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GUILLERMO NICORA
Universidad Atlántida Argentina
guillermo.nicora@atlantida.edu.ar
MARIANA CIRESE
Universidad Atlántida Argentina
marianacirese@gmail.com
NOTA: Esta ponencia forma parte del proyecto de investigación “Género y medidas
alternativas y sustitutivas de la pena y el encierro en el Departamento Judicial Mar del
Plata durante los años 2018-2019” dirigido por Guillermo Nicora, financiado por la
Universidad Atlántida Argentina y radicado en la Unidad de Investigaciones de su
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales.
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Resumen
El poder penal reproduce e intensifica las condiciones de opresión determinadas por el
patriarcado. Esa subordinación se manifiesta con claridad, sea que la persona que no
pertenece al género masculino ocupe el rol de víctima como de victimario. A este
problema, de por sí grave, se superpone el que irroga la aporía principal del sistema
penal, cual es la comprobada dificultad de identificar con claridad y precisión cuál sería
el beneficio que el encierro brinda a la sociedad, a las víctimas y a los victimarios. Si
bien se han explorado muchos caminos teóricos y normativos para desplazar a la cárcel
como respuesta casi excluyente del sistema frente al fenómeno del delito, la aplicación
efectiva de esas alternativas sigue siendo escasa, por una diversidad de razones que
tergiversan el sistema de medidas alternativas y aniquilan su función pacificadora. La
ponencia propone una mirada exploratoria sobre la combinación (o superposición) de
los problemas concretos de las medidas alternativas a la prisión, y los que producen los
conflictos penales en los que la problemática de género es relevante, en búsqueda de
identificar conflictos y herramientas que juegan en el espacio de lo penal, sin pertenecer
realmente a él.
Introducción
Este trabajo intenta hacer especial foco en la intersección de los problemas vinculados
al sistema penal en relación con el género y los que tienen que ver con el uso (escaso)
de las medidas alternativas a la prisión. Lo primero, no sólo por la creciente conciencia
mundial a favor de intensificar los enfoques de género en todas las áreas del
conocimiento y la vida social y política. Hay además una razón muy apremiante: según
un estudio especializado (Walmsley, 2015, p. 15), entre el 2000 y el 2015 la población
penal femenina aumentó, a nivel mundial, un 50,2%, casi el triple de lo que creció en el
mismo período la población masculina (+18,1%). En el continente americano, la
situación es aún peor: en todos los países del continente (excluidos Estados Unidos y
Cuba) el crecimiento de la población penal femenina fue del 146,9%, un crecimiento
muy superior a cualquier otra región de la Tierra. Si bien el género femenino está muy
subrepresentado en la población penal (6,8% a nivel mundial, 6,1% en América sin
Estados Unidos ni Cuba), el aumento de la prisionización de mujeres de un fenómeno
global sostenido y preocupante.
Y por el otro lado, en estos tiempos de inéditas tasas de prisionización combinadas con
una presión de la opinión publicada en favor de más punición (más figuras consagradas
como delito, más rapidez y eficacia a la hora de aplicar penas, penas más largas,
reducción de beneficios que anticipan la libertad), asistimos a niveles de prisionización
4
La intersección de estos dos conjuntos de problemas (los de género y los de las medidas
alternativas) pretende combinar las necesidades y las potencialidades de ambos, para ir
generando nuevos espacios de transición, que no pretenderán erigirse en verdades
universales ni en soluciones completas. En forma menos pretenciosa, intentaremos
proponer aquí caminos para ir dando pasos concretos, racionalmente justificados,
socialmente legitimables y empíricamente medibles, que permitan abrir canales de
esperanza para la transformación de realidades que se han mostrado excesivamente
persistentes.
Una aclaración final: cada vez comprendemos con más claridad que los problemas de
género no se agotan en la bipolaridad masculino – femenino. Toda la sociedad se hace
cargo en los últimos años de una creciente visibilización de condiciones de género que
solemos denominar LGTBI (lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersex), y las
cárceles no están fuera de este fenómeno, no sin problemas: existe un número
significativo de personas que siguen siendo clasificadas conforme el sexo asignado al
nacer, sin atender demasiado a su percepción de género. Aunque ya existen en varias
cárceles de varones secciones especiales donde se alojan mujeres trans, hasta donde
sabemos no existen alojamientos especiales para gays, lesbianas u hombres trans1.
Señalamos esta cuestión porque -yendo más allá del agrupamiento bajo el rótulo
“mujeres” que acabamos de citar en el párrafo anterior- creemos que todas las personas
que no se reconocen hombres cis deben considerarse incluidas entre las personas a las
que el encierro afecta especialmente (ya volveremos sobre esto). Esto no impide
reconocer que por su número y por su importancia para la configuración social, la
desventaja social y culturalmente impuestas a las mujeres es -por mucho- el más visible
y trascendente de toda esta gama de problemas.
1
Tal parece que la preocupación de los administradores de cárceles radica sólo en la evitación de
embarazos, más que en la atención diferencial que requieren personas cuyo género difiere de su anatomía,
o en la prevención de algún tipo de agresiones sexuales.
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Impedir que una persona que presenta una conducta violenta por alteración de
sus facultades mentales produzca daños o ataques a otras personas
Impedir que una persona acusada como autora o partícipe de un delito destruya
evidencia, intimide o ataque testigos o de otro modo obstruya la investigación;
Impedir la reiteración de ataques físicos contra una mujer en el contexto de una
relación violenta;
Forzar la presencia en juicio de una persona acusada como autora o partícipe de
un delito;
Impedir que una persona condenada por una sentencia que aún puede ser
revisada se escape para evitar el cumplimiento de la pena;
Cumplir una pena de prisión que se ha impuesto por sentencia firme;
Es del todo evidente que estas distintas razones para aplicar medidas de encierro o de
otro tipo a las personas exigirán, en muchos casos, la verificación de otras condiciones
adicionales, como una relación de proporción o racionalidad entre la afectación y el
peligro a conjurar. La que más interesa, a los efectos de este trabajo, es la necesidad,
esto es, que no exista otra medida menos gravosa para el afectado, que sea idónea para
cumplir el fin propuesto.
La última de las razones (cumplir una pena) en realidad es una construcción cultural que
contiene en sí misma un conjunto difuso de razones. Avanzar en el análisis de las teorías
de justificación de la pena excede completamente los límites de este trabajo, pero
quedémonos con la finalidad esencial que viene normativamente impuesta por la
Convención Americana de Derechos Humanos, cual es la “reforma y readaptación
social”. Desde ese punto de anclaje, podríamos asumir que la pena de prisión sólo
debiera imponerse cuando no se halle otro medio idóneo para remover esas condiciones
(generalmente vinculadas a alguna forma de vulnerabilidad) que llevaron a la persona a
elegir un modo de obrar lesivo de los derechos de otro u otros miembros de la
comunidad.
Si bien hay razones para trabajar en forma diferenciada cada una de esas finalidades
justificantes, la contundente realidad de que todos los países tienen edificios repletos de
personas que están encerradas allí en forma imperativa, y muchas veces en condiciones
(por lo general entre malas y espantosas) indistinguibles entre sí, cualquiera sea el
motivo de encierro, hace conveniente el tratamiento conjunto de unos cuantos
7
También debe abordarse sin demasiada discriminación por motivos de encierro el tema
de las condiciones de detención, especialmente cuando están reñidas con la dignidad
humana, lo cual se ha vuelto endémico en toda América Latina. El uso excesivo de la
cárcel produce sobrepoblación, y ésta genera inevitablemente el deterioro de las
condiciones de encierro. Además de la inevitable privación de la libertad ambulatoria, la
cárcel deteriora las relaciones sociales y familiares del detenido, impacta negativamente
en todo su grupo familiar de referencia, disminuye o elimina su capacidad productiva y
afecta directa o indirectamente su salud física y mental.
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Se denomina así a la razón o proporción entre el número de personas en prisión y la población general
de una jurisdicción. La medida internacional en la que se expresa es de presos cada cien mil habitantes.
8
En paralelo a esos costos humanos, las prisiones son instituciones que tienen un alto
costo económico. Según un estudio del BID, la Argentina perdió en el quinquenio 2010-
2014 el 0,36% de su producto interno bruto -más que la totalidad del presupuesto
nacional para ciencia y técnica del año en curso (Sarmiento, 2017)- por la sumatoria de
lo que gastó en la administración de sus prisiones (0,25%) y lo que no produjeron las
personas privadas de libertad (0,11%). En los 17 países de América incluidos en ese
estudio, el costo fue de casi catorce mil millones de dólares (Caprirolo et al., 2017, p.
46). Un estudio comparativo hecho hace unos años señaló que, en Brasil, el gasto medio
por recluso era de 800 reales mensuales contra 75 reales mensuales de un estudiante en
una escuela pública de la región sudoriental. El costo medio de construir una cárcel de
máxima seguridad era de 19.000 reales por recluso, mientras que construir una casa para
la población pobre oscilaba entre 4.000 y 7.000 reales (ONUDD, 2010, p. 6)
ser de no más de dos semanas de duración. Y desde esa norma principal (la imposición
de una pena de prisión) se trazan algunas situaciones excepcionales y taxativas:
la suspensión del proceso a prueba, en los casos en que procedería una pena en
suspenso (CP: 76 bis)3;
la pena en suspenso, cuando se trate de primera condena y no supere los tres
años de prisión (CP, 26);
la sustitución de la prisión por tareas comunitarias, si por incumplimiento de
reglas hay que ejecutar una pena suspendida (LFEP; 50), o (caso de la provincia
de Buenos Aires) la pena efectiva no supere los seis meses de prisión o se
convierte en prisión una pena de multa (LEPB: 123 bis)
Fuera de estos casos, existen algunos supuestos de detención domiciliaria (CP, 10) que,
en rigor, no son sino encierros desinstitucionalizados, desde que no establecen
condiciones ni reglas especiales de conducta o tratamiento, o el cómputo como
cumplimiento de pena cuando exista un consumo problemático de sustancias en la
génesis del hecho castigado, y el condenado esté en condiciones de acceder a un
tratamiento de desintoxicación y rehabilitación (L. 23737: 16)4.
No existe ninguna norma que habilite a los jueces, fuera de los casos citados, a
suspender la ejecución de una pena de prisión, aún cuando encuentre verificado que es
3
La diferencia entre la suspensión del proceso a prueba y la pena en suspenso radica en que, en la
primera, si la persona cumple con las condiciones impuestas y no comete un delito en el lapso de prueba
(que puede ser de uno a tres años), se dicta una resolución (llamada sobreseimiento) que cierra
definitivamente el proceso sin juicio, esto es, sin declarar la responsabilidad penal del acusado, y
desaparece de los registros penales (salvo para impedir una nueva suspensión a prueba dentro de los ocho
años siguientes). En cambio, la pena en suspenso conlleva un veredicto de culpabilidad y una sentencia,
cuya pena de prisión no se ejecutará en encierro bajo la condición de que, durante un período legalmente
fijado en cuatro años, el condenado no cometa un nuevo delito, y cumpla las reglas que se le impongan.
Durante un lapso de diez años, el registro de antecedentes penales informará que la persona registra una
condena, lo que -además de impedirle una nueva sentencia suspendida- puede privarlo del acceso a
determinados derechos o empleos. La diferencia entre ambos institutos es relevante en los casos de
violencia de género, teniendo en cuenta lo resuelto por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el
caso “Góngora” que se analizará más adelante.
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Esta “medida de seguridad curativa” (así mencionada en el texto legal citado) es asimilable a los
mecanismos de community sentences que es la forma que en el derecho anglosajón adoptan buena parte
de las medidas alternativas que se analizan en este trabajo, aunque tiene el grave problema que, al
computarse “a cuenta” de la pena, produce la paradoja de que el condenado que responde favorablemente
al tratamiento y recibe el alta antes del agotamiento de la pena impuesta, tendrá que ingresar a prisión
para terminar de purgar su condena. Lo cierto es que, a pesar del amplio número de personas privadas de
libertad a las que se podría aplicar, teniendo en cuenta la alta prevalencia de consumos problemáticos
entre las personas acusadas y condenadas por el sistema penal, suele tener menos aplicación de lo que su
imperativo texto sugiere (el juez impondrá), por razones que merecen ser estudiadas, entre las que se
cuentan el desconocimiento de su existencia por parte de jueces, fiscales y defensores, la dificultad de
contar con un diagnóstico o con la disponibilidad de tratamiento para personas que no pueden afrontar su
costo y (común a todas las alternativas existentes) la escasa o nula posibilidad de monitorear en forma
eficaz su cumplimiento..
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El primer tema a abordar es ¿qué es lo que haría de una medida alternativa una
respuesta eficaz, o al menos más apropiada que el encierro? Una respuesta fácil podría
ser: dado que no está probado que el encierro cumpla con las finalidades que se le
asignan (de hecho, muchas veces es contraproducente) no hay razones para preferirlo
por encima de cualquier otra medida, teniendo en cuenta sus altos costos.
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Esta respuesta podría ser suficiente para los usos de la cárcel como pena, es decir, como
respuesta asignada a la acción legalmente reprobada, dado que no hay demasiada
evidencia que permita medir la eficacia de la pena de prisión en su fin resocializador, lo
cual es bastante contraintuitivo: todos hemos oído más de una vez la gráfica frase
-atribuida alternativamente a Elías Neuman, a Raúl Zaffaroni y a Carlos Elbert-
“enseñar a vivir en libertad en una cárcel es como enseñar a jugar al fútbol en un
ascensor”. A falta de información empírica consolidada, parece bastante plausible la
hipótesis de que una persona que es mantenida en su medio social, en contacto con su
familia, sus grupos de pertenencia, y a la que se le facilita el acceso a herramientas
tendientes a modificar las condiciones de vulnerabilidad que pudieron generar la
actividad delictiva, tendrá más posibilidades de no recaer en esas conductas ilícitas, que
aquél que ha sido obligado a sobrevivir en una institución cuya praxis es opuesta a su
normativa, y donde el ejercicio de la violencia es cotidiano y una de las mejores
estrategias de supervivencia.
Sin embargo, aún en esa situación, muchas veces los jueces deciden aplicar una pena de
prisión en lugar de una alternativa. La decisión tiene cierta lógica: la eficacia del
“tratamiento penitenciario” no es responsabilidad del juez sino del carcelero, y por lo
tanto la reincidencia no le podrá ser reprochada. En cambio, si aplica una alternativa y
la reincidencia se produce, no faltará el político, la víctima o cualquier “empresario
moral” (al decir de Zaffaroni), que reprochará a la lenidad del juez el haber asignado
como respuesta al delito una “leve reprimenda” en lugar de una rigurosa pena de
prisión.
La cuestión de la eficacia es aún peor en los casos en que la persona es encerrada sólo
para asegurar su presencia al juicio, o para evitar que intimide o elimine testigos, o de
otra manera haga desaparecer la evidencia a presentar en juicio. La prisión preventiva
parece tener demostrada eficacia en la conjuración de riesgos procesales5, y ni que
hablar en los casos de violencia de género, en los que por mandato de la ley 26485 se
obliga a las autoridades estatales a tomar medidas que protejan a la mujer de su
victimario. Ciertamente, el costo (no sólo económico, sino especialmente el costo
humano) de mantener encerrada a una persona que quizás sea inocente de aquello de lo
que está acusada, es altísimo. Pero en materia de evaluación de riesgos, es bien sabido
5
Al menos, el riesgo de fuga. En los casos de miembros de pandillas u otras organizaciones criminales,
no es tan claro que el encierro impida la comunicación con el exterior que podría generar la ejecución de
esas maniobras de eliminación de evidencia.
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que quien tiene que tomar la decisión sobre la prevención no hace demasiados cálculos
de costo-beneficio en tres circunstancias: cuando aquello que se intenta proteger es muy
valioso, cuando el peligro de ser identificado como el responsable de no evitar el riesgo
es muy concreto, o cuando el que tiene que soportar el costo no es quien decide ni
alguien que tenga poder sobre él. Y esa suele ser, justamente, la situación de los jueces a
quienes se le solicita una prisión preventiva: ¿por qué tomar riesgos? Mantener al
perpetrador en prisión preventiva alivia el riesgo de que concrete ese riesgo en daño (o
por lo menos, transfiere la responsabilidad al carcelero), y tampoco cargará con la
responsabilidad del perjuicio causado al perpetrador (en todo caso, las condiciones de
detención serán de responsabilidad del carcelero)
Tal parece que la única posibilidad de estimular la aplicación de alternativas pasa por
mejorar la posibilidad de que tales medidas resulten eficaces en función de los fines
(rehabilitadores o cautelares) que se persigan. Poco sabemos del tema: si nunca hemos
logrado demostrar ni cuantificar las condiciones de eficacia de la pena de prisión,
extensamente aplicada en nuestros sistemas, menos información está disponible
respecto del amplio menú de medidas alternativas que podrían aplicarse a cada caso.
El primer desafío en este tema consiste -y esto es válido para todas las medidas
alternativas- en lograr del sujeto destinatario de la medida (procesado o penado) la
disposición y la constancia en su parte del trato: estamos poniendo reglas que la persona
(justamente condenada -o al menos sospechada de ello- de no haber ajustado su
conducta a las prohibiciones estipuladas en las leyes penales) deberá o no cumplir en un
ámbito de cierta libertad. A diferencia del encierro (que se sostiene por la contundencia
del muro, el barrote y el candado) en este campo es el propio destinatario de la medida
quien deberá hacer un tratamiento, aprender un oficio, abstenerse de determinadas
acciones, o de ir a ciertos sitios, etc. Sus acciones y omisiones, es decir, su conducta
ajustada al plan que implica la medida alternativa, son parte imprescindible del sistema.
El rol de los estímulos no es del todo claro: por más que se advierta al sujeto que si no
actúa del modo esperado la alternativa se podría transformar en prisión, el temor a las
consecuencias puede no funcionar si a) se enfrenta con dificultades enormes a la hora de
actuar como se le indicó, o b) el sujeto cree que es poco probable que su
incumplimiento sea advertido y castigado Aquí es donde toman especial importancia los
servicios destinados al apoyo y control de las medidas alternativas. Por una parte, es
necesario allanar las dificultades que puedan interponerse entre la voluntad del sujeto y
13
Una mera asignación de más recursos a los patronatos puede paliar transitoriamente
estas crisis, pero no constituye una solución duradera: tarde o temprano, los recursos
volverán a ser escasos, y otra vez se impondrá la priorización (que no deja de ser una
decisión completamente racional)
tomando como punto de partida los pretrial services que nacieron en los Estados Unidos
en la década del ’60 del siglo pasado, pero con características diferenciales6.
Por otro lado, las funciones de control de cumplimiento de las medidas tienen, además
de la función de estímulo a la adhesión del sujeto a las medidas, una importante función
legitimadora del sistema. En efecto, uno de los problemas centrales de este tipo de
medidas es que, si no cuentan con un sistema de control fiable, ni la sociedad, ni las
víctimas ni los jueces confían en su utilidad. Suspender el proceso penal, o la sentencia
de prisión, bajo la condición de cumplir reglas que nadie controlará, es percibido por los
afectados (no sin razón) como una forma hipócrita de impunidad. Y esa sombra se
proyecta sobre la decisión de los jueces a la hora de aplicarlas o no. Esto es
especialmente cierto en el ámbito de las medidas alternativas a la prisión preventiva: los
jueces no ignoran que la prisión preventiva debe ser claramente el último recurso;
mucho menos ignoran la situación crítica de nuestras cárceles. Sin embargo, el riesgo de
otorgar morigeraciones sin medidas eficaces de control suele ser percibido como más
ominoso, y la prisión preventiva tradicional en cambio, brinda la ya mencionada
tranquilidad del encierro como violenta, pero efectiva neutralización.
Si bien aún están produciéndose los primeros estudios empíricos sobre el impacto del
proyecto OMAS en las jurisdicciones en que se ha puesto en marcha (Alfie, 2018),
véase esta explicación, surgida de una entrevista con una jueza que cuenta con una
OMAS como mecanismo de control de las morigeraciones:
Sin esta oficina sería muy difícil para un juez de control y garantías poder
estar tranquilo cuando otorga la libertad a alguien, ya que pese a estar
otorgando esa libertad en base a principios constitucionales, es importante
saber que hay un organismo del Poder Judicial que va a controlar esas reglas
de conducta que el juez determine (Alfie, 2018)
“Estar tranquilo” es el efecto que produce la existencia de un dispositivo de control
fiable. Ciertamente, podrán discutirse las razones por las que un juez no se intranquiliza
demasiado cuando decide sostener en una cárcel violenta y hacinada a una persona
6
El proyecto OMAS impulsado por el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales
(INECIP, 2016) es un desarrollo alternativo al proyecto de Servicios de Antelación al Juicio que
promovió el Centro de Estudios de Justicia de la Américas (Lorenzo, 2010), mucho más cercano al
modelo original de pretrial services (Reyes, 2011). Estos dispositivos se centran en la producción de
información sobre las condiciones personales, familiares y sociales de las personas detenidas, como
insumo para la decisión de otorgar o no una fianza o cautelar de otro modo su vinculación al proceso. El
modelo OMAS se centra en el apoyo y control de medidas, aunque no se descarta la producción de
informes, en tanto no impliquen subrogar la apreciación judicial sobre la existencia e importancia de
riesgos procesales. Los pretrial services han tendido a generar mecanismos de scoring de riesgo procesal,
deliberadamente omitidos en el modelo de OMAS por el riesgo de caer en una cierta “objetivación” de
riesgos, carente de suficiente base empírica que justifique sus pretendidas virtudes predictivas.
15
quizás inocente. Pero lo que importa destacar acá es que, gracias a que existen
mecanismos de control, otorgar una alternativa al encierro se transforma en una opción
disponible. Y esto ya es mucho decir.
7
Ciertamente, la homogeneidad no termina siendo tal, ya que las leyes de ejecución establecen toda una
serie de modalidades de cumplimiento de la pena de encierro, bajo distintos regímenes, y con múltiples
herramientas que pueden llegar a ponerse a disposición del penado para cubrir sus necesidades de trabajo,
educación, salud, vinculación familiar y social. De todo esto suelen ocuparse los institutos penitenciarios,
con mayor o menor control judicial, con mayor o menor disponibilidad de recursos, y con mayor o menor
contemplación de los deseos y necesidades del privado de libertad. Pero lo que queremos señalar aquí es
que el juez de sentencia no necesita (y generalmente no lo hace) tomar en consideración tales diferencias
y modalidades, que se asume serán trabajadas luego de la decisión, cuando la pena ya firme se ejecute.
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Hecha esta imprescindible presentación del contexto, es hora de abordar las cuestiones
específicas que involucran los casos de violencia de género. La primera cuestión tiene
que ver con la procedencia o no de la aplicación de medidas en sustitución de la pena de
prisión.
El fallo ha sido justamente criticado (Maciel, 2014 entre otros) por hacer una
interpretación indebidamente literal de dicha norma: si bien es cierto que la suspensión
del juicio a prueba, si se cumplen todas las condiciones impuestas, cierra el proceso sin
realizar el juicio, no es menos cierto que la obligación principal asumida por el Estado
al suscribir la Convención es la de proteger a la mujer víctima de violencia. Por tanto, si
las reglas a las que se sujeta la suspensión del proceso a prueba cumplen esa función, la
protección se habrá anticipado (ya que no será necesario esperar un juicio y una
sentencia firme para imponer las medidas), y si no se cumplieran, el juicio siempre
estará disponible.
8
Algunas normas procesales imponen una revisión periódica de la subsistencia o no de las razones que
justificaron la imposición de la medida, pero no existen exigencias para fundar en razones concretas y
tangibles la duración de la prisión.
9
CSJN, G. 61. XLVIII.” RECURSO DE HECHO Góngora, Gabriel Arnaldo si causa N° 14.092”,
resuelta el 23/04/2013 (Fallos, 336:392)
10
Convención Interamericana Para Prevenir, Sancionar y Erradicar La Violencia Contra La Mujer
"Convención De Belem Do Pará" del 09/06/1994, ratificada por la República Argentina mediante Ley
24.632, y con jerarquía constitucional desde el 07/09/2011 (art. 75.22 de la Constitución Nacional)
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Pero teniendo en cuenta que una gran parte de los hechos de violencia contra las
mujeres por su condición de tales se verifican en el contexto de relaciones de pareja o de
familia, está claro que este ámbito es especialmente exigente a la hora de establecer las
medidas apropiadas. En muchos casos, la existencia de hijos en común obligará a las
partes en conflicto violento a varios años de interacción y relación vinculada a las
responsabilidades parentales. En otros, existirán otros vínculos familiares de mayor o
menor intensidad, pero que pueden llevar a un grado menos intenso, pero acaso
ineludible de vinculación. En todos estos casos, los deberes estatales para la parte del
conflicto afectada por la conducta ilegal del acusado representan un desafío
incomparable con otros tipos de conflictos como, por ejemplo, un asalto callejero entre
desconocidos.
Una profesional con varios años de trabajo en una OMAS describe con estas palabras la
situación:
El trabajo de las OMAS, que deben supervisar un amplio universo de casos, resueltos
por distintos tribunales penales, permite arrojar una luz antes inédita sobre uno de los
problemas internacionalmente identificados como centrales en este tema: qué funciona y
qué no, en materia de medidas. Esa mirada (que obviamente debe trascender el ámbito
casi intuitivo de la mera observación de casos reiterados, para generar información de
calidad) ofrecerá a los tribunales una retroalimentación mucho más significativa que la
mera noticia del grado de cumplimiento caso a caso. Un trabajo sostenido y meticuloso
en este sentido permitirá generar conocimiento de base científica para ampliar y mejorar
las respuestas del sistema.
19
Bibliografía
Alfie, J. (2018). El impacto de las Oficinas de Medidas Alternativas y Sustitutivas
Buenos Aires.
http://www.scba.gov.ar/controldegestion/consultaexperiencias.asp
Binder, A. M. (2013). Derecho Procesal Penal (Vol. I). Buenos Aires: Ad-Hoc.
Caprirolo, D., Granguillhome Ochoa, R., Keefer, P., Leggett, T., Lewis, J. A., Mejía-
Guerra, J. A., … Torre, I. (2017). Los costos del crimen y de la violencia: Nueva
Unidas.
https://www.tiempoar.com.ar/nota/presupuesto-2018-mas-recortes-en-ciencia-y-
educacion
Walmsley, R. (2015). World Prison Population List. Institute for Criminal Policy
Research. Recuperado de
http://www.prisonstudies.org/sites/default/files/resources/downloads/world_pris
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