción en vez de otra llegó a
proporcionar los cimientos de una nueva legitimidad no es, por lo que parece, vindicativo.
Ciertamente, hay, o ha habido, relatos que tratan de vindicar históricamente una u otra
concepción moderna, en términos del despliegue de la razón, o de una expansión de la Ilustración,
o una completa realización de la libertad y de la autonomía como objetivos humanos constantes –
entre otros–. Hoy en día tales relatos no son populares, particularmente en las versiones de
amplio alcance ofrecidas por Hegel y Marx. En el caso de los filósofos de nuestra tradición local,
estos relatos han dejado de ser populares no porque se les tome por falsos, sino porque son

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silenciados. En parte no se los menciona no sólo porque no se crea en ellos, sino porque en
nuestra tradición local no se considera parte de la tarea asumida por la filosofía el atender a su
historia. Pero –y éste es el punto que quiero subrayar– debemos prestar atención a esa historia si
hemos de saber qué actitud reflexiva hemos de tomar ante nuestras propias concepciones. Por un
lado, la respuesta a la pregunta sobre si hay una historia de nuestras concepciones que ha de ser
vindicativa –aunque sea modestamente– marca una diferencia en lo que hacemos al decir, si lo
decimos, que las concepciones anteriores están equivocadas. En ausencia de explicaciones
vindicativas, aunque se puede decir por supuesto que estaban equivocadas –¿quién podría
pararlo?–, será un decir bastante débil: sólo traslada el mensaje de que las perspectivas anteriores
decayeron por argumentos cuya esencia es que tales perspectivas debían decaer a causa de ellos.
Es bueno preguntarse si una melodía tan meliflua merece ser silbada.
Sin embargo, está pregunta (a grandes rasgos, la pregunta sobre el relativismo) no es el punto
principal. La verdadera cuestión, aquí, concierne a nuestra actitud filosófica respecto a nuestros
propios puntos de vista. Incluso al margen de cuestiones de vindicación y de las consecuencias que
éstas pueden tener para la comparación de nuestra perspectiva con otras, los filósofos no pueden
ignorar la historia cuando buscan entender el conjunto de nuestros conceptos éticos. Una razón
para esto es que en muchos casos el contenido de nuestros conceptos es un fenómeno histórico
contingente, pero hay más de una. Empezando por el caso de mis propias investigaciones actuales
-dedicadas a las virtudes asociadas con la veracidad-, pienso que aunque existe una necesidad
universal de cualidades como la precisión –la disposición para formar creencias verdaderas– y la
sinceridad –la disposición para decir, si algo, aquello que uno cree verdadero- , la forma de estas
disposiciones y las motivaciones que encarnan son cultural e históricamente diversas. Si una es
entender nuestra propia visión de tales asuntos, y hacerlo en términos que sean filosóficos –por
ejemplo, para mitigar las perplejidades sobre los fundamentos de nuestros valores y sus
implicaciones-, se debe intentar entender por qué ellas han tomado ciertas formar en vez de otras,
y uno sólo puede hacer esto ayudado por el estudio de la historia. Más aún, existen algunas de
esas virtudes, como cierto tipo de autenticidad o integridad, que son en su conjunto un
acontecimiento cultural enteramente contingente; ellas no se habrían desarrollado si la historia de
Occidente no hubiese seguido un cierto curso. Por ambas razones, la comprensión reflexiva de
nuestras ideas y motivaciones, objetivo que doy por asumido generalmente como filosófico, ha de
involucrar comprensión histórica. Aquí la historia sirve de ayuda a la comprensión filosófica, o es
parte de la misma. La filosofía ha de aprender la lección de que las descripciones conceptuales –o,
más específicamente, el análisis- no son autosuficientes; y que proyectos tales como derivar
nuestros conceptos a priori a partir de condiciones universales de la vida humana, aunque
ciertamente tengan su terreno –mayor en unas áreas de la filosofía que en otras–, probablemente
mantengan inexplicados muchos de los aspectos que estimulan la investigación filosófica.
6. Hay otros aspectos en que la comprensión histórica no sólo puede parecer una ayuda en la
empresa filosófica, sino que la pone en marcha. Si pensáramos que la historia de nuestra
perspectiva es vindicativa, podríamos ignorarla precisamente como los científicos ignoran la
historia de la ciencia… Pero si no lo pensamos, puede parecer que comprender la historia de
nuestra perspectiva interfiere con nuestro compromiso con ella, particularmente con un intento

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filosófico de consolidarla y refinarla. ¿Cómo podemos identificarnos plenamente con ella, si es un
acontecimiento arbitrario que está en vigor aquí y ahora por casualidad? ¿Es realmente nuestra –
excepto en el sentido de que nosotros y ella hemos llegado a existir en el mismo lugar y en la
misma época?
En buena medida, esto es una versión de un problema que retorna en el pensamiento europeo
desde que la autoconciencia histórica arraigó en el siglo XIX: un problema de reflexión y de
compromiso, o de una visión externa respecto a las propias creencias en tanto opuesta a una
profundización interna de las mismas –un problema, puede decirse, de fatiga historicista y
alienación. Un testimonio de cuán poderoso es este problema es el que tantos filósofos liberales
busquen evitar cualquier pregunta sobre la historia de sus propios puntos de vista. Al hilo de esto
también resulta significativo que tanta filosofía política robusta e influyente provenga de los
Estados Unidos de América, que no tienen una historia de emergencia a partir del Antiguo
Régimen, ya que (por decirlo muy bastamente) surge de sí por el mismo acto de llegar a existir.
Un filósofo, de hecho un filósofo estadounidense, que ha suscitado la cuestión en la tradición local
es Richard Rorty, y ha sugerido que la respuesta yace en la ironía: que en tanto agentes políticos
nos involucramos en la perspectiva de turno, pero que en tanto personas reflexivas (por ejemplo,
en tanto filósofos) personas reflexivas (por ejemplo, en tanto filósofos) tomamos una posición más
neutral y con un espíritu de desapego y quizás de burla nos vemos a nosotros mismos como
aceptando casualmente esa afiliación. El hecho de que “en tanto” aparezca tan naturalmente en la
formulación de esta perspectiva muestra, como casi siempre en filosofía, que alguien intenta
separar lo inseparable: en este caso, lo éticamente inseparable, y quizás lo psicológicamente
inseparable, a menos que el ironista se incorpore a los otros (la perspectiva que Rorty llama
‘sentido común’) y se desentienda por completo de la autocomprensión histórica, caso en el cual
puede desentenderse de la ironía, que de hecho ya no necesita.
De hecho, tal y como me parece, una vez que uno va suficientemente lejos el problema al que se
supone que la ironía da solución no surge en absoluto. Lo que nos encontramos aquí es muy
parecido a algo que ya hemos discutido, el problema del cientificismo subjuntivo. El supuesto
problema surge de la idea de que lo que realmente querríamos tener es una historia vindicativa de
nuestra perspectiva, y del frustrante descubrimiento de que el liberalismo –como cualquier otra
perspectiva– tiene de hecho una historia arbitraria, que nos deja en el mejor de los casos en un
lugar secundario. Pero, una vez más, ¿por qué deberíamos pensar esto? Puesto que no somos
inteligencias etéreas que escogemos entre todas las perspectivas en principio posibles, podemos
aceptar que la perspectiva dada es nuestra precisamente a causa de la historia que nos ha
formado; o con más precisión, que nos ha hecho a la vez a nosotros y a la perspectiva en tanto
algo que es nuestro. No hemos tomado forma menos arbitrariamente que la perspectiva, y la
formación de unos y otra es significativamente la misma. Nosotros y nuestra perspectiva no
coincidimos simplemente en el mismo lugar y tiempo. Si de veras entendemos esto, lo
entendemos profundamente, podremos ser libres de otra ilusión cientificista: la de que nuestra
tarea como agentes racionales es buscar, o al menos tender lo más posible hacia, un sistema de
ideas éticas y políticas que sería el mejor desde un punto de vista absoluto, libre de una
perspectiva histórica arbitraria.

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Librarnos de esta ilusión nos capacita para darnos cuenta de que no hay un conflicto inherente a la
conjugación de las siguientes actividades: primera, la actividad de primer orden de actuar y
argumentar en el marco de nuestras ideas; segunda, la actividad filosófica de reflexionar sobre
esas ideas en un nivel más abstracto y de intentar darles un mejor sentido; tercera, la actividad
histórica de comprender de dónde vienen. Estas actividades no tienen barreras definidas entre sí.
La continuidad entre ellas nos ayuda a definir tanto la inteligencia en la acción política –a causa de
la conexión de la primera con la segunda y la tercera– como el realismo en la filosofía política –a
causa de la conexión de la segunda con la primera y la tercera–. Si existe alguna dificultad en
combinar la tercera con las otras dos, se debe a la dificultad de pensar sobre dos cosas a la vez, no
a un problema en tomarlas en serio a la vez de forma consistente.
7. De hecho, es bastante improbable que podamos dar un sentido completo a nuestra propia
perspectiva. Resultará inconsistente de varias formas. La historia puede ayudarnos a entender por
qué ha de ser así: por ejemplo, al rastrear las dificultades que hoy en día tiene planteado el
liberalismo con las ideas de autonomía, vemos parte de su origen en la concepción de individuo de
la Ilustración, concepción que no tiene hoy un sentido completo para nosotros. En circunstancias
así, nosotros podemos de hecho estar alienados respecto a componentes de nuestra propia
perspectiva. Si la incoherencia es lo bastante severa, se presentará a sí misma ante nosotros, los
que sostenemos la perspectiva, como crisis de explicación: necesitaremos de razones para
reorganizar y desarrollar nuestras ideas en una dirección en vez de en otra.
Al mismo tiempo, podemos quizás percibir que la situación es una crisis de legitimidad –que el
problema de si nuestras ideas sobrevivirán y continuarán sirviéndonos es real. Quienes no
compartan la perspectiva podrán ver también su crisis de legitimidad, pero no la verán como crisis
de la explicación que se dan a sí mismos, ya que su punto de partida no es que nuestra perspectiva
dé sentido. Nosotros, de cualquier modo, necesitamos razones inmanentes a nuestra perspectiva
no sólo para resolver los problemas de explicación, sino con respecto a la crisis de legitimación
como tal. Las necesitamos, entre otras cosas, para explicarnos a nosotros mismos ante gente que
está dividida entre nuestra perspectiva presente y alguna perspectiva activa y rival
contemporánea –si las cosas van lo bastante mal, estaremos incluidos entre esas personas–.
Puede no haber crisis. O si la hay, puede haber algunos elementos en nuestra perspectiva que se
mantienen estables en ella. Creemos, por ejemplo, que hay un sentido en el que todo ciudadano,
realmente todo ser humano –alguna gente, más extravagante, dicen que todo ser con capacidad
de sentir– merece un trato igual a los demás. Quizás esto es menos una proposición en la que se
cree que un esquema para diferentes argumentos. Pero en todo caso puede parecer, al menos en
su forma más nuclear e inespecífica, unhintergehbar (insuperable): no hay nada más básico que lo
justifique. Sabemos que la mayor parte de la gente en el pasado no ha compartido esa idea
nuclear, y que hay otros en el mundo que no la comparten en la actualidad. Pero para nosotros
está simplemente ahí. Esto no quiere decir que tengamos el pensamiento de que “para nosotros,
está simplemente ahí”, quiere decir que tenemos el pensamiento de que “está simplemente ahí”- .
(Esto es para ella estar, para nosotros, simplemente ahí.)

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Lo que pensemos sobre estas cuestiones afecta a nuestro punto de vista sobre la gente que
sostiene en la actualidad otras perspectivas, perspectivas que se les presentan como rivales de la
nuestra. Decir simplemente que estas personas están equivocadas en nuestros términos es volver
a la melodía meliflua que hemos oído respecto a desencuentros entre siglos. Importa el saber por
qué esa gente cree lo que cree; por ejemplo, si es razonable ver su perspectiva como un simple
arcaísmo, expresión de un orden que resulta haber sobrevivido en un contexto internacional en el
que no puede perdurar, social o intelectualmente. Esto importa para la persuasión de los de
creencias diferentes, como he dicho, pero también para dar un sentido a los otros con respecto a
nosotros mismos –y a nosotros mismos con respecto a ellos. Incluso con respecto a los elementos
de nuestra perspectiva que no tienen una justificación ulterior, todavía pueden existir
explicaciones que nos ayuden a situarlas respecto a sus rivales.
Por encima de todo, la comprensión histórica –y quizás podemos decir ya, más ampliamente, la
comprensión social– puede ayudarnos en nuestra responsabilidad, ciertamente filosófica, de
distinguir entre las diferentes maneras en que varias de nuestras ideas y de nuestros cursos de
acción se nos presentan de tal manera que no se puede ir más allá de los mismos, en que no es
pensable una alternativa para ellos. Esto nos devuelve a Wittgenstein. Wittgenstein, de un modo
influyente y correcto, insistió en que existe un final de la justificación, que en varios puntos no
podemos ir más allá del hecho de que “es así como nos comportamos. [Esa es nuestra forma de
vida]”. Pero, insistiendo en algo anterior, quién se suponga que es “nosotros” marca aquí una gran
diferencia, y “nosotros” puede significar grupos diferentes en diferentes conexiones filosóficas.
Puede significar cualquier criatura que tú y yo podríamos considerar capaz de entendernos. O
puede significar cualquier ser humano, y aquí las condiciones universales de la vida humana,
incluyendo las capacidades sicológicas más generales, pueden ser importantes. O puede significar
aquellos con los que más compartimos tú y yo, por ejemplo, aquellos que compartimos las ideas
de la modernidad. El propio Wittgenstein heredó de Kant una preocupación por los límites del
conocimiento, de Frege y Russell un interés en las condiciones del significado lingüístico, y por su
parte aportó un significado de filosofía como empresa característica y quizás patológica. Todo ello
le llevó a los problemas más generales de la filosofía, y, con ello, a un concepto amplio de
“nosotros”, pero también confluyó para hacerle pensar que la filosofía no tiene nada que ver con
explicaciones, no sólo científicas –Wittgenstein es el menos cientificista de los filósofos-, sino de
cualquier tipo que no sea ‘filosófica’ –lo que quiere decir algo que no se parece a una explicación,
sino a una elucidación o una rememoración. En este sentido sus maneras de hacer filosofía, y
ciertamente sus dudas sobre ellas, están centradas en una concepción de la materia de la filosofía
como algo a priori. Esta es una concepción que tenemos buenas razones para cuestionar, y así lo
he hecho.
Una vez abandonado ese supuesto, podemos adoptar un interés filosófico legítimo en qué está de
acuerdo con ser un “nosotros” más localizado. Pero podría decirse que cuando este grupo más
pequeño está en cuestión, no es concebible que no haya alternativas. ¿La historia que vamos a
abordar es con seguridad una historia de alternativas? Pensar esto es no tomar en cuenta lo que
en este contexto se está tildando como inconcebible. La historia sólo presenta alternativas en
términos de un “nosotros” más amplio: presenta rutas alternativas –es decir, variadas-, en que los

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seres humanos han vivido y en que por tanto pueden vivir. Es cierto que, en estos términos,
podemos concebir, aunque sea esquemáticamente y con dificultad, otras formas en que los seres
humanos podrán vivir en el futuro. Pero ésta no es la cuestión. Lo que en esta conexión está
simplemente ahí, sin traer consigo una alternativa, son elementos de nuestra perspectiva ética y
política, y en sus términos no hay alternativa para nosotros. Tales elementos son ciertamente
unhintergehbar, en un sentido que ciertamente entraña tiempo, pero de un modo peculiar para el
caso. Podemos explorarlos por este lado, con respecto a su pasado, y explicarlos, y –cuando
abandonamos ilusiones cientificistas– podemos identificarnos con el proceso que conduce a
nuestra perspectiva porque podemos identificarnos con su resultado. Pero no podemos ir más allá
de nuestra perspectiva con el pensamiento, obteniendo un resultado con el que identificarnos; es
decir, no tenemos dominio sobre nuestra perspectiva. Si el futuro posible que figure en estas
especulaciones sombrías no incorpora una interpretación de los elementos centrales de nuestra
perspectiva, podrá tener un sentido empírico para nosotros –podemos ver cómo sería para alguien
el estar allí–, pero carecerá de sentido ético, excepto como escenario de retroceso, o de
desolación, o de pérdida.
De aquí viene el que las concepciones éticas y políticas modernas, de modo característico, no
consientan un futuro más allá de ellas mismas. El marxismo predijo un futuro al que se le suponía
un sentido ético, pero de modo notorio concluyó en una Utopía estática. Por su parte muchos
liberales siguen el mismo patrón: se conducen, tanto a este respecto como respecto al pasado,
como si el liberalismo fuese intemporal. Esto no es un reproche para aquellos liberales que no
pueden ir más allá de los límites de lo que consideran aceptable: nadie puede hacerlo. Pero hay
más de un reproche para aquellos que no están interesados en por qué esto es así, en por qué sus
convicciones más básicas son algo que está, como he subrayado, simplemente ahí. Esto es parte, y
parte esencial, de una actitud filosófica que les desinteresa del camino que llevó a sus
convicciones.
8. He argumentado que la filosofía debe liberarse de ilusiones cientificistas, de que no debería
intentar comportarse como una extensión de las ciencias naturales –excepto en los casos
especiales en los que ella es precisamente eso– , que debe pensarse a sí misma como parte de la
empresa humanística más amplia de darnos sentidos a nosotros mismos y a nuestras actividades,
y que para responder a muchas de las preguntas que se plantea necesita atender a otras partes de
esa empresa, en particular a la historia.
Pero alguien, quizás un joven filósofo, puede decir: todo esto está muy bien, pero incluso si lo
acepto por completo, ¿no significa que es mucho lo que hemos de saber, que alguien puede hacer
filosofía sin superar un nivel de aficionado en todos los casos? ¿Es imposible cargar con esto? A él
o a ella sólo puedo responderle que veo todo su problema, que es el nuestro. Admito que la
filosofía analítica debe mucho de su éxito al principio de que poco y bueno es mejor que mucho y
malo. Admito que esto involucra una división del trabajo. Admito que busques algo con lo que se
puede cargar. Admito algo más, que las meditaciones expansivas sobre la naturaleza del tema
propio son tan típicas de los filósofos que se van haciendo mayores como de los científicos que se
van haciendo mayores. Como dijo Nietzsche en Aurora, en un maravilloso pasaje sobre el filósofo y
la edad:

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Es bastante frecuente que un anciano se entregue a la ilusión de grandes renovaciones y
renacimientos morales, y desde esta experiencia emita juicios sobre su vida y su obra como si
fuera ahora cuando se ha vuelto clarividente; pero quien inspira estos juicios no es la sabiduría,
sino el tedio.
Pero hay cosas que decir sobre cómo se puede asumir el punto de vista sobre la filosofía que estoy
ofreciendo, y por tanto cargar con él. Concluiré mencionando brevemente algunas de ellas. No
necesitamos abandonar la división del trabajo, pero sí reconsiderarla. Con demasiada comodidad
se tiende a calcar la de las ciencias, separando las áreas de conocimiento entre sí, pero hay otras
formas –pensar sobre, por ejemplo, una idea ética y las varias consideraciones que pueden ayudar
a entenderla–. Aunque sea cierto que es más lo que necesitamos conocer que lo que podemos
esperar conocer –y esto es cierto de los filósofos que trabajan cerca de la ciencias, o de las ciencias
mismas-, lo que marca la diferencia es lo que sabes que no sabes. Uno puede no ver mucho más
allá de su hogar, pero es importante la dirección en la que mira.
No se trata sólo de lo que los filósofos investigan o leen. Está la cuestión de la imagen que se da de
la materia al enseñarla. La mayoría de los estudiantes no tienen interés en volverse filósofos
profesionales. Frecuentemente se llevan una imagen de la filosofía como un asunto técnico que se
contiene a sí mismo, y eso es algo que tiene su propio encanto en tanto es algo complicado que
puede llevarse a cabo bien o mal, lo cual no es despreciable. También hace más fácil enseñarla, ya
que no involucra tanto el encontrar cuánto o cuán poco saben los estudiantes sobre algo más.
Pero si pensamos que la filosofía puede hacer una importante contribución a que la gente piense
sobre lo que está haciendo, entonces la filosofía debe conectarse con las otras maneras de
entendernos a nosotros mismos, y si insiste en no hacerlo, puede ser vista como algo
completamente extraño para el estudiante.
De hecho, corremos el riesgo de que toda la empresa humanística de entendernos a nosotros
mismos llegue a parecer extravagante. Por varias razones, la educación se está convirtiendo en
algo centrado en lo técnico y lo comercial, hasta un punto en que cualquier investigación más
reflexiva parece innecesaria y arcaica, algo que es mejor conservar como parte del patrimonio
histórico. Si se conserva así, no será la actividad inteligente y apasionada que necesitamos. Todos
tenemos un interés en la vitalidad de esta actividad –no precisamente un interés compartido, sino
un interés en que sea una actividad compartida.

Preguntas para verificar la asimilación de la lectura


1. ¿Qué puede –y qué no puede– hacer la filosofía?
2. ¿Cuáles son sus riesgos éticos y sus posibles recompensas?
3. ¿En qué difiere de la ciencia?

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