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MACHOTE

FUTBOLERO*
de Tomás Henríquez Murgas

A mi viejo
*MACHOTE FUTBOLERO, número de inscripción 180.189 en el Registro de Propiedad
Intelectual, fue estrenada el 15 de Julio de 2009, en la Sala 1 del Teatro Lastarria 90.

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Esta obra es un monólogo.
Un monólogo que nace de la estricta necesidad de
contar una historia.
Narrar, entendido como un acto sencillo que
pretende crear imágenes desde la palabra.
Nada espectacular.
Esta es la historia de Ramiro, una historia mínima,
que puede ser verdadera, o no.

3
Diego.

1.
Se llamaba Ramiro, pero los niños lo conocían como el chino. Ese apodo, el
único apodo que tuvo, o al menos el único que le conocí, se lo ganó en la cancha. Jugaba a
la pelota, y le gustaba el Colo-Colo, y por eso decía que lo de chino era por el chino
Caszely. En realidad, Ramiro nunca vio jugar al chino Caszely en vivo y en directo, pero
los viejos: sus tíos, sus abuelos, los amigos de los amigos, le decían que jugaba igual a él.

Al parecer tenía futuro como futbolista, cosa no muy común en Chile y eso no
podía dejarlo pasar. Después de la libertadores del 91`, ser del colo era el primer paso
para la felicidad. En las calles se respiraba un aire albo, un aire que desbordaba una
esperanza, como decirlo, ingenua. Sin distinción alguna, todos pensaban que este pedazo
de tierra que años atrás creían muerto, era fértil aún. La alegría había llegado con la
promesa de que el futuro era una posibilidad cierta para todos. Y ahí estaban. Celebrando
en las calles, triunfos que nunca habían tenido. Y si hay que festejar, se festeja. Los
colocolinos abundan solo cuando ganan. Tal que para ese año, el fervor hizo que todos,
colocolinos o no, creyeran que gran parte de su felicidad dependía de lo que pasaba en
una cancha. Todos comentaban los partidos que pasaban por la tele, o los goles que hacía
el popular en alguna cancha extranjera. Todos los niños jugaban a la pelota, y soñaban
con ser futbolistas, y tener carreras de éxito, jugar en el extranjero, en Argentina, en
Europa y ser el comentario obligado de los que saben de fútbol. Por que de alguna forma,
todos creían que ser campeones del mundo era posible, por que si de algo sabían, más
bien, si de algo podían presumir que sabían, era de fútbol. Éramos todos futboleros.
Incluso al hermano chico del Ramiro –ese que nació el 92`- su madre le puso Marcelo
Pablo. Por Barticciotto, claro.

2.

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En ese tiempo el Ramiro iba al colegio, y siempre me lo topaba en los pasillos,
o en los baños, o después de los recreos cuando llegaba a la sala todo sudado, con la
camisa afuera y ese pantalón roto en las rodillas que nunca se cambiaba. Él iba un curso
más arriba que yo. Todos los hombres éramos chicos y nos veíamos más chicos con
nuestras compañeras al lado. Las niñas crecen antes que los niños. Eso no lo sabíamos,
porque eso es algo que se aprende de grande.

Tratando de hacer memoria, en el colegio, difícilmente aprendimos algo


importante.

3.
Recuerdo que al Ramiro le gustaba una de mis compañeras de curso. Una vez
me preguntó por ella, y yo le dije que se llamaba Daniela, que vivía cerca de mi casa –a
dos casas para ser exactos–, que tenía una hermana chica, y una mamá, y que todos los
domingos las veía a las tres pasar frente a mi casa cuando iban a misa. Entonces, me dijo
que le gustaba, que quería hablar con ella pero que no se atrevía a acercarse. No sé que
hacer, me decía. Cuando estoy cerca de ella es increíble poder escuchar su voz, ver su
carita blanca, sus ojos luminosos, pero luego me quedo ahí, en silencio, sin poder decirle
nada, no sé, debe ser una tontera mía... Pero dile, le dije, qué cosa le digo, me dijo, dile lo
que le tengas que decir, dile que te gusta, que es la mujer más sensible, la más bella que
conoces. Dile que quieres estar con ella, por que no te imaginas verla con otro, no sé, dile
cualquier cosa. A las minas les encanta que se les declaren, le dije. Ese consejo -el primero
y el último que le di-, al parecer lo siguió. Y aunque estrictamente no creo haberme
equivocado en lo que le dije, si presumo que la forma en la que se le declaró a la Daniela,
fue distinta a lo que yo esperaba, y también a lo que ella esperaba. O quizás, sigo
presumiendo, algo repentino pasó por su cabeza, algo que quizás nunca había imaginado,
y que lo hizo desistir de todo.

La Daniela era mucho más chica que cualquiera de mis compañeras. La más
chica de todas, diría yo. Y quizás por eso le gustó al Ramiro. Demasiada inocencia y
belleza en una sola mujer, que en realidad no era una mujer –o por lo menos no una

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mujer hecha y derecha–, más bien era una niña, una niña que desde su sala de tercero
básico ya creía en el amor. Fe prematura en algo bello, quizás lo más bello del mundo,
algo que te han contado que existe pero que, si es que aún no lo has visto, ni lo has
tocado, ni lo has sentido, te sería difícil, absurdo más bien, pensarlo como posible, y
entonces aquello en lo que la niña Daniela creía, aquello que en su imaginación se
dibujaba y desdibujaba como amor, no era otra cosa que la imagen prometedora,
romántica y hasta novelesca, de un príncipe azul, imagen posible, claro, pero que
ciertamente distaba bastante de ser como era el Ramiro.

4.
Luego de eso nunca supe con seguridad que pasó.

5.
Hubo un tiempo en el que perdí contacto con él. Y no fue por mi culpa, en
serio, hasta cierto punto yo traté de que nuestra relación se mantuviera, sino intacta, lo
suficientemente tranquila como para no alterarse. Hay veces en las que creo que su
disposición hacia mí adoptó inexplicablemente la marca oscura del resentimiento. Otras
veces no, otras veces creo que fue como un acuerdo, un acuerdo que ambos tomamos de
forma simultánea. Así, en silencio, simplemente por que queríamos no vernos, no oírnos,
dejar de frecuentarnos, dejar de (re)conocernos, para así no seguir abriendo una herida
que en ese momento no veíamos, pero que sabíamos que existía, pues nos hacía daño,
tanto que aún hoy nos duele, y no cicatriza.

Yo no sé qué pasó. Espero no haya sido mi culpa. Me dolería saber que así
fue. Claro, al final de cuentas, el no haber hablado nunca más con él durante los
siguientes cuatro o cinco años, hizo que no pudiéramos decirnos nada, que nuestros
rostros de a poco se nos hicieran cada vez más ajenos y que de alguna u otra forma nos
olvidáramos.

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6.
Lo cierto es que luego de lo que pasó con la Daniela, sus amistades
cambiaron. Los niños se juntan con los niños y las niñas se juntan con las niñas. Regla de
oro para los pendejos de la escuela, que a esa edad, no querían otra cosa más que jugar
fútbol. Correr detrás de una pelota en alguna pichanga interminable, de esas que se
organizaban en la multicancha de la junta de vecinos y que duraban toda la tarde, hasta
cuando ya se iba la luz del día, y entraba la noche, y la multicancha, precaria, en ese
tiempo aún sin luz artificial, se transformaba de pronto en un plano sombrío y lleno de
oscuridad en donde no se puede ver ni distinguir a nadie, excepto las sombras y los
contornos dibujados de los pendejos futboleros. Sus pequeñas siluetas cansadas, bañadas
en el sudor luminoso de la penumbra, en donde solo se siente, en donde solo se escucha
el sonido de la respiración, ese sonido casi imperceptible del cuerpo en movimiento, el
sonido de los cuerpos rozándose, agitados, jadeantes, trémulos, quizás demasiado
cansados.

Correr toda una tarde, correr toda la noche, correr en la oscuridad, correr y
cansarse hasta desfallecer, correr hasta que se te nublan los ojos del cansancio, hace que
todo aquel que se te ponga al frente, se transforme en un extraño, en un otro que no
conoces, que intuyes quizás, pero que estas seguro que no le debes nada, y que sin
embargo te abruma con su sola presencia. Ahí. Frente a ti. Mirándote y esperando alguna
respuesta. Diciéndote con el cuerpo que este juego es para hombres y que no hay nada
más maricón que acobardarse, y perderse en el cansancio de una disputa ciega, o en el
agotamiento de un juego indecible.

Ahora, desearía que todo hubiera sido menos confuso. Por lo menos así
podría explicar con claridad algunas cosas que todavía no entiendo.

7.
Se juntaban a media tarde al lado de la catedral, dos o tres días a la semana,
todos liderados por el Ramiro. Era un grupo reducido, a lo más seis o siete pendejos, para

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los que este tipo de encargo se había hecho costumbre hace ya poco tiempo. Era un
trabajo rápido y sencillo, lo suficiente como para no ser estresante, ni mucho menos
peligroso. Por el contrario, buena paga y horarios flexibles. Dos o tres horas y listo.
Luego, provistos del dinero que recibían, bajaban hasta el centro de la ciudad y se
perdían los rastros, a merced de la suerte que tuvieran, cada uno con rumbo diferente. Se
cuidaban las espaldas por un compromiso inusual que había entre ellos y que los hacía
respetar las normas que, sin proponérselos, creaban. Había como un pacto de silencio que
nadie quería romper. Se veían siempre, todos los días. Se conocían las caras de memoria.
Por la mañana se reconocían en el colegio, por la tarde en la calle, en una galería, a las
afueras del cine porno, pero al final del día, cuando llegaba la noche y con ella los
silencios incómodos de la ciudad, callaban. Al otro día andaban con zapatillas nuevas, o
con poleras Nike o Reebook, o con audífonos gigantes, y personal estereos. Pero ninguno
hablaba. Y no por que resultara humillante la pega, en esa condición ninguna pega era lo
suficientemente humillante para no comentarla, sino porque se entendía que nada de lo
que estaban haciendo era bueno, y que en algún momento todo se iba a saber, y todo lo
que en ese momento tenían, podría desaparecer. La plata, las zapatillas y esos personal
estereo se irían a la mierda, sin condición alguna. Desde luego, para hacer menos
sospechosa la situación, todos tenían trabajos aparte: pungas, lanzas, mecheros,
descuidistas, garfios, culateros, arrebatadores. Otros –los menos- trabajaban
honradamente haciendo las cosas más fáciles que pudieran, y así terminaban de
repartidores, o cuidadores de autos, o asistentes de cocina, o simplemente macheteros
gimnastas en alguna esquina de la alta ciudad.

Ninguno de ellos terminó el colegio. Ninguno de ellos quería terminarlo.

8.
Entonces el Ramiro empezó a tener problemas. Como todo pendejo
conflictivo era el rey de los combos. En mocha que hubiera andaba metido, y terminaba
siempre con la nariz sangrando, moreteado entero, o con la cotona o la camisa rota. Luego
fueron las notas, las malas notas, y después la asistencia. No iba nunca a clases. Hacer la
cimarra era cosa de todos los días. A veces, con los mismos cabros del grupo, se juntaban

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al lado de la cancha grande, bajo un par de árboles empinados a la orilla del block en el
que alguno de ellos vivía. Allí, donde todos se conocen, y donde solo se camina seguro si
se sabe por donde caminar. Allí, donde las murallas pintarrajeadas por barristas
preanuncian la muerte rival de otros barristas. Donde las zapatillas que cuelgan huachas
del cablerío entramado se exhiben como señal, como indicio de frontera. En ese tierral
desértico, a veces revestido de basural clandestino, o de refugio casual de delincuentes
comunes, o de estacionamiento esporádico de alguna chatarra, aparecen a cada tanto tres
postes los que formando un arco te dicen que ese lugar, ese peladero inmisericorde, es (o
fue alguna vez) una cancha de fútbol, y que hoy bajo ese sol de mierda que le revienta
furioso a los futboleros del domingo, es el lugar perfecto para juntarse a media tarde y
empinar una cerveza o fumarse un paragua.

Callejeaba toda la tarde, y llegaba bien entrada la noche a su casa. Se peleaba


con su vieja y le gritaba. Sus hermanos chicos lloraban. Ver esa escena ya le era común y
no le molestaba. Muy pocas veces le molestó. De hecho, sólo las primeras veces, cuando
escuchaba los platos romperse tras la puerta de la cocina, y creía, casi como un mal
presentimiento, que la situación se le podía ir de las manos. Esas fueron las discusiones
más descontroladas y violentas que tuvo con su familia. Por suerte –si es que se puede
decir que alguna vez tuvo suerte- todo terminó ahí. Luego desconoció a su gente. Llegaba
a la casa, solo cuando tenía ganas de llegar, y se encerraba en su pieza y se ponía el
personal o prendía la tele, e ignoraba a su vieja y sus reclamos, y sus gritos, y los gritos de
sus hermanos más chicos, y poco a poco, el hecho de ver este espectáculo, el hecho de ver
todas estas escenas de violencia, todos los gritos desesperados que daba su madre, le
comenzaron a parecer parte de la escenografía natural que era su casa.

9.
Esa noche me lo encontré sentado en una de las bancas de la plaza, bajo un
poste de luz que le alumbraba su silueta delgada. Estaba solo. Se estaba tomando una
cerveza. Me invitó a sentarme a su lado, y me invitó a tomar de su botella. Tomamos
caleta. Luego de un rato sacó de su buzo enorme una petaca de pisco que bebimos a
sorbos de valiente, como si fuéramos verdaderos hombres grandes. Estuvimos un buen

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rato conversando y tomando. Un par de botellas y ya estábamos raja, porque claro,
cuando uno es chico no aguanta mucho y se cura al tiro. Yo no tomaba mucho, y se lo dije
de antemano, y me miró, y no pudo contener la risa, y se rió, y me dijo que yo era un
pollo, que esas cosas no se dicen. Uno toma no más. Se guarda la vergüenza y se resiste.
Esa noche, tomé como nunca había tomado. Para mi sorpresa resistí bastante. Y como
siempre lo hago, hablé durante mucho rato. Fue un largo monólogo de mis miedos, mis
fracasos y otras cosas que no le importa a nadie más que a mí. Y él, a mi lado se mantenía
callado, y me miraba y a veces hasta se reía, -su risa, era una risa de cortesía, claro, nada
de lo que yo decía era realmente chistoso- hasta que no supe que más decir, me quedé
callado yo también, y de pronto entendí que en mitad de ese silencio pasmoso, quizás sin
quererlo, el Ramiro me hablaba, me hablaba sin hablar, me hablaba de la única forma en
la que podía ser sincero, me hablaba con sus ojos tristes, sollozantes, y yo, quien no lo
entendía, y no lo entendía por que seguramente no sabía entenderlo, por que creía que
entender era el simple sinónimo de escuchar, lo miraba atento, revestido en el mismo
silencio del que me estaba hablando, tratando de encontrar en su mirada aquello que me
pudiera dar una respuesta.

Entonces se levanta. Y da unos pasos y luego gira y se queda mirándome


fijamente y de pronto me habla.

10.
Pero no quiere hablarme de su padre, porque de su padre no habla.

Me habla de su tío. Un futbolista que estuvo en las inferiores de la Unión


Española y que jugó un par de años por el chago morning, pero que tuvo que dejar el
profesionalismo por una lesión grave que tuvo a los veintitrés o veinticuatro años. Eso le
cortó la carrera para siempre. Después de eso, no corrió nunca más detrás de una pelota.
Tampoco fue al estadio, ni escuchó los partidos por radio, ni los vio por la tele. Le fueron
todos esos años como un luto. Y lo vivió de joven, con la energía y las ganas de vivir que
solo tiene un joven.

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Ramiro, en lo profundo lo admiraba y lo respetaba, por que todos hablaban
de él con admiración y respeto. Fue la gran promesa de las divisiones inferiores de la
Unión. Pero le cortaron las piernas, dijo. Como todas las grandes promesas, no se
cumplió. Nunca jugó en primera, y cuando pudo hacerlo, una entrada fuerte le cortó un
ligamento de la pierna derecha, justo en el punto penal, y en plena pre temporada. Se
alejó para siempre del fútbol y sus costumbres cambiaron de manera radical. Al principio
se la pasaba borracho en bares de Av. Independencia ahogando sus penas. Luego creyó
necesario evitar aquellas fuentes de soda que atraían a su clientela con partidos de fútbol.
Inevitablemente terminaba escuchando a los parroquianos colocolinos que gritaban y
discutían borrachos sobre la continuidad de pato yañez en el profesionalismo. Como una
sombra, su luto lo seguía.

Su tío, de a poco empezó a frecuentar la peluquería en la que trabajaba su


mamá. Al principio para hablar de la vida, y luego para poder trabajar. Olvidando su
orgullo de machote futbolero, conversaba con ella tardes enteras, y la ayudaba a hacer el
aseo, limpiar vidrios o sacudir revistas. Conversaba con las señoras que se dejaban caer
tarde completa a la peluquería, por que las tinturas, por que las puntas partidas, por que
las uñas o simplemente por los líos de falda del marido de la vecina. Nunca les faltaban
las excusas para hacer hora y mostrarse frente al hijo de la peluquera, tan buen mozo, y
simpático.

11.
Entonces me dice o me insinúa, que tal como en algún momento lo sintió en
las palabras de su tío, ahora lo siente él mismo. Ya está chato de su pega. Quiere cambiar.
Ahora está pensando que sería bueno terminar el colegio, y trabajar, y luego entrar a la
universidad, y ayudar a su mamá que ha sufrido tanto y durante tanto tiempo, y que ha
cargado siempre con él y con sus hermanos, y que a esta altura de la vida, con los años
más terribles tras la espalda, ya se siente súper cansada. Me lo dice por que siente y por
que sabe que lo que están haciendo no es normal, y que el fracaso, resultado inevitable de
todo cuanto deviene en decadencia, es el paso siguiente. En algún tiempo -una semana,
un mes, un año, o tal vez mañana o pasado-, todo tendría que terminar. Pero ahora no.

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Ahora no es el momento. Aún falta algo, y ante eso, no se puede estar tranquilo. Es todo
terrible rancio, me dice. Esos viejos son asquerosos, me dice. Andan en autos bacanes,
pero ellos son asquerosos, me dice. Tienen plata y salen en la tele, y hablan bonito, y
pueden hacer lo que se les da la gana, me dice.

Viejos culiaos.

Ya borrachos, me da un abrazo fuerte, y me da un beso en la mejilla. Tu piel


es suavecita, me dice. Huele bien. Entonces no sé qué responderle. Tengo ganas de
preguntarle cosas de las que por pudor prefiero callar. Tú tienes la piel de gallina, le digo,
por que se le ve así del frío que hace. Y sonríe, quizás de vergüenza.

Y cambia el tema.

Pedro.

Sácate la ropa, ¿y pa qué esperar?, no me mires con esa cara, que no me mires
te digo, y sácate la ropa, y no me digas señor, dime Pedro, no, ese no es mi nombre, pero
trátame así que me gusta, está bien, entiendes rápido, dame un beso, que me des un beso,
chiquillo, ..., dame un beso que quiero sentirme feliz contigo al lado, dame un beso que
quiero sentirme un poco menos culpable, un beso que sea sencillo, un beso de niño, que
me haga sentir sincero tu cuerpo mentiroso, bolero, de niño tramposo, tu cuerpo que es
un cuerpo de pendejo: Pueril y lampiño. Hermoso tu cuerpo sorpresivo. Tu cuerpo
descuidado, deslavado tal vez. Irresponsable tu cuerpo, un cuerpo lleno de grietas,
hendiduras sobre la carne, marcas silenciosas de tu choreza lunfarda. Tu cuerpo:
enteramente devastado. Desolado. Desgastado por tus años inexistentes, años que no
tienes, que ni siquiera imaginas, pero que se te acumularon presurosos en tu piel de niño,
en tus labios agrietados, en tu opacado pelo de tierra.

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Ramiro, eres un perro, por que naciste entre perros, te criaste con perros, y
nosotros, los que te vemos caminar de repente, a oscuras, en mitad de la noche, te
tratamos como un perro. Por que ladras, por que nos meneas la cola, por que te paseas
vagabundo, por que sentimos el bramido recurrente de tu mala piel desparramada, de tu
pelaje insuficiente, de tus lunares pedazos de piel sobrante, carne que no quieres, que
podría arrancar de una mordida violenta, feroz, furtiva, pero guardas y proteges en
secreto. Con el celo con que los perros cuidan y defienden su carne callejera.

Rayano de mis párpados, de mis ojos abiertos, tiesos, y obstinados. Mis ojos
rojos jadeantes, duros por un jale ajeno, ajado por la tarjeta, de una jocosa carcajada,
deshilajado el ojal que cuaja la mortaja, fijadas al despojo. Mis ojos rojos de mi cara de
raja. Cómplices de un montaje de cuerpos, puestos desiguales en esta tragedia.
Observantes y delatores -mis ojos-. Que me violentan de repente, pero que desentienden,
y refutan, y descuidan, y rechazan, y desmemorian, y rehuyen de la vergüenza. De tu
poto pelado que toca mi poto peludo, -y también, por que no- de mi sexo entero
desmesurado, excesivo, descubierto, de mi sexo desigual y fatigoso, ofrecido promiscuo
al desparramo que lo festina. Dentro de un baño. En una pieza cualquiera de un
departamento vacío. Sobre un mesón al centro mundanal, lleno de las botellas vacías que
no importan, botellas vacías que apiladas demarcan el lugar preciso de la indefensión.
Lugar de abuso. De vicio. De exceso y de carencia. Porque míralos, ya dopados,
analgésicos, los pendejos parecen muertos, caminantes nauseabundos que andan como
fantasmas, como zombies, bañados de licor amargo –ácido fermento-, terrible curados
todos, pasados de ese olor fétido de mi arcada vomitiva, de ese gusto que se nos quedó
impregnado, y que ahora tú que te acercas me recuerdas, y luego me llenas de tu
bocanada vinagre, del tufo narcótico de tus cigarros sueltos, baratas esas mierdas que
fumas. Entonces te pido, te digo, -mejor dicho, te ordeno-, así como lo haces, y como
siempre lo has hecho, lléname la boca llena, chúpame ahora y déjate chupar después.
Ábrete entero y moja mis manos, moja mi espalda, moja también mi pecho, mójame la
cara si quieres, que riegas bien la cubierta cascada de oro que te brota, pendeja, y serena,
amarilla la corriente tibia y diluida.

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Y tu, Ramiro. De alguna forma, indiferente, que haces como que no te
importa, que miras distraído, casi anestesiado por el pegamento -tu bendito pan de cada
día-, a veces no miras, y te haces el difícil, y te haces el distante. Es entonces que pienso
que aquello que separa tu cuerpo del mío, ese espacio que varía a cada momento, ese
vacío que nos separa, y que disminuye de repente cuando me acerco, y que se sacia
cuando te toco, es el ansia, el deseo de tenerte, que me sugiere, y que me recuerda que el
único vínculo que nos une, debe permanecer firme, inflexible, rígido ante la moldura
morena de ti. Entonces tu cuerpo derrama sangre, a veces, solo a veces, cuando se niega a
aceptar que yo también te quiero, que te resisto infalible a tu espalda, que te tengo a pesar
de no saber de ti más que tu mismo cuerpo. Grita por que quizás así puedas olvidar el
dolor, agárrate fuerte, empuña tus manos, y no dejes que te domine la rabia que no
quieres mostrar. Debes desaprender lo que te digo, por que solo así podrás crecer un
poco. Eres muy ingenuo, ¿Sabes? Y si te lo digo no es por que me sienta culpable. No. No
me pidas que te tenga compasión, por que bien sabes que nada de esto es mi culpa. Y si te
lo digo es por que ahora te veo aferrado a mí, quizás con miedo, quizás con dudas, quizás
con la sensación de que todo pudo ser distinto. Pero no. Tu no lo quisiste así, tu aceptaste
las cosas tal como son ahora, y ante eso no puedo hacer nada.

Me necesitas Ramiro. Me necesitas aunque lo niegues. Aunque digas que no


te gusta. Que no lo quieres. Que no te urge. Aunque pienses en tus amores de pendejo y
creas que aún existen. Me necesitas. Me necesitas por que necesitas la piel que se te anca.
Ese cuerpo calientito que te abraza y te hace cariño, y se queda regaloneando
entrecruzado contigo.

¿Qué te pasa? ¿Por que te quedai callado? ¿Te comieron la lengua los ratones?
Ven. Tócame. Te va a gustar, en serio. Regálame tu mano que yo te regalo mi bajo vientre.

Así, lentamente, deja que me someta a las sorpresas que me depara la


geografía de tu cuerpo pequeño: Déjame escalar por tus hombros morenos como
montañas, déjame caminar por tu pecho lampiño como desierto, déjame recorrer tu

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salado vientre amarillo, y déjame por fin, si, déjame, jugar como pendejo por tu selvático
tupido genital.

Amplio. Sudoroso. Líquido. Fluvial.

Diego.

Estoy mirando la escena.

Soy observador –y quizás partícipe- de la indolencia. Cada momento lo veo


narrado, implacable. Frente a mis ojos, una escenografía silenciosa corona los caprichos,
los antojos perversos de los que viven y mueren impunes. Excesos que mañana nadie va a
recordar, que pasarán al olvido como insignificantes, como gestos que no causan más que
indiferencia, pero que ahora, dibujados frente a mí, me dejan una sensación extraña, una
sensación que se parece a la impotencia, pero que no es impotencia, y que es más
parecido al miedo. O quizás sea una mezcla de ambas. No lo sé. Tengo ganas de irme de
aquí, pues intuyo que sé más cosas de las que debería saber, -y lo peor- es que me siento
culpable, aunque no debería.

Estoy mirando la escena, absorto.


Estoy mirando la escena, y no quiero mirarla.

No le pregunté nada por que hablaba con el dolor con el que se habla cuando
nuestra memoria se tiñe de ese rencor que se acumula por años, y pensé que si decía algo,
se iba a dar cuenta que yo estaba ahí, junto a él, cosa evidente, pero así mismo
inoportuna. Me lo imaginé rodeado de los viejos de los que me hablaba. Me imaginé
acompañándolo a esas casas enormes, en autos más enormes aún. Me imaginé dándole

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un beso, pero me dio asco. Entonces sacó un arma de su buzo enorme y me la mostró con
orgullo. Me apuntó a la cara y se rió. Mierda, pensé.

No alcancé a temer nada, no alcancé a suplicarle nada, y bajo el arma. Se rió


como ironizando, y dijo algo sobre los cobardes. Que yo, que era un cobarde, o que todos
aquellos que son cobardes, andaban con un arma como esa. Entonces el cobarde eres tu,
le dije. No, mentira. No lo dije, solo lo pensé. ¿Si?, pregunté sin esperar respuesta. No me
contestó y entonces apuntó a una botella de cerveza que había a metros de nosotros, y le
dio dos disparos, y aunque no acertó, dio píe para que segundos después se escucharan
tres disparos a lo lejos. A una cuadra. O a dos, o tres. No lo sé. Sonaron tan cerca que me
dio miedo. Esos disparos parecían respuestas en el aire, que alguien, no sé quién, ni
donde, le estaba dando. Era como una clave, una forma de decir presente, aquí estoy, y
estoy armado, listo y dispuesto. Se tomó el resto de cerveza y se levantó. Se tambaleó de
lo borracho que estaba, y guardó su arma en el buzo, y me miro como diciendo, ya sabes
que me voy, así que no preguntes.

No dijo nada y se alejo de la plaza.

Mayo, 2009.

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