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No hay paz perfecta

La historia demuestra que a la paz se llega con autoridad y con la


audacia de las convicciones.
Por: Gabriel Silva Luján
 
02 de agosto 2015 , 09:33 p.m.

Mucha es la carreta que se ha echado sobre el proceso de paz del actual


gobierno. Miles y miles de páginas se han escrito para pontificar –
incluyendo esta columna– sobre los diferentes aspectos que rodean un
esfuerzo de semejante magnitud. Ahora que se acerca la hora de las
decisiones, el momento en que el país tendrá que decidir si es capaz de
atreverse a la reconciliación, la política está, como la película de
Almodóvar, al borde de un ataque de nervios. Nadie sabe realmente qué
hacer ni para dónde coger. Llegó la hora del coraje.

Querer la paz es como amar a los padres. Todos, en principio, estamos


de acuerdo. Pero a la hora de la verdad pasa como con los médicos:
todos tienen un diagnóstico distinto y todos creen que tienen la razón. El
cirujano quiere operar, el oncólogo quiere quimioterapia, el internista
recomienda una dieta, y mientras tanto el paciente va languideciendo,
entre la confusión y la palabrería. Es el mismo síndrome que puede
matar al proceso de paz. Hay un exceso de interlocutores y de
diagnósticos.

En temas de esta naturaleza, en los que cada uno cree saber más que el
de al lado, el pluralismo tiene que tener límites. Es imposible aspirar a
convencer a todos de que suscriban una receta. La fórmula para llegar a
la paz nunca, jamás, podrá generar un consenso universal o convocar a
todos los líderes sociales y políticos. Cuando se trata de cuestiones de
Estado, y de semejante trascendencia, es imposible aspirar a la
unanimidad. No hay paz perfecta. De hecho, la historia demuestra que a
la paz se llega con autoridad, con la audacia de las convicciones y con
un liderazgo sin ambigüedades. Hacer la guerra es facilísimo. Hacer la
paz no es para pusilánimes.

En un balneario perdido en Cataluña, Sitges, dos titanes, enemigos a


muerte, Laureano Gómez y Alberto Lleras, fueron capaces de superar los
odios partidistas y el instinto natural de vengar a cuatrocientas mil
víctimas, para diseñar un rumbo hacia la paz en democracia. Si a estos
líderes les hubiera tocado conversar en una plaza pública, escrutados
por los ambiciosos, por los pendencieros, por los columnistas y los
opinadores, nunca habrían llegado a un consenso para salvar a la
República de la dictadura y del caos de la violencia de entonces. El
acuerdo político fue primero. La validación democrática llegó después,
mediante el plebiscito de 1957.

En una Colombia sumida en el terror del narcotráfico durante los


ochenta y noventa, cuando el Estado de derecho estuvo al borde de
colapsar, el país salió adelante gracias al liderazgo de los presidentes
Virgilio Barco y César Gaviria. No olvidemos que en esa época se logró la
paz con el M-19, convertido hoy en una de las fuerzas políticas más
relevantes.

La fórmula que se usó entonces sería considerada hoy, incluso por


muchos de los protagonistas de entonces, un exabrupto, dado que al M-
19 se lo amnistió sin cuestionamientos y la Constituyente de 1991 nació
de una norma de estado de sitio. Sería difícil argumentar, en
retrospectiva, que esos dos procesos –la instauración constitucional de
la democracia participativa y el desmantelamiento del M-19– no le
sirvieron bien al pueblo colombiano. Ambos fueron posibles por cuanto
se les concedió la autoridad necesaria a los conductores de esos
procesos.

Los dos ejemplos mencionados demuestran que hay que entregarle el


margen de confianza institucional y la autoridad legal suficientes para
que el Jefe del Estado tenga la capacidad y el poder para aterrizar, en la
práctica, los acuerdos que nos lleven a la paz con las Farc. Así se hizo
antes, así se debe hacer ahora.

Díctum. ¿Quién le perdonó el noventa por ciento de la pena que le


correspondía al ‘Alemán’ por sus crímenes atroces?

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