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Nuevas consideraciones generales sobre el mecanismo del fenómeno paranoico

desde el punto de vista surrealista1


Antagonismo entre los estados pasivos (sueño, automatismo psíquico) y estados activos
sistematizados. – Actualidad experimental del automatismo. – De la irracionalidad,
aspiración general nacida de la experiencia crítica del automatismo, a la
irracionalidad concreta preparanoica. – Afirmación contra la actitud contemplativa de
la evasión poética, del principio productivo de acción-intervención de los sueños en la
vida real. – Recordatorio del principio de «verificación» formulado por Breton en
ocasión de la invención capital de los «objetos oníricos». – El mecanismo paranoico
confirma el valor dialéctico de la actividad surrealista en los campos del automatismo
y del sueño. – Ilustra y realiza de una manera tangible, material, el principio de
«verificación» de los contenidos delirantes (lejos de las regresiones coercitivas que la
presencia «sistemática» podrá revelar de acuerdo con la noción de «locura
razonable»). – El fenómeno paranoico, contrariamente a las ideas generales de las
teorías constitucionalistas, sería en sí mismo un delirio ya sistematizado. – El fenómeno
paranoico, a consecuencia de su valor de fuerza, de poder y sus características de
productividad, de permanencia y de aumento inherentes al hecho sistemático,
objetivaría con evidencia la integración de todas las nociones dinámicas fundamentales
de «procesos» en el «delirio dialéctico» del surrealismo.
Ya en 1929, en los inicios todavía inciertos de La mujer visible2, anuncio como
«próximo el momento en que por un proceso de carácter paranoico y activo del
pensamiento, será posible (de forma simultánea al automatismo y a otros estados
pasivos) sistematizar la confusión y contribuir al descrédito total del mundo de la
realidad».
El «drama poético» del surrealismo residía en aquel momento para mí en el
antagonismo (que requería conciliación dialéctica) entre los dos tipos de confusiones
que implícitamente estaban previstos en esta declaración: por un lado, la confusión
pasiva del automatismo; por el otro, la confusión activa y sistemática ilustrada por el
fenómeno paranoico.
Nunca insistiré bastante en el extremo valor revolucionario del automatismo y la
importancia capital de los textos automáticos surrealistas. El tiempo de tales
experimentaciones, lejos de haber pasado, aparece como más actual que nunca en el
momento en que se nos ofrecen posibilidades paralelas, que resultan de la consciencia
que podamos tomar de las manifestaciones más evolucionadas de los estados pasivos y
de la necesidad de una comunicación vital entre los dos principios experimentales que
nos han aparecido más arriba como contradictorios.
Después de las coacciones intelectuales que, con una gran carga de emoción esténica,
Dadá había reivindicado bajo la forma mecanicista de un programa de actitud reaccional
(que comportaba, es cierto, la intuición de prácticamente todas las inminencias
principales), la asimilación del automatismo por parte de los surrealistas liquida toda

1
En Salvador Dalí. Obra completa. Volumen IV: Ensayos 1. Artículos, 1919-1986. Barcelona: Ediciones
Destino / Fundació Gala-Salvador Dalí, 2005, pp. 283-293. Este artículo apareció en el primer número
(1933) de la revista Minotaure, dirigida y fundada por Albert Skira.
2
Éditions Surréalistes, París, 1930.
posibilidad de «actitud» a adoptar, que sería necesariamente incompatible con su
pasividad, con su capitulación sin reservas ante el mismo hecho del funcionamiento real
e involuntario del pensamiento, capitulación al automatismo, sumisión total al
pensamiento al margen de cualquier control coercitivo, que no puede dejar de aparecer,
cada día más, como la tentativa más sensacional de todos los tiempos para alcanzar la
libertad del pensamiento.
De una forma más coherente, más grave que por la simple intuición de la inminencias
de que acabamos de hablar, el automatismo sobrepasa y libera, dentro de los estrictos
límites del fenómeno físico, las aspiraciones latentes a las que Dadá imponía por
constreñimiento las reacciones mecánicas de la últimas situaciones y actitudes
«intelectuales».
Es ente este mismo proceso, en el proceso más involuntario del pensamiento, y al
margen de cualquier «obligación poética», que esta fe en la desmoralización se
incorpora de hecho a las jerarquías neutras, voraces y autoritarias de los documentos
científicos. La autoridad no podrá de ser oficialmente reconocida en la trepanación
meona del pequeño principio de contradicción, en la erosión fina, en forma de cascabel,
de una disminuidora vieja mutilada, constipada, bretona y eléctrica, revolviendo en las
nostalgias caducadas de las localizaciones espaciales y temporales, en la idiocia innata
general, en el ligero moco de peonza de mierda de la «causalidad» blanda y lamentable,
parecida a un miserable reloj de cenizas mezcladas con comida y proyectada con ella
por una de las fosas nasales de un burócrata medio, confitado y meditativo, tras una tos
espasmódica y asfixiante y de las convulsiones ruidosas de un atragantamiento
accidental y mecánico, provocado por una mala deglución, producido al final mediocre
de una cena solitaria acabada sin convicción bajo la luz muy avanzada del crepúsculo de
verano que se filtra irisada a través de los tímidos y convalecientes vidrios de colores
decorados con dibujos de cigüeñas vestidas de nodrizas en la sala vacía de un
restaurante grandioso, modesto y perpendicular.
Considerando el estado lamentable en que encontramos las nociones fundamentales del
pensamiento lógico, tenemos que esperar que los restos de las bases mecánicas de
defensa de las categorías decrépitas del razonamiento sufran igualmente este alta y
soberana depreciación involuntaria y generosa que inunda fecundamente, con mirada
irreparable, los terrenos tranquilizadores y confortables de la estética y de la moral. Tras
esta inmersión total de lo abstracto-censura por la inactividad misma de la liberación,
¿cómo puede todavía tomarse en consideración la evidente mala fe de las generaciones
mecanicistas aduciendo necesidades de limitación de la productividad así como la
coherencia interna no evolutiva de los resultados automáticos? ¿Cómo puede aceptarse
ver comparar esta supuesta falta de proceso automática y sus inconvenientes episódicos
con la derrota ideal que supone para el pensamiento –fenómeno de todas las jerarquías
coercitivas del mundo práctico– racional, de todas las sucias «combinaciones»
clandestinas y transferidas del deseo en los ámbitos crapulosos de la estética, de todos
los agentes provocadores, en suma, del pensamiento realista? ¿Cómo dudar, pregunto,
en escoger entre toda esta complicidad de chantaje intelectual, toda esta policía del
pensamiento anulada de hecho, y desde el punto de vista materialista, por la experiencia
de la escritura surrealista, y el inconveniente (¡que nos parece de orden más bien
artístico!) por un lado de la presencia en la constitución de este fenómeno de una dosis
de emoción esténica a la que el automatismo recurrirá en el funcionamiento patológico
del pensamiento para cubrir la pobreza o el déficit de éste, por otro lado, de los
gérmenes miserables (pero aún sorprendentes desde el punto de vista de la decepción)
de la estereotipia? Son, sin embargo, como ya hemos insinuado, las objeciones de este
tipo las que tienden todavía a hacer entrar al surrealismo en la órbita de oscurantismo y
de muerte del fenómeno artístico. Son, por sí solas, una prueba evidente de esta miopía
analítica que lleva a considerar el automatismo como un objetivo en sí mismo, inmóvil,
tenido por entidad abstracta, alimentándose de sus propias cenizas, sin comunicación
con la realidad, en vez de conferirle su verdadera significación, que exige la integración
a la propia vida de un conjunto de fenómenos en relación y en comunicación con su
devenir relativo y condicionado, que constituye la esencia dialéctica concreta de sus
poderes de posesión cognitivos.
La irracionalidad general que se desprende del aspecto delirante de los sueños y de los
resultados automáticos, unida a la coherencia creciente que van presentando éstos a
medida que su interpretación simbólica tiende a ser más perfectamente sincrónica a la
actividad crítica, nos mueven, por necesidad lírica, a la reducción exacerbada a lo
concreto de aquello que han nos ha sido lo suficientemente iluminado para que estos
supuestos delirios de exactitud objetiva deduzcamos la noción de irracionalidad
concreta.
En el terreno, específicamente poético, la irracionalidad concreta, aún más que como
una predisposición grave, e incluso vertiginosa del pensamiento humano, se nos
presenta como uno de aquellos «contagios líricos sin remedio» que, en su propagación
catastrófica, permiten revelar todos los impresionantes estigmas de un verdadero vicio
de la inteligencia. Una vez vuelto virulento por la complacencia nociva que encuentra
en este «aspecto general» delirante e irracional de los resultados automáticos y de los
sueños, cuya velocidad de reducción no puede dejar de decepcionarnos y provocar
instantáneamente empeoramientos y complicaciones espontáneas (en las que no
podemos dejar de reconocer la presencia larval del hecho sistemático), el «irracional
concreto» surgirá en la imaginación, y lo hará, como es de esperar, con la misma
frecuencia con que las distintas fantasías se organizan por todos lados en el momento en
que se toma consciencia de un nuevo deseo erótico.
Todavía sobre esto, haré observar, para prevenir la vana alarma de una supuesta
reivindicación de las nociones alpestres de «pensamiento dirigido», que la presencia
reconocida más arriba del hecho sistemático no implica en modo alguno coerción de
pensamiento por ningún sistema o razonamiento que intervenga a posteriori, sino que,
al contrario, como sucede con el fenómeno paranoico, consubstancial al hecho, hay que
ver en el sistema una consecuencia del desarrollo mismo de las ideas delirantes, que en
el mismo momento en que se producen, se presentan ya sistematizadas.
En el extremo opuesto de las nuevas intervenciones razonadas coercitivas que hacen
suponer una intervención bien diferente de la idea de sistematización sobre los
contenidos delirantes, la consideración del mecanismo paranoico como fuerza y poder
que actúa en la base misma del fenómeno de la personalidad, de su carácter
«homogéneo», «total», «súbito», de sus características de «permanencia», de
«crecimiento», de «productividad» inherentes al hecho sistemático no hacen sino
confirmarse a la lectura de la admirable tesis de Jacques Lacan: De la psicosis
paranoica y sus relaciones con la personalidad3. Es a ella que debemos el podernos
formar por vez primera una idea homogénea y total del fenómeno, fuera de las miserias
mecanicistas donde chapotea la psiquiatría corriente. Su autor se alza especialmente
contra las ideas generales de las teorías constitucionalistas que rozan lo abstracto, según
las cuales la sistematización se elaboraría posteriormente por la acción de muy vagos
factores constitucionales, cosa que contribuye a crear los groseros equívocos de la
«locura razonable». Este último concepto, al anular la esencia concreta y realmente
fenomenológica del problema, hace resaltar todavía más, por su estatismo unilateral,
toda la deslumbrante significación dialéctica del proceso paranoico, que no puede en
esta ocasión dejar de aparecérsenos como eminentemente ejemplar. La obra de Lacan da
cuenta perfectamente de la hiper-acuidad objetiva y «comunicable» del fenómeno,
gracias a la cual el delirio adquiere ese carácter tangible e imposible de contradecir que
lo sitúa en las antípodas del estereotipo del automatismo y del sueño. Lejos de constituir
un elemento pasivo propicio a la interpretación y apto para la intervención como estos,
el delirio paranoico constituye ya en sí mismo una forma de interpretación. Es
precisamente ese elemento activo nacido de la «presencia sistemática» el que, más allá
de las consideraciones generales precedentes, interviene como principio de esta
contradicción en la que reside, para mí, el drama poético del surrealismo. Esta
contradicción no puede encontrar mejor conciliación dialéctica que en las nuevas ideas
que salen a la luz sobre la paranoia, y según las cuales el delirio surge completamente
sistematizado.
Ningún ejemplo inmediato me parece tan persuasivo, tan capaz de ilustrar el carácter
«brusco» y «reaccional» del fenómeno, el «cambio profundo del objeto», la presencia
sistemática del hecho simultáneo asociativo, la interpretación implícita, la comunicación
objetiva, etc., como la imagen delirante del «rostro paranoico» reproducida en el
número 4 del Surrealismo al Servicio de la Revolución: la «persistencia real de la
imagen delirante paranoica», su «cohesión intervencionista e interpretativa» son
nuevamente un ejemplo impresionante de oposición flagrante a la «desaparición en la
vigilia de la imagen onírica», su «pasividad simbólica que se presta de manera precisa
a la intervención interpretativa». Pero la actividad crítica surrealista había lúcidamente
sobrepasado el traumatismo de este antagonismo mediante la aspiración voluntaria a
principios categóricos e intuitivos percibidos como necesidad y que presentan un
carácter de urgencia evolutiva. Pese a las dificultades mecánicas de aparente
inconsecuencia o contradicción, que resultan de la inercia misma de los desequilibrios
compensatorios, toda la preocupación crítica de los surrealistas se muestra precisamente
activa en hacer valer, al margen de cualquier paradoja fácil, el sueño, así como todos los
estados pasivos y automáticos en el plano mismo de la «acción», en hacerlos intervenir,
en particular, «interpretativamente» en la realidad, en la vida. Esta preocupación crítica
nunca ha tendido a aplicarse sino eficazmente: de una forma material, identificable, tan
físicamente tangible como fuera posible, sin lo cual el sueño y el automatismo no
tendrían más sentido que el de evasiones idealistas, recursos recreativos e inofensivos
para el confortable cuidado de la alegría escéptica de los poetas selectos.

3
Le François, éd., 1932.
El surrealismo, que desde sus inicios había vencido el materialismo mecanicista y se
aferraba a un idealismo relativista del todo provisional, nunca ha infravalorado la
urgencia de tales principios sistemáticos de acción, procedentes más o menos de ese
principio «principio de verificación» formulado por Breton en el momento más lúcido y
más profético del surrealismo. Es coincidiendo, recordémoslo, con la invención capital
de los objetos oníricos, la propuesta de realización, con finalidad de verificación fiel
más «aproximativa» posible, de objetos delirantes destinados a ser puestos en
circulación, es decir, a intervenir, a entrar corrientemente, cotidianamente, en colisión
con los demás en la vida, bajo la plena luz de la realidad.
El mecanismo paranoico sólo se nos puede aparecer, desde el punto de vista
específicamente surrealista en que nos situamos, como la prueba del valor dialéctico de
este principio de verificación por el que pasa prácticamente al campo tangible de la
acción el elemento mismo del delirio, como garante de la victoria sensacional de la
actividad surrealista en el ámbito del automatismo y del sueño.
Las piedras preciosas que desaparecen al despertar y que en el sueño habíamos
«guardado» y «depositado» astutamente como pruebas de la existencia de la «deseada
tierra de tesoros» a la que habíamos tenido acceso, conservan en el delirio paranoico,
y tras su extinción ante la mirada atónita de todos, el peso exacto que corresponde a su
volumen y el concreto delirante de sus más físicos contornos luminosos. Están «en la
realidad».

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