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Recomendaciones de nuestro barman

UN GRAN VINO

Mitología y desencanto. Una introducción a Tony Soprano


Iván de los Ríos / p. 7

SELECCIÓN DE COCKTAILS

Los Soprano. La serie total / Fernando R. Lafuente / p. 27


Vivir puede matar / Ignacio Castro Rey / p. 39

NUESTRAS CERVEZAS DE IMPORTACIÓN

Tony Soprano y nuestra simpatía por el Diablo / Noël Carrol / p. 55


Los Soprano, Dios y el jodido problema del mal / Peter H. Hare / p. 75
Los nihilistas también comen cannoli / Kevin L. Stoehr / p. 93

LOS MEJORES CHAMPAGNES

Have a nice day / Fernando Castro Flórez / p. 107


Coda Soprano: Smash cut / Rodrigo Fresán / p. 155
Mitología y desencanto.
Una introducción a Tony Soprano
Iván de los Ríos
No es extraño que un hombre sea asesinado, pero a veces
resulta extraño que lo asesinen por tan poca cosa y que
su muerte sea el sello de lo que llamamos civilización.
Raymond Chandler, El simple arte de matar

Voi qui intrate, lasciate ogni speranza...


Dante, La Divina Comedia (Infierno, XXX)

I. Schulz, Bolaño, Enzensberger

Leí por primera vez a Bruno Schulz en julio de 2004. Bolaño había
muerto. Sebald había muerto. Rubén vagaba por el sur de Europa y
yo empinaba el codo en Oxford, Inglaterra, sumido en la vorágine
de un texto que nunca llegué a escribir, un ensayo infantil sobre el
western y la ética de las virtudes: Peckinpah y Warren Oates, Lee Van
Cliff y los apuntes de Aristóteles sobre el coraje y la osadía. Apenas
redacté un par de folios. Bolaño había muerto hacía exactamente un
año y Rubén y yo nos proponíamos celebrar su aniversario leyen-
do sus últimas lecturas, olisqueando, asediando como chacales ras-
tros obscenos de nuestra vida inútil. Rubén descubrió que el chileno
había dejado inacabada la relectura de El largo adiós, de Raymond
Chandler. Yo repasaba las últimas páginas de Estrella Distante.
Entonces encontré el nombre de Bruno Schulz: polaco, judío, escri-
tor-delirio, marioneta, profesor de dibujo muerto a tiros, como un
perro, en mitad del gueto de Drohobycz en el otoño de 1942.

9
Pensemos en la muerte de Bruno Schulz. Pensemos en una ver-
sión plausible y ficticia de la muerte de Bruno Schulz: dos oficiales
nazis se juegan al póquer a sus respectivos esclavos. Uno de los escla-
vos es Schulz, objeto predilecto del oficial de las SS Felix Landau
y propiedad de Felix Landau, escoria, resto, mascota. El amo de
Schulz vence a su contrincante —Karl Günther— y abandona el
recinto en compañía del perro Bruno. Minutos más tarde, el derro-
tado Günther alcanza a su oponente en la vía pública, desenfunda
su Luber P08 y descerraja un solo tiro en el cráneo de Bruno Schulz,
un balazo irreversible que atraviesa y descompone la cabeza del
autor de Las tiendas de Canela Fina. Absurdo. Banal. Contundente.
Perfecta síntesis canettiana entre la política y el asesinato. La muer-
te es el arma decisiva del poder, «ejerce el poder quien puede dar
muerte a sus súbditos»1.
Pensemos en la retórica del espectáculo y en la muerte real de Bru-
no Schulz: dos oficiales nazis resuelven sus diferencias a golpe de pis-
tola en las calles de Drohobycz. Felix Landau, Hauptscharführer de las
SS aficionado a las artes plásticas, conoce al pintor Bruno Schulz y
queda impresionado por las evidentes dotes artísticas del judío.
Decide protegerle convirtiéndolo en su esclavo predilecto. Schulz tra-
bajará para Landau y los hijos de Landau decorando la habitación de
los pequeños con imágenes de fábulas —los frescos de Villa Landau,
recientemente expuestos en el Museo del Holocausto de Jerusalén:
un jinete a lomos de un caballo; Blanca Nieves con falda corta; un
hombre conduciendo un carro lleno de mujeres—. Felix Landau es
un hombre cultivado y un padre excelente, un militar impecable y
repugnante cuyas frecuentes incursiones en el gueto de Drohobycz
siembran el pánico entre la población judía. Durante una de sus
correrías, el exquisito Landau ejecuta a un dentista anónimo pro-
tegido del también oficial de la Gestapo —y enemigo personal de
Landau— Karl Günther. El 19 de noviembre de 1942, a la salida
de una panadería y sin mediar palabra, Günther acaba de un balazo
con la vida de Bruno Schulz: «Tú matas a mi judío. Yo mato al tuyo».
El gobernante, en efecto, es el superviviente2.

1
Hans Magnus Enzensberger, Política y delito, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 11.
2
Elias Canetti, Masa y poder, Madrid, Alianza, 2002, p. 78.

10
Ambas historias contienen todos y cada uno de los ingredientes
necesarios para convertirse en una construcción narrativa de conside-
rable impacto afectivo sobre el auditorio. La muerte de Bruno Schulz
se deja contar, pero no es la historia de un crimen. Se deja contar y
convoca algunas de las histerias cinematográficas del siglo XX —el
artista ensimismado y genial cuyo talento inadvertido sucumbe ante
el peso de la historia; los caprichos atroces del nazismo; la frontera
entre la belleza y el horror, el abismo entre la belleza y el horror, su
desmentida distancia—. La muerte de Schulz pulveriza la inteligibili-
dad del crimen y se abre al relato merced a su vecindad con el extremo
más inverosímil de un personaje instalado para siempre en el imagina-
rio colectivo. Nos confronta con la función mitológica del criminal en
el interior de la sociedad del espectáculo. Nos invita a reflexionar
sobre la ingenuidad y la tipología del crimen. El asesinato de Bruno
Schulz es historia y es ficción, pero su carácter desmedido nos impide
captar la función simbólica del crimen con la misma fluidez con la
que nos permiten hacerlo, por ejemplo, las figuras del gánster o el
forajido. El concepto de crimen se asfixia ante ejemplos como éste. El
modelo Landau y el modelo Günther son irrepresentables, su trans-
parencia es terrible y cegadora. Su extensión narrativa no puede sino
engendrar discursos de multicine y objetos de consumo, villanos de
la Marvel, excesos Spielbergianos sin la más mínima profundidad psi-
cológica. El modelo no funciona porque no es integrable en la estruc-
tura interna en torno a la cual se articula la relación simbólica, jurí-
dica, política y estética entre el poder y la muerte, entre la norma y la
trasgresión. Karl Günther y Felix Landau pasarán a la historia de
la barbarie y la literatura por su intromisión en la biografía de Bruno
Schulz, pero la tipología delirante a la que responden jamás podrá
satisfacer la necesidad psicológica de un desciframiento conceptual y
una representación artística del criminal. Demasiado grotescos en sus
acciones, excesivamente extraños, poco familiares, ininteligibles:
El criminal, en el sentido tradicional de la palabra, como sigue vigente en el
ejercicio judicial, pertenece al acervo mitológico del presente. Hace tiempo
que adoptó los rasgos de una figura retórica. Ocupa un lugar en nuestra fan-
tasía que ya no es compatible con su significación real ni con la de sus activi-
dades y que ya no es justificable por lo efectivo de su existencia3.
3
Hans Magnus Enzensberger, op. cit., p. 25.

11
Hans Magnus Enzensberger ha mostrado hasta qué punto resulta
imposible explicar el concepto de crimen y el papel del criminal en
nuestras sociedades recurriendo al lenguaje de las instituciones jurí-
dicas. Es necesario ampliar el enfoque y rastrear el modo en que di-
cho concepto aparece inmerso en la cotidianidad y distribuido en los
distintos niveles de la dinámica socio-cultural. A su juicio, la figura se
articula en torno a un «reparto de papeles» o funciones cuyo cumpli-
miento eleva al criminal «al rango de figura mitológica»4, es decir, un
retrato simultáneamente contemporáneo y ancestral en el que la
sociedad aparece reflejada como en un espejo: criaturas fronterizas,
justicieros, rebeldes, megalómanos, exploradores, viajeros, dandis,
artistas, inventores, magos, gánsteres… El criminal queda integrado
y normalizado según el siguiente reparto de funciones simbólicas:

1. La existencia del criminal posibilita una diferenciación clara


y distinta entre esferas contrapuestas de aceptabilidad moral. Su con-
ducta es identificable y reconocible, el ciudadano ordinario puede
distanciarse de ella sin apenas esfuerzo. La opinión que el hombre
común ha de tener acerca de las prácticas delictivas viene dada por
los códigos vigentes. El castigo que espera al criminal da muestra de
la existencia de un orden jurídico (y moral) plenamente efectivo,
sólido y estable. En la medida en que existen criminales y que esos
criminales son sancionados por sus acciones, obtenemos la confir-
mación serena, ilusa y tranquilizadora de que el sistema funciona.

2. El delito perpetrado por el prójimo nos convierte ipso facto en


individuos inocentes allí donde el criminal, conviene recordarlo, «es
el prójimo por antonomasia»5. Se trata de un mecanismo de purifi-
cación y descarga extremadamente simple: «cuanta más culpa se aco-
pia en total, cuanto más difusa su relación, cuanto más anónimas e
invisibles sus fuentes, tanto más urgente es descargarla en personas
aisladas claramente reconocibles»6. El delito consumado por el pró-
jimo nos absuelve. La contemplación del delito nos absuelve. El
espectador es inocente por definición.
4
Hans Magnus Enzensberger, op. cit., p. 25.
5
Ibíd., p. 26.
6
Ibíd.

12
3. El criminal representa nuestros deseos más ocultos. En cada
una de sus acciones delictivas descubrimos la superación de aquellos
rasgos de nuestro carácter que más nos repugnan: la indecisión, el
miedo, la represión, la falta de iniciativa, el aburrimiento, el tedio, la
apatía, el cautiverio, sobre todo el cautiverio, por encima de todas las
cosas el cautiverio que distingue y condena a los hombres libres: cau-
tivos de sí, de sus deseos estandarizados, del tiempo muerto, el hora-
rio laboral, el ocio sospechoso y homogéneo administrado desde
fuentes externas según criterios de rentabilidad, cautivos del amor el
título la carrera el coche la casa los niños el perro el campo el jardín
el móvil… La libertad del criminal —su pureza— se nos hace inso-
portable. Su iniciativa se nos atraganta. Su insolencia, su desfacha-
tez, el descaro, el arrojo, la destreza en el arte de la intimidación y la
violencia. La envidia nos corroe. La envidia es tal que no podemos
sino convertirla en rabia y resentimiento, animadversión y deseo de
venganza que sólo se desvanecen con la aplicación del castigo por
parte del sistema: «El asesino y el verdugo nos revelan lo que desea-
mos hacer y omitir al mismo tiempo, y así nos proporcionan no sólo
una coartada moral, sino también la sensación de superioridad
moral»7. Somos mejores porque tan sólo deseamos ser peores, porque
no nos atrevemos a serlo a pesar de nuestra querencia y nos limita-
mos a soñar el exceso y la furia. Somos más firmes, más comedidos,
nuestras virtudes infinitas nos distraen de la oscura inclinación que
nos hace envidiar al monstruo. Sólo así es comprensible el gesto ser-
vil de un auditorio plegado a los encantos del crimen, la recepción
de estrella del rock que la policía y la prensa brindan a un Martin
Sheen encadenado en una de las últimas secuencias de Badlands, de
Terrence Malick, un asesino despiadado e irresistible que regala sus
pertenencias al público al igual que un tenista regala sus muñequeras:

AGENTE: I got a question for you, Kit. Do you like people?


KIT: They’re fine.
AGENTE: Then, why did you do it?
KIT: I don’t know. I just wanted to be criminal.

7
Ibíd. p. 27.

13
4. El criminal lo puede todo. Su poder de maniobra es omnímodo,
extenso como la ley. Su alcance ensombrece e iguala la potencia del
Estado. Antagonismo ancestral entre el delincuente y el orden estable-
cido. Toda trasgresión es un atentado contra el poder, expresión de
una fuerza ajena e imprevisible que debe ser localizada y disuelta.
Desde el fondo, como un titán, el criminal amenaza el orden estable-
cido con el que siempre compite. El criminal es el Estado invertido. La
sombra del Estado. Su reflejo.

5. El paso del individuo criminal a la sociedad criminal, a la familia


u organización criminal es un tránsito paródico que describe un movi-
miento de desgaste o precipicio: desde la autonomía salvaje y la singu-
laridad apenas representable del francotirador o el proscrito, hasta la
estructura política de una comunidad delictiva que imita en sus meca-
nismos internos el funcionamiento de un Estado contra el que se alza
y del que se nutre:

Tan pronto como la criminalidad se organiza, se convierte, tendenciosamente,


en un Estado dentro del Estado. La estructura de tales comunidades de delin-
cuentes reproduce fielmente aquellas formas de gobierno de las cuales son
rivales y competidores… La Mafia siciliana copió la estructura de un régimen
patriarcal hasta en sus menores detalles y sustituyó completamente a aquél en
grandes extensiones del país: dispuso de una administración ampliamente
extendida, cobró aduanas e impuestos y dispuso de jurisdicción propia8.

Hoy en día, el crimen organizado estadounidense asume y repro-


duce el modelo de las grandes empresas capitalistas: recaudadores de
impuestos, maquinaria, departamentos jurídicos, prestaciones sociales
para sus empleados…

6. «Así pues, el delincuente en nuestro mundo da la impresión


de ser un personaje relativamente inofensivo, casi simpático, casi
humano. Sus motivos son comprensibles. Como víctima y cómplice
de la moralmente absurda racionalización del trabajo, la sociedad le
hace un traje mitológico a medida»9. De venta en librerías y salas
de cine. La función mitológica del criminal es tan asimilable por la
8
Ibíd. p. 28.
9
Ibíd. p. 30.

14
inercia colectiva que el sistema no tarda en percibir su rentabilidad
económica como objeto de consumo:

La industria de conciencias es ciertamente incapaz de crear mitos, pero no


desdeña la oportunidad de servirse de ellos para sus fines. El periódico y
la revista ilustrada, la radio y el cine, tienen una participación en la leyenda
del gánster, que, a decir verdad, no se puede explicar, pero es enorme. Ya en
el año 1925 el gánster era objeto de interés turístico: el cuartel general de
Capone figuraba en el programa de las visitas de la ciudad. En 1930, cuan-
do su poder había sobrepasado justo su apogeo, parece que la sociedad ci-
nematográfica Warner Brothers ofreció a Capone un contrato de 200.000 dó-
lares por el principal papel en la película hollywoodense Public Enemy: en ella
debía interpretarse a sí mismo10.

La industria cultural asume la función simbólica del criminal y


aspira a reproducir su componente mitológico en un auditorio ávido
de elementos prohibidos, pero se deja arrastrar por la épica y fracasa
en su ejecución. Un fracaso estrepitoso, por cierto. La mitología del
crimen desborda las múltiples tentativas de representación del crimi-
nal ensayadas en los últimos 150 años —fabulosas, excesivas, inolvida-
bles—: desde la edición barata de noticiarios tendentes a la polariza-
ción del bien y el mal hasta el Scarface de Howard Hawks; desde los
Padrinos de Coppola y el mejor Scorsese hasta los niños de Sergio
Leone o el reciente y guapísimo Dillinger de Michael Mann; desde las
historias de bandoleros y el spaghetti western hasta los héroes de Sam
Peckinpah, el cañonazo Peckinpah, el Peckinpah implacable de la aper-
tura de The Wild Bunch donde un grupo de niños —sádicos, inocen-
tes— contempla la muerte de un escorpión blanco devorado por miles
de hormigas11.
10
Ibíd. p. 83.
11
De las charlas de Heinrich Himmler con su masajista: «No comprendo como usted puede
hallar placer, Herr Kersten, en disparar a mansalva contra los pobres animales que tan ino-
centes, indefensos y desprevenidos pacen en las lindes del bosque. Eso, bien mirado, es un
puro asesinato… La naturaleza es hermosísima y, al fin y al cabo, todo animal tiene derecho
a vivir. Precisamente este punto de vista es lo que me maravilla de nuestros antepasados […]
Este respeto al animal lo hallará usted en todos los pueblos indogermánicos. Me interesó
extraordinariamente el enterarme el otro día de que aún hoy los monjes budistas, cuando
atraviesan los bosques de noche, llevan consigo una campanilla, para hacer que se aparten
los animales del bosque que podrían aplastar con el pie, a fin de no causarles ningún daño,
pero entre nosotros no hay serpiente que no matemos a patadas, ni gusano que no pisotee-
mos». En Felix Kersten, Totenkopf und Treue, p. 144; Fest, J., Das Gesicht des Dritten Reiches,
Munich, 1963, pp. 169 y ss. Recogido en Hans Magnus Enzensberger, op. cit., p. 19-20.

15
Cuando su concepto se deja domar, cuando no representa un
gesto de aniquilación total o exterminio como el que acabó con la
vida de Bruno Schulz —«el crimen que ha pasado a ser total pulve-
riza su concepto»12—, cuando habita el imaginario colectivo y ejerce
su función mitológica obedientemente, el criminal se aproxima al
héroe y sigue vehiculando el acceso al plano sombrío, romántico y
apetecible de los bajos fondos. Una galaxia aparentemente leja-
na cuya distancia con el espectador-lector-ciudadano viene intensi-
ficada por la industria cinematográfica y la producción literaria. En
el diseño de esa distancia es, precisamente, donde fracasa la repre-
sentación del criminal contemporáneo por excelencia: el reino de
Scarface ya no es de este mundo; el reino de Vito y Michael Corleone,
el reino de los De Niro, los Pesci y los Lyotta; el reino de Casavettes,
Lee Marvin y Ronald Reagan en la adaptación cinematográfica de
Don Siegel del relato de Hemingway, «The Killers», ya no es de este
mundo. El mundo al que regresa Bogart en Cayo Largo ya no es nues-
tro mundo. Ni siquiera el mundo en el que Wild Bill Hickock mue-
re a manos de Jack McCall en una cantina de Deadwood, South
Dakota, es ya nuestro mundo. No caminaremos por las calles de
Chicago con Capone, Jimmy Diamantes, Dan el Dandy y Jacob
Dedos Grasientos. No atravesaremos los paisajes imposibles de las
Badlands con Kit Carruthers y Holly Sargis ni moriremos ametralla-
dos como Bonnie E. Parker y Clyde C. Barrow. Escuchamos el relato
de un tiempo mítico perdido para siempre y el fantasma, el héroe
y el criminal mediático se instalan en nuestros hábitos de consu-
mo. La trampa nos seduce, pero la representación no llega a la altu-
ra de la función mitológica debido a un exceso de distancia épica en-
tre la narración y su objeto. El gánster de El Padrino —que Dios me
perdone— es un artificio, una joya. Vito Corleone llegará solo y
enfermo a la Costa Este después de haber presenciado la muerte de
toda su familia a manos de un cacique sanguinario y, con todo, se
esforzará por conducir su vida honradamente hasta que las injusti-
cias perpetradas por un hombre malvado —¡con capa y todo!— des-
pierten su cólera asesina —una cólera serena y sin grandes alardes,
una cólera de voz muy baja—.

12
Hans Magnus Enzensberger, op. cit., p. 31.

16
La distancia épica: aquel modo de la poesía homérica que marca
una brecha infranqueable entre el relato y el auditorio, entre el tiem-
po de las masas y el tiempo de los héroes: «la épica describe el mundo
heroico a una audiencia que vive en otro mundo, en el ordinario»13.
Ese mundo ordinario en el que el criminal no representado ejerce su
función mitológica. El aura del crimen se expande en la gran panta-
lla. Su modelo parece extraído de un mundo ancestral, un mundo
arcaico profundamente inverosímil que nos resulta elegante en su
más pura brutalidad. El criminal no es más que un plus en la fuerza,
un exceso pujante en la batalla, un perfecto soldado asediado por
duras circunstancias que asimila, orienta y distribuye las tablas de la
ley: lealtad, coraje, respeto, familia. Trajeado, corte limpio, sin fisu-
ras, sujeto marginal en cuya trasgresión no dejamos de percibir un
halo romántico y cierta dosis de belleza.
Entonces llegaron Los Soprano.

II. Poética y artificio: las versiones del Minotauro

Pues la Tierra volverá a engendrar


seres de este tipo como siempre hizo.
Goethe, Fausto, II, 3

James Gandolfini se sabe a Aristóteles de memoria. Se lo sabe ca-


si tan bien como David Chase. Lo cierto es que si uno presta aten-
ción, si se detiene, por ejemplo, en algunos capítulos inolvidables
de una serie de televisión absolutamente magistral de principios de
los noventa como Northern Exposure (Doctor en Alaska), si uno está
alerta, digo, se dará cuenta de que Chase no sólo domina el tratado
más antiguo de teoría literaria de Occidente y el Arte de la Guerra,
sino que, además, maneja con destreza La Ilíada y La Odisea y no
ignora que, probablemente, todo, absolutamente todo, comienza

13
James Redfield, La tragedia de Héctor. Naturaleza y cultura en la Ilíada, Barcelona, Destino,
1992, p. 83.

17
con la poesía. Chase sabe que los bardos griegos cantaban al bueno
de Homero en fiestas y banquetes y que, al cantar, preferían dos ti-
pos de historias. Historias de dioses e historias de héroes. Por lo ge-
neral, los relatos de dioses detallan la existencia acomodada de los
inmortales, narran sus peripecias, sus bromas, sus encuentros, y des-
criben sus numerosas trifulcas, pero siempre insistiendo en el he-
cho de que los Olímpicos desconocen la tristeza, el esfuerzo, la rui-
na, el dolor. Por su parte, las historias relativas a los mortales son
historias de desastres y sufrimientos, retratos de la indigencia hu-
mana en los que la destrucción prevalece sobre la fundación. ¿Por
qué se cuentan —ahora y siempre— historias sobre mortales po-
derosos que gozan y sufren? El bardo griego canta las gestas de hé-
roes pertenecientes a un tiempo mítico porque las acciones de aque-
llos hombres son dignas de ser relatadas. La dignidad de dichas
acciones viene definida por su contenido de gloria y la gloria
—kléos—, la fama, es, precisamente, aquello que merece ser cantado
y transmitido en el tiempo, retenido en el recuerdo. La gloria se na-
rra y se obtiene en la narración:

Cada hombre tiene su historia y, para bien o para mal, ha de vivir con ella.
Su historia es en cierto sentido él mismo —o una de las versiones de él
mismo— y, dado que su historia puede sobrevivir a su existencia personal
y a su actuación como papel social, su historia es, desde un determinado
punto de vista, la versión más auténtica de sí mismo14.

El héroe no es más que su historia, la extensión rítmica de la com-


posición poética que lo vehicula. Vale decir: el mundo existe para ser
contado. De Homero a Mallarmé, de Jorge Luis Borges a Los Soprano,
The Wire o Mad Men, el mundo existe para llegar al libro, al cine, a la
televisión. Gandolfini y Chase saben todo esto y saben, además, que
la vigencia del mito en todas las épocas reside en el placer de contar
y escuchar una buena historia. Los Soprano es una buena historia. Los
Soprano es una historia excelente de proporciones eminentemente
griegas: una historia compleja sobre un coloso frágil, cruel y contra-
dictorio que colapsa lenta y necesariamente, un titán desmedido,
bello y repugnante que declina despacio e insonoro, imagen ralen-

14
James Redfield, op. cit., p. 80.

18
tizada y hermosa del descarrilamiento de un tren. Seamos cautos.
Pese a todo, guardemos las distancias: Tony Soprano no es un héroe,
desde luego, y muchísimo menos un héroe griego15, pero lo cierto
es que apunta maneras y, lo que es más importante, goza de aquello
que convierte a los héroes mitológicos en materiales preciosos
dignos de representación: una mortalidad irreversible combinada
con cierto fulgor malvado, cierta apariencia de invulnerabilidad fí-
sica e indestructibilidad cuyas fuentes el mundo antiguo —con
Píndaro a la cabeza— no tardaría en localizar en la esfera de los Olím-
picos. Karl Kerényi16 nos recuerda que esa mixtura entre mortalidad
y resplandor indestructible distingue al héroe de la mitología griega,
haciendo de él un carácter que merece ser relatado en el poema,
recordado en el tiempo y perpetuado en su complejidad y crudeza
por las diversas formas de representación que atraviesan la historia
de la narrativa occidental: la brutalidad y la fuerza unidas a la vulne-
rabilidad y el miedo, el éxito y la gloria confundidos con la destruc-
ción y el desastre, el acierto y la bonanza enlazados desde siempre,
una y otra vez, con la arrogancia y el error que conducen al conoci-
miento, la ceguera o la muerte, que bien pudieran ser tres versiones
de una misma trampa. Tony Soprano no es un héroe griego, pero sí
una criatura abismática, un animal de los límites asomado a un pre-
cipicio y caracterizado por el vicio predilecto de la literatura anti-
gua —el exceso (hybris)—. La historia de Tony Soprano merece ser
contada porque, a pesar del tono trágico y la hechura del guerre-
ro, sus creadores han decidido asumir la responsabilidad del realis-
mo en el momento de diseñar la cúspide del crimen organizado de
Nueva Jersey en los albores del siglo XXI. Esa responsabilidad pasa
por la difícil tarea de asumir y superar los modelos tradicionales
de representación del crimen organizado y, en especial, del gáns-
ter sin parangón que detenta el poder supremo. Asumir: Tony
Soprano integra los mitos del hampa producidos por la industria

15
Tony parece más bien una versión simultánea de Teseo y el Minotauro, un híbrido en-
tre el héroe y el monstruo, el terror pautado y sutil del guerrero combinado con la inocen-
cia del animal salvaje que ruge y desmembra. Lo más probable es que Tony sea una ver-
sión del propio laberinto de Creta, una versión de todos y cada uno de los cadáveres
descompuestos en las galerías del artefacto ideado por Dédalo.
16
Kart Kerényi, Los héroes griegos, Atalanta, Girona, 2009, p. 37.

19
cinematográfica, los honra, los imita, evoca desde el realismo más
contundente la memoria ancestral de un paraíso perdido. Superar:
los integra pero no sucumbe. Integra los mitos pero no se agota en
ellos. Su nostalgia es síntoma del perfil excesivamente idolatrado
de la Mafia en la industria del cine17. Tony Soprano sabe que no es un
personaje cinematográfico de Coppola o Scorsese y, en mi opinión,
este gesto de autoconciencia le convierte en la criatura más com-
pleja, violenta y desoladora de todas cuantas hayan atravesado el
panteón cinematográfico de los mafiosos ilustres: violencia matinal,
violencia entumecida, inminente, violencia con cara de cerdo, albor-
noz y espejo18, violencia en cada orgasmo —el centurión y Anna-Lisa
para siempre en mi retina—. Y aquí es cuando uno se acuerda de
aquello de que Gandolfini y David Chase se han leído de arriba aba-
jo la Poética de Aristóteles y, tal vez, las páginas del Pensamiento Sal-
vaje que Levi-Strauss dedica al concepto de imitación, y han preferi-
do sacrificar la recepción transparente del personaje en favor de un
realismo sórdido y sin eufemismos a la altura de un mundo sórdi-
do y sin eufemismos. Semejante destreza sólo es posible cuando
uno ha comprendido que el drama —así Aristóteles— se mueve en
17
Hemos perdido el paraíso y nos queda su reverso, el infierno, un infierno desmentido
que, a pesar de Moltisanti, no es un Pub irlandés instalado a perpetuidad en el Día de San
Patricio, sino la lenta ruina de todas las cosas en un contexto aparentemente exuberante
—yate en el puerto, familia, putas, pasta, armas de fuego, drogas, alcohol, trajes, pulse-
ras—. El infierno se parece al desencanto, un desencanto afilado y sutil donde el tedio
arrasa hasta un punto donde ni siquiera el crimen puede zafarse de la inercia insípida
que todo lo engulle: «I got the World by the balls and I can’t stop feelin’like I’m a fucking
looser», dice Tony («The Happy Wanderer»).
18
«Se levanta airado de un sillón y parece que viene hacia nosotros. Emerge de su dormito-
rio en camiseta, en calzoncillos, descalzo, envuelto en un flojo albornoz, y su irrupción es
una inmediata amenaza, una ocupación inapelable del espacio disponible, del aire que se
puede respirar. Quieto, mirando de soslayo, el labio inferior ligeramente caído, emite una
tensión magnética, una cruenta posibilidad de violencia que estallará ante la provocación
más trivial. Basta verlo comer para que dé miedo: el torso muy adelantado, la cabeza incli-
nada entre los hombros, en una actitud de embestida, los gruesos codos bien hincados
sobre la mesa. La mano sujeta el tenedor como si fuera una navaja automática, el tenedor
atraviesa el plato de comida con un impulso de agresión, las grandes mandíbulas mastican
ejercitando la urgencia depredadora de la especie… Su presencia en la galería de los capos
legendarios del cine ya es tan segura como la de Marlon Brando, Al Pacino o Robert de
Niro. Sólo que ahora, acostumbrados a la vulgaridad premeditada, amenazadora y sarcás-
tica de James Gandolfini, en esos tres actores a los que hemos admirado tanto descubri-
mos las costuras y las trampas de una artificiosidad que se nos vuelve incómoda», Antonio
Muñoz Molina, «Una presencia peligrosa», El País, 30 de Agosto de 2004.

20
el terreno de la mimesis y que aquello que se representa y recrea en la
voz y el movimiento de los actores no son ni más ni menos que las
acciones de los hombres:

Parecen haber dado origen a la poética fundamentalmente dos causas, y


ambas naturales. El imitar, en efecto, es connatural al hombre desde la niñez,
y se diferencia de los demás animales en que es muy inclinado a la imita-
ción y por la imitación adquiere sus primeros conocimientos, y también el
que todos disfruten con las obras de imitación. Y es prueba de esto lo que
sucede en la práctica; pues hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos
gusta ver su imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo,
figuras de los animales más repugnantes y de cadáveres19.

Vale decir: hay seres, criaturas, hombres, comportamientos o


actitudes cuya proximidad cotidiana nos produce asco o terror.
En la distancia inmune en la que habita el espectador, esas mismas
acciones nos parecen, en cambio, sugerentes y enormemente ape-
tecibles. El realismo sórdido de Los Soprano podría emerger de una
cierta lectura de las palabras menores de Aristóteles: “con la mayor
fidelidad posible”, imitar con tanta exactitud y rigor como sea po-
sible las acciones de los seres humanos. Ahora bien, el rigor de la
recreación —la mimesis, en efecto, no puede ser interpretada sin
más como mera «copia»— depende del modo en que el artista tras-
lade a la ficción la complejidad del modelo. Y el modelo, por lo ge-
neral, suele ser simplificado al máximo con el fin de facilitar una fá-
cil digestión al espectador —Marlon Brando en traje negro, pajarita
y rosa roja administrando muerte mientras acaricia a un gato en
la penumbra de un salón tranquilo—. El paradigma queda redu-
cido a un conjunto de notas cualitativamente simples. La imita-
ción destruye el original simplificándolo y genera, así, una creación
comprensible20. En el caso de la representación del gánster en Los
Soprano, la imitación del modelo, lejos de eliminar sus ambivalencias

19
Aristóteles, Poética, 1448b 4-15. Trad. cast. de Valentín García Yebra, Gredos, Madrid,
1994. Imposible no manosear a Aristóteles un poco más e identificar a cualquiera de esos
animales repugnantes con Tony, por supuesto, pero casi mejor con Richie Aprile y muchí-
simo mejor y más palmario con Ralph Ciffareto o el bueno de Phil Leotardo, un desco-
munal Frank Vincent que también pasará a la historia por haber sido repetidamente acu-
chillado en el maletero de un coche al comienzo de Goodfellas. Animales repugnantes
fielmente ejecutados cuya imagen nos sabe a mierda y a victoria.
20
James Redfield, op. cit., p. 111.

21
y contradicciones, asume el conglomerado indescifrable en que con-
siste absolutamente cualquier individuo. Los Soprano es ya un clásico
de la historia de la televisión porque ha sacrificado la comodidad del
espectador al apostar por el rechazo de toda simplificación del gáns-
ter como personaje de ficción y, simultáneamente, como función
simbólica en el seno de las sociedades capitalistas post-industria-
les. Nos fascina y nos repugna. Le envidiamos y le compadecemos.
Comprendemos que somos producto de una misma lógica omní-
moda que todo lo engulle, desde el abogado al profesor universitario
pasando por el taxista, el piloto de aviones, el pescadero, el alcalde o
el matón de discoteca. Los Soprano es una serie realista de ficción, por
tanto, porque apuesta por la complejidad del personaje en un home-
naje perverso a todos y cada uno de nosotros. Pero eso no es todo,
ni, tal vez, lo más importante. Lo más importante es que el mode-
lo del crimen organizado representado en Los Soprano es un modelo
desmitificado y vacío de significado, un modelo venido a menos, la
apoteosis fílmica del desencanto de la Cosa Nostra o el paradigma
ancestral despojado de sus antiguas grandezas. Los Soprano es una
serie excelente porque está a la altura del desencanto: desencanto
histórico, literario y cinematográfico de un entorno mafioso que
deja de perfilarse como dimensión fronteriza, sagrada y romántica
para mostrarse en toda su crudeza como parte integrante de un uni-
verso regido por la ley de la oferta y la demanda. Mitología y desen-
canto: el lento declinar del mundo arcaico y tribal que fomentó
durante décadas el carisma del hampa:

Adaptación a todo trance, incontenible asimilación, supermoderno di-


namismo, aptitud supercapitalista, contribuyeron a los fabulosos éxitos de
los gángsteres de Chicago. Pero en la más mínima de sus acciones, en to-
dos los rincones de su porte y de su modo de pensar, surge un elemento
antagónico: se trata de su procedencia de un pasado exótico, precapitalista,
no asimilado. Su modernidad decide su éxito, su antigüedad su fascinación.
Esta ambigüedad, este antagonismo fue el fondo engendrador de mitos, de
su existencia. Con el gánster la antigüedad se hace contemporánea, la bár-
bara antigüedad se enraíza en lo más nuevo21.

21
Hans Magnus Enzensberger, op. cit., p. 109.

22
Si hay un rasgo presente en los 86 capítulos de Los Soprano es
precisamente éste: la nostalgia. Nostalgia del héroe. Nostalgia del
clan. Nostalgia del rito y la pureza. Nostalgia de lo sagrado, de una
sacralidad deteriorada y sistemáticamente ofendida por los reque-
rimientos de la hipermodernidad capitalista, por las tentaciones y
los extremos a los que nos empuja el tedio de la sobreabundancia.
Old School? Nostalgia del fundamento moral incólume en el que aún
creía Alphonse Capone:

La vida privada del gánster era ejemplar. Capone estaba profundamen-


te convencido de las ventajas morales de su modo de vida. Su concepto de
la familia está por encima de cualquier sospecha. Análogos informes prue-
ban que los gánsteres de Chicago fueron hijos conmovedoramente solíci-
tos. Torrio, que era abstemio y no fumaba, y nunca dejó escapar un jura-
mento, adoraba a su anciana madre e hizo construir para ella una casa
de campo en Italia, donde le servían quince criados. Daba gran importancia,
una vez terminada la jornada, a regresar puntualmente a casa y dedicar-
se a la familia. El pistolero Wallace Stevens, uno de los sicarios de Capone,
cuidó a su mujer enferma. Adoptó tres huérfanos. Sus hijas adoptivas fue-
ron dignamente educadas; les prohibió maquillarse y llevar falda corta; sus
lecturas consistían en ediciones purgadas de los clásicos. La tarifa de Stevens
para un asesinato era de cincuenta dólares. Por supuesto que era abste-
mio, al igual que O’Banion. Ambos eran católicos practicantes. O’Banion
había sido monaguillo y niño de coro en la catedral del Santo Nombre, y to-
davía en la cúspide de su carrera (se le atribuyen veinticinco asesinatos)
lo que más le gustaba era cantar cánticos religiosos que entonaba con su
voz de tenor, algo pastosa22.

Bastaría con llevar a cabo un análisis medianamente intenso del


personaje de Christopher Moltisanti para entender hasta qué punto
los miembros del clan que preside Tony Soprano no están a la altura
ni del tiempo mítico que tanto admiran ni del código de honor que
pregonan por doquier. Bastaría con observar el modo en que todos
disfrutan de las imitaciones de Al Pacino por parte de Sil o la grave-
dad con la que Tony observa la paliza que Furio y sus secuaces le
propinan a un niño que juega con petardos en las calles de Palermo.
Bastaría con ver lo grande y lejana que les queda a todos la vieja
Sicilia. ¿La familia por encima de cualquier sospecha? ¿Abstemios?

22
Ibíd. pp. 104-105.

23
¿Lenguaje cortés sin blasfemias ni palabras malsonantes? ¿Regresar
puntualmente a casa después de cada jornada? ¿Clásicos expurga-
dos?… Dinero. El dinero es lo que importa. Por encima de cualquier
sospecha sólo está el dinero. El resto es pura fachada.
Lo hemos oído miles de veces: Tony Soprano es cualquiera
de nosotros. Lo que no hemos oído tantas veces es que, en reali-
dad, Tony Soprano es el mundo en el que cada uno de nosotros
ejerce su derecho a la ficción y a la compensación espectacular.
Tony es la culminación de un personaje y un género plural que
siempre quiso ser realista23, pero que sólo en ocasiones ha sabi-
do reflejar la rigurosa integración del crimen, la precisión con la que
el crimen organizado aparece como la consecuencia lógica y de-
sorbitada del capitalismo salvaje:

Capone debe su éxito no a un ataque contra el orden social del país, sino a
una incondicional adhesión a sus premisas. Es por eso por lo que no tenía
de qué arrepentirse, y es por eso por lo que, aún hoy, sus paisanos no se
atreven a condenarle. Obedeció a la ley todopoderosa de la oferta y la de-
manda. Se tomó trágicamente en serio la lucha por la competencia. Creyó
de todo corazón en el libre juego de fuerzas. Lo que es bueno para los ne-
gocios, es bueno para América. Capone estaba convencido de ello. Daba
vía libre al más apto —a él mismo—. El secreto del éxito estaba en la calle,
entre algunos cadáveres24.

Esa integración se nos revela perfecta cuando, lejos de conten-


tarse con lugares comunes como la venganza, el honor o la muerte,
ahonda hasta la náusea en los rincones más inesperados de la Cosa
Nostra, en los conflictos familiares, la ansiedad, el tedio, la fragili-
dad, el miedo, el desgaste, la infelicidad, el deseo. Perfecta y dolorosa
cuando la dimensión en la que se enmarca esa inesperada intimidad
es, por fin, leal al ritmo mezquino de este mundo:

El realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los


pistoleros pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que
los hoteles, casas de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad
de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles; en el que un as-
tro cinematográfico puede ser el jefe de una banda, y en el que ese hombre

23
Raymond Chandler, El simple arte de matar, Barcelona, Bruguera, 1980, p. 196.
24
Hans Magnus Enzensberger, op. cit., p. 108.

24
simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el jefe de una
cuadrilla de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con
una bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un
hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo; en el que el alto car-
go municipal puede haber tolerado el asesinato como instrumento pa-
ra ganar dinero, en el que nadie puede caminar tranquilo por una calle os-
cura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero
que nos abstenemos de practicar 25.

Balance de atrocidades. El tártaro inasequible en el que un sis-


tema político puede amparar la muerte de Bruno Schulz no vol-
verá —tal vez— a repetirse. Ese abismo deja paso al infierno desmen-
tido del callejón, el tribunal y el despacho. Lectura despiadada, Los
Soprano, verso horaciano que nos deleita y nos quita el sueño: de te
fabula narratur, «es a ti a quien se refiere la historia»26. Buon anima.

25
Raymond Chandler, op. cit., pp. 214-215.
26
«De te fabula narratur», Horacio, Sátiras, I, 69.

25
Los Soprano. La serie total
Rodrigo F. Lafuente
VALGA UN POCO DE HISTORIA ANTES de entrar a Los Soprano. Valga recu-
perar la estela en la que la serie de HBO se inscribe, de dónde viene y
qué es lo que ha convertido a esos 86 capítulos en uno de los monu-
mentos de la contemporaneidad televisiva, si no cinematográfica.
Valga situar la acción, los hechos, los anhelos, las miserias y el
ambiente de Los Soprano en la tradición de la que es deudora y mag-
nífica continuación, cuando no revolución. Recordaba Alberto Ele-
na en las páginas de Revista de Occidente cómo Gilles Deleuze, bajo el
título de «Philosophie de la série noire», en los comienzos de los años
sesenta del pasado siglo, proponía toda una teoría de la serie negra
desde perspectivas filosóficas, con la intención, sin duda, de trascen-
der los habituales planteamientos y constatar «cómo en la novela
policíaca clásica el detective tenía por toda tarea la investigación y el
descubrimiento de la verdad, concebida de una manera plenamente
filosófica. La encuesta policial se conformaba a imagen y semejanza
de la investigación filosófica, con la única diferencia de que su objeto
—el crimen a esclarecer— era algo más prosaico».
Para ello, según Elena, según Deleuze, las corrientes de la novela
policíaca habrían de corresponderse con las escuelas filosóficas de la

29
búsqueda de la verdad. La escuela inglesa, Wilkie Collins, Sherlock
Holmes; la escuela francesa, Gaston Leroux. Eran obras, continúan,
«concebidas como juegos acrobáticos para las mentes de las clases
acomodadas. Las novelas policíacas de filiación clásica constituyen
por encima de todo una asombrosa —aunque a veces mortalmente
aburrida— lección de lógica».
Así, no es que se trate de alcanzar la verdad, que también, sino
que se trata de salvaguardar el orden, estrechamente identificado
con el statu quo. La novela negra dio un vuelco a este escenario.
Al criminal, si se le descubre, será mediante trampas, delacio-
nes, traiciones, sobornos, corrupción, chantajes o el azar, que, como
se sabe, engloba todo lo anterior. Nadie que haya visto Los Sopra-
no negará que éste es el meollo de la serie. La basura, negocio al que
Tony Soprano dedica su «vida limpia» como metáfora de la existencia.
Ahora bien, como plantea Raymond Chandler en El simple arte de
matar, la relación investigador-criminal «se hace descarnadamente
real, adiós a la metafísica, a la reflexión epistemológica sobre la ver-
dad, al discurso de la verdad; ahora, a la relación investigador-cri-
minal le llega, sin remisión, el poder del mal».
Para decirlo con los términos de Chandler: a la novela negra se
llega cuando el crimen se aleja de los jardines venecianos para descu-
brir el callejón, la sordidez de un callejón en una noche de lluvia.
La novela negra imita la vida, no es un juego de salón. La vida
es lo que es: sórdida, anónima, efímera y azarosa. Chandler tie-
ne razón, cuando apenas se llevan unas páginas leídas al lector ya
no le interesa quién lo hizo, la atención se dirige hacia otros terri-
torios menos intelectuales.
Conocida —la recuerda Alberto Elena en el artículo citado— es
la historia de la carta enviada por William Faulkner a Raymond
Chandler con ocasión de su participación en el guión de la versión
cinematográfica de El sueño eterno realizada en 1946, completamen-
te descorazonado por no saber a quién atribuir uno de los múlti-
ples asesinatos de la novela.
Pero lo cierto es que hoy, vuelta a ver la película, el guión de Faulk-
ner y Brackett goza de magnífica y diestra estructura, lo que deses-
tima esa idea anterior sobre Faulkner y su incapacidad para escribir
para el cine. Los guionistas de Los Soprano se inscriben, también, en

30
la mejor tradición de una escritura decididamente literaria que en-
cuentra en el serial los recovecos propios de una saga postmoderna.
Las categorías morales han dejado de operar en esa feroz lucha
por la existencia y sólo la astucia, la fuerza, la canallada o el engaño
tiene alguna validez narrativa.
Si el western es la épica contemporánea o, mejor, la continuidad
de la épica bajo la estética cinematográfica (Borges), lo que se ha
dado en llamar cine negro es, sin metáforas, la sociedad contempo-
ránea. Muy por delante de sus propios contemporáneos cinema-
tográficos, pero ya sabemos por Paolo Fabri que «no es fácil llegar
a ser contemporáneos de nuestro presente».
Lo advirtió Jean-Patrick Manchette: «hoy el mundo entero es Chi-
cago». O Nueva Jersey. De ahí que, tal vez, el más completo manual
de ciencia política se encuentre escondido tras el centón de palabras
que Marlon Brando pronuncia a lo largo de El Padrino. Y el me-
jor manual para la vida cotidiana lo escriba el mejor de sus alum-
nos: Tony Soprano.
Recuerdan Jordi Balló y Xavier Pérez como «es en el terreno de
las películas de gánsteres donde mejor ha cristalizado la lectu-
ra contemporánea de Macbeth». La ascensión y caída, el drama trá-
gico de la ambición. De Hampa dorada de Mervyn LeRoy (1930) a
Scarface (1932) de Howard Hawks; de Al rojo vivo (1949) de Raoul
Walsh a Los Soprano.
El cine negro es el emblema más rotundo de la sociedad contem-
poránea, al menos, en el período de tiempo que va desde finales
de los años treinta hasta mediado el siglo XX, la gran época de este
género, los años áureos. «El cine negro en blanco y negro» (Guiller-
mo Cabrera Infante), como la letra, negra sobre blanco. Lo sorpren-
dente, gratamente sorprendente, de Los Soprano es que sigue esa
estela pero en color, en un color sombrío, expresionista y marrulle-
ro; desencantado, ajado y roto. Un color de sombras que se pasean
con la propia momia a cuestas.
«La vocación del film noir es la de crear un malestar específico»,
escribían Raymond Borde y Étienne Chaumeton en su tan cita-
da monografía Panorama du film noir américain: «el estado de tensión
que nace en el espectador con la desaparición de los puntos de re-
ferencia psicológicos: acción confusa, móviles inciertos, personajes

31
equívocos, ambivalencia moral... todo contribuye a crear una sen-
sación de angustia e inseguridad que sería, en última instancia, la
marca propia del cine negro».
Una abundancia de personajes únicos pero equívocos. «El cine
negro —ha escrito Guillermo Cabrera Infante—, como la nove-
la negra, está protagonizado no por héroes griegos, a los que pier-
den sus virtudes, sino por el héroe moderno, a quien sus virtudes y
sus defectos determinan como aquél que nació para perder. Es una
suerte de fatalismo psicológico o una falla en el carácter, una grieta
donde se creería un monolito».
El término es aportado por el crítico francés Nino Frank hacia
mediados de los años cuarenta del siglo XX: série noire. Lo consa-
gró Marcel Duhamel en la prestigiosa y leída colección de Galli-
mard, con la premonitoria tapa negra y con autores como Hammett,
Chandler, Cain, Burnett o McCoy.
Con enormes paradojas. Valga la primera, pero hay más: la irrup-
ción de la novela negra, ya larvada durante la época de la Gran De-
presión, y al auge extraordinario de tal género literario y cinemato-
gráfico, está irremisiblemente ligado, tal como apunta Alberto Ele-
na, «a las condiciones de una posguerra que, lejos de satisfacer las
optimistas expectativas de una sociedad, parecía haber generado un
trauma colectivo, una suerte de inesperada frustración a escala na-
cional que ahora, desde los recovecos de la modesta serie B holly-
woodiense, iba a encontrar ecos insospechados». Venganza (1946) de
Edward Dmytryck; La dalia azul (1946) de George Marshall; Perse-
cución en la noche (1947) de Robert Montgomery; El poder del mal
(1947) de Abraham Polonsky… Todas ellas son películas que mues-
tran el desencanto no previsto. Son filmes que ilustran, salvajemen-
te, esta situación. Inesperada, paradójica, desconcertante, imprevisi-
ble, fatal: tras la victoria exterior, la derrota interior.
En Cayo Largo (1950), el regreso del mayor Frank McLoud para
contar la muerte de Temple a su padre (Lionel Barrymore) y a su
mujer (Lauren Bacall) cuenta con uno de los textos más relevantes.
Alguien le pregunta por qué se alistó, Temple espera oír un alega-
to patriótico, pero lo que escucha le sume en la incertidumbre.
McCloud es un hombre valiente, honesto; sin embargo, sus palabras
destilan un profundísimo desencanto. Ha dejado el periodismo,

32
se ha dedicado a mil oficios, es un héroe, pero Estados Unidos ya
no es un país para héroes; se alistó por las bellas palabras que ali-
mentaban la derrota de un mundo viejo, el nazismo, la corrupción.
Pero todo parece volver, y ahí está, de nuevo, el gánster Johnny
Rocco al frente de las operaciones. Son juguetes rotos, corazones
rotos, vidas errantes.
Ese desencanto de la épica constituye el eje vertebral de Los So-
prano, pero es un desencanto asumido como la propia realidad vi-
tal, la vida es eso. Los ideales son cosa de película, de quimeras per-
didas en los paraísos de un tiempo que nunca existió. La vida es real,
Los Soprano viven la fantasmagoría salvaje en que se ha convertido
la sociedad contemporánea. Todo es sórdido, pero se trata de una
sordidez sin desamparo, familiar, pasable. No hay otra vida. Comer,
beber, follar, engañar, viajar, educar (¿?) a los hijos, cuidar a los ma-
yores, preocuparse por las desgracias de los empleados. No hay
grandes esperanzas, sino pequeños salvoconductos. Sobrevivir es
la consigna. Y sobrevivir a costa de los demás. De los pringados.
Del común de los semejantes. Todo el equívoco encanto de los Cor-
leone aparece aquí como el simulacro de una ficción. Imitan los
gestos, las posturas, las frases, pero es sólo eso: imitación, juego,
parodia. No la realidad.
El valor del cine negro se centra en que expresa los perfiles, las
luces y las sombras de la sociedad contemporánea: «Toda sociedad
se refleja en su policía y sus crímenes, al tiempo que se protege
mediante profundos compromisos de fondo».
Nada es ajeno a su proyección. De ahí que sea en la pantalla, en
la grande y en la pequeña, donde se reflejen con una nitidez espeluz-
nante lo que antaño habría aparecido en la novela. Fue el siglo XX
el primer siglo en imágenes, siglo filmado, rodado en imágenes; imá-
genes en movimiento que, como cualquier concatenación de imáge-
nes, cuentan una historia:

Para todos aquellos que hemos nacido dentro de este siglo que ya llega
a su fin, —escribía Víctor Erice a mediados de la última década del siglo
pasado— las películas, al igual que los libros, han estado ahí, a nuestro
alcance, constituyendo una parte esencial de nuestras experiencias, for-
mando parte, incluso, de un mismo paisaje [...]. Valga un ejemplo. Mu-
chos años antes de saber que Frankenstein era una novela escrita por una

33
tal Mary Shelley, mujer del famoso poeta inglés, yo había tenido ocasión
de conocer en el interior de una sala oscura a la extraordinaria criatura
inventada por el doctor del mismo nombre. En medio de un sentimien-
to de atracción irresistible y de rechazo tan típico de la infancia, esa ima-
gen cinematográfica se me impuso para siempre. Por eso, cuando mu-
cho tiempo después leí por fin el libro de Mary Shelley, la imagen del
monstruo de Frankenstein que esa película me había proporcionado
entró en conflicto, puso entre paréntesis, dentro de mi imaginación,
aquella otra imagen, tan distinta, que se desprendía de la lectura del
texto. Para mí el monstruo de Frankenstein no podía tener otra aparien-
cia que la del actor que lo interpretó: Boris Karloff.

No sólo para Erice, para cualquier espectador queda fijada la his-


toria, el cuento, en la retina de su memoria ya para siempre: el John-
ny Rocco de Cayo Largo (1948) siempre será Edward G. Robinson; o
el Noah Croos de Chinatown (1974), John Huston; o el Al Capone de
Los intocables (1987), Robert de Niro; o el Sony Lospecha de Una his-
toria del Bronx (1992), Chaz Palmintieri; o el Leo O’ Banner de Muerte
entre las flores (1990), Albert Finney; o el Vito Corleone de El Padrino
(1972), Marlon Brando, tanto como Al Pacino, Michael Corleone en
El Padrino II (1974); o el Tony Soprano de Los Soprano (1999-2007), el
inmenso James Gandolfini.
Muchos de los escritores, guionistas o directores que parti-
ciparon en la producción de una película fueron antes reporteros,
cronistas, articulistas, redactores de sucesos: Billy Wilder, Richard
Brooks, Horace McCoy, Robert Rossen, Samuel Fuller. En el cine
negro, el periodismo, el crimen y el poder de la prensa son concep-
tos que en el subconsciente del lector y del espectador aparecen
juntos hasta confundirse; así, en El reloj asesino (1948) de John Farrow;
Yo creo en ti (1947) de Henry Hathaway; Mientras Nueva York duerme
(1956) de Fritz Lang; El cuarto poder (1952) de Humphrey Hope; Chan-
taje en Broadway (1957) de Alexander MacKendrick .
Los Soprano (1999), como citaba al principio, es una serie de 86
episodios en la que los textos del guión fluyen de una manera na-
tural, casi como si fuera la misma vida. Ha sido producida por HBO
para la televisión y ha cambiado no sólo el decurso conocido has-
ta entonces de las series televisivas, sino incluso el de la estela en la
que esta seria concreta se inscribía: las películas sobre la mafia. Aquí
la vida cotidiana, con las miserias propias de una existencia anodina,

34
resulta compatible con la sinrazón de una ética aplicada a la más
violenta de las supervivencias criminales. Todo es tan aparatosa-
mente normal en la serie que hace que cada capítulo se convierta en
extraordinario.
El arranque es engañoso, un gánster de clase media que exhibe
los problemas de un ejecutivo de clase media: las depresiones cró-
nicas, los hijos díscolos, la mujer aburrida, los empleados ambicio-
sos, las luchas familiares —espléndido el tío Junior, o la espléndida
Nancy Marchand como Livia mamá Soprano— y, en su caso, la som-
bra de la justicia pendiendo del hilo invisible del azar.
Lo anodino se trastoca en complejo; la superficialidad de una vi-
da de matones en un interrogante sobre la existencia. Capone y Hei-
degger; Corleone y Camus. Asesinatos, cuerpos que desaparecen
—«si no hay cuerpo no hay asesinato», Tony Soprano dixit—, chan-
tajes, robos, corrupción, sexo sin contemplaciones, drogas, diálo-
gos brutales —«los que pagan impuestos también pagan por su se-
guridad en los aeropuertos y mira lo que obtienen a cambio», repite
Tony; «¿qué dos negocios han demostrado ser inmunes a las crisis
económicas desde tiempos inmemoriales? Algunos aspectos del show
business y lo nuestro», apunta Silvio—, perfiles estereotipados, vidas
rebeldes y estrellas errantes componen una siniestra sinfonía de ho-
rrores teñida por la inmensa niebla de una familia en apariencia nor-
mal. Es el retrato de una América perdida en la sordidez y la familia.
Si hay una metáfora del núcleo familiar, de los lazos insoslayables
de la familia tradicional, ahí están Los Soprano para subrayarla.
Todo se dirime en la familia; la familia es el círculo cerrado de la
existencia. Las situaciones son magistrales, la profundidad de cala-
do, la vivisección a la que se somete a los personajes y a la acción, la
detallada descripción de un ambiente y una atmósfera criminal vivi-
da con la naturalidad de un invisible padre de familia. Tiene razón
Rodrigo Fresán cuando escribe que «no pasa semana sin que algún
intelectual de renombre diga eso de que si Cervantes/Shakespea-
re/Austen/Dickens/Dumas/Proust viviera, hoy estaría escribiendo
guiones para la HBO o algo por el estilo».
Los Soprano representan, también, la edad de oro de las series de
televisión, el ejemplo de cómo «la caja tonta» puede ser inteligen-
te, sofisticada. La serie creada por David Chase entretiene porque

35
conmueve, acojona, sorprende e inquieta. Tony Soprano cada ma-
ñana acude a su particular despacho para organizar la jornada y la
agenda de su infame trajinar por los bajos fondos de una sociedad
sin fondo. Para Lawrence Kardish, del MoMA, en donde fue proyec-
tada la serie, ésta «es una mezcla extraordinaria de análisis psicoló-
gico y cartografía social, estrafalaria, inmensa, inolvidable». Ha con-
seguido romper el modelo de las series de televisión y cada capítulo
no es sólo un capítulo: es una película entera.
La dosis exacta de telenovela —pasiones, dinero, celos, ambicio-
nes, engaños— y filme de gánsteres —política, corrupción, familias,
territorios, desapariciones— tiene en Los Soprano la quintaesencia de
su asombro, de su ensimismamiento. Un género híbrido que colinda
con la novela, el teatro, el cine y, casi, la ópera. La música es el lento
vagar de los diálogos, mordaces, obscenos, irónicos, desencantados,
cobardes, tan reales que provocan un respingo de temor en el espec-
tador. Todo se ha vuelto cotidiano, vulgar, ordinario, profundamen-
te hortera, deliciosamente hortera. Carmela Soprano y la cohorte de
mujeres que acompañan a estos ejecutivos de la basura representan
la culminación de esa deliciosa horterada, de esa irrenunciable visión
de la realidad como algo efímero, insustancial, bobo y terrorífico.
Lo único que existe. No hay nada al otro lado del escenario. La
vida es esto. El juego del poder se ventila en las altas esferas y en las
bajas. Todo se resume en saber quién manda aquí y cómo. Lo demás
sí que es literatura. El rizo del laberinto queda plasmado en Los
Soprano con una evidencia abrumadora: de tanto ponerse la másca-
ra de la normalidad, cuando se la quieren quitar se arrancan la cara.
O van al psicoanalista, como cualquiera. Ya no hay héroes en negro,
ni policías salvadores, todo es una madeja enredada donde a ratos
unos son buenos, pocos ratos, a ratos otros son malos, y en todo
momento trasluce la podredumbre de una sociedad que ha hecho
del cinismo su principal bandera.
Eso es lo que cautiva de Tony Soprano, un asesino que no se
siente como tal, sino como un padre de familia tan normal que
quiere lo mejor para sus hijos. Es cierto que siempre fue así; así era
el Michael Corleone universitario, pero en la novela de Puzo, en la
extraordinaria película de Francis Ford Coppola, los territorios es-
tán marcados. Aquí ya no, todo es lo mismo, porque nada es lo que

36
parece. Andrés Ibáñez en ABCD las Artes y las Letras publicó un
minucioso «Diccionario Soprano» que apuntaba a cómo el oficio, ya
se ha dicho, oficial de Tony Soprano es el del «tratamiento de ba-
suras», es decir, el «reciclaje». Como él mismo. Es la basura recicla-
da de los gánsteres, un trabajo, como le confesará Tony a Carmela,
«muy estresante». Y tanto.

37
Vivir puede matar
Ignacio Castro Rey
SIGUIENDO ESTA SERIE NOS SENTIMOS otra vez modernos, al día. Mora-
les, pero permisivos. Pacifistas, pero aptos para la violencia. De iz-
quierda, pero duchos en capitalismo. Correctos y eficaces por la ma-
ñana, aunque un poco más perversos a partir de la siete (una hora antes
en Inglaterra y Francia). En fin, todo son beneficios, en esta serie de
culto, para los personajes de culto que somos. Los restos de clase
obrera, inmigrante o autóctona, no pueden entender estas sutilezas.
Pero sí nosotros, intelectuales, periodistas, profesores llamados a par-
ticipar en un ancho orden social que ha de coquetear con lo escabroso.
Para poder soportar la desvitalización de lo que llamamos cul-
tura necesitamos creer que seguimos en el mundo. Necesitamos
visualizar una y otra vez aquello de lo que creemos estar salvados, lo
que podemos deconstruir, aquello de lo que nos libramos. Nos situa-
mos entonces cerca del mal, sin prejuicios, con una mirada por fin
analítica, y lo vemos además en pantalla. Si la policía realmente fun-
cionase, si la justicia funcionase, si la democracia funcionase... no
habría esta materia prima, basada en una historia real, y no existi-
ría tampoco tal serie. Ni Los Soprano ni este género de entreteni-
miento que tiene la función de recordarte todo lo que podría ocurrir,

41
aquello de lo que estás salvado precisamente porque lo ves en la tele-
visión, sentado confortablemente a este lado de las cámaras. No es
así, esto es falso. Y como la sociedad no ha conseguido integrar el
mal de vivir, entonces hacemos películas que barren el exterior, que
lo analizan para hacernos sentir más seguros, para acallar el temor
de que afuera hay algo clave y de que nos estamos perdiendo la vida.
Una función que no deberíamos desdeñar de la televisión y el cine, y
Los Soprano utiliza ambos medios, es la ilusión de que el mundo nos
acompaña y sigue ahí. ¿Por qué Los Soprano se ha convertido en una
serie de culto? Porque es necesario «matar» lo que queda del tiempo
y esta serie lo hace bien, con instrumentos de altura libres de la cul-
tura de la queja. Intentaré mostrar que esta función es muy digna,
aunque menos inocua de lo que parece.
Mientras tanto, otro beneficio moral de esta entrega es compro-
bar que los criminales no son todos iguales y que podemos conocer
sus diferencias. Estarían rodeados por las cámaras, cercados por el
cordón sanitario de nuestra investigación sociológica. De nuevo, esto
es más que dudoso. Desde fuera, no tenemos ni la más remota idea
de cómo funcionan las cosas en los centros de poder, probablemen-
te de manera mucho menos épica y menos existencial que todos
nuestros cuentos de hadas. Con la violencia de Los Soprano, al fin y al
cabo espectacular, doramos la violencia discreta que ejercemos a dia-
rio, nos distanciamos de sus formas más groseras, más criminales.
Para empezar, ya tiene delito que volvamos a escoger la vulgata de la
comunidad italiana en Estados Unidos, aunque la serie haga esfuer-
zos heroicos por escapar de los tópicos.

I. Sin noticias de Tony

De alguna manera, el hilo argumental de Los Soprano tiene sus puntos


nodales en los momentos donde no ocurre nada. Esa mirada descon-
certada de Tony al policía negro que acaba de conseguir que despi-
dan; esos momentos de silencio embarazosos; esa lenta indecisión
en la consulta de la psicóloga... Digamos que, exagerando un poco,
la acción gira en torno a la detención poética igual que el tiempo cro-
nológico gira en torno al pánico o la magia de un instante. Como

42
cuando Tony recuerda la estampa de la chica asesinada salvajemente
por su compinche y le dice a su hija Meadow, desorientándola:
«¿Sabes que eres lo que más quiero en el mundo? Si te ocurriera algo,
no sabría...». Ella sonríe desconcertada, dice algo así como: «Papá,
¿te ocurre algo?», y sigue con alguna faena casera. Esta serie es buena
en cuanto asume el vacío, le da algún lugar a la ambigüedad de vivir.
Digamos que asume esa verdad que dice que lo serio hace serie, que
lo discontinuo provoca una continuidad, un eco. Exagerando otra
vez, toda la acción está jalonada por momentos «poéticos » donde no
sucede nada, donde el tiempo se coagula, se desmaya en el silencio, y
la narración se reinicia, continúa como si tal cosa. Igual en la econo-
mía formal que en la informal, el vacío de la especie acompaña como
una sombra a las tareas de la empresa. En tal sentido late una contra-
dicción en Los Soprano (pero tal vez se trata de la ambivalencia misma
del tiempo), entre la discontinuidad esencial de sus momentos cul-
minantes y la necesidad de darle continuidad a la serie. Sería curioso
que sus autores se hubieran atrevido un día a sentar a la mesa de los
Soprano a un novio poeta de la hija, y no a esos mediocres que tiene
por amantes.
En cualquier caso, lejos de lo que pretende algún crítico un poco
simple, Tony no representa la imagen de «un mafioso gordo, folla-
dor, glotón y maquiavélico». Todo eso está ahí, claro, pero es la cás-
cara de una yema que los críticos casi nunca prueban. Lo que hace a
Los Soprano especial no es la acción al estilo Scorsese, sino una meta-
física de nuestra soledad multitudinaria, del círculo vicioso de nuestro
poder sin objeto. El bienestar infeliz, el malestar funcional es lo que
constituye la sombra de esta narración, su espectro. Tony apenas
tiene descanso, como todos nosotros, debido al malestar de nuestra
empresa continua, a la necesidad de rehacer continuamente su álge-
bra contranatura. A pesar de su evidente inteligencia, de su fuerza fí-
sica y moral, de su notorio poder armado, la humanidad intermiten-
te de Tony, sus temores y sus crisis de ansiedad provienen no tanto
de tal o cual consecuencia orgánica de sus acciones cuanto de la so-
ledad del poder, de un poder que ha abandonado la vida. Me refiero
al hecho de tener que soportar una telaraña donde las decisiones se
toman mientras el sujeto ni siquiera vive consigo mismo, apenas
se acompaña de las voces de su biografía.

43
Que se me entienda: no digo que el problema sea que Tony no
lee a Heidegger. Digo simplemente que él es también un ejemplo
paradójico de esta corrosión del carácter que nos impide leer el labe-
rinto del pasado, encontrar un tuteo con su enigma. En este sentido,
como todos nosotros, Tony en un aislado hiperconectado, está sepa-
rado de la sustancia mortal que, invertida, constituiría una subjetivi-
dad dueña de sí, «feliz». Las conversaciones frecuentes con su psicó-
loga, la doctora Melfi, giran en torno al análisis interminable de esta
irresoluble impotencia.
Él es conservador, expeditivo cuando puede. Lo intenta todo para
ser un gánster normal, un eslabón más de una larga tradición fami-
liar, pero una y otra vez tropieza con obstáculos existenciales y mo-
rales para los que no está preparado. De ahí que se haga progre-
sivamente complejo, insensible, encallecido. Su propia mujer está
tocada por la fragilidad de la duda, su hija entiende demasiado bien
los poemas de Robert Frost para que todo discurra con la fluidez
propia de la simple economía. Una vez más, no hay ganancia sin
pérdida. Mientras el crimen se normaliza, siguiendo el ejemplo de
la sociedad entera, los criminales sienten cómo en su carne entra la
duda, la imprecisión, la ansiedad, el tedio que rodea a la normali-
zación. En esta ficción de un mafioso cercado por la dificultad de
vivir reside lo más real, lo que más engancha de esta serie, aunque al
mismo tiempo eso la excluya del éxito masivo de Falcon Crest.
Por mi parte creo en los héroes, creo que son necesarios para so-
brevivir. Y no para sobreponerse a las catástrofes, sino a la terrible
normalidad de vivir. Cada cual ha de ser un héroe para encontrar la
épica sin la cual la vida no se sobrepone a su fracaso constante, a su
fragilidad más íntima. Y Tony Soprano es un héroe, hay que decirlo,
aunque tal vez un poco trabado, excesivamente dependiente de las
tradiciones y del qué dirán. En realidad, Carmela y Tony se hacen que-
rer porque, a pesar de su dinero y poder, son víctimas también de la
degradación del vivir que ha sucedido en el mundo moderno. Los
dos se pasan el día haciendo encaje de bolillos para que todo encaje.
Una de las lecciones metafísicas de Los Soprano podría decir: ten
más miedo de la mirada de los hombres que de las armas. No está
mal. Más acá de la violencia eventual que se pueda desatar, en la gran
familia Soprano el problema es una muerte natural que no necesita

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verdugos. El peligro es el desánimo y el fracaso, la tendencia a la
entropía, la ruina lenta de las cosas. Y esto no sólo porque los mafio-
sos, como todo el mundo, se pasen media vida en el médico, es-
tén acosados por el estrés, el ataque cardíaco (ese «asesino silen-
cioso», dice uno de los capos) o el cáncer. No sólo porque el Estado,
Hacienda y la Policía los acose, como hace más o menos con todos
nosotros. Sobre todo, porque estos hombres armados de Nueva
Jersey están cercados también por el silencio, la ambigüedad, la in-
fidelidad, el no saber, la tristeza de no ser queridos, todas las caídas
posibles de la existencia. En nuestra vida, que consideramos real,
pasa lo mismo. Nunca sabemos muy bien cuál es el argumento,
quién escribe el guión. A veces sólo podemos decir, como ellos: es-
tá bien, repartan cartas, seguimos jugando.

II. Corrupción & homeostasis

Una de las propuestas cínicas y «postmodernas» (lo sé, odiamos la


palabra) de esta serie es que la corrupción, la violencia, el crimen,
están imbricados en nosotros y no es tan malo, no es necesariamen-
te espectacular o aberrante; poseen un rostro humano y un sinfín de
matices... Tiene gracia que Los Soprano se corresponda con un mo-
mento en que America, como ellos dicen, haya expandido su poder
a todo el planeta. Recuerden aquellas primeras temporadas en que
los capítulos comienzan todavía con la imagen de las Torres Gemelas,
antes de que ese otro Tony apellidado Laden, ni mejor ni peor que el
nuestro, moral y a la vez despiadado, decidiese dar un golpe de mano
en el equilibrio mundial entre las bandas. Cierto, una de las lecciones
políticas de Los Soprano es que el mundo está «balcanizado» y siempre
se dilucida entre bandas. ¿Quién, qué nación o intelectual se atreve a
ser independiente de ellas? Estaría obligado a afrontar el desierto del
exterior en solitario, a escuchar la existencia. No está claro que nues-
tro entrañable Tony, por lo demás todo un hombre, se atreva a tanto.
De cualquier manera, este costumbrismo italianizante nos acos-
tumbra. Jamás comen otra cosa que no sean platos italianos... y
se pasan el día comiendo. No quieren casar a sus hijos con judíos,
odian a los negros. Los criminales son gente como nosotros: luego,

45
nosotros somos como ellos. En este punto, Los Soprano conecta de
manera muy moderna con la línea general de adaptación al re-
lativismo moral que impera desde hace un tiempo. No hay ya nin-
guna zona que separe el bien del mal, lo moral de lo inmoral, lo le-
gal de lo ilegal. No sólo el entorno de Tony reproduce todos los
matices morales, económicos y existenciales del cuerpo social en-
tero, con una división de papeles donde conviene no confundir quién
es quién. Además, la sociedad bienpensante que los rodea, inclui-
da la policía, no deja de mezclarse con ellos, interactuar y hacer ne-
gocios con ellos, a veces sin saber muy bien con quién están tratan-
do. Como tampoco lo sabemos nosotros, pues cualquiera de ellos
nos recuerda a algunos de nuestros jefes, a algún pariente cercano,
a personajes que conocemos.
Aunque, claro, siempre nos podemos preguntar, ¿por qué no ex-
tender esta saludable lasitud moral, más allá de la entrañable co-
munidad italoamericana, a toda la estirpe de los hasta ayer conside-
rados criminales? Al magma de Al Qaeda, a los proxenetas rusos en
Inglaterra, a los estafadores piramidales de Wall Street, a los banque-
ros, a nuestros desvergonzados políticos multimillonarios... Y algu-
nos de ellos tienen su épica, sin duda. En efecto, la corrupción no es
separable del orden social como el agua del aceite. ¿Acaso Tony Blair
es más inocente que Tony Soprano? No lo parece; incluso podemos
ver más humano, hasta un poco poeta, al segundo. Tony Soprano
porta armas, el otro Tony no. Pero, insisto, el problema no está en
las armas, sino en los ojos de los hombres. Y en este punto nuestro
Tony es un pardillo. Al menos en esta ficción, el jefe de la Familia
mira al rostro de los otros. Y el otro Tony no, sólo atiende a encues-
tas electorales, masas vociferantes, temas estrella y pantallas azules.
Francamente, da más miedo el británico.
Hagamos entonces, decía, una auténtica deconstrucción de nues-
tras aversiones de ayer, rehabilitemos a traficantes kosovares y
asesinos de Black Water y veamos cómo el mundo se expande. Con
él, según se dice en ciertos ámbitos, veremos también nuevas posi-
bilidades de mercado. Pero tal vez los realizadores de Los Soprano
tienen intenciones políticas más modestas, o más cómplices. Mos-
trando las peripecias de un grupo de italoamericanos armados
al norte de Nueva York parece que el resto, periodistas, políticos

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municipales, escritores y profesores de filosofía, resultamos absuel-
tos. En The nickel ride, en Fat city, en Delitos y faltas (¿recuerdan, pasa-
ron por allí?) la metafísica, y la ambivalencia moral del crimen, era
un poco más atrevida. Por no hablar otra vez de Dostoievski. Cla-
ro que el control serial de la televisión exige también mensajes más
diluidos. Por ejemplo, ¿cómo se podría mantener el proyectil «te
quiero», o «te odio», en 86 episodios?
Junto con alguna otra, nuestra serie tuvo una de sus claves en
una elegante alianza de sentimiento y brutalidad, de violencia y sen-
timentalidad, mezclando de paso el calor mediterráneo y el mito
de América. En realidad, Los Soprano no dejan nunca de represen-
tar una alegoría de la corrupción media que invade Occidente, sólo
que, en este caso, liberando el polo prohibido (no tan prohibido) de
la violencia. No es muy distinto, sin ir más lejos, el abuso de poder
en el medio universitario, antes y después de Bolonia. Recuerden
esa feudalización de las relaciones, las prebendas, las promesas cum-
plidas e incumplidas, la coacción, las bandas, las servidumbres de
todo tipo, también sexuales... A diferencia de nosotros, ellos, sin
embargo, no tienen reparos en acudir al crimen cuando la situación
lo requiere. Y eso nos reconforta.
En resumen, Los Soprano podría tener un doble efecto psicológi-
co y político. De un lado, la serie viene a decir: la mejor prueba de
que nosotros no somos unos corruptos es que existen los gánste-
res y que nosotros no somos así, no ejercemos la violencia física,
no matamos. Necesitamos saber que se le puede machacar la cabe-
za impunemente a una chica de veinte años para sentirnos mejores,
para confirmar que no nos va tan mal. Una vez más, en esta época
de definición digital, la grosería analógica de lo físico (igual que en
el campo del maltrato doméstico) se convierte en prueba irrefuta-
ble de agresión. Por otro lado, como toda la violencia televisiva, la
serie nos permite sublimar nuestra sed de sangre, la que nos fal-
ta. Permite la liberación de lo reprimido, del odio que llevamos den-
tro por todo lo que no ha ocurrido entre nosotros debido al hecho
de ser civilizados y tener escrúpulos. Tony también los tiene, eso le
hace cercano, pero lejos de nuestro miedo cobarde a lo ilegal, de
nuestra fe en la Democracia y con una moral bastante más laxa. De
alguna manera, el éxito de esta serie «de culto» es que nos retrata

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idealmente en los estratos más altos. En verdad, sería estupendo
que nuestras mafias oficiales fueran tan interesantes, aunque esto
le segase la hierba a los dramas televisivos.
Igual que en nuestras bandas medias de poder, en Los Soprano ca-
si nadie es bueno, casi nadie es malo. Lo que está organizado, de un
modo familiar, es la neutralidad. «Si quieres participar en el espec-
táculo, cincuenta dólares y una mamada», dice a las chicas candi-
datas el matón que vigila uno de los garitos. A ver, que me lo expli-
quen: ¿qué es lo que «hace serie» aquí, qué es lo que nos engancha en
este tipo de escenas? O bien la situación nos impacta por lo marcia-
na que es, al no tener ninguna relación con nuestra cotidianidad; o
bien, por el contrario, nos hace gracia porque sólo lleva al extremo
los peajes que pagamos en nuestros diversos escenarios. Me inclino
por esto último, o por una indecisa combinación de ambas posibi-
lidades. ¿No es esa frase una forma grosera de decir lo que oímos por
todas partes, sea en la sacrosanta Empresa o en la Universidad? En-
tre nosotros todo gira en torno a un automatismo cuyo motor sólo
secundariamente es el dinero. En el primer plano late la adherencia
de lo social y el laberinto intrincado del poder, esa necesidad de estar
dentro. En suma, el temor a estar solo, a ser un marginal, y la adhe-
sión gregaria que esto provoca en torno a la eficacia de algunos car-
gos. El grupo de Tony discurre, igual que nuestros medios, según la
lógica de la indiferencia organizada. Como decía Nietzsche, cuatro
no se ríen si un quinto no pierde un dedo. En cierto modo, el jura-
mento de la familia Soprano es la cultura del miedo, el miedo a lo
que hay afuera: las bandas rivales, la infidelidad, los negros, los his-
panos, la pobreza, la poli. Ellos, naturalmente, son conservadores,
sin que les falte un punto de invención, de novedad diaria. ¿Qué pen-
saría Obama de esta serie? ¿Y Michael Moore?

III. Regulando el tiempo

Me había olvidado de decirlo: Los Soprano no funciona si no tienes


costumbre de ver la televisión. La adicción es el modelo de
las series, enganchar al espectador dentro de una sociedad a su vez
enganchada hasta las cejas. Es aquí donde algunos tenemos algún

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problema, fílmico, moral y político. Es normal, se me ocurre, que
después de tan continuado éxito, los responsables no supieran muy
bien cómo terminar la serie y los críticos dopados con las dosis regu-
lares reconozcan que el último capítulo les supo a poco. Igual que la
publicidad corta los telefilmes, para reiniciarlos después de una visita
a la nevera, así los capítulos terminan, dejándonos en suspenso hasta
la siguiente entrega. No es casual que lo serial sea un invento
moderno. Se corresponde punto por punto con el pánico de nuestra
sociedad al tiempo sin regular, a la vida sin organizar, a la sorpresa
que nos puede dañar. Dándole forma espectacular al exterior, las
series —ya sean de coches o de telefilms— garantizan la homogenei-
dad interior del tiempo, ayudan a regular las horas en nuestro monas-
terio global. En este aspecto, con su energética presencia, Tony
Soprano y los suyos trabajan para nuestra empresa general de segu-
ridad. El ocio que nos sirven en el nido de nuestro retiro, con una
imagen peligrosa de la vida, debe hacer más llevadero volver mañana
al trabajo. La oficina, el Tour de Francia: la alternancia funciona para
que, por en medio, no se cuele nada.
Empresa continua fundida con la vida cotidiana, la comida, las
bromas y los afectos, Los Soprano son también significativos de la sim-
biosis entre el capitalismo puro (según Weber, éste habría nacido de
la superación del afán salvaje de lucro) y la protección cálida, la ayuda
mutua que brinda una comunidad. En tal sentido, la serie se adelan-
ta a este capitalismo popular que ha triunfado por doquier, de Barce-
lona a Miami. La creación de David Chase se regodea en el crimen
con rostro humano que constituye la norma de nuestro mundo de-
construido. Todo es aquí de guante blanco, policías y ladrones, como
corresponde al mundo desarrollado donde agonizamos. En él la impu-
nidad es otra de las constantes del poder, como si el único freno a su
abuso estructural fuera la conciencia, esta moda de la ética, nuestro
hastío o nuestro buen gusto. Efectivamente, la desaparición del Esta-
do, la impunidad de las cien formas de maltrato en esta complejidad
nuestra, es algo infinito. Aunque, hay que decirlo, nos gustaría escu-
char de vez en cuando que la justicia existe, que la policía existe, y co-
mo todo ese entramado legal subsiste ahora profundamente corrup-
to, Tony Soprano se ve obligado a debates morales consigo mismo
que antes un hampón se ahorraría. No hay ganancia sin pérdida.

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No estoy muy seguro, pero es como si Tony exigiese a su entor-
no lo que aquel policía de Días contados: que el rival reconozca sola-
mente que también él tiene miedo. Todo el mundo debe tener mie-
do, conciencia de los límites. Y es esa carencia lo que para él hace
repugnante a su primo Ralph, capaz de dejar tuerto a uno de los
suyos, de matar a una joven embarazada o de ofender a una mujer
del clan. Después de ver Funny games, en fin, esa noche pudimos al
menos soñar con las armas, que no nos dan miedo. Pero Los Soprano
nos dejan en este punto indefensos. Las armas valen de poco en un
mundo donde la flexibilidad es la principal virtud.
Aléjate de los que no tienen modales, de los que son infieles, de
la violencia gratuita. Cuida a tus hijos y a tus hombres. Engaña
de vez en cuando a tu mujer, pero no la ofendas, protégela y cuídala.
Una de las moralejas de esta serie hipermoral es que hay que apren-
der a moverse en todos los terrenos, que en la corrupción y en el cri-
men también hay que distinguir a aquéllos con los que se puede ne-
gociar. Cosa que, por otra parte, es lo que hace día a día Justicia,
Hacienda y los sucesivos Ministerios de Interior en todas partes, con
sus investigaciones programadas, sus filtraciones calculadas, sus
amnistías negociadas y su protección de testigos. Con Los Soprano el
culto funciona dentro de una especie de equilibrio homeostático.
Necesitamos el crimen para saber que nosotros no somos crimina-
les, para sentirnos progresistas, seres legales. Esta alternancia episté-
mica, fondo de la alternancia política, tiene en el entorno de Tony
una estupenda variante cool. Si no, no se explica la fascinación de
tanto intelectual que no rompería un plato. Como diría Foucault,
la mejor prueba de que somos libres y progresistas es que el ham-
pa está ahí, enfrente, y que podemos analizarla, dividirla, tratarla
por partes. Al fin y al cabo, Chase y su equipo no han elegido para
nuestro recreo a una banda cualquiera. La televisión de calidad y las
series de culto funcionan en contraste con las series baratas, donde
la violencia sin matices y los efectos especiales campan a sus an-
chas. Un poco lo que decía Baudrillard con respecto a la dialéctica
entre el porno y el buen sexo. La mejor prueba de que el sexo aún
existe es que la pornografía brutal se oferta; la mejor prueba de que
la felicidad aún existe es que a alguna gente aún le va peor, como lo
demuestran día a día las noticias.

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Vuelvo sin embargo sobre un detalle que ayer podía preocupar a
algunos. El éxito de Los Soprano nos recuerda que necesitamos un
estado de excepción donde nuestras normas no funcionen, un coto
de caza donde se pueda producir la catexis. Un planeta donde se per-
mita el machismo, un campo de tiro donde se pueda dar rienda suelta
a la agresividad que reprimimos en la corrección de lo visible. En tal
sentido, esta hora televisiva de cada capítulo se asemeja un poco a la
excepción de nuestra noche urbana o de nuestra tarde de domingo,
donde se liberan los instintos cohibidos durante la semana. Hasta
cierto punto, inteligentemente modulado, Tony representa el envés
de nuestra patética impotencia. Es follador y nosotros ya no folla-
mos. Es glotón, y nosotros estamos a régimen. Puede ser brutal y
nosotros ya no podemos gritar, ni siquiera cuando nos humillan,
excepto en el fútbol y en el karaoke. No permitiremos en nuestro
entorno que alguien maltrate a su compañera, pero nos gusta saber
que esta perfección funciona frente a un mundo brutal donde esto
no es así. Sin esa brutalidad no seríamos nada. Tenemos que tratar
con ella y tolerarla, a diferencia de lo que hacemos con la «barbarie»
de las naciones exteriores, porque es la violencia de los nuestros. Ya se
sabe, los italianos, y el propio Berlusconi, son parte de la democra-
cia; tienen dinero y a veces, hasta clase. No hace falta leer a Edward
Said para adivinar aquí, en este acercamiento relajado al hampa
de Nueva Jersey, un resorte de nuestro racismo. Europa entera, la
correcta Dinamarca, la Francia culta, los intelectuales de Chicago,
todo este planeta democrático sería insoportablemente aburrido sin
creer en esta America, sin la esperanza de que cerca existe un mundo
fascinante y peligroso del cual nos separa un delgado papel de fumar.
El infierno de los otros nos hace reales.
De ahí el regusto moral de no ser como ellos, aunque se nos
parezcan mucho. Cuando Tony se indigna por la muerte brutal de
esa joven puta que está embarazada, todos acompañamos a Tony
en esa indignación. Cuando se compadece de un poli negro que han
degradado en el cuerpo por su culpa, todos sentimos el mismo
remordimiento. Tony Soprano experimenta día a día casi la misma
impotencia que nosotros. Su hijo se ha vuelto incomprensible y sos-
pechoso; su hija entiende los poemas de Frost, pero a cambio los chi-
cos le parten con frecuencia el corazón; la amiga de Meadow se

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deprime, su novio judío la deja sin contemplaciones, por ser «dema-
siado negativa». Uno de los momentos más violentos que he visto en
la serie es cuando el novio le dice a Meadow que la abandona, sin
apenas mirarla, sin apenas explicarle nada. Y ella consiente, en vez
de partirle la cara, como si la escena fuese normal. De hecho, demos-
trando la complicidad interna de nuestra alternancia, la hija de los
Soprano acabará apoyando organizaciones humanitarias.
Los subordinados de Tony meten la pata cada dos por tres. Él
tiene crisis de ansiedad, como nosotros. El Estado le persigue, como
a nosotros. Tony representa la deconstrucción en el campo del cri-
men y Derrida no podría sentirse muy frustrado al seguir estas entre-
gas. Además, ¿nuestra vida no es ya por entregas? Te quieren a plazos,
no sólo en el banco; te maltratan a ratos, no sólo en el parque de
atracciones; te diviertes en franjas horarias separadas; te contratan a
tiempo parcial. Sueñas solamente con tapar agujeros. Entre las horas
extras y la amenaza del paro apenas tienes término medio. Vives de
cualquier manera excepto con una continuidad que naciese de tus
límites, de tu experiencia. Propiamente hablando, ya no hay experien-
cia, sino «experiencias» sectoriales, a veces a buen precio. Así esta
serie, continua y discontinua a la vez, se acopla muy bien a nuestra
vida por entregas. Digamos que hace que nuestra vida a plazos sea
más llevadera, más normal. Si Tony, que es todo un hombre, vive con-
tinuamente interrumpido y tiene que visitar al psiquiatra, ¿de qué
vamos a quejarnos nosotros?
Hay que reconocer que, para ser televisión, Los Soprano no está
mal. Aunque, por favor, hace falta también una imagen muy pobre
de la historia del cine (ignorar Ordet, The outrage, Providence, Accatone,
Los olvidados, Madre e hijo) para considerar a esta serie como una
parte de la historia del cine, de un cine «de primera». Los Soprano
es parte del encierro doméstico, de este toque de queda tardomo-
derno. Es parte también de una televisión que, precisamente, no tie-
ne historia porque el impacto de cada logro está superado por el ín-
dice de audiencia del siguiente.
Esta visión tópica de los italianos, francamente, es un poco yan-
qui, además de televisiva. Siempre les vemos comiendo (nunca caldo
gallego), haciendo negocios, calculando, cumpliendo ceremoniales,
retándose... ¿Y bien? Sólo la gente que ha perdido la naturaleza y vive

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en el mundo de la «cultura» puede sentir una continua fascinación
por este guión. Está bien hecho, discurre cargado de matices, de per-
sonajes no maniqueístas. Pero, en suma, tiene el defecto de la tele:
la vida, para quien no la tiene asegurada, es demasiado intensa
y corta para atender a esta oferta por entregas. Pensando en esta
experiencia mortal que se decide en un momento, creo que Sokurov
dijo en algún sitio: no os dejéis robar una hora, en una hora puede
ocurrir algo crucial. Es comprensible que los realizadores de una
serie para la televisión no puedan tomar en serio este consejo. Sin
embargo, sí podemos los que hemos conseguido mantener una
buena relación con la violencia de vivir, tengamos la relación que
sea con las armas. De ahí que no consideremos a esta serie impres-
cindible. Aunque nos guste las pocas veces que estamos clavados
en casa, dicho sea de nuevo.

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Tony Soprano y nuestra simpatía por el diablo
Noël Carrol
LA ALQUIMIA ENTRE LOS INTOCABLES y la comedia de situación, entre
la acción violenta y la catástrofe sentimental, y entre la pornografía
y la domesticidad, es decir, Los Soprano, parece destilar un extraño
brebaje que gusta tanto a los críticos cultivados como a las audien-
cias populares. Pero gran parte de esta aparente paradoja desapare-
ce cuando uno comprende que la horquilla de las variaciones de
humor —del regocijo al caos y de la parodia a la furia— que admira
a la clientela de intelectuales consiste en barajar rápidamente los
géneros —las películas de gánsteres y los programas sobre crimi-
nales, la comedia y el drama familiar, la telenovela y el porno soft—
que ya son conocidos y apreciados por la audiencia general. Los So-
prano ha tomado y culminado el tema de la familia de El padrino,
adaptándolo a los formatos consagrados de la televisión. Y la tele
representa a la familia tradicional de forma insuperable porque
la familia es precisamente su codiciada audiencia, cuyas inclinacio-
nes narcisistas se ven cordialmente satisfechas con la comedia de si-
tuación y la telenovela. Yuxtaponiendo la vida familiar mundana
con la vida de la «familia del crimen», y permitiendo al mismo tiempo
que los dos términos de la comparación se den forma el uno al otro

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de maneras intuitivas (a veces cómicas, a veces inquietantes), alivia
la banalidad de la vida familiar cotidiana con una chispa de emoción,
de un modo similar a cómo una noche dedicada a ver programas
televisivos sobre criminales anima la existencia familiar real después
de la cena o, incluso, mientras.
Sin embargo, aun cuando Los Soprano no sea tan estrambótica
como podría parecer a primera vista, posee algunos rasgos tenaz-
mente anómalos que invitan a la reflexión filosófica. Tal vez, el más
extraño de ellos sea lo que podríamos llamar la «simpatía hacia
Tony», es decir, la actitud favorable que mantienen la mayoría de los
espectadores, incluso los más respetuosos de la ley, hacia el per-
sonaje central de la serie, el jefe mafioso, Tony Soprano. Lo que des-
de luego resulta extraño de esta reacción es que la mayoría de los
espectadores sentirían cualquier cosa menos preocupación y cuida-
do hacia el homólogo de Tony Soprano en la vida real; de hecho,
muchos sentirían repugnancia moral. No obstante, muchos —tal vez
la mayoría— de nosotros parecemos preocuparnos por el Tony
Soprano de la ficción, mientras detestaríamos a una persona real que
fuese igual que él. ¿Tiene esto algún sentido? ¿Cómo es posible?
Tal vez sea innecesario decirlo, pero la paradoja precedente no es
exclusiva de Los Soprano. Es un ejemplo de una paradoja más amplia,
que en ocasiones recibe el nombre de «simpatía por el diablo». El pro-
blema es básicamente cómo puede un espectador simpatizar con un
personaje de ficción por cuyo homólogo en la vida real no sentiría
más que aversión. Utilizando a Tony Soprano como nuestro particu-
lar espécimen del diablo, consideremos por qué, quizá para nuestra
propia sorpresa, nos encontramos de este lado.
Tal vez la mejor manera para empezar a desentrañar este miste-
rio sea recordar los numerosos crímenes de Tony Soprano. Es el ca-
beza de una familia criminal de Nueva Jersey que trafica con drogas y
se dedica a la prostitución, la extorsión, la usura, el blanqueo de dine-
ro, el asesinato, el soborno, el robo, la pornografía y otros crímenes
de los que ni siquiera conozco los nombres; contribuye a la corrup-
ción de policías, asambleístas, clérigos, sindicatos y varios negocios,
grandes y pequeños. Y, además, el caso de Tony Soprano no es el de
un director ejecutivo en la distancia, que presidiría sobre la crimina-
lidad a resguardo de los salpicones de sangre. Es un jefe que tiene las

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manos metidas en la masa y que se deleita, tal y como le reconoce
en una ocasión a su psiquiatra, con la descarga de adrenalina de
la violencia, la «emoción» de golpear a un hombre hasta la muerte
con sus propias manos, o de atropellar a un moroso con su coche.
En un momento dado, Tony está a punto de asfixiar a su madre con
una almohada, y también está preparado para matar a su propio tío.
Por otro lado, Tony es un incansable mujeriego y adúltero. Es un
mentiroso empedernido, deshonesto con su familia, su terapeu-
ta, sus amigos y sus amantes, por no mencionar sus enemigos y
la ley. Es un hombre de grandes apetitos. Está relacionado de un
modo íntimo con virtualmente casi todos los vicios y, en un mo-
mento u otro, parece satisfacer cada uno de ellos de manera ex-
cesiva, a veces uno a uno, a veces a dúo. Es un hombre del que la
mayoría de nosotros nos mantendríamos alejados si se acerca-
se a cualquier lugar cercano a nuestro vecindario. Pocos de noso-
tros dudarían un segundo en condenar la vida real de Tony Soprano.
Si leyésemos que ha muerto en una guerra entre bandas, no de-
rramaríamos ni una lágrima; si supiésemos que ha sido encarce-
lado y que han tirado la llave al mar, nos alegraríamos.
De ser Tony Soprano un habitante del mundo real, reacciona-
ríamos así. Sin embargo, como morador de un mundo de ficción,
llamado Los Soprano, de algún modo nos genera simpatía o, si esa
fuese una palabra demasiado fuerte en este caso, al menos provoca
en nosotros una actitud favorable.

Era fascinación

Una respuesta inicial a esta aparente paradoja es decir que sólo era
eso: mera «apariencia». De hecho, podríamos decir: realmente no
tenemos una actitud favorable hacia Tony Soprano. Es cierto que
sentimos algo hacia Tony —es más, sentimos algo bastante fuerte—
pero no es simpatía, sino fascinación. Tony es una extravagante mez-
cla entre lo exótico y lo ordinario. Es un hombre de familia atormen-
tado por las dificultades de cada día, del tipo de los que uno encon-
traría en una comedia de situación o una telenovela o, hasta cierto
punto, en la vida real. Se enfrenta a problemas de disciplina con los

59
niños, discusiones con los parientes mayores, disputas familiares de
todo tipo, riñas por la economía del hogar, enfermedades, familia-
res políticos problemáticos… Pero Tony no es un hombre de familia
normal; su negocio se desarrolla en un submundo de violencia y
deseos prohibidos que él gobierna, a menudo con gran brutalidad.
Tiene una casa de ensueño en las afueras, digna de las páginas de las
revistas femeninas más populares, pero su oficina está en un lúgubre
club de striptease: el Bada Bing!
La desconexión entre su vida familiar sin excepcionalidad al-
guna y su excepcional vida profesional es absolutamente asombrosa.
Entre otras cosas, su vida familiar parece completamente contem-
poránea y convencional, mientras que su vida profesional pare-
ce tanto una vuelta atrás a una época pasada como extraordina-
ria por su carácter transgresivo. Estos dos mundos vitales opuestos
chocan estrepitosamente.
Tony y sus compinches se pasan el día sentados planeando
asesinatos, robos y estafas, pero también cotillean sobre achaques
como los hipocondríacos que todos conocemos, usan la jerga psico-
logista y repiten como loros los eslóganes publicitarios. Obviamen-
te, leen las mismas revistas y catálogos que todos nosotros, pero
cuando los comentan entre sí con su típica cadencia de Nueva Jersey,
todo eso resulta muy extraño saliendo de sus bocas. Sin duda, es
realista. Los gánsteres en la actualidad probablemente no sean tan
aforísticos como Don Corleone. Sin embargo, resulta discordante
escuchar el lenguaje cotidiano de los consumidores saliendo de
las bocas de esos matones. Y, en casi todos los sentidos, Tony So-
prano es en sí mismo un oxímoron: un cacique despiadado con
un corazoncito para los patos.
A esto se une el tratamiento psiquiátrico de Tony. Las sesiones
con su doctora, Jennifer Melfi, encandilan. Las capas de disimulo
intencionado, autoengaño inconsciente, descripciones insuficientes
o erróneas, nudos e hipocresía que Tony pone en marcha son siste-
máticamente fascinantes; uno está continuamente comparando lo
que cuenta con aquello de lo que estamos enterados respecto de su
vida real (tal y como la conocemos). Tanto desde el punto de vista de
su vida, notablemente bifurcada y con estructura de oxímoron, como
desde el de su gimnasia mental laberíntica —a menudo resultante

60
de la depresión, pero en ocasiones también de la simple astucia—,
Tony Soprano es innegablemente un personaje fascinante, cuyos
actos nos impresionan por sus inauditas yuxtaposiciones de elemen-
tos y su continuo potencial para sorprendernos.
Sin embargo, aun cuando es verdad que nos sentimos fascina-
dos por Tony Soprano —a menudo por las razones aludidas has-
ta ahora— no parece tan fácil disipar la paradoja que nos ocupa.
Pues hay varios personajes contradictorios en Los Soprano, que tam-
bién propician reacciones de rechazo, pero que, por muy fascinan-
tes que resulten por ello, no movilizan en nosotros el tipo de acti-
tud favorable que despierta Tony.
Consideremos a Richie Aprile. Devoto del yoga, este matón
engreído, bajito y con complejo de Napoleón, es también sociopá-
tico en su brutalidad; por ejemplo, atropellando con su deportivo
—y con verdadera saña— a su anterior socio, Beansie, hasta el punto
de que éste queda paralizado de por vida. Richie puede dejar ver
la misma furia difícilmente justificable de la que hace gala Tony, y
su jerga New Age casa mal con sus juegos sexuales sado-masoquistas
con Janice, la hermana de Tony. Dada esta curiosa alquimia de atri-
butos, Richie resulta tan deslumbrante como Tony. Pero, sin duda,
ningún espectador tiene una actitud favorable hacia Richie. La se-
rie exige casi la postura contraria con respecto a él y probablemente
a todo el mundo le resulte tarea fácil adoptarla.

Deseo de satisfacción

Una manera de explicar la actitud favorable que tenemos hacia Tony


podría consistir en decir que satisface nuestros deseos más oscuros.
Tony es rabelaisiano en el dominio de sí mismo: come, folla, bebe y
fuma todo lo que quiere. Permite que su rabia salga a raudales. Le
da una buena zurra con el cinturón a un asambleísta de Jersey,
Zellman, que está en su nómina, porque el político tiene un affaire
con Irina Peltsin, una de sus antiguas goomahs. La venganza es suya
y reparte su propia versión de la justicia, sin constricciones por parte
de nadie. En su sueño, la Dra. Melfi asocia a Tony con un enorme
perro jadeante: un rottweiler. A menudo, Tony no parece sino una

61
suerte de personificación, perteneciente al linaje de Ubu Rey, del Ello
desenfrenado. Es más, parece capaz de escapar de rositas de los peo-
res crímenes y delitos, al menos en lo que respecta a la sociedad civil.
Teniendo en cuenta todo esto, se podría especular que Tony
representa la realización simbólica de nuestras fantasías repri-
midas en lo más profundo, especialmente para los varones de la
audiencia. Desean comportarse de manera tan incontrolada co-
mo Tony. En la medida en que representa sus sueños, le dan el apro-
bado. Esa sería la base de nuestra actitud favorable hacia Tony.
Nuestra simpatía por él no representaría sino nuestro amor egoís-
ta hacia nuestro propio ego. Tenemos una actitud favorable hacia
Tony porque actualiza, aunque sea en el terreno de la ficción, el
tipo de abandono que queremos para nosotros mismos: la capa-
cidad de perseguir nuestros deseos sin constricción y, en gran
medida, impunemente.
Sin embargo, ésta es una estrategia poco prometedora a la hora
de explicar nuestra actitud favorable hacia Tony Soprano. Y la razón
es una con la objeción precedente a la hipótesis de la fascinación:
hay muchos personajes en el mundo de Los Soprano que se compor-
tan tan gratuitamente como Tony, si no más, pero no los consi-
deramos de modo favorable, mientras que a Tony sí. Ralph Cifereto,
el psicópata que hereda la zona de influencia de Richie Aprile, es al
menos tan incontinente como Tony. Sin embargo, no sentimos
ninguna inclinación positiva hacia él. Siempre resulta amenazador.
Su humor es siempre más malvado que divertido. Al igual que Tony,
no se priva de nada, pero cuando golpea a Tracy, su novia emba-
razada, hasta matarla, la audiencia le odia. Pecar, al menos cuando
es Ralph quien lo lleva a cabo, no es un camino hacia nuestros co-
razones. De manera coherente, se supone que lo consideramos con
desdén, desconfianza y desaprobación, y lo hacemos de buena ga-
na. Ralph es una imagen tan bien definida como Tony de las fuer-
zas oscuras de la psique. No obstante, ningún espectador normal
siente un indicio de compasión hacia Ralph. Por tanto, nuestra ac-
titud favorable hacia Tony no puede ser explicada simplemente
por el carácter transgresivo de su personalidad.

62
Identificación
Sin duda, la hipótesis de que Tony pueda funcionar como una fanta-
sía que satisface nuestros deseos puede traer a la cabeza la idea, di-
ferente pero relacionada, de que tenemos una actitud favorable ha-
cia Tony es porque nos identificamos con él. En la medida en que
Tony es una figura de aquello en lo que uno desea convertirse, uno
todavía no es, por definición, idéntico a él. Tony ha de ser distin-
to a nosotros para satisfacer nuestros deseos. Pero, podría sugerir-
se, nuestro nexo con Tony no se establece por aquello en lo que
queremos convertirnos, sino por aquello que ya somos.
Especialmente en lo que respecta al lado cotidiano de la exis-
tencia de Tony, muchos de nosotros podemos reconocer nuestra
vida en la suya —calentadores de agua rotos, hijos rebeldes o que se
portan mal, parientes ancianos, tensiones maritales, familiares
políticos autoritarios, y así sucesivamente—. Como muchos de no-
sotros, Tony se encuentra —para su desgracia— en un mundo en
el que las reglas con las que creció están cambiando rápidamente.
Muchas de sus quejas —por ejemplo, sobre los colegios de sus hijos
o sobre la autoindulgencia de la generación de éstos— podrían ser
nuestras quejas. Partiendo de estos y de otros puntos tangenciales
entre nosotros y Tony, podría defenderse que nos identificamos
con él, que nos vemos a nosotros mismos, en algún sentido, como
idénticos a él. Y si nos identificamos con él, entonces, podría obser-
varse, nuestra actitud favorable hacia Tony se seguiría de forma bas-
tante simple de la parcialidad hacia nosotros mismos.
Entendido de una determinada manera, parece obvio que la su-
gerencia de que nos identificamos con Tony Soprano es absurda.
Pues, por muchas similitudes que haya entre un miembro de la
audiencia y Tony, ninguno es literalmente idéntico a él, ni, y tal vez
esto sea lo más importante, tampoco se consideran a sí mismos
como idénticos a él. A menudo, por ejemplo, nos sentimos horro-
rizados por las mismas acciones que a Tony le entusiasman.
Es más, llevando el argumento hasta su extremo lógico, supo-
nerse idéntico a Tony sería exponerse a la siguiente paradoja: si
me creyese Tony Soprano, eso implicaría que podría encontrarme
conmigo mismo (es decir, en este caso, con Noël Carrol): pero sé que

63
es lógicamente imposible encontrarse con uno mismo. Así, la identifi-
cación no puede explicar la actitud favorable que tenemos hacia Tony
porque la identificación estricta parece un estado mental inadmisible1.
Pero, tal vez, cuando la gente afirma que se identifica con Tony
Soprano y otros personajes de ficción, están pensando en una no-
ción menos estricta de identificación. No se consideran idénticos a
esos personajes en todos los sentidos, sino sólo en algunos. No se
imaginan siendo Tony Soprano, sino tan sólo en ocasiones sintien-
do o deseando como él. Este estado imaginativo es aspectual2.
Cuando Tony quiere venganza, nos imaginamos en su lugar y que-
remos igualmente venganza; cuando desea matar a su madre, adop-
tamos su furia asesina; cuando se exaspera por las pataletas de Gloria
Trillo, nosotros también lo hacemos. Igualmente, la increíble estupi-
dez de Jackie Junior nos parece tan frustrante como a Tony. Y, en la
medida en que imaginamos nuestros sentimientos similares a los de
Tony, estamos dispuestos a considerar sus sentimientos tan positi-
vamente como consideramos los nuestros. Y esto, claro, contribuye
a nuestra actitud favorable hacia Tony.
Aunque esta versión de la noción de identificación parece menos
problemática que su predecesora, no estoy convencido de que sea
plausible, pues también tiene consecuencias desafortunadas. Si ima-
gino sentir lo que Tony siente, si Tony se encapricha con alguien,
digamos con Valentina La Paz, entonces tendré que imaginarme que
estoy encaprichándome de ella. Pero, en ese caso, ¿no estaría celoso
de Tony y querría que su affaire fuese mal? Sin embargo, no lo estoy.
Así que no puede ser eso lo que sucede, que yo esté imaginando
tener los mismos sentimientos que Tony. A decir verdad, defendería
que lo que siento es considerablemente diferente de lo que siente
Tony. El objeto de su estado emocional es Valentina, mientras que
los objetos de mi estado, conjeturo, son Tony y Valentina, sin estar
encaprichado de ninguno de los dos y a los que deseo el bien.
1
Para un análisis de las objeciones a la noción de identificación estricta, véase: Richard
Wollheim, The Thread of Life, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1984;
y Noël Carrol, The Philosophy of Horror, Nueva York, Routledge, 1990.
2
La idea de la identificación aspectual está desarrollada por Berys Gaut en su «Identifi-
cation and Emotion in Narrative Film», en Passionate Views: Film, Cognition, and Emotion,
editado por Carl Plantinga y Gregg M. Smith, Baltimore, John Hopkins University Press,
1999, pp. 200-216.

64
Y no es el encaprichamiento el único estado de ánimo en el que
la concepción aspectual de la identificación está cogida por los pelos.
Si Tony quiere alguna cuenta de «negocios», entonces yo también
debería desearla. Pero eso nos convertiría en competidores y enton-
ces debería desear que los esfuerzos de mi rival se fuesen al garete.
Sin embargo, no lo hago. Es más, si poseyese el particular deseo de
venganza de Tony, ¿no tendría que molestarme que sea él, en lu-
gar de yo mismo, el que pueda imponer la violencia sobre su obje-
to? Pero no es así como se sienten la mayoría de los fans de Los
Soprano; en efecto, sospecharíamos que a alguien que reacciona
así ante Tony le falta un tornillo. Así que este modelo de nuestras
respuestas a Tony no es adecuado.
Las audiencias no pueden estar identificándose con Tony si
entendemos por identificación que están aspectualmente imaginán-
dose tener los mismos sentimientos y motivaciones que Tony. Y si
no pueden estar identificándose con Tony, ya que el proceso mismo
parece conllevar dudosas implicaciones, entonces la identificación
no puede explicar nuestra actitud favorable hacia Tony Soprano.
Desde luego, se me podría acusar de estar tomando la noción de
identificación de un modo demasiado literal. Pero si no tiene por
objeto modelar nuestras relaciones con las emociones y deseos de
los personajes, ¿de qué identidades se trata aquí? Sin duda, si el pro-
ceso se llama identificación, tiene que tener alguna dimensión de
congruencia. Y uno pensaría que la línea de correlación más proba-
ble sería la relacionada con los deseos, sentimientos, motivaciones y
emociones compartidas. Pero, como hemos visto, en un número sig-
nificativo de casos, postular la identificación a lo largo de estas líneas
tiene resultados inaceptables.
Tal vez se dirá que, por extraño que resulte, la identificación no
tiene nada que ver con la identidad. Quizá lo único que la gente
quiera decir cuando dice que se identifica con un personaje es que
simpatiza con él. Si bien dudo que en efecto la gente tenga en men-
te una noción tan débil. Si eso es todo lo que significa la identifica-
ción, entonces no nos ayudará a dar cuenta de por qué tenemos una
actitud favorable hacia Tony ya que, en esta interpretación, decir
que la gente se identifica con él no significa más que el hecho de que
tiene una actitud favorable hacia él. Es decir, que a tenor de un

65
razonamiento tan simplificado, la identificación no tendría po-
der explicativo alguno: sería meramente una manera de redescribir
lo que ya nos tenía desconcertados.

Paradoja resuelta

Aun cuando he afirmado que no nos identificamos con Tony Sopra-


no (o, en realidad, con ningún otro personaje de ficción), es evidente
que sentimos algún tipo de afinidad con él. Con el fin de evitar las
implicaciones adversas del concepto de identificación, digamos
que estamos aliados con Tony Soprano. Esto, desde luego, no expli-
ca por qué tenemos una actitud favorable hacia él. Sin embargo, tal
vez sugiera el modo de elaborar una solución. Preguntémonos
por qué nos parece que Tony Soprano sería un aliado apropiado.
¿Por qué formaríamos una alianza con él? Si podemos contestar a
estas preguntas, tal vez podamos estar en disposición de explicar
nuestra actitud favorable hacia él.
Hablar de formar una alianza con Tony podría sonar raro. ¿Qué
ciudadano respetuoso de la ley y en su sano juicio contemplaría es-
tar aliado con Tony? Bien, probablemente ninguno, si estamos ha-
blando del homólogo de Tony en el mundo real. Pero la alianza que
proponemos no es con un jefe mafioso real, sino con el Tony So-
prano de la ficción, habitante de un mundo de ficción único. Es
más, cuando miramos la estructura moral de ese mundo de ficción,
me parece que Tony es el candidato con más posibilidades o, al
menos, uno de los que más posibilidades tiene de provocar una
alianza con el espectador, dada la selección completa de perso-
najes tal y como están retratados en la serie, y no precisamente
porque Tony sea el más fuerte o el más astuto. De hecho, podría
alegarse con justicia que la ventaja que nos ofrece Tony es ser uno
de los personajes más morales o, al menos, no menos moral
que otros protagonistas de la serie.
Con esto no digo que Tony sea moral, sólo que dentro de
la estructura relacional del mundo de ficción de Los Soprano,
tiene el mismo derecho o más a reivindicar su moralidad que
cualquiera de los mafiosos a los que estamos exhaustivamente

66
expuestos3. Comparado con otros mafiosos, en particular con los
más maniacos (como Ralph, Richie, Paulie o Furio), Tony parece re-
lativamente menos imprevisible y sádico, y más juicioso y con más
conciencia social. Dentro de los límites del código de la mafia, pa-
rece ser el gánster más justo (no por completo justo, pero sí relati-
vamente justo) y es capaz de compasión (aún cuando ésta no esté
totalmente desarrollada).
Además, en la serie la ley no se representa como un contrapun-
to moralmente positivo. Virtualmente todos los policías de Nueva
Jersey (excepto uno) con los que nos encontramos son corruptos
—están en el ajo—, al igual que el asambleísta del Estado. Los agen-
tes del FBI no son abiertamente sobornables, pero el lado que vemos
de ellos no es inequívoco en sentido moral. No les vemos prote-
giendo a los débiles y los inocentes. Los vemos tratando de chanta-
jear a delincuentes como Adriana La Cerva y Big Pussy Bonpensiero
para que espíen a sus amigos y seres queridos; y les vemos instalan-
do un sistema de escucha en la casa de Tony. Más que ser testigos de
las acciones heroicas del FBI, los encontramos envueltos en subter-
fugios turbios e indecorosos que a muchos podrían parecerles intru-
siones cuestionables en la esfera privada, si no ilegales, al menos sí
intuitivamente inmorales, tal vez rayando el abuso de poder. Están,
en otras palabras, representados de tal manera que parecen compro-
metidos y faltos de escrúpulos, y en ningún caso esto se ve compen-
sado al mostrárnoslos como francos representantes de la justicia.
Otros representantes de la autoridad moral también aparecen
de modo deslustrado. A los líderes del movimiento por los dere-
chos civiles de los negros nos los muestran conchabados con la ma-
fia, traicionando a su propia gente (algo que Tony nunca haría). Los
curas católicos que encontramos son hipócritas, pues aceptan de
buena gana alimentarse del comedero de la mafia. En efecto, la hi-
pocresía de uno u otro tipo es uno de los rasgos que marca a la mayo-
ría de los «civiles» que reciben la suficiente atención en Los Soprano.

3
La importancia de la posición moral relativa de los personajes al provocar la afiliación de
las audiencias fue presentada en mi «Toward a Theory of Film Suspense», que está en la
antología de Noël Carroll, Theorizing the Moving Image, Nueva York, Cambridge University
Press, 1996. Ese enfoque está también desarrollado en Murray Smith, «Gangsters, Canni-
bals, Aesthetes or Apparently Perverse Allegiances» en Passionate Views, op.cit., pp. 217-238.

67
Es más, muchos de los que sufren la ira de Tony se la han bus-
cado ellos mismos: Davey Scatino por apostar más allá de sus posi-
bilidades, a pesar de los avisos de Tony; y Shlomo Teittleman al in-
tentar incumplir su trato con Tony.
En los casos importantes, Tony es más el ofendido que el ofensor:
nadie se merece una madre tan manipuladora y envenenadora como
Livia, cuya tocaya es un personaje maquinador de Yo, Claudio4. Su her-
mana Janice ha heredado de su madre toda su astucia baja y maléfica
y si no causa tanto daño como Tony es sólo porque su escenario de
operaciones es mucho menor. Uno piensa que si Janice estuviese en la
posición de Tony, sería mucho más peligrosa. Tony tampoco es moral-
mente inferior a su tío Junior: es Junior el que conspira contra la vi-
da de Tony y no al revés. En algunos aspectos, aunque Tony sería el
último en aceptar este alegato, Tony es una víctima y, aunque esto di-
fícilmente le exculpe, sí mueve un ápice la balanza en el sentido mo-
ral. Desde luego, Tony debería saber lo que le conviene y el hecho de
que haya heredado su papel criminal no le exonera, pero sí le gran-
jea en cierta medida una leve disculpa.
Además, Tony sí posee ciertos caracteres morales positivos. Es leal
a sus amigos y familia, incluyendo a su sobrino —hasta que decide…
bueno, ya saben— a quien inscribe en un programa de desintoxicación
por la fuerza. Tony hace un esfuerzo serio por ser un buen padre y
piensa y hace planes sobre una vida mejor para sus hijos, libre de cual-
quier mácula mafiosa. Juega según las reglas; y aun cuando esas reglas
son las de una sociedad criminal, es innegable que Tony es concien-
zudo. Tiene sentido de la justicia: no en su aspecto legal, claro, pero sí
en el de dar a la gente lo que se merece dentro de los límites de un
código particular al que ha prestado juramento. Y agoniza ante las
distintas lealtades en conflicto que tiran de él en direcciones opuestas.
En definitiva, Tony tiene algunas virtudes que, sin sonrojarnos, podría-
mos denominar morales, además de otras virtudes no morales como
la fuerza bruta, la sagacidad y una brillante inteligencia estratégica.
En el mundo de Los Soprano, Tony está lejos de ser el peor perso-
naje5. Desde luego, hay personajes de los que sabemos demasiado
4
«Appendix B» en David Lavery, ed., This Thing of Ours: Investigating the Sopranos, Nueva
York, Columbia University Press, 2002, p. 245.
5
Nuestra estimación moral de Tony Soprano también se beneficia de lo que podríamos

68
poco como para compararlos con Tony en el plano moral, y otros
no permiten la comparación porque son demasiado secundarios,
como Barbara, la otra hermana de Tony. Pero, en su mayor parte,
cuando situamos a Tony Soprano en el elenco de los personajes re-
levantes de la serie, resulta ser uno de los más íntegros, moralmen-
te hablando. Esto no desmiente que Tony Soprano sea moralmente
cuestionable, simplemente sugiere que, entre la selección de perso-
najes éticamente deficientes, es uno de los menos deplorables.
Hay una broma, cuya variante abreviada cuenta Hesh en la fiesta
tras el funeral de Livia, que ilustra la posición de Tony en el mundo
de Los Soprano. La versión completa dice así:

Ya que el pueblo no tenía rabino, sus habitantes contrataron a uno de otro


pueblo para oficiar la última ceremonia de Moshe. Al final del oficio, el
rabino dijo: «como no soy de este pueblo, puedo decir muy poco sobre la
vida de este hombre. Así que me gustaría que alguien de este shettl nos
hablase de las buenas obras de Moshe». A la frase le siguió un silencio atro-
nador. El rabino repitió su petición sin resultados. Finalmente dijo: «Creo
que no me están entendiendo; no nos iremos de aquí hasta que alguien di-
ga algo bueno de Moshe». Al final un viejo se levantó y propuso lo siguiente:
«Conocí a su hermano. Era peor».

Sostengo que así es como Tony figura en la economía moral de


Los Soprano. De la mayoría de los personajes relevantes de este
universo de ficción se puede decir que son peores o, al menos, que
no son mejores que Tony Soprano.
Esto nos proporciona las razones de nuestra buena disposición
para aliarnos con Tony. En la mayor parte de las situaciones, es ur-
gente a nivel pragmático aliarnos con aquéllos que evaluamos ser
los más morales. Es una cuestión de simple prudencia. Las personas
que estimamos ser más morales son las más seguras a la hora de
interactuar con ellas, las más dignas de confianza, las más fiables.
Aliarse con el agente más moral disponible es una suerte de seguro.
llamar el fenómeno «ojos que no ven, corazón que no siente». Es decir, no se nos enseñan
muchas de las repercusiones a largo plazo de las actividades criminales de Tony y, en con-
secuencia, no los contamos en nuestro cómputo moral. No vemos cómo su estafa con las
tarjetas de teléfono ha podido de hecho quitarle el alimento a una familia inmigrante con
niños desnutridos. Este fenómeno, desde luego, está relacionado con el hecho de que gran
parte de la serie está narrada desde el punto de vista de Tony, en el sentido de que ignora
una parte considerable de la destrucción que en última instancia generan sus acciones.

69
Son nuestra mejor apuesta para garantizar relaciones recíprocas de
intercambio6 y de trato justo. Tony no es un hombre moral en un
sentido absoluto, pero en la medida en que los otros personajes de
Los Soprano son peores, Tony es un candidato natural para la solida-
ridad7. Por lo tanto, la actitud favorable que brindamos a Tony es
un resultado del hecho de que nos hayamos aliado con él. Y nos alia-
mos con él porque en el mundo de ficción de Los Soprano las alianzas
alternativas serían o moralmente peores o irrelevantes. Esto no
quiere decir que no nos horroricen algunos rasgos de Tony, como su
racismo, o muchas de sus acciones, incluyendo los crímenes que
perpetra. Pero en un mundo de disminuidos morales, en la medi-
da en la que constituye la aproximación más cercana a la integridad
que encontramos, nos aliamos con él.
Podría parecer contradictorio que podamos mantener una actitud
favorable hacia el personaje de Tony Soprano, mientras que no esta-
ríamos igualmente dispuestos ante su homólogo en el mundo real.
Es decir, parecemos habernos topado con la siguiente contradicción:

1. La audiencia tiene una actitud favorable hacia el Tony Soprano


de la ficción.
2. En lo relativo a los valores morales, el Tony Soprano de la ficción
es idéntico al Tony Soprano de la vida real.
3. La audiencia aborrecería moralmente a un homólogo en la vida
real de Tony Soprano (es decir, por definición, no tendrían una
actitud favorable hacia él).

Sin embargo, la contradicción que domina esta tríada de proposi-


ciones se disuelve cuando nos damos cuenta de que la segunda pro-
posición es falsa. Tony Soprano y su homólogo en el mundo real no

6
Sobre la importancia de las relaciones recíprocas de intercambio con personas ajenas a
nuestra parentela, véase Robert A. Hinde, Why Good is Good: The Sources of Morality, Nueva
York, Routledge, 2002, pp. 72-94.
7
Desde luego, podría decirse que hay otros personajes principales que están menos com-
prometidos moralmente que Tony, como su mujer Carmela y la Dra. Melfi. Carmela es
un ejemplo delicado puesto que evidentemente es cómplice de Tony y un tanto hipó-
crita. Pero, en cualquier caso, tanto Carmela como la Dra. Melfi son aliadas de Tony y,
en consecuencia, nuestra alianza putativa con ellas no entraría en conflicto con nuestra
alianza con Tony.

70
son moralmente iguales desde todos los puntos de vista porque
en comparación con el mundo de ficción de Los Soprano, Tony es
mucho más aceptable de lo que lo sería su homólogo en el mun-
do real, pues el mundo real contiene mucha más moralidad de la
que podemos encontrar en Los Soprano.
Por ejemplo, la verdadera policía, el FBI, la liga de los derechos
civiles y demás organizaciones son mucho más rectas éticamente de
cómo aparecen retratadas en Los Soprano. Un Tony Soprano no ocu-
paría la misma posición moral relativa en la vida real que la que
vemos que ostenta en la ficción. En la ficción, un mundo decaden-
te donde los haya, Tony es el mejor de entre los peores y, por tanto,
un aliado natural para el espectador, que tiene escasas opciones para
negociar. Ésa es la base de nuestra actitud favorable hacia Tony. Sin
embargo, un Tony Soprano real no supondría el mismo trato para
nosotros, dada la diferencia entre el mundo real y el de Los Soprano.
La divergencia de contextos implica que los dos Tonys no sean moral-
mente idénticos desde todos los puntos de vista. Por tanto, no hay
incongruencia en tener una actitud favorable hacia el de la ficción,
mientras uno real nos parecería moralmente despreciable. Esto es, la
simpatía hacia el Tony de la ficción es compatible con la antipatía
hacia un gánster real con las mismas propiedades intrínsecas.

Queda un problema

Aun cuando hayamos respondido a la pregunta de cómo es posi-


ble que tengamos una actitud favorable hacia el Tony Soprano de la
ficción, nuestra respuesta puede haber provocado otra pregunta:
¿es permisible moralmente para los creadores de Los Soprano pro-
ducir una ficción que provoque nuestra alianza con una criatura
como Tony? ¿No es simplemente inmoral hacer tal cosa? Podría pen-
sarse que provocar una actitud favorable hacia Tony pudiera te-
ner un efecto de transferencia en nuestros juicios sobre los crimi-
nales de la vida real.
No creo que esta inquietud deba ser tomada en serio. Para em-
pezar, incluso en lo que concierne a Los Soprano, nuestra actitud fa-
vorable hacia Tony está muy restringida. Aunque estemos aliados

71
con él en varios frentes, nuestra alianza no es incondicional. Se-
guimos sintiendo repulsión hacia muchas de las cosas que dice y
hace. Nuestra capacidad para simpatizar con Tony es limitada.
Nuestra apreciación de sus méritos relativos en su mundo decaden-
te no perjudica nuestra capacidad para indignarnos desde un punto
de vista moral con muchos de sus comportamientos criminales y ac-
titudes deficientes en el terreno ético, como el racismo o el sexismo.
Por lo tanto, hay pocas razones para temer un deslizamiento desde
nuestra valoración del Tony de la ficción a nuestros juicios sobre
los criminales del mundo real. Tal y como indican nuestras reaccio-
nes recriminatorias al Tony de la ficción, Los Soprano deja nues-
tra capacidad de indignación moral intacta en términos generales.
Tampoco creo que sea problemático el que Los Soprano ejercite
nuestro talento para calcular las mejores alianzas posibles en lo que
respecta a la moral en situaciones éticamente turbias. Sin duda al-
guna, no constituye un déficit moral el que tengamos tal mecanismo
a nuestra disposición; nos permite navegar en esas situaciones en la
vida que nos obligan a hacer lo mejor moralmente dentro de un mal
conjunto de opciones. Que Los Soprano ponga en funcionamiento
esta capacidad éticamente beneficiosa de tal modo que quizá la agu-
dice no puede considerarse como moralmente reprehensible.
Con toda probabilidad, habrá gente que estará dispuesta a aducir
que, por alentar las alianzas entre la audiencia y Tony Soprano, la
serie invita a los espectadores a emular sus acciones —las malas tanto
como cualesquiera buenas que pudiese haber—. Los Soprano debería
entonces ser condenada moralmente porque tendría consecuencias
inmorales en la forma de un comportamiento imitador vil. Pero,
desde luego, nadie está en posición de corroborar esta hipótesis.
Yo sospecho que la gente sólo está dispuesta a replicar los compor-
tamientos vistos en la pantalla que ya consideraban moralmente per-
misibles. Los espectadores normales no reproducirán lo que creen
que es un comportamiento inmoral sólo porque lo hayan visto en la
tele. Lo que el público está dispuesto a imitar de la ficción, conje-
turo, es sólo lo que ya ha juzgado aceptable desde un punto de vista
ético. Por consiguiente, si alguien imita alguna vez el comporta-
miento inmoral de Tony, considero que ya era moralmente corrupto
antes de ver la serie y no que Los Soprano lo corrompiera.

72
Y, finalmente, por el lado positivo, se podría argumentar que la
simpatía que sentimos hacia Tony Soprano contribuye al muy salu-
dable mensaje moral que promueve la serie. En una entrevista con
Peter Bogdanovich, David Chase, el creador de Los Soprano, sugiere,
aludiendo a lo que el personaje de Octave dice en la película de Re-
noir, La regla del juego, que uno de los temas principales de la serie es
que «el problema es que todo el mundo tiene sus razones»8. Esto
es: todo el mundo tiene justificaciones o explicaciones de sus accio-
nes que las legitiman (al menos en la cabeza de los agentes en cues-
tión). Pero es precisamente nuestra inclinación a vernos a nosotros
mismos siempre teniendo razón lo que hace que la vida humana esté
tan llena de lucha y sea resistente a la resolución de conflictos.
A través de ingeniosas sesiones psicoanalíticas con la Dra. Melfi
y al narrar el mundo de Los Soprano principalmente desde un punto
de vista que converge con el de Tony, Chase nos enseña que Tony
tiene sus razones, razones que se nos vuelven apremiantes en el pro-
ceso de aliarnos con él. Pero, desde luego, Tony sólo puede persistir
en sus costumbres malvadas porque tiene lo que él toma por razo-
nes que le justifican. Ése es exactamente el problema que revela Los
Soprano. Al provocar nuestra simpatía hacia Tony, Chase nos re-
cuerda lo persistente que es este problema en realidad. Chase pone
de relieve este tema puntuando estratégicamente la serie con com-
portamientos escandalosos y opiniones de Tony que nos sacuden
de nuestras simpatías hacia él y de nuestra inclinación hacia su pun-
to de vista, alertándonos así del peligro de que un entendimiento
empático pueda difuminar el mecanismo de censura moral.
En cierto modo, David Chase se ha comprometido a cuestionar
el tópico acuñado por Alexander Chase de que «comprender es per-
donar, incluso a uno mismo». Los Soprano, sobre todo en lo que res-
pecta a Tony, nos pone en situaciones que entendemos, pero que, en
última instancia, no deberíamos perdonar ni permitir a Tony que
perdone, ni tampoco perdonamos muchos de los crímenes y acti-
tudes de Tony. Pero, en la medida en que con frecuencia nos encon-
tramos aliados con Tony, a menudo prefiriendo sus razones y sus

8
Peter Bogdanovich, «Interview with David Chase», The Sopranos: The First Season, HBO
Home Video, 2001, DVD, disco 4.

73
valoraciones sobre otros personajes, nos damos cuenta de lo resba-
losa que puede ser la pendiente moral y lo fácil que podría resultar
perder el equilibrio. O, para cambiar la metáfora, al tomar nota de la
actitud favorable que Tony nos provoca, podríamos darnos cuenta
de lo sutilmente que puede desimantarse nuestra brújula. Por lo
tanto, al incitarnos a simpatizar con Tony, David Chase le da vida a
nuestra comprensión de la amenaza moral de la racionalización.

74
Los Soprano, Dios y el jodido problema del mal
Peter H. Hare
SI DIOS ES ABSOLUTAMENTE BUENO y absolutamente poderoso, ¿por
qué existe el mal en el mundo? ¿Por qué existe «toda esta mierda»?, le
pregunta Tony a la doctora Melfi. ¿Por qué permitió Dios que el que-
rido caballo de Tony, Pie-O-My, se quemara vivo? Si Dios es ilimi-
tado en cuanto a su poder, debería ser capaz de extirpar el mal, y
si es ilimitado en cuanto al bien, debería querer extirparlo. Pero no
lo hace. En consecuencia, o bien Dios parece limitado en poder o en
bondad, o bien no existe en absoluto. Éste es, según lo enuncia-
rían nuestros amigos de Nueva Jersey, «el jodido problema del mal»,
que muchos han considerado una buena razón para rechazar la
creencia teísta en Dios.
El problema se ha formulado de muchas maneras. Existe una
división básica entre quienes lo consideran un problema lógico y quie-
nes lo consideran un problema evidencial. El primer grupo piensa que
la cuestión está en saber si se puede encontrar inconsistencia lógica
en un conjunto de afirmaciones como éste: Dios existe; Dios es todo-
poderoso; Dios es infinitamente bueno; Dios lo sabe todo; el mal
existe. Tanto teístas como ateístas reconocen cada vez más que la for-
mulación lógica del problema es inadecuada y que el problema es
fundamentalmente evidencial. Se está de acuerdo en que la existencia

77
de algo de mal (¿la paliza recibida por un traficante?) es lógicamente
consistente con —incluso requerido por— la existencia de un Dios
absolutamente poderoso y absolutamente bueno. La cuestión cru-
cial es si la evidencia disponible demuestra que algunos males (¿el
daño cerebral causado por una flecha en la cabeza de un niño dis-
frazado de Guillermo Tell?) son probablemente innecesarios. ¿Aca-
so este mal gratuito (sin sentido) hace improbable, aun cuando
no lógicamente imposible, la existencia de un Dios teísta? ¿Puede
el padre Phil —con la ayuda de hermanos intelectualmente me-
jor dotados— probarle a Carmela que todo el mal del mundo es pro-
bablemente necesario?
Pero ¿cómo ha de definirse el mal? Mientras que resulta controver-
tido cómo haya de definirse el mal, los ateístas invitan a los más dotados
teólogos a definir el mal de la manera que quieran, pero a aceptar que
algo de ese mal es siempre gratuito. Sostienen que existe mal sin senti-
do en el mundo, sea cual sea la concepción del mal que se proponga.
Sin tener en cuenta cuál sea la definición del mal, tanto a teístas
como a ateístas les ha parecido útil distinguir entre mal físico y mal
moral. El mal físico consiste, por ejemplo, en el sufrimiento de Jackie
Aprile y del tío Junior provocado por sus cánceres. El mal moral con-
siste en actos viles como mentir, robar, torturar y asesinar. Un ejem-
plo especialmente gráfico es el de Tony asfixiando a Fabian Petrulio,
antiguo mafioso ahora integrado en el programa de protección de
testigos del FBI. Otros males morales consisten en rasgos de carác-
ter tales como la falsedad, el egoísmo y la crueldad —y las conse-
cuencias de esos rasgos—. Livia, la madre de Tony, tiene estos rasgos
en una abundancia tan estrafalaria que resulta divertido. Tony tam-
bién está dotado ampliamente de ellos (por ejemplo, su donjuanis-
mo con las goomahs), pero la mayoría de los espectadores piensa
que tiene más cualidades redentoras que su madre. Algunos males
no son claramente clasificables como meramente físicos o mera-
mente morales. El daño cerebral sufrido por un niño por culpa de
una flecha parece ser de ambos tipos. ¿Fue culpable el padre del niño
de negligencia por no supervisar el juego con arcos y flechas? ¿O fue
un terrible accidente del que nadie es responsable?
Cualquier intento sistemático de mostrar que todo mal es nece-
sario o justificado se ha llamado, tradicionalmente, teodicea. A pesar

78
de que, a lo largo de los siglos, se ha producido una vasta literatura
sobre las teodiceas, los argumentos básicos tienden a ser recurrentes,
con pequeñas variaciones. Los siguientes son algunos de los argu-
mentos diseñados principalmente para explicar el mal físico.

Argumento 1: consecuencia de las leyes naturales

El mal se concibe como una consecuencia inevitable de las leyes


naturales que producen resultados beneficiosos en general. Dios, por
ejemplo, creó las leyes de la fisiología humana que tienen como
efecto maligno el cáncer del tío Junior. Pero sería irracional esperar
que Dios suspendiese estas leyes fisiológicas por medio de una in-
tervención milagrosa, pues la intervención haría peligrar nuestra
fibra moral y volvería la naturaleza tan irregular que haría imposi-
ble el uso de la razón. Un gánster no sabría cuándo entrar en un
local dispuesto a pasar a mayores debido a la imprevisibilidad del
comportamiento de sus enemigos potenciales. Sin embargo, los crí-
ticos de este argumento señalan que Dios podría haber creado un
mundo con unas leyes de la fisiología humana modificadas, que hu-
biesen producido bienes similares (la habilidosa práctica del tío Ju-
nior del cunnilingus), evitando a un tiempo muchos de los males de
este mundo (posibilitando la recuperación de Jackie Aprile del cán-
cer). Incluso la ley natural preferida de Tony, «la mierda siempre
corre hacia abajo», podría verse alterada de manera que las aguas
residuales corrieran aún más rápidamente cuesta abajo y que fuesen
marcha atrás menos a menudo.

Argumento 2: castigo para el pecado

Cuando Carmela cree, erróneamente, que tiene cáncer de ovarios,


le cuenta a un cura que la enfermedad es un castigo por el pecado
de hacer la vista gorda y beneficiarse de las corruptelas de su ma-
rido. Sin embargo, parece altamente improbable que todas aqué-
llas que padecen un cáncer de ovarios —al igual que todos aquéllos
que mueren en masa en un terremoto— hayan cometido pecados

79
que merezcan tal castigo. Esta explicación ha caído en desgracia
entre los teístas más sofisticados porque presupone una cantidad
escandalosa de pecados de los que nadie tendría noticia, salvo Dios.
Es más, esta explicación entra en conflicto con la creencia en que
Dios es misericordioso. «Mi hijo está en el hospital atado a una má-
quina», le dice Ralph al padre Phil. «Nunca le hizo nada a nadie… He
hecho cosas en mi vida que no debería haber hecho. Le está hacien-
do a mi hijo pagar por ello. Así me castiga». A lo que el padre Phil
responde: «Dios es misericordioso. No castiga a la gente». Éste es el
pobre intento que lleva a cabo el cura por minar la afirmación
de Ralph, según la cuál Dios está cometiendo la terrible injusticia de
castigar a un niño inocente por los crímenes cometidos por su padre.

Argumento 3: un aviso

Los hombres han de ser sacudidos, según dice el argumento, por un


impresionante despliegue de poder para tomar conciencia de la pre-
sencia de Dios. Sin embargo, los avisos dolorosos a menudo se ma-
linterpretan. Cuando Christopher está esposado, apaleado y some-
tido a un simulacro de ejecución, «mancha los pantalones» (tal como
lo describe Adriana) al pensar que Tony ha descubierto que le pro-
porciona drogas a Meadow; cuando en realidad es Junior, y no Tony,
quien está intentando avisarle y llamarle al orden. Las calamidades
naturales, como los maremotos, son también una manera terrible-
mente inefectiva y cruel para que un ser poderoso dé a conocer su
presencia. Sin duda, un ser que es a un tiempo absolutamente bueno
y absolutamente poderoso podría diseñar una manera más fiable
—y más humana— para comunicarse con los seres humanos.

Argumento 4: todo está bien a los ojos de Dios

De acuerdo con este intento de solución, según la moralidad divina


superior el mal es una ilusión. Con el mal sucede lo mismo que con
un acorde musical: aisladamente puede sonar disonante, pero cuan-
do se lo oye en su contexto suena harmonioso. Eso es lo esencial de

80
la observación de Carmela a Janice sobre la muerte de la mujer
de Bobby Bacala: «Karen era una persona maravillosa. Estoy con-
vencida de que Dios tenía sus razones. Pero a veces no puedes no
hacerte preguntas». Los seres humanos llaman mal a un aconteci-
miento aislado, pero cuando se relaciona con todos los demás acon-
tecimientos, Dios lo llama bien. Siempre que una persona juzga que
«X es malo», se equivoca. Todo lo que los seres humanos llaman
en origen malo no es malo, sino que al final es bueno, de acuerdo
con la moralidad superior de Dios.
Probablemente, este tipo de argumento haya indignado a los críti-
cos del teísmo más que cualquier otro. La reacción de estos críticos
no es muy distinta a la de Tony con respecto a la psiquiatría: «Esta
mierda de la psiquiatría. Según parece, lo que sientes no es lo que
sientes. Y lo que no sientes es lo que te ocupa realmente». Galimatías
y más galimatías. Si en realidad no existe el mal en el mundo, enton-
ces cualquier esfuerzo por eliminar aquello que se nos presenta como
mal en nuestra existencia es necesariamente malo en sentido moral.
De igual modo, el hecho de que Dios permitiera que los seres huma-
nos estuvieran completamente engañados en cuanto a la naturaleza
del mal, sería en sí mismo el mal más terrible que hubiese podido per-
mitir. Habría sido como si en el episodio final de la temporada final
de Los Soprano hubiésemos descubierto que desde el principio Tony
había rechazado secretamente la ley de la omertà como valor. Pero la
objeción más importante ante este argumento es que el concepto de
la moralidad superior de Dios no tiene ningún sentido. Si la morali-
dad superior de Dios es por completo distinta de nuestras nociones
ordinarias, entonces esta moralidad superior carece de sentido, pues
no tenemos más nociones del bien y el mal que las ordinarias. Es como
si Tony proclamase con gran fanfarria que ha establecido una familia
mafiosa sin voto de omertà —o como si un matemático anunciase a
sus colegas que dibujó un triángulo con cuatro lados—.

Argumento 5: bien está lo que bien acaba

Los seres humanos, al ver tan sólo las consecuencias a corto plazo,
no consiguen entender que males como el hambre eventualmente

81
lleven a bienes importantes. Dios, sin embargo, al ver las consecuen-
cias a largo plazo, comprende que son lo suficientemente buenas
como para compensar los males generados en el camino. Para
Artie, cuyo restaurante es incendiado por orden de Tony, el fuego
es un mal desastroso, pero Tony ve que este mal a corto plazo lleva
a un bien mayor a largo plazo: la construcción de un restaurante
mejorado construido con el dinero del seguro. Este argumento no
afirma que el mal sea una ilusión; afirma que está justificado a lar-
go plazo, no que nuestro concepto de mal desaparezca por ello. Se
han presentado numerosas objeciones a este tipo de teodicea. Inclu-
so si fuera cierto que todos los males a corto plazo producen bienes
a largo plazo, lo único que esto probaría sería que el mundo es me-
nos malo que si todos los males a corto plazo siempre produjesen
males a largo plazo. No explicaría por qué Dios permite que exis-
tan males a corto plazo. ¿Acaso no podría haber producido los mis-
mos resultados con unos males a corto plazo menos espantosos?
Si Tony fuese un capo d’tutti capi en lugar de un simple don, seguro
que habría encontrado otra manera de evitar un ataque de la Mafia
en el restaurante. Sin duda, un Dios todopoderoso podría eliminar
muchos males a corto plazo. Al usar este argumento el teísta tiene
otra dificultad. Él o ella piensa que si fuese posible que Dios arregla-
se el mundo de modo que el mal siempre resultase en un bien a lar-
go plazo, es probable que lo hiciera. Normalmente, sin embargo, no
consideramos legítimo el paso de la posibilidad a la probabili-
dad sin una evidencia que salve esa brecha, y la evidencia que tene-
mos apunta en la otra dirección: hacia la creencia de que los males
presentes tendrán predominantemente resultados malos a largo
plazo, de que el crimen organizado acabará irremediablemente
corrompiendo a los agentes del orden público. Y ¿no sería igual-
mente legítimo ir de la mera posibilidad de que los bienes a corto
plazo traerían males a largo plazo a la probabilidad de que los bienes a
corto plazo traigan males a largo plazo? ¿De la posibilidad de que los
esfuerzos de Carmela para conseguir que Meadow sea aceptada en
una universidad de elite llevaran a males a largo plazo a la probabili-
dad de que eventualmente esto tendría consecuencias atroces?
En ocasiones, se propone una versión radical de la explicación
del mal del tipo «bien está lo que bien acaba». De acuerdo con esta

82
perspectiva, la inmortalidad compensa cualquier mal que le ocurra a
alguien en esta vida. La felicidad eterna aparece como un elemento
capaz de hacer que cualquier cantidad de sufrimiento en el camino a
ese objetivo valga la pena. Sin embargo, la vida eterna es un argu-
mento que está lejos de resultar convincente. Es como si Ralphie,
mientras golpeaba hasta la muerte a aquella stripper, embaraza-
da de su propio hijo, le hubiera dicho que su entrada en el cielo es-
taba garantizada. Tracee hubiese estado encantada de escuchar que
le esperaba un futuro tan glorioso, pero no hubiese entendido por
qué tenía que recibir esa paliza brutal para llegar a él.

Argumento 6: construcción del carácter

De acuerdo con esta perspectiva, las ásperas orillas de este mundo


son necesarias para producir seres espiritualmente relevantes. En un
mundo sin lágrimas no habría ocasión de producir el valor, la ente-
reza, la caridad y la compasión. Pero un mundo tal no las echaría de
menos, porque no los necesitaría. Un mundo tal podría parecer
bueno a primera vista, pero en realidad sería muy anodino —mucho
menos deseable que un mundo en el que existan tanto el mal como
la grandeza del crecimiento espiritual—. La doctora Melfi rechaza
rotundamente esta teodicea cuando le pregunta retóricamente a
Tony: «¿Cuánta gente tiene que morir en beneficio de tu crecimiento
personal?». Este intento de solución es simplemente inaplicable pa-
ra algunos males físicos, siendo la locura uno de los ejemplos más
convincentes. En el mejor de los casos, puede explicar sólo una
pequeña porción de mal y no puede explicar en absoluto la mutila-
ción del carácter que, en ocasiones, produce un exceso de mal, o la
aniquilación masiva de personas en los desastres naturales. Es más,
tal como sugiere Jennifer Melfi, el precio pagado por el crecimien-
to espiritual, aun cuando ocurra, es demasiado alto para ser exi-
gido justamente. La vida de siquiera uno de sus pacientes le parece
un precio injusto por el crecimiento espiritual de Tony —si cree-
mos el discutible supuesto de que Tony hubiese conseguido un cre-
cimiento espiritual genuino como paciente suyo—. Y no está cla-
ro por qué Dios, si es todopoderoso, no podría haber creado seres

83
espiritualmente relevantes desde el principio. Es tan lógicamente
imposible, eso dice la respuesta, para Dios crear un ser espiritual-
mente relevante que no ha experimentado nunca el sufrimiento,
como lo es crear una forma relajada de agita o un azote tierno. Esta
respuesta es plausible en lo que concierne a ciertas virtudes. Sería
absurdo esperar que un gánster desarrolle el valor en un mundo
sin familias mafiosas en competición y sin FBI. Pero estas virtudes
negativas no agotan el reino de lo espiritual. La posibilidad del amor,
como por ejemplo el amor de Tony por Meadow, no depende de la
existencia y consecuencias del mal. Finalmente, si el valor, la ente-
reza, la caridad, la compasión y sus semejantes son espiritualmente
tan significativas, entonces, las condiciones del mal que las promue-
ven no deberían estar mitigadas por reformas sociales, políticas o
legales. La ley anti-mafia RICO debería ser inmediatamente revo-
cada. Incluso la doctora Melfi, cuyo psiquiatra le dice que recibe un
«placer derivado» de su paciente gánster, no es partidaria de esta jus-
tificación del sufrimiento, al menos no cuando se inflige a sus pacien-
tes. De este modo, refleja el hecho de que todos tenemos valores
espirituales que colocamos por encima de aquéllos valores negativos
promovidos por condiciones extremadamente duras.

Argumento 7: depravación inherente

Habiendo considerado las soluciones más significativas propues-


tas ante el problema del mal físico, tenemos ahora que considerar las
explicaciones del mal moral. El mal moral, como ya se ha indica-
do, conlleva tanto la degradación del carácter como la imposición
de sufrimiento al prójimo. ¿Por qué permite Dios comportamien-
tos dañinos con uno mismo y con los demás? Los teístas tienen dos
soluciones principales para este problema. Una depende de los con-
ceptos específicos de una religión histórica, a saber, el Cristianis-
mo, y la otra es la solución del libre albedrío, de la que son parti-
darios todos los creyentes.
De acuerdo con una versión de la tradición cristiana, los seres
humanos son pecadores por naturaleza y merecen el castigo eterno.
«Nuestro Señor entregó a su único hijo para que sufriera» y muriese

84
en la cruz para expiar la pecaminosidad del hombre y redimirle así
de su bien merecido castigo. Ésta es la orientación que da el padre
Phil a Ralph. El comportamiento de Livia tras haber intentado, sin
éxito, que su hijo fuese asesinado, sugiere el carácter dudoso de esta
perspectiva. Llorosa, le dice a Junior: «Es mi único hijo». Sea hecho
por una madre de la Mafia, sea por Dios, la idea de sacrificar a un
hijo como bien es absurda. En efecto, son tan numerosas las dificul-
tades de esta perspectiva que ha dejado de ser una tradición domi-
nante, aunque a veces un clero menos escrupuloso intelectualmen-
te (y más centrado en las mujeres solas y la comida), como el padre
Phil, lo repite con afectación como una piedad rutinaria. El primer
punto a destacar es que las doctrinas de la encarnación, expiación y
redención, aun cuando fueran verdaderas, no tienen valor alguno
para la resolución del problema del mal. Todo lo más, concederán
una liberación agradecida del sufrimiento, pero ni siquiera constitu-
yen un comienzo de explicación al por qué existe en primer lugar. Es
más, ya se han visto las deficiencias de esta perspectiva, según la cual
el mal es un castigo para los pecados. Y, finalmente, los críticos del
teísmo señalan que permite que afloren serias dudas sobre la caren-
cia de límites de la bondad divina el decir que creó seres finitos que
son malos por naturaleza y merecen el castigo eterno. Si los seres hu-
manos son malos por naturaleza —es decir, si no tienen la posibili-
dad de elegir entre el bien y el mal—, entonces no tiene sentido decir
que merecen el castigo. Si Tony tiene razón al decir: «Has nacido en
esta mierda. Eres lo que eres», entonces es impotente de cara a actuar
de manera distinta de aquélla en la que actúa y nadie —ni siquiera
Dios— está justificado moralmente para castigarle por sus actos.

Argumento 8: libre albedrío

Casi todos los teólogos han reconocido que las dificultades de una
apelación a la depravación inherente del ser humano son tan gran-
des que hay que confiar en alguna versión de la solución del libre
albedrío para abordar el problema del mal. Una versión es esta: Dios,
siendo omnisciente, sabía que los seres humanos elegirían a veces el
mal intencionadamente si tuvieran libre albedrío, pero les concedió

85
el libre albedrío porque no hacerlo habría producido un mal mayor.
Un mundo lleno tan sólo de robots sería menos bueno que un mun-
do con personas que eligen libremente y que a veces se rebelan con-
tra la moralidad. Cuando Tony se pregunta si su vida podría haber
sido distinta en el caso de que su padre no hubiese sido un gánster
y si, en consecuencia, A. J. también está destinado a ser un gáns-
ter, la Dra. Melfi insiste en que tanto él como A. J. tienen verda-
deras opciones: en Estados Unidos son libres para elegir entre un
amplio rango de estilos de vida a pesar de su herencia familiar. Cla-
ramente, Melfi no cree que la inevitabilidad de males tales como los
implicados en el crimen organizado signifique que sea preferible
un mundo de robots sin mafia.
Sin embargo, esta versión de la solución del libre albedrío tiene
varios problemas graves:

1. Dios podría haber producido un mundo en el que el libre albe-


drío, si se usase mal, no tuviese consecuencias tan desastrosas co-
mo en el presente. O ¿acaso no podría haber creado Dios un mun-
do en el que fuese más difícil estrangular a alguien hasta matarlo?

2. Aunque habría sido lógicamente imposible para Dios garantizar


los actos buenos y libres sistemáticos por parte de los seres huma-
nos, podría haber evitado las más drásticas consecuencias de ese
mal uso de la libertad creando personas con una disposición para
actuar correctamente, aun cuando de vez en cuando eligiesen el
mal. Esto último es todo lo requerido para que exista la libertad
humana y la rebelión moral. Aunque sus padres se preocupan por
los problemas en los que se mete Meadow (su padre, cariñosa-
mente, la llama «la novia de Frankenstein»), reconocerían que la
disposición de Meadow para meterse en problemas es mucho
más débil que la disposición de muchos de los jóvenes que cono-
cen (por ejemplo, Jackie). ¿Acaso no habría podido Dios crear más
personas con disposiciones como las de Meadow? Pero no lo hizo.
Un comportamiento tal parece hacer discutible bien el poder
absoluto de Dios, bien su bondad absoluta. Resulta insuficiente
para el teísta responder que Dios no creó gente con una tenden-
cia para actuar correctamente porque eso impide al aspirante el

86
crecimiento moral en la lucha frente a grandes dificultades. Esta
respuesta ignora que el gran mal, más que causar crecimiento, a
menudo atrofia y destruye el alma humana. Sin duda, por ejem-
plo, los males del entorno mafioso tuvieron efectos atrofiantes en
las almas de Sean Gismonte y Matt Bevilaqua (alias Chip y Dale).
Desde esta perspectiva, Dios aparentemente está haciendo cosas
terribles: crea seres humanos con libre albedrío, algunos de los cua-
les crecerán espiritualmente a través del gran mal, y otros serán
completamente destruidos. ¿Cómo pueden los primeros justificar
las maneras de Dios a la vista de los segundos? El precio a pagar es
demasiado alto. Consideraríamos inmoral tentar a un alcohólico
en pleno proceso de recuperación emborrachándonos en su pre-
sencia o desafiar a alguien que sabemos que es temerario a inten-
tar una proeza imposible. Si Tony y Carmela actuaran así con sus
hijos, los consideraríamos moralmente irresponsables, si no de-
mentes: si Dios actúa así ¿por qué llamarle moral y omnisciente?

3. Dios podría mitigar un resultado particularmente terrible de


manera provisional por intervención milagrosa. Podría, por
ejemplo, haber hecho que el hombre que violó de forma horripi-
lante a la Dra. Melfi hubiera sufrido un aneurisma cerebral mien-
tras planeaba la violación. No es suficiente para el teísta contes-
tar que probablemente Dios, de hecho, interfiera a menudo para
evitar consecuencias espantosas (por ejemplo, respondiendo a las
oraciones de Carmela para devolver a Christopher de la frontera
de la muerte) sin que lo sepamos. Esta respuesta tan sólo nos ate-
rroriza al sugerir lo malo que podría haber sido el universo, pero
no ayuda en absoluto a explicar por qué no es mejor de lo que es.

4. Desde una perspectiva lógica, es posible que los seres humanos


que tienen libre albedrío eligiesen siempre hacer el mal e, inclu-
so, que un universo de personas completamente malas con libre
albedrío (por ejemplo, un mundo enteramente poblado de gáns-
teres libres o, peor incluso, un mundo enteramente poblado de
nazis libres) fuese intrínsecamente mejor que uno repleto de san-
tos robots. La absurdidad de esta consecuencia sugiere la fal-
sedad de las premisas.

87
¿No es concluyente?

En ocasiones se objeta que lo único que puede esperar cualquier


crítico es demostrar que ninguna teodicea ha resuelto todavía el
problema del mal con éxito, no que el problema sea insoluble o que
cualquier teísmo modificado esté destinado a fracasar. Siempre es
lógicamente posible que surja una nueva solución o una nueva mo-
dificación del teísmo que tenga éxito. Esta objeción tiene poca
fuerza. Nadie niega que el éxito no deja de ser una posibilidad ló-
gica para el cosmólogo religioso. La pregunta es, antes bien, ¿qué
probabilidad existe, ante el presente estado de cosas, de que el éxi-
to eventualmente acontezca? La respuesta es que no sólo no hay
evidencias en torno a la probabilidad de un éxito tal, sino que los fra-
casos repetidos, la recurrencia y acumulación de críticas, las permu-
taciones de movimientos básicos que no dan la talla, y las leves varia-
ciones de las viejas soluciones pesan en contra de la probabilidad
de lo que nadie niega que sea posible desde un punto de vista lógico.
La exigencia de un carácter definitivo o conclusivo basado en un
conocimiento exhaustivo está fuera de lugar. Si se exige efectiva-
mente un conocimiento exhaustivo, ninguna deliberación (como
la de un tribunal de justicia) llegaría nunca a una conclusión razona-
ble, esto es, una conclusión justificada más allá de toda duda razo-
nable. Exigir ese carácter conclusivo supone abdicar de la propia
responsabilidad para tomar decisiones basadas en la preponderan-
cia clara de la evidencia. Habiendo sospechado durante largo tiem-
po que Pussy era un informante del FBI, pero reacio a actuar debido
a su especial relación con él, Tony laboriosamente recoge eviden-
cias de su culpabilidad. Pero hasta que no encuentra la caja de puros
con el equipo de escucha, no concluye que Pussy efectivamente le ha
traicionado. Sospechando que Tony le está siendo infiel, Carmela
va encontrando más y más signos incriminatorios, pero hasta que
no recibe una llamada de una de sus antiguas amantes, no concluye
que es culpable. Ambas son conclusiones razonables basadas en
la clara preponderancia de la evidencia, pero en ninguno de los ca-
sos existe la certeza absoluta.
Cierto, no hay un punto lógico en el que fracasar en la búsqueda
de explicaciones convincentes para el mal requiera el abandono de

88
la creencia en Dios. No es una cuestión de todo o nada. Pero del
hecho de que la fuerza de tales fracasos no sea cuestión de todo o
nada no se sigue que la fuerza sea exclusivamente psicológica, no evi-
dencial. Lo que han demostrado los críticos de las teodiceas no es que
se haya superado cierto punto mágico en la acumulación de explica-
ciones fracasadas, sino que los fracasos son de tan gran alcance, que
la probabilidad de un éxito eventual es débil. En efecto, los ateístas
pueden aceptar una noción amplia de confirmación, de modo que
alguna evidencia (como pudieran ser la experiencia religiosa o los
informes de los médiums sobre las actividades de Pussy y Tony)
podría confirmar el teísmo como una hipótesis empírica. Pero si uno
descubre, como han hecho estos críticos, que ninguna solución pa-
ra el problema del mal triunfa, uno puede justamente concluir que
el teísmo está más desmentido que confirmado por los hechos del
mundo. Una noción amplia de confirmación, aún cuando hace al
teísmo susceptible de ser confirmado, también hace que las eviden-
cias que desmienten el mal resalten de forma obvia como mucho
más contundentes, comparadas con la débil evidencia confirmadora.

Yahweh

A veces se da por supuesto que el problema del mal puede resolverse


adoptando una de las infinitas creencias no teístas. El maniqueísmo,
por ejemplo, es una visión religiosa, casi tan antigua como el cristia-
nismo, de acuerdo con la cual dos fuerzas, una buena y otra mala, lu-
chan por el control del mundo. El satanismo está más alejado aún
del teísmo; explica el mal suponiendo que un ser maligno controla el
mundo —una Livia cósmica, tal vez, que ejercite el «poder a través
de la impotencia»—. Aunque es indudablemente posible creer en dei-
dades malignas, las «soluciones» de este tipo fracasan porque aban-
donan uno de los principios del teísmo, a saber, la creencia en que
hay sólo una deidad y que ésta es absolutamente buena. Creyendo
en otro no-teísmo, Gloria le dice a Tony que «el Buda predicó una
participación alegre en las penas del mundo». Janice degusta muchas
religiones no teístas antes de liarse con un hombre que repite con
gravedad: «Él ha resucitado», cuando no está dormido.

89
Otras pseudo-soluciones incluyen aquéllas en las que sólo hay
un Dios, una deidad considerada infinitamente buena y omnis-
ciente, pero drásticamente limitada en su poder. Si la deidad es su-
ficientemente débil, obviamente, el problema del mal no surge: no
se puede culpar a una deidad impotente. Resolver el problema de
esta manera es análogo al modo en que Carmela «resuelve» el pro-
blema de la infidelidad de su marido adoptando una definición radi-
calmente nueva de «infidelidad».
Sin embargo, en el contexto de Los Soprano hay una forma de
teísmo (¿clasificada así por error?) que es importante considerar
como método para resolver el problema del mal: el Judaísmo.
De acuerdo con ciertas interpretaciones de la teología judía, la dei-
dad es ambas cosas, moralmente buena y mala a la vez, y ni mucho
menos omnipotente. Aun cuando la existencia de una deidad con
esos rasgos presenta otros muchos desafíos evidenciales y lógicos,
ninguno de ellos correspondería con lo que he discutido más arriba
como el problema del mal. Y, sin embargo, la deidad del Antiguo Tes-
tamento resuena poderosamente en los acontecimientos y persona-
jes de Los Soprano. No soy el primero en señalar que Tony es, en
muchos sentidos la deidad del Antiguo Testamento en pequeño.
Como Tony, Yahweh es un soberano celoso y vengativo que castiga
brutalmente a aquéllos que le traicionan. Tiene el análogo divino de
los «cambios de humor» que preocupan a Carmela. La justificación
moral (o su carencia) del «azote» no difiere mucho del status moral
de las «palizas». Y la deidad pone a prueba y avisa a sus criaturas con
la misma presteza viciosa con la que los jefes mafiosos ponen a
prueba y avisan a los moradores de su mundo. Recuerden cuando
Yahweh ordenó a Abraham matar a su primogénito Isaac. ¿Acaso es
moralmente diferente ese procedimiento del simulacro de ejecu-
ción de Christopher? Y los patriarcas hebreos como Abraham disfru-
taron de las concubinas con tan pocos escrúpulos como lo hacen los
jefes de la mafia con sus goomahs. Las similitudes entre los rasgos
admirables de Tony y los de la deidad del Antiguo Testamento son
igualmente sorprendentes. Ambos son increíblemente cariñosos y
leales a los miembros de su privilegiada tribu o familia. Algunos
comentaristas mediáticos se preguntan perplejos cómo alguien con
tendencias tan violentas puede tener un atractivo tan fuerte y tan

90
duradero para las audiencias, cómo puede, en efecto, ser querido.
¿Acaso es este atractivo más misterioso que el de Yahweh para innu-
merables millones de personas durante miles de años?
Me hubiera encantado ver un episodio de Los Soprano cuyo argu-
mento estuviese libremente basado en el Libro de Job —con un giro
tragicómico—.

91
Los nihilistas también comen cannoli
Kevin L. Stoehr
Nihilismo y Noir

Los Soprano está anclada por una visión moral subyacente: el ni-
hilismo. El nihilismo es, sobre todo, una actitud existencial o una
orientación según la cual las actividades de creación de sí y la bús-
queda de conocimiento de uno mismo son o abandonadas o empren-
didas sobre un fondo de valores rechazados e instituciones en de-
cadencia. El término «nihilismo» deriva de la palabra latina nihil, que
significa «nada en particular», una ausencia completa de objetos
o valores. Un nihilista genuino proclama que «nada tiene impor-
tancia» o que «las cosas no tienen importancia», y lo dice en serio y
de manera consecuente.
La corriente nihilista que atraviesa cada episodio se deriva en
parte del perspectivismo radical y del relativismo moral que se ha-
ce evidente en las palabras y acciones de muchos de los personajes,
pero especialmente en los de su moralmente ambiguo protagonista,
Tony Soprano. La visión del mundo inhóspitamente realista de la
serie alimenta tanto el estilo como el contenido de sus episodios y
se hace eco también de la atmósfera y los temas oscuros de esas pe-
lículas clásicas clasificadas como «cine negro» y «nuevo cine negro».
Estas películas tempranas han tenido una evidente influencia en el

95
marco estético y temático de la serie de Chase. A través de un análi-
sis selectivo de varias temporadas de Los Soprano, espero arrojar algo
de luz sobre el «carácter» global de la serie, el apuntalamiento gene-
ral de la tradición del cine negro, y la visión del mundo nihilista que
comparten dichos trabajos artísticos1.
Friedrich Nietzsche (1844-1900) es uno de los primeros pensado-
res de la tradición occidental que señala explícitamente los peligros
existenciales, al igual que las oportunidades creativas, del nihilismo
como fenómeno cultural, moral e histórico. El pensador alemán in-
dica que por regla general el nihilista reconoce la fugacidad («flujo»
o «devenir») de la vida y posteriormente pierde su fe en las ideas con-
vencionales y normas que con anterioridad se concebían como fija-
das o permanentes. Se pone en cuestión el sentido mismo de la pro-
pia existencia. Nietzsche define el nihilismo del siguiente modo:
«¿Qué significa el nihilismo? Que los más altos valores se devalúan. El
objetivo falta. El “¿por qué?” no tiene respuesta»2.
Mientras que el nihilismo en general expresa una pérdida de
convicción en los valores convencionales, Nietzsche hace una clara
distinción entre nihilismo activo y pasivo. Nos dice que el nihilismo
pasivo o negativo («incompleto») es un rechazo de valores e institu-
ciones aparentemente fijados que carecen de la energía que permiti-
ría que alguien se convirtiese en un individuo creador de sí mismo.
El nihilismo pasivo es una actitud u orientación existencial que nace
del resentimiento e indignación hacia el valor de la vida misma. Por
otro lado, el nihilismo activo o positivo («completo») es el proceso de
devenir un individuo creativo al tiempo que se sale del mero resenti-
miento y negación de la vida, adquiriendo de ese modo el principio
de afirmación de la vida frente a la crisis existencial y espiritual3.
Nietzsche asocia el nihilismo activo con la moralidad de los señores
y con su ideal del Übermensch o superhombre.

1
En su artículo seminal «The Soprano's Harmonizes with the Times: HBO Series is a
“Cultural Rorschach Test”» (en The Nation, 16 de marzo, 2001) Ellen Willis resume muy
bien la atención que presta la serie a la moralidad o su carencia. Willis menciona las ten-
dencias nihilistas de Livia, pero no se detiene en las mismas tendencias en Tony, aunque sí
señala su ambigüedad moral básica.
2
Friedrich Nietzsche, La voluntad de poderío, Madrid, Edaf, 1998.
3
Véanse, por ejemplo, los § 22 y 23 del volumen de escritos no publicados de Nietzs-
che, La voluntad de poderío. En el parágrafo 28, se establece una distinción semejante entre

96
Para comprender la visión moral general de Los Soprano como
representación del nihilismo en su modo «pasivo» o «patológico», se
tendrían que captar primero las maneras en las que el estilo y conte-
nido de la serie está enraizado en el cine negro, especialmente en el
nuevo cine negro de las últimas tres décadas4. Tony Soprano revela
su pasión por los clásicos de este género cuando se le ve disfrutan-
do de los pases tardíos de los viejos clásicos del cine negro como
Al rojo vivo (1949). Sus colegas mafiosos, especialmente Silvio, Paulie
y «Big Pussy», conjuran imágenes de películas de ese nuevo cine
negro al comparar con frecuencia sus experiencias con escenas de la
trilogía de El Padrino. Fotografías de Humphrey Bogart y Edward
G. Robinson, actores tradicionales del cine negro, capturados en
pose de mafiosos, aparecen como un destello en la pantalla ya
en el primerísimo episodio de la serie, durante el asesinato llevado a
cabo por el sobrino de Tony, Christopher Moltisanti, en el mercado
de carne Satriale’s. En el primer episodio de la segunda temporada,
también se ve a Christopher degustando una escena clásica del cine
negro con la participación de Robinson.
El cine negro, me atrevería a decir, está enraizado en una visión
moral nihilista que ha proyectado su sombra sobre la sociedad oc-
cidental contemporánea, especialmente después de la II Guerra
Mundial. El cine negro expresa el extrañamiento, desesperación
y crueldad que a menudo se generan por un colapso de las reglas
convencionales de la sociedad dominante y por un entendimien-
to aleccionador en lo que respecta a la superficialidad de las ins-
tituciones tradicionales. Esta condición destaca especialmente
cuando ciertos instintos primarios e irracionales han irrumpido a
través de la fachada represiva de la vida civilizada («la cultura bur-
guesa»). El cine negro se deleita normalmente en los pasillos som-
bríos del nihilismo pasivo —tal y como lo define Nietzsche—, por

nihilismo «completo» e «incompleto». En el capítulo «De las tres transformaciones» de la


primera parte de Así habló Zaratustra, se presenta una alegoría de las etapas del espíritu
(moral de los esclavos, nihilismo pasivo, y nihilismo activo o moral de los señores).
4
Una útil introducción a la naturaleza del cine negro es el ensayo de Paul Schrader «Notes
on Film Noir», publicado en el volumen Perspectives on Film Noir, editado por R. Barton
Palmer, Nueva York, G. K. Hall, 1996. Véase también: Raymond Borde y Étienne Chau-
meton «Towards a Definition of Film Noir», en el volumen Film Noir Reader, Nueva York,
Limelight, 1996.

97
regla general insinuando las oportunidades perdidas relativas al
cultivo de la individualidad creativa.
El cine negro surge del mismo periodo de guerra y la misma des-
ilusión de postguerra en torno a la condición humana que alimentó
a los escritores existencialistas franceses, como Albert Camus y Jean-
Paul Sartre. Este sentido refinado del cine educaba a las audiencias
en la cruda realidad de las contingencias de la vida y la inevitable de-
cepción cuando se mira hacia un futuro mejor. En la mayor parte
de los clásicos del cine negro hay una degeneración o deshumaniza-
ción subyacente del personaje principal, caracterizado normalmen-
te por un descenso interno a la inmoralidad e, incluso, por una indi-
ferencia amoral. Ese descenso está casi siempre ocasionado por
fuerzas externas (como villanos victimizadores o los fríos caprichos
del destino), pero el sufrimiento o caída del protagonista se amplifica
en la mayor parte de los casos por sus ambigüedades morales y debi-
lidades psicológicas5.
Las vidas de los protagonistas de la mayoría de las películas de
cine negro y del nuevo cine negro, de manera muy similar a la
de Tony Soprano, están saturadas por actitudes de alienación, de-
sorientación e indiferencia. Este tipo de personajes revela un relati-
vismo subyacente de valores éticos y se comprometen exclusi-
vamente con un principio fundamental: la mera supervivencia en un
mundo fracasado. Estos antihéroes, sin importar cuán duro luchen
por dirigirse hacia la redención o la simple decencia, están minados
en la mayoría de los casos por una pérdida o ausencia de valores

5
Por ejemplo, en la obra maestra de Billy Wilder del cine negro, Perdición (1944), el vende-
dor de seguros Fred MacMurray elude su propia conciencia durante un tiempo cuando la
femme fatale Barbara Stanwyck le seduce e induce al asesinato. En Perversidad (1945) de
Fritz Lang, el aburrido cajero de banco y artista frustrado Christopher Cross (Edward
G. Robinson) sucumbe a un matrimonio desdichado, luego a una prostituta manipuladora
( Joan Bennett), y finalmente a su propia falta de autoestima y fuerza moral. En el clásico
del cine negro de Jacques Tourneur Retorno al pasado (1947), el personaje interpretado por
Robert Mitchum desciende a un depresivo abismo de engaño y desesperación cuando sus
intentos por escapar a su pasado fallan en última instancia. En La fuerza del mal (1948) de
Abraham Polonsky, un abogado ( John Garfield) traiciona sus ideales morales y se deja
llevar por una codicia irrefrenable trabajando para un gánster. En la película de Nicholas
Ray En un lugar solitario (1950), Humphrey Bogart tiene el papel de un guionista tempe-
ramental cuya volatilidad interior arruina todas sus posibilidades de felicidad con la mu-
jer que ha acabado queriendo (Gloria Grahame).

98
morales claros, tanto los suyos propios como los de la gente que
los rodea6. De igual manera que en el cine negro o el nuevo cine
negro, en las vidas de los personajes de Los Soprano se relativizan los
valores de modo nihilista: en términos de relaciones de poder utili-
tarias que implican ambición material y egotista. Tony es el ejemplo
supremo de un individuo que en ocasiones lucha para ser bueno,
pero cuya carencia de creencia en su propio potencial se convierte
en el mayor obstáculo a su esfuerzo. El personaje de Tony también
es ambiguo porque se aferra superficialmente a ciertos valores con-
vencionales, a pesar de sus frecuentes fracasos en el intento de estar
a la altura de éstos. El nihilismo es el resultado del desmoronamien-
to de la fe en tales valores y Tony con frecuencia ve cómo las pare-
des se derrumban a su alrededor.

Gary Cooper está muerto y enterrado

La creencia de Tony Soprano de que vive en un mundo de valores


que se desmoronan es uno de los temas principales de la serie. En
el primer episodio, se queja a su terapeuta, la Dra. Melfi, de que
los miembros de la mafia hoy en día «no tienen valores»: «nuestra
gente hoy en día no tiene carrete para la experiencia penal, así que
todo el mundo acaba colaborando con el gobierno». Este veredicto
se confirma en un «prólogo» único al segundo episodio de la prime-
ra temporada en el que somos testigos de una entrevista televisada
con un experto que describe la decadencia contemporánea de la
mafia. Los gánsteres de hoy día, según el entrevistado, se delatan los
unos a los otros y se dedican al tráfico de drogas, actividades que
eran tabú para los mafiosos más viejos. Tony escucha el informe
de este experto y está de acuerdo con él: «lo ha clavado», dice. La de-
cadencia de los valores tradicionales de la mafia es nihilista por
partida doble, en el sentido concreto de que los valores internos y

6
Véase Robert G. Porfiro, «No Way Out: Existential Motifs in the Film Noir» en Perspec-
tives on Film Noir, op. cit. Porfiro trata algunas categorías «existenciales» que pueden ser
aplicadas a un tema particular del estudio existencialista, el del nihilismo, incluyendo el
«héroe no-héroe», «alineación y soledad», «elección existencial», «sinsentido, sin finalidad,
absurdo» y «caos, violencia, paranoia».

99
los códigos propios de la mafia ya están basados en un rechazo to-
tal de las leyes y el orden convencional.
Tony le dice a su terapeuta desde el principio que está afligido
por sentimientos de decadencia y de pérdida: «Lo bueno es empezar
desde el principio. Yo he llegado ya al final. Lo mejor se acabó». La
Dra. Melfi le responde: «Creo que muchos norteamericanos se sien-
ten así». Entonces Tony lamenta la pérdida del héroe estoico de
antaño: «¿Qué ha pasado con Gary Cooper? ¿Con el tipo fuerte y
silencioso? Eso era un norteamericano. No estaba en contacto con
sus sentimientos: sólo hacía lo que tenía que hacer. Pero lo que no
sabían era que, una vez pusiesen a Gary Cooper en contacto con sus
sentimientos, no serían capaces de callarle». Según Tony, la Norte-
américa de hoy día está mimada. Hacia el final de la segunda tempo-
rada le dice a su terapeuta: «¿Sabes que somos el único país en el que
la búsqueda de la felicidad está garantizada por escrito? ¿Te lo puedes
creer? … Panda de mocosos malcriados». Confunde, claro, la bús-
queda con el objetivo, como señala la Dra. Melfi.
Tony se ve a sí mismo (a menudo de manera hipócrita) como
uno de los últimos defensores y personificaciones de los valores
y normas del old-style. A veces, Tony intenta sostener su vida con esas
virtudes que supuestamente se solapan entre la vida criminal y la
convencional: lealtad, respeto y honor. Pero Tony ha acabado reco-
nociendo que esas virtudes están en decadencia en ambas esferas de
su existencia cotidiana. No tiene ni fe religiosa ni confianza en la ley
para gobernar sus sentimientos y acciones. Además, los apoyos ha-
bituales de la familia y los amigos se han vuelto cada vez más frági-
les. Debido a las elecciones inmorales de Tony, la vida familiar es
más que complicada y pronto descubre que sus colegas de profesión
bien podrían ser informadores, tal y como descubrimos hacia el fi-
nal de la primera temporada. «Olvida a tus enemigos», declara Tony.
«Ni siquiera puedes fiarte de tus amigos».
El nihilismo no sólo señala un derrumbamiento de los valores
(desde dentro y desde fuera), sino también la pérdida de unidad per-
sonal o plenitud. A menudo, una actitud nihilista es el resultado
de una fragmentación personal en la vida cotidiana, una fragmenta-
ción que, en el nivel filosófico, se refleja en el principio del relati-
vismo. Una persona relativista mantiene la creencia de que todo el

100
conocimiento y la experiencia resultan de perspectivas persona-
les, sin patrones que abarquen la totalidad o una estructura que per-
mita ordenar estos puntos de vista de manera definitiva. Esto lleva
a la subsiguiente negación de la creencia en verdades objetivas y
universales, y de la convicción de que existan valores que sean in-
trínsecos o válidos por sí mismos, más allá de intereses meramen-
te subjetivos y utilitarios.
El rechazo de verdades absolutas y valores intrínsecos es eviden-
te en grado máximo en el divertidísimo episodio «Productora eje-
cutiva» de la segunda temporada. En este punto, Antony Jr. se fa-
miliariza con las enseñanzas del existencialismo gracias a su nuevo
profesor de lengua del instituto. En la víspera de su confirmación
como «buen católico», A. J. empieza a enfurecerse con sus padres
soltando paráfrasis de ideas de Nietzsche («Nitch» como le llama
equivocadamente A. J.) y Camus (sus deberes giraban en torno a El
extranjero de Camus, una novela que aborda la historia de un nihilis-
ta a quien ya no le importa nada y cuya completa amoralidad se de-
muestra por el crimen azaroso que comete). A. J. ha estropeado re-
cientemente el coche de su madre en un accidente imprudente y
Carmela le alerta diciéndole que tiene suerte de no haber matado
a ninguno de los pasajeros. A. J. contesta con indiferencia: «La muerte
tan sólo demuestra el absurdo supremo que es la vida». Cuando su
madre suplica a Dios que le perdone por su insensibilidad, A. J. con-
testa: «Dios no existe». Sus padres se quedan estupefactos ante esta
rebeldía repentina contra los valores tradicionales que han intentado
inculcarle durante años. Entonces el joven hace la pregunta funda-
mental del existencialismo sobre el significado mismo de la vida:
«¿Por qué hemos nacido?» (el nihilismo, ya lo vimos, es el rechazo de
un propósito para la totalidad de la existencia). Y más adelante en el
episodio, al comentar sus problemas con su abuela, postrada en
cama, A. J. de nuevo reflexiona sobre el sentido general de la vida.
Livia, la matriarca despiadada de la serie, expresa su propia visión
nihilista de la existencia humana, concluyendo así: «No somos nadie.
¿Qué te hace pensar que eres tan especial?».
Aun cuando podríamos preguntarnos si A. J. es suficientemente
maduro para cuestionar su propio sistema de valores —parcialmen-
te desarrollado— de modo serio, y especialmente después de sus

101
anteriores payasadas y reacciones, hay indicios muy claros de que
está simplemente repitiendo la pérdida de la creencia en un fin
último o en una estructura moral objetiva de su padre. Cuando Tony
le cuenta a la Dra. Melfi su preocupación acerca de las recientes
expresiones de duda e incredulidad de A. J., la terapeuta le contesta:
«Tal vez Anthony Jr. haya tropezado con el existencialismo». Enton-
ces, la Dra. Melfi explica lo esencial de esta escuela filosófica, inclu-
yendo su cuestionamiento de la posibilidad de un sentido de la vida
cuando los valores y las verdades absolutas han sido vencidos. Tony
contesta: «creo que el chaval está metido en algo».
La frecuente impresión de sinsentido y de «nada» que tiene Tony
sobre todo lo que nos rodea le sobreviene a menudo en asociación
con el miedo a la muerte. Este miedo es aparente en el episodio
piloto, cuando Tony narra su primer colapso y, mientras le hacen
unas pruebas médicas, le dice a Carmela: «Pasamos algunos bue-
nos momentos, pasamos algunos años buenos». Su miedo a la
muerte es especialmente evidente en el tercer episodio de la primera
temporada, cuando Tony se obsesiona con su amigo Jackie Aprile,
que se está muriendo de cáncer. El episodio comienza con un sím-
bolo de la muerte y del morir, al menos en la cabeza de Tony: una
obra de arte colgada en la sala de espera de la Dra. Melfi que repre-
senta una tranquila escena campesina. Para Tony, preocupado con
la enfermedad terminal de su amigo, la muerte presenta el espec-
tro de la limitación absoluta y de la negatividad incondicional. La
muerte se convierte en el recordatorio concreto de su propio vacío
interior y de la sensación de falta de sentido. Está atormentado por
el horror vacui, o miedo al vacío.
La muerte es, desde luego, un tema recurrente en la serie y no
simplemente en la forma del asesinato o de la amenaza del asesinato.
El título del segundo episodio de la segunda temporada es «No rea-
nimar», que se refiere a un tema de ese capítulo. En el undécimo epi-
sodio de la misma temporada, la enfermedad del tío Junior fuerza al
anciano gángster a admitir con desolación que todos los caminos en
la vida llevan en última instancia al cementerio. En este episodio,
Tony también expresa su sensación final del sinsentido general de
la existencia cuando le dice a la Dra. Melfi (tras conversar sobre la
indiferencia que sintió al ver la película Seven): «¿Qué sentido tiene?...

102
Te vas a Italia, haces unas pesas, ves una peli. Es todo parte de una
serie de distracciones hasta que te mueres». Y, más tarde, la respuesta
de Tony ante el descubrimiento del cáncer del tío Junior es simple y
sombría: «Un montón de muerte».

De vuelta al nido de ratas

Tony es complejo en el sentido de que su carácter moral a veces pa-


rece estar saturado por una actitud de nihilismo pasivo mientras,
otras veces, lucha activamente para superar esa postura de negación
de la vida. De acuerdo con Nietzsche, el nihilista pasivo es alguien
que lucha por mantenerse a flote en sus ambigüedades morales y que
eventualmente se niega a levantarse por encima de la negatividad de
su propia vida. Por otro lado, el nihilista activo o «señor» gana claridad
de propósito a medida que va entendiendo la presencia de la ambi-
güedad o la negatividad como reto creativo que puede resultar en ac-
tos de superación de uno mismo. Tal y como Nietzsche lo expresa de
modo ya conocido: «Lo que no me mata me hace más fuerte»7.
A medida que la serie progresa, la lucha de Tony por superar sus
propias debilidades morales y su vacío interior se hace más intensa.
Y, sin embargo, nos damos cuenta de que, aun acudiendo al análisis,
su esfuerzo no da frutos al tratar de superar esos defectos. El «de-
sarrollo» del carácter de Tony podría interpretarse como cada vez
más similar a la degeneración inversa de esos protagonistas dislo-
cados y desmoralizados del cine negro y del nuevo cine negro. Cuan-
do no encuentra esperanza o fe renovada en los valores tradicionales
y convencionales, Tony se aferra más que nunca al pasado, teme al
futuro, sigue padeciendo ansiedad y auto-alienación, y a menudo se
ve a sí mismo como una desventurada víctima del destino. Éstos son
los rasgos primarios del anti-héroe del cine negro8. Tony incluso

7
Friedrich Nietzsche, «Sentencias y flechas», § 8, Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1973.
8
Por ejemplo: «Aun cuando las tramas del cine negro son muy variadas, hay algunos temas
recurrentes. El personaje principal es casi siempre un hombre; normalmente está aislado,
ya mentalmente ya físicamente, de su entorno. Está condenado de antemano y, consciente
de su destino final, le hace frente con estoica resignación. Las historias suelen ser narradas
en primera persona y a veces se usa una voz en off para expresar la cruda resignación ante

103
augura la fatalidad para su hijo: A. J. sufre un colapso por un ataque
de ansiedad al final de la primera temporada y Tony le comenta a la
Dra. Melfi que su hijo posee el mismo «gen Soprano putrefacto».
Al final del día (o al menos al final de la cuarta temporada), Tony
sigue siendo un nihilista simplemente pasivo o «patológico». Su
resentimiento hacia el valor de la vida o hacia aquéllos que poseen
algún grado de felicidad verdadera crece hasta nuevas alturas, iróni-
camente, a medida que se sumerge en la terapia. Reflexionar sobre
uno mismo, aprendemos en la serie, no garantiza la mejora perso-
nal. En el sexto episodio de la segunda temporada, por ejemplo, le
dice a su terapeuta que quiere coger un ladrillo y aplastar a la per-
sona que está andando por la calle con la «cabeza despejada», el indi-
viduo que podría ser denominado como «el trotamundos feliz».
Es cierto que en un momento de la tercera temporada, Tony le
comenta a la Dra. Melfi que las sesiones de terapia han estado fun-
cionando y que es un hombre más feliz. Vemos que es un lapso
momentáneo en el conocimiento de sí mismo y una pretensión de
serenidad. De hecho, simplemente ha intensificado sus actividades
como adúltero y como capo mafioso y asesino. Cuando la psiquiatra
finalmente le pregunta si realmente es feliz, Tony no contesta. Y en
el décimo episodio de la tercera temporada, Tony padece otro ata-
que de pánico más y declara que «ya está otra vez en el punto de par-
tida, en el nido de ratas». En el primer episodio de la cuarta tempora-
da, la Dra. Melfi le suplica a Tony que deje su vida de criminalidad
e inmoralidad, sugiriendo una vía alternativa hacia la felicidad,
una que nunca ha probado de verdad. Pero Tony se niega. Y en el
undécimo episodio de la misma temporada, Tony pronuncia lo que
parece un juicio definitivo sobre sí mismo cuando se propone termi-
nar drásticamente su terapia: «Soy un gilipollas miserable. Lo dije
desde el primer día… Todo este jodido conocimiento de uno mismo
¿dónde cojones me ha llevado?… Venga ya. Soy un puto maleante

lo que se le hace al protagonista de la historia. El fatalismo es esencial porque, a menu-


do, hay un elemento del pasado de estos hombres —un acontecimiento o una acción—
a partir del cual se desarrollan la historia y las semillas de su propia destrucción final. No
importa cuán intensamente lo intenten, los hombres del cine negro nunca pueden escapar
a su pasado». Bruce Crowther, Film Noir: Reflections in a Dark Mirror, Nueva York, Con-
tinuum, 1989, pp. 10-12.

104
gordo de Jersey». Aquí, Tony rechaza la terapia misma que podría
ser una de sus oportunidades verdaderas para la redención personal.
Otra de esas oportunidades es la vida familiar, pero al final de la
cuarta temporada, Carmela y él deciden dejarlo y separarse.
Tony fracasa en sus intentos de autocontrol y superación de sí
mismo durante las cuatro primeras temporadas de la serie. Nada
cambia en las dos últimas. Sucumbe pasivamente a los caprichos de
su destino interior y exterior mientras sigue titubeando entre el
resentimiento furioso y la indiferencia absoluta. Mientras los villa-
nos externos en la vida de Tony cambian de temporada en tempo-
rada, el villano interno está siempre presente: su inhabilidad para
tomar en cuenta su propia decadencia moral, incluso cuando se obse-
siona con las debilidades de los demás.
Hay momentos, en efecto, en los que Tony se vuelve más in-
moral (o incluso amoral) porque, por culpa de su fallida búsque-
da de la autenticidad y el conocimiento de sí mismo, se ha abierto
más, no obstante, a sus instintos brutales y despiadados. Su relación
con Gloria en la tercera temporada es un ejemplo prominente de
esto último, pues Tony evita reconocer que ella reproduce el com-
portamiento resentido y sociópata de su madre (tal y como Melfi
intenta sugerirle de un modo sutil). El brutal asesinato de Ralphie
en la cuarta temporada es otro ejemplo. Ocasionalmente, Tony fin-
ge un bienestar psicológico, pretendiendo que se conoce a sí mismo
mejor —es decir, aceptando, sus peores instintos y aprendiendo a
ignorar las voces ocasionales de sus mejores ángeles—. Y finalmen-
te Tony acaba revelando su propio resentimiento, odio hacia sí
mismo, alienación, duplicidad, fragmentación, y negación gene-
ral de la vida. De tal palo, tal astilla.
El propio contexto de la sesión de terapia, un recurso de marco
que inicia y se prolonga durante toda la serie, es crucial en el sentido
de que enfatiza el deseo de Tony de superar su nihilismo pasivo y, sin
embargo, nos muestra que finalmente es mucho más nihilista pasi-
vo de lo que esperábamos9. A través de las sesiones de terapia, Tony

9
Una útil discusión entre psicoanalistas, especialmente en torno a la cuestión de si la tera-
pia de Tony ha sido efectiva o no, se encuentra en Slate (www.slate.com). Véase también
el libro de Glen Gabbard, The Psychology of the Sopranos: Love, Death, Desire and Betrayal in
America's Favourite Gangster Family, Nueva York, Basic Books, 2002.

105
es capaz de narrarle su vida tanto a la Dra. Melfi como al espectador.
Utiliza la terapia como un modo de tejer los fragmentos de su exis-
tencia, inconexa y aparentemente sin sentido. La sesión de terapia
sirve como matriz de un orden emergente porque dota a Tony de
ocasiones de ser consciente de sí mismo de manera activa. Así, la ne-
cesidad de equilibrio, orden y estabilidad se articula de forma clara
en estas sesiones que le emplazan a reconocer y a actuar siguiendo
esa necesidad. Al mismo tiempo, sin embargo, la audiencia ve (según
progresa la serie) que la terapia de Tony también le ha provisto de
una ventana a través de la cual observar su propia indiferencia, cre-
ciente, tanto hacia las consecuencias de sus despiadadas acciones
como hacia su lúgubre carácter.
Los Soprano eventualmente pinta un descarnado retrato de Tony
como nihilista pasivo en el sentido de que no puede colocarse por
encima de su negatividad y su ambigüedad interna con éxito. Si Tony
hubiese sido inconsciente de manera sistemática debido a la mera
ignorancia o la irracionalidad, entonces podríamos culparle de po-
co menos que de ser un animal guiado por sus instintos, causando
estragos siempre que se despiertan sus apetitos. Pero con su crecien-
te reconocimiento de la necesidad de una terapia y de reflexión, Tony
muestra ser peor que un mero animal salvaje. El creciente rechazo
que Tony siente hacia su carácter moral y su requerido cultivo lo de-
sarrolla desde una clara conciencia de la importancia convencional
de los valores, al igual que de la tradicional diferencia entre el bien y
el mal. La terapia le ha enseñado a esforzarse por el conocimiento
de sí, pero, en cambio, se ha vuelto fiel a los peores aspectos de sí
mismo. Para Tony, ser auténtico, incluso si eso significa auténtica-
mente ser malo, es más valioso que ser bueno. Sustituye la psicología
por la ética para adaptarla a sus propósitos egoístas. Posteriormente
continúa sintiéndose perdido en medio del yermo moral. En el mejor
de los casos, puede aceptar su inhóspita realidad de un modo silen-
cioso y estoico, como el «tipo fuerte y silencioso» al que venera, y
disfrutar de una sensación de realización sólo por el hecho de seguir
vivo en un mundo roto10.

10
Me gustaría dar las gracias a Peter Vernezze por su valiosa ayuda con este texto.

106
Have a nice day.
«Plus obscure aspiration à la mort»: consideraciones
para-psicoanalíticas sobre el «final» de Los Soprano
Fernando Castro Flórez
Me dije: esta serie trata sobre un tipo en torno a los 40 años.
Ha heredado un negocio de su padre. Está tratando de
situarlo en los tiempos modernos. Tiene todas las responsa-
bilidades que de ello se derivan. Tiene una madre autorita-
ria de la cual aún trata de escaparse. A pesar de que ama a
su esposa, ha tenido una aventura. Tiene dos hijos adoles-
centes, y está haciendo frente a la realidad de lo que ello
conlleva. Está preocupado y deprimido, y comienza a ver a
una terapeuta porque está buscando el significado de su
propia vida. Pensé: la única diferencia entre él y toda la
gente que conozco es que él es el Don de Nueva Jersey.
Chris Albrecht
Presidente de HBO, cadena productora de Los Soprano

Final de partida

Lo primero que vemos en Casino de Martin Scorsese son unas pa-


labras: «Basada en una historia real». Luego el tipo con la corbata
rosada, la explosión del coche al dar al contacto, el cuerpo ingrávi-
do o, mejor, la caída de los condenados. Las luces de neón, como el
fuego, tienen un poder hipnótico, proyectan la imaginación hasta
el territorio en el que se mezclan el placer y el miedo. Las Vegas es
un espejismo. «Existe —escribe Baudrillard al final de América— una
secreta afinidad entre el juego y el desierto: la intensidad del juego
se incrementa por la presencia del desierto en los confines de la
ciudad. El frescor climatizado de las salas contrasta con el radiante
calor del exterior, el desafío de todas las luces artificiales con la vio-
lencia de la luz solar. Noche de juego soleada por todas partes: oscu-
ridad centelleante de las salas en pleno desierto»1. Acaso sea cierto
que el alma del juego es similar al corazón del desierto. En este sitio
en el que triunfó el eclecticismo de la carretera, se cumple, sin ganga
ni desperdicio, el destino del nihilismo. La cacofonía gangosa de los

1
Jean Baudrillard, América, Barcelona, Anagrama, 1987, pp. 168-169.

109
anuncios promete y, no cabe duda, entrega la posibilidad para el
desparrame (sprawl) total. Esta tierra baldía necesitaría a un artista
como Piranesi, perverso dibujante de lo heterotópico, capaz de
entender que es inútil oponer Death Valley como fenómeno natural
sublime y Las Vegas como fenómeno natural abyecto: porque el uno
es la cara oculta del otro, y se corresponden como el colmo de la
prostitución y el espectáculo al colmo del secreto y el silencio2.
He revisado Casino y me han atrapado algunas frases, como
aquélla en la que hablando de Las Vegas como de un túnel de lavado
para la moral de los mafiosos se concluye advirtiendo, de forma
magistral, que esa ciudad «hace por nosotros lo que Lourdes por los
jorobados y paralíticos». Allí, en medio del desierto, están organiza-
dos para llevarse el dinero de todos los pardillos, ellos son los únicos
que ganan. En F for Fake, Orson Welles recuerda que cuando Howard
Hughes, el magnate de Hollywood, se hizo eremita, Las Vegas fue la
ermita que escogió como guarida. Se retiró, a la manera clásica, al
desierto, aunque el desierto se retiró antes para dejar sitio a las traga-
perras y a las mesas de juego. Ese enfermo crónico de picnolepsia se
compró la mayor parte de los hoteles y se instaló en las habitaciones
superiores del Desert Inn. «Y en todos esos años —dice con cara bur-
lona Welles— no se vio ni una sombra tras esa ventana. La gente de
Las Vegas mantuvo los ojos abiertos, no veía nada y creía todo lo que
se decían los unos a los otros. Atónitos observadores dicen haber
visto al excéntrico magnate a las cuatro de la mañana, paseándose
por esta autopista sin calcetines y con un par de cajas de Kleenex en
lugar de zapatos. ¿Me lo creo?». Las Vegas es el lugar en el que todo
es posible, una especie de parque de atracciones para adultos, la sima
en la que auto-secuestrarse. «Cuando era un muchacho —señala
Scorsese—, oía a tipos que decían: “¿Te das cuenta? En Las Vegas
puedes ir a papear a un chino a las cuatro de la madrugada”. Para
nosotros eso era el paraíso, aunque vivíamos cerca de Chinatown».
Ciertamente, podemos jugarnos los cuartos en un antro a la vuelta
de la esquina pero lo que nos ilusiona es hacerlo en ninguna parte, en
ese sprawl urbano por el que propiamente no se puede caminar.

2
Cfr. Jean Baudrillard, op. cit., p. 94.

110
Robert Venturi, Steven Izenour y Dense Scott Brown quisieron,
a mediados de los años setenta, incitar a los arquitectos a aprender
de Las Vegas. Frente al modernismo ascético había que reivindicar el
ornamento del strip; de la misma forma que el Pop transfiguraba
una lata de comida en conserva, podían reconocerse los logros de
la arquitectura comercial a la escala de la autopista. Hay que olvi-
dar la Toscana para sumergirse en la fascinación del desierto de Mo-
jave, pasar de la piazza al vértigo de los anuncios luminosos. «Si pres-
cindimos de los anuncios —puede leerse en Aprendiendo de Las
Vegas—, nos quedamos sin lugar»3. Desde el automóvil sentimos el
reclamo simultáneo de los moteles, las estaciones de gasolina, las
capillas nupciales, los casinos y, de forma también azarosa, decidi-
mos entregarnos al primer parking de prestigio que aparezca y que,
por arte de magia, es siempre el del Caesars Palace.
Conviene tener presente que Las Vegas, a pesar de las aparien-
cias, repele con vigor toda clase conocida de glamour. Ese nicho con-
fortable para los macarras acarrea, inevitablemente, una estética
hortera superlativa. Algunos dirán que parece Disneylandia; en rea-
lidad es, hoy en día, la patria perfecta del jubilado. Basta contemplar
a las legiones de turistas en chándal, corriendo hacia las tragaperras
y sudando a borbotones, para sentir nauseas. Al final de Casino to-
do cae por tierra mientras suena la música de Bach. La demolición
del Imperio mafioso lleva hasta una filosofía de la nostalgia:
«Mientras los niños juegan a los piratas —escuchamos la voz en off
de Robert de Niro—, papá y mamá pierden al póquer los ahorros y
el dinero de la universidad del hijo mayor. En los viejos tiempos, los
croupiers sabían tu nombre, lo que bebías y cómo jugabas; hoy es
como facturar en un aeropuerto. Si pides algo en el hotel, con suerte
te lo traen al día siguiente». Sabemos de sobra que éste es otro mundo:
aquí uno pierde la noción del tiempo y del espacio. La ruleta gira y
en las mesas las cartas vuelan. Los que consiguen atravesar el labe-
rinto del juego y, por supuesto, del naufragio planificado, tal vez con-
sigan llegar hasta un oasis con piscina. No hay afuera. Venturi & Cia.
llaman al Casino oasis interior, un lugar de luces hipnóticas y aire

3
Robert Venturi, Steven Izenour y Denise Scott Brown, Aprendiendo de Las Vegas. El simbo-
lismo olvidado de la forma arquitectónica, Barcelona, Gustavo Gili, 1997, p. 40.

111
acondicionado glacial4. La ciudad que nunca duerme es la respuesta
perfecta a la utopía post-política del «sueño americano».
Las Vegas convierte toda realidad en escarnio, con su farsa aluci-
nógena funciona como una vanitas postmoderna. Se trata de un car-
naval en el que el placer es artificio hiperbólico y, en definitiva, any-
thing goes5. El lema de la ciudad es incontestable: «No one does it better».
Todos los espectáculos de Las Vegas son, en realidad, el mismo: va-
riaciones diabelli del azar y el deseo, de la pérdida y la amargura. El
show ha sido sustituido por la experiencia y podemos formar parte
como figurantes, patéticos obviamente, de un remake de Star Trek o
intentar conseguir unos segundos de gloria en el karaoke. En la ciu-
dad del juego todo está codificado y controlado, nada queda al azar6.
Aquí el placer está declinado como sumisión. Todo está planificado
en Las Vegas para minimizar el temor a la pérdida. Finalmente, la
promesa del fun7 (es) for nothing.

Rastros de la resaca

Los Soprano son los «herederos» del final patético de Casino. Mafio-
sos de segunda fila, sin reparo para andar en chándal por aquí

4
«En un hotel de Las Vegas la recepción está invariablemente detrás de uno cuando pe-
netra en el vestíbulo. Delante aparecen inmediatamente las mesas de juego y las máquinas
tragaperras. El propio vestíbulo es la sala de juego. El espacio interior y el patio, en su exa-
gerada separación del entorno, tienen carácter de oasis». (Robert Venturi, Steven Izenour
y Dense Scott Brown, op. cit., p. 74).
5
«Adoramos Las Vegas porque conocemos la regla de la casa: mientras no molestes a los
otros clientes, puedes hacer cualquier cosa. Ésa es la promesa de Vegas: cualquier cosa».
(Michael Ventura, Literary Las Vegas, Nueva York, Henry Holt & Company, 1995, p. 177).
6
«En ningún caso el placer deja lugar a la improvisación. La exaltación infantil que recorre
las aceras del Strip, el alboroto confuso que agita las mesas de backgammon y las máqui-
nas tragaperras, el frenesí pseudolibertario de los espectáculos picantes para carcamales
excitados, todo ello, a pesar de la apariencia alocada de una Babilonia sin reglas ni conven-
ciones, se encuentra estrictamente observado, controlado, codificado». (Bruce Bégout,
Zerópolis, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 46).
7
El fun es un término ambiguo que asocia exageración histérica y flojedad afectiva. «Por
fun, el americano entiende quizás una suerte de sensación extraña pero relativamente
común donde se alternan una exaltación súbita y una pasividad que no tiene consecuen-
cia. En cualquier caso, no se trata de simple entretenimiento, pasajero y ligero, pues el fun
exige en verdad una inversión total de la persona que, sin embargo, no le deja ningún
recuerdo». (Bruce Bégout, op. cit. p. 70).

112
y por allá, fumando un puro en el cochazo de regreso a casa. La fami-
lia de Nueva Jersey carece, en todos los sentidos, de glamour. Tony
suele aparecer en albornoz en la cocina de su casa, con el rostro oje-
roso; Silvio va trajeado pero con unas corbatas inverosímiles que le
caracterizan como un hortera; y Paulie, tan preocupado por mante-
nerse seductor, no puede ocultar su barriga cervecera en la ropa
deportiva que se enfunda. De cuando en cuando se ponen cazadoras
negras pero no pueden, ni de lejos, emular a Marlon Brando o Al
Pacino: les falta de todo y sobre todo les sobra tonelaje. Sin embargo,
esta saga tiene su propia mitología, son el resultado de un desplaza-
miento epocal o, mejor, materializan un viaje8 a las afueras que tam-
bién es la asunción de una crisis del sentido.
Toda religión empieza como crisis de culto, como «baile fantasmal
de una sociedad traumatizada»9. Los Soprano tienen algo de proceso
«desmistificador», pero también de retorno espectral de la historia
mafiosa, recreada desde la obscenidad de lo cotidiano. Todo sucede
después de la fiesta, sin que la resaca sea monumental10. La tempora-
lidad del post festum es la del melancólico (un yo ya sido), esa forma
del ser ahí (retrasado siempre con respecto a sí mismo) en la que se
ha perdido para siempre la fiesta. Mientras, el tiempo del ante festum
corresponde a la esquizofrenia (el yo no es nunca una posesión cier-
ta sino algo que hay que ganar permanentemente), una vivencia en
la que lo importante es la anticipación (primacía del porvenir en la
forma del proyecto), ejemplificada en el dasein como aquel «ente al
que en su ser le va su propio ser» y que, de esa forma, «en su ser
se anticipa siempre a sí mismo». Por último, en el intra festum puede
aparecer la neurosis obsesiva (la adherencia al presente que tiene la
forma de una reiteración obsesiva del acto para procurarse las prue-
bas del propio ser sí mismo, de que uno no se ha perdido ya para

8
«Jamás hubo mitología que no haya tenido la forma del viaje: el viaje místico, “el itine-
rario”, o bien el viaje novelesco, en lo imaginario, o a Grecia, a Brasil, o la búsqueda del
Grial o las aventuras de un héroe». (Michel de Certeau: «Mass media, culture, politique»,
en Éducation 2000, abril de 1978).
9
Cfr. W. La Barre, The Ghost Dance, Nueva York, Dell Publishing Co., 1978, pp. 239-245.
10
Sigo las consideraciones que hace Giorgio Agamben a partir del análisis relacional que el
psiquiatra japonés Kimura Bin hizo de la temporalidad en Ser y Tiempo de Heidegger con
los tipos fundamentales de la enfermedad mental. Cfr. Giorgio Agamben, Lo que queda de
Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, Valencia, Pre-textos, 2000, pp. 132-134.

113
siempre) o bien la epilepsia (la carencia que brota de una suerte de
exceso extático de la presencia). Mientras la crisis epiléptica sanciona
la incapacidad de la conciencia para soportar la presencia, para tomar
parte en su propia fiesta, el neurótico tiene que asegurarse, por
medio de la repetición, los documentos de su propia presencia en una
fiesta que de manera manifiesta se le escapa. Los Soprano llegan
demasiado tarde y, además, no están ni siquiera en el sitio adecuado.
Esa mafia periférica tiene algo de mascarada; viven en una mezcla de
amnesia y de pasión por lo obsceno. Entre el kitsch y el souvenir,
deambulan en una experiencia patética y final11. Sus fiestas son menos
importantes que la terapia que a Tony le mantiene «neutralizado».
Ese padre ausente o postizo12 es capaz de todo, por ejemplo de dar
una paliza o matar a alguien tras cumplir con la obligación de llevar a
su hija a elegir un campus universitario. Carente de épica, la familia
violenta está embotada como si la resaca fuera lo único memorable.

Extimidad (repugnante)

La comunidad ya no es otra cosa que ausencia o, peor, conciencia de


su falta de operatividad13. Pero es que también constatamos que la
intimidad ha desaparecido, tal vez porque también están disueltas
11
«Por primera vez, las artes de todas las civilizaciones y todas las épocas pueden ser co-
nocidas y admitidas en conjunto. Es una “colección de souvenirs” de la historia del arte
que, al hacerse posible, implica, también, el fin del mundo del arte. En esta época de mu-
seos, cuando ya no puede existir ninguna comunicación artística, pueden ser igualmente
admitidos todos los momentos antiguos del arte, porque ninguno de ellos padece ya
la pérdida de sus condiciones de comunicación particulares en la actual pérdida general de las
condiciones de comunicación». (Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Buenos Aires, La
Marca, 1995, fragmento 189).
12
Lacan sitúa la determinación principal de la neurosis en la personalidad del padre,
«carente siempre de algún modo, ausente, humillada, dividida o postiza. Es esta carencia
la que, de acuerdo con nuestra concepción del Edipo, determina el agotamiento del
ímpetu instintivo así como el de la dialéctica de las sublimaciones. Madrinas siniestras ins-
taladas en la cuna del neurótico, la impotencia y la utopía recluyen su ambición, tanto si él
sofoca en sí mismo las creaciones que espera el mundo al que llega, como si, en el objeto
que propone a su rebelión, ignora su propio movimiento». ( Jacques Lacan, La familia,
Buenos Aires, Argonauta, 2003, p. 94).
13
«En su influyente ensayo La comunidad inoperante (1983), Jean-Luc Nancy afirma que la
pérdida constituye una comunidad definida por el compromiso con un trabajo indeter-
minable hacia su propia identidad, una comunidad de los “otros”: “La comunidad genuina

114
la comunidad y complicidad que permitían que aquélla existiera y
resulta muy duro reconocer, aunque eso sea propiamente lo artís-
tico, nuestra nulidad: «La intimidad es el instinto que nos permite
encontrar entre las máscaras a los que, como nosotros, no son nadie.
A los que no tienen donde caerse muertos. Como nosotros. Distintos
de nosotros. Nos gustaría que llevaran marcas, sería más fácil y no
habría lugar para el error. Pero no las llevan. Nunca las llevaron. Por
eso podemos equivocarnos, por eso no podemos estar seguros.
Por eso son de nuestra comunidad. Por eso podemos compartir con
ellos nuestra intimidad, es decir, construir nuestra propia intimi-
dad (que sin los otros sólo es un harapo o una inmundicia). Eso es
un arte. Un cultivo. Una cultura. Cuidar de sí. Eso es el arte de sí»14.
Pero ese riguroso arte del cuidado de sí a partir de una singular extra-
ñeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimi-
dad), es un proceso complejo en el que nos ponemos hondamen-
te en relación con la Cosa15.
Por culpa de los mass media sufrimos la maldición de la cerca-
nía16. En la era del primer plano, la verdad queda reducida a sudor,

de los seres mortales, o la muerte como comunidad”. De este modo, una comunidad de
ausencia puede asentar sus bases sobre la búsqueda de un lugar en el que la memoria
pueda mantenerse viva, compartiendo y describiendo esa memoria que no puede ser
dominada. La comunidad de ausencia puede ser imaginaria e incluso optimista, al des-
pojarse de la individualidad para inventar un yo social con y entre los demás. Como Nancy
indica, “el individuo es meramente el residuo de la experiencia de la disolución de la co-
munidad”. La comunidad es lo que nos pasa “después de la sociedad”. En la época en que
Nancy escribe este libro asistíamos a la caída inminente del imperio soviético y a la ne-
gación de la existencia de la sociedad por parte de los lideres occidentales; hoy se trata de
un neoliberalismo cuyo principio operativo es la polarización de las poblaciones» (Lars
Bang Larsen, «La superficie ya no aguanta. Afectividad y fluctuaciones obscenas del signi-
ficado en el nuevo arte de lo oculto», en A grande transformación. Arte e maxia táctica, Vigo,
MARCO, 2008, p. 79).
14
José Luis Pardo, La intimidad, Valencia, Pre-textos, 1996, p. 291.
15
«El problema consiste en que, al “circular alrededor de sí mismo” como su propio sol,
ese sujeto autónomo encuentra en sí algo que es “más que él mismo”, un cuerpo extraño
que está en su mismo centro. A esto apunta el neologismo lacaniano extimité, extimidad,
la designación de un extraño que está en medio de la intimidad. Precisamente por dar
vueltas alrededor de sí mismo, el sujeto circula en torno a algo que es “en él mismo más
que él mismo”, el núcleo traumático del goce que Lacan nombra con las palabras alema-
nas Das Ding (La Cosa)». (Slavoj Zizek, Mirando al sesgo. Una introducción a Jacques Lacan a
través de la cultura popular, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 276).
16
«No nos hallamos en absoluto en una sociedad que nos alejaría de las cosas, en la que
estaríamos alienados por nuestra separación respecto a ellas… La maldición que nos afecta

115
emocionalidad, desquiciamiento. La focalización marginal, valga la
paradoja, de Los Soprano nos ofrece el rostro de aquello que teniendo
que imponer «respeto» es casi ridículo. Asistimos al despliegue de
unas vidas en las que, más allá de la violencia y del crimen, parece
como si lo decisivo fuera, tan sólo «ir tirando», conscientes de que al
final no pasa nada: la rutina atenaza incluso a los mafiosos. Es nor-
mal que aparezca el afecto depresivo17. Al comienzo de Más allá del
principio del placer, Freud cita un pasaje de un fascículo de G. Th.
Fechner en el se afirma que entre las fronteras del placer y el dis-
placer «existe cierta extensión de indiferencia estética». Si la labor
del aparato anímico se dirige a mantener baja la cantidad de excita-
ción, todo lo apropiado para elevarla es sentido como antifuncional,
esto es, como displaciente. En Los Soprano el funcionamiento del
principio de realidad18 no tiene que ver con la renuncia sino con una
voluntad de continuar precariamente.
Bataille pensaba que la repugnancia primitiva era quizás la úni-
ca fuerza violentamente actuante que puede dar cuenta del carácter
de exterioridad zanjada propio de las cosas sociales: el núcleo social
es tabú, es decir, intocable e innominable; participa desde el prin-
cipio de la naturaleza de los cadáveres, de la sangre menstrual o de
los parias19. El asco está unido al peligro, desde la contaminación al
sería, por el contrario, estar ultracercanos, que todo resulte inmediatamente realizado,
tanto nosotros como las cosas. Y este mundo demasiado real es obsceno». ( Jean Baudri-
llard, Contraseñas, Barcelona, Anagrama, 2002, pp. 36-37).
17
«El sujeto está inmerso en la rutina enajenante de una existencia afín a sí misma, con-
tinuativa, ordinaria, en la cual el goce se manifiesta al alcance de la mano, depositado en el
banco, a cubierto de la economía de mercado del deseo, a disposición, precisamente, de
un sujeto que ha renunciado a su propio deseo para poder “ir tirando” en la administra-
ción de sus bienes (es lo que Lacan llama propiamente, en Televisión, “cobardía moral”):
hay afecto depresivo». (Massimo Recalcati, Clínica del vacío. Anorexias, dependencias, psico-
sis, Madrid, Síntesis, 2008, p. 35).
18
«Sabemos que el principio del placer corresponde a un funcionamiento primario del
aparato anímico y que es inútil, y hasta peligroso en alto grado, para la autoafirmación
del organismo frente a las dificultades del mundo exterior. Bajo el influjo del instinto de
conservación del yo queda sustituido el principio del placer por el principio de la realidad,
que, sin abandonar el propósito de una final consecución del placer, exige y logra el apla-
zamiento de la satisfacción y la renuncia a algunas de las posibilidades de alcanzarla, y nos
fuerza a aceptar pacientemente el displacer durante el largo rodeo necesario para llegar al
placer». (Sigmund Freíd, «Más allá del principio del placer», en Psicología de las masas,
Madrid, Alianza, 2000, p. 88).
19
Georges Bataille, «Atracción y repulsión. I. Tropismos, sexualidad, risa y lágrimas», en
Denis Hollier (ed.), El Colegio de Sociología, Madrid, Taurus, 1982, p. 129.

116
miedo a ser mancillado, impide, en términos freudianos, la satisfac-
ción del deseo inconsciente y nos recuerda nuestra animalidad20. Pero
es eso abominable y aterrador lo que nos mantiene, aunque sea pre-
cariamente, juntos. Lo que tenemos que soportar es la carroña, como esa
violenta visión baudeleriana del cadáver en un camino pedregoso.
Los herederos de la mafia saben de sobra que su destino es, valga la
redundancia, escatológico21. Aunque recordemos la dimensión ambi-
valente del tabú, dudamos ya de que sea cierto que donde está el peli-
gro surge lo que salva. Vivimos en la completa angustia farmacoló-
gica: todo lo que nos administran sabe a veneno22. Cosas del poder23.
20
Paul Rozin ha subrayado que el asco central se basa en el rechazo de la comida, pero
también se extiende a cinco ámbitos adicionales: «el sexo, la higiene, la muerte, las viola-
ciones de la envoltura corporal (destripamiento o amputaciones) y violaciones socio-
morales. Todo esto queda recogido en una nueva teoría general del asco como necesidad
psíquica de eludir aquello que nos recuerda nuestros orígenes animales». (William Ian
Millar, Anatomía del asco, Madrid, Taurus, 1998, p. 28).
21
«[...] una de las definiciones del ser humano es que disponer de la mierda es un pro-
blema, parte de esta nueva poshumanidad será que desaparezca esa suciedad y esa mier-
da: “un superhombre —apunta Robert Ettinger— será más limpio que un hombre. En el
futuro, nuestras cañerías (de lo expulsado así como de lo recién nacido) serán más higié-
nicas y decorosas. Aquéllos que lo elijan habrán de consumir sólo alimentos cero-resi-
duos, con el exceso de líquido que se evaporará vía los poros. Alternativamente, los órga-
nos modificados podrán llegar a expeler residuos pequeños, compactos y secos”» (Slavoj
Zizek, Visión de paralaje, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 250-251).
22
Paracelso señalaba que cada cosa individual es doble: «allí donde hay enfermedad, hay
medicina, allí donde hay medicina hay enfermedad», ya que «a menudo una medicina es
veneno y a menudo fármaco para una enfermedad en un momento determinado». El
remedio para el mal está en tomarlo en formas y dosis tales que inmunicen definitiva-
mente de él. «Como argumentó Derrida de una forma que recupera la lógica y el léxico
mismo de la semántica inmunitaria, es lo que se opone a su otro sin excluirlo, sino, por el
contrario, incluyéndolo y sustituyéndolo de una manera vicaria. Se le resiste mimándolo
y le hace frente obedeciéndolo, como el antiguo katékhon respecto de la anomia. El phár-
makon es el mal y a la vez cuanto se le opone, plegándose a su lógica. Él mismo en tanto
otro y otro en tanto él mismo, el punto en el cual el uno penetra en el dos sin dejar de ser
uno; el uno-dos que no es ni uno ni dos y, sin embargo, es ambos, superpuestos en la línea
de su contraste. Una diferencia que no se puede aferrar por ninguna identidad, ni aún
aquélla, contradictoria, de la coincidentia oppositorum. Mal y antídoto, veneno y cura, po-
ción y contra-poción, el phármakon no es una sustancia, sino más bien una no-sustancia,
una no-identidad, una no-esencia. Pero sobre todo algo que se relaciona con la vida des-
de el fondo de su reverso. Más que afirmarla, niega su negación, y así termina por redo-
blarla: “Morte mortuos liberavit” (De doctrina cristiana, I. 14. 13), escribe Agustín con una
formulación que contenía in nuce la farmacia inmunitaria moderna. He aquí el movimien-
to secreto del phármakon: la incruenta potencia que arrastra a la muerte al contacto con la
vida y expone a la vida a la prueba de la muerte». (Roberto Esposito, Inmunitas. Protección
y negación de la vida, Buenos Aires, Amorrortu, 2005, pp. 180-181).
23
«El poder no es un baluarte contra los impulsos violentos, ni un sólido escudo contra las

117
Ese escenario doméstico en el que se despliega la serie de Los Soprano
es, al mismo tiempo, banal e intragable; de la idiotez del hijo a la vis-
ceralidad del padre queda trazada una línea de tensión que sirve co-
mo espejo de la «intimidad» del espectador. Esa familia no es tan «ra-
ra», en cierto sentido nos inquieta más porque es como cualquier otra.

Obesidad, obscenidad, obsolescencia

Baudrillard pensó que había que despertar el principio del mal o, por
lo menos, conocer las «estrategias fatales» en las que estamos envuel-
tos. Nuestras sociedades, a fuerza de sentido, de información y de
transparencia, han franqueado el punto límite del éxtasis permanen-
te: «el de lo social (la masa), el del cuerpo (la obesidad), el del sexo (la
obscenidad), el de la violencia (el terror), el de la información (la simu-
lación). En el fondo, si la era de la transgresión ha terminado es por-
que las mismas cosas han transgredido sus propios límites»24. Tony
Soprano y su cuadrilla son el ejemplo perfecto de la obesidad fatal; esos
mafiosos que dan ganas de calificar como «de pacotilla» encarnan
aquel potlatch festivo que Bataille convirtiera en una de las claves socia-
les25. La mayor parte del tiempo no hacen nada, vegetan, literalmen-
te, en la «oficina» del Bada Bing!, dilapidan sus conversaciones huecas,
dan el palo como si hubieran perdido hasta la pulsión violenta. En el
fondo todos estamos obesos por culpa de la época y además nos afecta
el False Memory Syndrom26: el sujeto elude cualquier responsabilidad.

tentaciones de la libertad. Y la cultura que sigue a la era del poder no es un ámbito de con-
cordia, sino un espacio de renuncia y autopunición. Al tratar de poner diques a la violen-
cia, refuerza la inclinación a ejercerla. Al sustituir el orden coercitivo por la autocoerción
anímica, acrecienta el hambre de libertad. La cultura de la conciencia, nacida de la culpa
del superviviente, es frágil. El tabú, la prohibición y la sublimación dejan intacto el fon-
do de bestialidad. Peor aún: la moralidad domesticada que debía reemplazar al despotismo
del orden hace aumentar la necesidad de romper las cadenas. El exceso espera impaciente
su hora, e irrumpe tanto más vigorosamente cuanto más le pesan al hombre la cadenas de
la cultura. El retorno de lo reprimido está tanto más próximo cuantas más represiones hay
acumuladas. El deseo de regresión se robustece en la medida en que el régimen cultural
oprime la vida. “La nostalgia de la barbarie —afirma Cioran— es la última palabra de cada
civilización”». (Wolfgang Sofsky, Tratado sobre la violencia, Madrid, Abada, 2006, p. 212).
24
Jean Baudrillard, El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama, 1988, p. 69.
25
Cfr. Georges Bataille, La parte maldita, Barcelona, Icaria, 1987, pp. 93-113.
26
«Hace poco, un hombre demandó a los gigantes de la comida rápida de hamburguesas

118
Ballard apuntaba en La exhibición de atrocidades que debería haber
más sexo y violencia en televisión y no menos: «ambos son podero-
sos catalizadores del cambio social en momentos en que se necesita
desesperadamente un cambio». La banalidad está hoy sacralizada,
cuando, parodiando a Barthes, se llega al grado xerox de la cultura; el
arte está arrojado a la pseudorritualidad del suicidio, una simulación
vergonzante en la que lo absurdo aumenta su escala27. Faltando el
drama, nos divertimos con la perversión del sentido: las formas de la
referencialidad tienen una cualidad abismal, como si el único terreno
que conociéramos fuera la ciénaga. Después de lo sublime heroico y
de la ortodoxia del trauma, aparecería el éxtasis de los sepultureros
o, en otros términos, una simulación de tercer grado. Estamos fascina-
dos por el tiempo real y, sin duda, las estrategias de mediación sacan
partido de ello dando rienda suelta a lo obsceno, siendo la sombra de
esos desvelamientos la evidente rehabilitación del kitsch.
Pero hoy lo que tenemos es, sobre todo, un imperio de lo hipervi-
sible, de ese reality show que revela la atracción ejercida por lo mons-
truoso, «lo aberrante, lo informe (y deforme), todo cuanto viene a
perturbar el orden imperante, haciendo de lo escandaloso la mate-
ria misma con la que se alimenta el discurso televisivo»28. Todo se
desliza hacia la diversión, la vida escenificada por idiotas, dentro de la
que también aparece, sin duda, la violencia o, incluso, el reconoci-
miento de la impotencia de la teoría. Sabemos que la aceleración
de los procesos de metaforización genera, en última instancia, una
privación del sentido y el territorio. En última instancia, hasta los

en Estados Unidos porque su comida “le estaba poniendo obeso”. El mensaje que sub-
yace a esta queja está claro: yo no tengo nada que ver; no se trata de mí; la responsabili-
dad no es mía —y puesto que no se trata de mí, tiene que haber otro que sea legalmente
responsable de mi desgracia—. El así llamado síndrome de la falsa memoria (False Memory
Syndrom) comete el mismo error: la tendencia compulsiva a fundar los problemas psíqui-
cos presentes en una experiencia real pasada en la que el sujeto fue asaltado sexualmente.
De nuevo, lo que verdaderamente está en juego en esta operación es la negativa del sujeto
a aceptar la responsabilidad de sus deseos sexuales inconscientes: si la causa de mis proble-
mas es la experiencia traumática del acoso, entonces mi propia catexis (investment) fantas-
mática en mi imbroglio sexual es secundaria y, en última instancia, irrelevante». (Slavoj Zizek
en conversación con Glyn Daly, Arriesgar lo imposible, Madrid, Trotta, 2006, pp. 127-128).
27
Cfr. Jean Baudrillard, La ilusión y la desilusión estéticas, Caracas, Monte Ávila, 1998, p. 49.
28
Gérard Imbert, «La identidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura. (Hacia
una estética de lo hipervisible)» en Revista de Occidente, n° 201, Madrid, Fundación Ortega
y Gasset, p. 94.

119
comportamientos más agresivos no dejarían de ser otra cosa que
exorcismos, e incluso en la invocación a la potencia del horror de los
mataderos y la fascinación por los depósitos de cadáveres y los pro-
cesos posteriores de «articulación plástica» habría mucha retórica29.
Los Soprano son contemporáneos, en todos los sentidos, de ese
imperio de la realidad convertida en show. Frente a la «grandilocuen-
cia» de El Padrino, en la serie ideada por David Chase lo que se dice
es algo estereotipado, el tono deprimente de la vida cotidiana. El ci-
ne y el arte contemporáneo entraron, hace tiempo, en un estilo lite-
ral donde nada se te dispensa. Me refiero a ese tipo de narrativa en
la que si se nombra el accidente hay que pasar, inmediatamente, a la
fenomenología de las vísceras, acercar la mirada hasta que sintamos
la extrema repugnancia. Si de caspa se trata, tendremos que sopor-
tar la urgencia de quitarnos la que se nos acumula en la chaqueta y,
por supuesto, si aparece, en cualquiera de sus formas, el deseo, habrá
que contar con la obscenidad que nos corresponde. «Poner nuestra
mirada al desnudo, ése es el efecto de la literalidad»30. Pensemos en la
ejecución de Phil Leotardo al que, tras dispararle en la cabeza, le pasa
por encima el coche que no puede frenar su mujer. Los nietos senta-
ditos atrás, un grupo de tipos bebiendo refrescos —que, ante el des-
agradable «espectáculo», casi se vomitan—, crean un clima de pate-
tismo y sarcasmo o, por emplear otros términos, un deslizamiento
de lo «pornográfico» a la comedia. Falta el deseo en esa transparen-
cia paródica31. En la actualidad, insisto, proliferan, incluso patética-
mente, las figuras de la obscenidad, revelando lo traumático pero tam-
bién la ambivalencia (gozo-padecimiento) del narcisismo, en lo que
supone una verdadera deriva manierista. «Hasta cierto punto, la fun-
ción del arte es proporcionar una distancia soportable»32, aunque,
29
Cfr. Georges Bataille, «El espíritu moderno y el juego de las transposiciones», en Docu-
mentos, Caracas, Monte Ávila, 1969, p. 161.
30
Roland Barthes, «Sade-Pasolini», en La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen, Barcelona,
Paidós, 2001, p. 113.
31
«La obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no
pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen. En materia de imágenes, la
solicitación y la veracidad aumentan desmesuradamente. Se han convertido en nuestro autén-
tico objeto sexual, el objeto de nuestro deseo. Y en esta confusión de deseo y equivalente
materializado en imagen [...] reside la obscenidad de nuestra cultura». ( Jean Baudrillard, El
otro por sí mismo, op. cit., pp. 30-31).
32
Marshall McLuhan y B.R. Powers, La aldea global, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 94.

120
como sabemos, el programa vanguardista, precisamente, quería
romper esta separación, que no sólo es la que nos separa de la vida,
sino también aquella otra que aparta, bajo el manto «ideológico» de
la autonomía, la política.
«La obscenidad, o sea, la visibilidad total de las cosas, es hasta tal
punto insoportable que hay que aplicarle la estrategia de la ironía
para sobrevivir»33. El intento del arte contemporáneo de ejecutar un
«retorno (brutal) a lo real»34 provoca, con demasiada frecuencia, ata-
ques de narcolepsia. A lo largo de la serie de Los Soprano, Tony da la
impresión de que está, con demasiada frecuencia, a punto de dor-
mirse, su hijo cae también en el abismo de la depresión y permanece,
con la mirada ausente, ante la televisión. Las noticias que nos hipno-
tizan son incomprensibles o se han vuelto rarísimas35. En cierta
medida, la información e, incluso, el arte servirían para escenificar
fantasmas que están radicalmente desubjetivados, que nunca podrían
ser asumidos por el sujeto. «Esto nos lleva a un problema crucial: si
nuestra experiencia de la “realidad” está estructurada por el fan-
tasma, y si el fantasma sirve como pantalla que nos protege del peso
insoportable de lo real, entonces la realidad misma puede funcionar
como fuga del encuentro con lo real. En la oposición entre sueño y rea-
lidad, el fantasma queda del lado de la realidad, y es en los sueños

33
Jean Baudrillard, Contraseñas, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 38.
34
«En el arte contemporáneo encontramos a menudo brutales intentos de “retorno a lo
real” que despiertan al espectador (o al lector) de su dulce sueño y le recuerdan que está
percibiendo una ficción. […]. En el teatro, hay acontecimientos brutales que ocasional-
mente nos despiertan a la realidad del escenario (como degollar una gallina en escena). En
lugar de conferir a estos gestos una suerte de dignidad brechtiana, y percibirlos como ver-
siones de la alienación, deberíamos denunciarlos por lo que son: el opuesto exacto de lo
afirman ser: modos de escaparse de lo real, intentos desesperados de evitar lo real de la ilu-
sión en sí, lo real que surge al modo de un espectáculo ilusorio». (Slavoj Zizek, Cómo leer a
Lacan, Buenos Aires, Paidós, 2008, p. 66).
35
«El periodismo clásico presentaba como modelo de noticia la frase: “señor muerde a
perro”. Esa frase aún es deudora de algunos presupuestos demasiado modernos, en el sen-
tido de no lo bastante postmodernos: el binarismo natural/civilizado, la excepcionalidad como
simple ruptura de la rutina; en fin, un sentido del evento que hoy nos parece naïf. En la
época postmoderna ese principio fue retirado en favor de un esquema distinto, que podría
ser enunciado así: “Ciudadano belga muerde a perro homosexual” […]. Pero si bien esta
noticia aún puede arrastrar la mirada de algún otro suscriptor, la que de veras corresponde
a nuestra era sería más bien la siguiente: “Club de Mordedores de Perros bate el Récord
Guiness de mordiscos”». (Eloy Fernández Porta, Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era
Afterpop, Barcelona, Anagrama, 2009, pp. 262-263).

121
donde nos encontramos con lo real traumático. No es cierto que los
sueños son para aquellos que no pueden soportar la realidad; por el
contrario, la realidad es para aquellos que no pueden soportar (lo
real que se anuncia en) sus sueños»36. Todo cae en una especie de
pozo sin fondo: desde los viejos ideales políticos a Lehman Brothers.
Estamos, no hace falta insistir en ello, en una bancarrota total37. La
mafia obesa, ese cutrerío de Los Soprano, es, en sí misma, una de las
formas de manifestación de la obsolescencia planificada.

Striptease de la impotencia

El sujeto alucina su mundo, llegando en ocasiones a una forma de


lo unheimlich en la que parece que estuviera privado de mirada38
y solamente pudiera retornar a una escena sofocante o traumáti-
ca. Tony Soprano llega, con desenvoltura chulesca, a su casa en el co-
mienzo de cada episodio: aparca en la zona de un conflicto sin grandeza.
En cierta medida, las escenas fuera del ámbito doméstico, en la con-
sulta de la psiquiatra o con los colegas en el Bada Bing!, del que es pro-
pietario Silvio Dante, también introducen un sentimiento que mezcla
la inercia y el atascamiento. Yeats señaló que los mejores carecen de
toda convicción, «mientras que los peores están llenos de intensidad
apasionada». En el caso de los mafiosos de Nueva Jersey no parece que
se muevan con una energía especialmente intensa, antes al contrario,
languidecen en su particular «burocracia», saben de sobra que son
absolutamente epigónicos. Las emociones quedan trituradas y sinteti-
zadas en el completo aburrimiento39: un pasage à l’acte, un movimien-
to de iniciación de la acción que no puede ser traducido al discurso o
al pensamiento y que conlleva una intolerable carga de frustración.

36
Slavoj Zizek, Cómo leer a Lacan, Buenos Aires, Paidós, 2008, pp. 64-65.
37
Cfr. Javier Montes, «Crisis de mercado, arte y “valores tóxicos”», en Revista de Occidente,
nº 333, Madrid, Fundación Ortega y Gasset, pp. 104-112.
38
«La prueba es lo que ocurre en el fenómeno de lo unheimlich. Cada vez que, repentina-
mente, por algún incidente fomentado por el Otro, su imagen en el Otro le parece al sujeto
privada de su mirada, se deshace toda la trama de la cadena de la que el sujeto es cautivo
en la pulsión escópica, y es el retorno a la angustia más basal». ( Jacques Lacan, De los nom-
bres del padre, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 81).
39
«Lo que importa no es la materialidad de este objeto complejo que es el dispositivo en

122
Es manifiesto que en el club de striptease de Los Soprano lo que
queda al desnudo es una especie de impotencia de la mafia contem-
poránea. El striptease está dominado por la parodia y la mistifica-
ción; se trata de un baile en el vacío en el que la mujer parece ingrávi-
da: una suerte de celebración auto-erótica de una lentitud increíble.
La fijeza de la mirada de la stripper neutraliza el paso de la fascina-
ción a la pasión en acto; en última instancia, ese baile es una rigurosa
abstracción narcisista en la que el sentido está diferido. La mu-
jer queda metamorfoseada en un maniquí o una muñeca, una cosa
que sigue en movimiento gracias a los dólares que retiene el tan-
ga que demora un final sin finalidad. «La fascinación del striptease
como espectáculo de la castración provendría, por lo tanto, de la in-
minencia de descubrir, o más bien de buscar y jamás lograr descu-
brir, o mejor aún, de buscar por todos los medios no descubrir que
no hay nada»40. La desnudez no revela nada o, para ser más preciso,
cuando todos los velos han caído, lo que resta es el vértigo hipnótico
de esa sustancia nádica: bizqueamos inconscientemente en el vacío.
Estamos instalados en una suerte de imperio de las flow experiences41,
de ese fluir sin dejar mucho rastro.
«No nos sorprende —apunta Jacques Lacan— que un hombre
pueda eyacular mirando una pantufla, ni tampoco que la utilice para
conducir al cónyuge a mejores sentimientos, pero seguramente
nadie pensará que una pantufla pueda servir para calmar el hambre,
incluso extremo, de un individuo. Además, constantemente trata-
mos con fantasmas»42. Para los Soprano la desnudez de las strippers

sí, sino el hecho de que pueda generar una gama de efectos, una experiencia de cierto tipo:
divertimento, perplejidad, desubicación, fascinación, rechazo, horror, sentimentalismo
y, por qué no, aburrimiento, quizá indiferencia». (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso,
México, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 31).
40
Jean Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, Caracas, Monte Ávila, 1980, p. 129.
41
«[Mihaly Csikszentmihalyi] inició el estudio de las actividades que llama autotélicas y de
las experiencias de absorción como las de los jugadores de ajedrez, de los compositores
de música, de los alpinistas, de los especialistas en arte, de los deportistas de lo extremo,
etc. Con base en lo que describen los que realizan estas experiencias, le pareció posible
agruparlas bajo el término genérico de flow experiences, porque simplemente las personas
interrogadas utilizan continuamente esta palabra, flow, o flujo, para referirse a su absorción
sin esfuerzo en una actividad que nace por sí misma, que se desarrolla bien, que constituye
una especie de esfera autónoma en la vida consciente». (Yves Michaud, op. cit., p. 136).
42
Jacques Lacan, «Lo simbólico, lo imaginario y lo real», en De los nombres del padre, Buenos
Aires, Paidós, 2005, p. 24.

123
no significa nada; la convivencia con todas esas chicas siliconadas ha
congelado su deseo. Da la impresión de que el club Bada Bing! está
demasiado iluminado y eso dota al «espectáculo» de una dimensión
todavía más desangelada43. Las chicas corretean por el pasillo, vigila-
das por cámaras de seguridad, mientras Tony y su abogado intentan,
infructuosamente, conseguir que el ketchup salga del frasco. Los gol-
pes secos que propinan al recipiente de la salsa no son azotes eróti-
cos, sino la alegoría de que la pantufla no será mancillada. En la pro-
miscuidad total de la imagen, ésta no es otra cosa que una imagen
más, en el contexto de una «violencia» que supone la anestesia del
que mira44.

“... revelando verdades místicas”

Tenemos que recordar aquella obra de Bruce Nauman sobre la tarea


de los artistas como seres destinados a revelar al mundo verdades
místicas. Tal vez esa respuesta plástica a un anuncio de cervezas45 sea

43
Frente al Bada Bing!, podemos recordar el local donde hace sus «baile artísticos» de strip-
tease el antiguo amor de Carlito Brigante en Atrapado por su pasado en el que la excitación,
el furor de los admiradores y la sensación general es de fiesta mayúscula.
44
«Según cuenta Sontag, cuando estaba viendo la retrasmisión televisiva de la llegada
del hombre a la Luna, algunos de los presentes afirmaron que todo aquello no era más
que una escenificación. En ese momento ella les preguntó: “Pero entonces, ¿qué es lo que
estáis viendo?”. Y ellos respondieron: “¡Estamos viendo la tele!”. Habían comprendido
todo. Así, por una especie de ironía objetiva, las imágenes cómplices del sistema pueden,
a su vez, volverse “terroristas” sin saberlo, es decir, desestabilizar el sistema, tal y como
ocurrió en el caso de Abu Ghraib. Hay un punto indescifrable de confluencia entre la vio-
lencia de la propia imagen y la violencia contra la imagen donde percibimos que, si la
imagen puede tener un efecto subversivo, no es como información o como representación
crítica, sino como efecto de choque en su retorno, en su retraducción, en su parodia. Es
ahí donde el sistema mismo se electrocuta». ( Jean Baudrillard, La agonía del poder, Madrid,
Círculo de Bellas Artes, 2006, p. 66).
45
«En 1967 el artista norteamericano Bruce Nauman realizó un neón en espiral de color
rosa y azul que construía la siguiente frase: The True Artist Helps the World by Revealing
Mystic Truths (“El verdadero artista ayuda al mundo revelando verdades místicas”). Una
obra que al mismo tiempo era una respuesta directa a la cotidianidad de su entorno inme-
diato —se correspondía con un anuncio de cerveza colgado en una ventana de su estudio
de San Francisco—, se convertía en un clamor ante los estragos de la guerra de Vietnam,
pero también en un cuestionamiento sobre la identidad del artista y su papel en la socie-
dad». (Gloria Picazo, El instante eterno. Arte y espiritualidad en el cambio de milenio, Espai
d’Art Contemporani de Castelló, 2001, p. 25).

124
un justo freno a las tendencias sublimadoras de la cultura, aunque
en ningún caso pueda sostener un cinismo que, finalmente, ampa-
raría la banalidad que aparentemente combate. A veces sólo se trata
de decir algo estúpido, una frase grandilocuente en la que, a pesar de
todo, creemos46. Acaso decir hoy voluntad de estilo sea, simplemente,
enfrentarse al vértigo de la sociedad que ha realizado el sueño téc-
nico, esa forma de la metafísica cumplida47. Bram Van Velde adver-
tía que el artista vive un secreto que tiene que revelar, la imagen no
es más que el testimonio de un trayecto al encuentro de lo desco-
nocido, «un sincero esfuerzo hacia lo imposible» 48.
La estética de la ausencia propia de un mundo en vertiginosa
transformación49 puede necesitar del «bloc mágico», que está enla-
zado con la pulsión de destrucción50. El emplazamiento-provocador
terminaría por ser un archivo perdido, una superficie borrada o, en
46
Nauman habla de esa obra como una especie de test: «como cuando decimos algo en
voz alta para comprobar si nos lo creemos. Una vez escrito pude constatar que, a pesar de
la afirmación de que “el auténtico artista ayuda al mundo mediante la revelación de verda-
des místicas” correspondía a una idea completamente estúpida, me la creía. Es, a la vez,
verdadera y falsa, dependiendo de cómo la interpretemos y de lo seriamente que nos la
tomemos. Para mí sigue siendo un pensamiento muy fuerte». (Bruce Nauman, «Epilogue:
Bruce Nauman, window or wall sign», en Negotiating rapture. The power of art to transform
lives, Chicago, Museum of Contemporary Art, 1996, p. 190).
47
Adorno considera que la cerrazón de la obra de arte frente a la realidad empírica, el pro-
grama explícito de la poesía hermética, tiene una capacidad de crítica social, especialmen-
te en el caso de Celan: «la lírica está penetrada por esa vergüenza que siente el arte ante el
sufrimiento que se alza tanto sobre la experiencia como sobre la sublimación». (Theodor
W. Adorno, Teoría Estética, Madrid, Taurus, 1980, p. 417).
48
Roger Laporte, Bram Van Velde o esa pequeña cosa que fascina, Las Palmas de Gran Canaria,
Asphodel, 1984, p. 18.
49
«Peter Reich intentó ya muy temprano elaborar una estética que se fundamentara en la
ausencia: “Resumiendo: Una obra de arte tiene para el adulto más o menos la misma fun-
ción que tiene el objeto de transición para el niño. El objeto de transición ayuda a superar
objetivamente la ausencia de la madre”. O sea, la estética de la ausencia nos enseña a supe-
rar precisamente esta ausencia. Supera incluso su motivo: la ausencia de felicidad. En cual-
quier proceso de transformación algo desaparece y algo aparece. Se desvanece lo antiguo
y surge lo nuevo. Por consiguiente, la transformación genera ausencia. La estética de la
ausencia acompaña a una era de ausencias. Esta estética será tanto más fundamental
cuanto más radical sea la transformación del mundo. Es el mundo en transformación, y
no la desaparición del mundo, lo que constituye el objeto verdadero de la estética de la
ausencia». (Peter Weibel, «La Era de la Ausencia», en Claudia Giannetti (ed.), Arte en la era
electrónica. Perspectivas de una nueva estética, Barcelona, L’Angelot, 1997, pp. 120-121).
50
«El modelo de este singular “bloc mágico” incorpora también lo que habrá parecido
contradecir, bajo la forma de una pulsión de destrucción, la propia pulsión de conserva-
ción, que podríamos asimismo denominar la pulsión de archivo. Esto es lo que llamábamos

125
términos lacanianos, el sujeto barrado. «No hay banda, no hay mú-
sica», exclama un personaje dispuesto a cantar en Mulholland Drive, la
película de David Lynch. No siempre hay sincronía entre el impulso
y la orquesta muda de la vida. Y, sin embargo, el canto inicia lo
mismo, en abierta disonancia con el silencio o la desatención colec-
tiva. No hay música, pero el arte se pone en marcha lo mismo, salta
por encima del comentario adherido al presente y cabalga el coro del
futuro. Cuando se produce la empatía y las lágrimas brotan de las
mujeres clonadas en el vértigo de la muerte y la putrefacción de los
cuerpos, resulta que terminamos por cobrar conciencia (amarga-
mente) de que todo es play-back. Tras el desfallecimiento, la canción
continúa y, sobre todo, aparece el truco, la trampa que nos había
hechizado. Lynch es el maestro de esos sonidos enrarecidos (el zum-
bido de la casa de Carretera perdida, la dominación sonora en Dune, el
karaoke macabro en la casa del secuestro de Terciopelo azul, etc.) que
nos afectan más que las imágenes51.
El horror puede no ser otra cosa que un goce ignorado. Está claro
que en Los Soprano no se revelan «verdades místicas», pero sí se ofrece
la «cara oculta» de la épica de la violencia. Sabemos, gracias al psi-
coanálisis, que el yo es eso en lo que el sujeto sólo puede reconocer-
se alienándose primero. Y que no es solamente per speculum como se
constituye el sujeto sino también en una manifestación del instin-
to agresivo. La imagen deforme, obesa y obscena del mafioso que
encarna Tony Soprano tiene algo de reflejo preocupante. Su «verdad»

hace poco, habida cuenta de esta contradicción interna, el mal de archivo. Ciertamente
no habría deseo de archivo sin la finitud radical, sin la posibilidad de un olvido que no se
limita a la represión. Sobre todo, y he aquí lo más grave, más allá o más acá de ese sim-
ple límite que se llama finidad o finitud, no habría mal de archivo sin la amenaza de esa
pulsión de muerte, de agresión y de destrucción. Ahora bien, esta amenaza es infinita,
arrastra la lógica de la finitud y los simples límites fácticos, la estética trascendental, se
podría decir, las condiciones espacio-temporales de la conservación [...]. No hay un mal de
archivo, un límite o un sufrimiento de la memoria entre otros: al implicar lo in-finito, el
mal de archivo está rozando el mal radical». ( Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impre-
sión freudiana, Madrid, Trotta, 1997, p. 27).
51
«En ello reside un aspecto importante de la revolución de Lynch: en toda la historia del
cine, es sólo una perspectiva subjetiva la que organiza el espacio narrativo (en el film noir,
por ejemplo, esta perspectiva del héroe mismo, cuya voz comenta la acción); mientras
que en Lynch, la dominación del sonido sobre la imagen (esto es, la banda de sonido) hace
posible la multiplicación de los puntos de vista». (Slavoj Zizek: Las metástasis del goce. Seis
ensayos sobre la mujer y la causalidad, Buenos Aires, Paidós, 2003, pp. 184-185).

126
no ayuda, como diría literalmente el neón de Nauman, al mundo,
entre otras cosas porque lo que revela es una impostura. Llevamos
varias décadas empantanados en la fake authenticity, esa autenti-
cidad falaz de la que ha hablado Joshua Glenn: pantalones lavados
a la piedra, objetos degradados, muebles decapados, café sin cafeí-
na, coca-cola light. Pero también mafia mediocre, familiaridad del cri-
men y la terapia, de los ajustes de cuentas y la contabilidad obsesi-
va de una casa cualquiera. No ha sido tan difícil el triunfo del homo
faker, de ese trilero que es, en todos los sentidos, un esteta de lo inau-
téntico. Nuestra impunidad es también el signo de la impotencia52.

Los secretos indecentes de Guantánamo

«No estoy seguro del propósito que tendría revelarlas», declaró


el general Antonio Taguba, responsable de la investigación abierta
por el Pentágono sobre las torturas en Guantánamo. Las fotografías
tenían que permanecer guardadas, en secreto, ajenas a la mirada
pública. «La mera descripción de estas imágenes es suficientemente
horrenda». El militar hace, con frialdad, una ekfrasis del horror a
modo de resumen o sumario de lo que él sí ha visto: soldado nortea-
mericano violando a prisionera, traductor americano-egipcio sodo-
mizando a prisionero masculino, uso de tubos fluorescentes, porras
y cables como herramientas de tortura sexual. «Las fotos muestran
torturas, abusos, violaciones y muchas otras indecencias». A pesar
de su profesión de fe, en tiempo electoral, a favor de hacer públicas
las imágenes de Guantánamo, Obama ha tomado la decisión de
no hacer lo que dijo, cumpliendo una de las máximas de la democra-
cia: decepcionar descaradamente y cuanto antes. Bryan Whitman,
portavoz del Pentágono, declaró al periódico británico The Daily Te-
legraph que «ha demostrado su incapacidad para hacerse con los
datos correctamente» y que ninguna de las fotos en cuestión «mues-
tra las imágenes que se describen». En la misma línea pseudo-argu-
mental, el jefe de prensa de la Casa Blanca, Robert Gibas, afirmó que
52
«Ma la nostra impunità davanti alla produzione delle immagini, la paghiamo a prezzo della
nostra impotenza». ( Jean Clair, La Crisi dei Musei. La globalizzazione della cultura, Milán, Skira,
2008, p. 87).

127
«ninguna de las fotos muestra las imágenes que se describen». Es
singular este modo de negar algo que no puede verse y que, además,
es «secreto militar». Una especie de asimetría entre el discurso y las
imágenes convierte a todos en perfectos mentirosos. El mismo
Obama dijo que «la publicación de las fotos no añadiría ningún be-
neficio a nuestra comprensión de lo que hicieron en el pasado un
pequeño número de individuos». Cuando remonta a una temporali-
dad pretérita los hechos, lo que quiere evitar a toda costa es admitir
que eso sigue pasando. Al mismo tiempo, su cínica forma de aludir
a los militares como «un pequeño número de individuos» no pue-
de servir como coartada a un Estado que, por derecho propio, ejem-
plifica la indecencia y el comportamiento encanallado. «Su difusión
—continúa el presidente del “Yes we come”— inflamaría el antiame-
ricanismo y pondría a nuestras tropas en peligro». Sin duda, el fun-
damentalismo del Imperio prefiere cometer crímenes contra la hu-
manidad que poner en peligro a uno sólo de sus soldados o, para ser
más preciso, de esos «individuos» que sitúan sus acciones siempre
bajo el paraguas de la ley de la impunidad. «No estoy seguro —con-
cluye el presidente más mediático desde Kennedy— del propósi-
to que tendría revelarlas».
Tal vez el único propósito digno de hacer públicas esas imágenes
sería el gesto de aceptar que las torturas se han cometido sistemáti-
camente. Porque tampoco tendría sentido colaborar con la exten-
sión del apofatismo del horror. Vale la pena releer aquel famoso pasaje
de La República de Platón en el que Leoncio, que subía del Pireo por
el exterior de las murallas de la ciudad, vio unos cadáveres que yacían
junto al verdugo. De pronto sintió el deseo de mirarlo, pero a la vez
experimentó repugnancia y quiso apartarse. Tensión paradójica que
lo puso en lucha contra sí mismo, lo que le llevó a cubrirse el rostro;
sin embargo, como cuenta Sócrates, terminó por ser vencido por
el deseo y abrió los ojos de par en par: «y finalmente se dirige a sus
ojos, sus propios ojos desorbitados, semejantes a los de las potencias
diabólicas: “Mirad”, dijo, “genios del mal, hartaos de este hermoso
espectáculo”»53. El horror es una de las más potentes categorías esté-
ticas, y ni siquiera el miedo frena la curiosidad morbosa, ese deseo

53
Platón, República, libro IV, 439e/440a.

128
enrarecido de encontrar placer en la contemplación de la carroña.
«El arte —afirma Jean Clair— ha domesticado todos los demonios
del mundo visible e invisible, los animales, las plantas, los mares y
los campos, las ciudades y los desiertos, los monstruos, los ánge-
les, los demonios y los dioses; hasta a los perros, según Rimbaud.
Pero no parece que haya domesticado el horror»54. Muchos hombres
están privados en el mundo de ciudadanía (en el sentido ilustrado) y,
a esa obviedad, se añade la de que no se cuenta de la misma forma a los
muertos en todas partes. «Se cometen —apunta Noam Chomsky—
cantidad de atrocidades, pero en otro sitio»55. En última instancia,
también los terroristas pueden exhibir que ellos sufren, constante-
mente, el acoso terrorista del Estado. Narcotizados por el directo (en
el que se entrecruzan la pulsión voyeurística y la estrategia de la vi-
gilancia planetaria), esa iluminación que no quiere que nada quede
en sombra56, nos hemos endurecido y, sobre todo, nuestra adicción a
la violencia catódica nos ha inmunizado contra el sufrimiento de los
demás57. Volvemos (sobreexpuestos al horror público), irremediable-
mente, a sublimar la catástrofe: los sedimentos fotográficos de la
Gran Demolición tienen una rara belleza, aunque decirlo parezca un
sacrilegio58. En esos cimientos espectrales, valga la redundancia, se

54
Jean Clair, La barbarie ordinaria. Musica en Dachau, Madrid, La Balsa de la Medusa, 2007, p. 35.
55
Noam Chomsky, Poder y terror. Reflexiones posteriores al 11/09/2001, Barcelona, RBA,
2003, p. 14.
56
«Cuanto más disminuyen las distancias de tiempo más se dilata la imagen del espacio:
“se diría que ha tenido lugar una explosión sobre todo el planeta. Una luz cegadora arre-
bata de la sombra hasta el mínimo resquicio”, escribía Ernst Jünger respecto a esta ilumi-
nación que aclara la realidad del mundo. La llevada del live, del “directo”, provocada por
la puesta en marcha de la velocidad-límite de las ondas, transforma la antigua “tele-visión”
en una Gran Óptica Planetaria. Con la CNN y sus diversos avatares, la televisión domés-
tica cede el puesto a la televigilancia». (Paul Virilio, La bomba informática, Cátedra, Madrid,
1999, p. 22).
57
«Los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo,
los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la
posibilidad de la sinceridad». (Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, Madrid, Alfaguara,
2003, p. 129).
58
«En las ruinas hay belleza. Reconocerla en las fotografías del World Trade Center en los
meses que siguieron al atentado parecía frívolo, sacrílego. Lo más que se atrevía a decir la
gente era que las fotografías eran “surrealistas”, un eufemismo febril tras el cual se ocultó
la deshonrada noción de la belleza. Pero eran hermosas muchas de ellas: de fotógrafos
veteranos como Gilles Pérez, Susan Meiselas y Joel Meyorowitz, entre otros». (Susan
Sontag, op. cit., p. 89).

129
cimienta la «venganza» y la «tortura» de Guantánamo; ahí, en esa
ausencia, ya vemos todo lo que está «equívocamente» descrito. Los
Soprano no están ajenos al atentado fundacional del siglo XXI. Además,
unos árabes aparecen por el Bada Bing! El mismo Tony va a estable-
cer «contacto» con la policía, como si fuera un patriota, para denun-
ciar a esos tipos aunque, en realidad, luego saque partido de ello59.

Parodia «presidencial»

«El freak —señala lúcidamente David J. Skal en Monster Show— cam-


bia cada vez que miramos, violando nuestro concepto más arrai-
gado de la forma humana y sus límites naturales. El carrusel
gira lenta pero constantemente; si uno lo observa durante tiempo
suficiente, los monstruos acaban por confundirse entre sí»60. Ante el
espejo (catódico) desplegamos infinidad de muecas61, algunos han
llegado a comprender que el tic, que en el dandismo baudeleria-
no era un rasgo de satanismo y perversidad, es bueno para conseguir
la adhesión de los patéticos. Los Soprano no son, a pesar de su obe-
sa-obscenidad, unos freaks, entre otras cosas porque, a pesar de sus
«trabajos», ellos no son nada raros. Conviene recordar que uno de
los videos de «campaña» de Hillary Clinton en las primarias que,
finalmente, perdería frente al yes we come de Obama, era, nada más
y nada menos, que una parodia del capítulo final de Los Soprano.
Aceptar que el mediático ex-presidente Bill Clinton pueda «inter-
pretar» a Tony Soprano en el momento de la «reconciliación» fami-
liar o del inminente asesinato es el primer paso para comprender
que hemos completado la espiral ascendente de la cultura del simu-
lacro. Desde el traje de Monica Lewinsky —corpus delicti de una
búsqueda de la culpabilidad, también obscena-extimidad, de la po-
lítica— hasta el gato inquisidor frente a la fotografía de Christopher
en la «oficina» de los Soprano, se extiende el inquietante y sórdido

59
Gracias a sus «confesiones» sobre los árabes que podrían ser terroristas, Tony recibía
como «devolución de favor» la indicación del área desde el que está haciendo las llamadas
Phil Leotardo (concretamente desde una gasolinera), que quiere acabar con su vida.
60
David J. Skal, Monster Show. Una historia cultural del horror, Madrid, Valdemar, 2008, p. 18.
61
Cfr. Slavoj Zizek, Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Madrid, Síntesis, 2004, p. 77.

130
destino de una «sospecha» que tiene que ser desmantelada en la
simplona retórica del literalismo.
Tras una sobredosis de infantilismo, muchos son únicamente ca-
paces de engarzar parodias. El estado general debe ser descrito como
hebrefenía. La indiferencia con respecto al mundo termina con la sus-
tracción de todos los afectos del no-yo, en la indiferencia narcisista
con respecto a la suerte de los hombres, algo que tiene, finalmente,
un extraño sentido estético. «En ciertos esquizofrénicos —apunta
Theodor W. Adorno— la autonomización del aparato motor tras
la disgregación del yo conduce a la repetición infinita de gestos o
palabras; algo parecido se sabe ya que ocurre con quien ha sufrido
un shock»62. El tipo contemporáneo se caracteriza porque el yo está
ausente, en un esquema semejante al de los estados catatónicos. Si
bien es frecuente que se pase de la fosilización mental a una agita-
ción exagerada, o rituales insensatos, en los que se sigue, también, el
ritmo compulsivo de la repetición. Aunque Tony Soprano no se de-
ja llevar por el deseo enfermizo de caer bien63, sin embargo termina
por resultar simpático. Hillary, por más que lo intentó, no consiguió
la anhelada «empatía» más que cuando lloró en plena campaña. El
melodrama, la política de las lágrimas, queda hermanado con la
ansiedad mafiosa: goodfellas.

«I would prefer not to…»

Al comienzo de El ano solar de Bataille leemos que «el mundo es pura-


mente paródico, es decir, que cada cosa que se observa es la parodia
de otra, o incluso la misma cosa bajo una forma decepcionante». No
somos, lo sabemos de sobra, aquéllos que se atrevieron a cortar en
seco un ojo con una navaja de afeitar, ni siquiera tenemos el humor
negro de entregar el apéndice visual en el momento previo a la deca-
pitación64. Queremos que todo se haga visible o, sencillamente, que la
62
Theodor W. Adorno, Filosofía de la nueva música. Obra Completa, 12, Madrid, Akal, 2003,
p. 155.
63
«El deseo enfermizo de hacerse simpático roza a todo aquel que quiera consentir y pre-
venir los deseos del otro, a cualquier precio». (Regis Debray, El estado seductor, Buenos
Aires, Manantial, 1995, p. 154).
64
Recordemos un suceso que hacía las delicias de Bataille y de Leiris: «estando a punto de

131
realidad acepte su dimensión obscena. Ya no estamos, en aparien-
cia, en las trincheras: ha triunfado la decepción. Y, sin embargo, en el
arte todavía queda un rastro compulsivo que lleva a que parezca que
lo real huye ante un ataque inminente65.
No para el llamamiento generalizado a no desentonar66. Lo deci-
sivo es componer un magistral camuflaje en la insignificancia: ser
un cualquiera. Aquí está cimentado lo que llamaríamos el arte de de-
saparecer67. Desde el niño que se esconde bajo la sábana, en medio
de la pesadilla de un asesino recorriendo su casa, a Harry Potter con
su capa de invisibilidad o a Tony con sus secuaces en la «madrigue-
ra» en el capítulo final de Los Soprano, late el instinto de camuflarse
o la voluntad de convertirse en algo distinto, manifestación de un
singular instinto de abandono68.
Nuestra peculiar «psicosis» lleva a que veamos a Bartleby no sólo
como el maestro del rechazo sino como la presencia insoporta-
ble que nos permite pensar en (la llegada de) otra cosa69. No estaba,
aunque pudiera parecerlo, camuflado en el seno de la burocracia ni
cabe acusar de plagio a aquel sencillo escribiente. Este personaje
actuaba, en todos los sentidos, al pie de la letra. Siempre hay algo que

ser guillotinado, el condenado a muerte Crampon se arranca un ojo y se lo da al capellán


que quería asistirlo, una farsa de alto vuelo, porque el cura ignoraba que se trataba de un
ojo de vidrio». (Georges Bataille y Michel Leiris, Intercambios y correspondencias. 1924-1982,
Buenos Aires, El cuenco de plata, 2008, p. 36).
65
«Como un animal que desaparece en el bosque en el último momento, el camuflaje era el
arte de confundir la mirada que predecía el ataque». (Hillel Schwartz, La cultura de la copia.
Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos, Madrid, Cátedra, 1998, p. 190).
66
«El camuflaje también es una forma de referirse, de un modo más general, a la condición
de uniformado, de disfrazado, que nos afecta a todos en la actualidad». (Maite Méndez
Baiges, Camuflaje, Madrid, Siruela, 2007, p. 94).
67
«Una de las estrategias fundamentales del camuflaje es desaparecer, convertirse en trans-
parente o imperceptible». (Paolo Fabri entrevistado por Tiziana Migliore, «Estrategias del
camuflaje» en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Fundación Ortega y Gasset, p. 98).
68
«[…] junto al instinto de conservación que de alguna manera polariza al ser hacia la vida,
se descubre muy generalmente una especie de instinto de abandono que lo orienta a un mo-
do de existencia constreñida, que en última instancia carecería ya de conciencia y de sensi-
bilidad: la inercia del impulso vital, por llamarlo de alguna manera ». (Roger Caillois, «Mime-
tismo y psicastenia legendaria», en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Fundación Ortega
y Gasset, p. 137).
69
«Bartleby repite “preferiría no hacerlo” y no “no lo haré”: su rechazo no es respecto de
determinado contenido sino en realidad el gesto formal del rechazo como tal [...]. Existen
dos versiones cinematográficas de Bartleby, un telefilme de 1970, dirigido por Anthony
Friedman y una de 2001 ubicada en Los Ángeles actual, realizada por Jonathan Parker;

132
puede, aunque sea al final de todo, excitar la curiosidad, por ejem-
plo, un rumor: cuentan que Bartleby había trabajado como subal-
terno en la oficina de Cartas Muertas de Washington de donde fue
despedido por un cambio de administración. «Cuando pienso en ese
rumor, no encuentro palabras para expresar las emociones que me
dominan. ¡Cartas muertas! ¿No suena a hombres muertos? Imaginen
a un hombre propenso, por carácter y circunstancias, a la pálida des-
esperación… ¿Qué ocupación podría contribuir más a aumentar-
la que la de manejar constantemente esas cartas muertas y llevar-
las al fuego?»70. Una carta siempre llega a su destino, sobre todo si no
ha sido enviada71. En cierto sentido, el único mensaje está sintomática-
mente codificado. El secreto ha sido dejado al descubierto72. Como
desconcertados herederos de Bartleby sólo podemos terminar con
una frase hecha: «I have nothing to say to you»73. A pesar de todo, esto

sin embargo, corre un persistente aunque no confirmado rumor por Internet acerca de
una tercera versión en la que Bartleby es interpretado por Anthony Perkins. Aunque este
rumor termine siendo falso, el dicho se non e vero e ben trovato se aplica como nunca: Perkins
en su modo a lo Norman Bates hubiera podido ser el Bartleby. Puede imaginarse la sonrisa
de Bartleby mientras emite su “Preferiría no hacerlo” idéntica a la sonrisa de Perkins en la
última toma de Psicosis cuando mira a la cámara y su voz (la de su madre) dice: “No era
capaz ni de matar una mosca”. No hay en ello una cualidad violenta, la violencia pertenece
a su propio estar inmóvil, inerte, insistente, impávido. Bartleby no podría matar una
mosca; eso es lo que hace tan insoportable su presencia». (Slavoj Zizek, Visión de paralaje,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 466).
70
Herman Melville: «Bartleby o el escribiente», en Preferiría no hacerlo, Valencia, Pre-textos,
2000, p. 56.
71
«A causa de este carácter virtual del gran Otro, una carta siempre llega a su destino, tal
como señala Lacan justo al final de su “Seminario sobre La carta robada”. Incluso podría
decirse que la única carta que llega completa y efectivamente a destino es una carta no en-
viada; su verdadero destinatario no es otro de carne y hueso sino el gran Otro». (Slavoj Zi-
zek, Cómo leer a Lacan, op. cit., p. 20).
72
«Pues si se trata, ahora como antes, de proteger la carta de la mirada no puede dejar de
emplear el mismo procedimiento que él mismo desenmascaró: ¿Dejarla al descubierto? Y
podemos dudar de que sepa así lo que hace, viéndolo cautivado de inmediato por una re-
lación dual en la que descubrimos todos los caracteres de la ilusión mimética o del ani-
mal que se hace el muerto, y, caído en la trampa de la situación típicamente imagina-
ria: ver que no lo ven, desconocer la situación real en que es visto por no ver. ¿Y qué es lo
que no ve? Justamente la situación simbólica que él mismo supo ver tan bien, y en la que
se encuentra ahora como visto que se ve no ser visto». ( Jacques Lacan, «El seminario sobre
La carta robada» en Escritos 1, México, Siglo XXI, 1971, p. 24).
73
«En este sentido, la declinatoria de Bartleby (“No tengo nada que decirle”, I have nothing
to say to you) expresa, como todas, una petición: reclama el derecho (de los inocentes) a no
declarar, el derecho al silencio. Quienes le “conocen” apenas pueden verle (pasa inadver-
tido), pero ante todo no pueden “leerle” (comprenderle), y cuando habla lo hace sin decir

133
no quiere decir que no haya que hacer nada74. El código de honor
más férreo de los mafiosos es aquel que les prohíbe confesar o de-
latar a sus «familiares». Al final de Los Soprano alguien va a cantar más
de la cuenta. La lealtad ha quedado corroída, la sombra de la duda
crece y los asesinatos no impiden que alguien traicione la Ley: na-
da que decir. Afectados por el síndrome de Bartleby, terminarán por
quedarse las frases a medio escribir: «Fais ce que dois adv…»75.

Paranoia familiar

Los celos funcionan como arquetipo de los sentimientos sociales.


Lo que Lacan llama el «complejo de intrusión» no es más que el re-
conocimiento de un rival que supone el de un «otro» como objeto.
Desde la infancia se dan situaciones como las del alarde, la seduc-
ción y el despotismo que van dando forma a la subjetividad. Frente
a aquella idea psicoanalítica que nos muestra en el hermano, en
el sentido neutro, al objeto electivo de las exigencias de la libido
como homosexuales, las patologías de Los Soprano no dan un res-
quicio de «legitimidad» a la homosexualidad, antes al contrario, eso
aparece como un mal que tiene que ser violentamente erradicado.
Poco importa que Vito Spatafore sea un estricto «servidor», al final
tendrá que ser ejecutado aunque su condición adquiera, a partir de

nada. Como una partitura escrita en una clave desconocida, prefiere no ser interpretado.
Declina toda interpretación. Se atiene a la letra (como Rimbaud cuando, contestando a
una carta de su madre que, alarmada tras la lectura de Una temporada en el infierno, le pre-
guntaba qué significaba todo aquello, qué había querido decir con ese poema, responde
lacónicamente: “literalmente lo que dice”)». ( José Luis Pardo, «Bartleby o de la humani-
dad», en Preferiría no hacerlo, op. cit., p. 176).
74
«Puede que en nuestro mundo, el acto de desenmascarar sea el acto del nihilismo por
excelencia. Sin embargo, como dice Manuel Delgado, que no haya nada que hacer no quie-
re decir que no haya que hacer nada». (Maite Méndez Baiges, Camuflaje, Madrid, Siruela,
2007, p. 103).
75
«Al final de sus días, Tolstoi vio en la literatura una maldición y la convirtió en el más
obsesivo objeto de su odio. Y entonces renunció a escribir, porque dijo que la escritura era
la máxima responsable de su derrota moral. Y una noche escribió en su diario la últi-
ma frase de su vida, una frase que no pudo terminar: “Fais ce que dois, advienne que pourra”
(Haz lo que debes, pase lo que pase). Se trata de un proverbio francés que a Tolstoi le gus-
taba mucho. La frase quedó así: «Fais ce que dois, adv…». (Enrique Vila-Matas, Bartleby
y compañía, Barcelona, Anagrama, 2000, pp. 178-179).

134
entonces, una dimensión espectral como si lo que se hubiera pues-
to en escena no fuera otra cosa que lo reprimido que late en cada
uno de los criminales.
Las peripecias de la «familia» de Nueva Jersey ponen de relie-
ve que la agresividad, tal y como establece el psicoanálisis, domina la
economía afectiva, en una dinámica casi masoquista76. El sujeto
asume a través de sus primeros actos de juego la reproducción del
malestar y, de este modo, lo sublima y lo supera. Desde las fantasías
de desmembramiento a la vivencia de la dislocación corporal, se
genera una dinámica deseante ambigua. Lacan recuerda que el aná-
lisis demuestra en todos los niveles del psiquismo el hecho de que la
tendencia a la muerte es vivida como objeto de un apetito. En Los
Soprano ni siquiera adquiere aquella dignidad de la sepultura que es
lo único, de momento, «prometido»77.
El «anacronismo» o, mejor, la nostalgia de los «buenos tiempos»
que atraviesa la serie de Los Soprano es la fuente de la depresión sub-
jetiva. Parece como si el sujeto se jugara el destino de la realidad en
la experiencia o, incluso, el deseo de reencontrar al objeto materno
y aferrarse al rechazo de lo real y a la destrucción del otro. Y, sin
embargo, Tony Soprano no tiene, precisamente, ningún buen re-
cuerdo de su madre ni desea retornar a su seno, al contrario, cifra en
ese desencuentro total la clave de sus delirios. Cualquiera que sea la
etapa de desarrollo en la que se produce, y según el grado de culmi-
nación del Edipo, la muerte del padre tiende a agotar, inmovilizán-
dolo, el progreso de la realidad. La neurosis es inseparable de una

76
«Por otra parte, al caracterizar como sadomasoquista la tendencia típica de la libido
en este mismo estadio, la doctrina analítica señala, sin duda, que la agresividad domina
la economía afectiva, pero también que es, en todos los casos y al mismo tiempo, sopor-
tada y actuada, es decir, subtendida por una identificación con el otro, objeto de la vio-
lencia. Recordemos que este doble papel íntimo que desempeña el masoquismo en el sa-
dismo ha sido puesto de relieve por el psicoanálisis y que lo que condujo a Freud a afirmar
un instinto de muerte es el enigma constituido por el masoquismo en la economía de
los instintos vitales». ( Jacques Lacan, La familia, op. cit., p. 50). La historia de Los Soprano
fue inicialmente concebida como un largometraje sobre «un mafioso que tiene proble-
mas con su madre». Esta relación de tensión es el origen de la ansiedad del protagonista.
77
«Hegel señala que el individuo que no lucha por ser reconocido fuera del grupo familiar
nunca alcanza, antes de la muerte, la personalidad […]. En materia de dignidad personal,
la única que la familia logra para el individuo es la de las entidades nominales y sólo pue-
de hacerlo en el momento de la sepultura». ( Jacques Lacan, La familia, op. cit., p. 43).

135
huida ante el deseo del padre, que el sujeto reemplaza por su
demanda. No parece que Tony esté atrapado en la tensión edípi-
ca, ni que el espectro paterno, a la manera shakespeariana, le im-
pulse a la venganza.
El que permanece para imponer la ley, el resto fundacional de la vio-
lencia del clan es, en Los Soprano, el tío Junior. Hay que recordar que
en las culturas matriarcales (y la Mafia, a pesar de las apariencias, en
cierto sentido lo es) la autoridad familiar no se encuentra represen-
tada por el padre sino, por lo común, por el tío materno. Él es el que
custodia las tradiciones y también el maestro de la trasgresión, aquél
que propone juegos peligrosos y el que posibilita que el padre se dis-
tancie del «lugar del crimen» pero también del instante del goce78.
Aunque Junior es el tío paterno, da la impresión de que está unido
por un vínculo que me atrevo a llamar paranoide con su cuñada.
Ambos forman la escena imponente de la recriminación, el foco con-
flictivo que mantiene a Tony «traumatizado».
La familia mafiosa es, en todos los sentidos, un grupo decomplé-
té. Sus conexiones son paranoicas. A través de Los Soprano va mo-
dulándose el complejo fraterno que acarrea los temas de la filiación,
la usurpación, la expoliación pero también los temas paranoides
de la intrusión, de la influencia, del desdoblamiento o de las trans-
mutaciones delirantes del cuerpo. El drama psíquico-familiar ad-
quiere rango superlativo en la cotidianeidad de la mafia. Ellos tienen
clarísimo que la familia es el «todo de la obligación» y que lo que tie-
nen no es otra cosa que el resultado de los sacrificios encadenados,
esto es, de una tradición que adquiere la forma de la sangre.
Por más que Tony se esfuerza por sacar partido de la terapia,
no consigue otra cosa que desplazar sus síntomas o, peor, provocar
una transferencia inquietante con la analista. Una resistencia es con-
trapuesta por el sujeto al esclarecimiento del síntoma y también
se produce una transferencia afectiva que tiene al analista como
objeto; ésa es la fuerza que predomina en la cura: la perpetuación de
la angustia como señal primordial en un ambiente pulcro, la estancia

78
«El tío materno ejerce el padrinazgo social de guardián de los tabúes familiares y de ini-
ciador de los ritos tribales, mientras que el padre, aliviado de toda función represora, des-
empeña un rol de protección más familiar, de maestro de técnica y de tutor de la audacia
en las empresas». ( Jacques Lacan, La familia, op. cit., p. 84).

136
de la psiquiatra Jennifer Melfi, que es el contrapunto ambiental del
antro burocrático de los Soprano dentro del lugar del placer nega-
do. En el Bada Bing! no se desnuda realmente nadie mientras que
en el cara a cara con la psiquiatría vuelve a surgir la antigua frustra-
ción. En la angustia el sujeto se ve afectado por el deseo del otro: «se
ve afectado de una manera inmediata, no dialectizable. Por eso, la
angustia es lo que no engaña en el afecto del sujeto»79.
Lacan, en su seminario El Yo en la Teoría de Freud y en la Técnica
Psicoanalítica, señala que la aparición angustiosa de una imagen que
resume todo lo que podemos llamar la revelación de lo real se pro-
duce en aquello que es menos penetrable: lo real sin ninguna media-
ción posible, lo real último, el objeto esencial que ya no es un objeto,
sino algo delante de lo cual todas las palabras se interrumpen y to-
das las categorías fracasan, el objeto de angustia por excelencia. Su-
cede entonces que el sujeto se descompone y desaparece o, en un
sueño, se produce el reconocimiento de su carácter fundamental-
mente acéfalo. La calva y enorme cabeza de Tony Soprano, sus ges-
tos de crispación y estupor terminan por hacer familiar la angustia,
paradójica, del violento. Él no consigue llegar al tú eres eso porque en
el fondo no atribuye su ansiedad a los crímenes que comete sino a
los contratiempos domésticos, a obsesiones que le dominan: su vi-
sión de la angustia es, en buena medida, un reflejo especular.
Hay que intentar atravesar (traverser) la fantasía, sabiendo que
el sentido, tal y como mostraron Lévi-Strauss o Lacan, probable-
mente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una es-
puma. La lectura sintomal denuncia la ilusión de la esencia, la pro-
fundidad o la completitud en beneficio de la realidad del recorte, la
ruptura o la maduración. El arte está siempre intentando hacerse
con la «otra escena», esto es, con ese lugar en el que el significante
ejerce su función en la producción de las significaciones que perma-
necen no conquistadas por el sujeto y de las que éste demuestra estar
separado por una barrera de resistencia. Es la caída del sujeto que se
supone que sabe lo que se opone a la noción de liquidación de la trans-
ferencia. El arte puede desbaratar lo que impone el síntoma, a saber,
la verdad. En la articulación del síntoma con el símbolo no hay más

79
Jacques Lacan, De los nombres del padre, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 70.

137
que un falso agujero80. El lenguaje está ligado a algo que agujerea lo
real. Nosotros (sujetos/barrados) necesitamos para evitar disolver-
nos anudar la experiencia, aunque sea con un decir-a-medias. Lo real
se encuentra en los embrollos de lo verdadero81, es siempre un frag-
mento, un cogollo en torno al cual el pensamiento teje historias; el
estigma de lo real es no enlazarse con nada. Entre la pasión voraz
y el sentimiento anonadante, podemos tener la impresión de que
todo se disuelve en el sinsentido o en la angustia. Tony Soprano in-
tenta, desesperadamente, atravesar su fantasía criminal, confiando en
que la terapia le permita verse de modo diferente a lo que es. Es
alguien que habla para que la cosa siga. El afecto depresivo no es otra
cosa que la manifestación de la relación del sujeto con el Otro82. La
paranoia familiar de Los Soprano está siempre a punto de decir algo
diferente, confesar su decadencia, reconocer su impotencia, com-
prender que la violencia es el reverso estricto de la nulidad.

El archivo amnésico

Leon Kass, el consultor bioético de George W. Bush, sostiene en


Beyond Therapy que existen muchas posibilidades de que en un fu-
turo próximo surja un management farmacéutico del recuerdo con
consecuencias definitivas para la sociedad humana. Lo sorprenden-
te es que este profeta de la memoria expandida no haya sido capaz

80
Cfr. Jacques Lacan, El sinthome. El Seminario 23, Barcelona, Paidós, 2006, p. 24. La libido
participa del agujero, lo mismo que otras formas con la que se representan el cuerpo y lo
real, algo que, según declara el mismo Lacan, intenta alcanzar la función del arte.
81
«Esto fue precisamente lo que me condujo a la idea del nudo, que proviene de que lo
verdadero se autoperfora debido a que su uso crea enteramente el sentido, de que se des-
liza, de que es aspirado por la imagen del agujero corporal que lo emite, a saber, la boca
en la medida en que chupa. Hay una dinámica centrífuga de la mirada, es decir, que parte
del ojo que ve, pero también del punto ciego. Parte del instante de ver y lo tiene como
punto de apoyo. En efecto, el ojo ve instantáneamente. Es lo que se llama la intuición, por
lo cual redobla lo que se llama el espacio en la imagen». ( Jacques Lacan, El sinthome. El
Seminario 23, op. cit., p. 83).
82
«[…] la depresión no se encuentra en el lado abstracto de una subjetividad decaída, res-
tringida, deprivada, reducida en su poder de trascendencia, de proyectividad, de decisión,
sino más bien en el de la relación del sujeto con el Otro. El afecto, de hecho, es un efecto
de la acción del Otro sobre el sujeto y, a un tiempo, una respuesta del sujeto al Otro».
(Massimo Recalcati, Clínica del vacío. Anorexias, dependencias, psicosis, op. cit., p. 34).

138
de evitar que el largo y funesto mandato del Presidente sea otra cosa
que la materialización de la «política del loco»; afortunadamente, eso
(esperemos antes de ingresar en la previsible decepción) ya forma
parte del inmenso solar del olvido. La época de la estrategia del
terror imperial ha sido también la de la aceptación planetaria de los
simulacros. Todo ha estado orientado, según Hans Magnus Enzens-
berger, para que podamos advertir cada vez más cosas pero a corto
plazo. Almacenamos toda clase de datos, confiando ciegamente en
los sistemas digitales, pero sabemos de sobra que lo que estamos
haciendo es colaborar para que nada sea recordado. La inmensidad
de los archivos es, en todos los sentidos, disuasoria. Nuestra contem-
poránea «teatrocracia» propicia espectáculos de patetismo exhibicio-
nista al mismo tiempo que desacredita como templos de lo rancio e
inútil las instituciones tradicionales de la memoria, especialmente
la biblioteca. Foucault comprobó que ese lugar estaba ocupado más
por el polvo que por los libros y, en su indagación arqueológica, to-
mó partido por el archivo, esto es, por eso que habla sin imponer
desde el principio el sentido o la dinámica del pensamiento. El ar-
chivo tiene por función cobijar aquello que no tiene sentido guardar
en la memoria83. Vivimos una época en la que hasta lo más ridículo
tiene «derecho» a ingresar en el sacrosanto ámbito del Museo.
Los Soprano nos hacen recordar que las vacilaciones de la reali-
dad fecundan el delirio: «el objeto tiende a confundirse con el yo y,
al mismo tiempo, a reabsorberse en fantasía, aparece descompues-
to de acuerdo con uno de los sentimientos que constituyen el espec-
tro de la irrealidad, desde los sentimientos de extrañeza, de déjà vu,
de jamais vu, pasando por los falsos reconocimientos, las ilusiones de
sosías, los sentimientos de participación, de adivinación, de influen-
cia, las intuiciones de significación, para culminar en el crepúscu-
lo del mundo y en la abolición efectiva que en alemán se designa
formalmente como pérdida del objeto»84. Los mafiosos no pueden ol-
vidar nada y, sin embargo, es fundamental que no quede cosa algu-
na disponible en el archivo. Los Soprano terminan atrapados en las

83
Cfr. Miguel Morey, «El lugar de todos los lugares: consideraciones sobre el archivo », en
XII Jornadas de Estudio de la Imagen de la Comunidad de Madrid. Registros Imposibles: El Mal de
Archivo, Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid, 2006, p. 15-29.
84
Jacques Lacan, La familia, op. cit., p. 73.

139
obsesiones, desde Tony que, contra todas las «leyes familiares», es-
tá confesando «lo que le pasa», a Paulie, que llega al borde de la para-
noia por culpa del gato que parece entregado a la labor del duelo frente
a la fotografía del primo asesinado. El secreto o, para ser más pre-
ciso, el secretismo del clan, su omertá, no hace que abandonen el par-
loteo compulsivo. La pérdida del objeto es, en el caso de Los Soprano,
la de la Mafia misma. Aunque su retórica tenga mucho de «metatex-
tual» y abunden las citas o las parodias85, la sensación es la de que
el simulacro degradado y el pastiche han sustituido a la contun-
dencia de los viejos tipos duros.
El fantasma es, para Lacan, un semblante: en principio no es la
máscara lo que está oculta por debajo de lo real; más bien es el fan-
tasma lo que se esconde detrás de la máscara. Todo displacer neuró-
tico es, en realidad, «placer que no puede ser sentido como tal»86.
Ravissement: algo ha sido robado, algo falta. Se trata de una pérdida
radical, no simbolizable, del propio cuerpo y de su valor narcisis-
ta. La psicosis de Los Soprano no lleva, ni mucho menos, al arroba-
miento místico, sino a una deprimente sensación: los sobres llegan
cada vez más delgados, mientras ellos no dejan de engordar. La co-
mida y la voracidad tienen un gran protagonismo en la serie. Ni
siquiera en el funeral de Bobby Bacala está ausente, valga el juego,
la bacanal: del ataúd al buffet. Más que el club Bada Bing!, el espacio
del striptease glacial, el lugar del deseo y el placer en Los Soprano es
Satriale s la carnicería donde preparan esos bocatas realmente ape-
titosos. Desde el restaurante Vesuvio, del que son propietarios Artie
y Charmaine, amigos desde la escuela de Tony y Carmela, hasta la
cocina de su casa o el espacio en el que termina todo, los manjares,
la pasta y las salsas imponen su densa ley.
Como señalara Stephen King, la paranoia total es el conoci-
miento total: todo (por supuesto, en primer lugar, lo peor) puede
ocurrir87. ¿De qué sirve dar un grito espantoso? ¿Para qué hacer eso si
85
Es manifiesto que David Chase rinde homenaje a las clásicas películas de gánsteres co-
mo El enemigo público y que mantiene vivo el recuerdo de series como Los Intocables. Uno
de los personajes de Los Soprano, Silvio Dante, hace, de cuando en cuando, imitaciones de
Al Pacino y en el imaginario de todos gravita una tradición fílmica.
86
Sigmund Freud, «Más allá del principio del placer», en Psicología de las masas, op. cit., p. 89.
87
«La paranoia podría ser la última línea de defensa de la mente agotada. Gran parte de
la literatura del siglo XX, representada por autores tan diversos como Bertold Brecht,

140
finalmente no será otra cosa que teatro? Incluso los que buscaron,
como Antonin Artaud, lo inhumano o la crueldad sucumbieron a la
taxidermia del escenario88. La insaciabilidad de los personajes de Los
Soprano acaso tenga que ver con el deseo de hacer digerible lo inso-
portable. Toda la cortesía o etiqueta podría ser entendida, hoy en
día, como fraternidad trash: lo adecuado sería dar rienda suelta a los
impulsos agresivos89. Y atreverse, a la manera de Clint Eastwood en
Gran Torino, a soltar improperios y blasfemias, expresiones política-
mente incorrectas y gestos delirantemente inadecuados, porque
acaso sea lo único que estamos preparados para entender. En cierta
medida, las ofensas tienen que repetirse, ya sea con el fin de superar-
las o para cobrar conciencia del trauma. Esa misappropiation de lo
Jean-Paul Sartre, Edward Albee, Thomas Hardy e incluso F. Scott Fitzgerald, sugiere que
vivimos en un mundo existencialista, un manicómio sin orden ni concierto en el que las
cosas sencillamente suceden. ¿Ha muerto Dios?, pregunta una portada de la revista Time
en la sala de espera del obstetra satánico de Rosemary Woodhouse. En un mundo como
éste, resulta perfectamente creíble que un deficiente mental pueda sentarse sobre unas
cajas en el tercer piso de un edificio poco visitado, vestido con una camiseta Hane y
comiendo pollo para llevar, esperando a poder utilizar su rifle comprado por correo para
saltarle la tapa de los sesos a un presidente; perfectamente posible que otro deficiente
mental pueda rondar por la cocina de un hotel un par de años después, esperando para
hacerle exactamente lo mismo al hermano pequeño de ese mismo presidente difunto; per-
fectamente comprensible que buenos chicos de Iowa y California y Delaware pasen sus
turnos en Vietnam coleccionando orejas, muchas de ellas extremadamente pequeñas; que
el mundo pueda situarse una vez más junto al precipicio de una guerra apocalíptica por las
prédicas de un octogenario hombre santo musulmán que probablemente a la hora de acos-
tarse no recuerda lo que tomó para desayunar ese mismo día». (Stephen King, Danza maca-
bra, Madrid, Valdemar, 2006, pp. 450-451).
88
«[…] había escuchado una conferencia suya en la Sorbona (aunque no había ido a salu-
darlo al finalizar). Hablaba de arte teatral y, en la semisomnolencia con que lo escuchaba,
lo vi de pronto levantarse; yo había captado lo que estaba diciendo, había decidido hacer-
nos perceptible el alma de Tiestes cuando se entera de que se está dirigiendo a sus propios
hijos. Ante un auditorio de burgueses (casi no había estudiantes), se tomó el vientre entre
las manos y lanzó el grito más inhumano que jamás haya salido de la garganta de un hom-
bre; provocaba un malestar similar al que habríamos sentido si uno de nuestros amigos
bruscamente empezara a delirar. Era espantoso (tal vez más espantoso porque era algo
sólo actuado)». (Georges Bataille y Michel Leiris, Intercambios y correspondencias 1924-1982,
Buenos Aires, El cuenco de plata, 2008, p. 59).
89
«A fin de ahuyentar tan triste destino, el de una camaradería desprovista de instin-
tos agresivos pero también de complicidad, lo mejor es empezar, in media res, con el ac-
to de violencia. Así, Zizek recomendaba saludar a los desconocidos con la fórmula: “Ve
a follarte a tu madre”, que debería ser contestada, con cortés simetría, con: “lo haré tan
pronto como haya acabado de picarme a tu hermana”. Ya está, ya se ha dicho; ahora que
el espectro del desacuerdo ha sido conjurado, la amistad puede comenzar». (Eloy Fer-
nández Porta, op. cit., p. 285).

141
injurioso tiene un poder performativo que no es únicamente «esté-
tico»90. El origen, crudo y, al mismo tiempo, seductor, del yo está os-
cilando entre la violencia y el placer, la depresión y el anhelo de que
las cosas vayan mejor. El paranoico regresa, sin necesidad de archi-
vo alguno, a un estadio arcaico. Tony Soprano corta por lo sano con
la complaciente depresión de su hijo sacándole a rastras de la cama.
No parece un «narcisista»91, aunque su comportamiento despótico
imponga, en la familia mafiosa, un miedo que no puede ser olvi-
dado. Anthony Jr. mimetiza la depresión paterna y, en buena medida,
la sigue alimentando; pésimo estudiante, caprichoso y sin voluntad,
adicto a la Nintendo y, finalmente, abducido por el nihilismo nietzs-
cheano y el existencialismo de Camus, capaz de introducir citas li-
terarias rimbombantes de forma extemporánea, por ejemplo, en el
funeral de Bobby Bacala. Sus peripecias rozan siempre lo patéti-
co: va un día a clase de gimnasia borracho después de beberse el vino
de misa que robó, copia en un examen de geometría y le pillan o,
cuando está a punto de trajinarse a su novia modelo, en el capítu-
lo final, se le quema el coche que ha aparcado encima de un montón
de hojarasca. Los desastres del hijo amargan la existencia del padre
que, además, ha tenido que ejecutar al que, a fin de cuentas, era su
«otro hijo», en el que simbólicamente podía reconocerse: Christo-
pher, que se mantendrá gravitando sobre la serie como un espectro
incómodo, esto es, como otro secreto mal guardado.

Grandes éxitos
En el capítulo final de Los Soprano, en la última escena, todo queda
sintetizado en la elección de un tema que es un gran éxito. Mientras

90
Judith Butler ha analizado la cuestión de la soberanía y los actos de habla performativos,
subrayando que nunca nadie ha superado una injuria sin repetirla: «su repetición es a la
vez la continuación del trauma y aquello que marca una distancia dentro de la propia
estructura del trauma, su posibilidad constitutiva de ser de otra manera. No existe la posi-
bilidad de no repetir. La única cuestión que sigue planteándose es: ¿cómo se dará esa re-
petición, en qué lugar, jurídico o no? Y, ¿con qué dolor, con qué promesa?» ( Judith Butler,
en Excitable Speech. A Politics of the Performative, Nueva York, Routledge, 1997).
91
«Digamos que de este origen el yo conserva la estructura ambigua del espectáculo que,
manifiesta en las situaciones anteriormente descritas del despotismo, de la seducción, de
la ostentación, otorga su forma-sadomasoquista y escoptofílica (deseo de ver y de ser visto)
a pulsiones esencialmente destructivas del otro». ( Jacques Lacan, La familia, op. cit., p. 57).

142
esperamos algo, un desenlace fatal, Tony busca una canción que va
a ser la banda sonora deseada para la reconciliación familiar. David
Chase, director de este episodio, como también lo fue del «piloto»,
no peca de vanidad cuando alegoriza la propia serie como algo me-
morable. El hit musical consiste, lisa y llanamente, en algo que no ce-
sa de reproducirse, que vuelve a empezar92, como el cuento en el
deseo infantil. Tampoco queríamos que terminara la terapia mafio-
sa. Por gastadas que estén las cantinelas no dejamos de escucharlas.
En cierta medida los grandes éxitos son «gusanos del oído» que tie-
nen la capacidad de raptar algo que guardamos como un secreto: un
momento del pasado, un instante querido, una pulsión inconfesable.
Cuando uno de los miembros de la «familia» va a cantar93, suena la
última canción, esa que ha puesto Tony Soprano.
La música habla, en Los Soprano, de un querer reconciliarse. El hit
ofrece, al mismo tiempo, la singularidad del arrebato y la sensación de
que eso ya no dice nada. La melodía obsesiva94 presenta y despide
a Tony que es, no cabe duda, un obsesivo. El hit es como un fantasma
que nos ronda, algo que produce un atoramiento y que acaso camufla
las fobias. Sin duda, el personaje fantasmal y también real que acosa al
capo de la mafia de Nueva Jersey es su tío Junior que, a pesar de haber
perdido la memoria, sigue siendo la fuente de toda inquietud.
La melodía llega cuando estamos pensando en otra cosa. Cuando
parece que se va a producir el desenlace fatal, mientras esperamos
algo que, de suyo, es inminente, Tony lo que hace es, también, pen-
sar en cualquier cosa: ojea el menú, revisa los temas musicales, charla
distendidamente, bromea con su mujer y su hijo. Los éxitos musi-
cales son un lugar común95, como ese restaurante en el que confluye

92
«[…] esta puesta en escena de los grandes éxitos se muestra en la busca de sí mismos,
con y más allá de sus palabras, para reproducirse y renacer sin cesar, para volver a empezar
siempre y cada vez como la primera vez». (Peter Szendy, Grandes éxitos. La filosofía en el
jukebox, Pontevedra, Ellago, 2009, p. 33).
93
Esa idea de que alguien se va a ir de la boca es continua en las películas mafiosas y en Los
Soprano no podía ser menos. En el episodio titulado «The Test Dream», Tony comenta que
ha terminado sus deberes y muestra el libro de Peter Maas, The Valachi Papers, que es la
his-toria del primer informante del FBI que confirmó la existencia de La Cosa Nostra.
94
Cfr. Theodor Reik, The Haunting Melody. Psychoanalytic Experiences in Life and Music,
Nueva York, Grove Press, 1960.
95
«Los grandes éxitos son tanto más hospitalarios ante todos los espectros emocionales en
la medida en que les ofrecen un espacio cualquiera, tantas veces visitados y revisitados por-
que son justamente un lugar común». (Peter Szendy, op. cit., p. 53).

143
toda la familia, rodeada de gente y de otras conversaciones y ruidos.
La familia mafiosa está a la vista de todos, rodeada por las sospechas,
en una transferencia de la tensión al espectador. Al final parece como
si la sensación dominante fuera la del déjà-vu, pero también la del
triunfo de la banalidad. Tras tanta intriga no pasa nada: fundido a negro.
En una época fundada por el atentado descomunal-mediático,
apenas podemos volver la vista atrás. Como se puede leer en el es-
pejo retrovisor de los automóviles norteamericanos, comprobamos
que los objetos están «más cerca de lo que parecen». Las Torres Ge-
melas que se borraron en el viaje «iniciático» de Tony Soprano96,
como también se «borran» al final de Gangs of New York de Scorsese
en la historia acelerada de las tumbas de los violentos. Queda prohi-
bida, por intempestiva, la cantinela del What a Wonderful World97. El
final de Los Soprano plantea, al mismo tiempo, una «eternidad»
memorial, propia del hit musical, y una especie de ingreso en la oscu-
ridad total. Tony y su familia no están en su casa, el destino donde se
«aparca» la famosa secuencia de apertura de la serie, sino en un res-
taurante, en un lugar de puerta batiente y sonora, en el que los per-
sonajes van entrando como si se tratara del saludo ritual tras una
obra de teatro. Carmela (casi siempre acompañada por la canción
Con te partirò, interpretada por Andrea Bocelli) entra en escena con
un compás exultante y la campanilla va imponiendo el cambio de los
planos, como si la crónica de un asesinato anunciado estuviera a
punto de confirmarse. Sin embargo, Tony, estoy seguro de ello, no es
asesinado. Al contrario, ahí, en los últimos momentos, la música y el
ambiente habla de supervivencia, de la propia serie como algo que
ya tiene la condición de la fama98.

96
En la secuencia de apertura de Los Soprano, durante las tres primeras temporadas, cuando
Tony salía del túnel de Lincoln y entraba en la autopista de peaje de Nueva Jersey podía
verse la imagen de las Torres Gemelas en su espejo retrovisor. Tras los atentados del 11 de
septiembre del 2001, esa imagen fue eliminada, justamente cuando comenzaba la cuarta
temporada de la serie.
97
Hay que recordar que durante los meses que siguieron a los atentados del 11 de septiem-
bre de 2001 en los Estados Unidos se censuraron una serie de canciones de gran éxito que
transmitían pensamientos indecibles en ese momento; así, Imagine de John Lennon o What
a Wonderful World de Louis Amstrong fueron sometidas al filtro implacable de la censura.
98
«Sí, lo que muchos grandes éxitos cantan y nos hacen cantar es la fama o el renombre de
un momento tal vez inconfesable, en cualquier caso singular, que sobrevive bajo el modo
extraño de ese bien que es lo más propio y que, empero, ya no se posee. Y, una vez más,

144
Fellini estaba convencido de que si al final de nuestra vida se
nos permitiera decir algo y fuéramos verdaderamente sinceros, can-
taríamos una cancioncilla como resumen de toda nuestra existen-
cia. Tony Soprano, conducido hacia su destino con Woke Up This
Morning (tema escrito e interpretado por la banda Alabama 3), cie-
rra su peripecia de noche en un restaurante para amantes de can-
ciones melancólicas. La banda sonora de la vida está acompañada
por un menú en el que el aperitivo son aros de cebolla. La lista de
los grandes éxitos habla de intimidad, de algo inconfesable99. Los
Soprano gira, hasta la caída final del telón, en torno a los secre-
tos. Una rara luz de felicidad, si esta palabra no es abismal, atra-
viesa esa escena inconclusa. Peter Szendy ha indicado que la melan-
colía es indisociable del afecto más propio de los grandes éxitos,
«de ese afecto propiamente impropio que es su conmovedor abu-
rrimiento»100. Tras las músicas eclécticas y la nostalgia de «los buenos
tiempos» queda la posibilidad de tararear una canción de la que
ni siquiera recordamos la letra. Sin embargo, Los Soprano, sin con-
cesiones, deja que tras la desconexión, en ese negro impositivo,
venga el silencio. La trama en suspenso, la sospecha incesante.

En la cripta

De forma inconsciente nos replegamos en el búnker o la cripta101


en los que podríamos encontrar más que una alegoría o materiali-
zación de la libertad, una indecisión o, para ser más (psico)físico, una

los éxitos cantan esa supervivencia cuando cantan su propio renombre, en el vacío de esa
estructura autoreferencial que los constituye y que se presta tanto mejor a todos los cam-
bios en la medida en que no vale nada por sí misma». (Peter Szendy: op. cit., p. 89).
99
«Los grandes éxitos, en definitiva, se nos presentan como los vehículos hímnicos de una
intimidad inconfesable y singular». (Peter Szendy, op. cit., p. 81).
100
Peter Szendy, op. cit., p. 92.
101
«El fenómeno de la incorporación críptica, descrito por Abraham y Torok, ha sido re-
visado por Jacques Derrida en el texto F(u)ori, en el cual arroja luz sobre la singularidad de
un espacio que se define al mismo tiempo como externo e interno: la cripta es, por tanto,
“un lugar comprimido en otro pero de ese mismo rigurosamente separado, aislado del es-
pacio general por medio de paredes, un recinto, un enclave: ése es el ejemplo de una “ex-
clusión intestina” o “inclusión clandestina”». (Mario Perniola: L arte e la sua ombra, Turín,
Einaudi, 2000, p. 100).

145
claustrofobia intolerable102. Virilio ha apuntado que, en época de glo-
balización, todo se juega entre dos temas que son, también, dos tér-
minos: forclusión (Verwerfung: rechazo, denegación) y exclusión o
locked-in syndrom103. También Tony, en los últimos capítulos de la se-
rie, atrapa sus fantasmas y pasa de verdad miedo. Sus ataques de
pánico y la paranoia no eran brumas oníricas, sino estricta conse-
cuencia de los «trabajos» de la familia o, mejor, de las rivalidades que
cimientan la experiencia familiar. Él necesita, como cualquiera, de
la madriguera104. Su hijo Anthony Jr. ha estado internado en un cen-
tro que cuesta la friolera de 2.200 dólares al día o, para emplear su
vocabulario, «cada puto día».
«El mundo va mal, la pintura es sombría, se diría que casi negra.
Formulemos una hipótesis. Supongamos que, por falta de tiempo (el
espectáculo o la pintura están siempre “faltos de tiempo”), se pro-
yecta solamente pintar, como el Pintor de Timón de Atenas. Una pin-
tura negra sobre una pintura negra»105. Puede que tengamos que
cerrar los ojos para ver. Eso supondría que lo que necesitamos es el
tacto de lo real, ya sea para comprobar que ahí enfrente hay una

102
«La disponibilidad general causará una claustrofobia intolerable; el exceso de opciones
será experimentado como la imposibilidad de elegir; la comunidad participativa direc-
ta universal excluirá cada vez con más fuerza a aquellos incapacitados de participar. La
visión del ciberespacio abriendo la puerta a un futuro de posibilidades infinitas de cam-
bio ilimitado, de nuevos órganos sexuales múltiples, etc., etc., oculta su opuesto exacto:
una imposición inaudita de cerrazón radical. Entonces, esto es lo Real que nos espera, y
todos los esfuerzos de simbolizar esto real, desde lo utópico (las celebraciones New Age
o “deconstruccionistas” del potencial liberador del ciberespacio), hasta lo más oscu-
ramente diatópico (la perspectiva del control total a manos de una red computerizada
pseudodivina...), son sólo eso, es decir, otros tantos intentos de evitar el verdadero “fin de
la historia”, la paradoja de un infinito mucho más sofocante que cualquier confinamien-
to actual». (Slavoj Zizek, El acoso de las fantasías, México, Siglo XXI, 1999, p. 167).
103
«El locked-in syndrom es una rara patología neurológica que se traduce en una pará-
lisis completa, una incapacidad de hablar, pero conservando la facultad del habla y la
conciencia y la facultad intelectuales perfectamente intactas. La instauración de la sincro-
nización y del libre intercambio es la comprensión temporal de la interactividad, que in-
teractúa sobre el espacio real de nuestras actividades inmediatas acostumbradas, pero más
que nada sobre nuestras mentalidades». (Paul Virilio en diálogo con Sylvère Lotringer,
Amanecer crepuscular, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 80).
104
Ni siquiera en la casucha en la que se refugian para escapar de Phil Leotardo y los suyos
desaparecen las ganas de comer: nada más llegar encargan pizzas, albóndigas, salchichas y
ensaladas en platos desechables.
105
Jacques Derrida, «Desgastes. (Pintura de un mundo sin edad)», en Espectros de Marx. El
estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Madrid, Trotta, 1995, p. 92.

146
pared o para ver, de otra manera, esa vacío que nos mira106. El fun-
dido a negro que incomoda a ciertos espectadores de Los Soprano es,
más que una marca del nihilismo a la manera de aquel cuadrado
emblemático de Malevich, una incitación a que el discurso del otro
siga movilizando la realidad.
Podemos entender Los Soprano como una danza macabra que
nos iguala a todos107. Acaso lo que Holbein nos ha legado en su
extraordinaria Danza macabra sea la certeza de que uno está per-
dido aunque se ría108. Silvio y Tony hacen, en el penúltimo capítulo,
como que boxean a cámara lenta, divirtiéndose como antiguos
colegas, pero en realidad saben que están en «los tiempos del fin».
Hasta los bocatas de Satriale s terminan en el cubo de basura del
callejón y Carmela que ofrece a su hijo deprimido las gachas de
avena, tampoco confía en que sus remedios culinarios tengan mucha

106
Georges Didi-Huberman comienza el bellísimo libro Lo que vemos, lo que nos mira,
comentando un pasaje de Ulises de Joyce que concluye con la frase «shut your eyes and see»
(«cerremos los ojos para ver»): «¿Qué significa? Al menos dos cosas. En primer lugar, al
volver a poner en juego e invertir irónicamente proposiciones metafísicas muy antiguas,
incluso místicas, nos enseña que ver no se piensa y no se siente, en última instancia, sino
en una experiencia del tacto. Con ello, Joyce no hace más que indicar por anticipado lo que
constituirá en el fondo el testamento de toda fenomenología de la percepción. “Es preciso
que nos acostumbremos”, escribe Merleau-Ponty, “a pensar que todo visible está tallado
en lo tangible, todo ser táctil prometido en cierto modo a la visibilidad, y que hay, no só-
lo entre lo tocado y lo tocante, sino también entre lo tangible y lo visible que está incrus-
tado en el encaje, encabalgamiento”. Como si el acto de ver finalizara siempre por la ex-
perimentación táctil de una pared levantada frente a nosotros, obstáculo tal vez calado,
trabajado en vacíos. “Si uno puede meter sus cinco dedos a través, es una reja, si no es una
puerta...”. Pero este texto admirable propone otra enseñanza: debemos cerrar los ojos
para ver cuando el acto de ver nos remite, nos abre a un vacío que nos mira, nos concier-
ta y, en un sentido, nos constituye». (Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira,
Buenos Aires, Manantial, 1997, pp. 14-15).
107
«La danza macabra ilustra la idea de que todos son iguales ante la Muerte. En esencia
consiste en una fila de figuras con rango social descendente que comienza con el Papa
(que lleva la tiara) y el emperador (corona), seguidos de cardenales y eclesiásticos de rango
inferior, personas de varios oficios y edades, y finalmente el campesino. Entre uno y otro
hay un esqueleto. La procesión marcha hacia el sepulcro. Se realiza como una danza ritual
en las representaciones religiosas y cementerios del norte de Europa, especialmente en
el siglo XV. También es frecuente en los libros ilustrados de aquella época. La “Danza de la
Muerte”, creencia popular en la Edad Media según la cual los muertos se levantan a media-
noche de sus tumbas y realizaban una danza en el cementerio antes de salir en búsqueda
de nuevas víctimas entre los vivos. Los dos temas fueron combinándose poco a poco».
( James Hall, Diccionario de símbolos artísticos, vol. 2, Madrid, Alianza, 2003, pp. 106-107).
108
Me refiero a la danza de la muerte, dibujaba por Holbein y grabada por Hans Lü-
kelburger, editada en Lyon en 1538: «Copiada y difundida por toda Europa, ofrece a

147
efectividad. La última visita a la consulta de la doctora Jennifer Melfi
está marcada por la discusión sobre una página que Tony ha arran-
cado de una revista en la sala de espera cuando estaba solo. Lo que le
interesaba al mafioso era un artículo sobre un pimiento vasco que
permitía preparar unas excelentes costillas. La terapia conversacio-
nal termina abruptamente. La propia psiquiatra ha tenido que escu-
char previamente, en una cena con sus colegas, esa teoría que de-
fiende que los delincuentes sociopáticos pueden llegar a fascinar
a sus analistas y a encontrar, gracias a su labia, una forma de con-
tinuar con sus «trabajos» sin sentimiento de culpa. El último en-
cuentro «terapéutico» es, en realidad, un crispado intercambio de
recriminaciones. A pesar de todo, Tony señala que la doctora ha
hecho «algo importante»: aliviar el sufrimiento como también hacen,
según el jefe del clan mafioso, las personas que «ayudan a nuestros
hijos». Ya no importa nada porque las penas van a ser mandadas
crudamente a la porra y, sobre todo, el tono de la doctora pasará del
sarcasmo a la manifiesta hostilidad. «¿Se considera usted un ejem-
plo?», es capaz, sin miedo ya, de espetarle. Tony, que se escuda preca-
riamente en que lleva años deprimido, comprende que esa voz clí-
nica «suena como mi jodida mujer». Cuando escucha que ella ya no
le puede ayudar terapéuticamente explota porque no puede com-
prender de qué le está hablando. Después de todo lo que han «com-
partido», parece que le importara todo un carajo. La página de las
costillas con pimiento retorna, desgarrada, a la revista con la que
matar el tiempo. «He dejado la terapia», le dice a Carmela en un res-
taurante y ella le replica con cierta dulzura: «no te servía de mucho,
¿verdad?». Menos mal que traen unos limoncellos.

la humanidad renacentista una representación a la vez devastadora y grotesca de sí misma,


que recrea en imagen el tono de François Villon. Desde los recién nacidos a las clases bajas
y hasta los papas, emperadores, arzobispos, abates, hidalgos, burgueses, enamorados...: la
especie humana entera está atrapada por la muerte. Enlazados por la Muerte, nadie esca-
pa a su abrazo, ciertamente fatal, pero del cual la angustia oculta aquí su fuerza depresi-
va para mostrar el desafío en el sarcasmo o la mueca de una sonrisa que se burla, sin triun-
falismo, como si uno supiera que está perdido aunque se ría». ( Julia Kristeva, Sol negro.
Depresión y melancolía, Caracas, Monte Ávila, 1991, p. 102).

148
«Es probable que ni lo oigas cuando pasa»

Tony vacía la piscina y luego barre lánguidamente la hojarasca.


Después tendrá que dormir con el fusil ametrallador en un camas-
tro. «Esa cosa minúscula en Jersey» no va a desaparecer tan fácil-
mente. En el último capítulo, Tony no duda en ir cerca del aeropuerto
para conseguir información del policía que persigue a los terroristas
árabes. «En mitad de la muerte estamos vivos» es el proverbio que
recuerdan en el funeral-buffet de Bobby Bacala donde incluso Paulie
no pierde la ocasión para tirar, a su manera, los tejos a una adoles-
cente. En la trastienda del Bada Bing! el tiempo vuelve a ser pasmosa-
mente aburrido: juegan a las cartas mientras el gato de marras no le
quita ojo a la fotografía de Christopher o se reparten un botín de tije-
ras de barbero. Da la impresión de que, en medio del peligro, cuando
está literalmente en el punto de mira, Tony quiere reconciliarse con
los suyos: va ver a su hermana Janice llevando de regalo un pastel;
charlan como si fueran, más que hermanos, buenos amigos que
recuerdan con sorna los viejos tiempos. «He superado —dice Ja-
nice— a mamá y todos sus retorcimientos, pero no hay nadie que
me lo agradezca». En Los Soprano, más que el complejo de Edipo gra-
vita la madre asfixiante. No hay aquí rastro de sublimación ni se llega
a esa actitud, tematizada por Zizek, de «goza tu síntoma».
Los Soprano comienza con una reivindicación de lo «periférico»
en lugar del sky line de New York, un verdadero paisaje global, las
fábricas humeantes y los edificios de Nueva Jersey. Termina con el
inquietante fundido a negro, el límite de todos aquellos sueños pre-
monitorios de Tony en los que algún colega aparecía con el estig-
ma del traidor. Insisto: siempre hay uno de los nuestros que está
a punto de cantar. Recordemos las dos reglas de oro de Goodfellas: no
traicionar a un amigo y no irse nunca de la lengua109. Todo queda
claro cuando Paulie informa a Tony, desde un Bada Bing! vacío e ilu-
minado, que Carlo «no ha aparecido». Por si tenía pocos problemas,

109
27 actores de la serie de Los Soprano aparecen en la película Uno de los nuestros de Martin
Scorsese. Ese aire de familia es crucial en la historia de las películas de la mafia. Pensemos
en la «familiaridad» de Casino y la mencionada Uno de los nuestros o la de El precio del poder y
Atrapado por su pasado de Brian de Palma. En la mente del cinéfilo llegan a mezclarse pasajes
y personajes de las películas, como si los mitos violentos tuvieran una tendencia mestiza.

149
resulta que Anthony Jr. quiere hacerse piloto de helicópteros y
alistarse para combatir en Afganistán y, además, está utilizando un
CD para aprender árabe110. Cuando el matrimonio Soprano va a ver
a una psiquiatra que les tiene que «ayudar» con los delirios de su hijo,
Tony abre la compuerta de la represión: «Todo esto de la terapia…
Mi madre tenía trastorno de la personalidad… ¡qué pasa! Y yo no
tuve una infancia muy feliz. Había poco amor en casa». El recuerdo
de aquella mujer sigue minando al hijo, que apostilla: «nunca pude
complacer a mi madre». La mirada de Carmela y el silencio dotan a
esa escena de una tensión dramática que está entre la recriminación
y la total comprensión. En el fondo, la confesión acusadora rebota con-
tra la pareja: ellos también han reproducido el trauma familiar.
«El límite —dice Lacan en su estudio sobre la familia— de la rea-
lidad del objeto en la psicosis, el punto de retorno (rebroussement) de
la sublimación nos parece indicado, precisamente por ese momento
que caracteriza en nuestra opinión al aura de la realización edípica:
la erección del objeto, que, según nuestra fórmula, se produce en la
luz de la sorpresa. Este momento reproduce esta fase, que conside-
ramos como constante y designamos como fase fecunda del delirio:
fase en la que los objetos, transformados por una extrañeza inefable,
se revelan como enigmas, encuentros repentinos, significaciones»111.
Anthony Jr. llega a la conclusión de que «el mundo es un lugar muy
triste y jodido», su padre, que le dice a su psiquiatra que trabaja en
la gestión de residuos pero más tarde declara que es miembro del
sindicato de fontaneros, es, sin ningún género de dudas, un profesio-
nal de la obsesión. Todo ha descarrilado, como el Cometa Azul, el tre-
necito que Bobby Bacala está comprando cuando unos sicarios aca-
ban con su vida. Entre la relación imaginaria y la relación simbólica
existe toda la distancia que existe en la culpabilidad. Sin embargo, no
es precisamente el sentimiento de culpa lo que genera la obsesión
rumiativa o el pensamiento compulsivo de Tony Soprano.

110
Luego dirá que también puede ser piloto personal de Trump o convertirse en oficial de
enlace de la población local en Afganistán. Tony y Carmela consiguen «venderle la moto»
y hacer que trabaje en la productora de cine que utilizaron para filmar Cuchilla donde
están trabajando en el guión para una película que tratará sobre asesinatos de prostitutas
virtuales. La aspiración definitiva es que tenga, en el futuro, su propio club.
111
Jacques Lacan, La familia, op. cit., p. 100.

150
El esfuerzo de restauración del yo se traduce en el destino del
obsesivo a través de una búsqueda tantalizante del sentimiento
de unidad. No desaparece la pulsión agresiva, en ese entrelazarse de
paranoia112 y delirio que encarna Tony Soprano. También Paulie, el
actor famoso por sus delitos «reales»113, se precipita en el abismo de-
lirante por culpa de ese gato que, literalmente, le está jodiendo; «este
puto bicho pasará a la historia hoy», dice como si el espectro del cole-
ga asesinado le estuviera vampirizando114. En realidad, todo y, en pri-
mer lugar, la Mafia está arrojada al basurero de la historia. Nadie
ignora que la familia DiMeo ya no es lo que era. Sólo ocurre lo peor y
además en la tele sale Bush bailando patéticamente junto a una tribu
de pega. En el fondo, Tony tiene razones de sobra para la depresión
y los ataques de pánico. No es, meramente, un nostálgico, sino al-
guien que, por emplear la terminología freudiana, ha experimentado
la caída de la sombra del sujeto sobre el yo. En El Yo y el Ello, Freud
define la melancolía como la desunión pulsional de Eros y Thanatos,
allí donde, desligada de la pulsión de vida, la pulsión de muerte se
impone y empuja al sujeto hacia el abismo de un goce no negativi-
zado y no limitado por el significante. No hay retorno posible al seno

112
«La pulsión agresiva, que se resuelve en el asesinato, aparece así como la afección que
sirve de base a la psicosis. Se la puede llamar inconsciente, lo cual significa que el conte-
nido intencional que la traduce en la consciencia no puede manifestarse sin un compro-
miso con las exigencias sociales integradas por el sujeto, es decir, sin un camuflaje de moti-
vos, que es precisamente todo el delirio». ( Jacques Lacan, “Motivos del crimen paranoico:
el crimen de las hermanas Papin” en De la psicosis paranoica en sus relaciones con la persona-
lidad, México, Siglo XXI, 1976, p. 341).
113
La serie de Los Soprano introduce varios «efectos de realidad». Tony Sirico, el actor que
interpreta a Paulie Gualtieri estaba realmente relacionado con la mafia: tiene anteceden-
tes por atraco a mano armada y pasó cinco años en la cárcel. Aceptó interpretar un per-
sonaje en la serie con la condición que no fuera una «rata», esto es, un informante del FBI.
Su «pose» e impostada coquetería a lo largo de Los Soprano es un guiño en el que, desde
la ficción, se quiere conseguir «verosimilitud». Otras citas internas que mezclan al perso-
naje y al sujeto real: Michael Imperioli, que interpreta el papel de Christopher Moltisan-
ti, fue guionista de cinco episodios de la serie pero también en ella filma una película, un
thriller un tanto porno-gore titulado Cuchilla. El mismo actor disparó en el pie a un chico
en Los Soprano en una cita explícita de la famosa escena de Uno de los nuestros en la que
Joe Pesci hace lo mismo con él cuando interpreta a un joven sicario apodado «araña».
114
En una escena francamente cómica de ese último capítulo, Paulie le confiesa a Tony
que en una ocasión vio a la Virgen María en el Bada Bing! a lo que éste replica con sorna:
«haberlo dicho antes y en vez de un club de strippers habríamos puesto un santuario con
agua bendita».

151
de la madre sino una oscura aspiración a la muerte. Eso llega silen-
ciosamente, sin necesidad de un fundido a negro.

Por los buenos tiempos

Tony vuelve a limpiar la hojarasca en su jardín. «Tengo que ir a ver a


alguien», dice con un tono triste. Sobre la chimenea del geriátrico
leemos «Have a nice day». Corrado «Junior» Soprano está sentado
en una silla de ruedas en la esquina, mirando por las ventanas enre-
jadas. «Hola, ¿es que no me reconoces?». La mirada del anciano hui-
diza, al sesgo, asustada más que desafiante. Al final tenemos la es-
cena donde del no-saber queda la confusión y, aún peor, el olvido. «La
Cosa Nostra», dice Tony entre dientes y Junior responde con una
pregunta: «¿Estuve implicado en eso?». Ya no hay ni siquiera esa
dimensión de lo sublime histérico, sólo la jubilación y la amargura.
La «neurosis de destino»115 de Los Soprano termina con unos aros de
cebolla y, antes, con el alzheimer.
«Lo real es la totalidad o el instante que se desvanece»116. El sujeto
se determina como su propio eclipse. En la medida en que lo que se
inscribe en lo simbólico es lo real (lo cual puede llamarse también
advenimiento del sujeto a un real), ese ser, en última instancia, no es
simbolizado por nada, salvo justamente por esa nada simbólica que
es el corte. No necesitamos ahora «la voz alucinada» sino tan sólo
comprender que lo real se da en un punto de separación total117. Si el
arte no ofrece ya consuelo118, la mafia tampoco acaba sus «trabajos».
No es fácil aparcar, a veces hay que intentarlo tres veces y cruzar la
115
Las neurosis de destino se manifiestan a través de toda la gama de las conductas de fra-
casos: «de inhibición, de decadencia, en las que los psicoanalistas han podido reconocer
una intención inconsciente». ( Jacques Lacan, La familia, op. cit., p. 133).
116
Jacques Lacan, De los nombres del padre, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 54.
117
«De hecho, el corte va a ser designado como ese punto de real en lo simbólico que es
el punto mismo del ser del sujeto; punto de separación y de intercambio al propio tiem-
po entre el sujeto y el objeto en el fantasma, es ese punto del ser a propósito del cual
Lacan subraya ora el carácter de límite e incluso de más allá de lo simbólico, ora, pro-
piamente, la dimensión de real». (François Balmès, Lo que Lacan dice del ser, Buenos Aires,
Amorrortu, 2002, p. 196).
118
«Es curioso, pero casi deberíamos decir que, en las antípodas del pasado, hoy el arte
es quizá justamente una de las pocas cosas que no viene a traernos una pizca de consuelo.
Todo parece hecho para consolarnos de nuestros sufrimientos, el consumo consuela, la

152
calle corriendo, como Meadow Soprano. El programa terapéutico,
el análisis, era ciertamente interminable. La clave de la terapia con
la doctora Melfi es que mientras Tony no cuente nada comprome-
tedor, ella mantendrá el secreto profesional. Además, el jefe mafioso
tiene que acudir en secreto, por la mala imagen que daría ante sus
colegas. En última instancia, podría estar siendo él mismo un delator,
un tipo duro que confiesa lo que no debe. El psicoanálisis se funda,
según dijo Lacán, en un principio que se enuncia de este modo: «No
hay relación sexual», y cuyo corolario es que «el goce es imposible»119.
Tal vez Tony, al final de la serie, escucha por boca de su hijo, aunque
sea en forma interrogativa, algo que le gustaría aceptar: «¿No me
dijiste una vez que intentara recordar los buenos momentos?».
Todos se quejan de la pérdida de valores en los nuevos tiempos y
lamentan la falta de respeto. Una de las sentenciosas frases de Carlito
Brigante en Atrapado por su pasado es «ya no hay nadie en quien con-
fiar», sobre todo cuando hasta su abogado se ha vuelto un cocainó-
mano, asesino y traidor. Parece que están hablando de ética pero los
que enuncian esos tópicos son, no podemos olvidarlo, criminales.
La comedia familiar tradicional que encarnan Los Soprano comen-
zó con un ataque de ansiedad y un desmayo; en los últimos instantes
respiramos el virus de la tristeza.
Conviene tener presente que cuando el sujeto se aproxima dema-
siado a la fantasía se produce el (auto)borramiento, la aphánisis120.
Cuando tiene que aparecer la amada hija impone su ley la negru-
ra. El asesinato parece inminente, es el propio espectador el que
entra en paranoia y lo único que tenemos como estéril conclusión
es una suerte de silencioso delirio121. Lo malo es que el silencio nos
música consuela, la televisión consuela —ironía: se nos consuela también, con esto, de la du-
reza del arte—». (Gérard Wajcman, El objeto del siglo, Buenos Aires, Amorrortu, 2001, p. 236).
119
Cfr. Jean-Luc Nancy, El «hay» de la relación sexual, Madrid, Síntesis, 2003.
120
«Hay una brecha que separará eternamente el núcleo fantasmático del ser del sujeto de
las formas más “superficiales” de sus identificaciones simbólicas y/o imaginarias. No me
es nunca posible asumir totalmente (en el sentido de integración simbólica) el núcleo fan-
tasmático de mi ser: cuando me lo acerco demasiado, lo que ocurre es la aphánisis del
sujeto: el sujeto pierde su consistencia simbólica, se desintegra. Y, quizás, la actualización
forzada en la sociedad real misma del núcleo fantasmático de mi ser es la peor y más humi-
llante forma de violencia, una violencia que mina la base misma de mi identidad (mi “ima-
gen de mí mismo”)». (Slavoj Zizek, El acoso de las fantasías, op. cit., p. 197).
121
«[…] en la paranoia todo hace signo para el sujeto; la cadena significante se recalienta,
quema, escalda y el sentido prolifera por abundancia. Este derrumbamiento metonímico

153
incomoda122, necesitamos que vuelva la cantinela. Ni siquiera en el club
Silencio de Mullholand Drive dejaba de sonar la canción cuando «La Llo-
rona de Los Ángeles» caía desplomada. Siempre hay un ruido minúscu-
lo o algo extraño que nos atemoriza. No existe el «silencio perfecto»123.
Las Vegas, aquel lugar desértico-paradisíaco para la Mafia, trans-
formaba lo sublime, ipso facto, en grotesco124. Little Italy, en Los Sopra-
no, es atravesado por un autobús de turistas; un colega, conversando
por teléfono móvil con Phil Leotardo, sale en pocos pasos de su terri-
torio «originario» para tener que retroceder espantado al verse ya en
Chinatown. Henry Hill confiesa, con todo el desencanto del mundo
en su último parlamento en Uno de los nuestros que, tras la delación,
era un don-nadie: «tengo que esperar como todo el mundo». El juego
ha terminado. Los Soprano terminan, apoteósicamente y también de
la forma más cotidiana posible, sin final125. Diez segundos de fundido
a negro, sin sonido. No hay misterio y eso es lo inquietante.

del sentido, que no encuentra ya ningún tope en el significante basal del Nombre del
Padre afectado por la forclusión, es sustituido en la melancolía por el descenso (ba-
jo cero) de la temperatura del sentido. La certeza melancólica no da lugar, en efecto, a una
arquitectura de ideas particular […], sino que contrae el delirio al punto extremo
de una fijación silenciosa (en el sentido freudiano del silencio de la pulsión de muerte) con
la Cosa». (Massimo Recalcati, op. cit., 2003, p. 45).
122
«En el último otoño, la BBC ha comenzado a difundir grabaciones de murmullos y de
ruidos de conversaciones, destinados a las oficinas de las grandes empresas, en las que los
empleados se quejan del silencio mortal que reina en ellas». (Paul Virilio, El procedimiento
silencio, Buenos Aires, Paidós, 2001, p. 97).
123
Michel Chion subraya la importancia de la locura en Mulholland Drive de David Lynch,
pero también la capacidad que tiene para sugerir la presencia de alguien que nos da-
rá, literalmente, un susto de muerte: « ¿Y si jugase con el recorte de las escenas al “Cucú,
¿quién es?”. Pero el “cucú” del adulto funciona demasiado y el niño que quería jugar, gri-
ta. O bien: ¿y si jugara a hacer desaparecer a un personaje en cuanto sale de campo? Abra-
cadabra, ¡hop!, ya no está, pero verdaderamente ya no está. Por último, ¿y si sugiriera un
ambiente terrible en un lugar normal, bien por gruñidos, bien por un silencio perfecto en
el que no se destaque más que un ruido minúsculo? También funciona, y lo familiar se
convierte en lo más inquietante del mundo». (Michel Chion, David Lynch, Barcelona,
Paidós, 2003, p. 328).
124
«Sin ninguna exaltación, Las Vegas ha situado su justa medida en el exceso y su centra-
lidad en la extremidad. Nada que no sea susceptible de una exageración infinita puede ser
promulgado en la ciudad». (Bruce Bégout, Zerópolis, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 86).
125
«No había —escribió Alexandra Stanley en The New York Times— un buen final posible,
así que Los Soprano terminó sin final. El último y abrupto capítulo era una travesura. Los
espectadores agonizaban ante el cierre de una de las series de televisión más adictivas de
los últimos tiempos. El suspense creado por la última escena era casi cruel. Y la última
canción Don t Stop Believing, de Journey, tenía que ser una broma».

154
Coda Soprano: Smash cut
Rodrigo Fresán
DIEZ. Yo estaba seguro de que el término era fade to black o fundi-
do a negro. Me refiero a lo que sucede en una película o en un episo-
dio de una serie de televisión cuando la imagen desaparece y la pantalla
del cine o del televisor se tiñe del color de la nada o del color del todo.
Pero no: resulta que —desde un punto de vista técnico— lo que
sucede al final del último episodio de Los Soprano se llama smash cut.
Algo así como corte violento.
El fade to black es una despedida lenta en la que los colores se van
desvaneciendo de a poco, despacio, hasta hundirse en la oscuridad
con un suspiro, con una caricia.
El smash cut, en cambio, es abrupto como una bofetada, como
una puerta que cierra el viento, como el disparo de un revólver.

NUEVE. Y meses atrás yo caminaba junto al gran escritor irlandés


John Banville (quien bajo el alias de Benjamin Black firma grandes
policiales en el Dublín de los años ’50 donde la mafia se conoce con
el nombre de «iglesia católica») y nos detuvimos frente a uno de esos
inmensos cuadros para los que posaron para la eternidad efímeras
familias reales aunque no del todo verdaderas.

157
«Parecen Los Soprano», apuntó Banville frente a un Goya, a que-
marropa y con una sonrisa. Y enseguida agregó: «¿A ti te gustó el
final de Los Soprano?».
«Mucho», respondí.
«A mí también…», continuó Banville, y concluyó: «El mundo se divi-
de entre aquéllos que piensan que el final de Los Soprano es absolutamen-
te perfecto y aquéllos que lo consideraron una porquería y una estafa».

OCHO. Y, claro, el célebre y tan comentado final de Los Soprano —se


asegura que ya desde el principio estaba en los planes del padrino de
la serie, David Chase— fue uno de esos finales.
Como el final de Casablanca o de 2001: A Space Odissey.
Se lo ama o se lo odia.
Se lo entiende o no.
Y lo cierto es que hubo mucha gente que no entendió el final de
Los Soprano.
Y hubo mucha más gente que no supo ver la formidable astucia
del creador y los guionistas de la serie, quienes —sabiendo que
habían producido un clásico del formato y del género— compren-
dieron que, ante la enormidad de la ocasión, todo final resultaría
decepcionante; porque nada decepcionaba más a los millones de
seguidores de la serie que enfrentarse al hecho de que Los Soprano
iba a terminar, que ya no irían a visitar semana tras semana a su ver-
dadera y más querida familia.
Así que no tuvieron mejor idea que la gran idea de ofrecer un
final que no fuera un final.
Y sin embargo…

SIETE. …no hay final más terminal que el de Los Soprano.

SEIS. Pero, antes de llegar allí, algunas apreciaciones personales y,


pienso, pertinentes.
Escribo todo esto sin volver a ver ni mirar.
Nada de rewind aquí.

158
Escribo de memoria.
Escribo todo esto unos tres años después de haber visto Los So-
prano por primera vez.
Me explico: yo no me enganché a Los Soprano cuando comenzó
a emitirse Los Soprano y yo no padecía síndrome de abstinencia
cuando terminó Los Soprano luego de seis temporadas.
Yo opté por esperar a que terminara Los Soprano y recién enton-
ces mudarme a su casa de Nueva Jersey teniendo bajo mi televisor
todas y cada una de las cajas con todos y cada uno de los ochenta y
seis episodios de Los Soprano.
Así que, hasta que llegó ese momento, cuando alguien comen-
zaba a hablar acerca de algo que había ocurrido en el último epi-
sodio de Los Soprano yo me tapaba los oídos y ponía la mente en
blanco o salía discretamente de la habitación. Yo no quería saber nada
de Los Soprano hasta no poder saberlo todo acerca de Los Soprano.
Yo ya me había arrastrado, semana tras semana, siguiendo en
insuficientes y homeopáticas dosis a Twin Peaks (el Big Bang de to-
do el asunto), a Six Feet Under y a Deadwood y a Alias y, ahora, sufría
la lentitud semanal y los agujeros blancos entre temporada y tem-
porada de The Wire.
Y no quería volver a pasar por eso (aunque, sí, ha vuelto a suce-
derme con Mad Men y me sucedió hasta hace unos pocos días con
la formidable Battlestar Galactica).
Ya lo dije alguna vez y —cut and paste, expresión que suena tan
mafiosa— vuelvo a decirlo aquí:
«No pasa semana sin que algún intelectual de renombre diga eso
de “Si Cervantes / Shakespere / Austen / Dickens / Dumas / Proust
viviera, hoy estaría escribiendo guiones para la HBO”, o algo por el
estilo […]. Pero, enseguida, la cosa vuelve a complicarse cuando
alguien suelta como si nada un “La Gran Novela Americana se es-
cribe en estos días como guión de serie televisiva”. Y, así, otra vez,
volvemos a sintonizar el colorido fantasma de Scherezade y el epi-
léptico ruido blanco del zapping […]. Está claro que, hoy por hoy, la
televisión ha incorporado lo mejor del gran cine, se ha quitado de
encima tabúes y límites gracias a esa zona libre que son los canales
de pago. Y que buena parte de los mejores actores y actrices a los que
ya nada tiene para ofrecerles o pedirles un celuloide cada vez más

159
adolescente y efectista, gravitan con naturalidad y gracia hasta la
pantalla pequeña cada vez más grande y ocupando un espacio cada
vez mayor en las salas de los hogares de esta nueva Gran Depresión
[…]. Pero: ¿la Gran Novela Americana? “Esto no es televisión” pro-
clama, críptico, el lema de la HBO cuando en realidad debería decir:
“esto sí es, por fin, televisión y lo que la televisión siempre debe-
ría haber sido; disculpen, por favor, las molestias ocasionadas por
la demora, prometemos que no volverá a ocurrir” […]. Y si se trata
de insistir en la potencia novelística de la nueva televisión, OK, de
acuerdo. Pero introduzco un matiz: las grandes series de hoy sólo
funcionan —novelísticamente hablando— cuando el espectador/lec-
tor dispone, por lo menos, de una temporada completa y puede ad-
ministrar tiempos e intensidades como si se tratase de un libro. De
otro modo, buena parte de lo mejor que se emite por estos días
—semana a semana— resulta insuficiente y no satisface del mismo
modo en que alguna vez lo hicieron los sucesivos capítulos de algún
folletín victoriano. Así, no es que estemos viviendo una edad dorada
de la TV sino una edad dorada del DVD. Créanme: se lo dice alguien
que tuvo la paciencia y la disciplina de esperar varios años a que con-
cluyera Los Soprano y recién entonces irse a vivir, feliz, a esa casa de
Nueva Jersey durante un par de meses».

CINCO. Lo de antes, lo de más arriba: esperé, tuve disciplina y con-


tención y el retraso tuvo su recompensa (la personal administración
de tiempos e intensidades) y, también, sus desventajas. Porque voy a
ser sincero a costa de ser acribillado: Los Soprano me pareció muy
buena, sí, pero no mejor que Six Feet Under o de esa cima hasta ahora
jamás superada que es The Wire. Los Soprano me parecía, además, un
tanto anticuada. Y, la verdad, nada me resultaba menos interesante
—y más inverosímil— que los interludios psicoanalíticos con la doc-
tora Melfi.
Digámoslo así: The Wire es The Beatles. Pero The Beatles no po-
drían haber existido si no hubiera existido antes Elvis Presley. Y Los
Soprano es Elvis. O —tal vez mejor— Frank Sinatra. Aunque a veces
Los Soprano se parece un poco demasiado a Dean Martin. Lo que no
es un insulto sino casi todo lo contrario.

160
CUATRO. Y algunas cosas que jamás olvidaré de Los Soprano:
1. Woke Up This Morning.
2. Christopher Moltisanti (Michael Imperioli) y Tony Blundetto
(Steve Buscemi) y Adrianna La Cerva (Drea de Matteo), Gloria
Trillo (Annabella Sciorra quien, a decir verdad, usurpa un rol
hecho para la nunca del todo bien ponderada Marisa Tomei),
Svetlana Kirilenko (Alla Kliouka Schaffer), esa mujer a la que le
falta una pierna, el guionista J. T. Dolan (Tim Daly), el ubicuo
sacerdote Phil Intintola (Paul Schulze) y el cameo de Martín
Scorsese: «I liked Kundun!».
3. Aquel episodio tan hermanos Coen donde Christopher y ése cu-
yo nombre no recuerdo (lo busco, lo encuentro: Peter Paul Gual-
tieri, interpretado por Tony Sirico, alguien exactamente igual
a un amigo de mis suegros) se pierden y discuten en un bos-
que nevado.
4. Las aventuras comatosas/budistas de Tony Soprano y los epifáni-
cos y salingerianos patos del primer episodio.
5. El Bada Bing! como infernal cielo o celestial infierno en la Tierra;
esa carnicería donde, a menudo, tienen lugar carnicerías; y el res-
taurante Vesuvio, siempre a punto de entrar en erupción.
6. Livia (Nancy Marchand), la madre de Tony Soprano.
7. El monstruoso Tío Corrado John «Junior» Soprano, Jr. (Domi-
nic Chianese).
8. Las constantes alusiones a las naranjas de El Padrino.
9. Las tristezas y alegrías y más tristezas de ser retoño de un gáns-
ter: Meadow Mariangela Soprano ( Jamie-Lynn Sigler) y Anthony
Soprano, Jr. (Robert Iler).
10. Y —por supuesto, volviendo a lo del principio— el final de Los
Soprano.

TRES. Y fue James Gandolfini (Tony Soprano) quien —enseguida


atrapado e interrogado sobre el particular final de Los Soprano, exi-
giéndosele una decodificación de un enigma para muchos dema-
siado cercano a Dan Brown— ilustró de qué iba la cosa más o menos
con estas palabras: «La explicación al final de Los Soprano es la
siguiente: el final de Los Soprano significa que, dentro de diez años,

161
cuando todos estemos muriéndonos de hambre, nos reuniremos
para Los Soprano 2 o Los Soprano: The Movie».
Gandolfini, claro, bromeaba e ironizaba e intentaba quitarle
importancia a algo que se había vuelto demasiado importante.
Recuerden: la familia Soprano (Meadow, al parecer, llegará tar-
de, no encuentra sitio para estacionar) reuniéndose para cenar en el
bar-restaurante Holsten’s, y múltiples pistas que nos hacen pensar
que en cualquier momento todo va a pasar para que, finalmente, al
final, no pase nada.
O mejor aún: no vemos lo que pasa porque la familia Soprano
tampoco ve lo que les pasa, lo que les pasó.

DOS. No lo vemos, pero lo presentimos porque, de pronto, recor-


damos (o al menos lo recordé yo, porque lo tenía más fresco, por-
que veía unos cuatro episodios de Los Soprano por noche) esa esce-
na en la que Tony Soprano explica que su momento favorito de El
Padrino (las películas de Coppola son algo así como la Biblia pa-
ra los Soprano) es aquél en el que Michael Corleone venga a su padre
en un restaurante y, de algún modo, previa excursión al baño, se pa-
sa al «Lado Oscuro».
Y atención: no olvidar las múltiples conversaciones y alusiones, a
lo largo de los episodios, relativas a que «uno nunca oye o ve venir la
propia muerte».
Así que, mi teoría, es que ahí, en la oscuridad, en el negro abso-
luto y fúnebre del último segundo del último episodio de Los Sopra-
no (donde por única y primera y postrera vez no se oye una canción
de despedida), algo terrible sucede. Algo muy terrible. Algo que no
queremos ver (y no vemos), pero que no podemos dejar de imaginar
mientras sentimos la extrañeza de saber que, a partir de ahora,
vamos a extrañar mucho a todas esas personas.

UNO. Y hay un site de internet donde se analiza toda la cuestión,


segundo a segundo, detalle a detalle (desde los movimientos michael-
corleonescos del hombre con la chaqueta de Members Only rumbo
al baño hasta el uso de la canción Don’t Stop Believing de Journey

162
como ruido de fondo en en Holsten’s) como si se tratara de aquella
pequeña y casual película de un tal Zapruder donde se nos muestra
el magnicidio de un tal J.F.K., una radiante y, dicen, mafiosa maña-
na de Dallas ‘63.
Pasen y lean y háganse un tiempo porque el texto y los comenta-
rios —puestos en papel y tinta— tienen la extensión de una novela
más o menos corta.
Aquí —allí— está:
http://masterofsopranos.wordpress.com/the-sopranosdefinitive-
explanation-of-the-end/
Allí —aquí— está todo: el obsesivo y un tanto patológico invi-
sible asesinato de los Soprano reconstruido cuadro a cuadro (des-
cartando la teoría, también propuesta, que defiende que lo que se
muestra y no se muestra no es más que la paranoia con la que Tony
Soprano tendrá que vivir por el resto de sus días y noches y hasta
insinuando un vínculo un tanto delirante con el 11 de septiembre
de 2001 y el retorno de entre los muertos de Adrianna La Cerva en el
cuerpo de un gato color naranja) y las docenas de comments de lec-
tores proponiendo sus versiones del asunto. La cantidad de tiempo
libre y de pasión apresada de todos ellos por Los Soprano es algo que
conmueve e inquieta y horroriza.
Como Los Soprano.
Y aquí estoy yo leyendo todo eso y tomando notas y recor-
dando y entonces —cómo es que no lo vi antes, cómo no lo vio na-
die antes— se me ocurre otra posible teoría —una absoluta certe-
za en realidad— para explicar el final de Los Soprano y ahora voy
a ponerla por escrito y

CERO. Smash Cut.

163
Los
Soprano Forever. Antimanual
de una serie de culto es un libro editado
fuera de colección. Compuesto en tipos Dante
y Smart Frocks, este texto se terminó de imprimir en
los talleres de EFCA por cuenta de ERRATA NATURAE
EDITORES en octubre de 2009, miles de muertos después
de que Jimmy Diamantes, padrino de Al Capone y jefe de los
bajos fondos de Chicago entre 1910 y 1920, fuera asesinado por
uno de sus lugartenientes. Cinco mil asistentes enlutados se reu-
nieron para el entierro: contrabandistas de bebida y senadores,
dueños de prostíbulos y altos funcionarios, gánsteres y policías, que
acompañaron un féretro porteado por tres jueces, un fiscal, el di-
rector de la ópera metropolitana, dos miembros del congreso y
varios concejales. Mientras los asistentes arrojaban las primeras
glebas de tierra sobre el ataúd, el empresario de pompas
fúnebres entregó a un subalterno del clan, con extrema
discreción, una factura de cincuenta mil dólares, que
incluía, además, la actuación del famoso cuar-
teto Apollo entonando el himno coral
Más cerca de ti, ¡oh Dios mío!

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