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Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Del mismo modo que, según dicen, la piedra tiende por su peso hacia el centro
de la tierra y en él se precipitaría por si misma, como en el lugar de su definitivo
descanso, así también nuestra alma tiende hacia Ti, Dios mío, con todo el peso
de su amor. En ese movimiento que hacia Ti la lleva podemos considerar
algunos centros sucesivos, que son como jalones de etapa, o puntos
provisionales de descanso, desde los cuales el alma se lanza de nuevo hacia TI,
Dios mío, con una visión más clara de su fin, con un amor más impaciente y
unos deseos más avivados que dan a su marcha hacia adelante una aceleración
misteriosa. Pero de etapa en etapa, de morada en morada, de centro en centro,
el alma llega por fin hasta TI. Y entonces su movimiento se detiene. No tiene ya
razón de ser, puesto que el alma ha llegado al término de sus deseos y de su
camino. Ha llegado a su fin. Y entonces descansa en él, en la definitiva y
apacible posesión de su Tesoro y de su Todo.
una vida divina, circula a oleadas en ella. Le parece, no sin razón, que su Dios le
ha llevado hasta lo más íntimo de sí misma y que ella se ha apoderado de Él en
ese misterioso paraje en donde se confunden lo finito y lo infinito, cuando Dios
estaba totalmente ocupado, como la más tierna de las madres, en dar a su hija
la vida, la fuerza, la paz y la alegría. Y entonces, felicísima, el alma exclama: El
mismo Dios restaura mi alma.
INTIMIDAD
Lo que tenemos que repetir mucho, de tanto como asombra e, incluso, a primera
vista, desconcierta, es que esta posesión de Dios por el alma es lo más real que
hay en el mundo. Hay algunas almas que pueden decir con toda verdad: "Dios
está en mí". Y no hay en ello exageración ni ilusión alguna. Esa frase es la
expresión fiel de la realidad. Cierto que esta posesión de Dios tiene grados, y
muy diversos. Pero hay un fondo común a todos ellos, bien traducido por el
Cantar de los Cantares: "Mi Amado es mío". Antes, el alma interior deseaba a
Dios. Lo buscaba, lo escuchaba, lo entreveía; llegaba incluso a darse cuenta de
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que estaba muy cerca de ella y de que ella estaba muy cerca de Él, allí, en el
fondo de sí misma. Pero entre buscar a Dios y luego encontrarlo y, sobre todo,
poseerlo, hay un abismo. Son cosas muy distintas, Y esa diferencia que entre
ambas existe, lo es todo.
Si Dios está en el alma, también el ama está en Dios. El alma se da, Dios la
acepta, se posesiona de ella y el alma interior se da cuenta de esa toma de
posesión. El alma no pierde su naturaleza ni su personalidad. Y, sin embargo, ya
no se pertenece. Ha cedido gustosa su derecho de propiedad, y otro lo ejerce
en su puesto. Y ese otro es el mismo Dios., Sólo que, lejos de empobrecerla,
esa donación la enriquece. El alma da unos frutos de los cuales no creía ser
capaz. Los saborea a sus anchas y juzga que tienen un delicioso gusto a
eternidad. Pero, por encima de todo, experimenta una sensación de liberación,
de verdadera libertad, que la extasía de gozo. Ésta es la libertad de los hijos de
Dios. ¡Sufrimos tanto al ser de nosotros mismos!… ¡Somos tan dichosos al no
ser ya sino de nuestro Dueño, de Dios!: Yo soy para mi Amado, y mi Amado es
para mi.
Cuanto más se adueña Dios de mí, mayor posesión tomo yo de Él. Todas sus
riquezas son para mí. Participo de su Ciencia, de su Sabiduría, de su Poder, de
su Bondad. Nadie puede comprender esta misteriosa comunidad de bienes. Es
una especie de igualdad o, mejor aún, de unidad. El alma tiene la impresión,
clarísima, de ser divinizada. Está dentro de Dios, es Dios en el sentido en que
esto es posible para una pobre criatura. Y no contento con hacerla comulgar así
en su naturaleza y en su vida íntima, Dios le hace participar en ciertos momentos
en el gobierno del mundo . El consejo de la adorable Trinidad se celebra dentro
de ella, y el alma asiste a él, absorta de conmovida admiración.
"MATRIMONIO" ESPIRITUAL
Tú, Dios mío, creaste las almas a tu imagen, las hiciste semejantes a Ti. Luego
les comunicaste tu propia vida. Bajo las sombras de la fe creen ellas lo que Tú
ves; esperan lo que Tú posees; aman lo que Tú amas, es decir, a Ti mismo. Las
almas, gracias al principio sobrenatural de vida que Tú insertaste en lo más
profundo de ellas, pueden, pues, alcanzarte a Ti mismo en tu vida íntima,
comulgar verdaderamente en esa vida bienaventurada, decir a su manera tu
adorable Verbo, producir a su vez tu Espíritu de Amor. Y luego, bajo el impulso
dulcemente irresistible de ese Espíritu divino, las almas pueden refluir hacia Ti,
¡oh Padre, oh Hijo!, y reanudar constantemente, con un goce constantemente
renovado, ese delicioso y sosegado proceso. ¿Hay en el mundo nada más bello
que un alma que vive de tu vida, Dios mío?
Llega un momento en el que quieres que el alma que así la vive bajo las
sombras de la fe vea disiparse de repente esas sombras casi por entero. Una
misteriosa claridad la penetra por todas partes. Está totalmente iluminada dentro
de sí por ella sin que sepa bien cómo, sin que vea el foco de donde brota tan
dulce luz. Bajo la influencia de ese rayo de fuego el alma se ve a sí misma
viviendo de tu vida, comulgando en el conocimiento y en el amor que tienes de
Ti mismo, pronunciando el Verbo del Padre, exhalando el Espíritu de Amor del
Padre y del Hijo; ardiendo en la caridad del divino Espíritu, adorable Trinidad.
Está más bella que nunca. Pues todo es en ella, como en Ti, orden, poder,
esplendor, armonía y paz.
Pero para que el alma interior no pueda dudar de la realidad de su dicha, Jesús
se digna asegurársela por Sí mismo. Le habla. A veces se sirve de la lengua
común de su Esposa. Y entonces ésta oye claramente una voz que le dice
dentro de ella misma: «Voy, voy a mi jardín, Hermana mía, Esposa». Pero lo más
a menudo, Jesús le habla sin la ayuda de los sonidos. Con un lenguaje
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En esta alma reina una profunda armonía. El Espíritu Santo, artista de hábiles
manos, la está modelando desde siempre. De la voluntad, suave como la arcilla
y firme como el oro, ha hecho Él un collar irreprochable que conserva
perfectamente unidas entre sí a todas las demás facultades. Las facultades
sensibles sirven a las facultades interiores y las obedecen. Éstas, por su parte,
están a las órdenes de esa voluntad a la que el amor divino ha penetrado hasta
lo más intimo. Y todo ese mundo interior así ordenado tiene algo firme, gracioso
y fuerte que agrada a tus miradas, Dios mío; es como una participación de esa
armoniosa simplicidad tuya que fundamenta, me atrevería a decirlo, tus
innumerables e infinitas perfecciones. Nos basta entonces una palabra para
decirlo todo cuando te consideramos desde ese punto de vista: «Caridad.» Nos
basta también con esa misma palabra para decirlo todo cuando hablamos de tu
Esposa.
SU MODESTIA
Tu Esposa ama la paz. Sus preferencias la llevan hacia una vida muy sencilla.
Tiene gustos modestos. Las más humildes ocupaciones de la vida cotidiana no
le desagradan; antes al contrario. Se dedica a ellas gustosamente. Trabajar en
silencio su huerto; cuidar de que esté muy limpio y bien cultivado; fomentar las
pequeñas virtudes; interesarse por la brizna de hierba y por la flor que se abre y
se desarrolla, son cosas que le encantan. Pues, a su juicio, no hay que
descuidar nada cuando se trata de hacer más agradable el propio corazón al
Corazón de Dios, y de aumentar desde todos los puntos su semejanza con el de
Jesús.
SU SOLTURA
Las sucesivas purificaciones han devuelto las facultades del alma interior al
estado de puras facultades de conocer, amar, querer e imaginar. Han quedado
descargadas de todas las formas creadas. Todo ha desaparecido de ellas. El
fuego del amor lo ha abrasado todo. Incluso los hábitos de pensar, de querer,
etc., han sido desarraigados, no sin grandes sufrimientos. Pero las facultades no
han sido destruidas por ese proceso realizado en sus profundidades; antes al
contrario. Están más ágiles, más fuertes, más aptas para el bien que nunca. Se
parecen a las facultades del primer hombre que salió de las manos del Creador.
Ya se trate del mundo natural o del mundo sobrenatural, de la acción o de la
contemplación, las facultades, perfectamente libres, perfectamente ágiles entre
las manos de Dios, operan con idéntica facilidad. Se mueven en esos dos
mundos como sin esfuerzo. Van del uno al otro con perfecta soltura, gracias al
conocimiento que recibe el alma de las relaciones que los unen. ¿Acaso no es
Dios el Autor de esos dos órdenes? Y como consecuencia de su íntima unión
con Dios, ¿no ve el alma las cosas un poco como Dios las ve, y no las quiere
como Dios las quiere? Cuanto más puras están las facultades del alma, más
divinas son también, y más y mejor se armonizan con las obras de Dios. De ahí
esa perfecta soltura con que el alma interior pasa de la contemplación a la
acción y de la acción a la contemplación.
Se ha hecho en ella un gran vacío, luego una gran calma y, por fin, un gran
silencio. Duerme totalmente. Ya no oye nada, ni ve nada, ni piensa en nada
concreto. Sin embargo, vive, ama. Diríamos que ha retirado de si todo el vigor
que daba a sus facultades. Ha hecho que todo descanse. Pero es para mejor
amar. Concentra todas sus fuerzas en su corazón. Amar, solamente amar, amar
cada vez más es su único deseo y su única ocupación. Parece muerta y vive
más intensamente que nunca...
Antes estaba más o menos distraída de Dios merced a las cosas. Actualmente,
por el contrario, está distraída de las cosas por causa de Dios. Dios la ocupa
enteramente. Se ha adueñado de ella, en alma y, a veces, en cuerpo también.
Puede así decir el alma, y quienes se percatan de su estado pueden decirlo
también, que «ya no está aquí». Y es muy cierto. Pues «el alma más vive donde
ama que en el cuerpo donde anima» Y ahora, ama. Y ama a Dios. Luego está en
Él.
El alma interior ha sido verdaderamente conquistada por el Amor divino. Tal vez
la haya asediado durante mucho tiempo. Pero, por fin, se ha apoderado de ella.
Ha clavado en ella, con gritos de triunfo y de alegría, la, Cruz, que es su
estandarte. Y desde ese momento reina sobre ella como vencedor. Todo es allí
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suyo: espíritu, corazón, sentidos y bienes. El alma interior, arrobada por haber
sido conquistada así por la divina caridad, canta la belleza, la fuerza y la gloria
de Dios. Había temido perder su libertad si le abría las puertas de su corazón.
Pero ahora comprende que la verdadera libertad consiste en hacerse esclava
del Amor divino. Creía que se le iba a quitar todo, y se da cuenta de que se le ha
dado todo.
Pero el alma no ha sido solamente conquistada por el Amor, sino que es también
su presa. Vive en Él, pero también puede decirse que es consumida por Él y que
muere en Él. Un fuego interior la devora sin descanso, noche y día. Débil en su
origen, este fuego crece y se convierte en un inmenso incendio. Nada se le
escapa. Alcanza a todo, purifica todo, se alimenta de todo, lo transforma todo.
Un observador atento se daría cuenta de que en esta alma hay algo misterioso y
divino. ¡Cómo lograr, en efecto, esconder tan bien esta ardiente hoguera que no
la traicione ningún resplandor! Es casi imposible. Por lo demás, llega un
momento en que el mismo Dios acaba por permitir que ese incendio de amor
estalle de algún modo. Conquistada primero, y víctima luego de la caridad, el
alma interior se convierte así en el heraldo de Amor eterno. Lo predica, lo
difunde. Poco importa el medio ambiente en que transcurra su vida. pues hasta
en la más profunda soledad su programa seguirá siendo el mismo; y cuando no
pueda hablar ni escribir, siempre y en todas partes podrá orar, sufrir, amar…
¡Qué puro es tu amor, Dios mío! Es el amor de un espíritu por otro espíritu.
Ignora lo que San Pablo llamaba la carne, y ella lo ignora también. No pertenece
a su mundo; está infinitamente por encima de ella. Más aún: le hace la guerra, y
una guerra despiadada. Para que pueda vivir, para que pueda desarrollarse a su
gusto en nosotros, es menester que la carne se doblegue, se vaya desecando
poco a poco y acaba por morir. De esa misteriosa pugna es nuestra alma a la
vez teatro y premio. ¡Feliz mil veces Aquella que, para unirse a Ti, no tuvo que
padecer esas crucificantes, pero necesarias purificaciones del amor!
Qué fuerte es también tu amor, Dios mío! Podemos apoyarnos sobre él con toda
seguridad, pues jamás se nos zafa. El alma que a Él se une llega a ser tan firme
e inmutable como Él. Puede sentir en sus facultades sensibles el inevitable flujo
y reflujo de las emociones, pero su fondo íntimo no es turbado por ellas.
Descansa sobre la tierra firme de tu amor. Si la tentación trata de inquietar su
paz, el alma interior no tiene que hacer sino adherirse más firmemente a tu amor,
para reducirla a la impotencia y para verla desaparecer. Tu amor es su refugio,
su fortaleza. Allí está en seguridad. Nadie podría alcanzarla. La protege por
todos los lados. La envuelve por todas partes. Es esa nube, luminosa y
tenebrosa a un tiempo, que la guía y la oculta. El alma se siente verdaderamente
¡Qué abundante es tu amor, Dios mío! Es un tesoro. Contiene todos los bienes.
Es inagotable. Todo me viene de él. Es el primer don totalmente gratuito y
totalmente gracioso. ¿Por qué me has querido, Dios mío? Únicamente porque
has querido y porque eres bueno. Al darme tu Corazón, me lo has dado todo.
¿No eres Tú el poder infinito? ¿Y no está ese poder como al servicio de tu
Amor?
LLAGA DE AMOR
El mal que padece y del que se queja tu Esposa es misteriosísimo. Pero Tú que
lo has causado, Dios mío, lo conoces bien… Empezaste por hacerle en el
corazón una heridita tan pequeña que apenas si el alma podía sentirla. Luego,
poco a poco, se ensanchó. Se hizo más profunda. El alma ya no fue sino una
llaga que nadie sabía curar, y a la que todo avivaba y hacía sufrir. El dolor que
destilaba esta llaga, por otra parte delicioso, llegó a ser intolerable. El alma
gemía, se quejaba, gritaba. Bien sabía ella que no había más que un remedio
para su mal: un amor más grande que la liberase de su cuerpo, la hiciera morir y
la arrojase por fin y para siempre en tus brazos. Por lo menos ella quena sentir
junto a si a su único Médico, que eras Tú, Dios mío. Pero Tú no heriste tan
profundamente a esta alma amadísima sino para llenarla de Ti mismo. Tú eres el
alimento de la llama que encendiste; aliméntala, pues; no puede vivir más que
de Ti.
Todas las almas, Dios mío, deberían ser heridas por este misterioso mal. ¿No
eres Tú la Bondad perfecta y la Belleza infinita? Nuestro corazón, hecho por Ti,
¿no está hecho para Ti? ¿Por qué, pues, hay tan pocas almas que te amen de
veras? Pero no hemos de volvernos contra Ti, Dios mío, sino contra nosotros
mismos. Pues Tú te mantienes a la puerta de nuestro corazón, y llamas a él de
mil maneras. Pero nosotros no oímos tu voz, pues hay en nosotros demasiado
ruido. O si la oímos, no nos decidimos a abrir y a darle para siempre y por
completo nuestra voluntad. En el fondo, nuestra alma está enferma, y de un mal
que la mata; el amor de si misma; cuando debería estar enferma de un mal que
la haría vivir en plenitud y para siempre: el mal de tu amor, Dios mío. ¡Señor.
cúranos del mal humano! ¡Señor, enférmanos del bien divino y que esta
enfermedad nos haga morir!
Si el Amado tiene que hacer alguna confidencia, escoge ese momento. Y sin
ruido de palabras, casi sin que el alma se dé cuenta, le dice lo que quiere
decirla. Al volver a su vida ordinaria, el alma conserva un recuerdo general,
impreciso, pero muy real, de haber sido instruida por Él. Luego, en el momento
oportuno, esta enseñanza escondida en el fondo de sí misma se le aparece
simplemente, sin esfuerzo, con un carácter neto, preciso, firme, seguro y práctico
que la asombra y entusiasma. Bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de
Amor ha germinado la misteriosa semilla y se abre dulcemente en el instante
deseado. Y aunque el Verbo divino se haya contentado con acercar a Él esta
alma amada, como Él es luz, el alma ha ganado luminosidad por participación. Al
volver en medio de las cosas, aquella, alma no las ve ya con los mismos ojos, no
las aprecia ya del mismo modo. Ha cambiado respecto a ellas y las cosas ya no
le hablan la lengua de antaño.
CONOCIMIENTO DIVINO
Dios se complace en hacer ver las cosas al alma interior como las ve Él mismo.
Revela sus secretos a sus amigos, y, por lo común, con tanta mayor claridad
cuanto más los ama. Lo primero que les enseña con precisión y claridad
absolutamente nuevas es el mundo de la naturaleza, sus bellezas, sus
perfecciones, la variedad de los elementos que lo componen y su perfecta
armonía en la unidad. Los cielos se convierten en un libro que les expone la
Sabiduría, el Poder y la Bondad de su Dios: Los cielos describen la gloria de
Dios (Ps 19, 1)
concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rom. 8, 28). Eso es
lo que contempla el alma interior después de descubrirlo en su vida personal y
en la de los demás.
Pero lo que Dios quiere revelarle ante todo es a Él mismo. Sin duda que no caen
todos los velos de la fe; pero los que quedan no perturban las relaciones del
alma con su Dios. Trata el alma con Él como si lo viera, y con tanta mayor
sencillez cuanto que lo siente vivo en su corazón, lo saborea y lo posee. Esta
posesión consciente es en sí misma una especie de conocimiento cuasi-
experimental de Dios, como el que puede tenerse de un fruto que se viera de un
modo borroso a causa de debilidad de la mirada, pero que se saborease
ampliamente. Las dos fuentes de conocimiento de un solo y mismo objeto, al
combinarse, dan al alma un gozo pleno, verdadero, anticipo de la felicidad
eterna.
Cuando un alma entra por primera vez en Dios, experimenta la impresión que
tendría una persona que penetrase de repente en una vasta habitación llena de
los tesoros más ricos y más variados. No captaría cada uno de ellos con detalle,
sino que tendría solamente una visión de conjunto. Pero esta visión le causaría
un gozo único, hecho en cierto modo de todos los goces que gustaría si le fuera
dado admirar cada uno de esos tesoros en particular. Tus atributos, Dios mío,
son esos tesoros. Al unirse a Ti, el alma interior los ve de una sola ojeada y los
saborea todos a la vez, porque Tú eres la riqueza y la simplicidad a un tiempo. Y
la impresión que produces en nuestro espíritu y en nuestro corazón participa de
ambas. Al encanto de este gozo, tan nuevo para el alma, se añade algo
inagotable, infinito, que se mezcla discreta y deliciosamente en él, como sello
propio de los goces verdaderamente divinos.
Poco a poco el alma se habitúa a vivir en esa celda interior. Habita en ella. La
convierte en su morada. Cuando tiene que dejarla, sufre; se siente incómoda,
como alguien que se encuentra fuera de su sitio. En cuanto puede vuelve a ella.
Pide humildemente a su Dios que al reciba de nuevo. Dios no siempre la atiende
inmediatamente. Entonces ella suplica, y espera confiada y en paz. Pero
permanece allí, como verdadera virgen fiel, atenta al menor sobresalto precursor
de la venida del Esposo. Llega un momento en que su Dios le hace entrar de
nuevo en Él. Nuevas luces, nuevos asombros; nuevos goces también, y mucho
más profundos; he ahí la recompensa de su fidelidad: "¡Muy bien, siervo bueno
y fiel…; entra en el gozo de tu señor!". (Mt. 25, 21)
atributos se deja conocer mejor y saborear más. El alma los participa más a
fondo y de modo más consciente. Acabamos por ser lo que amamos. Y en este
caso, la cosa es tanto más fácil cuanto que Dios habita realmente en el alma.
Está como al alcance de la mano. En cuanto se muestra, la voluntad se lanza
hacia Él y se adhiere a Él con todas sus fuerzas. Se produce entonces como
una deificación consciente del alma, ya general y confusa, ya más precisa y más
clara en forma de comunión en el Poder, en la Sabiduría, en la Bondad, en la
Misericordia o en algún atributo de Dios. Se hace también bajo forma de unión,
ya con la Trinidad íntegra, ya con alguna de las Tres adorables Personas.
Cada persona de la Santísima Trinidad (aunque esto suceda por una acción
común) se asimila el alma y se la asemeja para que pueda actuar del mismo
modo que aquella Persona y logre su dicha en esa acción.
Sus manos son fuertes como las de un obrero vigoroso, y flexibles como las de
un artista genial. Nada escapa a estas manos divinas. Nada se le resiste. Lo
dirigen todo, hombres y cosas, hacia donde les place. De esas manos salen
maravillas, que son como otras tantas piedras preciosas que las adornan. La
Esposa se percata de lo que ese Obrero divino realiza en ciertas almas, de las
obras maestras que sabe sacar del barro humano. El alma queda absorta de
admiración ante todo ello. ¿Pues qué puede haber más bello, Dios mío, que el
espectáculo de tu Amor en lucha con un alma? ¡Qué argucias, qué delicadezas
y, a veces, es cierto, qué golpes tan tremendos para desligarla de todo! ¡Qué
paciencia para purificarla a fondo, qué generosidad y qué arte para
embellecerla, qué ardor para abrasarla, qué aliento tan poderoso para levantarla
por encima de todo, aún de ella misma, para que pueda amarte sin medida y
predicarte sin miedo! ¿Qué puede haber más hermoso que un alma de Santo?
¿No es Dios quien la ha hecho lo que es por el poder de su gracia? ¡Dichoso el
que ve las manos de Dios trabajando en el mundo!
barro, lava, purifica, talla, corta, pule, transforma. Y no opera sólo desde fuera,
sino, sobre todo, desde dentro. Sólo ella puede hacerlo. Incluso cuando se sirve
de un instrumento es ella, en realidad, quien trabaja con él y por él.
Es hermoso ver cómo se transforman poco a poco las almas bajo la acción
divina. Son como otras tantas maravillas que salen de los dedos hábiles del
Obrero divino, como piedras preciosas destinadas a adornar la Jerusalén
celestial, tan numerosas, tan variadas en su forma como en su tonalidad y, por
decirlo todo en una palabra, tan arrebatadoras y tan bellas. Aquí abajo sólo
conocemos algunas de ellas, y, además, las conocemos mal. Para que se revele
su belleza hace falta la luz del cielo. Sólo allí podremos admirar toda su riqueza y
la gracia de las manos poderosas y ágiles de donde salieron.
Cuando me dejo distraer de Ti, Dios mío, me parece que abandono la región de
la luz para entrar en la de las tinieblas. ¡Hiere tanto los ojos todo lo que no eres
Tú! Para quien te ha entrevisto sólo una vez en tu inaccesible luz, ¡es ya todo
tan deforme y tan feo! Incluso las criaturas que más te reflejan resultan entonces
casi dolorosas de ver. ¡Ellas no son Tú, Dios mío! Y eres Tú lo que el alma
quiere contemplar cada vez mejor, cada vez más fija y más profundamente. La
frase de San Agustín 12 vuelve constantemente a nuestros labios!: «Belleza
siempre antigua y siempre nueva, te he conocido demasiado tarde, te he amado
demasiado tarde!»
Sí, Dios mío, Tú eres todo Bondad, todo Belleza, todo Gracia. Tú has hecho
muchas criaturas bellísimas y, sin embargo, su belleza no puede contar junto a la
tuya. Todo lo que hay de bello y de bueno viene únicamente de Ti. Y lo que das,
no lo pierdes, pues lo posees infinitamente.
¡Oh!, hazme comprender, a mi que quiero ser dichoso, que toda felicidad, que
toda alegría está en Ti. Si yo supiera ir a Ti, embriagarme con tu Belleza,
alimentarme con tu Bondad, regocijarme con tu Alegría, saborear sin fin y como
sin medida tu Felicidad! Porque todo eso es posible, todo eso es cierto, todo eso
es necesario: «Amarás...», y, por consiguiente, serás bueno con mi Bondad,
embellecerás con mi Belleza, te embriagarás con mi dicha. ¡Oh Dios mío, que
sea ahora, ahora, y siempre!
Cuando Dios hace entrar al alma en relación como inmediata con las realidades
espirituales, y sobre todo con Él mismo, sucede algo análogo a cuando se
perciben las propiedades sensibles de los cuerpos, los perfumes, por ejemplo.
La bondad de Dios tiene su aroma, como también tiene el suyo su dulzura, y lo
mismo sucede con los demás atributos divinos. Parece que todo sucede como
si, de hecho el alma poseyera un olfato espiritual armonizado por el Creador con
los seres del orden sobrenatural, y que le permitiera reconocerlo por su olor.
Cuando el alma quiere traducir al lenguaje humano lo que experimenta en su
vida íntima con Dios, no encuentra mejor comparación: «Las cosas divinas me
hacen gustar goces que son, para mi, en el orden espiritual, lo que en el orden
sensible son los goces del olfato penetrado por el perfume de las flores.»
Un perfume delicioso brota de los labios divinos. Se diría que viene de lo más
íntimo del Corazón de Dios. Resume en él y hace gustar al alma interior todos
los encantos de los demás perfumes. ¿Por qué la esencia divina no había de
tener su aroma? Así lo comprende la Esposa en la hora bendita de su unión.
Ese perfume que ella puede llamar «esencial», esa «mirra purísima», le anticipa
EL ALMA EXULTA
EL ALMA CANTA
Hablar, y sobre todo cantar, es expresar en alta voz, sin temor, con felicidad, con
entusiasmo, aun los sentimientos más íntimos del corazón con respecto a Ti. Tú
tienes derecho, y pleno derecho, a esa manifestación sensible de la estima que
el alma te tiene y del afecto que por Ti siente. Por lo demás, esa ley se impone
imperiosamente al alma interior, al menos en ciertas horas... Pues si entonces le
fuera preciso callar su amor, se ahogaría. Es preciso que hable, es preciso que
cante, aunque esté sola. Verdad es que Tú estás siempre allí para escucharla, y
eso le basta. Su voz agrada a Dios, y una voz que agrada de ese modo puede
decirlo todo. Canta así con todo su ser. Diga lo que diga o haga lo que haga,
todo está en calma, todo está tranquilo, todo está en orden en esta alma;
impone, sobre todo, un sello de dulzura, de armonía y de paz que alegra a su
Dios. Pues, para Él, su voz es dulcísima y muy agradable.
¡Qué bien recompensada queda de sus esfuerzos el alma interior, Dios mío,
cuando te oye afirmarle que todo lo que dice, todo lo que hace, todo lo que
sufre, se convierte en una voz melodiosa que sube hasta Ti y que te encanta!
Nada hay ruidoso, duro e hiriente; pero nada tampoco amanerado, en esta voz
que tanto te agrada. Por el contrario, hay algo ágil y gracioso, firme y dulce,
armonioso.
Cerraos a la tierra y abrid esa ventana de vuestra alma que da hacia el infinito.
Permaneced el mayor tiempo posible en esa misteriosa soledad frente a ese
horizonte ilimitado, aunque nada veáis todavía, y respirad a pleno pulmón el aire
divino.
¿Quién podrá decir, Dios mío, la profundidad y el poder de tal encanto? Nada se
le escapa. Invade todo el ser, osaríamos decir que hasta los tuétanos. Es una
divinización ab intra. Se diría que tu ser, que, sin embargo, no puede mezclarse
a nada, se convierte en el mismo ser del alma. Ésta comulga -o mejor, tal vez, es
comulgada- en tu plenitud. Es la dicha insondable, la paz, la alegría, la fuerza, la
seguridad, la luz, el calor, la vida. Es todo. Es más que todo. Está por encima de
todo. Te vemos desde dentro. Te poseemos. Te saboreamos. Somos Tú mismo.
Todo ello basta para morir. Y, sin embargo, no es más que una aurora, más que
un comienzo. El horizonte se dilata. Son perspectivas infinitas y seguras. El
presente da a manos llenas. Parece agotar el poder de dicha del alma. ¡Y, sin
embargo, el porvenir dará todavía más!
Nada es tan dulce al corazón de tu Esposa, Dios mío, como oírte hacer el elogio
de su propia belleza. Y no por vanidad de su parte; no, en absoluto. Demasiado
bien sabe que todo lo que tiene lo tiene de Ti. Lo que le agrada es agradarte. Lo
que le encanta es encantarte a Ti. Toda alma que comprende lo que Tú eres no
debería tener otra ambición que ésa: atraer tus miradas y retenerlas por su
auténtica belleza.
De tu Gracia, Dios mío, podemos decir que «es más bella que la belleza». Hay
en ella un encanto infinito. Cuando invade, pues, un alma, le comunica ese
encanto delicado, penetrante, delicioso, indefinible. Esa Gracia está hecha de
dulzura, de armonía, de agudeza, de claridad también, pero tamizada y como
puntualizada. En ella nada choca, nada sorprende, nada se impone a viva
fuerza. Ejerce su imperio sin permitir casi que se percate uno de ello. Envuelve
en una atmósfera de paz, de silencio y de santidad. Se la admira sin esfuerzo y
sin cansancio. Hace olvidarlo todo. Se hace olvidar a sí misma, para hacerse
paladear mejor. Tiene algo humilde, modesto, en su manera. Sí, la Gracia, tu
Gracia, es «más bella que la belleza».
tus enemigos, Dios mío, que más de cien que no lo son. Por si sola vale como
un ejército. Por lo demás, no lucha sola. Tú le das siempre soldados, y buenos
soldados. Ella los instruye. Los forma. Les imbuye su ardor. Les comunica su
energía. Los lanza al asalto. Les asegura, por fin, la victoria. En todas las
épocas has enviado a tu Iglesia algunas de esas almas valientes, terribles como
escuadrones ordenados, y que lo han salvado todo cuando todo parecía
perdido. «¡Danos, Señor, almas verdaderamente interiores!»
Bien miradas las cosas, Dios mío, parece que esa alma privilegiada,
verdaderamente única, a la que llamas en el Cantar «mi paloma, mi
inmaculada», que no excita los celos de ninguna alma, sino que, por el contrario,
despierta la admiración y la alabanza de todas, es la dulce y pura Virgen Maria,
nuestra Madre. Sólo a Ella se aplican tus magníficas palabras, sin restricción y
sin límites. Es tu Hija única, Padre adorado; es tu arrobadora Madre, Jesús, Hijo
único del Padre, convertido por Ella en nuestro Hermano para salvarnos; es tu
Santísima Esposa, Espíritu de Amor, a quien Ella debe el ser Madre sin dejar de
ser la Virgen de las Vírgenes. No hay pura criatura, ¡oh Santísima Trinidad!, que
te sea tan querida como ésa. Es tu única, tu divinamente preferida.
Después del Corazón de Jesús, no hay objeto más precioso de conocer ni más
dulce de contemplar que el Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen. Es un
abismo de perfección, de esplendor, de belleza, de gracia, imposible de
describir. El Corazón de María es la obra maestra del Espíritu Santo. Lo
enriqueció con todas las perfecciones, con todas las virtudes.
Durante las duras pruebas que ha tenido que soportar para conquistar tu amor,
duran te tus largas ausencias, ¡oh Jesús!, el alma interior no ha permanecido
inactiva. Con sus trabajos, y sobre todo con sus pensamientos, ha sabido
componer una miel dulcísima, de delicioso perfume. Ahora te la ofrece. Dígnate
aceptarla. Le parece a esta alma como si fuera comida, absorbida por Ti. Sin
embargo, no pierde lo que tiene ni la conciencia de lo que es. Y, a pesar de todo,
se convierte en tu misterioso alimento, toda ella íntegra, sustancia y actos. Se
convierte en Ti, sin que tengas Tú que adquirir nada, propiamente hablando. El
cambio se opera íntegro en ella. Es ella la que se ha convertido en Ti. "… al
contrario, tú te mudarás en mí." (San Agustín). Verdad es que sigue siendo
sustancialmente lo que es, y, sin embargo, ya no es la misma, Ve, piensa, ama,
obra como Tú, contigo, en Ti. Si no está transustanciada, está transformada.
¡Dichosa e inefable transformación!
Durante largos días, Dios se ha convertido en aliento del alma interior. Poco a
poco la ha transformado en si mismo. Pero llega un momento en que hallándola
transformada totalmente y, por decirlo así, a su gusto, se alimenta, a su vez, de
esta alma así divinizada. Antes, ella se sentía interiormente fortificada por un
alimento a la vez misterioso y delicioso. Gustaba, en el fondo de sí misma, una
gran felicidad, una felicidad suya propia, su felicidad. Le parecía incluso que
había alcanzado los límites de la beatitud posible en este mundo. Pero aquello
no era nada, lo comprende ahora. Una alegría totalmente nueva acaba de brotar
en su corazón. Se da cuenta de que ella es como tu propio alimento, Dios mío.
Tu felicidad se convierte en felicidad. Y está prendada, embriagada, fuera de sí
misma.
Ciertamente, el alma interior no ignora que ella nada puede añadir a tu dicha
infinita. Sin embargo todo sucede en esos benditos momentos como si ella te
hiciera verdaderamente dichoso. No sólo gusta el alma de su propio goce, sino
también de tu alegría, de la cual le parece ser ella la causa. Ninguna
comparación puede hacer comprender lo que puede ser una tal felicidad. Sería
preciso corregir, sublimar hasta el infinito la, de la madre más abnegada cuando
alimenta con lo mejor de sí misma a su hijo amadísimo y pone toda su felicidad
en hacer dichosa a esa querida criaturita que tan metida lleva en su corazón, y
pensar en María, Virgen y Madre. Y el gozo del alma interior no pasa. No se
agota. Cuanto más da ella a su Dios, más le da su Dios a ella. Él es la fuente
inagotable del amor. A medida que se va saciando, llena su corazón, y eso es lo
que colma de gozo a su Esposa.
Muchas almas aun piadosas, no comprenden los impulsos del alma interior, su
verdadero estado, lo que legítima sus actos. ¿Hemos de asombrarnos de ello?
¡Nada de eso! Para juzgarla con verdad sería menester poseer una ciencia muy
profundizada de los efectos misteriosos del Amor divino o sufrir uno mismo del
mal que ella padece. Eso es muy raro. Y el ideal, la unión de la ciencia
especulativa y del conocimiento experimental, personal, todavía lo es más. Un
San Juan de la Cruz, por ejemplo, no es dado al mundo, según parece, a cada
generación de hombres. Pero aunque lo fuera no se le podrían someter todas
las almas heridas por el mal del Amor divino. Tienen éstas que aceptar el ser
más o menos incomprendidas.